4,99 €
Un museo siniestro: Alfredo y Elvira reciben un misterioso paquete por correo en cuyo remite sólo figuran dos letras: PM. Contiene únicamente un pequeño cubo de poliexpán, que al tocarlo les transmite unas emociones intensísimas de angustia y de miedo. ¿Quién les envía ese extraño mensaje emocional? Parece una llamada urgente de socorro. La pareja descubre que existe un turbio negocio de "tráfico de sentimientos" en el que está implicado un viejo amigo, y deciden introducirse de lleno en él. Este libro de Miguel Ángel Mendo fue finalista al Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil, está considerado como un clásico por la Biblioteca Virtual Universal. Para lectores de 12 años en adelante.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016www.metaforic.es
© Miguel Ángel Mendo
ISBN: 9788416873876
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso escrito del editor. Todos los derechos reservados.
Director editorial: Luis ArizaletaContacto:Metaforic Club de Lectura S.L C/ Monasterio de Irache 49, Bajo-Trasera. 31011 Pamplona (España) +34 644 34 66 [email protected] ¡Síguenos en las redes!
«En todo tiempo, sin embargo, lo que está abajo ha sido particularmente tentador: allí se encuentra el reino de los muertos, pero también los tesoros ocultos.»
FERNANDO SAVATERLa infancia recuperada
1 Un dado en blanco
CUANDO llamó el cartero yo estaba todavía en pijama. Los dos compañeros con los que compartía piso ya se habían ido a sus respectivas facultades y yo tomaba café en el salón mientras veía pasar indolentemente los coches por la avenida, camino del trabajo. Tenía clase a las diez en la facultad (Hidrodinámica II) y aún me quedaba tiempo para despertarme del todo debajo de la ducha. Así es que me levanté como un autómata, abrí la puerta, firmé con mano insegura en el libro que el cartero me plantó delante, cogí el paquete y lo dejé encima del sofá que había junto a la puerta. Como si aquello no hubiera sido más que un paréntesis en mi cotidiana y ardua tarea de emerger del mundo de los sueños, me vi enseguida de nuevo en el salón, ante el humeante café y el ventanal que me mostraba el mundo, es decir, los coches atascados en la avenida.
Sería el café, o los pitidos de los automóviles, o simplemente el frío que hacía aquella mañana de otoño, pero el caso es que me fui movilizando poco a poco, tanto mental como físicamente. Me duché por fin, me afeité rápidamente, me vestí y cuando miré el reloj eran menos cuarto. Siempre igual: me confiaba y, cuando me daba cuenta, se me había pasado el tiempo en un santiamén. Otra vez iba a llegar tarde a clase.
Para colmo, en ese instante sonó el teléfono.
—¿Diga?
—¿Alfredo?
—Sí. Hola, Elvira. ¿Cómo es que me llamas a estas horas? Ya tenía que estar en el autobús. Voy a llegar tarde a clase, como siempre.
—Ya me lo imagino. Te llamaba precisamente por eso, por si te habías quedado dormido. Yo, desde luego, ni he oído el despertador. Así que he decidido que hoy no voy a la redacción hasta después de comer.
—Suerte que tienes que puedes tomarte esas libertades. Pero yo no puedo faltar a Hidrodinámica II. ¡Me largo a toda pastilla!
—Vale, vale. Llámame luego.
—Sí. Un beso muy fuerte.
Colgué y me lancé por los libros como si me persiguiera un perro rabioso. ¡Menos diez! Cogí la cazadora del sofá, abrí la puerta y... vi el paquete que me había traído el cartero. Lo había olvidado completamente. Lo agarré y me puse a bajar las escaleras a saltos. Salí del portal a toda mecha, crucé la avenida y llegué a tiempo de pillar el autobús instantes antes de que cerrase las puertas. ¡Menos mal!
Había asientos libres. Y no era de extrañar, a esas horas. Tenía al menos veinte minutos de trayecto y, cuando no iba con tanta prisa, acostumbraba a comprarme La Mañana, el periódico donde trabajaba Elvira desde hacía unos meses. De vez en cuando había leído, encantado, algún reportaje suyo, a pesar de que antes de leerlos ya casi me los sabía de memoria. Normalmente me los daba a leer según los iba redactando. Pero, en fin, aquella mañana no había periódico.
Casi mejor, porque aún me zumbaba un poco la cabeza. La noche anterior habíamos estado juntos en una fiesta, y nos habíamos ido a dormir realmente tarde. Pensé en la suerte que tenía ella. Poder estar ahora entre las sábanas calentitas... De repente me di cuenta de que llevaba agarrado aquel paquete en la mano izquierda como un tonto, sin saberlo. Lo miré con curiosidad. Era pequeño, cuadrado, como... no sé cómo decir..., como del tamaño de tres paquetes de cigarrillos juntos. Pero no pesaba casi nada. ¿Sería mi cumpleaños y yo no me había enterado? Porque parecía el típico paquete que puede contener un estuche con un mechero, o un reloj, o algo así. Pero no... Yo no cumplo años en otoño, qué tontería. Miré el envoltorio. Estaba empaquetado sin demasiados miramientos, con papel de envolver, el típico papel marrón, y una cuerdecita con un sello de lacre. Mi nombre estaba escrito en una letra para mí desconocida... Aunque tampoco estaba seguro de eso. «Alfredo Cienfuegos. Avenida de...» Algo me llamaba la atención en aquella «d» y aquella «f», tan larga por abajo.
