2,99 €
Era un hombre de inmensa riqueza y prestigio, pero el dinero no podía librar a Paul Spencer de un inevitable matrimonio sin amor. El testamento de su abuelo no le dejaba alternativa: o se casaba con Betina, una mujer a la que despreciaba, o perdía el negocio de la familia. Entonces conoció a la inocente y bella Cassidy Penno y ambos se enamoraron. Paul sabía que un futuro juntos era imposible, a pesar de que Cassidy le prometió no pedir nada a cambio de entregarse a él por entero. Sin embargo, ese hombre de honor juró que no sería suya si no encontraba la forma de hacerla su esposa.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 197
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Deborah A. Rather
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un futuro juntos, n.º 1108- mayo 2022
Título original: A Bride to Honor
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1105-648-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
SÉ que es importante —dijo Cassidy enderezándose la peluca roja y sacudiéndose el polvo del delantal con volantes blanco—. Lo que pasa es que falta muy poco para Halloween y es la época del año en la que tenemos más trabajo.
William respiró profundamente, se enderezó la corbata de seda gris y dijo con cuidado:
—Por eso es precisamente por lo que te estoy pidiendo este favor.
Cassidy le sonrió, apiadándose de su excesivamente serio hermano.
—Te he dicho que le disfrazaré. Lo único que espero es que no tenga un gusto demasiado exótico.
William se apoyó en la vitrina de cristal, en la que se exhibían pestañas postizas, narices de goma, máscaras de esqueletos y una impresionante variedad de verrugas y lunares, y miró a su hermana enfundada en el traje de época Reina Ana.
—¡Cassidy, se trata de mi jefe! Está en un apuro, y he sido yo quien le ha recomendado que acudiera a ti. ¡Por el amor de Dios, no me hagas quedar mal!
Pobre William, siempre tan apurado, siempre avergonzándose de su familia. Cierto que eran algo excéntricos, pero tenían buenas intenciones. Casi siempre.
Cassidy le puso una mano en la mejilla para tranquilizarlo, olvidándose completamente de su rostro muy maquillado: pestañas pintadas, círculos rojos en las mejillas y labios en forma de corazón.
—Querido hermano, te prometo que al señor Paul Barclay Spencer, de Pastelerías Barclay, le trataré como a un marqués. Y no te preocupes, te aseguro que el traje que le busquemos dejará impresionada a esa tal Betty. Te lo juro por mi honor.
William se tranquilizó, pero solo un poco.
—Se llama Betina, Betina Lincoln. Aunque si todo va bien, en primavera se convertirá en la señora de Paul Spencer.
—Y el señor Spencer volverá a tener el negocio familiar firmemente seguro en manos de la familia. Y te lo deberá todo a ti —Cassidy volvió a darle una palmada en la mejilla, pero William se la agarró y la obligó a bajar el brazo.
—Sí, si no lo estropeas tú. Por favor, Cassidy, por el amor de Dios, quítate ese absurdo vestido antes de que venga.
Cassidy suspiró llevándose una mano al corazón.
—Está bien, abandonaré a la Reina Ana para convertirme otra vez en la humilde persona que soy y buscaré el disfraz perfecto para tu jefe, te lo prometo. Un traje con el que se ganará el corazón, y las acciones de la empresa, de la exquisita señorita Betina Lincoln. ¿Satisfecho?
William enderezó los hombros, se alisó el inmaculado traje italiano y asintió rígidamente.
—No lo olvides, cuento contigo.
Ella le sonrió, y él le lanzó esa mirada casi aprobadora de hermano mayor. Sin embargo, cuando se dispuso a marcharse, lo estropeó todo al sacudir la cabeza mientras paseaba su verde mirada por el disfraz de ella como si se estuviera preguntando cómo era posible que un joven y prometedor ejecutivo como él tuviera una hermana como ella. En verdad, Cassidy no lo comprendía. Ella era una sastra de trajes de teatro y disfraces; y, por definición, ese tipo de sastres diseñaban, cosían y, si tenían suerte como ella, tenían sus propias tiendas en las que almacenaban, exhibían, alquilaban, vendían y, por supuesto, llevaban puestos esos trajes. ¿Quién demonios iba a ponerse un traje de época o un disfraz si no se lo ponía ella misma? El pobre William no comprendía los entresijos de la vida. Sin embargo, Cassidy sabía que la familia Penno era una cruz para William, y no quería añadir leña al fuego.
