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Orgullo y placer Elizabeth Power Hace unos años, la acaudalada Grace Tyler humilló a Seth y estuvo a punto de destrozar a su familia. Ahora, el antiguo peón se ha convertido en multimillonario, y está dispuesto a saldar sus cuentas pendientes. Conseguirá hacerse con el negocio de Grace, con su cuerpo y con su orgullo. Sólo que este despiadado empresario no se ha dado cuenta de que el deseo lo consume por completo, con la misma fuerza con la que consume a Grace. Ha vuelto para demostrar la culpabilidad de Grace, pero ahora es Seth el que necesita que lo rediman. Porque Grace tiene menos experiencia de la que él pensaba... ¡y espera un hijo suyo! Por venganza y amor Caitlin Crews El famoso Nikos Katrakis andaba en busca de una nueva amante cuando, de repente, la heredera Tristanne Barbery se ofreció voluntaria. ¿Podían ser tan fáciles de conseguir placer y venganza? Tristanne sabía que no debía jugar con fuego, y menos con un hombre de tanto carisma como Nikos Katrakis. Sin embargo, a pesar de que sabía muy bien a lo que se exponía, no tenía elección. Para sorpresa de Nikos, Tristanne no era la chica débil, dócil y casquivana que había creído, y pronto sus planes de venganza empezaron a desmoronarse como un castillo de naipes. Un príncipe apasionado Penny Jordan ¿Quién era Lily Wrightington, una cínica fotógrafa de moda o una especialista en historia del arte? El príncipe Marco di Lucchesi no podía ocultar el desdén que sentía por aquella inglesa, pero tampoco la violenta atracción que despertaba en él. El ambiente entre ellos estaba cargado de electricidad, en ocasiones por la animadversión y en otras por la tensión erótica que había entre ellos… Pero si Marcos bajaba la guardia y le ofrecía la protección que necesitaba, corría el riesgo de perder el control…
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Seitenzahl: 604
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 468 - febrero 2024
© 2010 Elizabeth Power
Orgullo y placer
Título original: For Revenge or Redemption?
© 2010 Caitlin Crews
Por venganza y amor
Título original: Katrakis’s Last Mistress
© 2011 Penny Jordan
Un príncipe apasionado
Título original: Passion and the Prince
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-624-4
LAS INAUGURACIONES son siempre enervantes, señorita Tayler –le dijo a Grace la chica pelirroja de la carpeta para tranquilizarla mientras ajustaba un micrófono a la solapa gris de su chaqueta–. Pero a esta galería le irá bien. ¡Estoy segura! –recorrió con los ojos una pared llena de obras de arte contemporáneo, serigrafías firmadas y cerámicas que había tras la enorme vitrina de cristal situada justo a espaldas de Grace–. Grabaremos primero el exterior, así que todavía pasará un rato hasta que entre en plano –le estiró suavemente la solapa y con dedos hábiles le retiró un pelo–. ¡Lista! ¡La cámara le va a adorar!
«¡Pues ya será más de lo que ha hecho la prensa escrita!», pensó Grace, recordando lo mal que la habían tratado después de romper cuatro meses antes con su prometido Paul Harringdale, hijo de un próspero banquero. Los calificativos que le dedicaron entonces las publicaciones sensacionalistas fueron desde «frívola» y «veleidosa», hasta «la rubia alta y sensual que no era capaz de tomar la decisión correcta aunque su vida dependiese de ello». Había sido todo de muy mal gusto, y el hecho de que la última frase procediese de un periodista que la había pretendido sin éxito hacía que no le mereciese la pena perder el sueño, pero le había dolido de todas formas.
–Buena suerte –le dijo alguien al pasar cuando se abrieron las puertas y los invitados, los críticos y distintas personalidades del mundo del arte empezaron a entrar en la galería.
–Gracias. La voy a necesitar –rió Grace por encima del hombro, reconociendo a su amiga Beth Wilson, una morena escultural y «verticalmente desfavorecida», como a ella le gustaba definirse. Medía poco más de metro y medio y aseguraba a todo el mundo que para ella la vida consistía en mirar siempre hacia arriba. Leal y eficiente además, era la mujer a la que Grace había contratado para dirigir la pequeña galería de Londres mientras se dedicaba a su principal objetivo en la vida, que consistía en intentar reflotar la empresa textil que su abuelo había fundado y que atravesaba serias vicisitudes desde su fallecimiento hacía justo un año. Y todo sin el apoyo moral de Corinne.
Desde que heredó de su marido su parte de la empresa, Corinne Culverwell había dejado claro que no tenía ningún interés en implicarse en el negocio. Y aquel día en que le llovían las felicitaciones y los buenos deseos desde todos los ángulos, Grace lanzó una mirada rápida a su alrededor preguntándose por qué su madrastra, nombre que siempre le pareció inadecuado para una mujer apenas tres años mayor que ella, había alegado a última hora que tenía un compromiso previo que le impedía acudir esa noche.
Cuando guiaba a dos invitados que le dieron la enhorabuena a la mesa donde se servía el champán, Grace vio que el equipo de televisión estaba recogiendo fuera. Se dijo que debía mantenerse centrada y se armó de valor para la inminente entrevista. «Tranquila. Relájate».
–Hola, Grace.
Una punzada le tensó la espalda al escuchar aquellas dos palabras susurradas que la hicieron girarse hacia el hombre que las había pronunciado.
¡Seth Mason! No pudo hablar, ni siquiera pudo respirar durante un instante.
Aquella voz debía de haberle bastado para reconocerlo, una voz grave sin acento alguno. Además, sus rasgos masculinos, más acentuados si cabe por la madurez, eran imposibles de olvidar. ¿Cuántas veces había soñado con aquella cara angulosa, con aquellos ojos grises sobre la imponente nariz? Su cabello negro y abundante, ligeramente ondulado, se curvaba en la nuca y unas cuantas mechas caían despreocupadamente sobre su frente.
–Seth... –su voz se fue apagando por la sorpresa. Con los años, había añorado y temido en la misma medida volver a verle, pero nunca había esperado que ocurriese algo así. Sobre todo allí. Aquella noche. ¡Justo cuando necesitaba que todo le saliese bien!
Desde su mayor altura, la miró con ojos penetrantes y su boca, la misma que la había vuelto loca por él cuando le había besado, se torció en un gesto un tanto burlón al ver que ella se turbaba.
–¿Cuánto tiempo ha pasado, Grace? ¿Ocho... nueve años?
–No... no me acuerdo –balbuceó. Pero sí se acordaba. Los pocos y aciagos encuentros que había tenido con él seguían grabados en su memoria. Había sido hacía ocho años, justo después de su decimonoveno cumpleaños, cuando creía que todo en la vida era blanco o negro, que la vida estaba diseñada a la medida de sus deseos y que podía obtener todo aquello que se propusiera. Pero desde entonces había aprendido duras lecciones y ninguna más dolorosa que la derivada de su breve relación con aquel hombre, ya que había descubierto que las cosas no se obtienen sin pagar antes un precio, y que éste puede ser muy alto.
–¿No lo recuerdas, o no quieres recordarlo? –le retó él cortésmente.
Resistiéndose a recordar cosas en las que no quería ni pensar, se consoló al ver que la vitrina de las cerámicas los separaba del resto de los invitados. Ignoró aquella pulla disfrazada y dijo con una risilla nerviosa:
–Bueno... ¡Qué casualidad encontrarte aquí!
–Casualidad.
–¡Menuda sorpresa!
–No lo dudo.