Pero bueno, lo mejor era abrir el paquete y salir de dudas. No me costó trabajo cortar la cuerdecilla porque llevaba un cortaúñas en el llavero. Desenvolví el paquete y apareció una especie de caja de aluminio, sin ningún tipo de adorno. Totalmente cúbica. Al parecer se abría por la mitad, así es que tiré de lo que podía ser lo mismo la parte de arriba que la de abajo, pues no había nada que lo indicase. Tanto la tapadera como la caja propiamente dicha estaban rellenas de una especie de algodón azul y, en medio de este algodón, había un pequeño cubo blanco, como de unos tres centímetros de lado, sin nada inscrito en él, ni nada especial que señalar. Parecía, a simple vista, de poliexpán, esa especie de corcho sintético blanco que se usa para embalar los aparatos. Nada más. Era simplemente un cubo, como un dado demasiado grande, sólo que en blanco, sin los puntos. Pero eso era precisamente lo que me inquietaba. Era un regalo absurdo, si es que se trataba de un regalo. A no ser que aquel bloquecito blanco contuviese a su vez algo dentro... Lo cogí con cierto cuidado y...
De repente una oleada de energía intensa, compuesta por vivencias extrañas, se apoderó de mí. Me sentía invadido por una mezcla de sensaciones entre las que destacaban especialmente la inquietud, la preocupación, el nerviosismo. Era, en realidad, algo mucho más complejo que esto que acabo de describir, era algo que nadie podría reproducir con palabras, como meterse en otra piel, en otro cuerpo distinto del tuyo, en otra mentalidad. Dejé el cubo sobre el algodón, y aquella extraña sensación de desasosiego se esfumó de mi conciencia tan rápidamente como había surgido. Me quedé estupefacto, porque era algo inexplicable. ¿Qué era lo que tenía aquel objeto? ¿O no era él el que lo provocaba? Extendí el dedo y, con mucho cuidado, lo apoyé en el bloquecito. Inmediatamente me sobrecogió la misma sensación de miedo, de inquietud mezclada con una especial fuerza de voluntad no del todo desconocida, aunque evidentemente ajena a mí. Lo quité enseguida y, automáticamente, volví a mi propio estado de asombro. ¿Qué porras era eso?
Habíamos llegado al final de trayecto. Cerré la cajita con mucho cuidado y volví a envolverla en su papel. Debía de estar transfigurado, porque noté que una pareja que salía del autobús delante de mí me miraba con curiosidad. Guardé el paquete en el bolsillo de mi cazadora y me quedé allí parado, a la puerta del autobús, sin saber qué hacer. Desde luego, no era cuestión de irse a tomar apuntes a la clase de Hidrodinámica Π, como si no hubiera pasado nada. Además de digerir el impacto de aquellas extrañas sensaciones en mi cuerpo, que aún resonaban dentro de mí, tenía que encontrarle una explicación a todo aquello. Necesitaba saber urgentemente quién me había mandado aquel «regalito».
2 Unas iniciales
DECIDÍ dejar la caja bien cerrada dentro del bolsillo, por el momento. Nada de experimentos. Sabía que si caminaba unas decenas de metros, subía unas escaleras y me metía en alguno de los despachos de los eminentes catedráticos de física de la facultad, podría armar un buen revuelo tratando de conseguir que analizasen aquella extraña pieza. ¿Qué tipo de energía desconocida se almacenaba en ella? Pero no quería arriesgarme a que me tomasen por un chiflado, aparte de que, desde esa misma mañana, tampoco yo estaba muy seguro de no serlo del todo.
No. Lo mejor era cerciorarse de que no me fallaban a mí las neuronas y, de paso, compartir el peso de aquella desconcertante responsabilidad con alguien de absoluta confianza. Me metí en una cabina de teléfonos y llamé a Elvira.
—¿Sí...? —respondió una voz somnolienta.
—Elvira. Soy yo, Alfredo. ¿Estabas dormida?
—Sí. ¿Qué pasa...?
—Oye, tengo que verte.
—¿Ahora? ¿Por qué no lo dejamos para...?
—No, tiene que ser ahora, por favor. Necesito hablar contigo...
Debió de percibir cierta angustia en mis palabras, porque su voz se aclaró inmediatamente.
—¿Qué ha pasado? ¿Ha ocurrido algo? —dijo.
