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Cuando la dulce Loretta Santana firmó el contrato como mayordomo temporal de Griffin Jones, el adinerado playboy se encontró con algunos inesperados problemas: su nuevo mayordomo era mujer y, además, estaba embarazada de ocho meses... Loretta solo quería trabajar durante un mes antes de que naciera el bebé, que sería en Navidad, pero se vio atrapada por los encantos de su jefe...
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Seitenzahl: 194
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Charlotte Lobb
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un soltero difícil, n.º 1492 - enero 2021
Título original: Expecting at Christmas
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-137-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CONSEGUIR un trabajo siempre era difícil, pero conseguirlo embarazada de ocho meses era casi un milagro.
Loretta Santana se mesó los cabellos al escuchar el potente coche de su nuevo jefe cruzar el estrecho puente de madera, al final de la carretera del cañón de Topanga, y recorrer el paseo de coches circular hasta el frente de la casa.
Ella nunca había sido mayordomo antes, aunque había dado un curso acelerado en la Academia de mayordomos de Westside solo para poder acceder a aquel puesto. Y, ciertamente, podría ser un poco raro encargar un traje negro de premamá con una pajarita. Pero estaba decidida a conservar aquel trabajo hasta conseguir ser beneficiaria del seguro con la agencia temporal que la había contratado. Solo necesitaba ciento veinte horas más, tres semanas, y podría renunciar. El bebé no llegaría hasta después de cuatro semanas y un día, la semana después de Navidad.
Por instinto, deslizó la mano por su vientre dilatado. Tanto ella como el bebé de Isabella necesitarían del seguro médico.
La ansiedad le hizo morderse el labio inferior al abrir la puerta principal y retirarse para que Griffin Jones pudiera mirarla de arriba abajo. Tenía los nervios a flor de piel. Cuando pasara aquella prueba, tomaría una dosis extra de vitamina E para estabilizar sus iones y conseguir equilibrar el yin y el yang.
Con los pasos gráciles de un atleta, Griffin subió los escalones de dos en dos. Tenía la americana desabrochada y la corbata suelta alrededor del cuello. Se detuvo de forma brusca frente a la puerta.
–Bueno, bueno, bueno –masculló con una sonrisa sensual en los labios–. ¿Qué es lo que tenemos aquí?
–Loretta Santana, señor. Su mayordomo temporal.
Él la miró al pasar al recibidor de estilo rústico, con paneles de madera y luz tenue.
–¿Qué has hecho con Rodgers, dulzura?
–Creo que está de camino a Londres, señor.
–¡Ah, me olvidé de que tenía algún tipo de crisis familiar allí! –frunciendo el ceño, ladeó la cabeza hacia la derecha haciendo que su flequillo castaño del color del tabaco se deslizara por su frente–. Y tú eres la idea de alguien de un mayordomo en broma, ¿verdad?
Loretta se sonrojó.
–No señor. Estoy plenamente cualificada para…
–Estoy seguro de que sí –cruzó el recibidor deslizando la mirada por ella con masculino interés hasta posarla en la mitad de su figura–. ¡Dios mío, si estás embarazada!
Empezó a toser y se atragantó.
–¡Pobrecito! ¡Debe de haber pillado un resfriado terrible! –automáticamente Loretta posó el dorso de la mano en su frente–. Y un poco de fiebre también. Será mejor que entre. Le prepararé una agradable infusión de hierbas y le daré algunas de mis píldoras hidratantes rejuvenecedoras. Estará tan lustroso como la lluvia en un abrir y cerrar de ojos, señor –entrelazando el brazo en el de él, Loretta intentó conducirlo a la habitación principal para que obtuviera el descanso que tan claramente necesitaba y se olvidara de que tenía a una mayordomo embarazada trabajando para él–. Los resfriados invernales pueden ser terribles. ¿Quiere que le prepare un baño caliente, señor? ¿O prefiere hacerlo usted mismo?
Griffin puso el freno.