Le estaba sonriendo, pero no había calidez en sus ojos grises. Su mirada era más perspicaz y exigente, si eso era posible que, cuando tenía... ¿cuántos?, ¿veintitrés?, ¿veinticuatro años? En un cálculo rápido adivinó que debía de tener unos treinta y pocos años.
La tensión entre ambos se hacía cada vez más mayor, y en un esfuerzo por aliviarla señaló con la barbilla un grupo de acuarelas de un artista prometedor y preguntó:
–¿Te interesa el arte moderno?
–Entre otras cosas.
Ella no mordió el anzuelo. Estaba segura de que él tramaba algo y no estaba dispuesta a plantearse siquiera qué podría ser.
–¿Pasabas por aquí? –su nombre no estaba en la lista. De ser así, enseguida se habría dado cuenta. No iba elegantemente vestido, como muchos de los demás invitados. Llevaba una camisa blanca abierta bajo una chaqueta de piel que no ocultaba la anchura de sus hombros, y sus largas piernas enfundadas en unos vaqueros negros que marcaban una delgada cintura y unas caderas estrechas, indicio de que entrenaba duro con regularidad.
–Eso sería demasiada coincidencia, ¿no crees? –respondió en voz baja. Pero no le aportó más información sobre cómo había conseguido cruzar el umbral de la pequeña galería y justo en aquel momento Grace estaba demasiado nerviosa como para interesarse.
Miró a su alrededor con mayor intención y preguntó:
–¿No ves nada que te guste? –y deseó vapulearse por no escoger sus palabras con más cuidado al ver la forma en que él sonreía.
–Una pregunta un tanto directa, ¿no te parece? –ella se sonrojó mientras imágenes, olores y sensaciones invadían cara rincón de su mente–. Pero creo que la respuesta debería ser algo así como «el gato escaldado del agua fría huye».
¡Así que todavía le guardaba rencor por la forma en que lo había tratado! No le ayudó pensar que seguramente ella también lo estaría si estuviera en su lugar.
–¿Has venido a echar un vistazo, o sólo a pegar tiros?
–Haces que parezca un francotirador –rió él.
–¿Sí?
«Me pregunto por qué», pensó Grace con ironía, percibiendo una mortífera determinación tras aquella serena apariencia e incapaz de adivinar exactamente en qué consistía.
Él la miró de soslayo y unos oscuros mechones le cayeron sobre la frente. Con eso y con todo, en los dedos de Grace ardió el deseo absurdo de apartárselos de la cara.
–¿Sigues respondiendo a las preguntas con otra pregunta?
–Eso parece –le sorprendió que él se acordara de eso, incluso aunque ella no hubiese olvidado ni un solo momento de las tórridas horas que habían compartido. Le miró directamente a los ojos–: ¿Y tú? –él trabajaba entonces como peón en un varadero y resultaba mucho más atrayente que cualquiera de los jóvenes que ella hubiese conocido en su misma esfera social–. ¿Sigues viviendo en el West Country? –él asintió de forma apenas discernible–. ¿Y sigues entreteniéndote con los barcos?
Era el nerviosismo lo que la hacía parecer tan insultante, pero por la forma en que Seth frunció sus ojos grises, obviamente se lo estaba tomando de la peor forma.
–Eso parece –dijo, arrastrando las palabras para lanzárselas de vuelta–. Pero ¿qué esperabas de un joven con demasiadas ideas que están por encima de sus posibilidades?
Ella se estremeció al recordar las cosas que había hecho siendo joven.
–Eso fue hace mucho tiempo.
–¿Y eso disculpa tu comportamiento?
«No, porque nada podría disculparlo», pensó ella avergonzada, lo que le hizo responder en tono cortante: –No te estaba ofreciendo mis disculpas. –¿Entonces qué es lo que ofreces, Grace? –¿Crees que estoy en deuda contigo? –¿No es así? –¡Fue hace ocho años, por Dios bendito! –Y tú sigues siendo la misma persona. Rica, consentida y totalmente indulgente contigo misma –esta última observación vino acompañada de una rápida y calculadora mirada a la galería recién reformada, llena de obras caras, buena porcelana y muebles de buen gusto, que se debían más a la afición de Grace por el diseño que a un gasto excesivo–. Y yo sigo siendo el chico pobre del lado equivocado de la ciudad.
–¿Y eso de quién es la culpa? –la actitud hostil de Seth desataba espirales de temor en su interior–. ¡Mía no! Y sigues empeñado en... en...
–¿Diseccionar tu personalidad? –él sonrió, disfrutando al verla perder la compostura. –Tendré que hacer que te echen –dijo ella en voz baja, esperando que nadie pudiese oírle.
La forma en que él alzó la ceja le recordó lo ridículo de aquella amenaza. Su enorme envergadura le otorgaba una fuerza y un estado físico que lo situaba a años luz de cualquiera de los que pululaban por la galería. De nuevo volvió mostrar la misma sonrisa desafiante.
–¿Lo vas a hacer tú personalmente?
Una inoportuna sensación la recorrió al imaginarse agarrándolo y recordar el modo en que había sentido su cuerpo, firme y cálido, la fuerza de sus músculos, la suavidad de su piel húmeda.
–Ya decía yo –dijo él.
Parecía tan confiado, tan seguro de sí mismo, que Grace quedó asombrada y se preguntó qué le hacía pensar que podía ir allí a insultarla y, al mismo tiempo, por qué no había progresado. Parecía tan ambicioso, tan lleno de expectativas, tan dispuesto. Y era aquella determinación por obtener lo que deseaba lo que lo hacía tan atractivo a sus ojos...
–¿A qué viene esa sonrisa de Mona Lisa? –preguntó él–. ¿Te provoca algún tipo de retorcida satisfacción saber que la vida no acabó siendo del modo en que los dos pensábamos que sería... ni para ti ni para mí?
Grace bajó la vista para no ver la petulancia que había en sus ojos. Si pensaba, equivocadamente, que ella se había estado burlando de él por no ser gran cosa, estaría disfrutando sin duda al recordarle un futuro que ella había dado por hecho siendo joven y estúpidamente ingenua.
–No tanta satisfacción como parece provocarte a ti.
Él inclinó la cabeza en un gesto galante.
–Entonces, estamos empatados.
–¿De veras? –agarró una copa de champán de la bandeja que se les ofrecía, aunque había decidido con anterioridad mantener la cabeza despejada aquella noche. Vio que Seth lo rechazaba, negando con la cabeza–. No me había dado cuenta de que nos estábamos anotando tantos.
–Ni yo –su boca sensual se curvó expresando una especie de regocijo interior–. ¿Es así? –la pregunta la pilló desprevenida y él continuó antes de que pudiese pensar en una respuesta apropiada–. He dejado de envidiarte, Grace. Y a la gente como tú. Nunca conseguí dominar el arte de utilizar a los demás en mi afán por obtener las cosas que deseaba, pero estoy aprendiendo. Ni jamás me pareció necesario hacer lo que se esperaba de mí para impresionar a mi selecto círculo de amigos.
El entrevistador había acabado fuera con el equipo de rodaje y estaba hablando en la calle con el productor. En cualquier momento, éste se acercaría a hablar con ella.
Se preguntó asustada qué aspecto tendría, sintiéndose totalmente angustiada después de encontrarse cara a cara con Seth Mason.
–Si lo que quieres es arrojar sobre mí tus frustraciones y tus decepciones porque las cosas no te han ido del modo en que pensabas –sonrojada e incómodamente sudorosa, inspiró profundamente intentando mantener la calma y el control–, podrías haber elegido un momento más oportuno. ¿O tu intención al presentarte aquí era simplemente la de violentarme?
