Una dama de ciudad - Leanne Banks - E-Book

Una dama de ciudad E-Book

Leanne Banks

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Beschreibung

¿Hasta dónde estaría dispuesta a sacrificarse una chica de ciudad para estar en los fuertes brazos de la ley? Desde que la coordinadora de voluntarios Lissa Roarke apareció en el pueblo con su elegante maleta y su actitud cosmopolita, el sheriff Gage Christensen ha estado nervioso y malhumorado. Todo en Lissa parece molestar a Gage. Y, queridos lectores, ya sabéis lo que eso significa. Solo es cuestión de tiempo que esos dos extremos opuestos encuentren su camino… ¡juntos! Pero el guapo sheriff de Rust Creek y Lissa tienen un duro camino por delante. ¿Podrán superar el Cielo de Montana y la Gran Manzana las primeras heladas?

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Seitenzahl: 210

Veröffentlichungsjahr: 2014

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Harlequin Books S.A.

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una dama de ciudad, n.º 93 - septiembre 2014

Título original: The Maverick & the Manhattanite

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4605-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

TENGO la maleta hecha y estoy lista para incorporarme a mi puesto como coordinadora jefa en Bootstraps, una organización benéfica con base en Nueva York. Estoy preparándome para viajar de mi mundo a otro completamente distinto. Voy a cambiar el metro, los teatros, la moda y los atascos por un pueblecito de Montana que ha estado a punto de quedar destruido por una inundación.

Se acabaron para mí las comodidades del apartamento y las aceras bien pavimentadas. Me enfrentaré al barro, supongo que habrá mucho. Y supongo que no me encontraré a mucha gente de Wall Street en un pueblo llamado Rust Creek Falls. Pero habrá vaqueros… y siempre he sentido curiosidad por los vaqueros.

Lissa Roarke

Chelsea, la compañera de piso de Lissa, giró la copa de vino mientras sacaba una bota de la maleta de Lissa. La miró con disgusto.

—No puedo creer que vayas a ponerte esta cosa tan fea.

—Oye, son estupendas —afirmó Lissa—. Son resistentes a la lluvia, calientes y transpirables. Tienen suela de goma aislante.

—Pero son horribles —insistió Chelsea volviendo a dejar la bota en la maleta abierta de Lissa. Le dio un sorbo a su copa—. Sé que quieres ayudar a la gente, pero, ¿estás segura de que esto es una buena idea? Debe haber un montón de cosas más que puedas hacer aquí.

—Esta es una gran oportunidad para mí. Voy a ser la coordinadora jefa. Además, mi parte del alquiler está pagado y tú tendrás la oportunidad de ser la reina de nuestro pequeño gallinero —afirmó Lissa dándole un abrazo a su compañera.

—Pero te voy a echar de menos —admitió Chelsea—. Y he trabajado muy duro para mejorar tu estilo.

Chelsea trabajaba en una revista de moda femenina, y estaba convencida de que una de sus misiones en la vida era ayudar a todo el mundo a vestirse con más elegancia y estilo. Volvió a mirar la maleta de Lissa y soltó un sonido reprobatorio por la nariz.

—¿No podrías al menos incluir algún pañuelo de Givenchy, o un jersey Burberry? Ya te he dicho muchas veces que un par de prendas buenas pueden crear una gran diferencia.

Lissa contuvo una carcajada.

—Chelsea, tengo que ir preparada para trabajar. Tengo que darles a esas personas la impresión de que estoy ahí para ayudarles si quiero que me tomen en serio. No han recibido ni la atención ni la ayuda suficiente a nivel nacional. Ninguna estrella del rock va a hacer un concierto en su beneficio, y por lo que he oído, la mayor parte del pueblo ha quedado inundado.

Chelsea suspiró.

—Sí, supongo que sí —dijo antes de dar otro sorbo a su copa—. Eres una buena persona. Te voy a echar mucho de menos.

