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La ejecutiva de publicidad Mel Sheraton tenía su vida controlada y le gustaba que así fuera. Hasta que un viaje a Italia la hizo enfrentarse a su pasado... personificado en el hombre con el que había mantenido una aventura de una noche, el guapísimo millonario Vann Capella. Arrastrada por el calor de la pasión italiana, Mel se dio cuenta de que toda su vida se desmoronaba. Si pasaba más tiempo con Vann, corría el riesgo de que descubriera su secreto. Pero ella también había descubierto algo: no podía vivir sin él.
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Seitenzahl: 176
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Elizabeth Power
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor secreto, n.º 1504 - octubre 2018
Título original: The Italian’s Passion
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1307-024-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
El había subido de dos en dos los escalones que unían la playa con la plataforma de madera del bar y se encontraba sentado solo en una de las mesas. Su llegada había producido un cierto interés entre las bañistas, lo cual era normal dada la apostura del hombre que acabada de amarrar su lancha en el embarcadero para tomar un refrigerio.
Bajo la cubierta de rafia del restaurante playero, con unas gafas oscuras que protegían sus ojos del fuerte sol italiano, Mel Sheraton se sintió inevitablemente atraída por él.
Probablemente, el hombre estaría en la treintena y tenía la piel olivácea de los italianos, una cabellera negra abundante y peinada hacia atrás que le llegaba casi hasta los hombros, desafiando provocativamente las normas del buen gusto. Pero su perfil era aristocrático y Mel supo por su mirada que disponía de una mente ágil y perspicaz.
–De acuerdo, es un hombre interesante, pero no hace falta que te lo comas con los ojos –dijo Karen Kingsley, interrumpiendo la concentración de Mel.
–¿Qué? –preguntó ella, con aspecto inocente, mientras posaba la vista hacia los tres niños que jugaban a salpicarse en el agua.
–Vamos, Mel. No sé si te has dado cuenta, pero no te quita la vista de encima desde que llegó.
–No seas tonta –respondió ella, llevándose el vaso a la boca para beber un trago de agua mineral–. En todo caso, estará mirándote a ti.
Karen había sido modelo profesional hasta dos años antes, momento en que se había casado y había decidido dedicar todas sus energías al hogar y a dirigir una pequeña galería de arte contemporáneo en Roma. Seguía siendo una preciosidad de rasgos delicados y espesa melena, en claro contraste con la opinión que Mel tenía sobre sí misma. Ella creía que su pequeña figura de cabello cobrizo estaba simplemente en la media.
–Sabes que no es verdad. Y si se hubiera dado el caso de que él se hubiera interesado por mí, habría visto inmediatamente mi anillo de casada y me habría descartado. Y no me digas que eres inmune a los atractivos de un hombre como ese, porque no pienso creerte, sobre todo porque sé que has hecho un verdadero esfuerzo para hacer caso omiso de su presencia en cuanto se ha sentado.
–¡Dios santo! ¿Tan evidente ha sido?
–Sí –dijo Karen mirándola a los ojos con una sonrisa chispeante que provocó una carcajada en ambas.
Karen era una buena amiga, pensó Mel. Se habían conocido hacía años cuando ella había trabajado como modelo para la promoción de una de las ediciones del salón del automóvil en Alemania, en una campaña publicitaria organizada por la empresa de Jonathan Harvey, de la que Mel era directora de márketing y ventas.
Karen había llegado desde Roma a Positano dos días antes para disfrutar de unas cortas vacaciones con Mel y con Zoë, la hija de esta. Al día siguiente, Karen se llevaría a Zoë a Roma, ya que Mel debía quedarse para recibir al resto del equipo de su empresa y preparar una semana de agasajo y vacaciones para sus mejores clientes, en la que se mezclarían las reuniones de trabajo con las fiestas.
Con el rabillo del ojo, se había dado cuenta de que sus risas habían provocado una mirada intensa del hombre sobre el que conversaban.
–No soy inmune –confesó Mel con seriedad, evitando mirar en su dirección–. Pero tengo que pensar en Zoë.