William no comprendía que sus padres se hubieran divorciado el año anterior, aunque para Cassidy estaba claro que, a pesar de haber estado treinta y cinco años casados, Alvin y Anna Penno era completamente incompatibles. William no se daba cuenta de que los dos eran más felices viviendo cada uno por su lado, y tampoco se daba cuenta de que eso no tenía nada que ver con él ni con ella. Cassidy suponía que parte del problema residía en la influencia que ejercía el clan Barclay Spencer en su hermano.
Para esa familia, los asuntos familiares eran de la mayor importancia; sobre todo, en lo tocante al negocio familiar, Pastelerías Barclay. ¿Cómo sería formar parte de tan fuerte unidad? Cassidy supuso que debía ser maravilloso, ya que William parecía admirarlos y envidiarlos tanto.
En semejantes circunstancias, parecía apropiado que Paul Spencer, director general de las pastelerías de la familia, fuera a casarse con su medio prima; sobre todo, cuando ella había heredado del señor Chester Barclay, el abuelo de Paul, acciones de la empresa. Su matrimonio era perfecto para la buena marcha del negocio. Pero Cassidy no pudo evitar preguntarse por qué la «encantadora y sofisticada señorita Lincoln», como la había descrito su hermano, últimamente se mostraba reacia a casarse con Paul, teniendo en cuenta que había sido él, en contra de la voluntad de ella, quien rompió meses atrás la apasionada relación que habían mantenido. A Cassidy le parecía que, con este matrimonio, Betina conseguiría todo lo que quería. Pero claro, cabía la posibilidad de que no hubiera comprendido bien la explicación de su hermano.
Olvidándose del clan Barclay, Cassidy se dirigió hacia el probador; de camino, llamó a Tony, que estaba preparando el escaparate con las «Mil y Una Noches» como tema. Tony asomó la cabeza en la zona del circo, la segunda de las cuatro exposiciones de la tienda, y le guiñó un ojo.
—¿Me has llamado, chérie? —preguntó Tony con afectado acento francés.
Ese día, Tony era Maurice Chevalier. El día anterior había sido Clark Cable. En un futuro próximo, de ello Tony estaba seguro, sería la siguiente superestrella de la pantalla y el escenario, tan pronto como se graduara en la Escuela de Arte Dramático, se marchara de Dallas, y fuera a Los Ángeles o a Nueva York; no estaba seguro de qué costa iba a permitir que le descubriera.
A los veinticinco años, después de que sus sueños de convertirse en actriz hubieran dado paso a una satisfactoria carrera como sastra, Cassidy se sentía décadas mayor y más madura que su ayudante de veinte años, Tony Abatto.
—Estoy esperando a un cliente muy especial, así que voy a cambiarme —le dijo a Tony—. Cuida de la tienda.
—Oui, mademoiselle. Con mi vida, si es necesario, como expresión del amour que le profeso.
—Será mejor que expreses ese amour por tu trabajo —dijo ella sonriendo.
Cassidy reanudó su camino hacia el probador, suspirando. Tenía un disfraz de «Peter, Comedor de Calabazas», del que quería deshacerse antes de Halloween, pero suponía que no sería buena idea tratar de vendérselo al jefe de William. Por otra parte, todos los trajes de Drácula, piratas y militares estaban reservados ya. Fuera lo que fuese lo que Paul Spencer eligiera, a Cassidy no le iba a quedar más remedio que confeccionarlo, y justo en la temporada de más trabajo. En fin, podría dormir la segunda semana de noviembre.
Cassidy, después de desnudarse, se puso unos cómodos pantalones vaqueros y una rebeca color mostaza abotonada hasta el escote; unos calcetines de algodón blanco y unos mocasines granate completaron el atuendo. Después de recogerse el pelo castaño dorado con un pasador, salió del probador. Por pura costumbre, fue directamente al perchero donde colgaba los trajes de época Reina Ana y colocó allí el que había llevado puesto antes de dirigirse al fondo de la tienda para quitarse el maquillaje.