—No tendrás que compartir el baño —le recordó Lissa.

—Bueno, visto así… —bromeó Chelsea—. Chao. Voy a dejarte un regalito en la maleta para cuando lo necesites. Seguramente mañana por la noche —murmuró entre dientes.

—No tienes que hacerme ningún regalo —aseguró Lissa.

—Claro que sí. Tengo poca conciencia, pero sé que esto está bien.

Chelsea salió de allí con expresión sombría mientras Lissa comprobaba una vez más la lista y hacía los últimos preparativos para el viaje. Estaba nerviosa y muy emocionada. Era su primer trabajo como coordinadora jefa. No podría explicárselo nunca a Chelsea ni tampoco a su familia de triunfadores, pero ella se había cansado de la vida de la ciudad y estaba deseando verse en un ambiente completamente distinto. Sus aportaciones diarias a su blog se habían vuelto deprimentes. Sus padres siempre le habían aconsejado que no pusiera demasiada energía en su gran pasión, la escritura. Pensaban que debía centrarse en algo más práctico. Trabajar en Bootstraps le había ofrecido una oportunidad única para ayudar a otras personas y compartir sus experiencias en su página Web.

Aunque sabía que su estancia temporal en Montana sería todo un desafío, estaba deseando sentir el aire fresco y ver los grandes cielos azules y los espacios abiertos.

Y a los vaqueros. No lo admitiría delante de nadie, pero sentía fascinación por los vaqueros desde hacía mucho tiempo. Quería saber más sobre ellos, los de verdad, y al parecer en Montana había muchos. Lissa sintió una punzada de culpabilidad al pensar que Chelsea creía que se estaba sacrificando al ir a Montana.

Cerró los ojos y apartó de sí aquel pensamiento. Su prioridad era ayudar a la comunidad de Rust Creek Falls, y estaba decidida a hacerlo de verdad. Los vaqueros no eran más que la guinda de aquel trabajo.

El sheriff Gage Christensen le dio otro sorbo a su café en la oficina mientras entraba en la salita y escuchaba a Charlene Shelton, una de las voluntarias de la tercera edad, dar su informe semanal sobre cómo estaban arreglándoselas los ancianos de su jurisdicción. En cuanto empezó su trabajo como sheriff, Gage se dio cuenta de que era mucho más fácil escoger a un voluntario para que fuera a ver a los ancianos que esperar a que estos llamaran.

—He hecho mis llamadas. Todos parecen estar bien. Puede que Teresa Gilbert necesite que alguien la lleve al médico la semana que viene, así que necesitaremos a un voluntario con coche. El único que no me ha contestado la llamada ha sido Harry Jones, pero ya sabes que es muy obstinado, siempre lo ha sido. Y desde que murió su mujer, el año pasado, todavía más.

—Le diré a Will que vaya a verle —dijo Gage refiriéndose a su ayudante—. No le importará.

—Me preocupan las personas que todavía están en caravanas —continuó ella—. El invierno se acerca, y no creo que esas caravanas baratas aguanten nuestras tormentas de nieve.

Gage sintió un nudo en la garganta. Estaba de acuerdo con Charlene, pero llevaría su tiempo recomponer el pueblo después de la inundación que habían sufrido.

—Estamos todos trabajando en ello, Charlene. De hecho, viene de camino una mujer de una organización solidaria del Este. Llegará esta tarde.

—¿Del Este? —repitió Charlene, al parecer encantada con la noticia—. ¿De qué parte del Este?

Gage vaciló.

—Nueva York.

Se hizo un breve silencio.

—Bueno, supongo que allí tienen experiencia con las inundaciones, pero aquí no tenemos metro ni rascacielos.

—Lo sé, pero no estamos en disposición de rechazar ninguna ayuda. Tenemos que avanzar lo más posible antes de que llegue el duro invierno.

—Sí, son tiempos duros. Ojalá Hunter McGee estuviera todavía entre nosotros —murmuró Charlene.