La niña era la causa de que ella hubiera pedido viajar hasta Positano con unos días de antelación. Deseaba disfrutar de su hija. Y no había dudado en quitarle a Jonathan de la cabeza la idea de acompañarlas. Se relajó, paseando la mirada por el pintoresco puerto de mar, que olía a cremas solares y a pescado a la parrilla. Tenía que tener cuidado con los hombres. Nunca olvidaría la dura lección que había aprendido hacía ya muchos años sobre lo devastadora que podía llegar a ser la simple atracción sexual. Aquello le había costado tener que cambiar de vida.
Instintivamente, volvió a mirar a los bañistas. Zoë era tan buena nadadora como había sido su hermana Kelly, pero a pesar de que no deseaba convertirse en una madre aprensiva, pensó que había hecho mal en confiar en la vigilancia de aquellos dos adolescentes a los que acababan de conocer. Sin embargo, no quería recordar la muerte de Kelly y meneó la cabeza para ahuyentar semejante idea de su cabeza. Con la guardia baja, sus ojos volvieron a posarse sobre los musculosos y bronceados hombros de aquel hombre, cubiertos con una simple camiseta de algodón que también marcaba las masculinas líneas de su torso. Desde donde estaba podía apreciar que llevaba pantalones cortos y que sus piernas estaban cubiertas por un vello oscuro. Sintió una leve punzada de deseo en el estómago y durante unos segundos no pudo apartar la vista de los ojos del desconocido con una intensidad que no deseaba. Atrapada por una inusitada sensación de magnetismo sexual, perdió la noción de lo que estaba sucediendo a su alrededor. Lo único que importaba era el torrente de sangre que su corazón bombeaba a toda velocidad y lo que parecía ser una ardiente mirada por parte de él, que la recorría de arriba abajo. Ella llevaba un sencillo vestido de algodón que se había puesto sin ropa interior, después de quitarse el biquini mojado. Y sus pezones se marcaban tan enhiestos que nadie podría dudar de que estaba físicamente excitada.
Mortificada, cambió de postura y miró a los nadadores. De repente, se dio cuenta de que Zoë estaba lejos de la orilla y parecía en apuros. Nadie le estaba prestando la menor atención. ¡No era posible!
–¡Dios mío!
–¿Qué pasa? –se alarmó Karen.
–¡Zoë! –gritó Mel, levantándose de la silla para salir corriendo, derramando a su paso uno de los vasos llenos de hielo. Pero el hombre había evaluado la situación rápidamente, se le había adelantado y ya bajaba las escaleras a toda velocidad.
Muerta de miedo, intentó alcanzarlo, sin conseguirlo. Estaba tan aterrorizada que no se dio cuenta de cómo la gente se arremolinaba para mirar la escena con preocupación. Su mirada estaba fija en el hombre que, habiéndose deshecho de los zapatos y la cartera descuidadamente, se lanzaba vestido al mar, como una flecha. Cuando emergió, se sacudió el agua de los ojos con la mano y nadó rápidamente hacia la niña con un estilo impecable.
Con una mezcla de horror y fascinación, Mel observó cómo la distancia entre ellos se acortaba mientras ella hacía caso omiso, ciega y sorda, del alboroto que se había creado a su alrededor. El adolescente que había estado a cargo de Zoë también nadada hacia ella, pero el hombre llegó antes y, con un suspiro de alivio, Mel comprobó que la atrapaba entre sus brazos y empezaba a nadar de vuelta hacia la playa con su hija colgada del cuello.
–No pasa nada, Zoë está bien –la consoló Karen, pasándole un brazo por los hombros.
La gente volvía a sus tumbonas con expresiones de alivio.
–No debería haberla dejado nadar sola, no me tenía que haber dejado convencer, a pesar de que los adolescentes se comprometieron a cuidarla.
–No puedes meterla en una burbuja de cristal –dijo Karen filosóficamente–. Por supuesto que debías permitírselo, es mejor nadadora que tú y, además, estaba acompañada.
–Se suponía que estaba acompañada –repuso Mel con acritud y enfado. No debía haber sido tan tonta como para confiar en unos chavales tan jóvenes, se dijo, llena de culpabilidad mientras corría hacia el hombre que acababa de depositar a la niña en la orilla de la playa. La pequeña tosía entrecortadamente.
–Zoë –musitó Mel, abrazando a su hija y haciendo caso omiso del hombre.
–Estoy bien, estoy bien –respondió la niña tosiendo con impaciencia. A pesar de que sólo tenía doce años, Zoë era una persona sensata que odiaba que se organizara jaleo por su causa–. Me dio un calambre –dijo con una mueca de dolor al intentar levantarse.
