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Julia 1041 ¡Novia a la fuga! A los dieciocho años Lydia Lawrence lo tenía todo: un rostro famoso, una carrera célebre y un compromiso con el hombre de sus sueños. Pero todo cambió con la revelación de un secreto familiar, un secreto que nunca pudo compartir, sobre todo con su prometido, Blaine. Años después, Lydia se encuentra de misión en las Bermudas. La última persona con la que espera encontrarse es Blaine. Pero no hay forma de que se quede, sobre todo cuando Blaine descubre que ella nunca quiso traicionarlo.
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Seitenzahl: 175
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1998 Elizabeth Power
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un gran secreto , JULIA 1041 - diciembre 2023
Título original:The wedding Betrayal
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411805339
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Si te ha gustado este libro…
UNA persona de servicio la había dejado pasar. Al final de la magnífica habitación, decorada con antigüedades y muebles de estilo, se abría una puerta acristalada que daba a una galería y agua iluminada. Lydia apenas frunció sus perfectos labios, indicando que no era indiferente a su belleza. La casa resultaba impresionante, incluso para quien alguna vez, aunque pareciese en otra vida, había frecuentado los lugares de los multimillonarios.
Por la puerta abierta entraba un perfume de flores exóticas y el cansancio del viaje se le atenuó un poco con el dulce aire húmedo. Las tres semanas en las Bermudas le vendrían de maravilla, aunque fuera cuidando un niño de doce años y le agradeció a Heather que la convenciese de que se las tomara.
Al oír pasos giró en la alfombra de exquisito diseño, pero la sonrisa se le heló en los labios cuando reconoció al hombre que entraba en la habitación.
Era alto y moreno y estaba aún más atractivo de lo que ella recordaba. La palidez se comenzó a extender por sus rasgos, copiando a la de ella.
—¡Tú! —la sorpresa teñía el monosílabo que salió ronco de una boca endurecida por los años.
La risa había rodeado de arrugas los fríos ojos grises. No sólo la risa, porque había una dureza en las maduras facciones de Blaine Caldwell que sólo atenuaba su moreno atractivo. Lydia reconoció que no había perdido nada de su abrumadora sensualidad.
—¡Blaine!
—¿Qué cuernos haces aquí? —dijo éste con voz dura. Recorrió con la mirada el perfecto rostro de altos pómulos y amplia boca, enmarcado por un elegante corte de pelo.
—Pidieron una niñera… —apenas pudo contener el temblor de la voz. Los pensamientos se le agolpaban en la mente. ¿Qué pensaría de ella? ¡Tenía casi treinta y dos años, no era ya la modelo de dieciocho a quien él se había declarado, impulsado por un deseo incontrolable—… alguien llamado Thornton —¡no Blaine Caldwell! Esperaba aparentar los veinticinco años, como la gente le decía.
—Es verdad. Dale Thornton, mi socio —dio unos pasos y se metió las manos en los bolsillos del elegante pantalón—, él fue quien trajo a Liam en avión.
Con alivio, Lydia le notó algunas canas en las sienes. Pero el tiempo había sido benigno con él. Seguía igual de delgado y llevaba la ropa con una elegancia que había mejorado con los años. La hacía sentirse desaliñada, ya que para el largo viaje había elegido una blusa blanca sin mangas y un pantalón suelto. Algo parecido al miedo le hizo un nudo en la garganta.
—Thornton fue quien hizo las gestiones con la agencia — lo oyó decir.
—Entonces, ¿Liam es tu hijo?
—Sí —se acercó hasta estar frente a ella, las largas piernas separadas—. No me dirás que no sabías, ¿verdad?
Se notaba que dudaba de ella, pero era verdad que lo ignoraba.
—No, yo… — ¿lo sabría Heather?
—¿La agencia esa para la que trabajas no te dice nada? —dijo bruscamente.
—Heather tomó los datos —dijo, levantando la mirada—. Somos socias —añadió con firmeza, los ojos desafiantes, los hombros rectos.
—¿Eres una de las dueñas de… ¿cómo se llamaba? —trató de recordar el nombre de la agencia que Lydia había fundado con su amiga hacía cuatro años— ¿Caring Days? —la ironía reemplazó a la sorpresa inicial—. ¿Desde cuándo aprendiste a cuidar a los demás, Lydia?
Aunque él no se diese cuenta, su desprecio la hirió como una puñalada.