La mención del alcalde le atravesó como una daga. No pasaba ni un solo día en el que no pensara en la muerte del alcalde durante la tormenta. Gage se culpaba. Sus padres le habían convencido para que fuera a un rodeo fuera del pueblo aquel fin de semana, y Hunter había accedido a cubrirle. Cuando se desató la tormenta, Hunter salió a toda prisa a responder a una llamada. Un árbol cayó sobre su coche, y murió de un ataque al corazón.

—Nadie podría reemplazar a Hunter —aseguró Gage.

—Eso es verdad, pero tenemos suerte de que tú seas nuestro sheriff, Gage. Has trabajado sin descanso para ayudarnos —afirmó Charlene.

—Siempre se puede hacer más —dijo él.

En aquel momento oyó una risa ronca y femenina y se preguntó de quién se trataba. Fue un sonido sexy que le distrajo.

Gage miró fuera del despacho y vio a su ayudante de veintiún años, Will Baker, entrando en la oficina con una pelirroja esbelta a su lado. Era una mujer joven de cabello de fuego, piernas largas y aire de seguridad en sí misma.

—Hola, Gage, esta es Lissa Roarke, vengo de recogerla en el aeropuerto. Necesita alguien que le enseñe el pueblo. Yo puedo hacerlo.

Gage apartó la mirada de los ojos de la mujer y contuvo una sonrisa. No le sorprendía que Will se ofreciera a enseñarle el pueblo a la neoyorquina. Estaba prácticamente babeando encima de ella.

—No es necesario. Vickie, la recepcionista, tiene que irse antes, así que quiero que te quedes en recepción un par de horas.

Will puso cara de decepción.

—Ah, bueno. Lissa, si me necesitas para cualquier cosa puedes llamarme. Te anotaré mi número. Llámame cuando quieras.

—Gracias, Will. Y gracias por recogerme en el aeropuerto y llevarme a la posada antes de traerme aquí. Conduces mucho mejor que la mayoría de la gente de la ciudad.

Will estiró la espalda.

—Aquí nos tomamos la conducción muy en serio.

Gage se aclaró la garganta.

—Will, gracias por recoger a la señorita Roarke. Vickie te está esperando —se acercó a la pelirroja y le tendió la mano—. Soy el sheriff, Gage Christensen. Agradecemos su ayuda.

—Por favor, llámame Lissa —dijo ella con un tono de voz ronco y sexy estrechándole la mano.

Tenía una mano pequeña y suave. A Gage le costó trabajo imaginar aquella mano delicada haciendo un trabajo duro. La larga y rizada melena pelirroja le caía en cascada por los hombros, y no parecía preocupada por tratar de domarla. Tal vez no fuera tan estirada como Gage se temía. Había conocido a unas cuantas mujeres de ciudad y la mayoría parecían obsesionadas con el pelo y las uñas. Los ojos azules de la joven tenían un brillo inteligente y curioso.

—Llámame Gage —le pidió él—. ¿Quieres comer algo antes de que te enseñe el pueblo? —señaló con la cabeza hacia la mesa de al lado del escritorio, que estaba llena de comida—. La gente siempre nos trae comida. Es muy generoso por su parte, pero si me comiera todo lo que traen estaría como un elefante. A veces me pregunto si no estarán intentando matarme en secreto —bromeó.

Lissa soltó una breve carcajada.

—Seguro que solo quieren demostrar su agradecimiento. Pero no tengo hambre, he comido durante la escala del vuelo. Estoy deseando conocer Rust Creek Falls. Estuve una vez en Thunder Canyon cuando se casó uno de mis primos y me encantó.

—Será mejor que te avise de que Rust Creek es muy distinto a Thunder Canyon. Thunder Canyon tiene un hotel de primera clase y muchas tiendas. Aquí contamos con lo mínimo. Para todo lo demás, tenemos que ir a la ciudad. Y las cosas no están tampoco muy bonitas tras la inundación.

