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Estar tan cerca de él era un tormento que apenas podía soportar Rayne Hardwicke tenía una vieja cuenta que saldar con Kingsley Clayborne, el playboy arrogante y despiadado que había construido un negocio multimillonario a costa de su padre. Quería justicia… pero una parte de ella también quería algo más… Siete años antes, cuando solo era una adolescente, lo había amado en silencio. Y aún seguía adorándolo. Si sucumbía a sus impulsos, se delataría sin remedio, pero si no lo hacía corría el riesgo de perder la razón.
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Seitenzahl: 173
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Elizabeth Power. Todos los derechos reservados.
UN ENGAÑO DELICIOSO, N.º 2221 - marzo 2013
Título original: A Delicious Deception
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2013
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-2680-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
El eco de unos pasos firmes rebotaba contra el suelo de terrazo del balcón, caliente por el sol. Eran los pasos de un hombre cuya presencia era sinónimo de peligro. Sin necesidad de darse la vuelta, Rayne supo de quién se trataba; esa cadencia decidida, inflexible, era inconfundible. Todas las células de su cuerpo estaban alertas, por el miedo a ser reconocida. Él siempre conseguía todo lo que quería, fuera lo que fuera, a toda costa.
–Entonces mi padre la recogió de la calle, ¿no? Y le muestras su agradecimiento llevándole a pasear en coche.
Ella estaba de espaldas, mirando a través del arco del balcón, contemplando los bloques de apartamentos de color coral. Algunos tenían jardines en el tejado y en otros había piscinas que resplandecían a la luz del sol. Se dio la vuelta de golpe al oír ese tono burlón y corrosivo que oscurecía un acento inglés impecable. Su melena pelirroja le fue a caer sobre el hombro. Detrás quedaron el mar rutilante, el palacio de La Roca y los acantilados que se extendían por toda la costa de Montecarlo.
La ropa que llevaba era hecha a medida, y muy cara. Todas las prendas tenían un corte limpio, hecho al detalle, desde la inmaculada camisa blanca hasta el traje de firma, pasando por esos relucientes zapatos negros. Era un hombre cuya imagen sofisticada y fresca escondía una naturaleza cruel y una lengua afilada que cortaba como una guadaña.
Durante una fracción de segundo, Rayne no supo qué decir. Los años le habían dado una presencia poderosa que intimidaba bastante. Las fotos recientes de los periódicos no captaban bien esa cualidad tan sorprendente, casi sobrecogedora. Era como si su cuerpo irradiara un aura especial, algo que iba más allá del magnetismo físico que también tenía gracias a esos rasgos clásicos y a ese denso pelo negro.
–Para su información, tengo veinticinco años.
¿Por qué le había dicho eso? ¿Por la forma condescendiente con la que se había dirigido a ella? ¿O más bien para recordarle que ya no era la adolescente chillona a la que había conocido la última vez que se habían visto?
Él arqueó una ceja, dejándole muy claro cómo se había tomado la respuesta. Debía de pensar que tenía intención de llevarse a su padre a la cama, o que a lo mejor ya lo había hecho... Tal vez la creía una mercenaria del sexo o algo parecido...
–Y no me recogió de la calle. Los dos fuimos víctimas de un robo. Vine a Francia, y después a Mónaco, de vacaciones, y me quedé sin tarjetas de crédito, sin dinero, sin un lugar donde quedarme.
¿Por qué sentía la necesidad de justificarse ante él? Apretó la mandíbula. ¿Acaso era porque no se había sentado en aquella terraza de una cafetería por casualidad? ¿Porque una periodista inexperta siempre estudiaba a fondo al sujeto de antemano? ¿Porque sabía exactamente dónde estaría Mitchell Clayborne?
–Su padre me ofreció, muy amablemente, un sitio donde quedarme hasta que pudiera resolverlo todo.
Él apretó los labios; esos labios tan masculinos que siempre le habían parecido apasionados.
–Fue un poco inconsciente no haber hecho una reserva.
¿Cómo podía ser que cada palabra que salía de su boca pareciera una acusación? ¿O acaso era el sentimiento de culpabilidad el que la hacía imaginarse cosas? El miedo a verse descubierta...
