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Cuando Amber volvió a encontrarse con Reece, ella no dudó de que la había estado siguiendo. ¿Pero por qué un hombre tan cautivador, un hombre que podría tener a quien deseara, la perseguía precisamente a ella? Reece le había prometido a un amigo que iría a ver a su rebelde hija Amber. Pero cuando pasó de observarla a hablar con ella, y después a besarla, entró en territorio prohibido. Porque Amber Presley era una joven inocente que merecía vivir la vida con alguien menos complicado que él. El problema era que no podía permitir que estuviera con otro…
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Seitenzahl: 222
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Deborah A. Rather
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Belleza robada, n.º 1241 - marzo 2015
Título original: The mesmerizing Mr. Carlyle
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5791-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
Amber Presley subió la docena de escalones que llevaban a la oficina de la agencia con paso rápido y resuelto, taconeando ruidosamente con los puntiagudos zapatos cuyas hebillas de bronce sobresalían por debajo de la falda negra larga hasta los pies, la cual llevaba arremangada con una mano. Con la otra se iba buscando en los muchos bolsillos de su atuendo, incluidos los de la voluminosa capa. Enseguida verificó que cada una de las fotografías, los dibujos y las copias de viejas cartas protegidas por bolsas de plástico transparente estaban en su sitio, al igual que una linterna grande, un pequeño botiquín y varios dispositivos pirotécnicos para llamar la atención. No le había dado tiempo a peinarse la larga melena de color caoba, así que se había puesto una redecilla negra y después el sombrero de pico de ala ancha. Los ojos bien maquillados con lápiz negro, los labios con carmín rojo, un lunar postizo en la mejilla y una blusa de seda negra de manga larga completaban el sofocante disfraz.
Incluso a las diez de la noche, en Florida, se podía llegar a los treinta y dos grados de temperatura en verano. Con una humedad del ambiente del noventa y cinco por ciento, Amber empezó a sudar bajo su disfraz de bruja. Era lo que menos le gustaba de Cayo West Hueso, el calor y humedad de esa época. El resto del año la temperatura era moderada, si bien algo aburrida, siempre y cuando la época de los huracanes fuera benigna y el monzón ni demasiado largo ni demasiado húmedo. Una ingenua muchacha de veintiún años, recién salida de una facultad en el frío nordeste, no se había parado a pensar que tal vez acabara cansándose del clima tropical, que tal vez anhelara los cambios de estación, que los encantos y el ambiente romántico del pintoresco Cayo West Hueso tal vez empezaran a hacerse pesados para alguien interesado en algo más que en la fiesta más larga e interminable de la historia.
Tres años le habían hecho madurar en cosas que jamás habría imaginado cuando había decidido alejarse todo lo más posible de los inviernos fríos y de sus autoritarios padres.
Echaba de menos Texas. Sí, sabía que el calor de Dallas podría derretirle a uno el cerebro si no tenía cuidado, pero no era el calor húmedo de Florida. Y en Texas después del verano llegaba el otoño, cuando las hojas cambiaban de color y los días eran fríos y claros. En invierno había cuatro o cinco semanas de mucho frío, pero después la primavera florecía y avanzaba lentamente hacia el tórrido verano. Desgraciadamente, Texas era también donde vivían Robert y Happy Presley, sus padres, que sencillamente no parecían querer aceptar que su única hija tenía derecho a vivir su vida como le pareciera.
Empujó la pesada puerta de cristal y entró en la pequeña recepción.
–Hola, Conn, siento llegar tarde –le dijo al hombre de mediana edad que había sentado detrás del mostrador.
–Oh, solo son cinco o diez minutos –contestó el dueño de la agencia.
En los tres años que llevaba allí, Amber aún no se había acostumbrado a la actitud despreocupada tan común en los Cayos. Para ella el tiempo significaba algo.
–Mi relevo llegó tarde al café –explicó mientras recogía la lista de la visita de un lado de la mesa.
Había pocas personas para ser viernes. Solo unas dos docenas se habían apuntado a la visita guiada nocturna más popular de Cayo West Hueso, un paseo con tres horas de narración de los incidentes más curiosos, desde asesinatos, ahorcamientos y casas supuestamente embrujadas hasta un escabroso episodio de bigamia y obsesión.