—No pasa nada —afirmó ella—. Tengo algo de experiencia con inundaciones. Vivo en Nueva York.

—Me lo creo. Vosotros habéis sufrido desastres naturales que parecían auténticas catástrofes en las noticias —comentó Gage guiándola fuera hacia el coche patrulla.

—Créeme, es peor vivirlo en primera persona —dijo ella tomando asiento en el lugar del copiloto.

Aunque no tenía mucha confianza en que una señorita de Manhattan fuera capaz de ayudar mucho a Rust Creek Falls, Gage estaba decidido a ser educado. Le costaba trabajo creer que una chica de ciudad pudiera entender de verdad las necesidades de un pueblo pequeño. Condujo calle abajo, señalando los negocios que habían sobrevivido a la inundación.

—Tuvimos suerte. La mayoría de las construcciones importantes no resultaron afectadas —dijo señalando el ayuntamiento mientras giraba por Main Street—. Y gracias a Dios, la tienda de Crawford esquivó la avalancha de agua. Ahí lo compramos todo, provisiones y comida. Y la iglesia está intacta. Por cierto, el reverendo es un buen hombre y te podrá ayudar mucho.

—Es bueno saberlo —dijo Lissa—. Intentaré conocerle cuanto antes.

Gage tomó otra desviación.

—Una de las mayores pérdidas ha sido la escuela de primaria. Las profesoras están dando las clases en su casa. El pueblo no tiene suficiente dinero para reconstruirla.

—Eso es terrible —murmuró ella tomando notas en una libreta pequeña—. Me gustaría que esa fuera mi prioridad a la hora de recaudar fondos.

—Esta es la zona más afectada. La mayor parte de las casas se perdieron o resultaron dañadas en estas calles, incluida la casa de mi hermana.

—¿Podemos parar para que pueda echar un vistazo dentro de las casas?

—Claro —Gage detuvo el coche a un lado del camino y la acompañó al interior de una casa que no estaba cerrada.

—Vaya, la puerta está abierta. ¿No tenéis problemas de robo por aquí? —preguntó Lissa.

—No mucho. La gente se llevó sus objetos de valor cuando se mudaron con su familia o a la zona de las caravanas —contestó Gage.

Ella asintió, entró y miró a su alrededor. Pateó el suelo de madera con el pie.

—Esto está bien —dijo mirando a su alrededor, a la estancia vacía—. Se han llevado la mayor parte de las cosas susceptibles de formar moho, como los muebles, las cortinas y las telas. Conozco unos especialistas en moho que vendrán en los próximos días.

—Me pregunto cómo vas a hacer venir a esos profesionales aquí, al medio de la nada. Hemos explotado al máximo nuestros contactos en Thunder Canyon y en Kalispell, pero también tienen que ganarse la vida. No pueden trabajar gratis eternamente.

Ella le miró y asintió.

—Por eso estoy yo aquí, para rellenar esos huecos. Recuerdo haber leído algo sobre el poblado de caravanas. Podré obtener la ayuda de algún especialista de los que todavía estén por aquí. ¿Puedes enseñarme más áreas afectadas?

—Claro —dijo Gage cuando pasó por delante de él para salir de la casa.

A pesar de llevar botas de trabajo, caminaba con gracilidad y tenía un rostro fresco y natural. Era una persona más práctica de lo que él esperaba, pensó Gage. Podría distraerle, y no era lo que necesitaba.

Gage la llevó a varios ranchos que habían resultado dañados y habían perdido animales, y se dio cuenta de que Lissa seguía tomando notas.

—¿Tu casa también sufrió daños? —le preguntó ella.

—La planta de abajo quedó destrozada. Perdí muchos papeles personales y fotos. Por el momento estoy viviendo en una caravana —dijo Gage.

—Oh, lo siento mucho —contestó ella—. Ha debido ser horrible.

