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Al recordar la oferta de Winston Champlain, Danica Lynch sacudió la cabeza. Algo le decía que su vecino iba a ser un problema. Bueno, en realidad no estaba en peligro de enamorarse de él, porque conocía bien a ese tipo de hombres. Pero cuando estuvo entre sus brazos, sintiendo los latidos de su corazón, se sintió... segura. "Muy bien, es hora de tomar el control de la situación", se dijo en voz alta. "Necesitas poner tu vida en orden". "Y nada de dejarse embrujar por los encantos de Winston Champlain otra vez", añadió en silencio.
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Seitenzahl: 138
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Deborah Rather
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
En el corazón, n.º 1292 - agosto 2016
Título original: So Dear to My Heart
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8723-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
WINSTON pisó el freno en cuanto vio la cerca de los Thacker. La desvencijada furgoneta dio un salto hacia delante y él miró con preocupación al perro, un collie que tenía las patas apoyadas en la ventanilla. ¿Sabría que volvía a casa? Seguro que sí. El animal, de largo pelo marrón y negro con las orejas blancas, era más listo de lo normal. Seguramente por eso su hijo se había enamorado de él.
El niño había tomado un gran afecto al simpático collie desde que Dorinda Thacker le pidió que lo cuidaran durante unos meses, mientras ella iba a Texas para visitar a su hermana. Ninguno de los perros del rancho Champlain había inspirado tanta devoción en Jamesy, pero Twig era de los Thacker y Dorinda había vuelto, de modo que tenía que regresar con su dueña.
En los llanos de Wyoming, un buen perro pastor era un tesoro, no solo para reunir al ganado, sino como compañía, para espantar a los coyotes y, en el caso de Twig, para pedir ayuda si era necesario. Cualquiera que viviera solo en aquel inmenso y solitario valle necesitaba un perro. Era una pena que la propietaria de aquel fuera Dorinda y no su hijo.
Pero con ella de vuelta en casa, al menos podría recuperar el ganado que su ex marido, Bud, le había robado. Aunque no tenía intención de darle la orden de restitución inmediatamente. Después de lo que había tenido que soportar: perder sus ahorros, la vergüenza de que Bud hubiera robado ganado a los vecinos, el juicio y, por supuesto, el divorcio… la pobre mujer merecía estar tranquila algún tiempo antes de tener que devolver sus cuarenta cabezas de ganado. Era injusto que tuviera que devolverlo ella, pero esa era la sentencia que había dictado el tribunal de Rawlins.
Dorinda debería haber vuelto de Texas en primavera, pero estaban en julio y nadie conocía las razones de la demora. En cualquier caso, Winston había esperado mucho para recuperar su ganado y no le importaba esperar unos meses más.
El perro era otro asunto.
Cuando miró hacia la casa, se le encogió el estómago. Dorinda lo hacía sentir incómodo. Debido a su experiencia personal, no le hacían gracia las mujeres casadas a las que gusta coquetear con hombres que no son sus maridos.
Pero Dorinda le caía bien. Incluso después de haber tenido que soportar todo lo que soportó con Bud, seguía siendo una mujer alegre y divertida. Y muy atractiva. Aunque no se podía confiar en ella. Era demasiado… irresponsable.
Mientras tomaba el camino de tierra que llevaba a la casa, pensó en su vecina: de mediana estatura y con buenas curvas, Dorinda Thacker tenía enormes ojos castaños, el rostro ovalado y una larga melena oscura. Llevaba mucho maquillaje, en su opinión, y se ponía vaqueros demasiado estrechos, pero tenía una sonrisa preciosa.
Lo que no le gustaba era que hubiese mostrado claramente su interés por él antes de divorciarse de Bud. Quizá todo lo que había pasado la habría hecho reflexionar. Eso esperaba. Seis años sin esposa eran muchos años para un hombre y últimamente la soledad empezaba a pesarle. Tanto que la noche anterior, inquieto, salió a conducir un rato. Y entonces vio luz en su casa. La había llamado por la mañana para decir que iría a llevarle a Twig, pero el teléfono seguía desconectado.
