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Un escándalo, una identidad secreta, una investigación y una historia de amor totalmente inesperada. Darren Burke, ídolo del fútbol americano, es acusado de agresión por una aspirante a actriz. La joven retira la denuncia a cambio de una importante cantidad de dinero, no así la acusación pública. Cuando el escándalo se desata, la carrera deportiva de Darren se hunde, sus amigos lo dejan de lado y la sociedad en general le considera culpable sin que ningún tribunal haya dictado sentencia. Decepcionado y profundamente herido, decide desaparecer para superar en soledad su dolor y humillación. Stella Owens, ambiciosa periodista de una revista neoyorkina, se siente fascinada por el misterioso D. Morgan, autor superventas, y decide desenmascarar su identidad. Sabe que, si lo consigue, le supondrá un gran empuje en su carrera y le abrirá las puertas de importantes medios de comunicación. No escatima recursos, algunos poco éticos, para encontrar al esquivo escritor, sin imaginar que en esa investigación va a poner en juego bastante más que su prestigio profesional. - Las mejores novelas románticas de autores de habla hispana. - En HQÑ puedes disfrutar de autoras consagradas y descubrir nuevos talentos. - Contemporánea, histórica, policiaca, fantasía, suspense… romance ¡elige tu historia favorita! - ¿Dispuesta a vivir y sentir con cada una de estas historias? ¡HQÑ es tu colección!
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Seitenzahl: 470
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2022 Josefa Fuensanta Vidal
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Un día más en el paraíso, n.º 330 - junio 2022
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S. A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Shutterstock.
I.S.B.N.: 978-84-1105-763-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Nota de la autora
Si te ha gustado este libro…
El verdadero paraíso no está en el cielo, sino en la boca de la mujer amada.
Théophile Gautier, escritor y poeta francés (1811-1872)
Hollywood Hills, Los Ángeles
La persistente llamada sacó a Darren
de un profundo sueño. Con un gruñido, alargó la mano hacia la mesilla de noche y barrió con ella toda la superficie. No encontró el teléfono. Un gemido de frustración acompañó a la monótona musiquilla. Se incorporó y se sentó en la cama. Al hacerlo, un acceso de náusea le asaltó y tuvo que correr hacia el baño cercano. Se arrodilló junto al inodoro y vomitó. Los esfuerzos le provocaron un fuerte dolor de cabeza, ¿o ya estaba allí y solo lo habían acentuado?
Más calmado, se sentó en el suelo. Advirtió que iba desnudo cuando sintió el impacto de las frías baldosas en las nalgas. Llevó ambas manos a la cabeza para evitar que todo se moviera a su alrededor, como un tiovivo sin control.
Poco a poco fue acudiendo a su memoria lo ocurrido la noche anterior. La fiesta, los amigos, la bebida… Mucha bebida. ¡Mierda! Él no solía beber. Todo aquello no era más que las secuelas de la borrachera que cogió.
Y ese maldito teléfono. ¿Dónde lo había dejado?
Se incorporó con esfuerzo y se refrescó la cara en el lavabo. Eso le alivió un poco. Salió del baño y buscó el móvil por la habitación. Lo encontró en uno de los sillones, debajo de sus pantalones. Había dejado de sonar, cansado de que lo ignoraran. Miró las llamadas entrantes: diez en los últimos quince minutos. Tres de ellas eran de Allen, su entrenador personal, y el resto de varios compañeros de equipo. Todos habían asistido a la fiesta la noche anterior. No se molestó en devolverlas; ahora tenía que aliviar ese dolor de cabeza y el mal sabor de boca que le había dejado la vomitona.
Volvió a reprocharse su estupidez. Desde la universidad, cuando en alguna ocasión se pasó con la bebida, más por confraternizar que por gusto, no había vuelto a hacerlo. Era un profesional y se tomaba su trabajo muy en serio. El alcohol y otras adicciones igual de peligrosas, a las que algunos de sus compañeros eran asiduos, no casaban bien con el deporte.
Lo peor de todo era que apenas recordaba lo que había ocurrido, cómo llegó a la habitación, cómo se desnudó… Lo último que le venía a la mente era estar rodeado de gente, el bullicio de la música, una chica junto a él a la que besaba…
Se dirigió a la cocina y abrió el frigorífico. Sacó una lata de bebida isotónica y la abrió. El líquido frío y burbujeante le despejó en parte el cerebro de aquella nebulosa que se había instalado en él como un huésped indeseado. Miró por la ventana. El sol brillaba en lo alto del cielo despejado de nubes; era bien entrada la mañana. Emitió un quejido cuando un fuerte pinchazo pareció atravesar su cráneo como una flecha.
Volvió a abrir el frigorífico de doble puerta y cogió el cubilete de hielo picado. Fue al baño, llenó el lavabo de agua y vertió el hielo en él. Hundió la cabeza en la helada mezcla y la mantuvo así hasta que sus pulmones protestaron. El alivio fue leve, pero bienvenido.
Saldría a correr. Eso siempre le despejaba y le insuflaba energía. Regresó a la habitación y se colocó un pantalón deportivo, una camiseta y se calzó las zapatillas de running de la marca que patrocinaba. Cuando regresara, llamaría a sus padres para anunciarles que iría a visitarles en los próximos días. Quería concederse un par de semanas de descanso en un entorno familiar antes de incorporarse a los entrenamientos y a la vorágine de la publicidad que el nuevo título le iba a exigir. Ya tenía pactadas varias entrevistas en televisión y en revistas deportivas que le mantendrían ocupado durante los próximos dos meses.
El teléfono volvió a sonar. Era una llamada de su padre. Esta no la ignoró.
—Hola, papá. Parece que me has leído la mente. Iba a llamaros y te has adelantado…
—Darren, ¿qué ha pasado? —le cortó Hugh.
La voz de su padre le sonó alterada. De fondo se escuchaba a su madre, que insistía en hablar con él.
—¿Estás bien, Darren? —preguntó Lucile, que había conseguido arrebatarle el teléfono a su marido.
—Sí, mamá. Solo algo maltrecho por la fiesta de anoche —bromeó. Cuando cayó en la cuenta de la urgencia en la voz de su madre, indagó—: ¿Qué ocurre?
—¿Es que no has visto las noticias? ¿Dónde estás? ¿Te han detenido?
El creciente pánico que advertía en ella le provocó una intensa inquietud.
—¿A qué noticas te refieres? ¿Y por qué iban a detenerme? —Recordaba que la noche anterior algún vecino se había quejado por el excesivo ruido y el guardia de seguridad de la urbanización se personó para advertirles de las molestias que estaban causando. No era un delito grave, a no ser que la cosa hubiese ido a más y acabaran llamando a la policía.
—La chica… ¿Cómo ha ocurrido?… —A Lucile se le escapó un sollozo. Incapaz de continuar hablando con su hijo, le pasó el teléfono a su marido.