–Mi madre lleva aproximadamente un año enferma. Ahora está algo mejor, así que aceptó el ofrecimiento de un amigo y se marchó durante tres semanas. Yo quise aprovechar también.
En la casita victoriana que compartía con su madre en Londres, le había parecido una buena idea. Sin embargo, Cynthia Hardwicke se hubiera echado las manos a la cabeza de haber sabido la verdadera razón que la había llevado a hacer ese viaje.
–Tenía donde quedarme hasta esa misma mañana.
Rayne se encogió de hombros. No merecía la pena contarle lo que había pasado después. Había planeado pasar una temporada con su amiga Joanne, que vivía en el sur de Francia con su marido, pero su hermana se había presentado por sorpresa con sus tres sobrinas, y no había tenido más remedio que marcharse para no ser un estorbo.
–Como la temporada de vacaciones acababa de empezar, no pensé que tendría problema en encontrar alojamiento en otro sitio.
Pero no contaba con que le robaran antes de poder registrarse en un hotel...
–Había alquilado un coche por un día... Me paré a tomar un café y... Bueno... El resto ya lo sabe.
Él solo sabía lo que su padre le había contado, pero Mitch tenía una visión claramente sesgada.
«Una jovencita...», le había dicho.
Pero la mujer que estaba ante él no tenía nada de pequeña. Debía de medir un metro setenta. Tenía una figura perfecta y un cabello pelirrojo que llamaba mucho la atención. ¿O era más bien cobrizo? Su piel era de color marfil y sus labios carnosos podían hacerle perder la cabeza a cualquier hombre.
Desprendía seguridad en sí misma y resultaba demasiado asertiva como para no tener un interés oculto. ¿Qué podría ser? Todo había ocurrido el miércoles anterior. Al parecer, su padre salía del lugar donde solía almorzar. Iba solo, porque esa misma mañana había tenido un rifirrafe con el último chófer que le había mandado.
Tan testarudo como siempre, había sacado su viejo Bentley, el cual estaba adaptado para que lo pudiera usar, y se había ido solo a comer. No era que le creyera incapaz de conducir, pero no era recomendable que un hombre de sesenta y siete años, de tanto renombre, saliera sin seguridad, sobre todo tratándose de alguien con graves impedimentos físicos. Al subirse al coche le habían robado la silla de ruedas y, al parecer, ese ángel de pelo rojo que tenía delante había salido corriendo detrás del ladrón.
–Parece que debo darle las gracias por cuidar de mi padre, señorita...
–Carpenter. Rayne Carpenter.
No era su nombre real, no del todo. Usaba el apellido de soltera de su madre y el nombre que solía usar cuando escribía para ese periódico de pueblo. Pero si se hubiera presentado como Lorrayne Hardwicke le hubieran dado con la puerta en las narices. Al principio tenía intención de decir quién era desde el primer momento, pero las cosas se habían ido complicando. Los planes se habían ido al traste por culpa de los ladrones.
–Eres la mejor reportera que tengo, ¡pero tienes que traerme una buena historia! –le había dicho su editor seis meses antes.
Poco después, su madre había caído enferma y había tenido que dejar el trabajo para atenderla tras la operación.
«Bueno, aquí está mi historia», pensó para sí, apretando los dientes. Era una exclusiva que a todo el mundo le gustaría leer, pero sobre todo era algo personal.
De repente, vio cómo se contraía un músculo en la mandíbula del hombre. Se acercó a ella. Estaba lo bastante cerca como para poder oler su colonia.
–Soy Kingsley Clayborne. Pero todo el mundo me llama King –le dijo, ofreciéndole la mano.
«Ya sé quién eres», pensó ella para sí.
Vaciló un instante. No quería tocarle. Pero hizo todo lo posible por esbozar su mejor sonrisa. Agarró la mano y le dio un pequeño apretón.
–¡No me extraña! –dijo casi sin pensar.
Sintiendo cómo le temblaba la mano, King deslizó un dedo sobre la vena azul que palpitaba en su muñeca. Había algo en sus ojos también. Eran de color miel, con pinceladas verdes, y le observaban con cautela, con recelo.