Mel la hizo sentarse de nuevo y se puso a masajearle la pierna.
–No es importante –dijo la profunda voz del hombre, en un inglés perfecto con ligeros acentos italianos.
Era una voz que Mel no podría haber olvidado ni en un millón de años. Aunque hasta ese momento no le había prestado atención, de pronto se fijó en sus largos y poderosos muslos.
–Esa pierna le dolerá durante un día o dos –prosiguió él–, pero su hermana es una niña muy valiente. Sin embargo, no sería mala idea vigilarla durante los próximos días, los tirones suelen ser recurrentes.
Zoë empezaba a sentirse más entera y sonrió espléndidamente ante la equivocación del hombre, pero en aquel momento Mel no se sentía capaz de compartir la diversión de la niña.
Recriminándose aún su descuido, llena al mismo tiempo de gratitud y de pavor, se puso en pie.
–Gracias… –dijo titubeante para a continuación quedarse sin habla mientras reconocía las duras, pero esculturales, facciones del hombre.
–Me llamo Vann. Vann Capella –se presentó él suponiendo que eso era lo que ella esperaba.
Mel se mantuvo unos segundos en silencio, atónita por los insondables misterios del destino. Vann Capella. No hubiera sido necesario que se presentara. Durante catorce años ese hombre había poblado sus sueños y también su vigilia. Jamás se le habría ocurrido que sus caminos pudieran volver a cruzarse. Pero allí estaba él, como el ave fénix resucitando de sus cenizas y saliendo del túnel del tiempo para hostigar sus amargos recuerdos.
–Sí…, bueno, gracias –articuló al fin, sin saber muy bien lo que estaba diciendo. Fuera lo que fuera, seguro que no era lo más indicado para la ocasión, reflexionó con la mente ausente, mientras pensaba en que podía haberle dicho algo como: «Encantada de volverte a ver» o «no estaba segura de que fueras tú». Pero en realidad tampoco se habían conocido tanto, en absoluto–. No sé qué decir –añadió, apretándose las sienes con los dedos.
–Creo que ya lo has dicho todo –repuso él con una brillante y gentil sonrisa.
Vann dirigió una mirada al semidesnudo hombro de ella y Mel se dio cuenta de que su ligero vestido de playa debía transparentarse al haberse mojado mientras abrazaba a Zoë. Estaba claro que la forma de sus redondos pechos se marcaba claramente bajo el atento escrutinio de Vann Capella. ¡Pero él no la había reconocido! Su alivio fue tremendo.
–¿Te encuentras bien? –preguntó él poniéndole la mano sobre el hombro–. Creo que has sufrido un shock. ¿Quieres sentarte? ¿Puedo ofrecerte una bebida? ¿Un coñac o algo así?
Mel meneó la cabeza, tratando de recobrar la compostura. Él estaba cerca y hasta ella llegaba el aroma almizclado de su cuerpo, mezclado con el olor salado del mar. La camiseta y los pantalones cortos colgaban empapados, dejándole apreciar los músculos de su torso e imaginar el bronceado de su piel cálida.
–¡No! –exclamó ella, impresionada por la fuerza letal de su sexualidad–. No, estoy bien –añadió con la esperanza de que él achacara su evidente confusión a lo que había pasado con Zoë.
–¿Estás segura? –dijo estudiándola sin el menor atisbo de reconocimiento.
–Sí –repuso ella rehaciéndose poco a poco–. Sí, estoy bien. Gracias de nuevo por haber ayudado a mi hija.
–¿Tu hija? –dijo él, sorprendido, mirando a la niña que seguía sentada masajeándose la pierna mientras sus profundos ojos azules adoraban a su salvador.
–Todo el mundo dice que mamá es demasiado joven para tener una hija de mi edad –su rostro repetía el mismo óvalo perfecto de Mel, pero sus cejas eran más espesas y su boca más firme–. Pero no me importa, al contrario, me divierte.
–Eres una niña muy lista –comentó el hombre.
En circunstancias normales, en presencia de cualquier otra persona, Mel se hubiera echado a reír porque su hija era una niña precoz, inteligente, ingeniosa y muy suya. Pero no era una situación normal. Estaba delante de Vann Capella. ¡Y ese hombre acababa de salvarle la vida a Zoë!