—Darren, mira la televisión. Sales en todos los canales —pidió Hugh con aquel acento autoritario que enmascaraba la fuerte tensión que sentía.
Él obedeció. Encendió el televisor y se quedó atónito ante lo que aparecía en la pantalla.
—¡Últimas noticias! ¡Giant Burke denunciado por agresión!
»El quarterback de Los Ángeles Sentinels, Darren Burke, más conocido por Giant Burke, su apodo, ha sido denunciado por una joven.
»Los hechos se produjeron la pasada madrugada en la casa del doble campeón de la Super Bowl, en la fiesta que organizó para celebrar su segundo anillo de oro. En la velada, a la que asistieron varios jugadores del equipo, se reunió un nutrido grupo de gente entre los que se encontraba Jasmine Ellis, la modelo agredida por el jugador.
»Según la aludida, cuando la fiesta terminó, Burke la invitó a quedarse y, al negarse ella a sus pretensiones deshonestas, la golpeó en repetidas ocasiones. Malherida, logró escapar de la casa. Una vez a salvo de las garras del jugador, llamó a su prometido. Este la llevó a la comisaría para presentar la debida denuncia.
»“Temí por mi vida”, ha asegurado la víctima del ataque, que presenta importantes lesiones en el rostro y el cuerpo de las que tardará en curar. Jasmine está preocupada. Este incidente puede dejarle secuelas que repercutan negativamente en su trabajo. Es modelo y actriz y no podrá ganarse la vida mientras se recupera.
»Giant Burke, a punto de cumplir los treinta años, es uno de los mejores jugadores de la NFL y el mejor quarterback, como lo demuestra su segundo título recién adquirido. Pero es poco probable que pueda superar este revés en su carrera, que ha sido meteórica desde que fue descubierto por un cazatalentos de la Universidad de Tennessee cuando jugaba en el equipo de su instituto, en Boulder, Colorado. La abultada beca que le ofrecieron le permitió licenciarse en Literatura Inglesa mientras ganaba con su equipo dos títulos regionales. Al terminar, fue elegido en el draft en primera ronda por los San Antonio Devils, donde estuvo dos temporadas hasta que lo fichó su actual equipo, con el que ha cosechado la mayoría de éxitos…
—¿Qué… qué está ocurriendo? —balbuceó Darren. ¿Era una broma?
—¡Explícame qué ha ocurrido, hijo! —exigió Hugh, cuya voz se escuchó con claridad por encima del sonido del televisor.
—No sé a qué se refiere, papá. Yo no…
Unos fuertes golpes en la puerta le interrumpieron. Los ignoró y se centró en lo que su padre intentaba explicarle. Los golpes se repitieron con urgencia, seguidos por una voz imperiosa que decía: «Policía, abra de inmediato».
En el cerebro de Darren, más despejado del inicial entumecimiento provocado por la resaca, se dispararon todas las alarmas, si bien procuró conservar la calma.
—Tengo que abrir, papá. Luego hablamos.
—Darren, llama a un abogado. Iremos cuando logremos coger un vuelo —gritó Lucile antes de que Darren cortara la comunicación para dirigirse a la puerta.
Cuando abrió se encontró frente a un hombre alto, de tez oscura y vestido con traje gris y corbata chillona que le enseñaba una placa del Departamento de Policía de Los Ángeles. Detrás de él aguardaban dos policías uniformados, cuyos rostros mostraban un rictus de desagrado.
—Soy el detective Brown. ¿Es usted Darren Burke? —Fue una pregunta retórica. No había nadie en toda California que no conociera al quarterback de los Sentinels.
—Sí, soy yo. ¿Qué ocurre, detective?
Los dos policías de uniforme entraron en la casa y, sin decir palabra, le arrebataron el móvil de las manos y lo esposaron.
A Darren, la sorpresa lo dejó paralizado.
—¿A qué viene esto?
Los policías lo mantuvieron sujeto mientras Brown le leía sus derechos.
—Darren Burke, queda detenido por la agresión a Jasmine Ellis. Tiene derecho a guardar silencio. Todo lo que diga podrá utilizarse en su contra en un juicio. Si no tiene abogado se le proporcionará uno de oficio…
—¿Cómo dice? ¿Quién es Jasmine Ellis? —preguntó confundido.
—No se resista, señor —le avisó uno de los policías cuando Darren intentó desasirse de ellos.
—No me estoy resistiendo, solo quiero saber qué ocurre, por qué me detienen.—Se le informará de todo en comisaría. Allí podrá llamar a su abogado —dijo el detective, que seguía plantado ante la puerta y fijaba su mirada sagaz en el hombre que tenía delante.
Brown nunca había estado tan cerca de él, aunque sí lo había visto muchas veces en el terreno de juego, dirigiendo al equipo del que era ferviente seguidor. No podía negar que el jugador de los Sentinels impresionaba con su elevada estatura —más de un metro y noventa centímetros— y la robusta constitución, sin llegar a ser una mole de músculos como algunos de sus compañeros.
—No quiero esperar; quiero llamar a mi abogado ahora —insistió Darren con firmeza.
—Le repito que no se resista y nos acompañe de buena gana. —Era evidente el tono de reproche en la voz del policía que le tenía sujeto.
—Tendrá que acatar las reglas y esperar, señor Burke. No puedo decirle más. Tenemos una orden de registro. La policía forense se encargará de ello. Una patrulla se quedará aquí para custodiar la casa hasta que venga alguien de su confianza. En comisaría podrá hacer la llamada —informó Brown, más conciliador.
Lo empujaron hacia la puerta. La luz le cegó momentáneamente. Cuando enfocó la mirada, vio aparcados en el jardín, sobre el cuidado césped, dos coches patrulla con las siglas del Departamento de Policía de Los Ángeles pintadas en la carrocería y un sedán oscuro con los cristales tintados y matrícula de California; un poco apartada había una furgoneta, con las siglas LAPD en los laterales, de la que bajaron dos personas embutidas en monos blancos y con grandes maletines en la mano.
Los policías lo introdujeron en el asiento posterior de uno de los coches patrulla, separado de la parte delantera por una gruesa red metálica, y ellos ocuparon los asientos delanteros. Arrancaron el vehículo y abandonaron la propiedad. Ningún otro vehículo los siguió, por lo que Darren dedujo que el detective se había quedado en la casa para inspeccionarla.
Darren comenzó a ser consciente de la realidad al ver el enjambre de periodistas que se agrupaban detrás de la valla que cerraba la exclusiva zona residencial donde se alojaba, en las colinas de Hollywood. La casa la había alquilado cuando fichó por los Sentinels. Los flases de las cámaras y los gritos de los periodistas haciendo preguntas que no entendía le provocaron una sensación de amenaza que hasta el momento no había experimentado.