Conducir la visita guiada le daba la oportunidad de practicar su formación teatral, aunque hubiera sido pura coincidencia, y ganar un poco de dinero extra, cosa que para ella era mucho más importante en ese momento que lo primero.
Realmente, al igual que la impulsiva huida a Cayo West Hueso, la decisión de convertirse en actriz había sido más un acto de pura rebeldía frente al autoritarismo de su padre que una decisión bien pensada. Desde luego le encantaba el teatro y en realidad había sido su salvación. Las gentes del teatro eran muy comprensivas. En su mundo, uno podía ser extraño, tímido, poco comunicativo, todo lo cual había sido ella cuando había llegado a la elegante facultad femenina a la que su dominante y déspota padre había decidido que debía ir. Sí, el teatro le había dado mucho, excepto el deseo de actuar de verdad. Sin embargo, todos los viernes y sábados por la noche se ponía el disfraz de bruja y contaba historias fantásticas como si de verdad se las creyera a adultos y algún que otro niño por un sueldo de media jornada y algunas propinas.
Con el sueldo de camarera apenas pagaba las facturas, puesto que el coste de la vida en Cayo West Hueso era altísimo. Gracias al segundo empleo, poco a poco le estaba resultando posible corregir el error que había cometido al marcharse a vivir allí, y finalmente estaba empezando a sentirse algo orgullosa de sí misma. Y tal vez, solo tal vez, finalmente podría demostrarles a sus padres que había madurado de verdad.
–¿Algo que comentar? –le preguntó mientras miraba el listado de nombres.
–Le quité dos botellas de whisky a un grupo de seis estudiantes universitarios. Les dejé que se quedaran con una botella de cerveza cada uno.
–Oh, Conn –se quejó Amber–. La última vez que me endilgaste un grupo de borrachos creí que habíamos acordado que no volvería a ocurrir.
–No he dicho que estén borrachos, solo un poco alegres.
«Alegres» era el eufemismo que en Cayo West Hueso utilizaban para describir a alguien embriagado, pero que aún se tenía en pie. Amber odiaba a los borrachos. De repente unas personas de lo más agradables empezaban a vomitar y a ponerse desagradables; a veces incluso se volvían peligrosos.
–Dame el teléfono.
Conn abrió un cajón y sacó el único teléfono móvil que tenía la empresa. Si un cliente se le descontrolaba o hacía alguna tontería, podría pedir ayuda a través del teléfono. Se lo metió en uno de los bolsillos de su voluminosa falda y salió por la puerta trasera al callejón, donde su grupo la esperaba en la penumbra. La luz que iluminaba la estrecha rampa era un lugar perfecto para que una menuda y estrafalaria bruja hiciera una entrada adecuada. Y así, salió haciendo una reverencia y tapándose media cara con la capa.
–Buenas noches, damas y caballeros. Bienvenidos al lado oscuro de Cayo West Hueso. Yo soy su guía, Amber Rose, y tengo el privilegio y el placer de cautivarlos esta noche con excentricidades, asesinatos y fantasmas.
La mayor parte del público eran parejas en pantalones cortos, camisetas y playeras. Los bebedores eran cuatro jóvenes musculosos en edad universitaria con camisetas estrechas y dos muchachas de la misma edad vestidas con ropa juvenil y sensual. Solo un individuo destacaba entre todos ellos: un hombre de unos treinta y tantos años con pantalones cortos color caqui y una camisa del mismo color con las mangas subidas. Se veía que iba solo porque estaba un poco apartado de los demás. Conocía aquel tipo de hombre; sin duda un acaudalado marino, con yate propio y suficiente dinero para disfrutarlo. En Cayo West Hueso aparecían muchos de esos, pero normalmente iban con una rubia escasamente vestida colgada del brazo. Pocos de ellos se apuntaban a su visita guiada.
Amber continuó con soltura.
–Sé que mi colega, el señor Snow, ha contado sus monedas y les ha comunicado las reglas de participación, así que llegado este punto solo me queda aconsejarles que vayan a utilizar los servicios situados a ambos lados de este edificio, especialmente aquellos de ustedes que hayan ingeridos bebidas recientemente. No hay servicios que podamos usar durante la visita guiada, y orinar en público no solo no es higiénico sino también ilegal. Además, molesta a los fantasmas –tras una pausa dramática terminó su discurso inicial–. Dentro de diez minutos, se los presentaré –con eso se sacó una bolita de papel de uno de sus muchos bolsillos y la tiró al suelo, provocando una diminuta explosión de luz y humo, y rápidamente se volvió a meter por la puerta abierta, dejando un rastro de risas y aplausos tras ella.