Él sonrió, y su rostro mostró de pronto una inocencia burlona.
–¿Y por qué querría hacer algo así?
Él sabía por qué, ambos lo sabían. Grace había querido olvidarlo, pero era obvio que él nunca lo había hecho. Y se dio cuenta, desesperada, de que nunca iba a hacerlo.
–Sólo estaba interesado en ver por mí mismo el nuevo negocio de Grace Tyler, aunque veo que no es nuevo del todo. Sé que heredaste esta tienda hace unos años y que has transformado un negocio venido a menos y apenas viable en el templo de las bellas artes que hoy tengo ante mí.
Grace sabía que era una información que podía haber extraído de cualquier revista del corazón, pero seguía sin gustarle la sensación de que él, o cualquier otra persona, supieran tanto sobre ella.
–Una actividad muy diferente a la del mundo de la industria textil –comentó él–. Pero es cierto que prometías... en lo que respecta al arte... –aquel titubeo intencionado indicó exactamente lo que pensaba de los demás rasgos de su carácter– Hace ocho años. Esperemos que tengas más éxito con esto –apuntó con la barbilla– que la que has tenido como directora de Culverwell... o en cualquiera de tus relaciones, en realidad.
Herida en lo más profundo por las obvias referencias a su reciente ruptura y a los problemas de su empresa,
Grace levantó la vista con el rostro desencajado.
¿Acaso había ido allí a regodearse?
–Mi vida sentimental no es asunto tuyo –decidió que el único modo de tratar con Seth era pagándole con la misma moneda, porque estaba claro que un hombre tan resentido como él no iba a perdonarle el modo en que lo había tratado ni aunque se arrodillara en el suelo para pedirle perdón, cosa que no tenía ninguna intención de hacer–. Y en cuanto a mi vida profesional, creo que tampoco es asunto de tu incumbencia.
Él se encogió de hombros despreocupadamente.
–Incumbe a todo el mundo –declaró, ignorando su arranque de ira–. Tu vida sentimental y profesional es del dominio público. Sólo hay que echar un vistazo al periódico para saber que tu empresa va mal.
Los medios se habían cebado con ese tema y la habían acusado a ella y al equipo de dirección de Culverwell de ser los principales causantes del descalabro, cuando todo el que no tuviese una opinión negativa de Grace sabía que la empresa no había sido sino una víctima más de la recesión económica.
–Dudo que un peón de... de la Conchinchina esté en posición de aconsejarme sobre la forma de manejar mis asuntos –no quería decirle aquellas cosas, ni ser tan cáustica en lo referente al modo en que él se ganaba la vida, pero no pudo evitarlo debido a su actitud autoritaria y petulante.
–Tienes razón, no es asunto de mi incumbencia –dedicó una sonrisa encantadora a la pelirroja que esperaba con la directora de la galería a pocos metros, indicándole a Grace que estaban preparados para entrevistarla–. Bueno, como dije antes, espero que tengas mucho éxito.
–Gracias –respondió Grace de forma mordaz, consciente de que el trasfondo de su voz indicaba que los deseos de aquel hombre no eran sinceros. Aun así, forzó una sonrisa y se marchó para reunirse con el entrevistador, deseando que tuviera que hacer de todo menos enfrentarse a una cámara tras pasar por aquel reencuentro inesperadamente duro con Seth Mason.
Fuera, en el aire frío de noviembre, Seth se detuvo y la observó a través del escaparate plagado de cuadros. Grace estaba frente a un periodista famoso por hacer sudar a sus entrevistados, pero esbozaba una sonrisa suave y aparente, y se mostraba tranquila y relajada. Era ella, y no al contrario, la que desconcertaba al entrevistador con sus ojos azules.
Seth pensó que seguía siendo una sílfide, que estaba igual de hermosa. No le costó recorrer con la mirada aquel rostro encantador, realzado por el cabello claro y rizado, y las suaves curvas que se insinuaban bajo el traje tan favorecedor que llevaba. Pero al notar la excitación que le provocaba se dijo que Grace no había cambiado y se advirtió que debía recordar el tipo de mujer que era, capaz de jugar con los sentimientos de un hombre hasta que se cansara de hacerlo. La forma en que lo había dejado y el último pobre desgraciado, su prometido, eran la prueba. Seguía siendo una esnob.
Lo que necesitaba era alguien que le hiciese entender que no podía salirse siempre con la suya, alguien que le exigiera respeto y lo obtuviese. En resumen, lo que necesitaba era alguien que le bajase los humos, y él se iba a conceder la enorme satisfacción de hacerlo.
LA ENTREVISTA había terminado y la fiesta también. Grace exhaló un suspiro de alivio.
La noche había ido muy bien. De hecho, Beth había reservado varios cuadros y vendido una o dos piezas de cerámica. La entrevista también había sido satisfactoria y Grace no había tenido que enfrentarse a ninguna de las incómodas preguntas que temía que le hiciesen. Debía estar contenta y se dijo a sí misma que lo estaba, excepto por el encuentro con Seth Mason.
No quería pensar en ello. Pero conforme ascendía por las escaleras del apartamento que tenía sobre la galería después cerrar el establecimiento, empezaron a fluir recuerdos hacía tiempo enterrados y no pudo evitar que la asediasen por mucho que intentara evitarlo.
Conoció a Seth en una pequeña localidad costera del West Country poco después de cumplir diecinueve años, en el lapso de las pocas semanas que transcurrieron entre el final de sus estudios en el instituto y su ingreso en la universidad.
Había llegado desde Londres para pasar un tiempo con sus abuelos, que eran quienes la habían criado y tenían allí una residencia de verano, una casa moderna en las montañas boscosas que dominaban aquel pequeño centro vacacional.
Aquel día aciago que quedaría para siempre grabado en su memoria, había salido con su abuelo porque éste quiso acercarse al pequeño varadero que había al final del pueblo, ella no recordaba exactamente por qué razón. Pero, mientras Lance Culverwell se internaba en la destartalada oficina, vio a Seth trabajando en el casco de una vieja embarcación. Se había fijado en el modo en que su ancha espalda se movía bajo la basta tela vaquera de su camisa y en cómo las mangas enrolladas dejaban al descubierto unos brazos fuertes y bronceados que se afanaban en remachar el blando metal. De forma inconsciente, se apartaba de la cara el pelo negro e indomable y, mientras trabajaba, unas mechas le caían hacia delante de modo tentador.
Entonces se giró y ella apartó rápidamente la vista, pero no lo suficientemente rápido como para que él no se diera cuenta de que Grace estaba contemplando los marcados ángulos de sus caderas, enfundadas en un pantalón vaquero.
Él no dijo nada. Ni siquiera respondió a su presencia con una sonrisa. Pero hubo algo tan perturbador en aquellos ojos grises cuando ella volvió a mirar hacia donde él estaba, que se sintió inundada de sensaciones que jamás había experimentando antes al ser contemplada por otros hombres. Era como si pudiese ver a través del top rojo y los pantalones blancos el fino encaje que sujetaba sus pechos, de pronto extremadamente sensibles, y su pequeño tanga, el triángulo de satén que había empezado a humedecerse por algo más que el calor del día.
Una leve sonrisa asomó a la comisura de sus labios y ella decidió al instante que tenía una boca atractiva, tanto como sus ojos y su arrogante mandíbula. Ella no reconoció su presencia, aunque empezó a preguntarse si debía hacerlo, pero entonces Lance Culverwell salió de la oficina con el dueño del varadero y fue a ellos a quienes sonrió.
