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El perfume de las palabras: El autor, dos veces premiado con el "Lazarillo", tiene la vocación de preservar la literatura como territorio de libertad, donde la transgresión literaria favorece el equilibrio de la psique de esta especie que imagina, la humana. En "El perfume de las palabras" esa vocación se une al propósito de conservar la memoria de infancia y adolescencia, mediante la confección de un breve glosario en el que el lector se reencuentra con expresiones tan de los años 60 y 70 del siglo XX como "lapo", "macho", "lefa" o "futbolín". Palabras que se lleva el tiempo y que reverdecen con la memoria junto a las sensaciones de aquellos días en la calle y en el patio del colegio, socializados en el mogollón del babyboom en barrios de ciudades que crecían pero, todavía, eran más campo que urbe. Tras la lectura queda una sensación de aceptación, de cosa cumplida. Justicia poética, que se dice. Para lectores de 16 años en adelante.
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© de esta edición Metaforic Club de Lectura, 2016www.metaforic.es
© Miguel Ángel Mendo
ISBN: 9788416873838
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Director editorial: Luis ArizaletaContacto:Metaforic Club de Lectura S.L C/ Monasterio de Irache 49, Bajo-Trasera. 31011 Pamplona (España) +34 644 34 66 [email protected] ¡Síguenos en las redes!
A Chema y a Miguel, ¿a quién si no?
Cuando uno habla de su niñez —o del pasado, simplemente— es muy difícil evitar el impulso de referir hechos, datos, acontecimientos puntuales. Yo, por mi parte, a partir de los diecisiete, he intentado (en vano) llevar diarios en los que no quedasen consignados los motivos del dolor o del júbilo, las escenas lapidarias que, cual columna trajana, pretenden dar testimonio de lo que sucedió. Siempre he creído que eso era lo menos importante, y lo más inconsistente, por interpretable. Que lo realmente inequívoco con respecto al pasado son las propias sensaciones de dolor o de júbilo en sí mismas, o aún más dentro, las aún más descatalogadas percepciones aparentemente vacuas, desmenuzadas, retazos.
Mi último diario eran dibujos. Un cuaderno con dibujos, papeles y recortes pegados, billetes de metro y cachos de página de libro, de prospecto de medicinas o de multas de la O.R.A. entre rayas y manchones de colores. Cuando lo veo, me congratula comprobar que nunca sabré por qué hay tanta pena en aquella página del 27 de octubre. Pero me satisface ver que sí tengo un retrato de dicha pena1 —absolutamente distinta de la pena del 14 de Mayo—, y comprobar que... no sé qué. Que estuve.
Y sin embargo, sigue habiendo en ese diario páginas que me recuerdan el dato: algo en unas hojas, traicioneramente, delata que tal día perdí la pluma de gorrión que me regaló N..., que tal día vi “La Paloma” en un cineclub, que tal día tuve un hijo... Qué se le va a hacer. Seguramente los diarios existen para intimar con un uno-mismo futuro, con un Yo esperanzadoramente distinto y comprensivo. Y seguramente cuando uno se sincera, algunas lágrimas necesitan de una imperiosa justificación...
Qué más da. Se cuela el dato, a veces. Allá él. Pero yo sé —y lo sabemos todos con el corazón— que eso es lo menos importante. Que lo más importante fue lo que no se pudo reconstruir, lo que escapó a nuestra consideración, los posos de todo aquello. Lo que no tiene forma, ni peso, ni nombre. Porque todavía está en nosotros, con nosotros. Porque es nosotros.
1. “Dicha pena”. Curiosa construcción.
No sé, y creo que nunca he sabido qué significaba esta palabra. Y digo “significaba” porque creo que ahora no significa nada. Desde luego, en el diccionario no aparece. Pero fue un descubrimiento sonoro que hice la otra noche. De pronto apareció en mi boca, y todo retumbó por unos momentos. Güitoma. No pude dejar de pronunciarla decenas de veces, como cuando tienes en la mano un antiguo frasco de perfume, ya reseco, pero que conserva aromas de algo que oliste en tu niñez: tienes que llevártelo a la nariz cada rato, para intentar atrapar por sorpresa esa sensación, o mejor esa cadena de sensaciones que arrastra tras de sí el olor. Lo peor es que, inmediatamente, el primer eslabón de esa cadena se disuelve en el aire, se desmigaja, incapaz de mantener su consistencia aquí afuera, en la árida atmósfera de la consciencia. E, irremisiblemente, todo ese mundo que surgía de debajo de las aguas pantanosas, esa cadena retorcida, oxidada y secreta, se desploma y vuelve al vacío, al pozo sin fondo del olvido.