Su simpatía se deslizó por él como el agua fresca sobre la piel caliente.

Gage pensó en el alcalde que había muerto en la inundación, y todo su interior se negó a aceptar la amabilidad de Lissa.

—No es para tanto —afirmó con sequedad—. Algunas personas perdieron la vida.

—Sí, por supuesto —murmuró ella con tono de disculpa—. No era mi intención…

—Creo que ya has visto suficiente como para empezar. Te llevaré de regreso a la posada —dijo Gage con aspereza.

Por mucho que quisiera ayuda para Rust Creek, no esperaba que estar al lado de aquella voluntaria le recordara todo lo que había sido incapaz de hacer por la gente, ya que estaba fuera del pueblo. Desde que había vuelto había empleado cada minuto para intentar ayudar a los habitantes del pueblo a recuperarse, pero se trataba de un proceso lento. Demasiado lento para él.

Lissa subió los escalones de madera que llevaban a su habitación. Sentía como si le hubieran retirado el viento de las velas. Había empezado el día con esperanza y decisión, y aunque la devastación de la inundación le llegó al alma, se sentía optimista cuando el sheriff la llevó a ver el pueblo.

Por supuesto, no le molestaba que fuera alto, delgado y con músculos en los lugares adecuados, ni que caminara con paso sexy y seguro de sí mismo. Le gustaba su voz grave. Todo en él exudaba seguridad en sí mismo. Tal vez tuviera sus dudas respecto a algunas cosas, pero Lissa estaba convencida de que no perdía el tiempo preguntándose qué pensaba la gente de él.

Al mismo tiempo, su mirada melancólica sugería algo de tristeza. Se notaba que sentía el peso de la ayuda a su comunidad desde la inundación.

Lissa abrió la puerta de la habitación que iba a ser su hogar durante el próximo mes y miró la cama de aspecto cómodo, la cómoda con cajones, el pequeño frigorífico y la cafetera. Le sorprendió ver un sándwich, patatas y una botella de agua con una nota:

Supongo que te apetecerá algo de esto después de un día tan largo. Si podemos ayudarte en lo que sea, dínoslo.

Melba.

Lissa sonrió. La amabilidad de Melba Strickland, la dueña de la posada, la conmovía. En Manhattan no habría sucedido nunca algo así, de eso estaba segura. Se quitó las botas y entró en el minúsculo cuarto de baño para lavarse las manos y la cara. Lo único que quería era ponerse el pijama, darle un par de mordiscos al sándwich y meterse en la cama. Abrió la maleta y decidió que ya desharía el equipaje en otro momento. Al rebuscar en el fondo, encontró una caja que no recordaba haber guardado. La sacó y la abrió: dos botellas de vino tinto. Lissa se rio. Aquel debía ser el regalo de su compañera de piso.

Sacudió la cabeza, dejó la caja en la maleta y sacó el pijama. No necesitaba el vino. Necesitaba una buena noche de sueño y el chute de optimismo que esperaba conseguir al dormir bien.

Gage no llegó a su casa hasta pasadas las once. Se había pasado por el rancho de los Martin para ayudar a Bob Martin con la reparación del suelo de la cocina. La familia confiaba en poder regresar a su casa para Acción de Gracias, pero iban muy justos de tiempo. Gage no era ni fontanero ni electricista diplomado, pero crecer con su padre le había proporcionado muchos conocimientos prácticos.

Le preguntaría a Lissa Roarke si podía enviar a sus especialistas en moho a casa de los Martin. Pensó en ella, en su larga y rizada melena y en su actitud optimista. Si aspiraba con fuerza el aire, casi podía oler su perfume.

Gage torció el gesto. ¿En qué estaba pensando? Acababa de conocer a Lissa, y era una chica de ciudad por los cuatro costados. No era su tipo. Había salido con un par de chicas de ciudad a los veinte años, chicas que iban a visitar a sus parientes en Rust Creek Falls, y se había dado cuenta enseguida de que esas mujeres necesitaban más entretenimiento del que podía ofrecerles un pueblo tan pequeño.