Se recomendó paciencia. Se tenía por una persona mesurada, que no perdía los nervios, y ahora era ocasión de demostrarlo. Fuese lo que creyesen que había hecho, ya se aclararía. Lo que le preocupaba era que no recordaba buena parte de lo ocurrido la noche anterior. Se había tomado un par de copas y no descartaba que, sin advertirlo, hubiese tomado alguna droga. Era la única explicación que se le ocurría para haber perdido el conocimiento; y eso era lo que más le asustaba.
El trayecto hasta la comisaría de la calle 77, en la zona sur de Los Ángeles, fue largo e incómodo para Darren. Las esposas le incomodaban, al igual que la actitud reprobatoria de los agentes, que manifestaban con gestos adustos y miradas disimuladas. Pero lo que más le atormentaba era esa duda que le corroía por dentro como el ácido. ¿Qué había ocurrido durante esa noche?
Los periodistas apostados en las cercanías de su casa les siguieron hasta la comisaría y allí, otra vez, tuvo que pasar por el calvario de los flases, las preguntas humillantes para las que no tenía respuesta y la desazón. Los policías se apresuraron a introducirlo en el edificio y lo llevaron a una sala donde le tomaron las huellas dactilares y le hicieron unas fotos.
«Ya estoy fichado. Esto no acabará bien», aceptó con pesadumbre. Aunque se demostrase su inocencia, cosa que sucedería porque él no podía haber agredido a la joven, los medios lo acosarían y su carrera deportiva se vería seriamente dañada. El club, tan estricto en estos casos, cancelaría el contrato que estaba a punto de renovar. Se sentiría satisfecho si lo fichaba algún equipo de poca monta, donde terminaría sus años de jugador profesional.
Antes de llevarlo a la sala de interrogatorios, le permitieron hacer una llamada. Darren no dudó a quién llamar.
—¿Qué ocurre? Estás en las noticias de todos los canales.
Darren reconoció en la voz femenina que respondió a la llamada idéntica sorpresa a la que poco antes había advertido en la de sus padres, y volvió a sentir el mismo desasosiego.
—No lo sé, Selma; de poco me han informado. Solo me han dicho que una mujer me acusa de haberla golpeado, una tal Jasmine Ellis, a la que no conozco. —Pese a esforzarse, no lograba contener sus emociones, que se filtraban en su voz.
—Eso es lo que se está divulgando a través de los medios. Ella dice que acudió a la fiesta, que le pediste que se quedara y que, una vez solos, la agrediste cuando se negó a acostarse contigo.
—¡Yo no hice nada de eso! —exclamó Darren con pavor—. Es cierto que bebí alguna copa y no recuerdo buena parte de lo que ocurrió, pero ¿cómo iba a olvidar algo así?
—Sé que no eres capaz de los hechos que se te imputan ni estando borracho, pero ella te culpa. Es su palabra contra la tuya, y la paliza ha dejado marcas bien visibles en su rostro. —Selma sabía que estos casos eran difíciles de esclarecer y que el inculpado solía salir perdiendo.
—Esto es de locos, Selma. Necesito tu ayuda —pidió con acento desesperado.
Ella sintió como suyo el dolor que percibía en Darren, al que consideraba un hermano. Lo había visto crecer hasta convertirse en una persona noble, afable y respetuosa con los demás, carácter que mostraba también en el terreno de juego, en el que no todos se conducían con tanta caballerosidad y donde la violencia era aceptada e, incluso, incitada. No podía creer que aquel niño cariñoso, alegre y con un instinto protector tan desarrollado hubiese agredido a una mujer. Y si lo había hecho, debió de ser inducido por algo que le nubló la razón. Darren no podía haber cambiado tanto.
—Necesitas un abogado. Llama al club y que te envíen uno. Y niégate a hablar hasta que llegue —le aconsejó.
Desde que fichó por Los Ángeles Sentinels, todos los asuntos legales se los llevaba el equipo jurídico del club, labor de la que Selma se estaba encargando. Fue uno de los requisitos que le impusieron para firmar el contrato. Tanto Darren como ella comprendieron que no podía renunciar por esa minucia, aun siendo una exigencia muy arriesgada.
—No confío en los del club. Pondrán sus intereses por delante de los míos. Ven tú, por favor.
El ruego implícito en sus palabras conmovió a Selma, que no perdió tiempo en pensarlo.
—Cogeré el primer avión. Mientras llego, hablaré con un colega para que te asista. Te tendrán retenido veinticuatro horas como mínimo. Tendré tiempo de llegar. Y ni una palabra mientras no tengas un abogado a tu lado —le advirtió.
—Gracias, Selma. Hazme otro favor. Llama a mis padres y explícales que estoy bien y que todo debe de ser una confusión. Estaba hablando con ellos cuando los policías han llegado a casa y me han detenido. Pídeles que no hagan declaraciones y que no vengan; ellos no me pueden ayudar. Siento mucho todas las contrariedades que este asunto les va a causar.
Una de las mayores preocupaciones que tenía era las repercusiones que sus padres pudieran tener. La prensa los acosaría y ellos no estaban acostumbrados. Siempre se habían mantenido al margen de la vida pública; algo que a él le gustaría hacer, pero no podía eludirlo porque era parte del negocio. A cambio de la elevada suma que cobraba por temporada —merecida ya que sobre él recaía el peso del juego— debía ser imagen del club, lo que le exigía estar disponible para entrevistas, asistir y colaborar en los eventos que le indicasen y, sobre todo, evitar escándalos que le afectasen negativamente. En la cláusula que había firmado, el club tenía derecho a rescindir el contrato sin la obligación de pagarle la prima acordada si se daba el caso.
—Descuida, se lo diré. Sé fuerte.
Darren colgó el teléfono. El policía que estaba cerca de él lo cogió del brazo y lo llevó a una sala en la que había una mesa con cuatro sillas y un gran espejo en una de las paredes.
—Siéntese —le ordenó. Salió y cerró la puerta.
Darren no se sentó. Caminó por la pequeña habitación como un león enjaulado. Sabía que lo estaban observando por el espejo y no le importó. Eso no podía estar pasado, se repetía. Era tan irreal que parecía una broma de cámara oculta. Él no había hecho nada. ¿Cómo podía decir esa mujer que la había agredido? «Por muy borracho que estuviera, lo recordaría», no dejaba de repetirse.
A los pocos minutos, la puerta se abrió y entró por ella Donald Brown, el detective que había acudido a la casa de Darren. El hombre poseía un físico imponente. Tan alto como el jugador y con bastantes kilos más. La cabeza rapada dejaba al descubierto un cráneo bien proporcionado y unas grandes orejas. De unos cincuenta años, rostro orondo y ojos color chocolate. Los labios gruesos ocultaban unos dientes grandes y muy blancos, que contrastaban con la piel oscura. Se había quitado la chaqueta y llevaba las mangas de la camisa subidas hasta los codos, lo que dejaba ver sus antebrazos cubiertos por oscuro vello rizado.