—Ha habido una confusión. Perdona —se colgó el bolso del hombro y comenzó a dirigirse hacia la puerta.
—¿Te vas? —la voz sonaba acusadora, haciéndole tensar los delgados hombros—. ¿Huyes igual que antes?
Lydia se giró. El brillo de sus ojos escondía un dolor que él nunca podría llegar a adivinar.
—Eso ya ha pasado —casi no podía hablar por la opresión en el pecho—. Mejor será que me vaya.
—¿Por qué? —todo su cuerpo expresaba acusación—. ¿No te parece suficiente el precio esta vez?
Levantó la barbilla, mostrando el blanco cuello y la simetría de unas facciones que la cámara había hecho famosas.
—Nunca he tenido un precio, Blaine —susurró.
—¿Conque no? —una ceja se elevó y la risa sonó burlona y dañina—. ¿De cuánto era el cheque que te dio mi padre para que te fueras?
Al recordarlo bajó los ojos. Sus ojeras delataban algo más que fatiga por el viaje.
—Lo mejor para todos será que desaparezcas —le había dicho Henry Caldwell con frialdad. Cualquier cosa con tal de que su hijo no conociese la verdad sobre ella.
—Te buscaré una sustituta —dijo con decisión, volviendo a hacer ademán de irse—, llevará un día o dos.
—Es fácil escapar, ¿eh? —unos dedos fuertes que le quemaban el brazo la giraron en redondo—. ¿Cuántas veces lo has hecho desde entonces? ¿O los niños son un impedimento menor para tu gloriosa libertad?
Era evidente que había notado que no llevaba alianza. Pero la dura realidad de verlo después de tantos años revivió la tortura de los sentimientos que se había visto forzada a reprimir, y sollozó alarmada:
—¡Suéltame!
Él arrugó la frente mientras analizaba la tensa belleza de sus facciones y la obedeció, soltándola abruptamente.
—Perdona —se pasó los dedos por el pelo y por un momento las arrugas de su rostro delataron que casi tenía cuarenta años—. No quiero lastimarte, aunque Dios bien sabe que ha habido momentos en que lo hubiera deseado.
Se preguntó si sería verdad y si había querido herirla. ¿Su aparente traición había hecho en él más mella de lo que parecía?
—No me guardaste duelo demasiado tiempo —en cierta manera lo prefería, aunque quiso morirse cuando él se casó con Sharon Hillier sólo dos meses después de que rompiesen.
—No —admitió él. Había llenado el vacío con la bonita pelirroja y un hijo, mientras ella sufría un infierno sola.
—Liam necesita alguien ahora —la profunda voz interrumpió sus pensamientos—. A partir de mañana. Traer a otra persona causaría un trastorno muy importante en mis planes de trabajo. Tu agencia me prometió que habría alguien aquí para cumplir con mis requisitos.
«Mis requisitos», no «nuestros requisitos». Sharon, una mujer de vida social muy intensa, había muerto en un accidente de coche en Londres hacía dieciocho meses. Lydia no recordaba quién se lo había dicho.
—¿A qué se debe que te dediques a jugar a las mamás? No casa con el recuerdo que tenía de la encantadora Lydia Lawrence. ¿Se te acabó la buena vida? —dijo con hiriente desdén, pero Lydia decidió ignorarlo—. ¿Y, qué haces aquí si, como dices, eres dueña del negocio? ¿Te tentó la idea de venir a las Bermudas?
—Algo por el estilo —admitió. Era la verdad, había estado trabajando demasiado, pero odiaba tener que decírselo, ya que ello demostraba que era vulnerable. Y no quería que se diese cuenta—. Necesitaba tomarme unas semanas de descanso. El año pasado no tuve vacaciones. Heather me llamó con este trabajo. No te dejaré en la estacada.
—Pues será la primera vez que lo hagas —dijo despreciativo.
Tampoco le prestó atención.
—Te cuidaré a Liam —dijo—, al menos hasta que encontremos a una sustituta. Es decir, si quieres— anadió, y los ojos de color zafiro, en los que se escondía el tormento, se elevaron y quedaron prendidos en los fríos ojos grises.
Ansiaba que él le dijese que no, que no la quería en su casa. Porque lo que ella anhelaba hacer era huir, subirse en un taxi e irse a un hotel. Pero él no dijo nada.
—¿Te parece que estás en condiciones de hacerlo?