No miró hacia atrás mientras se dirigían al largo Mercedes descapotable, cuyo brillo plateado sobre la grava anunciaba la posición de su familia comparada con los vehículos más viejos y modestos allí aparcados. Pero, de forma instintiva, ella supo que él la miraba conforme se marchaba, siguiendo con los ojos el pelo que le caía por la espalda como una cascada dorada y el balanceo no del todo involuntario de sus caderas mientras rogaba durante todo el trayecto hacia el coche que las sandalias de tacón no le hicieran dar un traspié. Incluso pidió a Culverwell que le dejara conducir y salió de aquel viejo y gastado varadero con la cabeza alta y el pelo flotando en la brisa, con una risa un poco forzada ante un comentario de su abuelo, queriendo hacerse notar, queriendo que él se fijase y la deseara.
Por supuesto, él no era bueno para ella. Al fin y al cabo, no era más que un peón, en absoluto el tipo de profesión propia de los chicos con los que solía salir. Pero algo había pasado entre ella y aquel monumento con el que había intercambiado miradas aquel día, algo que desafiaba las diferencias culturales y económicas entre ambos y los límites de clase y estatus social. Era algo primigenio y totalmente animal que le hizo volver del pueblo enfervorizada por la excitación, imaginando que Lance Culverwell quedaría horrorizado si supiese lo que estaba pensando, lo que estaba sintiendo: un irresistible deseo de volver a ver a aquel dechado de masculinidad que le había hecho sentirse tan consciente de sí misma, y cuanto antes.
Y no tuvo que esperar demasiado. Fue a la semana siguiente, después de hacer unas compras en el pueblo.
Cargada con las compras para una fiesta que celebraban sus abuelos, empezaba a ascender por la colina deseando no haber decidido bajar caminando aquella mañana en lugar de hacerlo en coche, cuando una de las bolsas resbaló de sus manos justo cuando cruzaba la calle.
Al intentar recuperarla, otra bolsa cayó al suelo y a ella se le cortó la respiración al ver que de pronto una motocicleta se detenía frente a ella y un pie enfundado en una bota negra apartaba suavemente la primera bolsa errante a un lado de la calzada.
–Hola otra vez –la atractiva curvatura de la boca de aquel personaje vestido de cuero era inconfundible: Seth Mason. Se acordó de cómo su abuelo pronunció su nombre de modo informal cuando volvían a casa la semana anterior y lo había guardado como un secreto culpable. Cuando él le habló, el corazón se le cayó a los pies y luego empezó a latir de forma descontrolada.
–Intentas abarcar más de lo que puedes –parecía divertirle encontrarla en ese apuro, pero ella se enamoró de su voz profunda y cálida justo allí, en aquella carretera rural, mientras él se agachaba para agarrar la bolsa que aún no había recuperado y la restituía a sus brazos temblorosos–. Parece que necesitas que te lleven.
Su instinto de supervivencia le gritó que no aceptara la propuesta, que escuchara la sabia vocecilla que le advertía que relacionarse con aquel hombre sería abarcar más de lo que podía. Pero todo en él le parecía excitante, desde sus rasgos oscuros y enigmáticos a su cuerpo fuerte y esbelto, así como el sonido del motor de la motocicleta entre aquellas poderosas piernas enfundadas en cuero.
–Me llamo Seth Mason... por si te lo estabas preguntando –dijo con sequedad una vez hubo ella colocado las bolsas en las alforjas y subido a la moto.
–Lo sé –dijo ella, bajándose la minifalda, que se le había subido y mostraba más muslo del que ella deseaba que él viese.
–¿No me vas a decir tu nombre? ¿O crees que debería saberlo?
A Grace aquello le hizo gracia.
–¿No lo sabes? –preguntó descaradamente.
A juzgar por la mirada que él le lanzó por encima del hombro, no estaba especialmente impresionado.
–Me llamo Grace –dijo ella rápidamente al ver su mirada desafiante.
–Toma –le puso un casco en la mano–. Póntelo.
–¿Tengo que hacerlo?
–Si quieres ir conmigo, sí.
Le estaba diciendo que era el responsable de su seguridad. La idea de verse protegida por él provocó en Grace un pequeño escalofrío. Con voz un poco nerviosa, le dijo:
–Es la primera vez que me subo a una moto.
–Entonces, agárrate fuerte a mí.
Incluso en aquel momento, camino del apartamento sobre la galería, Grace todavía recordaba la emoción que le produjo rodear con sus brazos aquel cuerpo fuerte y viril, posar la mejilla en el cálido cuero que cubría su espalda mientras la motocicleta vibraba bajo ellos como si fuese un ser vivo.
–¡Inclínate conmigo! –le gritó por encima del ruido del motor–. No tires de mí hacia el lado contrario.
«¡Ni en un millón de años!» suspiró la joven Grace en su fuero interno, totalmente cautivada, aunque se guar dó sus sentimientos durante un trayecto a casa inusitadamente largo.
–Hemos venido por el camino más largo –dijo ella intentado reprenderle mientras se bajaba de la moto. Las piernas le temblaban por más razones que la de la vibración del motor o la velocidad con la que él había conducido por aquella carretera estrecha.
Algo tiró hacia arriba de los extremos de su boca.
–Bueno, dicen que una chica siempre recuerda su primera vez.
A ella le ardían las mejillas cuando se quitó el casco y se lo devolvió.
–Yo lo haré. Ha sido francamente inolvidable. Gracias –pero la voz le tembló ante las imágenes que le provocó su comentario acerca de la primera vez de una chica. Se preguntó qué diría si supiera que para ella no había habido una primera vez en el más básico de los respectos. Que todavía era virgen. ¿Dejaría de interesarse por ella? Porque estaba segura de que él estaba interesado. ¿O la consideraría un reto, como muchos de los hombres con los que había salido, para luego echarse atrás al ver que no era una chica fácil?
Él estaba observando las impresionantes puertas de seguridad y la enorme casa con su acceso en curva situada justo detrás de ellos, pero cuando ella se dispuso a sacar las bolsas, le dijo:
–¿Quieres que te ayude a meterlas en casa?
Activando la apertura de las puertas, ella se echó a reír:
–Creo que no hace falta, ¿no te parece? –dijo, pero entonces, empujada por algo que escapaba a su carácter normalmente reservado, se sorprendió al oírse añadir de forma desafiante–: ¿O crees que sí?
Había estado jugando con él y, al recordarlo, en retrospectiva y con el beneficio de la madurez, lo sabía. Pero lo deseaba muchísimo, incluso sabiendo que una relación con un hombre como Seth Mason era algo absolutamente prohibido. Se avergonzó al pensar en cómo se había comportado entonces. Aun así, no pudo evitar que los recuerdos se extendieran hasta el último rincón de su cerebro, por mucho que ella quisiera contenerlos.
–¿Qué es lo que quieres de mí exactamente, Grace?
Recordó aquellas palabras como si se las hubiesen dicho el día antes. Con el casco quitado, él se había acercado a la parte trasera de la moto y le había ayudado a retirar la última de las bolsas.
–¿Quién dice que quiero algo de ti?
Él la miró fijamente, y sus ojos grises la inquietaron de tal modo que ella fue la primera en romper el contacto visual.
–Sabes dónde encontrarme –dijo él, recalcando las palabras al tiempo que se giraba con indiferencia y la dejaba recorrer sola y apesadumbrada el camino hasta la casa.
El arranque de la moto fue una explosión de sonido que la hizo girarse, y se encontró únicamente con la espalda de una figura arrogante que se alejaba a toda velocidad, como un ángel vengador. El rugido del motor selló con su personalidad cada ladrillo y balcón de aquel prestigioso vecindario, y allí permaneció mucho después de que él se hubiese marchado.