–No tengo ningún resfriado, solo un poco de picor en la garganta y no me gusta que mis amigos me gasten bromas. Ellos saben condenadamente bien que nunca me acostaría con una mujer embarazada.
La conmoción la hizo apoyarse contra la pared que tenía detrás.
–¿Acostarse? Yo no… Eso no es para lo que… La agencia no me haría…
¡Dios santo! ¿En qué se había metido?
–De eso se trata esta broma, ¿verdad? El viejo Brainerd te ha enviado, ¿no? Aunque sería divertido…
–Me ha enviado la agencia de empleo. Yo necesitaba el trabajo y no me dijeron que intentaría violarme.
–Yo no voy a hacer tal…
Sin esperar una explicación, Loretta corrió apresurada a la cocina que comunicaba con las dependencias de servicio. Se encerraría allí, llamaría a la policía y…
–¡Espera! ¿Qué diablos…?
Ella no se detuvo, pero dado su estado, su carrera no era más rápida que la de un pato. Él la atrapó en la barra del mayordomo en mitad de la cocina y la asió por el brazo.
–¡No haga daño al bebé! Por favor, no…
–¡Por Dios bendito, no voy a hacerte daño! Solo quería saber qué estaba pasando.
A ella le temblaba la barbilla. Griffin era un hombre realmente corpulento, de hombros anchos bajo la americana y sus ojos penetrantes eran tan claros que una sombra azul destelleó como una daga de plata. A Loretta no le hubiera gustado estar en una mesa de negociaciones enfrentada a Griffin Jones. Aquel hombre intimidaría hasta al mismísimo presidente.
–Mira, no llores –suplicó él aflojando la mano–. No puedo soportar ver llorar a una mujer.
–No estoy llorando.
–¿Estás diciendo que te envió la agencia de empleo?
Ella asintió.
–¿Estás segura de que no has visto el artículo del Inside Bussines acerca de que yo era el soltero más codiciado en el mundo empresarial y pensaste que podrías reclamarme la paternidad de tu hijo?
–Yo nunca haría una cosa así –gimió ella–. Isabella nunca hubiera querido tener un bebé suyo.
Él pestañeó.
–¿Quién es Isabella? Pensé que te llamabas Loretta.
–Es mi tía. O lo era. La hermana pequeña de mi madre. Yo estoy embarazada de su bebé.
Con una sacudida de su cabeza, Griffin dio un paso atrás. Quizá tuviera fiebre, después de todo. Lo que decía aquella mujer no tenía ningún sentido.
–¿Dónde está tu marido?
–Yo no tengo exactamente marido.
–De acuerdo. Entonces tu novio.
–Tampoco tengo exactamente uno. O al menos no desde que me quedé embarazada.
–Pensaste que si te quedabas embarazada tu novio se casaría contigo, ¿verdad?
Una mujer le había intentado hacer aquello a él no mucho tiempo atrás. Él había querido hacer lo correcto. Tenía que hacerlo. La muerte de la madre de Griffin al dar a luz siempre lo había acosado. Él había estado insistiendo a sus padres que quería tener un hermanito y cuando había resultado que su madre estaba embarazada de una niña, no la había querido. Entonces, de repente su madre se había ido y también su hermana. Desde entonces se había sentido culpable y de alguna manera responsable.
Así que, años más tarde, naturalmente se sintió responsable por la mujer con la que se había acostado, Amanda Cook, hasta que descubrió que ni siquiera estaba embarazada. No era más que una busca fortunas, ansiosa por poner las manos encima del dinero que él había ganado dirigiendo una de las cadenas de electrónica más importantes del país. Él no caería en una treta como aquella de nuevo y desde entonces había despachado cualquier relación que siquiera supusiera un compromiso.
–¡Oh, no. Este no es el bebé de Rudy! Es el de Wayne.
–¿Wayne? –definitivamente aquella mujer tenía una intensa vida sexual, más de la que había conseguido mantener él últimamente–. ¿Y por qué no se casó contigo?
–Ya estaba casado con Isabella.
Ya entendía Griffin exactamente lo que había ocurrido.
–O sea que Isabella te pilló con su marido.