—Siéntese, por favor. Tengo que hacerle unas preguntas —pidió con tono severo. Un enorme sentimiento de decepción lo embargaba. Había admirado al hombre que tenía delante desde que comenzó a destacar en las ligas universitarias. Incluso lo ponía de ejemplo a su hijo. Hasta ese momento había sido un modelo de integridad, un gran deportista y un profesional. ¿Dónde había quedado todo eso? «El dinero y la fama pueden acabar corrompiendo hasta al más santo», se dijo; o quizá los hubiese tenido engañados y era ahora cuando mostraba su auténtico rostro. ¿El deportista modelo era un fraude, un ídolo con pies de barro?
Darren obedeció. Cuanto antes le dijeran qué ocurría, antes podría rebatir la acusación.
—La señorita Jasmine Ellis ha presentado una demanda contra usted, como ya le expliqué cuando acudimos a su residencia. Según nos relata, los hechos ocurrieron la pasada madrugada, sobre las tres, en su domicilio, una vez que estuvieron solos. Ella había acudido con unas amigas, invitadas por Bill Rodgers, otro jugador del equipo. ¿Es cierto? —Esperó la respuesta sin quitar la vista del jugador.
Darren inspiró con fuerza y lo miró a los ojos. No debería decir nada, como Selma le había aconsejado, pero no quería sugerir con su silencio que tenía algo que ocultar. En su fuero interno estaba convencido de que no había tenido nada que ver con aquel incidente.
La fiesta no resultó como había esperado y deseado. Él no consumía drogas y no toleraba que lo hicieran en su hogar. Fue un iluso al confiar en que sus compañeros de equipo respetarían esa norma. Al descubrir a varios metiéndose rayas de coca les recriminó esa actitud. Una cosa era pasarse con la bebida en alguna ocasión, y una vez terminada la temporada. Las drogas eran algo muy serio. Cuando esa adicción te atrapaba, nunca te dejaba marchar.
En los más de diez años que llevaba dedicado a ese deporte de forma intensiva, había visto a muchos jugadores recurrir a las anfetaminas para aumentar el rendimiento o abusar de los analgésicos para aliviar los dolores que las frecuentes lesiones les provocaban y que no acababan de curar. No podían salir al campo sin un chute, lo que resultaba muy triste y poco profesional. Todos hacían la vista gorda. Así era ese mundillo, que escondía muchas sombras detrás de la reluciente fachada del éxito.
—Señor, no sé quién es esa joven. Anoche se celebró una reunión en mi casa a la que acudió mucha gente, más de la que esperaba. Ya sabe cómo son estas cosas. Uno invita a otro, el otro a un tercero y así se desmadran las fiestas. No sé si a ella la invitó Bill. Pregúntele a él. Yo, desde luego, no lo hice. Solo invité a varios compañeros de equipo, entre jugadores y técnicos, que tenían libertad para venir acompañados o no. Con respecto a la inculpación, debe de ser un error. No niego que esté diciendo la verdad y siento que fuese agredida en mi casa, pero se confunde de persona. Yo no fui.
Darren procuró dar a sus palabras el tono de verosimilitud que precisaban y mantener la calma. El hecho de que parte de esa noche se hubiese borrado de su memoria le ocasionaba una gran inquietud que intentaba por todos los medios solapar bajo un manto de imperturbabilidad. Esa era una de sus mejores virtudes, que le había llevado a la cima en un deporte tan competitivo y estresante como el fútbol americano. Ahora la situación era diferente e igual de necesaria.
Donald comenzó a replantearse su inicial valoración. Su declaración parecía sincera y se inclinaba a creerle, aunque había detectado un matiz de inseguridad en él que le hacía dudar. Algo le preocupaba. ¿Conocía o sospechaba quién atacó a la chica y no deseaba revelar su nombre? Otra opción era que no hubiese sido consciente de lo que hacía debido al abuso de drogas o alcohol, lo que le provocaba esa incertidumbre. Los ojos enrojecidos lo delataban.
—Tal vez no lo recuerde. Por lo que pude apreciar, hubo un buen jaleo anoche. Mucha bebida debió de correr, y otras sustancias…
Darren sintió un vuelco interno. O el hombre tenía el poder de leer en la mente de las personas o él no había conseguido ocultar la zozobra que le atenazaba. Mejor no seguir hablando.
—Mire, detective. Mi abogado me ha aconsejado que no diga nada. Yo he querido ser franco y le he dado mi versión; y me reitero en ello: no la he agredido. Es lo último que diré hasta que él esté presente. —Darren cruzó los brazos sobre el pecho, gesto con el que quería apoyar su decisión.
—Está bien, señor Burke; si insiste en negar los hechos de los que se le acusa, serán las pruebas que se recojan y los testimonios de los presentes los que decidan.
Brown se levantó de la silla con esfuerzo y se dirigió a la puerta. Sabía que no debía presionarlo. Ese hombre no era un yonquicualquiera, visitantes asiduos de aquellas instalaciones, y no se le podía amenazar o convencer para que les dijera lo que ellos querían escuchar. Estaría asesorado por un buen abogado que les pondría las cosas muy difíciles si detectaba presiones o coacciones por su parte.
Si pudiera elegir, diría que él no lo hizo; sin embargo, no podía basarse solo en su intuición. Tenía que hacer su trabajo. Jasmine Ellis no mentía al decir que la habían maltratado. Las huellas estaban en su cuerpo; otra cosa era que, como Burke sugería, ella se hubiese confundido de persona.
—Llévalo a una celda —dijo al agente uniformado que aguardaba.
Donald abrió la puerta contigua y entró. La habitación estaba a oscuras, solo iluminada por la luz que se filtraba a través del cristal espía. Frente a él, una mujer de mediana estatura, enfundada en un traje oscuro y con el cabello castaño recogido en una pulcra coleta, miraba cómo el policía se llevaba a Darren.
—¿Qué piensa, teniente? —preguntó Brown.
La teniente Leslie William, recién llegada tras licenciarse en la academia, no respondió a la pregunta. Había estado observando al detenido durante la última media hora y no se había formado una opinión. Lo único que sabía era que no debía actuar a la ligera. Ese era un caso muy mediático y, si cometía un error, nunca saldría de aquella comisaría de tercera. Tenía una baza a su favor: no se había dejado impresionar por el famoso y adorado Giant Burke, como parecía haber ocurrido con sus compañeros. No le gustaba el fútbol americanoy eso le proporcionaba una objetividadque Brown y el resto no tenían. El detective lo había tratado con demasiada condescendencia para su gusto, olvidando que se trataba de un delincuente. Tampoco le impresionaba el innegable atractivo del jugador, de soberbia figura y agradable rostro que aparecía en anuncios publicitarios de televisión y prensa con frecuencia.
—¿Le han tomado muestras de las manos? ¿Presenta laceraciones en los nudillos? —preguntó después de unos segundos de silencio.