Ella no volvió a ir al varadero. No podía ser tan descarada como para dejarle pensar que iba detrás de él, incluso aunque para ella era una tortura no poder inventar una excusa para sus abuelos y bajar al pueblo a verle.
De hecho, el siguiente encuentro fue totalmente casual. Estaba pasando un par de días de visita con sus abuelos en casa de unos amigos y, en un paseo que hizo sola para explorar las calas escondidas que había en la costa, subió por unas rocas y descendió hasta una cala desierta alejada del pueblo. Desierta, excepto por Seth Mason.
Al otro extremo de la playa, con camiseta y unos vaqueros recortados, estaba agachado dándole la espalda, trasteando la vela izada de un pequeño velero.
La primera reacción de Grace fue la de girarse y volver rápida silenciosamente por donde había venido, pero resbaló, y el sonido de sus sandalias en la grava al intentar mantener el equilibrio acabó por descubrirla.
Él se giró y se puso en pie mientras ella se quedaba allí inmóvil, contemplando la musculatura de su torso bajo la tela tirante de la camiseta y la fuerza de sus brazos cubiertos de vello.
–¿Piensas acercarte? –le dijo, como si no le sorprendiese encontrarla allí, como si le hubiese estado esperando–. ¿O eres sólo una visón para atraer a los marineros incautos al fondo del mar?
Entonces ella se echó a reír, y se aproximó a él, sintiéndose más cómoda.
–¿Como Lorelei?
–Sí, como Lorelei –él la miraba acercarse con estudiada apreciación–. ¿Te han enviado para provocar mi perdición?
Ella volvió a reír, pero con mayor timidez en esta ocasión, porque la mirada de él se movía de forma desconcertante por la piel dorada de sus hombros, que asomaban por un top rojo sin tirantes, y bajaba hasta las piernas desnudas debido a lo que ella de pronto consideró unos pantalones blancos demasiado cortos.
–¿Por qué dices eso?
–¿No cantaba una canción tan dulce que podía hacer que los hombres perdieran el rumbo?
Ella se preguntó si le estaba aplicando aquella historia y tuvo otro pequeño escalofrío al adivinar que seguramente era así.
–¿Y tú lo tienes, Seth Mason?
Él se volvió a girar hacia el velero enganchado en su remolque y empezó a izar la vela, comprobando algo de la jarcia. Protegiéndose los ojos del sol con una mano, Grace contempló cómo la brisa empujaba aquel pequeño triángulo naranja.
–¿Que si tengo qué?
–Un rumbo.
–¿Por qué –preguntó de pronto, girándose hacia ella– todo lo que dices suena a desafío? Ella recordaba haberse sentido extrañada ante aquella observación.
–¿Suena así?
–¿Y por qué respondes a cada pregunta con otra pregunta? –¿Eso hago? –exclamó, y entonces se dio cuenta de lo que había dicho y se echó a reír.
Él se rió con ella, lo que tornó por completo su personalidad, haciéndola pasar de enigmática y perturbadora a otra de un encanto abrumador.
Atrapada en la trampa de su masculinidad, ella sólo pudo levantar la vista hacia sus facciones duras y bronceadas; a la alegría que había en aquellos ojos perspicaces y exigentes; a aquellos dientes blancos y a aquella boca grande y atractiva. Se preguntó cómo sería sentirla cubriendo, presionando y saqueando la suya.
–¿Haces algo aparte de entretenerte con los barcos? –la voz se le quebró mientras hacía la pregunta. En aquel estado de excitación se preguntó si él habría adivinado lo que estaba sintiendo y le dio vergüenza pensar que se podía tomar la pregunta como otra especie de insinuación, porque en lo que a él respectaba, ella parecía estar fuera de control.
–Así es –su tono volvió a ser cortante y poco comunicativo, como si la estuviese desafiando a criticar lo que hacía, la persona que era.
Ella rodeó el velero hasta situarse del otro lado.
–¿Es tuyo?
Su rostro se llenó de satisfacción.
–No es gran cosa –deslizó cariñosamente la mano por el contorno de la embarcación, una mano larga y bronceada que hizo que Grace se preguntara cómo acariciaría el cuerpo de una mujer–. Pero siempre cumple sus promesas.
–¿Y qué promete? –inquirió ella, preguntándose al instante por qué lo había hecho.
Él paseó sus ojos grandes de largas pestañas por el cuerpo medio desnudo de ella, y una curva sensual asomó a su boca mientras susurraba en todo profundo y acariciante:
–Puro placer.
¡Y no se estaba refiriendo únicamente a la navegación en su barco! Había una tensión sexual entre ambos que estaba pidiendo a gritos ser liberada. No era una tensión reconocida, pero sí tan tangible como la grava bajo los pies de ella y el sol que recorría su rostro y sus hombros desnudos.
Para romper con el peligroso hechizo que amenazaba con llevarla a una situación que no sabía cómo manejar, buscó desesperadamente algo que decir. Recordó su alusión a la ninfa marina y, decidiendo que había muchas cosas que no sabía de él, se encontró balbuceando sin pensar:
–¿Dónde estudiaste a los escritores románticos?
–No los estudié –empezó a empujar la embarcación hacia la orilla–. No todo el mundo tiene la suerte de poder ir a la universidad –ella se preguntó si aquello no sería una indirecta a la posición y el dinero de su familia, pero lo dejó correr–. Tengo que mantener a mi madre, que es viuda –o más bien madrastra, que es lo que resultó ser finalmente– y a mis hermanastros –el barco ya estaba en el agua, liberado del soporte y balanceándose con las olas–. Aprendo algunas cosas.
Grace pensó que no se le escapaba nada, cuando Seth dijo, quitando hierro al asunto:
–Bien, está lista. ¿Te gusta el agua? ¿O será otra primera vez si te llevo a dar una vuelta por la bahía?
–¿Me estás pidiendo que vaya contigo? –su corazón empezó a latir aceleradamente.
–¿Es eso un sí?
Ella asintió emocionada porque Seth le había pedido que no dijese nada más. Pero en cuanto él saltó a la embarcación, ella se quitó las sandalias y empezó a parlotear.
–Tienes razón, es mi primera vez. Nunca me había subido a un velero –dijo atropelladamente, muy consciente de la mano cálida y callosa que él le había tendido y sin poder evitar esbozar una sonrisa provocativa al subir–. Mis padres tienen un yate.
De pronto se encontró con que tiraba de ella con tal fuerza para colocarla a su lado que el barco se balanceó peligrosamente y tuvo que agarrarse de su camiseta para mantener el equilibrio.
–¿Por qué será que no me sorprende? –dijo él con intención.
Atrapada por un instante entre sus brazos, consciente de las curvas de su pecho y los latidos de su corazón, creyó que iba a besarle al ver que inclinaba la cabeza. Pero, en lugar de eso, le dijo:
–Agarra el timón mientras izo la vela –y entonces se apartó de ella, dejándola inexplicablemente decepcionada.
Fue una tarde inolvidable. Navegaron hasta que el sol comenzó a descender sobre el mar mientras hablaban de todo y de nada a la vez. Ella supo un poco más de su vida: que él nunca había conocido a su padre, que su madre lo había dado en adopción cuando tenía tres años y que había pasado por varios orfanatos y casas de acogida. Seth le contó con un inusitado grado de orgullo que llevaba con la familia con la que vivía entonces desde que tenía quince años y que con el tiempo se habían convertido en responsabilidad suya, tal y como él lo había sido de ellos al principio.