Gage salió del coche y una oleada de viento frío le atravesó. Se estremeció y entró en la caravana en la que estaba viviendo ahora. Si se hubiera dedicado a arreglar su propia casa, podría estar viviendo ya allí desde hacía un mes, pero no le parecía justo. Familias enteras lo habían perdido todo en la inundación, así que pasaba la mayor parte de las tardes ayudando a los más afectados. Aunque la gente tenía sus propias necesidades, estaban más que dispuestos a ayudar a sus vecinos. Aquello era algo común en Rust Creek Falls, y una de las razones por las que se había dejado convencer para ser sheriff.

Había ocasiones en las que se planteaba dejar Montana, pero tenía las raíces muy clavadas allí. Su familia y la gente que le importaba. Llevaba el rancho en la sangre.

Una vez dentro de la caravana, Gage sintió cómo el viento sacudía su casa de metal. Se rio para sus adentros y se frotó las manos antes de girarse hacia la cafetera. A veces sentía como si estuviera viviendo en una lata. Se pondría a arreglar su casa en cuanto terminara de ayudar a las familias que lo estaban pasando peor.

Se quitó el sombrero y sacó un pijama de uno de los cajones de la cómoda. Se acercó a la cafetera, el café ya estaba hecho. A pesar del cansancio de tantas horas de trabajo, a veces le costaba dormirse, así que había empezado a tomar descafeinado por las noches.

Se sirvió una taza caliente y se sentó en el sofá frente a la televisión. La encendió y se preparó para perderse en el partido. Pero enseguida se le empezaron a cerrar los ojos. Parpadeó y se dio cuenta de que estaba más cansado de lo que esperaba.

Se cepilló los dientes y se lavó la cara. Luego se acostó en la cama. Suspiró y trató de no pensar en todo lo que tenía que hacer al día siguiente. Entonces, la imagen de una mujer pelirroja se deslizó en su mente como el humo por debajo de una puerta.

Gage sacudió la cabeza y apartó de sí aquella visión.

Lissa salió de la cama, encendió la cafetera de la habitación y se metió en la ducha. Necesitaría unos días para acostumbrarse al cambio horario de la zona. Aunque solamente hubiera dos horas de diferencia con respecto a Nueva York y estuviera acostumbrada a madrugar, las cinco y media era un poco temprano para ella. Aspiró el aroma del café y sacó un conjunto de ropa interior, vaqueros y un suéter mientras repasaba mentalmente la lista de las cosas que tenía que hacer aquel día. Luego se lavó los dientes y salió de la habitación.

El aroma a café recién hecho, a bollos de canela y a beicon frito provocó que se le hiciera la boca agua. Su plan era pasar por la tienda del pueblo y comprarse un yogur.

—El desayuno está casi listo —dijo la voz de una mujer—. Ven a la cocina.

Lissa entró en la cálida habitación y vio a Melba Strickland, la dueña de ochenta y pico años de la posada, friendo unas tiras de beicon en una sartén.

—¿Cómo te gustan los huevos, cariño?

—Oh, no tienes por qué hacer esto —aseguró Lissa fijándose en que había dos hombres sentados a la mesa—. Tenía pensado comer algo de camino a la oficina del sheriff.

—No hace falta que hagas eso cuando puedes tomar el mejor desayuno del pueblo —dijo Melba mirándola de reojo desde detrás de las gafas—. Además, no te vendría mal engordar un poco, y el desayuno está incluido en la habitación. ¿Revueltos o fritos?

—Revueltos, gracias —dijo Lissa sonriéndole a la mujer.

—Adelante, sírvete un poco de café —dijo Melba señalando hacia la cafetera y las tazas con la cabeza—. También hay zumo de naranja, por si te apetece. ¿Qué planes tienes para hoy?