Rehaciéndose del terror que la había embargado al ver a Zoë luchando sola contra la marea, Mel apartó la vista con expresión emocionada. Resultaba irónico que pudiera haberse producido una tragedia si él no hubiera estado allí para evitarlo. ¡Por no mencionar que Vann Capella había tomado a su hija por su hermana! Se preguntó si su subconsciente lo habría reconocido ya cuando se produjo el primer intercambio de miradas en el bar, lleno de sensualidad, por más que ella hubiera apartado el pensamiento de su cabeza. Pero él no la había reconocido, lo cual era comprensible teniendo en cuenta que ella sólo había supuesto un breve y molesto inconveniente en su vida.
–Gracias de nuevo. Me temo que ahora debemos marcharnos.
–Mamá… –se quejó Zoë–. ¿De verdad tenemos que irnos? –preguntó dejando bien claro que estaba disfrutando de la compañía del desconocido.
–Me temo que sí –contestó Mel con tensión, perdiendo su paciencia habitual.
–Puede que nos veamos de nuevo –dijo él, sonriendo a la niña–. Y ten cuidado con esa pierna.
–Lo tendré –prometió Zoë.
–Ella se marcha a Roma mañana por la mañana –explicó Mel rápidamente, luchando contra sus emociones.
–Qué lástima –repuso él mientras Mel volvía a admirar la potencia de sus músculos y el aura de virilidad que emanaba de todo su cuerpo–. Al menos, dime cómo te llamas.
–Mel –repuso ella temblando–. Mel Sheraton.
Él la miró con el ceño fruncido, pero luego volvió a mostrar una sonrisa radiante.
–Mel Sheraton –repitió Vann Capella, sin el menor síntoma de reconocimiento, para alivio de ella–. Encantado de haberte servido de ayuda –añadió antes de alejarse para recoger los zapatos y dirigirse directamente a la lancha que tenía amarrada en el pequeño embarcadero.
–¡Era Vann Capella! –dijo Karen, incrédula–. Iba a decírtelo antes de que salieras corriendo. Vann Capella –repitió su amiga con entusiasmo–. ¡Y lo has rechazado!
Mientras la lancha se alejaba dejando un surco de espuma en el mar, Mel suspiró aliviada.
–Sólo me ha ofrecido un coñac, Karen. Y únicamente porque me ha visto nerviosa por Zoë –contestó ella, incapaz de confesarle a su amiga el miedo que había sentido al poder ser reconocida, entre otras cosas.
–Te estaba ofreciendo mucho más que eso y lo sabes –dijo Karen en tono de reprimenda.
–¿Quién es? –preguntó Zoë mientras regresaban a la terraza.
El cuerpo de Mel se tensó de nuevo y tuvo que hacer un esfuerzo para tragar saliva. Quería despertar de aquella pesadilla. Deseaba que Vann Capella volviera a desaparecer para siempre.
–¿Que quién es? –se asombró Karen, con una mirada de incredulidad dirigida hacia Zoë, sin darse cuenta del desconcierto de su amiga–. Es el propietario de las empresas Capella, un conglomerado de compañías internacionales que trabajan en todos los sectores imaginables. Es un hombre hecho a sí mismo que pronto aparecerá en las listas de los solteros millonarios más apetecibles de Inglaterra.
–¿Por qué no te vas a comprar un helado? –le dijo Mel a su hija rápidamente.
–De acuerdo –repuso la menor encogiéndose de hombros–. Era un tipo simpático, para ser tan mayor, quiero decir.
Karen rió, pero Mel sólo pudo componer una sonrisa a medias.
–Eres una cobarde –dijo Karen cuando Zoë se hubo marchado–. Aparece un hombre que muestra interés por ti y ni siquiera te dignas a hablar con él ni a explicarle a tu hija quién acaba de rescatarla. Estoy segura de que le hubiera gustado saber que, antes de convertirse en uno de los mayores magnates del planeta, fue el alma de una banda de pop que entusiasmaba a las quinceañeras, hace ya… ¿cuánto? ¿Once o doce años?
–No creo que a Zoë le interesen esos detalles –respondió Mel, sin corregir a su amiga sobre las fechas–. La banda se separó antes de que ella naciera.