Le encantaba su establecimiento entero, pero la zona reservada para el maquillaje era su favorita, ya que allí conservaba numerosos artículos de la barbería de su difunto abuelo, incluida la brocha de afeitar, que utilizaba para los polvos de la cara. Se sentó en la vieja silla de cuero verde, sacó una toalla de un cajón, se la echó por los hombros y luego agarró un tarro de crema limpiadora. Con las yemas de los dedos, se aplicó la crema para quitarse la pintura roja y negra de la cara. Tenía el rostro embadurnado cuando, por el espejo, vio a Tony a sus espaldas. Antes de darle tiempo a preguntarle por qué no estaba cuidando de la tienda, su empleado apretó el pedal de la silla que echaba hacia atrás el respaldo y Cassidy se encontró mirando a la cara de su irritante empleado y también a un traje a rayas.
—Ejem —dijo Tony.
Después, Tony se agachó para besarle la garganta antes de decirle en una imitación a acento francés:
—Tu cliente está aquí, chérie.
Cassidy fue a pegarle con la toalla con la que se estaba limpiando la cara; pero Tony dio un salto hacia atrás, riendo, y le explicó al otro hombre:
—Me adora.
—Sí, eso parece —fue la burlona respuesta.
Cassidy lanzó un gruñido. Un momento después, el respaldo del asiento subió, tirándola casi de la silla, y Cassidy oyó el aire que salía del cojín de un sillón de cuero cuando alguien se sentó. Esperando ver a Tony, Cassidy volvió la cabeza y se encontró con el sonriente rostro de un desconocido. Era un guapo desconocido de cabello castaño oscuro corto, ojos azul grisáceo y pestañas cobrizas. Sus finas y rectas cejas parecían casi negras, al igual que la incipiente barba que asomaba en una piel dorada. Al sonreír, le salían dos hoyuelos en las mejillas, sobre una prominente barbilla.
El desconocido le ofreció una larga y delgada mano.
—Supongo que usted es Cassidy Penno.
Ella, automáticamente, le dio la mano.
—Sí.
—Paul Spencer.
Cassidy cerró los ojos y, gruñendo para sí, retiró la mano y la utilizó para limpiarse la suciedad de la cara.
—Disculpe, señor Spencer —dijo ella con la toalla encima de la cara, por lo que la voz le salió ahogada—. Cuando mi hermano vino para decirme que iba usted a venir, estaba vestida de la época de la Reina Ana, pero creía que me iba a dar tiempo a quitarme el maquillaje… ¡Y el descarado de Tony ha debido hacerlo a propósito para dejarme en vergüenza! No soporta a William y está enfadado conmigo porque no me tomo en serio sus insinuaciones; ya sé que debería despedirle, pero…
Paul Spencer le quitó la toalla de las manos, aún sonriendo.
—Así —dijo él limpiándole el rostro con firmes movimientos—. Me estaba diciendo por qué no va a despedir a Tony, ¿no?
—Para trabajar en un sitio como éste, hay que ser algo especial —murmuró Cassidy débilmente.
—¿En serio? —dijo él quitándole pintura de debajo de una ceja—. ¿En qué sentido?
Cassidy le quitó la toalla de las manos y se volvió al espejo; después, se inclinó hacia delante tanto para evitar la mirada de él como para verse bien la cara. Aún tenía la piel embadurnada. Rápidamente, empezó a quitarse los restos de la pintura.
—Estaba hablándome de la clase de persona que hay que ser para trabajar en un sitio como éste —le recordó él al tiempo que se cruzaba de brazos.
—Tiene que ser alguien con amor por el teatro —dijo ella con voz tensa—; por ejemplo, un actor. Hay que ser una persona a quien le guste disfrazarse, creativa y que se conforme con el salario mínimo.