Precisamente diez minutos después reapareció al final del callejón esa vez, con la linterna escondida entre los pliegues de la capa y dirigida hacia arriba, de modo que su rostro redondo y de pómulos altos pareciera tan ancho y plano como una luna llena, con unos alegres labios rojos y unos ojos dorados de gata. Se echó la capa sobre un hombro y le indicó al grupo que la siguiera. Enseguida se reunieron y se pusieron en marcha.
Empezó su perorata con un vista general de la historia de la isla. Desde un paraíso de piratas, que dependían de un cercano arrecife de coral para guarnecer el botín, hasta un hervidero de artistas, escritores, músicos y excéntricos, los Cayos habían dotado la experiencia americana de un hedonismo tropical donde se tomaban menos en serio el ser el punto más al sur de la libertad republicana, y donde abrazaron el culto a la libertad natural que les daba el sol, la arena, el agua y el relativo aislamiento.
Dicha república había acogido a algunos de los más extraños espíritus libres o torturados relatados en los anales de la historia fortuita, entre los que se encontraba el de un empleado de una casa de pompas fúnebres que robó el cuerpo de su amada y se fue a vivir con él, el de un muñeco diabólico animado por el vudú y el de un ministro de la iglesia que quemó viva a su infiel mujer y al grupo de niños que asistían con ella a sus clases de catecismo. En cada parada del camino, Amber señalaba la importancia de los edificios históricos de la zona y les contaba interesantes anécdotas antes de narrales los episodios más misteriosos o tétricos por los que la visita, o la ciudad, tenían fama.
Debido al reducido número de turistas, la visita se desarrolló con rapidez y normalidad esa noche.
Como no tuvo ningún problema, pudo dedicar más tiempo del habitual a las preguntas del público. Sorprendentemente, el grupo de universitarios parecía totalmente cautivado, sin duda más por el alcohol que habrían bebido que por mérito de Amber. Durante todo el tiempo, el viril y solitario caballero con pinta de marino permaneció distante, sonriendo con benevolencia y a veces enigmáticamente ante su actuación. De todo el grupo, habría dicho que él era el que menos interesado parecía en las historias que tenía que contar. Por lo tanto, se quedó sorprendida cuando esperó pacientemente a que el grupo se dispersara y después se acercó a ella.
–Bien hecho –dijo, sonriéndole con agrado–. Francamente, tenía mis dudas, pero debo reconocer que me ha entretenido mucho.
Era un apuesto hombre de estatura y complexión mediana con un rostro bronceado y de mentón cuadrado. Tenía los ojos verdes, la nariz recta pero no demasiado grande y una boca sensual y bien dibujada de dientes perfectos. Con el cabello revuelto y aclarado por el sol podría haber hecho el papel de pirata. Lo que estaba haciendo en su visita guiada un viernes por la noche seguía siendo un misterio para Amber; un misterio que no tenía ganas de resolver.
Amber, en su papel, inclinó la cabeza con reverencia.
–Le doy las gracias y los espíritus también se las dan.
Al oírle decir eso, el hombre se echó a reír francamente complacido.
–No hay de qué. Y eso va por todos.
Dando la conversación por terminada, Amber echó a andar por el callejón hacia la puerta trasera qué había al final de la rampa. El hombre se colocó rápidamente a su lado y echó a andar junto a ella.
–Esto, escuche, me llamo Reece Carlyle, y acabo de llegar a la isla. Precisamente ayer por la tarde. Me preguntaba, puesto que usted es guía, si podría darme algunas ideas.
Ah. Era uno de esos. Estaba acostumbrada a encontrase con más hombres al acecho en el restaurante donde trabajaba cada día que en la visita guiada, pero Amber era una experta en tratar a ese tipo de hombres.