Sabía que su padre podía cuidar de sí mismo. Era un hombre de mundo. Pero también sentía debilidad por las caras bonitas y podía ser presa fácil de una cazafortunas.
La observó un instante. Había algo en ella... Un recuerdo olvidado pugnaba por salir de su subconsciente, como si fuera el fragmento de un sueño, escurridizo, pero poderoso.
–¿No nos hemos visto antes?
Rayne sintió gotas de sudor por todo el cuerpo.
–No lo creo –dijo, riéndose de forma nerviosa.
Él la soltó, o quizás fue ella quien rompió el contacto... En cualquier caso, nada más soltarse, se dio cuenta de que necesitaba tomar aliento desesperadamente.
Algo se agitó en su interior. ¿Era resentimiento? ¿Rechazo?
¿Qué si no podría haber provocado semejante reacción? Sentía la sangre caliente en las venas, en ebullición, pero... Si alguna vez había sentido algo por él, él mismo se había encargado de matar ese sentimiento.
Era extraño que no la hubiera reconocido, aunque la gente también solía decirle que había cambiado mucho... Siete años antes no tenía curvas y llevaba el pelo corto y de punta, de otro color. Por aquel entonces todos la conocían por Lorri...
–Esos ladrones debieron de pensar que era una presa fácil, ¿no? Si fueron a por usted de esa forma...
Ella dio un paso atrás. Su presencia la asfixiaba.
–¿Disculpe? –le dijo, sin saber muy bien qué quería decir.
–Quiero decir que debieron de notar que estaba pendiente de mi padre. Estarían seguros de que iba a morder el anzuelo en cuanto salieran corriendo con esa silla.
–No me gusta que se aprovechen de nadie –dijo ella con contundencia–. Por ningún motivo... ¿Qué está insinuando exactamente, señor...?
–King.
A lo mejor prefería que le llamaran «Su Majestad»...
Rayne tuvo que morderse el labio inferior para no decirlo en alto. Se había convertido en un hombre rico y poderoso, y también despiadado.
Ya por aquel entonces, siete años antes, al presenciar aquella escena entre su padre y él, había visto algo desconocido, algo que jamás hubiera esperado de él. Era esa actitud afilada, esa absoluta falta de escrúpulos en un hombre de veintitrés años que se había visto obligado a tomar las riendas de una empresa internacional tras el accidente de su padre.
–No pude evitar fijarme en él, y en lo que estaba haciendo. ¡Desde luego que no! –exclamó, odiándole más que nunca por haber sido uno de los que habían destruido a su padre–. Me sorprendió que fuera capaz de superar sus dificultades y conducir por la ciudad él solo. No sabía que admirar las capacidades de una persona fuera un delito.
–No lo es –dijo King. Una sonrisa le iluminó la cara.
Rayne sintió que se le cerraba la garganta.
–Como ya le habrán dicho, el chófer de mi padre se fue... repentinamente. Por eso estaba sin conductor, aunque... Tengo que decir que, gracias a usted, ese puesto ha quedado cubierto.
Ella asintió, ignorando el sarcasmo que teñía sus palabras.
–Entiendo que no lo perdió todo a manos de esos delincuentes –le dijo, mirándola de arriba abajo.
–Tenía la ropa en el coche.
–¿Y no se llevaron las llaves?
–No. Las tenía en el bolsillo de los vaqueros –junto con el teléfono móvil, afortunadamente, pero eso no se lo dijo.
Lo había sacado del bolso para enviarle un mensaje a su madre justo antes de que Mitchell Clayborne saliera del restaurante del hotel que estaba al lado de la cafetería. Así había podido cancelar las tarjetas de crédito y denunciar el robo dentro del coche alquilado.
–¿Interroga a todos los huéspedes de su padre de esta manera?
Él esbozó una media sonrisa y fue hacia la mesa de granito de la terraza. Se sirvió una taza de café. Le hizo señas a Rayne. Ella negó con la cabeza.
–Pero usted es algo más que una huésped, ¿no? Insiste en trabajar durante su estancia hasta que pueda solucionar sus asuntos, lo cual la convierte en una especie de empleada, aunque sea una empleada poco convencional. Y mi padre no contrata a nadie sin consultarme primero.
Era fácil adivinar quién estaba al frente del imperio Clayborne.