—No presenta laceraciones en nudillos ni otros signos de lucha visibles. Las muestras se le tomarán cuando se persone su abogado o serían inválidas ante un juez. Cuando las tengamos, se hará una comparativa con las tomadas a Jasmine Ellis.
—Un hombre como ese no necesita mucha fuerza para destrozar la cara de una chica. Puede que esa sea la causa de que no presente magulladuras —sugirió la teniente. Por muy objetiva que pretendiese ser, era una mujer y no toleraba bien el abuso de poder hacia las de su género.
Brown no opinaba igual. Los golpes en el rostro, debido a la estructura predominantemente ósea, casi siempre dejaban algún tipo de rastro en los puños del asaltante; algo que la teniente debería saber si tuviese más experiencia o no hubiese tomado ya partido. Él no iba a recordárselo. También cabía la posibilidad de que hubiese utilizado un objeto; lo que no concordaba con la declaración de la víctima, que insistía en que la golpeó con los puños.
—Páseme los informes cuando estén. Dejemos que Burke reflexione esta noche y mañana volveremos a interrogarle. ¿No ha llegado su abogado?
—Lo está esperando.
—No le pongan ningún tipo de impedimentos para que hable con su defendido. Avísele de que lo mantendremos en custodia el tiempo máximo que nos permite la ley. A ver si para entonces se ha ablandado y confiesa.
Leslie salió y Brown quedó pensativo. La teniente ya había decidido que Burke era culpable y no iba a investigar. Dejaría que fuese el jurado el que lo hiciese en el juicio. Y, tal y como estaban las cosas, Burke tenía todas las de perder. Los jurados eran muy sensibles ante la violencia hacia las mujeres, algo muy lógico; lo que no evitaba que, en ocasiones, ese mismo celo les impidiese ser imparciales y estudiar en profundidad las pruebas que se les presentaban.
Él no pensaba conformarse. Tenía que llegar al fondo de esa cuestión, y no solo porque su trabajo se lo exigía. No quería ver la vida de aquel hombre destrozada por una mentira que se había dado por válida sin confirmar.
Selma cogió el primer vuelo disponible y llegó a Los Ángeles pasadas las seis de la tarde. Subió a un taxi, estacionado en una de las puertas de salida del aeropuerto, y dio la dirección de la comisaría donde Darren permanecía retenido desde primeras horas de la mañana a espera de presentarse ante el juez.
Se arrellanó en el asiento y miró las noticias en el teléfono móvil:
—Giant Burke continúa detenido en dependencias policiales. Se espera que mañana comparezca ante el juez que dictaminará si le impone una fianza o le envía a la cárcel del condado hasta que se celebre el juicio.
»Esta noticia ha sacudido hasta los cimientos del club cuando estaban saboreando las mieles del triunfo en la Super Bowl. No podemos imaginar qué le llevó al templado jugador, cuya rectitud y fair play le han distinguido en todo momento, a cometer una acción tan vil.
»Las fotos de Jasmine Ellis que se han filtrado a la prensa no dejan dudas de que la agresión fue brutal, un ensañamiento. La joven no ha querido hacer declaraciones por consejo de su abogado, es la mirada asustadiza de sus grandes ojos color miel la que habla del pánico que debió de experimentar y que no la abandona.
»Quien sí ha hablado con los medios de comunicación ha sido Travis Kendall, su novio y representante, que clama venganza. Según declaraciones a este medio, no descansara hasta que Burke pague por el sufrimiento que le ha hecho pasar a su amada.
»“Pensamos ponerle las cosas muy difíciles y, como David ante Goliat, acabaremos venciendo. La verdad debe prevalecer, sobre todo cuando se abusa de jóvenes inocentes”, ha declarado Jerry Steinberg, abogado de Jasmine, que se ha tomado el caso como una cuestión personal. “Es como la hija que me hubiera gustado tener, y por ello es más doloroso ver su agonía”.
«La prensa ya le ha declarado culpable», pensó Selma con rabia contenida. Era el reverso de la fama, las rivalidades y el morbo que originaba el ver a alguien caer desde lo más alto; y eso vendía. Estaba en todas las primeras páginas de los periódicos y cadenas de televisión. Las redes sociales no tardaron en sumarse a la debacle del ídolo. El héroe de América se había convertido de un día para otro en un maltratador al que había que meter en el agujero más inmundo para que se pudriera en él, y sin darle la oportunidad de defenderse.
Los envidiosos no le perdonaban que el hijo de un empleado del Servicio Postal y de una ama de casa, con su talento y esfuerzo, hubiese escalado tantos peldaños desde un hogar modesto; el resto seguía a los primeros por pura dejadez. Solo unos pocos habían levantado la voz para defenderle, algunos jugadores y técnicos del club, pero esos testimonios se perdían entre tantos otros que lo vilipendiaban.
El abogado al que avisó para que asesorara a Darren le había enviado la información que la Policía tenía en su poder. Varios testigos, entre ellos Bill Rodgers, el que contrató a las tres escorts que acudieron a la fiesta, aseguraban que Jasmine Ellis estuvo muy cariñosa con Burke durante buena parte de la noche. Que el jugador había bebido mucho y que, cuando se marchaban, bien entrada la madrugada, los vieron subir al piso superior de la vivienda donde se encontraban las habitaciones privadas.
Unos veinte minutos después de que el último invitado se hubiese marchado, según constaba en las cámaras de salida de la urbanización, se veía a Jasmine Ellis abandonar la zona a pie. La imagen era algo borrosa y no se apreciaba con nitidez el rostro, aunque varios de los asistentes a la fiesta la identificaron. Tampoco la vio el guardia de seguridad que custodiaba la entrada. Admitió que en esos momentos se había ausentado unos minutos de la cabina. Jasmine caminaba con normalidad y no parecía tener prisa por abandonar el lugar.
Dos horas más tarde, cuando ya amanecía, apareció en comisaría acompañada de su novio para poner la denuncia. Una vez efectuada, la remitieron al hospital más cercano. Allí la examinaron y certificaron las numerosas lesiones que presentaba en el rostro, tórax y espalda, lo que indicaba que, además de golpearla, la habían pateado. No encontraron signos de agresión sexual. El informe médico hacía constar el estado de desorientación que presentaba por los golpes en la cabeza.
Ante ese informe, Selma albergaba serias dudas. ¿Cómo había podido salir de la casa y caminar hasta la puerta de entrada de la urbanización en esas condiciones? Tenía un par de costillas fisuradas, lo que debía de ser doloroso. ¿Cómo tardó dos horas en acudir a comisaría? ¿Por qué fue a la que se encontraba en la otra punta de la ciudad cuando tenía una a pocos minutos de la casa de Darren? Demasiadas incongruencias que tendría que investigar.