–Desde luego –subió los escalones de la rampa mientras hablaba–. Cuidado con la cartera. No se meta en sitios oscuros. Sepa que va a pagar una fortuna en el casco viejo. Acostúmbrese a ir andando y beba mucho líquido –se detuvo al llegar arriba y se inclinó ligeramente sobre la barandilla–. Y no deje de ir al museo marítimo. Algunos de los artefactos que descubrieron los buscadores de tesoros en las costas de esta isla son fascinantes –se volvió, metió la llave en la cerradura y la giró–. Ah, y no se olvide de emplear generosamente las dos cosas más importantes que uno debe tener siempre a mano en esta isla: el protector solar y el repelente de mosquitos –añadió mientras abría la puerta; después le sonrió y entró en el edificio–. Buenas noches, señor Carlyle –dijo antes de que la puerta se cerrara suavemente a su espalda.
Nada más echar el cerrojo empezó a quitarse el pesado y sudoroso disfraz, empezando por el lunar. Al menos los ligones eran cada vez más apuestos, pensaba ociosamente.
Conn ya se había marchado del edificio, aunque técnicamente debía quedarse en recepción hasta que terminara la visita guiada. Amber, aunque no aplaudía su costumbre, se había resignado hacía tiempo. El habitante medio de Cayo West Hueso era tan tranquilo y tolerante que apenas podía concebir un comportamiento malvado en nadie y confiaba con la ingenuidad propia de un niño en el azar de los accidentes. Amber, sin embargo, poseía un sentido de la responsabilidad mucho más fuerte y un agudo sentido de la posibilidad. Por ello había programado el número de la policía y el de las urgencias en la memoria del teléfono móvil que debía dejar en el cajón antes de marcharse.
Después de enrollar el disfraz y los complementos en los convenientes pliegues de la capa, se puso las sandalias que llevaba en uno de aquellos voluminosos bolsillos y se recogió la larga melena sobre la cabeza con una pinza de carey. Seguidamente cerró con llave la oficina, se echó al hombro el pesado bulto y inició el largo camino hasta casa. Los que no bebían con regularidad y tenían trabajos a los que acudir debían levantarse temprano.
Reece permaneció oculto tras la sombra de un enorme magnolio, observando aturdido cómo la hija de uno de sus mejores amigos y antiguo socio de negocios echaba a caminar por la acera a paso rápido con un gran bulto negro echado al hombro. Amber Rose Presley era menuda, casi diminuta, con un rostro de inocente chiquilla bajo los alegres colores de los cosméticos. Con el disfraz parecía un bonito nomo. Los pantalones cortos y la camiseta que vestía en ese momento dejaban al descubierto la belleza de la joven.
No le extrañaba nada que Robert estuviera tan preocupado por ella y que le hubiera pedido a él, a Reece, que la buscara y averiguara cómo vivía y la situación que tenía; de manera estrictamente confidencial, por supuesto.
Robert había podido seguirle la pista de manera general. Se había determinado con facilidad dónde trabajaba y recibía el correo, pero como rechazaba toda correspondencia que llegara de él o de su madre, era mayor de edad y había ido a parar a la única pequeña ciudad de todo América donde las autoridades locales se reían de las preocupaciones de Robert, no podía hacer mucho más. Cuando Reece le había anunciado sus planes, más de un año después de su separación y divorcio, de navegar por toda la costa del Golfo de México puerto a puerto, Robert le había rogado que se parara en Cayo West Hueso y que fuera a ver a su pequeña Amber Rose.
Pequeña era la palabra clave. La muchacha no pasaría del metro cincuenta y dos. Su hija de once años, Britanny, ya medía casi lo mismo que ella y parecía que iba camino de ser tan alta como su madre. A pesar de ello, Amber había conducido la visita con el aplomo y la agudeza de la artista consumada que era, demostrando también su firmeza y empeño. Cuando uno de los que iban bebiendo cerveza había tirado la lata al suelo, Amber le había ordenado con calma que la recogiera y tirara en una papelera. Tirar basura, al igual que orinar en público, ofendía a los espíritus… y también a la guía. Esperaba y confiaba que un día su hija Brit comprendiera y disfrutara de su poder como persona tan bien como parecía hacerlo Amber Presley. Pero también rezaba para que nunca fuera tan rebelde y obstinada como para cortar con los que tanto la querían.
La pobre Britanny tenía sus propios problemas en ese momento. Incluso pasado un año no había podido hacerse aún a la idea del divorcio. Tal vez ellos la habían protegido demasiado de la infelicidad con la cual habían luchado durante años. El divorcio había sido algo inevitable, y él no lo había deseado más que Joyce. Sin embargo y tan solo por el bien de Brit, él habría soportado la situación durante al menos un par de años más, de no haber decidido Joyce que ya no era tan joven y que deseaba otra oportunidad en la vida para empezar de nuevo.