Su furgoneta roja estaba frente al porche y, después de aparcar, Winston acarició la cabezota del perro, que lo miraba con sus ojos de color canela. Entendía que Jamesy se hubiera enamorado de aquel precioso animal.
–Ya estás de vuelta en casa, amiguito. Vamos a echarte de menos, pero Dorinda te necesita. Tienes que cuidar de ella.
El perro bostezó, como diciendo «conozco muy bien mis obligaciones y no necesito que me las recuerde un tonto vaquero como tú». Sonriendo, Winston sacó un hueso del bolsillo y Twig lo aceptó moviendo alegremente la peluda cola.
Un segundo después, estaban los dos en el porche.
–¡Abre, Dorinda! Soy Winston Champlain.
Sorprendentemente, Twig empezó a gruñir al escuchar pasos. Él lo miró, perplejo. ¿Por qué gruñía a su dueña?
–¿Qué quieres? –escuchó una voz femenina.
Cuando Winston vio a la mujer, se quedó helado. Estaba mucho más delgada que antes y solo llevaba una camiseta que dejaba al descubierto un par de largas y torneadas piernas. Iba sin maquillar y parecía más delicada y vulnerable que nunca. Pero lo que más le sorprendió fue el pelo corto. La larga melena se había transformado en un corte casi de chico, que destacaba los grandes ojos castaños, y unos labios tan generosos que parecían estar pidiendo a gritos que la besaran.
–Vaya, estás muy guapa, Dorinda.
Y entonces, sin decir nada, Dorinda Thacker le dio con la puerta en las narices.
Winston tardó casi un minuto en reaccionar. No tenía sentido, a menos que… a menos que supiera lo de la orden de restitución. Eso lo puso furioso. Llevaba meses esperando. El resto de los rancheros afectados por los robos de Bud habían recibido una compensación y él no pensaba quedarse sin sus cuarenta cabezas de ganado. Le daba pena por ella, pero la ley decía que Dorinda, que había recibido el rancho como compensación en el divorcio, tenía que devolverle sus vacas. Todas y cada una de ellas. Bud no podía hacerlo desde la cárcel, de modo que era Dorinda quien tenía que pagar la deuda.
Winston bajó los escalones del porche y Twig lo siguió. Mejor, porque no pensaba dejarlo allí. El animal lanzó una especie de gemido cuando se alejaban de la casa.
–Te entiendo muy bien. Pero no te preocupes, esta guerra solo acaba de empezar.
Danica cerró los ojos. Tenía un horrible dolor de cabeza, algo que no podía quitarse de encima desde la muerte de su querida hermana. Incluso entonces, dos meses después, seguía sin creer que Dorinda hubiera muerto.
Los tres años anteriores habían sido una catástrofe tras otra para Dori y para ella.
Primero su hermana conoció a Bud y, a pesar de sus advertencias, se casó con él. Después, se mudaron a Wyoming y Danica tuvo que pagar sola el alquiler de un apartamento que había compartido con su hermana durante años.
Para rematar la faena, el pediatra para el que trabajaba como enfermera, había tomado como socio nada menos que al mujeriego de su ex marido, Michael. Bud terminó en la cárcel por robar ganado a sus vecinos y, después del divorcio, Dorinda volvió a Dallas para decidir qué iba a hacer con su vida.
Y cuando iban de vuelta al rancho, aquel terrible accidente…
Desde luego, tres años terribles.
Danica se decía a sí misma que una mujer con menos carácter se habría hundido, pero ella no. Sin embargo, su reacción ante la presencia de Winston Champlain era la prueba de que empezaba a perder el control. Aunque, en cierto modo, era justificable.
Durante meses, Dorinda le había hablado de su irresistible vecino. Según ella, mantenían una «relación muy especial», incluso antes de divorciarse de Bud.
A pesar del evidente interés que sentía por Champlain, Danica la había convencido de que vendiera el rancho. Pero cuando volvían a Wyoming en su coche porque la furgoneta de Dorinda estaba averiada, un camión se les echó encima.
Ella se despertó en el hospital, sin un rasguño, y entonces le dieron la noticia: su hermana, la persona a la que más quería en el mundo, había muerto en el accidente.