La joven alegaba que llamó a su novio cuando consiguió escapar de Darren y él tardó una hora en recogerla y otra en convencerla de que presentara una denuncia. Ella no estaba decidida a acudir a la Policía. Tenía miedo de que Darren, al ser una persona famosa e influyente, pudiera perjudicarla.
A las discrepancias que Selma detectaba en la declaración de Jasmine Ellis, junto con el informe policial, se sumaba la convicción de que Darren no había realizado esa infame acción; a no ser por una causa muy justificada, y aquí no encontraba ninguna. ¿Qué podía haberle hecho ella para que la maltratara, y de forma tan brutal?
Conocía a Darren desde que nació. Los Burke eran vecinos suyos. Vivían al lado de sus padres y ella, de niña, se pasaba el día en casa de Lucile. Su madre, enfermera en uno de los hospitales con los que Boulder contaba, trabajaba muchas horas y no quería dejarla sola. Su padre, operario de bombeo en una plataforma petrolífera, pasaba más tiempo fuera de casa que en ella.
El quedarse Lucile embarazada fue causa de alegría para las dos familias. Y cuando el pequeño Darren llegó, Selma lo acogió como a un hermano del que le separaban ocho años. Ella lo cuidó con mimo, volcando todo el amor que habría dedicado a ese hermano que siempre deseó tener. Y, de pronto, tras haber perdido toda esperanza, su madre se quedó embarazada de nuevo. Al nacer Morgan, algo fue mal y el pequeño fue creciendo con mala salud, enfermizo, con menos peso y talla de lo normal a su edad.
Darren y él se hicieron inseparables. Se llevaban casi dos años y, más que un amigo, Morgan lo consideraba su hermano mayor. Cuando empezaron a ir al colegio, Darren se convirtió en su protector. Frecuentemente llegaba con signos de pelea a la casa y todos sabían que había sido por defender a Morgan. Los otros chicos se cebaban con el indefenso y débil niño, y allí estaba Darren para defenderle. Y siguió haciéndolo hasta que Morgan murió; acababa de cumplir trece años.
La deuda que Selma y su familia tenían con Darren no se podía contabilizar, era impagable. Ayudó en gran medida a que la corta vida de su hermano fuese más feliz; algo demasiado importante para olvidarlo, y ella no quería hacerlo.
Ahora le tocaba ayudarle en la medida que le fuese posible. Sabía que la cosa pintaba mal; al igual que sabía que Darren no había agredido a Jasmine Ellis antes de leer el informe policial que suscitaba muchos recelos. Le olía a extorsión. La chica había visto la forma de ganar dinero y notoriedad y quería explotarla. Era su testimonio contra el de Darren, que no recordaba lo ocurrido a partir de cierta hora. Había bebido o tomado drogas, según admitía; algo poco habitual en él, le constaba, y su mente se vació.
Por las redes sociales circulaban fotografías y vídeos en los que se le veía junto a Jasmine en un estado que no favorecía a su imagen pública. Los ojos vidriosos, caminar tambaleante, derrumbado en un sofá, manoseándola con torpeza… Había intentado eliminarlas sin éxito; era una misión imposible desde el mismo momento en que se subieron a Internet.
Una vez en la comisaría de la calle 77, Selma se identificó como abogada de Darren Burke ante el policía de guardia y pidió hablar con su defendido. Cuando Darren se presentara ante el juez en un par de días, procuraría que le pusieran una fianza para que saliera en libertad a espera del juicio, si es que Jasmine Ellis persistía en continuar con la denuncia; era todo lo que se podía hacer de momento.
El oficial observó a la mujer que tenía delante con admiración. Alta y esbelta, enfundada en un traje oscuro de las mejores firmas combinado con una camisa verde lima, que daba luminosidad a su tez oscura de hermosos rasgos en los que destacaban unos labios voluptuosos y unos grandes ojos castaños de largas pestañas.
La condujeron a una sala pequeña y escasamente amueblada. Allí esperó. Tras unos quince minutos, la puerta se abrió y Darren entró seguido por un policía. Iba esposado y presentaba un aspecto demacrado. Una incipiente barba cubría su cuadrada mandíbula, el corto y oscuro cabello aparecía alborotado y llevaba las ropas arrugadas; una imagen muy alejada de la que solía presentar. El destello de animación que mostraron las grises pupilas al verla pronto se apagó y la tristeza y el desconcierto tomaron su lugar.
Selma se levantó y fue a abrazarlo.
—¿Cómo estás, Darren?
Él hizo un esfuerzo por sonreír.
—Bien, dadas las circunstancias. Me tratan de maravilla —dijo con marcado sarcasmo.
La actitud de los agentes que lo custodiaban dejaba mucho que desear. Excepto el detective Brown y alguno más, lo trataban como un delincuente sin haber sido juzgado aún. La condena que advertía en sus miradas y su actitud le causaban una sensación de abatimiento que se esforzaba por superar. Ni en las ocasiones en las que su equipo perdía y los espectadores emitían su desaprobación de manera contundente se había sentido tan desmoralizado.
Se sentó en la silla frente a Selma y el policía sujetó las esposas a la mesa mediante una cadena unida a una argolla.
—No creo necesario que permanezca esposado —ella expresó su desacuerdo.
—Son las normas, señora —alegó el oficial. Se marchó y cerró la puerta para proporcionarles la necesaria confidencialidad.
—No pasa nada. Ya estoy acostumbrado —Darren le quitó importancia—. Dime, ¿cómo están mis padres?
—Bien, deseando verte.
—No deben venir. Ellos no pueden ayudarme y solo conseguirán pasar por un calvario con la prensa. —Imaginaba el gran revuelo que se habría formado en torno a su detención.
—No te preocupes por la prensa. Son como buitres: huelen la carroña a kilómetros; lo que no saben, lo inventan; y tus padres saben a lo que se van a enfrentar y están preparados. He intentado convencerles de que no vinieran, pero ya los conoces. Cogerán un vuelo mañana mismo. Allí no los van a dejar en paz tampoco. Tienen que marcharse por unos días y mejor que estén aquí; así tendrás apoyo cuando llegues a casa. Espero que en un par de días se celebre la vista y puedas salir bajo fianza.
Darren suspiró. Sabía que sus padres lo estarían pasando mal. Era otra de las razones que lo atormentaba. No podía hacer nada para evitar el sufrimiento de las personas que más quería.
—¿Qué has averiguado? —Solo sabía lo que le había explicado el detective Brown. El abogado que acudió esa misma mañana a la comisaría no pudo informarle de mucho más.
—Tengo el acta de la denuncia. La versión de la denunciante y de algunos testigos a los que se les ha interrogado. Ahora cuéntame la tuya. —No recelaba de él, pero tenía que oír antes su relato para contrastar.
Darren le agradeció que no le preguntara si lo había hecho; no podría darle una respuesta veraz. Selma siempre creía lo mejor de él.