A sus treinta y ocho años, un año mayor que Joyce, Reece la entendía. Él también se sentía agotado y frustrado. En los negocios sabía que tenía aún muchos buenos años por delante; en el amor, sin embargo, había tenido que aceptar el hecho de que ya era un poco mayor. A diferencia de él, Joyce era una mujer atractiva y casi inmediatamente después del divorcio había empezado a salir con un socio suyo de hacía años, Mike Allen, padre de dos hijos y divorciado desde hacía tres años. Algunos de los amigos de Reece se preguntaban, dado el carácter repentino e intenso de la relación, si esta no habría empezado antes de separarse. Reece había reflexionado al respecto y había llegado a la conclusión de que en realidad no le importaba cómo hubiera sido el asunto, que en sí resultaba una valoración tan ridícula de su fallido matrimonio como cualquier cosa. Pero a Britanny le estaba costando trabajo aceptar la presencia de otro hombre en la vida de su madre, sobre todo desde que habían anunciado su intención de casarse. Reece confiaba en que la chiquilla se convenciera cuando viera a su madre verdaderamente feliz. Al menos eso esperaba. Sinceramente no le deseaba ningún mal a Joyce.
El divorcio le había salido caro. No solo por la desolación de su pequeña, sino que también se habían roto unos lazos familiares de catorce años. Los abuelos maternos de su hija ya no eran sus parientes políticos, ni los tíos y tías de Britanny sus cuñados y, por supuesto, lo mismo le pasaba a su ex esposa. Y entonces el negocio había entrado en escena.
Reece había trabajado duro para que Carlyle Systems fuera una empresa próspera, tal vez más duro de lo que habría trabajado de haber sido feliz en casa. El divorcio le había obligado a vender la empresa, proporcionándoles una seguridad económica a su ex esposa, a su hija y también a sí mismo. También le había destrozado la vida. Excepto por su hija, no tenía nada que hacer. Podía seguir siendo consultor, por supuesto. Aún sabía más de sistemas informáticos que el noventa y nueve por ciento del resto del mundo, y de esa maestría suya ya se habían beneficiado varias empresas de Houston, su base de operaciones. Pero su profesión parecía carecer de algo que le parecía importante en esos momentos. En realidad, todo parecía carecer de algo importante en esos momentos, y por eso estaba en ese momento allí en una acera de Cayo West Hueso.
Habiéndose criado en Corpus Christi y vivido muchos años en Houston, y aprovechándose de los placeres que podían encontrarse en la costa texana del Golfo de México, Reece tenía una afinidad natural por el agua. Así que cuando había decidido tomarse un tiempo de asueto para aclararse las ideas y decidir qué quería hacer con su vida, seis meses en su barco, el Alegre Paraíso, le había parecido la manera perfecta de conseguirlo. Rodear tranquilamente el golfo de puerto en puerto le había llevado tres meses de tranquilidad, y ya tenía dos cosas claras. Una, que en general el placer por las cosas sencillas no estaba debidamente valorado. Lo había encontrado en el azul del mar. No ese júbilo delirante que la gente parecía perseguir con tanta desesperación, pero desde luego algo muy real. A parte de echar mucho de menos a su hija, a quien llamaba todo lo más posible, se sentía básicamente feliz de una manera que no había esperado sentirse. Y dos, no le había resultado tan difícil soportarse a sí mismo como había pensado. Los largos e infelices años de su matrimonio, la inequívoca verdad de que su esposa había dejado de amarlo hacía tiempo, le habían hecho pensar que de algún modo él tenía la culpa, que carecía de algo. Pero ya no lo creía.