–Hubo un escándalo, ¿no? Creo que el manager era un ser sin escrúpulos que los arruinó desde el punto de vista económico. Lo único que sé a ciencia cierta es que cuando la banda se separó, nunca se volvió a hablar de ninguno de sus miembros, con excepción de Vann, que se convirtió en uno de los reyes del comercio internacional, después de haber pagado todas las deudas del grupo, lo cual resulta muy magnánimo por su parte. ¡Y ha estado aquí! –exclamó con admiración–. Vann Capella… ¿Quién se lo hubiera podido imaginar?
–Eso es cierto –comentó Mel con más vitriolo del que le hubiera gustado.
–Tenía razón, ¿sabes? Pareces descompuesta. ¿Estás segura de que te sientes bien?
–Perfectamente –suspiró Mel, deseando que Karen olvidara el tema.
–Supongo que se hace llamar Vann porque suena más internacional que Giovanni. Pero no es del todo italiano, ¿verdad? Su madre era inglesa, ¿no?
–No lo sé –mintió ella mientras volvían a sentarse en la mesa del bar–. Yo no era aficionada a su música.
–A todo el mundo le gustaba –exageró Karen–. Tenía un físico irresistible y una voz profunda y sexy. Y en vez de cantar, parecía que susurraba palabras de amor, acompañado por el bajo. Sin embargo, recuerdo que en una entrevista de hace unos años confesó que en aquella época era un simple muchacho anglo-italiano que se vio atrapado por un éxito inesperado y dejó bien claro que no lo recordaba con orgullo. Prefería que se le viese como el empresario audaz en que se había convertido después. Pero sus admiradoras se llevaron un disgusto de muerte cuando abandonó la música, yo entre ellas.
Mel dirigió una mirada hacia el quiosco de los helados, donde Zoë mantenía una agradable conversación con el heladero mientras se decidía por uno de los sabores.
–Tenía quince millones de admiradoras –comentó Mel con emoción contenida.
–Cierto. Y se conserva estupendamente, yo creo que incluso se podría decir que ha mejorado con los años. ¡Supongo que todavía le persiguen cientos de mujeres!
Mel miró hacia el suelo, centrando la vista en una mancha de humedad dejada por el vaso lleno de hielos que ella había derramado. Sin embargo, la mesa estaba limpia y seca, gracias al atento servicio del bar.
–Las apariencias no lo son todo –dijo, mirándose la magulladura que se había hecho en la rodilla con la pata de la mesa.
–Pero son un punto de partida irresistible.
–¿Un punto de partida para qué? –inquirió Mel con recelo.
–No lo sé… ¿Para otro encuentro fortuito? ¿Para pasar un par de noches de ensueño? ¿Para tener la aventura del siglo?
–Pensé que estabas felizmente casada.
–Y lo estoy, pero puedo admirar a los hombres apuestos, ¿no? No pienso cambiar a Simon por ningún otro hombre. Estaba pensando en ti.
–Pues piensa en otra cosa –repuso Mel riendo sin humor.
La mayor parte de la gente había abandonado la playa en dirección al funicular que los devolvería a los hoteles que estaban en la cima de la montaña. Sólo quedaba una pareja de enamorados al lado de ellas, sin parar de mirarse y hacerse arrumacos.
Quizá un amor como el de esos jóvenes pudiera durar toda una vida, pero su madre se había casado dos veces y divorciado otras tantas, por lo que Mel dudaba del amor eterno.
–Me olvidaba de que no te gustan las aventuras pasajeras –dijo Karen con simpatía–. En realidad, tampoco creo que estés dispuesta a aceptar un compromiso más a largo plazo. Desde que te conozco, hace ya tres años, jamás te he visto salir con un hombre en serio, a pesar de los esfuerzos de Jonathan. No aprovechas las oportunidades. Aunque es evidente que no siempre te has comportado así.
La risa de Zoë llegó hasta ellas desde la heladería. Probablemente le estaba contado su reciente aventura al hombre de mediana edad que atendía el quiosco y que acababa de entregarle un cucurucho lleno hasta los topes como deferencia hacia la encantadora niña que podía haber muerto ahogada.
–Eso fue hace mucho tiempo –dijo Mel.
–Pues ya es hora de que vuelvas a plantearte la posibilidad de encontrar al hombre de tu vida. Y rechazar a los millonarios que surgen en el camino no me parece la mejor manera de hacerlo. Creo que se ha quedado helado y que no volverá a interesarse por ti si vuelves a tropezártelo.