–Le pido disculpas por ser tan cauteloso y desconfiado –bebió un sorbo de café y volvió a poner la taza sobre la mesa con un movimiento firme y sutil–. Pero, como ya debe de saber, mi padre es un hombre muy rico.
«Y tú también...», pensó Rayne para sí.
Recordaba haber leído un artículo que lo situaba entre los diez hombres más ricos de Inglaterra, incluso por delante de Mitchell Clayborne. Todos los miembros del clan habían prosperado gracias a su patriarca, pero Rayne tampoco quería pensar mucho en ello. Era consciente, no obstante, de los muchos negocios en los que King tomaba parte, negocios que nada tenían que ver con el imperio tecnológico de la familia.
–¿Y eso qué significa? –le preguntó, mirándole de reojo.
Él hizo un gesto con la mano.
–Una mujer joven... Un hombre mayor, rico y vulnerable, con la autoestima un poco baja. Un robo improvisado en mitad de una cafetería concurrida. No me negará que hubiera sido un golpe maestro si lo hubiera orquestado todo para ganarse la confianza del viejo y meterse en su casa.
Rayne sintió que le ardían las mejillas. Se había sentado en esa silla a esperar a Mitchell Clayborne, pero no lo había hecho por los motivos que sugería ese perro guardián que tenía por hijo.
–¡Eso es mucho suponer!
–¿Lo es? –él se metió la mano en el bolsillo. La tela del pantalón se tensó, marcándole el contorno de la pelvis.
Rayne se dio cuenta de que estaba mirando donde no debía y apartó la vista de inmediato. Le miró las piernas de arriba abajo.
–No es la primera vez que se oye una historia así.
–Pero aquí hay una diferencia, King.
Ambos miraron en la dirección de la que provenía la voz. Un segundo más tarde empezaron a oír el inconfundible chirrido de la silla de ruedas.
–Ella no quería venir.
Era cierto. Al principio no había querido acompañarle, asediada por un sentimiento de culpabilidad. Al fin y al cabo, le vigilaba por un único motivo; enfrentarse a él y decirle quién era. Incluso había pensado en amenazarle con ir a la prensa si no admitía todo el daño que King y él le habían hecho a su padre. Quería que le remordiera la conciencia, si la tenía.
Mitchell Clayborne y su hijo King le habían arrebatado algo muy valioso a su familia, pero al verle tan indefenso ante esos matones de barrio, no había sido capaz de enfrentarse a él. Además, le esperaba en ese café porque sabía que jamás podría burlar la seguridad de la mansión. Era una oportunidad que no había podido rechazar.
–¿Has oído eso, King?
Mitchell Clayborne salió al exterior. Todavía hacía calor, pero ya no había luz apenas. Su pelo blanco, peinado hacia atrás, seguía siendo tan denso como el de su hijo.
–He dicho que ella no quería venir.
A pesar de las sombras que ya empezaban a caer sobre la piedra de la mansión, Rayne pudo ver un atisbo de sonrisa en los labios de King.
–Parece que es una persona discreta –le dijo en un tono tranquilo. Sus ojos, sin embargo, daban a entender todo lo contrario.
«¿Lo sabe?», se preguntó Rayne. El corazón se le salía del pecho. ¿Había adivinado quién era y estaba jugando con ella?
–Déjala en paz, King –dijo Mitchell, avanzando hacia la mesa al tiempo que King agarraba la botella de cristal que estaba junto a la cafetera.
Le sirvió una copa.
–¿No puedo disfrutar de su compañía sin que la trates como si fuera una mujer de la calle?
Mitchell tomó el vaso que le ofrecía King, el hijo cuya influencia y poder en el mundo de los negocios era inigualable.
De repente, un haz de luz incidió en la botella de cristal y se refractó en una miríada de colores.
–Claro –le puso el tapón y volvió a dejarla sobre la mesa–. Pero será bajo tu responsabilidad, Mitch. No pienso cargar con esta –dijo y se marchó.
–No le caigo bien –le comentó Rayne a Mitchell.
–Vas a tener que disculpar a mi hijo. Sospecha de todas las mujeres que me dedican un poco de su tiempo, sobre todo si son jóvenes y guapas. Normalmente logra ahuyentarlas con bastante rapidez.