Lydia arrugó la frente. ¿Tenía tan mal aspecto?
—El vuelo se retrasó casi tres horas. Tuve que esperar mucho —explicó innecesariamente, ya que él lo sabría antes de mandar el chófer a buscarla—. De todas maneras, ya me había recuperado totalmente de mi enfermedad. Me iba a incorporar mañana.
Blaine se acercó a un timbre que había al lado de la tradicional chimenea de piedra. Un músculo se le marcaba en la mandíbula.
—Voy a pedir café. ¿Quieres? —ofreció, recorriéndole el cuerpo con la mirada. Todos esos años no habían borrado las sensaciones que en ella despertaba.
—Nunca lo bebo —sacudió la cabeza.
_¡Ah!… ya recuerdo. Siempre has tomado té, ¿verdad?
Asintió con la cabeza, rogando que no se acordase de nada más. No podría soportarlo. ¡Dios Santo! ¿Por qué accedía a quedarse siquiera una hora en aquella casa?
—¿Y qué es lo que te ha llevado a pasar de súper modelo a súper niñera, Lydia? No sé por qué no parecen demasiado compatibles.
«¡Un colapso nervioso! ¡Conseguir el anonimato! ¡Esconderme!», gritó su corazón, pero sólo dijo:
—Soy una niñera cualificada. Te puedo mostrar los papeles, si tienes alguna duda.
Blaine sonrió, pero el gesto no le llegó a los fríos ojos.
—¿Cómo iba a poner en duda algo que dijeses tú?
Una mentirosa. Eso era lo que creía que era desde que había roto el brevísimo compromiso, aparentemente por otro hombre. Una mentirosa, una embustera. Y una cazafortunas. Pero así había sido más sencillo.
—Perdóname, pero encuentro difícil de imaginarme a Lydia Lawrence preocupándose por alguien que no sea ella misma. Me causa risa.
¡Qué amargura mostraban sus palabras! ¡Pero ella también había sufrido, Dios Santo, y cómo! El rubor oscureció la pálida y translúcida tez al responderle:
—¡Venga, ríete! Pero si piensas insultarme, mejor vete buscando a alguien que te cuide al niño mañana. O cambia tus planes, porque pienses lo que pienses de mí, no estoy dispuesta a soportar que me insultes.
Se sorprendió de haber podido mantener la calma. Él sólo delató que evitaba el comentario hiriente porque su boca, que también podía esbozar una sonrisa capaz de derretir el corazón de cualquier mujer, se comprimió en una cruel línea.
—¿Supongo que te habrán informado de… los problemas de Liam?
¿Que era un niño difícil? ¿No se lo había advertido Heather?
—Sí.
—¿Y te parece que podrás arreglártelas? —la duda se grababa en el fuerte rostro, duda y una fría crítica que le hizo otra vez levantar la barbilla desafiante.
—Si te parece que no puedo, es mejor que me permitas que me vaya ahora.
Él rió, mostrando unos dientes fuertes y blancos.
—¡Oh, no! No esperaba que vinieras, Lydia, pero me interesa averiguar cómo el tiempo ha logrado ablandar a una dura oportunista como tú. No te creas que te resultará tan fácil escaparte esta vez.
Sus hirientes palabras le produjeron un terrible dolor que hizo lo posible por ocultarle.
Por ello la alegró que entrase la sirvienta, la misma muchacha joven de dorada piel que le había abierto la puerta. Aprovechó la distracción para alejarse de él y salir por la puerta acristalada a la galería.
Supuso que la temperatura diurna no había descendido demasiado, porque el cálido aire de la noche la envolvió en la fragancia de las flores que crecían en el jardín y la fresca brisa del mar.
—Para que lo sepas, Blaine —murmuró sin girarse cuando oyó que la joven se había retirado. Tenía que decírselo—, nunca acepté ese dinero.
Sus pasos resonaron amenazadores, y el súbito croar de una rana escondida en el follaje y otra y otra más se les unieron en un eterno coro nocturno.
—Mentirosa —lo dijo suavemente detrás de su hombro— ¿Qué quieres que crea? ¿Que rompiste el cheque y se lo tiraste a mi padre a la cara? ¿Que le dijiste que tu amor por mí era más fuerte que todo el dinero que pudiera ofrecerte para que desaparecieras de mi vida?
—No.
—No. Por supuesto que no lo hiciste.