—Sabes que no me gustan el tipo de fiestas multitudinarias en las que todo acaba desmadrándose, por lo que propuse una reunión reducida, solo algunos amigos del equipo y sus acompañantes. No resultó así. Alguien, creo que Bill Rodgers, otro de los quarterbacks del equipo, se le ocurrió contratar a unas escorts yalgunos llevaron a varias amigas. No sé en qué categoría entrará la chica que me ha denunciado. En resumen, de una reunión de unas veinte personas, al final debimos juntarnos más del doble, y a la mayoría no las conocía. —Hizo un gesto de impotencia con las manos que resumía su estado de ánimo en aquellos momentos.
Recordaba con claridad el enojo que sintió ante aquella situación que no podía manejar. También recordaba haber discutido con Bill y con otros por excederse. Al final, acabó aceptándolo y la frustración debió de llevarlo a beber más de la cuenta.
—En un par de ocasiones tuvo que venir la seguridad de la urbanización para avisarnos de que los vecinos se habían quejado. La segunda vez, y viendo que el bullicio no iba a menguar, les pedí que se marcharan. No descarto que estuviese alterado y puede que lo hiciera de malos modos. Se fueron marchando y en algún momento me quedé solo con ella. Debí de continuar bebiendo y no recuerdo nada más. Puede que perdiera el conocimiento. —La miró con la angustia empañando sus pupilas—. No sé lo que hice, Selma; de lo que sí estoy convencido es de que yo no la agredí.
Su tormento era real. Aunque Selma no lo conociera y supiera que era incapaz de hacer algo así sin un buen motivo, creería que el hombre que tenía delante era sincero.
—Te creo, Darren; lo malo es que los hechos están ahí. A Jasmine Ellis la golpearon, lo que hay que demostrar es que tú no lo hiciste.
Selma le detalló lo que decía el informe que le habían entregado. Darren se horrorizó ante la magnitud de las lesiones de la joven. Solo una persona trastornada podría hacerlo.
—Como comprobarás, hay bastantes incongruencias en la versión de ella, y a eso nos vamos a agarrar. Cuando salga, iré a ver al fiscal. Mi colega ha concertado una entrevista con él para poner puntos en común y que nos informe de los resultados de la investigación forense. Si solo tienen su testimonio, el caso no se sostiene y el fiscal debe aceptarlo.
—El daño ya está hecho, Selma. La prensa se está dando un buen festín con esto; y solo es el principio. —Darren no era tan iluso de creer que aquello no supondría un menoscabo en su carrera. De solucionarse a su favor, como esperaba, la desconfianza persistiría. Eran muchos los ejemplos de personas populares a las que habían calumniado y su reputación nunca se recuperó totalmente.
—Si se demuestra que Jasmine miente, te exonerarán —aseguró en tono animoso.
Selma no quiso hablarle de las fotos que circulaban por Internet. Podría quedar absuelto de la acusación, de lo que no se libraría era de la mácula que suponía ver borracho a uno de los ídolos americanos. Paul, su marido, que le llevaba los asuntos económicos a Darren a través de su consultoría, le había dicho que dos de las marcas que lo patrocinaban no iban a renovar el contrato; el resto no tardarían mucho en seguir el ejemplo.
En cuanto al club en el que jugaba, del que estaba pendiente la renovación en unos pocos meses, no dudaba de que prescindiría de él. La cláusula que firmó le concedía al Sentinels la prerrogativa de rescindir el contrato en casos como el actual. La utilizarían y Darren tendría que devolver el dinero de la prima que le habían adelantado. Su situación económica se resentiría debido a los cuantiosos gastos que tenía. Tendría que mudarse a una vivienda más modesta hasta que consiguiera que otro equipo lo fichara y, mientras, tirar de los ahorros, que no le faltaban. Asesorado por Paul, Darren había invertido parte del dinero conseguido en esos años y no tendría dificultades financieras ni en el peor de los casos: que ningún equipo lo fichara.
—Perdona, no te he preguntado cómo están Paul y Wendy.
—Están bien. Paul con mucho trabajo y la niña creciendo a velocidad de vértigo. En nada me veré buscándole universidad. —Su hija de cinco años era una criatura con una energía asombrosa, a la que la mayoría de las veces le costaba seguir el ritmo. A su madre debió de ocurrirle igual con ella; por desgracia, no estaba allí para recordárselo.
Ada Jennings era de salud delicada, y el dolor por la pérdida de Morgan precipitó su propia muerte. Selma estaba acabando la universidad y se valía por sí misma, pero la ayuda de los Burke fue muy valiosa. Su padre, al que de igual forma le afectó la muerte de su hijo, hacía años que ya no quería saber nada de la familia que le quedaba, hasta el punto de no asistir al entierro de su esposa ni a la boda de su hija, seis años después.
Darren sonrió ante ese comentario. Su ahijada era su ojito derecho. Por suerte, era pequeña para asimilar lo que estaba ocurriendo.
El agente entró, en clara insinuación de que la hora había pasado.
—¿Necesitas algo, Darren? Te lo haré llegar —ofreció Selma.
—No. Estoy bien. Solo necesito que soluciones esto para que pueda salir de aquí.
—No te preocupes. Por muy alta que el juez imponga la fianza, se pagará y te sacaré. Ten paciencia y no desesperes.
Darren asintió. Confiaba en Selma, como venía haciendo desde que era un niño de pocos años y lo llevaba de la mano a todas partes. Con ella siempre se sintió seguro y protegido. Era una gran abogada, de las mejores de Denver, aunque temía que el pozo en el que se había precipitado era demasiado profundo para que pudiera sacarlo. Se le presentaba un negro futuro, reconoció con desánimo.
Darren observaba el exterior de la residencia desde uno de los grandes ventanales que daban al jardín delantero. Hacía casi una semana que se había desatado el escándalo y los periodistas seguían instalados en los alrededores de la urbanización, como depredadores agazapados entre la maleza esperando cualquier descuido de su presa para lanzarse sobre ella y despedazarla.
Lo que más le dolía no era que gran parte de la opinión pública hubiese emitido un veredicto de culpabilidad antes de que el juicio se celebrase, sino el desengaño que se había llevado con la mayoría de los que creía sus amigos. Algunos compañeros de equipo le habían llamado para interesarse por él; poco más. Solo Allen O’Sullivan, el quarterback coach con el que le unía una buena amistad, se había atrevido a levantar la voz en su defensa; el resto, desde la directiva del club —de la que nada esperaba— al último de los utilleros, personas con las que había compartido años de su vida, permanecían mudos. Ni una declaración pública o mensaje en las redes sociales de apoyo. Le habían dado la espalda. Hasta cierto punto lo entendía; era su medio de vida y se sentían presionados.
Otros habían aprovechado para sacar beneficio. Estaba al tanto de los vídeos y fotografías que circulaban por Internet, que dañaban su imagen. Lo más triste era que habían sido difundidos por sus amigos, en los que confiaba y a los que había abierto las puertas de su hogar. No le extrañaba en el caso de Bill Rodgers, segundo quarterback. Estaba deseoso de ocupar su puesto y este escándalo se lo ponía en bandeja. Una traición esperada; no así de algún otro, que debió de recibir una buena suma por esas imágenes.