Güitoma es —no importa cuál pudiera ser su significado— la esencia de algo. La esencia de una forma de ver las cosas, o mejor dicho, de una forma de presentarse las cosas, el mundo, ante un chaval de diez años como yo. Porque yo no decidía ver las cosas de una forma o de otra, no tenía posibilidad de elegir mi manera de estar ante el mundo. El mundo se manifestaba en una faceta como güitoma, y yo podía saborear esa presencia —amarga o como fuera— las veces que quisiese, tratar de encontrarle un sentido, un qué, un hasta qué punto... Pero no podía cambiar de óptica, todavía...
Tengo que decirlo ahora: yo me he sentido siempre como un invitado no demasiado interesante. Un invitado de relleno en la fiesta del mundo. Uno de los últimos en llegar, al que con un poco de manga ancha se le deja pasar dentro. Y siempre he lamentado que no hubiese programa de actividades y de festejos escrito, un folleto de instrucciones, una guía de mantenimiento, unas contraindicaciones, un certificado de garantía mínimo, una fecha de caducidad de la infancia...
Y en un momento determinado de esa fiesta, alguien llegaba, sin más, y pronunciaba a tu lado esa palabra, como para que no la oyeses, pero especialmente dedicada a ti y a los nuevos que acabábais de llegar. Entonces, ya y para siempre, una de las acepciones del mundo pasaba a ser güitoma.
¿Qué es güitoma? No lo sé. Me suena a barrio periférico años cincuenta, a extraño artefacto que puede herir en un ojo, a palabra-llave, tal vez, para obtener prestigio entre pandilleros..., a algo rastrero, a la absoluta desconfianza en el otro, ...o simplemente se trata de una idiotez cuyo valor de uso era inconmensurablemente menor que la fuerza del sonido de su nombre...
No lo sé.
Esta palabra maldita fue siempre pronunciada entre dientes, o mejor, torciendo la boca de esa especial manera que teníamos entonces los escolares: la mitad de los labios paralizada en un gesto sobrio, y la otra mitad vuelta completamente hacia el secreto interlocutor, tan serio o tan sonriente como las circunstancias ambientales lo exigiesen. Y oídos bien abiertos para recibir los prohibidos mensajes de aquella media boca vecina.
Ha habido maestros absolutos en el difícil arte de la hemi-comunicación hablada. Chicos que eran capaces de sonreir beatíficamente con la parte derecha de la cara, mientras con la parte izquierda, a salvo del deslumbrante y peligroso foco de la mirada del profesor, expresaban la versión no-oficial de lo que pasaba por su mente, que solían ser improperios, ironías y blasfemias.
No era esquizofrenia. Más bien todo lo contrario. Aunque luego, de mayor, he conocido a gente de mi edad que seguía hablando así, sobre todo en cursillos, conferencias y congresos, donde todos volvemos a hacernos un poco niños, a ratos.
Pero nadie me ha vuelto a decir jamás la palabra lefa, ni entre dientes ni a voces. Si alguien la dijese en voz alta, muy alta, en un local público, estoy seguro de que las cabezas de toda una generación se volverían alarmadas, inquietas, escandalizadas. Porque lefa ha sido una de las palabras más prohibidas que han existido en el mundo, o al menos en mi mundo. En el diccionario no aparece, lo cual me llena de satisfacción. Pero significa ‘semen’, ‘esperma’.
Y no es por su significado por lo que lefa escandalizaba. En aquella época utilizábamos con alguna frecuencia las palabras chocho, chumino, picha (curiosamente hay mucha ‘ch’ rondando por ahí), y más adelante polla y coño, o sea que no era un problema de represión verbal de lo genital . Es el sonido de esa palabra lo que trasgredía, es esa especial conjunción de l y f en un vocablo corto, conciso, contundente...
Es curioso, pero es que, además, creo que era demasiado expresiva. He preguntado a gente que no la había oído nunca. Algunos me han dicho que les suena a sustancia, otros a soma... Y falo y follar tienen los mismos sonidos, pero a la inversa. Otras combinaciones posibles de ambas consonantes son álef, alfa (primeras letras árabe y griega, en sentido figurado: ‘origen’) y, yéndonos al inglés, la importante Life (‘vida’).