–No, por supuesto que no –Loretta pareció seriamente ofendida de que él hubiera sugerido siquiera aquella posibilidad–. Yo no haría una cosa así. Yo quería a Wayne como lo que era, mi tío carnal.
–¿Y por eso estás embarazada de su bebé?
Griffin había perdido el hilo de la historia en algún momento.
–Bueno, Isabella no podía tenerlo y alguien tenía que ayudarlos, así que me ofrecí yo. A Rudy no le gustó. Dijo que sentía que yo fuera una mercancía usada por estar embarazada de su bebé –le empezó a temblar la barbilla de nuevo y sus ojos de gacela se empañaron de lágrimas. No fue una cosa muy agradable de oír, ¿no cree?
Griffin no estaba seguro.
–Y es por eso por lo que de verdad necesitaba este trabajo, señor Jones. Pero de ninguna manera pienso irme a la cama con usted, así que ya puede olvidarse de esa idea desde ahora mismo.
–No ha sido idea mía. Pensaba… –maldición, no sabía en qué había estado pensando–. Mira, ¿por qué no nos sentamos un minuto y hablamos? Podemos empezar por el principio, tomar una taza de café y…
–Un té de hierbas sería mucho más beneficioso para su resfriado.
–Yo no tengo ningún resfriado.
–Por supuesto que lo tiene. Todo el mundo pilla resfriados en invierno, sobre todo durante las vacaciones. No es nada de lo que avergonzarse, pero podrá poner sus iones en forma en poco tiempo si me da la oportunidad de…
¿Cómo podía un hombre discutir con una mujer cuyos ojos le recordaban al chocolate caliente? Sobre todo con una mujer embarazada.
–De acuerdo, tomaremos ese té y me contarás todo acerca de Isabella y Rudy.
–No quiero hablar más de Rudy. No me casaría con él ni aunque me lo pidiera de rodillas.
Loretta se fue al otro lado de la encimera, abrió el armario y sacó una lata de lo que Griffin supuso sería su té mágico. Solo esperaba poder tragárselo. Sospechaba que Loretta Santana pondría aquella mirada de cierva herida en sus enormes ojos si no lo bebía hasta el final. Y para su eterno desmayo, siempre se había sentido perdido con las mujeres con lágrimas en los ojos. Algún día aprendería la lección.
–Bueno, podrías empezar por Wayne e Isabella –sugirió.
Con sorprendente eficacia, ella llenó un recipiente con agua caliente y lo colocó al fuego antes de sacar las tazas y los platitos de otro armario. No era una mujer alta, comprendió Griffin, quizá de un metro sesenta y cinco. Sus rasgos eran delicados y sus mejillas preciosamente esculpidas. Él había oído que las mujeres embarazadas adquirían un brillo especial. Curiosamente, no quería pensar en el proceso que la había dejado embarazada ni en el hombre que había tenido aquel privilegio. O en los riesgos que una mujer pequeña como ella podría correr, los mismos riesgos que habían matado a su madre.
–Le he preparado un guiso de pollo por si tiene hambre. Rodgers no estaba seguro de que viniera a cenar.
–¿Has hablado con Rodgers?
–Sí, me ha dado una orientación completa del trabajo. A la hora que se levanta por las mañanas, lo que le gusta para desayunar, ese tipo de cosas.
–¿Sabía él que eras mujer?
Ella lo miró por encima del hombro.
–Creo que probablemente lo notara.
Él sonrió.
«¡Vaya pregunta más tonta, Jonesy! Normalmente eres más fino con las damas».
–Solo pensaba que era raro que Rodgers estuviera de acuerdo en que su sustituto fuera una mujer.
–Le dije que sabía escribir a máquina.
–¿Y por qué le iba a importar a Rodgers que supieras escribir a máquina?
Dándose la vuelta, ella plantó las manos donde solía estar su cintura.
–Me dejó muy claro que no solo sería su mayordomo, sino su secretaria personal, para filtrar llamadas de teléfono, mantener su agenda al día y ese tipo de cosas. Yo le aseguré que estaba más que capacitada para las tareas de secretaria.