Una mirada a través del espejo le indicó que él estaba sonriendo de nuevo. Cassidy se frotó furiosamente las mejillas con la esperanza de disimular su sonrojo. William la mataría si pudiera verla en esos momentos. Pobre William, su familia siempre le dejaba en mal lugar. Cassidy, disgustada consigo misma, tiró la toalla a la repisa y se soltó el cabello.
—Señor Spencer, le agradecería que no le dijera a William que me ha sorprendido así. William es un hermano maravilloso, pero es… es…
—Un poco serio —concluyó Paul Spencer—. Sin humor. Tieso.
Cassidy, horrorizada, se quedó boquiabierta.
Spencer se echó a reír.
—Tranquilícese, señorita Penno, tengo muy buena opinión de su hermano. Es un ejecutivo excelente y un valioso miembro de nuestra sociedad; pero también se toma a sí mismo, y la vida en general, demasiado en serio. En cualquier caso, le juro por mi honor que William no se enterará de que me ha recibido con aspecto de monstruo de pantano.
Cassidy giró el asiento.
—¡Eso no es verdad!
—No, no es verdad, era una broma.
—Ah.
La sonrisa de ese hombre se amplió, mostrando unos fuertes y blancos dientes; a uno de ellos, a la derecha, le faltaba una pizca. De repente, el humor de él se le contagió, y Cassidy se dio cuenta no solo de que podía confiar en él, sino que él confiaba en ella lo suficiente para bromear. ¿Por qué le parecía que había poca gente con la que él podía reír a gusto? Pero eso no importaba, lo importante era que todo iba a salir bien. Animada, rió con ganas.
—Perdone; con la cara que tengo, debo haberle dado un susto de muerte.
Él lanzó una carcajada.
—Digamos que jamás habría imaginado que había una cara tan bonita debajo de toda esa pasta.
Cassidy sintió un súbito placer; después, se dio cuenta de que él hablaba en broma.
—Por favor —dijo ella poniéndose en pie e invitándole a que hiciera lo mismo—. La verdad es que, en este trabajo, es conveniente tener unos rasgos tan ordinarios y poco marcados como los míos. Es como tener un lienzo limpio en el que se puede pintar lo que se quiera. Y ahora, si me sigue, creo, más bien espero, que Tony haya buscado algunos trajes que puedan servirle.
Cassidy se sorprendió cuando Paul Spencer, agarrándola del brazo, la obligó a detenerse.
—¿Quién le ha dicho que su cara es ordinaria? —preguntó él con el ceño fruncido—. ¿William?
—¿Qué? Oh… no, claro que no.
—Tiene usted un rostro de belleza clásica y delicada —insistió él, pasándole un dedo por las cejas que luego descendió por la nariz y la boca hasta la barbilla.
Cassidy estaba hipnotizada. Era la primera vez que alguien le decía que era guapa, y casi le creyó. Pero entonces, él apartó el dedo y Cassidy volvió a la realidad.
Cassidy sacudió la cabeza y, con gesto vacilante, le indicó otra habitación.
—Por ahí, por favor.
Paul se hizo a un lado, bajó la mirada y alzó una mano para indicar a Cassidy que la seguía. Ella se volvió y, con paso decidido, entró en la otra habitación, tratando de no pensar en lo alto que él era; aunque no tan alto como había pensado al principio, ya que le llegaba a la altura de las cejas. Eso significaba que él no podía medir mucho más de un metro ochenta, ya que, con esos zapatos, ella medía un metro setenta y tres. La perversidad le hizo pensar que ese hombre tenía la estatura perfecta para ella, a pesar de saber que eso era imposible.
Para alivio de Cassidy, el perchero con ruedas en el que tenían trajes que los clientes aún no se habían probado estaba en medio de la tercera sala de la tienda. Cassidy indicó un pequeño barril con un cojín encima.
—Por favor, señor Spencer, siéntese mientras yo le enseño los trajes favoritos de nuestros clientes.
—Paul —dijo él mientras se sentaba.
Eso no era buena idea, pensó Cassidy. Era un hombre demasiado atractivo para llamarle por su nombre de pila. Por lo tanto, se limitó a sonreír y descolgó la primera percha del perchero.
—Este es el disfraz más popular en esta época del año, por motivos evidentes.