—Conseguir más información sobre los daños de la inundación y tratar de averiguar cuál es la disposición del municipio. Mañana viene un especialista en moho. Como Montana es bastante seco, espero que no tengamos los mismos problemas que tuvimos con el huracán Sandy.

Melba sacudió la cabeza.

—El problema está en que no todo el mundo quiso renunciar a sus muebles. Yo lo repetí hasta la saciedad: tenéis que sacar todas esas cosas mojadas de casa si no queréis tener más problemas. Pero yo soy una anciana y no sé nada —Melba puso en un plato los huevos revueltos junto a una enorme porción de beicon y un bollo de canela—. Ahí lo tienes. Come.

—Oh, esto es demasiado… —Lissa se detuvo al ver la mirada fulminante que le lanzó Melba—. Tiene un aspecto delicioso. Gracias —dijo preguntándose si habría algún perro hambriento cerca con el que poder compartir tanta comida.

Se sentó al lado de un anciano que había dejado el plato limpio.

—Hola, soy Lissa Roarke.

El hombre asintió.

—Encantado de conocerte. Yo soy Gene Strickland, el marido de Melba.

—Supongo que no tendrás más hambre —le preguntó en voz baja.

Gene se rio y sacudió la cabeza.

—Ni hablar. Pero la distraeré cuando hayas terminado. Tal vez quieras servirte tú misma a partir de ahora. Melba cree que las mujeres de ahora están demasiado delgadas y su misión es cambiar eso.

—Gracias por el consejo —agradeció Lissa. No quería ofender a la dueña de la posada el segundo día.

Mientras Gene se terminaba el café, Lissa se comió los huevos, un trozo de beicon y un poco del delicioso bollo de canela. Cuando no pudo más, le hizo una señal a Gene con la cabeza.

Él asintió también.

—Oye, Melba, creo que tenemos una gotera en el tejado. ¿Quieres que la arregle?

Melba frunció el ceño.

—No tenemos ninguna gotera en el tejado. Más nos vale no tenerla —afirmó poniéndose en jarras—. Y aunque la tuviéramos, no te dejaría subirte al tejado a tu edad. ¿Te has vuelto loco? Enséñame de lo que estás hablando, Gene.

Gene sonrió y se levantó de la mesa.

—Creo que está en el lado que da al noreste —dijo—. Vamos a echar un vistazo.

—Bendito seas, bendito seas —susurró Lissa. Se puso de pie rápidamente y envolvió el resto del bollo para más tarde.

Cuando salió de la posada sintió una punzada de humedad en el aire frío. Miró al cielo. No había visto la previsión meteorológica, pero supuso que, con aquellas nubes, cualquier cosa era posible. Se encogió de hombros y se dirigió calle abajo hacia la oficina del sheriff. El tiempo no iba a detenerla.

Cuando entró en la oficina vio a Gage poniéndose el sombrero. Parecía que estaba preparándose para salir.

—Buenos días —saludó ella.

—Buenos días —contestó Gage—. Acabo de recibir un aviso de accidente, así que no podré acompañarte hoy.

Will se presentó voluntario al instante.

—Yo puedo hacerlo.

—Tú tienes que dar la charla sobre seguridad en el hogar a los niños, ¿te acuerdas? Vas a estar ocupado todo el día yendo a todas las ubicaciones en la que están dando las clases desde que perdimos la escuela.

Will torció el gesto.

—Se me había olvidado.

—Menos mal que a mí no. Las profesoras se hubieran enfadado mucho con los dos si no llegas a aparecer —afirmó Gage.

—Bueno, ¿y qué vas a hacer con Lissa? —preguntó Will—. No puedes dejarla tirada.

Gage suspiró.

—Tal vez pueda convencer a Gretchen Paul para que la lleve por ahí hoy.

Algo ofendida por la expresión, Lissa sacudió la cabeza.

—No quiero causar ningún problema. Tal vez pueda alquilar un coche.

Gage y Will se miraron.