Durante meses, Danica no encontró consuelo. Las palabras de ánimo de sus amigos la ponían furiosa y no podía soportar a nadie. Angustiada, pidió un mes de excedencia en la clínica y decidió marcharse a Wyoming para buscar un poco de paz. De ese modo podría, además, vender el rancho.
Llevaba allí un par de días sin hablar con nadie y sin hacer nada más que dormir y mirar hacia el horizonte. Pero no encontraba paz. Ni dentro ni fuera de sí misma.
La única persona a la que había visto era Winston Champlain. Precisamente él.
Qué ironía.
Su hermana no había exagerado nada. Winston debía medir un metro noventa, tenía una constitución atlética y el pelo, por lo que había podido ver debajo del sombrero, de color castaño. La nariz recta, los labios bien definidos y unos ojos claros, grises o azules.
Era un hombre tremendamente atractivo y entendía que su hermana hubiera estado loca por él. Además, con lo que había pasado la pobre, debió resultarle muy fácil convencerla para que se acostara con él. Y, evidentemente, el canalla había vuelto para seguir disfrutando de su aventura.
Debería haberle dicho quién era, pero se quedó tan sorprendida al verlo que no pudo decir nada. Dorinda lo había descrito con tal precisión que era casi como si lo conociera. Además, oír el nombre de su hermana en los labios de aquel hombre le había roto el corazón.
Pero después de darle con la puerta en las narices, se había puesto a llorar como una niña.
No sabía cuánto tiempo había pasado, pero tenía el estómago vacío. La nevera estaba desconectada, pero su hermana tenía muchas latas en la despensa. Desgraciadamente, sin microondas y con el horno estropeado, no le quedaba más remedio que tomar la comida fría. Pero, al menos, había electricidad, y, por lo tanto, agua caliente.
Danica sacó una lata de la despensa. Maíz. Ella odiaba el maíz. Después de abrir la lata, echó el contenido en un plato y se sentó a la mesa para comer. Pero entonces, un golpe en la puerta hizo que se volviera, sobresaltada.
–¡Abre ahora mismo! –oyó la voz de Winston Champlain.
¿Cómo se atrevía a presentarse en su casa después de que le hubiera dado con la puerta en las narices? Aquel hombre no tenía vergüenza.
–¡Fuera de aquí!
–¡Ni lo sueñes!
–¡No tengo interés en hablar contigo…!
Champlain tuvo la cara de abrir y presentarse delante de ella con un papel en la mano. La próxima vez cerraría con cerrojo, se dijo Danica, furiosa.
–Quería ser paciente, pero pienso recuperar mi ganado de una forma o de otra. ¡Esto es para ti, de parte del juez!
–Vete de aquí, Champlain.
–Ah, muy bien. Yo pensaba que tú no eras como Bud, pero veo que también eres una ladrona.
–¿Qué?
–Me faltan cuarenta cabezas de ganado y tienes que devolvérmelas.
¿Cuarenta cabezas de ganado? ¿De qué estaba hablando aquel hombre?
–¿Y de dónde voy a sacar cuarenta cabezas de ganado?
–De las tuyas, por supuesto.
Entonces entendió. Al ser la única heredera de Dorinda, el rancho era suyo.
–Pero… yo no sé si tengo cuarenta cabezas de ganado.
–Pues tendrás que buscarlas donde sea, ¿no? –le espetó él, tirando el papel sobre la mesa–. Léelo y entérate, Dorinda.
Danica dejó escapar un suspiro.
–Yo no soy Dorinda.
Winston la miró, incrédulo.
–¿Esperas que me crea eso?
–Tuvimos un accidente de coche. Yo… –empezó a decir ella, poniéndose la mano en el pecho– no sabía nada de esto.
–No te entiendo.
–Dorinda y yo tuvimos un accidente de coche hace dos meses. Cuando veníamos para acá.
–Un accidente –repitió él, perplejo.
–Yo soy su hermana, Danica Lynch.
De repente, Winston pareció entender.
–¿Su hermana gemela?
–Sí.
–Y Dorinda ha tenido un accidente.
–Eso es.
Él se quitó el sombrero, como señal de respeto.