—No te tortures más, hijo. Todo se aclarará con el tiempo.
La voz de Lucile, con esa entonación suave que contribuía a calmarlo, se escuchó muy cerca. Darren se giró hacia ella e intentó sonreír. El gesto se quedó solo en eso, una tentativa fallida. ¿Para qué fingir? Su madre sabía por lo que estaba pasando.
Lucile se colocó a su lado y le rodeó la cintura con uno de sus brazos. La menuda mujer le llegaba a su hijo a la atura del pecho, pero el gesto era muy reconfortante. Darren lo aceptó de buen grado y correspondió rozando la mejilla en el corto cabello canoso.
—Claro, mamá. Es la inactividad lo que me está matando. Es frustrante no poder salir de casa para entrenar o correr. —Estaba acostumbrado a hacer ejercicio al aire libre y llevaba días sin moverse de la casa. Por suerte, tenía a sus padres con él.
Pese a que Darren les insistió para que no viajaran desde Boulder, donde residían, habían llegado a Los Ángeles cinco días antes. Le complació encontrarles allí cuando el juez le impuso la fianza y abandonó las dependencias policiales, donde estuvo custodiado durante tres días. En aquella residencia, más grande y con la mayor protección que una urbanización cerrada proporcionaba, estaban más relajados que en la pequeña casa donde residían, en la que los periodistas no habían dejado de hostigarles desde que la noticia saltó a los medios. Su padre tuvo que pedir días de permiso en el trabajo y se encerraron en casa hasta que cogieron el vuelo para estar junto a su hijo.
El juez no quiso ser magnánimo y le impuso una fianza cuantiosa. Selma luchó para que la rebajara, pero él se mostró inflexible, como ya se temían. Giant Burke era una figura popular y debía dar ejemplo, argumentó. Darren la pagó con gusto para salir de aquella celda. Le hubiera gustado marcharse lejos, a otro país incluso, donde la prensa no pudiera encontrarle; algo imposible mientras estuviese en libertad vigilada a espera de juicio.
Selma permaneció en Los Ángeles hasta que Darren fue puesto en libertad. Las pruebas forenses se retrasaban y ella aprovechó para viajar a Denver y estar un par de días con su familia. Por ahora, nada más podía hacer.
Este retraso estaba suponiendo un suplicio para Darren, que confiaba en que acabaran demostrando su inocencia y todo se solucionara de forma rápida. Estaba cada día más ansioso; nerviosismo que transmitía a sus padres.
Hugh y Lucile acusaban la desdicha de su hijo. No habían cumplido los sesenta años y parecían haber envejecido una década en esos pocos días. Llevaban juntos casi toda la vida. Se conocían desde el colegio y empezaron a salir en el instituto. Como procedían de familias humildes, no pudieron cursar estudios universitarios, como a ambos les hubiera gustado. Hugh encontró pronto empleo y se casaron. Durante los primeros años, Lucile ayudó a la economía familiar con lo que ganaba de dependienta en una zapatería y compraron una casita en un barrio modesto. Cuando se quedó embarazada, tras varios años de espera, dejó el empleo y se dedicó a cuidar de su familia.
Juntos habían creado un hogar en el que el amor era el bien más preciado y estaba presente en cada rincón. Nunca tuvieron para derrochar, pero a Darren no le faltó nada importante, sobre todo cariño. Cuando comenzó a despuntar como jugador de fútbol americano en el equipo del instituto, sus padres lo alentaron a que se dedicase a ello si era su deseo. Como no se podía pagar los estudios universitarios con los ingresos que su padre percibía, celebraron la beca deportiva que le concedió la Universidad de Tennessee, aunque les imponía estar separados durante la mayor parte del año.
Darren cosechó grandes éxitos en las ligas universitarias, en las que destacó por su inteligencia y arrojo, así como por el compañerismo que demostraba. Cuando se licenció, varios equipos se lo disputaron y tuvo la opción de elegir. A partir de entonces se acabaron las estrecheces económicas para los Burke. Darren destinaba a sus padres buena parte de sus ingresos por la ficha deportiva más lo que conseguía por prestar su imagen a algunos productos. Esa prosperidad económica no les cambió la vida. Hugh y Lucile continuaron viviendo en la casita que era su hogar desde que se casaron y él continuó acudiendo a su trabajo. El dinero lo guardaban para lo que pudiera ocurrir; como ahora.
Hugh llevaba algún tiempo pensando en jubilarse y este revés lo había decidido a hacerlo. Tenía el deseo, la oportunidad, y no pensaba demorarlo más. Quería disfrutar de los años que le restaban de vida en un lugar donde nadie los conociera, y sabía que en Boulder no podrían hacerlo. Además, a Lucile le sentaban mal los fríos inviernos de Colorado y él siempre deseo vivir junto al mar y dedicarse a pescar, una de sus grandes aficiones. Ahora podría. Le habían planteado la situación a Darren y este se alegró. Comprendía sus razones, incluso las que no le mencionaban. De quedar libre de sospechas, el estigma del escándalo lo perseguiría siempre. En su entorno no dejaría de haber algunas personas malintencionadas que lo recordarían, y no quería que sus padres sufrieran esa continua afrenta.
Un coche de alta gama enfiló el corto camino asfaltado que llevaba a la casa. De él bajaron Selma y Evan Forest, el abogado que asistió a Darren hasta que ella llegó.
Darren se dirigió a la puerta para recibir a los recién llegados. Selma le dio un cariñoso abrazo. Forest lo saludó con una inclinación de cabeza.
El abogado, de unos cuarenta años y figura atlética enfundada en un traje oscuro de una reputada firma, era muy popular en la ciudad. Estaba acostumbrado a tratar con estrellas de cine y artistas en general, que recurrían a él cuando se veían envueltos en situaciones parecidas a la que Darren estaba atravesando. Por lo general, según Selma, los sacaba de apuros. Debajo de sus caros atuendos a la última moda y su cuidado aspecto se escondía un cerebro brillante y unas dotes extraordinarias como mediador. Su clientela fija era muy amplia y no tenía tiempo para dedicarlo a nuevos clientes. Con él había hecho una excepción por la amistad que le unía a su antigua compañera de estudios.
Selma abrazó a Lucile con cariño. Llevaban más de seis meses sin verse y lamentó que el reencuentro con la que ella consideraba su segunda madre fuese en tan penosas circunstancias. Hugh, que había visto llegar el coche desde su habitación en el piso superior, bajó a recibirles. El padre de Darren, tan parecido a su hijo, mostraba la tensión de esa última semana. En su rostro, por lo general risueño, aparecía un rictus de preocupación que Selma casi nunca le había visto.