Porque Henry Caldwell no le había dado la oportunidad cuando le ofreció una suma de dinero sorprendente, incluso para una top model como ella.Porque, rico y poderoso como era, quiso evitarle a su hijo que descubriese la verdad sobre ella y había depositado directamente el dinero en su cuenta, para demostrarle a Blaine qué fácil era comprarla después de la desdichada entrevista en que le había dicho que nunca podría casarse con su hijo.
—¿No pensaste que me mostraría el resguardo del depósito? —como si necesitase una prueba, las palabras de Blaine le confirmaron lo que ya sabía—. No te arriesgaste a recibir un cheque en la mano, ¿verdad, querida mía? ¡Querías algo más seguro! Dime, Lydia, ¿fui el único o ha habido otros? ¿Se convirtió en tu modus vivendi? ¿Seducir hombres y luego abandonarlos por un mejor botín?
Lydia giró violentamente para enfrentarse a él, el rostro marcado por la pena del recuerdo.
—¡Tenía motivos para hacerlo!
No valía la pena decirle que había devuelto el dinero, hasta el último penique, porque seguro que su padre no se lo habría dicho. Eso le habría dado credibilidad a los ojos de su hijo y Henry Caldwell ya había decidido que no quería saber nada de ella. Ni entonces, ni nunca.
La realidad de ello la atenazó con lacerantes garras y a pesar de la angustia logró oírle decir:
—¿Qué motivos, Lydia?
¿Qué podía decirle? ¿La verdad?
En muchas ocasiones había querido explicarle, hacerle comprender que no había tenido opción. ¡Cualquier cosa con tal de que no la despreciase! Pero tenía demasiado miedo. De su padre. De sí misma. De la reacción de Blaine. Y luego él se había casado con Sharon.
—No era lo que te convenía, Blaine. Dejémoslo así, ¿vale? —dijo. Una máscara de calma cubría la agonía que la embargaba—. Tu padre tenía razón al protegerte de mí. Y no te vino mal, ¿verdad? —su mirada recorrió la plácida elegancia de la amplia habitación.
Las ventanas y puertas de cedro complementaban el suelo cubierto de ricas alfombras y las paredes decoradas con coloridos cuadros de paisajes de las Bermudas. Cada detalle era de buen gusto y todo era evidentemente muy caro. Volvió a mirar a Blaine y se dio cuenta de su rígida y despectiva expresión.
—La misma Lydia de siempre. Sigues pensando que el dinero es la clave del eterno placer.
¿Era eso lo que creía?
—No —dijo atormentada. Con los ojos fijos en los de él añadió—: Lo creas o no, Blaine, nunca lo he pensado.
Se miraron fijamente durante largo rato y algo en la indescifrable profundidad de sus ojos la desgarró con un dolor agudo y profundo.
Tendría que haberse ido en cuanto se dio cuenta de que era el padre del niño. Movida por la necesidad de romper el hechizo que los unía, preguntó:
—¿Dónde está Liam, entonces? ¿Cuándo me lo vas a presentar?
—Mañana —su voz era cortante, como si luchase con algún demonio interno—. Me temo que no quiso esperarte despierto, como le pedí, aunque normalmente cuesta un trabajo enorme convencerlo de que se vaya a la cama. Así es la inclinación que tiene a no cooperar. Es obcecado y rebelde.
—¡Fenomenal! —hizo Lydia una mueca—. ¿Por eso necesitabas una niñera tan rápido? ¿Qué pasó? ¿Se despidió la última?
El teléfono que estaba sobre la mesa de mármol sonó, y él lo miró con impaciencia antes de que levantasen el auricular en alguna otra parte de la casa.
—Algo por el estilo. Quizás pienses que puede tomarse a la ligera, pero yo creo que no te resultará fácil, mi querida. Tiene un rechazo total a la autoridad desde que… bueno, desde que su madre murió —notó en él una profunda pena, pena por la mujer que había amado y perdido de forma tan trágica a pesar de todo lo que dijo sobre cuánto ella, Lydia, lo había herido. ¿Cómo podía imaginar otra cosa?—. Tiene su propia forma de pensar y no hay nada que lo detenga.
—Como su abuelo —dijo, con terrible dolor.
La recia cara masculina se endureció.
—Antes de que comiences a culparlo de tus argucias, permíteme decirte, si todavía no lo sabes, que mi padre murió hace tres meses.