Entre toses, Griffin se atragantó de nuevo. Como parte de su trabajo, Rodgers se aseguraba de que Griffin no fuera interrumpido cuando estaba en compañía de una mujer manteniendo a raya las llamadas de teléfono, sobre todo cuando eran de otra mujer.
–¡Oh, Dios! Ese resfriado suyo es horrible. Creo que será mejor que le prepare un caldo de pollo. ¿Sabe? No hay nada mejor que…
–No –contestó él.
–La verdad, señor Jones, creo…
–¡Siéntate!
Loretta se sentó en la silla más cercana a la mesa de nogal con los ojos abiertos como platos.
–No voy a hacerte daño –aseguró él.
Ella asintió vigorosamente como una de esas muñecas chinas cabeceantes.
–Solo voy a explicarte por qué esto no va a salir bien, el que seas mi mayordomo, me refiero. No es nada personal, espero que lo entiendas. Es simplemente que eres una mujer.
«Y embarazada», añadió para sus adentros.
Intentando componerse, Griffin se metió las manos en los bolsillos del pantalón. Las mangas de la americana se tensaron contra sus músculos y decidió quitársela.
–Señora Santana, hay ocasiones en que me visitan jóvenes señoras. Jóvenes atractivas con las que a veces tengo relaciones íntimas.
Un fuerte sonrojo ascendió por el cuello femenino y tiñó sus mejillas dramáticamente esculpidas.
–Yo no soy quién para juzgar los actos de los demás, señor Jones.
–Sí, bueno… –se aclaró la garganta–. A esas jóvenes puede que no les haga gracia que tenga a una adorable joven como usted como mi… empleada.
Y mucho menos a una sexy mujer embarazada, sospechaba. Y de lo que sí estaba seguro era de que a él no le gustaba la idea. Él no quería ser responsable. ¿Y si se caía… o entraba en un parto prematuro? Podían pasar miles de cosas.
–No se me ocurriría interferir en su vida personal, señor Jones. Ni siquiera me verán, si eso es lo que usted quiere. Seré más silenciosa que un ratón –el color de sus mejillas pasó del rosa al escarlata al alzar la barbilla con un gesto de obstinación–. Además, no puede discriminarme porque sea mujer. El gobierno no lo permite. Una mujer tiene ciertos recursos en la actualidad.
Él frunció el ceño. Había tenido un día muy largo, la competencia le estaba ganando terreno y ahora tenía a una mujer embarazada lanzando una velada amenaza de denuncia. ¡No le gustaba nada!
–Además, si considera discriminarme por estar embarazada, debería saber que cuarenta y dos de los cincuenta estados tienen leyes en contra de dicha discriminación. Y California es uno de ellos.
Griffin tardó un momento en comprender que el silbido que oía era el de la tetera. Frunciendo el ceño hizo un gesto para que ella fuera a apagar el fuego.
Loretta saltó de la silla como si la hubieran pinchado. En la encimera, se apresuró con las bolsas de té mientras Griffin sopesaba sus opciones. Desde luego, sacar a la fuerza a Loretta Santana de la casa no era una de ellas, aunque era lo que le hubiera gustado. Pero nunca le haría eso a ninguna mujer y mucho menos a una embarazada.
Maldición. ¿Por qué la anciana madre de Rodgers había tenido que empeorar? Siempre había estado al borde de la muerte, por lo que Griffin podía recordar.
La única razón por la que él tenía mayordomo era porque Rodgers había estado con su padre toda la vida. Cuando su padre había muerto hacía un par de años, Griffin había heredado al mayordomo junto con una empresa multimillonaria. Una herencia que ningún hombre podría rechazar.
Loretta colocó una taza frente a él. Para asombro suyo, olía de maravilla, a una mezcla de pino de bosque y de rosas de primavera. Griffin se sentó y dio un sorbo. Quizá le aliviara el picor de garganta que le había estado molestando todo el día.
–Entonces dime por qué quieres ser mi mayordomo.