Le recordó lo que ella le había preguntado sobre si tenía un rumbo, y le dijo que le interesaba la arquitectura y que tenía intención de construir una casa nueva para su madre adoptiva. Junto a un puerto deportivo, con vistas a los barcos.
–¡Todos tuyos, por supuesto! –le dijo ella echándose a reír.
Pero él no compartió su risa, perdido como estaba en su fantasía personal.
–¿Y qué me dices de ti? ¿Tienes sueños, Grace? –preguntó en un tono un tanto brusco, como si no le gustase demasiado que ella se riera de sus sueños–. ¿O tienes tantas cosas que ya no hay nada por lo que te merezca la pena luchar?
–No. ¡Por supuesto que no! –respondió indignada–. Me gustaría tener cierta estabilidad. Casarme.
–¿Eso es todo?
–No, también está la empresa. Mi destino es seguir un día los pasos de mi abuelo.
–Ah, claro, la empresa. ¿Así de planeado? ¿Sin desviaciones de ese rumbo marcado, sin sorpresas, sin sueños propios?
–Los sueños son para las personas que ansían cosas que están fuera de su alcance –dijo ella, con cierto resentimiento–. Vivimos en mundos diferentes. En el mío, el futuro viene marcado, y es así como me gusta que sea.
–Haz lo que quieras –dijo él con desdén, concentrándose en asegurar una amarra, y Grace se alegró de que dejaran el tema.
Poco después, mientras él se relajaba un momento al sol, ella sacó un pequeño cuaderno de dibujo de la bolsa de playa que traía y dibujó un cormorán posado en una roca que secaba sus alas desplegadas al calor del sol de la tarde.
–Eres buena. Muy buena –la elogió Seth por encima del hombro, a lo cual ella respondió tapando el dibujo, encantada con su cumplido.
–Tienes demasiado talento como para avergonzarte. Déjame verlo –insistió él. Pero al intentar agarrar el cuaderno, le rozó sin querer un pecho, prendiendo la chispa del barril de pólvora que estaba a punto de estallar.
–¿Te apetece un baño? –de pronto, su voz sonó llena de deseo, y con sus ojos grises le transmitió un mensaje tan sensual como los sentimientos que rugían en el interior de Grace.
–Yo... no he traído bañador –respondió ella, mientras la excitación se enroscaba en su estómago.
–Ni yo.
Ella apartó la mirada, nerviosa, mientras soltaba el cuaderno de dibujo.
–Muy bien. Pero date la vuelta.
Él se echó a reír, pero hizo lo que se le pedía mientras ella se quitaba los pantalones y se desprendía del top.
Sin mirarle, salió ágilmente del barco y se zambulló en el mar con un grito ahogado por la inesperada temperatura del agua.
Seth surcó el aire desde algún punto del velero, y ella oyó de pronto la zambullida de su cuerpo, que agitó la superficie del agua justo a sus espaldas.
Habían amarrado cerca de una pequeña cala en forma de media luna rodeada de acantilados que la hacían accesible únicamente por barco.
Grace fue la primera en salir del agua y se quedó en la arena mojada ataviada tan sólo con un tanga color carne. Se preguntó por qué se sentía tan libre, tan desinhibida. Lo que no había calculado era el impacto que iba a provocarle la masculinidad de Seth al verlo emerger del agua con el pelo pegado a la cabeza, gotas de agua deslizándose por su pecho cubierto de vello y sus fuertes brazos. Era como un dios del mar, bronceado de pies a cabeza y a todas luces poderoso en su esplendorosa desnudez.
Ninguno de los hombres que Grace conocía se habría atrevido a pasear desnudo de aquella forma, así que todo lo que ella pudo hacer fue quedarse inmóvil y disfrutar con la mirada del festín de la perfección de su cuerpo.
Grace debía haber cruzado los brazos para cubrir su desnudez o girarse, pero ni siquiera se le pasó por la cabeza: de todas formas, ni aun queriendo podría haber apartado la vista de Seth.
En lugar de eso, alzó los brazos, los deslizó bajo la manta húmeda de sus cabellos para levantarlos y dejó caer hacia atrás la cabeza, deleitándose con orgullo en el esplendor de su feminidad. Ella sabía cómo la vería él allí tumbada, ya que su cuerpo era totalmente lo contrario del de Seth. Tenía las piernas largas y doradas, el vientre plano entre la curvatura de sus caderas y los pechos altos y generosos, con los pezones marcados y tensos de la excitación por todo aquello a lo que estaba incitando.
Él se le acercó y ella alzó la cabeza, mirándolo con sus ojos azules y las pestañas húmedas, llena de deseo, un deseo como nunca había sentido antes. Él no pronunció ni una palabra y Grace emitió un grito ahogado ante la húmeda calidez del brazo que de pronto la rodeó, atrayéndola hacia él. La sensación del vello mojado de su pecho sobre sus pezones hinchados fue una delicia. Él sufría una erección y ella sintió la fuerza de su hombría sobre el abdomen.
Exhalaba un cálido aliento sobre su rostro, y con la otra mano le sujetó la cara primero con ternura, y luego con exigencia al situarse en su nuca, alzándole la boca para que aceptara la invasión ardiente de la de él.
La acariciaba de forma posesiva y con tal maestría que ella enloqueció en sus brazos. Un ascenso de placer incontrolable se apoderó de ella cuando él se deslizó por su cuerpo para introducir en su boca primero uno de sus pechos palpitantes y luego el otro.
No hicieron falta palabras. Ella no le conocía apenas, pero no necesitaba saber nada más de él. Desde el momento en que sus miradas se encontraron en el varadero, ella supo de forma instintiva que estaba destinado a ser el amo de su cuerpo.
Y cuando él le quitó el tanga mojado, la tumbó en la arena y se colocó sobre su cuerpo, supo que cada mirada, cada palabra y cada frase medida que habían intercambiado desde que se conocieron no habían sido más que un preludio a aquel momento, el momento en que él se abrió camino a través de la última frontera y el tabú que los separaba para reclamar el regalo de una virginidad cuya pérdida fue inusitadamente indolora para ella.
Mientras entraba en la cocina para prepararse un tentempié, Grace pensó que todo aquello había sido culpa suya y se reprochó, como había hecho muchas veces a lo largo de los años, el haberle provocado.
Su bajo vientre se tensó casi de forma dolorosa al recordar la ternura con que Seth la había tratado entonces, siendo tan joven, lo que le llevó a preguntarse cómo sería ahora de experimentado. Y entonces se dio cuenta de lo que estaba haciendo.
¿Acaso le importaba? Seguramente estaba casado. E incluso así, ¿qué tenía ya que ver con ella después de tantos años?
Lo que había sentido por Seth Mason había sido una locura, algo totalmente irracional, el enamoramiento de una adolescente por alguien que sencillamente le excitaba porque sabía que su familia no lo aprobaría. Una fruta prohibida, ¿no era así como lo llamaban?
Sin embargo, a pesar de todo, ella quedó con él la tarde siguiente en la playa donde tenía el barco, ya que para entonces sus abuelos habrían regresado y había prohibido estrictamente a Seth que fuese a recogerla a su casa.
Pero había olvidado la cena que debía atender con sus abuelos esa misma noche, cena que no pudo eludir, y no tenía forma de contactar con Seth sin que nadie se enterase. Olvidó pedirle su número de móvil y no fue capaz de llamar al varadero porque sabía que su dueño, el jefe de Seth, era un viejo amigo de su abuelo. Así que faltó a la cita sin decir una sola palabra, sin un mensaje de lamentación, sin una disculpa. Al día siguiente volvió a verlo en el pueblo cuando bajó con su abuelo y con Fiona, la hija de un vecino.