—No es nada grave, pero sí ha pasado algo... vamos, al menos eso creo yo —añadí con cierto escepticismo.
—Bueno. ¿Dónde estás?
—En la puerta de la facultad.
—¿Voy para allá?
—No. Voy yo. Espérame abajo, en el café.
Debajo de su casa había un destartalado salón de té de la época de Maricastaña, donde solíamos quedar.
—Vale. Me ducho y bajo.
Hubo suerte. Tres chicas acababan de dejar un taxi y lo cogí nada más salir de la cabina.
Cuando llegué, Elvira estaba en la puerta del café, inquieta. Debí de asustarla demasiado por teléfono. Me abrió la puerta del taxi y se quedó mirándome, a ver si llegaba entero.
—¿Qué ha sucedido? —dijo al comprobar que por mi aspecto externo no parecía haber motivos de alarma.
—Nada, nada; tranquilízate. No se trata de ninguna desgracia, por el momento —contesté saliendo del coche—. Vamos a sentarnos.
Pedimos café para los dos en una mesa de las más tranquilas. De todas formas nunca había mucha gente en aquel local. En cuanto Raimundo, el camarero, nos trajo los cafés y nos dejó solos, saqué el paquete del bolsillo y lo deposité encima de la mesa.
—Mira. Esta mañana he recibido esto por correo.
—¿Qué es? —dijo ella mirándome de hito en hito, sin atreverse a tocarlo.
—No lo sé.
—Bueno... ¿quién te lo ha enviado?
—No lo sé.
Ante tan contundentes respuestas, Elvira se quedó como embobada.
—¿Pero al menos lo has abierto? —preguntó mientras agarraba el paquete con decisión, como para acabar de una vez con aquella tontuna.
—¡Un momento! —exclamé—. ¡Con cuidado!
Elvira apartó las manos del paquete al instante.
—¿Es una bomba? —dijo con la mayor candidez del mundo.
—No, no. No es eso. Simplemente, no sé lo que es. Quiero que lo abras tú y me lo digas. Pero con cuidado.
—Oye, Alfredo, si se trata de una bromita de las tuyas, y me has sacado de la cama, con el sueño que tengo...
—No es una broma —dije muy serio—. O..., al menos, creo que no es una broma —puntualicé, porque la verdad es que ya no estaba seguro de nada.
Elvira arrastró el paquete hacia sí, lentamente, empujándolo desde atrás con un dedo, luego desenvolvió el papel con mucho cuidado y dejó al descubierto la caja metálica. A cada movimiento que hacía me miraba, como intentando averiguar algo en la expresión de mi cara. Pero yo había decidido no darle ninguna pista. Quería saber si ella experimentaba lo mismo que yo al tocar el cubo.
Como yo hice, miró el envoltorio por todos lados, y no encontró remitente. Solamente mi nombre y mi dirección. Luego se fijó en los sellos, cosa que yo no había hecho, por la excitación del momento. Se notaba también que Elvira era una persona más analítica que yo, y que no en vano era periodista. Los tres sellos que había eran de lo más corriente: Juan Carlos I, rey de España, en diferentes colores. Pero el matasellos estaba demasiado borroso. No se podía leer nada.
Acto seguido abrió la caja y dejó la tapadera a un lado. Vio el cubo blanco, inmaculado, en medio del algodón azulado, y me miró alarmada.
—¿Es esto?
—Sí.
Extendió el dedo como para tocarlo, pero antes de hacerlo se detuvo.
—¿Es peligroso?
—Creo que no. Pero no lo sé...
De pronto me di cuenta de que estaba embarcando a Elvira en un tema bastante espinoso. ¿Y si aquel objeto estaba cargado de radiactividad, o era una sustancia cancerígena, o cualquier otra cosa de esas.
—Oye, pensándolo mejor, lo dejamos... —dije cogiendo rápidamente la tapadera para cerrar la caja.
—Ni hablar —repuso ella con firmeza, deteniendo mi mano—. Me sacas de la cama, me das un susto de muerte, me pones ante una especie de caja misteriosa y ahora quieres que lo dejemos... Parece como si no me conocieras, Alfredo...
Estaba diciendo eso cuando tocó el cubo con el dedo. Se calló en ese mismo instante. Observé su rostro con atención y noté una súbita transformación en sus facciones. No expresaban dolor exactamente, ni sufrimiento, pero sus pupilas se contrajeron al tiempo que se arrugaban sus cejas y que sus labios se apretaban uno contra otro con fuerza. Separé su mano rápidamente de la caja, porque me entró un repentino miedo.
—¡Dios! —dijo—. ¿Qué tiene eso ahí dentro?
No contesté. No sabía qué decir. En lugar de eso, cogí la tapadera de aluminio y cerré la caja.
—¡Es como si hubiera sentido algo que no había sentido nunca! ¡Una especie de miedo...; no, no, como angustia, pero mezclada con una tremenda ilusión y unas ganas de vivir...!