–Eso suena muy egoísta –dijo Rayne, mirando en la dirección en la que se había marchado King.
–No tiene motivos para serlo –dijo Mitchell–. Con ese físico y ese intelecto, terminan queriéndole de todos modos –se rio–. Bueno, ¿quién iba a querer a un viejo fósil como yo? –empezó a toser. El vaso comenzó a temblar peligrosamente en su mano.
Rayne se acercó para quitárselo, pero él le hizo un gesto de impaciencia.
–Pero ¿qué puede hacer un hombre?
Las luces de la terraza se encendieron, reflejándose en el vaso de cristal que Mitchell se llevaba a la boca. Se bebió la copa de un trago.
–Según él, protege mis intereses. Toma... –le dio el vaso–. Sírveme otra, ¿quieres?
Rayne le miró un instante. Parecía que ya había bebido bastante. Además, según le había contado el ama de llaves, tenía problemas de tensión alta y de corazón.
–¿Seguro que es una buena idea?
–¡Por Dios, chica! ¿Te atreves a cuestionarme mientras te hospedas en mi casa?
–No era mi intención –le dijo ella.
Además, tampoco quería terminar preocupándose por un hombre que le había hecho tanto daño a su padre. Era una especie de traición...
Mitch Clayborne parecía cansado, amargado... Agarró el vaso y le sirvió otra copa.
–Te estás comportando como King –dijo Mitchell, insistiendo–. Él es de la familia, pero no se lo tolero a ningún otro. ¿Lo entiendes?
–Perfectamente –ella respiró hondo y le dio el vaso lleno.
Había un brillo cálido en esos ojos azules tan intensos.
–Si no necesita nada más... Creo que me voy a acostar pronto.
Él sonrió y la despidió con un gesto.
–Buena idea. Ah, Rayne...
Rayne se detuvo frente a la puerta abierta que separaba la habitación de la terraza. Se dio la vuelta.
–Respecto a King... ¿Le hiciste enfadar antes de que yo llegara?
–No. ¿Por qué?
–Nunca lo había visto ponerse tan... intenso.
Ella se encogió de hombros.
–A lo mejor ha tenido un mal día.
–Tonterías. A diferencia del resto de los mortales, a él le encanta trabajar duro, bajo presión.
–Cualquiera diría que es una dinamo.
–Y lo es.
–Pero las dinamos también se rompen.
–Si es eso lo que crees, es que no conoces a King.
–Claro que no.
–Pero lo conocerás –dijo Mitchell–. Se va a quedar una temporada.
–Muy bien –repuso Rayne. Cada vez le costaba más mantener un tono ligero. Era difícil seguir fingiendo indiferencia.
–Y... Rayne...
A punto de entrar en la habitación, ansiosa por escapar de allí, Rayne miró hacia atrás por encima del hombro.
–Sé buena con él –le advirtió con cautela–. Por nosotros dos.
«Me postraré ante sus pies, ¿no? Como deben de hacer todas las mujeres», pensó para sí.
Forzó una sonrisa. Le dolía la cara.
–Claro.
Entró en la espaciosa habitación y trató de mantener la cabeza fría. Había ido a Mónaco para enmendar el daño que le habían hecho a su padre y no iba a dejar que nadie se interpusiera en su camino, ni siquiera Kingsley Clayborne.
Las formas, colores y texturas de Montecarlo le cortaron el aliento, como cada mañana desde su llegada. Pero ese día el sol apenas empezaba a salir y teñía de oro el mar azul. Las montañas lejanas estaban envueltas en un halo de calor. Parecía que aquel complejo turístico de lujo contenía el aliento, justo antes de ofrecer otro día vibrante de opulencia y glamour.
Rayne hizo una mueca. No había ido a Mónaco de vacaciones, pero al menos podía admirar el paisaje. El único nubarrón que oscurecía el horizonte, no obstante, era King. Había investigado un poco antes de embarcarse en el viaje y, según lo que había averiguado, en ese momento él debería haber estado en un acto benéfico en Nueva York.
No vivía en la mansión familiar. Tenía un apartamento de lujo en Londres y, al parecer, no se entendía muy bien con su padre.