Tras dejar a su abuelo atrás mientras compraba la prensa, Grace caminaba por la calle principal con Fiona cuando de pronto vio a Seth salir de una tienda.
Seth también la vio, y empezó a recorrer los pocos metros que los separaban, pero luego se detuvo y esperó a que ella tomase la iniciativa. Grace leyó la pregunta que le ardía en los ojos: «¿Dónde estabas anoche?». Cualquiera con un mínimo de vista se habría percatado de su deseo por ella, deseo que no se esforzaba en ocultar.
Dentro de ella ardió una llama al recordar la pasión que habían compartido, las manos de él en su cuerpo y el poderoso empuje de su virilidad mientras la conducía a un orgasmo alucinante. Pero al mismo tiempo sintió pánico, vergüenza y miedo de que alguien descubriese que había estado con él y se lo contara a su abuelo. Fiona Petherington era una cotilla terrible, aparte de la mayor de las esnobs.
–¡Fíjate en cómo te mira ese chico! –le indicó mordazmente–. ¿Quién es? ¿Le conoces?
–Oh, él –recordó Grace haberle respondido, de la forma más fría que pudo–. Un barquero que me ha estado pretendiendo. Bastante atractivo, si no tienes inconveniente en visitar los barrios bajos.
Entonces lo dejó con el saludo en la boca y pasó de largo. Y mientras pasaba vio en su mirada que había escuchado todo lo que había dicho.
El recuerdo de su comportamiento de aquel día todavía le avergonzaba. Pero había pagado por ello al cabo de tan sólo diez minutos. Tras dejar a su acompañante hablando con otros vecinos con quienes se habían tropezado en la puerta de la farmacia, ella cruzó la acera para dirigirse al banco. No sabía si Seth la había seguido o no, pero al salir del edificio él subía la escalera a grandes zancadas.
Todavía podía sentir el enojo con que sus dedos le rodearon la muñeca al llegar a su altura. Aún veía la repulsa en aquellos ojos airados.
–¿Estabas visitando los barrios bajos? ¿Es lo que pensabas que hacías conmigo sobre la arena? –su tono era exigente, pero lo suficientemente bajo como para que nadie pudiese escuchar lo que decía.
–Te crees importante y poderosa, ¿verdad? –le espetó él mientras ella intentaba liberarse sin responderle al ver que Lance Culverwell subía las escaleras a su encuentro–. Muy bien, adelante, disfruta de tus cinco minutos de diversión. ¡Pero que sepas que todo lo que hicimos en aquella playa sucedió única y exclusivamente porque sabía que podía permitírmelo!
Aquellas palabras todavía le hacían daño, aunque entonces supiese que las merecía. Hacer el amor con él había sido tan increíble para ella que, estúpidamente, incluso después de la forma vergonzosa en que lo había tratado, quería creer que para él también había sido increíble.
Pero Lance Culverwell sospechó lo que había pasado. La interrogó sin descanso y riñó con ella de camino a casa. A la mañana siguiente, la enviaron de vuelta a Londres con su abuela y nunca volvió a ver a Seth. Hasta esa noche.
Empujando el plato de galletas saladas y queso que de pronto dejó de apetecerle, intentó decirse que no pensara en Seth Mason, que se olvidase de él. No lo había visto en ocho años, hasta la inauguración, y no existían razones para que se volvieran a encontrar.
Sí, se portó de forma abominable, pero eso fue antes de aprender que el placer, por muy breve que sea, se acaba pagando. Porque seis semanas después de aquella pasión desinhibida en la playa descubrió que estaba embarazada. Iba a tener un hijo de Seth. Seth Mason, que según su opinión y la de su familia, no era lo suficientemente bueno ni siquiera para ser visto en su compañía, iba a ser el padre de su hijo.
QUÉ TIENE que decirnos de la compra repentina de las acciones de Culverwell, señorita Tyler? –alguien le puso un micrófono delante y las cámaras dispararon sus flashes en un intento por inmortalizar a estilizada rubia que se dirigía hacia la puerta giratoria.
–Sin comentarios –acababa de llegar de Nueva York y no podía hablar con la prensa, no mientras estuviese cansada, con jet lag y preguntándose qué había pasado en su ausencia. Decidió que haría unas declaraciones luego, después de hablar con Corinne. Pero la viuda de su abuelo no había contestado a sus llamadas, ni a casa ni al móvil. Grace sabía que, si en Culverwell había pasado algo, era porque Corinne estaba detrás.
–¿Seguro que no quiere hacer ninguna declaración? ¿Habrá cambios en la dirección... despidos...?
–He dicho que sin comentarios.
–¿Pero no pensará que...?
La insistencia de aquellas preguntas quedó felizmente interrumpida por la puerta giratoria. Grace se encontraba dentro de un moderno edificio climatizado: la sede principal de la empresa que aún llevaba el nombre de su abuelo aún siendo propiedad de varios accionistas.
Lance Culverwell la contemplaba desde el enorme retrato que había en la zona de recepción y, tomándose un momento para tranquilizarse, Grace le devolvió la mirada con los ojos plagados de lágrimas de rabia y frustración.
«¡Oh, abuelo! ¿Qué has hecho?»
A todos les había afectado mucho su fallecimiento el año anterior, tras el cual se supo que dejaba todas sus posesiones, incluidas sus acciones de la empresa, a la que llevaba siendo su esposa desde hacía dos años. Y no es que Grace envidiase a Corinne: al fin y al cabo, ella había sido la esposa de Lance Culverwell. Pero su abuelo se había enamorado de tal modo de aquella exmodelo que seguramente jamás se le pasó por la cabeza lo que estaba sucediendo en aquel momento.
«Un ataque repentino», había llamado el periodista a la adquisición de las acciones por parte de una empresa tiburón, y en la mente de Grace había aparecido una escena de enmascarados a caballo y armados con rifles que intentaban saquear la empresa.
–¡Grace! Te he llamado mil veces... –la figura corpulenta de Casey Strong, el director de marketing, avanzó hacia ella antes de que pudiese salir del ascensor. Casey era un hombre de pelo gris que estaba a punto de jubilarse. Venía sofocado y sin resuello–. Tenías el teléfono apagado.
–¡Estaba en el avión! –venía directamente del aeropuerto después de pasar la mayor parte de su estancia en Nueva York intentando convencer a uno de los mejores clientes de Culverwell para que no dejara de confiar en ellos. Era un trabajo de relaciones públicas que aún no había producido los resultados que ella esperaba, dado que la dirección de la empresa se estaba tomando su tiempo para adoptar planes de futuro.
–¡Grace! ¡Por fin has llegado! –era Simone Phillips, su asistente personal, que conocía tan bien como los demás los problemas a los que se enfrentaba Culverwell. Aquella señora de mediana edad era la que había conseguido contactar con ella para informarle de la adquisición.
–Es Corinne. ¡Ha vendido su parte! –dijo, confirmando las peores sospechas de Grace–. Y Paul Harringdale, tu ex, también –a Paul se le había concedido una participación importante en la compañía con el fin de que Grace y él igualaran a Corinne en cuanto a número de acciones. Seguramente, Lance Culverwell pensó que la empresa quedaría así en manos seguras y su nieta con el porvenir asegurado, pero lo que no imaginó fue que ésta rompería su compromiso.
–Tenemos un nuevo presidente y ya ha hablado de una remodelación en la dirección para que él pueda escoger su propio equipo y tenerlo listo para... ¡ayer! –le dijo a Grace en tono dramático–. Lo único bueno es que es muy guapo y está soltero, pero eso también significa que seguramente es un tipo implacable que acabará por despedirnos a todos a las primeras de cambio.