Había analizado sus sentimientos y llegado a la conclusión de que lo había hecho lo mejor posible en una situación adversa. Sí, se hacía responsable del camino que había elegido. Cuando a los veinticuatro años había empezado a prosperar, se había creído infalible y por eso había hecho una mala elección al casarse con la única mujer en su vida en aquel momento. Reece Carlyle reconocía que era hombre de una sola mujer. Había salido con muchas, pero siempre de una en una. De pronto se había dado cuenta de que podía mantener a una esposa, de modo que le había parecido el momento adecuado de contraer matrimonio, y Joyce había sido la novia que tenía en ese momento. Cuando Britanny había nacido tres años después, supo que había cometido un error. Sospechaba que Joyce también se había dado cuenta de ello. Pero habían concebido juntos a una hija y nada ni nadie era para ellos tan importante como la niña. Sin embargo, la situación se había deteriorado rápidamente hasta el punto en que habían acordado mutuamente que tener más hijos sería un acto irresponsable e insostenible.
Así que allí estaba él, solo en Cayo West Hueso, preguntándose lo que pensaría Amber Rose Presley si supiera que momentos antes no había estado intentando ligar con ella, sino solo averiguar cómo le iba para hacerle un favor a su padre. Le habían avisado de que la sinceridad no sería la mejor política a seguir en el caso de la señorita Amber Rose. Cualquier indicación de que Rob estaba detrás de aquel «encuentro fortuito» haría que Amber desapareciera entre las sombras de la noche. El problema que tenía en ese momento era cómo averiguar lo que necesitaba saber. Desde luego no podía contentarse con informarles de que estaba viva, aparentemente sana y que era una buena guía turística. Si se tratara de su hija, desde luego él querría saber más cosas.
Reece se metió las manos en los bolsillos y bajó por la oscura calle de camino al puerto donde le esperaba el esquife que había alquilado para volver donde Alegre Paraíso estaba anclado en el Puerto de la Caracola. Decepcionado por no haber podido entablar una conversación más significativa con Amber Rose, volvió a su barco con el propósito de cenar lo que encontrara en la cocinilla y después irse a dormir.
Al día siguiente volvería a llamar a Brit para hablar de cuándo iría a buscarla para que pudiera pasar con él el último mes de sus vacaciones de verano. Después haría algo de compra y daría un paseo por la ciudad. El domingo lo tenía libre. El lunes iría temprano a cenar a un café de la calle Angela, donde sabía de buena tinta que trabajaba una cierta señorita en el primer turno de la noche. Con suerte conseguiría hablar otra vez con ella, averiguar cuál era su actual situación y tal vez incluso sonsacarle cuáles eran sus planes para el futuro. Y a lo mejor, si tenía mucho cuidado y era más inteligente de lo que había sido esa noche, incluso podría animarla a que volviera a casa de sus padres en Dallas.
Probablemente eso sería mucho pedir de un único encuentro. Mejor solo hacer planes para que consiguiera confiar lo bastante en él como para quedar después del trabajo en otro sitio. ¿Pero cómo hacer eso sin que ella pensara que intentaba ligársela? Si no iba con cuidado, acabaría viéndolo como a un viejo verde con la intención de seducir a una joven inocente, y el mero hecho de pensarlo le ponía malo. Despreciaba a los hombres así. También odiaba la duplicidad que se veía obligado a representar, pero al final solo lo estaba haciendo por el bien de Amber, y eso también era importante.
Sin duda sería capaz de convencer a la muchacha de que se sentara con él en algún lugar seguro y tranquilo y le hablara de sí misma. Para sorpresa suya, se dio cuenta de que en realidad estaba deseando que eso ocurriera. Amber Rose Presley era joven, y según le había dicho su padre bastante alocada, pero también resultaba muy simpática. O tal vez llevara solo demasiado tiempo solo. De uno u otro modo, la señorita Amber volvería a verlo, aunque ella aún no lo supiera.
Empezó a planear lo que podría decirle para ganarse su confianza y conseguir que saliera con él. Después de todo, los clientes siempre se le habían dado bien. ¿Por qué iba a ser esto distinto a hacerse con un cliente nuevo? Tal vez no le quedara demasiado encanto romántico, pero aún tenía su habilidad para los negocios. Y era más maduro que ella, mucho más. Sin duda se las arreglaría. Después de todo tenía un montón de experiencia con jovencitas tozudas. Sí, eso era justo lo que necesitaba.
Amber no era más que otra Britanny, varios años mayor tal vez, pero en esencia una niña. La trataría como trataba a las animadas amigas de Britanny, un poco de encanto, una pizca de indulgencia y un poco de autoridad. Simpático pero algo distante.
Confiando en que lo tenía ya todo arreglado, Reece volvió al seguro paraíso de su barco, contento con sus vanas ilusiones.