–Lo siento, no lo sabía. ¿Cómo está?
Danica intentó decírselo, pero no podía hacerlo. Tenía un nudo en la garganta.
–Pues…
–¿No me digas que ha muerto?
Esa horrible palabra. Esa horrible y espeluznante palabra. Muerta. El dolor era tal que apenas podía mantenerse en pie y, de repente, se vio apretada contra un ancho torso masculino.
–Lo siento muchísimo. No tenía ni idea. Perdóname, por favor. Entro aquí como un loco acusándote de ser una ladrona cuando tú no sabías de qué estaba hablando… Lo siento mucho, de verdad.
Danica cerró los ojos. Entre los brazos de aquel hombre, por primera vez, sentía que quizá algún día todo volvería a estar bien, que su pena iba a encontrar consuelo. Algún día.
–Debería habértelo dicho antes –murmuró, con los ojos llenos de lágrimas–. Pero es que me conmocionó oír que me llamabas por su nombre.
–Lo siento mucho. Pero es que os parecéis tanto…
–Somos gemelas idénticas. ¿No lo sabías?
–No lo sabía –dijo Winston, acariciando su pelo–. Pero eres tan guapa como ella.
Danica levantó la cara para darle las gracias por el cumplido y al ver el brillo en los ojos del hombre, se apartó. Aunque no sabía por qué.
–Yo… bueno….
–¿Te encuentras bien?
–Sí… no. No me encuentro muy bien.
–Quizá deberías tumbarte un rato.
–Me duele la cabeza. Pero se me pasará.
–Bueno, me marcho –dijo él, dándole vueltas al sombrero. Era un gesto tierno, casi de niño–. Ya hablaremos en otro momento sobre la restitución de ganado. Si necesitas algo…
–No, gracias. No necesito nada.
–De todas formas, si quieres algo, vivimos aquí cerca. Mis padres le tenían cariño a Dorinda, sobre todo mi madre. Si quieres que te ayude a limpiar la casa…
Danica miró alrededor y se dio cuenta por primera vez de que la basura estaba hasta los topes y el fregadero lleno de platos sucios.
–Muy amable, pero lo haré yo. Es que me dolía mucho la cabeza…
–Deberías tomar un analgésico.
–Lo sé. Soy enfermera –intentó sonreír ella.
–¿Ah, sí?
–Sí.
–Bueno, me voy. Mañana me pasaré por aquí otra vez.
–No hace falta, de verdad. Estoy bien.
–No me molesta –sonrió Winston, abriendo la puerta–. Para eso están los vecinos.
«Vecinos». Danica cerró los ojos. Algo le decía que Winston Champlain iba a ser un problema para ella como lo había sido para su hermana. Aunque en otro sentido, desde luego. Ella no iba a enamorarse. Conocía demasiado bien a los hombres como él.
–Es hora de empezar a moverse. Nada de llorar durante horas y horas –murmuró, secándose las lágrimas de un manotazo.
Y nada de pensar en el guapísimo Winston Champlain.
Había aprendido la lección con su ex marido. Y con el ex marido de su hermana. Los dos eran unos mentirosos. Michael no le había robado nada a nadie, pero había hecho el papel de marido devoto mientras se acostaba con la mitad de las enfermeras de Dallas.
Winston Champlain era tan atractivo como Michael. Y había tenido una aventura con Dorinda.
Danica frunció el ceño. Había tenido una relación con su hermana, pero al recibir la noticia de su muerte se portó como si no fuera nada suyo.
Sin duda, para él fue algo sin importancia. Siempre son las mujeres las que invierten más en una relación.
Pero ella no. A ella le daba igual Winston Champlain, por muy guapo que fuera. Aunque oliese a una maravillosa combinación de tabaco, cuero, menta y algo que no podía definir.
Y tampoco le importaba haberse sentido segura entre sus brazos.
Respirando profundamente, Danica tomó una esponja y empezó a fregar los platos como si le fuera la vida en ello.
NO PASA nada, Twig –estaba diciendo Jamesy, mientras acariciaba la cabeza del animal–. Iré a verte siempre que pueda. Te lo prometo.