Paul arqueó una ceja.
—Drácula me parece un poco siniestro.
—Bien —Cassidy sacó la siguiente percha—. El traje de pirata, o corsario, suele sentar muy bien; y están incluidos los pendientes, el sable y, si quiere, una pata de palo o un loro.
Él hizo un esfuerzo para no reír.
—No. No me sientan bien los pendientes.
—De acuerdo —Cassidy dejó al pirata y sacó al Barón Rojo—. Este es un personaje romántico, el famoso piloto de la segunda guerra mundial. A las mujeres les vuelve locas…
Paul estaba sacudiendo la cabeza.
—No me gusta que las mujeres se vuelvan locas.
—Ah —Cassidy guardó al Barón Rojo—. ¿Qué le parece Patton? Podríamos pintarle unas canas, rellenarle un poco…
—Creo que lo militar no es para mí.
—¿Ni siquiera el Soldado Rebelde de la guerra civil?
—Ese menos todavía. Estamos tratando de que expandir Pastelerías Barclay a los estados del sur, y a esta fiesta van a asistir clientes potenciales de esa zona.
—Políticamente incorrecto, ¿eh?
—Exacto. Y tampoco es aconsejable el típico Indio Americano.
—Mmmm —Cassidy se fijó en sus cabellos oscuros—. ¿Qué le parece un emperador chino? Un poco de maquillaje en los ojos, una coleta…
Paul entrelazó los dedos de sus manos, obviamente poco impresionado.
—¿Rodolfo Valentino de jeque?
Paul sacudió la cabeza.
—No para esta ocasión.
—¿Príncipe Albert?
—¿No era calvo?
—Fidel Castro. Perdone, olvídelo.
—Y olvídese de Stalin, si es que iba a proponérmelo.
Ella le hizo una mueca y recibió una traviesa sonrisa.
—Stalin —murmuró Cassidy—. Rusia. Mmmm. Oh, Dios mío, ya está. ¿Se acuerda de Tony Curtis en aquella película antigua de corsarios? Yul Brynner hacía de su padre, creo, y saltaban a caballo por precipicios…
—¡Taras Bulba! —dijo él poniéndose en pie—. ¿No moría al final?
Cassidy se encogió de hombros.
—Pero se quedó con la chica.
—Sí, eso sí —Paul, cruzando los brazos, se puso un dedo en la barbilla—. Sí, creo que sí. Bien, enséñeme el traje.
¡Horror! Cassidy tragó saliva.
—La verdad es que no tengo ninguno en la tienda, pero podría confeccionárselo.
Paul se acarició la barbilla.
—Y sería un original, solo para mí.
Cassidy se relajó y sonrió, a pesar de que eso significaba un estudio, diseñar, cortar, coser y probar. Pero pensó en William y dijo con resignación:
—Exacto.
—¡Excelente! —Paul se frotó las manos con entusiasmo—. Bueno, ¿por dónde empezamos?
—Por el estudio, naturalmente.
—¿Estudio? Muy bien. ¿Cuándo? Me refiero, a qué época histórica.
Ella parpadeó.
—No tiene que hacer el estudio usted, ése es mi trabajo.
—¿Y cómo voy a saber que lo hace correctamente? —preguntó Paul.
Cassidy se mordió la mejilla.
—Cierto.
Él se echó a reír.
—No lo digo porque no me fíe de usted, sino porque me gusta enterarme de las cosas. No me gustaría quedar como un idiota si alguien me hace preguntas sobre el traje.
—Bien —dijo ella, extrañamente enternecida—. Podría empezar por ver la película. En realidad, es más probable que le hagan preguntas sobre la película que sobre las circunstancias históricas del traje.
Paul consideró las palabras de Cassidy y asintió.
—Entiendo. Es una pena que a la gente le interese más el cine que la Historia. Creo que nos rebaja nuestra falta de interés en la Historia.
—No lo había pensado —dijo ella impresionada.
Él pareció halagado.
—Bueno, mmmm, creo que será mejor que me vaya a iniciar el estudio. ¿Y después de eso?