Ella se reclinó contra el asiento enfrente de él. En un mundo de sirenas, ella sería una ganadora: frágil y vulnerable. Y sin embargo, había algo en la forma en que mantenía la cabeza erguida que sugería una obstinación que sería mejor no provocar.
–Fue el único trabajo que me ofreció la agencia –sus frágiles hombros se encogieron un poco–. Es difícil encontrar mayordomos en la actualidad. El salario no es especialmente bueno, ¿sabe? Y yo necesitaba el trabajo de verdad para poder obtener el seguro médico para mí y para el hijo de Isabella.
La mirada de él se deslizó hacia su vientre, oculto por la mesa.
–¿Vas a tener el hijo de otra persona?
–Mi tía había intentado muchos años quedarse embarazada y cuando llegó a los cuarenta empezó a desesperarse. Decidieron probar con una madre de alquiler y yo me ofrecí.
Ah, Isabella y Wayne. El té de hierbas definitivamente le estaba despejando la cabeza.
–Entonces… ¿no te quedaste… de la forma habitual?
–¡Oh, no! Eso es algo horrible de pensar acerca de mi tío Wayne.
–¿Y no había otra persona que pudiera hacer el trabajo?
–Mis otras tías son demasiado mayores y mis primas ya tienen niños, aparte de que sus maridos eran muy reacios a la idea. Además, la mayoría de ellas no tuvieron embarazos fáciles.
Griffin apretó los dientes. Quizá los embarazos difíciles fueran genéticos en su familia; embarazos con riesgos incluso.
–¿Y no pudo Wayne contratar a otra persona? No le hubiera costado mucho más que…
–Somos una familia, señor Jones. Cuando la familia tiene problemas, uno hace lo que tenga que hacer.
–Yo no le dedicaría a mi tío ni un minuto y mucho menos me quedaría embarazado por él –masculló Griffin.
Además, su tío Matt era la competencia, el director de la compañía electrónica que tenía a su empresa de cabeza.
Loretta lanzó una carcajada musical.
–No creo que su tío le pida que se quede embarazado.
–Probablemente no –acordó él con una sonrisa. Ni tampoco podía imaginarse a su tía, que parecía más seca que un cardo, pidiéndole que la fecundara. Se estremeció ante la idea–. Entonces, ¿para qué necesitas el seguro médico? Yo diría que lo lógico es que tus tíos corrieran con los gastos.
–Mis tíos murieron en un accidente de coche.
–¿Qué? Lo siento. ¿Pero no te dejaron algo con lo que…?
–No eran ricos, señor Jones. No como usted. Y estoy segura de que ni siquiera pensaron nunca en hacer testamento. E incluso aunque lo hubieran hecho, después del doble funeral no hubiera quedado suficiente para pagar mis facturas de médicos… o las del niño.
¡Dios, cómo odiaba aquellas historias dramáticas, sobre todo cuando parecían reales!
–¿Te ha estado viendo algún médico?
–¡Claro! Ellos pagaron por adelantado mis cuidados prenatales y el doctor ha sido lo bastante bueno como para no cobrarme ningún extra. Pero el parto no entra en ellos, ni del hospital o el pediatra.
Los ojos empezaron a brillarle de nuevo como diamantes en un lago de chocolate.
–Incluso si te dejara trabajar para mí, que no te he dicho que lo haga –añadió con rapidez al ver el brillo de sus ojos–, ¿no diría el seguro que había unas condiciones preexistentes? No cubrirán…
–Eso funciona diferente por completo en las agencias de trabajo temporal. Si duro lo suficiente, estoy cubierta desde el día en que empecé a trabajar para ellos. Es la zanahoria que extienden para mantener a los empleados trabajando más tiempo.
–Entonces, ¿ya has trabajado para esa gente antes?
Asintiendo, Loretta dio un sorbo a su té.
–Muchas veces. Trabajo con ellos desde que empecé la universidad.
–¿Universidad?
Ella alzó la barbilla con determinación.