Por lo tanto no tenía ningún derecho a hablar mal de él. Eso era lo que quería decirle. Por supuesto que lo sabía. La noticia de la muerte del banquero millonario había aparecido en todos los periódicos. ¿Cómo no iba a saberlo? Aún ahora la asaltó la culpabilidad por la poca pena que había sentido entonces.
—Lo lamento —era lo que correspondía decir y fue lo único que se le ocurrió. Nada lo compensaría de la doble pérdida que había sufrido. Las líneas que se le habían marcado en la cara, sumadas a la expresión de cansancio, traicionaban el esfuerzo que habría hecho para superarla, lo que la hizo recordar lo unida que había estado la familia. Cerrada, influyente e impenetrable. Por ello Henry Caldwell se había negado a permitir que la mancillara el descrédito que la novia de su hijo le traería.
La llegada de la sirvienta que le había abierto la puerta interrumpió los pensamientos. La miró en silencio dejar la bandeja de plata con el juego de té, las dos tazas de fina porcelana y un plato de pastas, y luego decirle a Blaine que lo llamaban por teléfono.
Se fue a atenderlo, obviamente sin intención de discutir negocios allí, pero la bonita joven charló con ella mientras servía las bebidas y luego se retiraba con la delicada cortesía que se esperaba de cualquiera que sirviese en casa de Blaine. Los Caldwell siempre tenían lo mejor, pensó al tomar la taza y volver a salir.
En la amplia y protegida curva de la galería el tibio aire y los sonidos de las criaturas nocturnas la calmaron un poco.
Era de noche, pero había suficiente luz para ver, más allá del césped y los oscuros rincones del jardín, el agua iluminada de lo que parecía ser una cala privada.
Sí, sólo lo mejor para los Caldwell, se repitió en silencio. Cinco generaciones de banqueros cuyo apellido iba asociado al éxito y cuyos herederos, hasta Blaine y probablemente su malcriado hijito Liam, habían sido criados para que exigiesen la perfección en todo. No es que se sintiese rencorosa por ello. A ella le había gustado el éxito y Henry Caldwell había utilizado su fama para desacreditarla, inventando una infidelidad para que Blaine la odiase, protegiendo a su familia de la mancha que ella le hubiera infringido, mientras Lydia había perdido todo: el hombre que amaba, su reputación, y casi la cordura.
Cuando Blaine volvió, había vuelto a entrar y estaba terminando el té.
—Perdona. Como puedes apreciar, los negocios nunca cesan en la cima —incluso el seco comentario fue hecho sin sonrisa—. Por desgracia, tengo cosas que hacer. Tina te acompañará a tu habitación y te dará todo lo que necesites —dijo, masajeándose el cuello para aliviar alguna tensión—. Y Simón ya habrá llevado tu equipaje arriba. Hasta mañana.
La alivió decirle buenas noches y seguir a la sirvienta a la segunda planta.
La casa era un escaparate de discreta opulencia, desde la escalera curva hasta los toques de mármol, ébano y cedro que destacaban el estilo y la elegancia de la delicada tapicería. Al final de la escalera había una cortina de cuentas que no parecía tener propósito alguno, pero el gesto de curiosidad se cambió por uno de discreto asombro cuando Tina le mostró la habitación que le habían asignado.
Al ser una de las modelos mejor pagadas del mundo, conocía el lujo, pero aquella suite era algo especial. Comprendía tres habitaciones que incluían un saloncito, un dormitorio con una enorme cama doble y un cuarto de baño con una bañera redonda de mármol. En el dormitorio se hallaba su maleta sobre una mesilla de hierro y a su lado el bolso, listos para que los abriera.
—Espero que esté cómoda —comentó la muchacha antes de irse y después de haberse asegurado de que Lydia no tenía hambre, ya que le habían dado de comer en el avión—. Si necesita algo, llame —invitó, con hospitalidad y luego volvió a preguntar, con su agradable acento local— ¿Está segura de que no quiere nada?
«Sólo irme de aquí», pensó Lydia con una súbita punzada de dolor, pero se limitó a sonreír mientras negaba con la cabeza.
—No, gracias Tina, todo está perfecto.
La joven hizo un gesto con la boca.
—Espero que piense lo mismo mañana.
—¿Cómo dices?
—Si va a cuidar a Liam, me alegro de no ser yo —rió Tina.
—No será tan terrible.