Cassidy se dio cuenta de que no había pensado en las pruebas del traje.
—Tendrá que venir a probarse.
—¿No voy antes a ver el diseño? O es demasiado…
—No, es perfecto, me parece bien. En realidad, puede que eso nos ahorre tiempo.
Paul le sonrió.
—Bien. En ese caso, ¿cuándo me va a enseñar el diseño?
—¿Hacia finales de semana?
—¿Qué le parece el jueves? —sugirió Paul—. El viernes voy a estar muy ocupado.
Y Cassidy iba a estar muy ocupada toda la semana, pero se limitó a encoger los hombros.
—De acuerdo, el jueves. ¿Qué le parece a eso de las cinco?
Paul se llevó un dedo a la sien con expresión pensativa.
—¿A qué hora suele almorzar?
—¿Qué?
¿Almorzar? ¿Qué era eso?
—¿Antes o después que Tony?
—Mmmm, después.
—¿Le parece bien a eso de la una?
Cassidy quiso saber por qué no le parecía buena idea, pero lo único que se le ocurrió era que Tony tenía clase los jueves. No le haría gracia, pero estaría en la tienda a la una. Sin saber qué hacía, Cassidy asintió con la cabeza.
—Muy bien. ¿Prefiere que almorcemos fuera o que traiga yo algo de comida?
¿Iba a darle de comer?
—Oh, no es necesario que…
—Tonterías. Aunque usted no lo haga, yo tengo que comer; y, con franqueza, no le vendría mal una buena comida. No quiero decir con ello que esté demasiado delgada, ni mucho menos. Pero… —Paul paseó la mirada por la alta y delgada figura de ella—. Bueno, es evidente que no tiene problemas con su peso. Apuesto a que es una de esas mujeres delgadas por naturaleza, envidia de muchas mujeres.
Cassidy se quedó boquiabierta, no pudo evitarlo. A menos que estuviera soñando, ese hombre estaba coqueteando con ella.
—Yo… mmmm…
Paul se echó a reír. De repente, bruscamente, se miró el reloj.
—Dios mío, tengo que marcharme ya. El jueves a la una. Yo me encargaré del almuerzo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo.
—¡Estupendo!
Paul le guiñó un ojo, se dio media vuelta y por fin se marchó.
¡Iba a almorzar con Paul Spencer!
Paul tecleó el código que quitaba el seguro de la puerta de su Jaguar negro y se sentó al volante. ¿Por qué había insistido en almorzar con Cassidy Penno? Era una mujer encantadora, aunque no lo supiera, cosa que le gustaba en una mujer. Su creatividad y naturalidad eran refrescantes. Sin embargo, nada de eso cambiaba el hecho de que, prácticamente, estuviera prometido a Betina. Prácticamente, pero no del todo. ¡Dichosa Betina!
«Vamos, ésa no es forma de pensar en tu futura esposa», se recriminó a sí mismo.
Estaba decidido, tal y como su abuelo sabía que acabaría haciendo, en casarse con su medio prima. No le quedaba más remedio, teniendo en cuenta que el manipulador anciano le había dejado a ella un treinta por ciento de las acciones de Pastelerías Barclay, la misma cantidad de acciones que a él. Paul, por supuesto, tenía otro diez por ciento de acciones además del treinta por ciento, lo que dejaba otro treinta por ciento repartidos entre el resto de los miembros de la familia. Su tío Carl y su esposa Jewel, que era la madre de Betina, tenían un diez por ciento. Igual que su tío John, soltero. Y el otro diez por ciento había sido para la esposa de su difunto tío, Mary, y su hija Joyce, que ahora era Joyce Spencer Thomas.
Nadie, fuera de la familia, había tenido nunca acciones de la empresa desde que el bisabuelo de Paul la fundara. Era costumbre que tanto los familiares políticos como los descendientes heredaran acciones. Sin embargo, tanto el bisabuelo como el abuelo de Paul se habían reservado la mayor parte de las acciones para sí mismos. La mayoría de los miembros de la familia se habían mantenido al margen del negocio, contentándose con recibir los dividendos sin molestarse en mostrar el mínimo interés por la empresa.