–¡Por encima de mi cadáver! –dijo Grace levantando la voz mientras empujaba la puerta de la sala de juntas. Allí se encontró con un montón de caras nuevas que se habían girado en su dirección.
–Si ése es tu deseo... –desde el final de la mesa le llegó una voz profunda que le resultó tremendamente familiar–. Pero mi método consiste en hacer este tipo de cosas sin mancharme las manos de sangre.
Cuando aquel hombre alto, ataviado con un traje oscuro y una camisa inmaculada, se levantó, Grace se quedó con la boca abierta.
¡Seth Mason!
–Hola otra vez, Grace –su tono reposado sólo ayudó a acrecentar el torbellino de confusión en que se encontraba la mente de Grace.
Era Seth Mason. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía haber pasado de ser un mecánico de barcos, o lo que quiera que fuese, a convertirse en un magnate internacional? Porque cuando Simone habló con ella por teléfono antes de subir al avión llamó así al hombre que había adquirido las acciones de la empresa. Y no había duda de que Seth era el nuevo presidente.
–¿Puedo hablar contigo? –Grace no podía creerse lo chillona que le había sonado la voz.
–Adelante.
«En privado», pidió ella con la mirada.
El nuevo presidente se dirigió a los demás miembros del equipo.
–¿Nos disculpan? –el tono dominante en la voz de Seth Mason no dio lugar a equívoco. Las patas de las sillas chirriaron sobre el suelo cuando todos obedecieron la orden.
–¿Querías decirme algo? –le instó él cuando la puerta se hubo cerrado tras el último hombre para dejarla sola con Seth en el lugar donde se adoptaban las decisiones importantes.
Sí, tenía mucho que decirle. Pero no esperaba que su atractivo sexual la perturbara de tal modo una vez no hubo nadie alrededor. Ante sus ojos aparecieron imágenes de hacía ocho años: el roce del cuero caliente que cubría su espalda cuando la llevaba en la motocicleta, la calidez de su aliento sobre el cuello mientras con mano firme le agarraba el pecho, sensible a sus caricias...
–¿Por qué no me lo dijiste? –le retó ella enfadada, soltando la chaqueta y la bolsa sobre la mesa e intentando que su masculinidad no le afectase–. ¡Debías saberlo hace dos semanas, la noche en que apareciste en la galería! ¿Por qué dijiste nada entonces?
–¿Y estropear la sorpresa?
Claro. Ésa era la cuestión en operaciones como aquélla, para que la compañía que se iba adquirir no tuviese tiempo de organizar una defensa.
–Me hiciste creer... –que todavía trabajaba en aquel varadero. Que era... No podía pensar con la claridad suficiente como para recordar exactamente sus palabras–. Dejaste que creyera...
–Yo no hice tal cosa –negó él con frialdad–. Sacaste tus propias conclusiones con esa cabecita perspicaz que tienes –rodeó la mesa con una sonrisa forzada–. ¿Cómo es ese dicho...? ¿«Déjalos hacer lo que quieran y se cavarán su propia fosa»?
Grace se atusó el pelo con las manos. Debía de estar hecho un desastre. Ella estaba hecha un desastre, parada allí como una golfilla en su propia sala de juntas. El aseo rápido al que se había sometido en el estrecho baño del avión no servía de nada frente a la impecable imagen que él presentaba.
–Parece que has hecho grandes progresos, ¿no?
–No los suficientes. Ni mucho menos –exudaba hostilidad por todos los poros.
–¿Qué quieres decir?
–Quiero decir que llevo mucho tiempo esperando este momento y pretendo saborear cada minuto de satisfacción.
Ella se humedeció los labios inconscientemente.
–¿Por eso te has hecho con la empresa? ¿Por venganza?
–Yo diría más bien que he sabido aprovechar una oportunidad.
–¿Cómo? ¿Comprando con afán de venganza acciones suficientes como para robarme la empresa de mi abuelo delante de las narices?
–¿Con afán de venganza? Puede ser. Pero no la he robado, Grace, sino comprado. Y de forma bastante legal. Y no precisamente delante de tus narices. Creo que te has estado divirtiendo en Nueva York toda la semana, así que puedes esperar que un hombre de mi posición rescate el botín cuando te marchas a comprar ropa de diseño, o lo que quiera que una mujer como tú vaya a hacer en la Gran Manzana cuando su barco se está hundiendo.
–No he abandonado mi barco. Y Culverwell no se está hundiendo –«¡ojalá no fuera así!», pensó con desesperación. «¡Y no estaba de compras!», quiso responderle. Pero decidió que no merecía la pena ni el tiempo ni el esfuerzo, como tampoco hubiese merecido la pena decirle que, de haber tenido algo de tiempo libre en Nueva York, hubiera sido el primer descanso que se habría tomado en los últimos ocho meses–. Muy bien. Estamos atravesando un bache. Pero habríamos acabado por superarlo. Estamos sobreviviendo.
–Es una pena que tus accionistas no piensen igual. Está claro que tu actitud de esconder la cabeza es lo que ha llevado a Culverwell a esta situación. ¿O es que has estado tan ocupada con tus amigos ricos y tu lujosa galería que no quisiste reconocer el desastre cuando éste era inminente?
Sobre la mesa había un vaso de agua y ella no se dio cuenta de que lo estaba agarrando. Tuvo que reprimirse las ganas de levantarlo y vaciar su contenido sobre aquel rostro petulante e increíblemente atractivo.
–Ni se te ocurra –le advirtió él con suavidad.
–Nunca escondí la cabeza. ¡Ninguno de nosotros lo ha hecho! Las ventas han caído por la recesión. Lo que pasa es que sigues sin soportar que yo naciese para todo esto mientras tú... tú...
–¿Qué? ¿Que no era lo suficientemente bueno como para llegar a ponerme a tu altura?
–Yo no he dicho eso.
–No hace falta que lo hagas.
¡No, había dejado clara su opinión sobre él con aquellos comentarios desdeñosos que no pretendía que oyera antes de limitarse a ignorarle en la calle!
En ese momento, Grace no podía permitirse pensar en aquello. De hecho, sólo podía evitar el sentimiento de vergüenza contraatacando.
–¿Entonces, piensas que mi equipo y yo vamos a quedarnos de brazos cruzados mientras te sientas en esa mesa a mangonear y a tratarnos con prepotencia?
–La verdad es que no me importa lo que hagas, Grace –le aseguró él–. Y quizá deba recordarte que hubo un tiempo, por muy breve que éste fuera, en que mis órdenes no eran algo que te disgustase.
Una oleada de calor recorrió las venas de Grace, ruborizándola. De forma espontánea, esas imágenes volvieron a aparecer y ella lo vio como había estado en la playa, con los dedos manchados de grasa por su trabajo en el velero. Percibió el aroma de la brisa del mar y sintió la caricia cálida del sol sobre su piel y la excitación que le provocó aquel cuerpo que hundía el suyo sobre la arena.
–Aquello fue un error –dijo ella con voz entrecortada.
–Tienes toda la razón. Por ambas partes. Pero dicen que de los errores se aprende.
–¿A qué te refieres? –él se encontraba tan cerca de ella que Grace apenas podía respirar.
–A que me enseñaste muchas cosas, Grace. Debería quedarte eternamente agradecido.
–¿Por qué?
–Por enseñarme a tratar a las mujeres como tú.
–No me intimidas, Seth, si es eso lo que pretendes. Y, para acallar ese ego machista, te diré que ya lo hiciste bastante bien hace ocho años.