En algún momento, el pelo largo que se había recogido en una coleta se le había soltado y los mechones sedosos besaban la fina columna de su cuello.
–Voy a ser la primera persona de toda mi familia que se gradúe en la universidad. He completado 136 unidades en la Universidad de California de Los Angeles.
–Esas son muchas unidades.
Más de las que Griffin tenía y él ya había conseguido su graduación.
–Me hubiera graduado ya, pero he cambiado varias veces de especialidad. Y ellos no dejan de cambiar los requisitos.
–Sí, eso te puede retrasar.
–Así que todavía me falta un año o así para acabar y ahora con lo del bebé… –se encogió de hombros–, puede que tarde un poco más.
Quizá debería haber pensado en ello antes de aceptar tener el hijo de otra mujer. Griffin no quería tener nada que ver con Loretta y su historia melodramática. Desde luego, no la quería como su mayordomo.
Pero no podía precisamente echarla a la calle en mitad de la noche.
–Mire, señorita Santana…
–Puede llamarme Loretta si quiere. En las clases aceleradas para mayordomo me dijeron que estaba bien si a mi jefe le resultaba más cómodo.
–Sí, bueno… –Maldición, ya le costaba bastante despedir a la gente incluso aunque fuera incompetente y, hasta el momento, Loretta no había hecho nada mal–. La verdad es que actualmente no necesito ningún mayordomo.
–¡Por supuesto que lo necesita! Rodgers me aseguró, en confianza, que usted lo entendería, que había días en los que no conseguía arreglárselas sin él. Supongo que no será usted terriblemente organizado.
Griffin frunció el ceño.
–¿Ha dicho eso Rodgers?
–¡Oh, sí! Pero no debe preocuparse de que lo decepcione. Yo soy la persona más organizada que conozco.
Parecía muy segura de sí misma, pero Griffin no estaba seguro.
–Sigo pensando que no creo…
Entonces sonó el timbre de la puerta.
–Yo abriré –Loretta se levantó tropezando contra la mesa con la enorme tripa y tirando la taza de té–. ¡Oh, Dios! Lo limpiaré en un minuto. No lo toque.
–¿Por qué no abro yo la puerta mientras tú…?
–No, no, abrir la puerta es mi trabajo. Me han enseñado bien lo que tengo que hacer.
¿Enseñarle a abrir la puerta? ¿Era eso lo que aprendía en las clases aceleradas? Griffin apenas podía imaginarse lo que podría incluir un curso tan corto.
Oyó a Loretta abrir la puerta y recibir al visitante.
–Siento terriblemente que no haya llamado antes, señorita. El señor Jones tiene un fuerte resfriado y sería más prudente para él no tener visitas esta tarde.
Una voz femenina que Griffin no pudo reconocer del todo contestó:
–No, espera un minuto –murmuró él dirigiéndose a la puerta principal.
Tampoco tenía un resfriado tan fuerte.
–Estoy segura de que entenderá que el señor Jones solo piensa en su bienestar. No quiere exponerla a un virus al que su sistema inmunológico tardaría semanas en combatir.
Griffin divisó a una pelirroja en la puerta, una actriz de opereta que estaba causando gran atención en la escena social. Griffin llevaba semanas intentando salir con ella.
–Hola, Aileen. Me alegro de verte. Pasa.
Intentó apartar a Loretta a un lado, pero esta no se movió de su puesto en la puerta.
Aileen lo miró con desdén aristocrático antes de dirigirle a Loretta una mirada cortante como una cuchilla.
–No recuerdo que me hayan despedido nunca de una forma tan interesante, Griffin.
–No, no lo entiendes. Es mi mayordomo.
–¿De verdad? ¡Qué conveniente para ti!
Dándose la vuelta, bajó airosa los escalones desapareciendo de la escena como una artista.
Griffin maldijo para sus adentros y la siguió hasta el brillante Porsche. Intentó hablar con Aileen y hacerla entender, pero solo recibió una fría respuesta:
–Llámame cuando tu mayordomo vuelva de Inglaterra. Si es que lo hace alguna vez.