Una gran aventura - Hannah Bernard - E-Book
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Una gran aventura E-Book

Hannah Bernard

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Beschreibung

¿Se atrevería a dar el gran paso? María sabía que era una ridiculez, pero le daban miedo las alturas y cualquier otra cosa mínimamente arriesgada. Entonces, ¿por qué había accedido a saltar desde un avión? Sí, también sabía que era una estupidez, pero la culpa era de su orgullo y de su necesidad de estar con Eddie, que iba a saltar con ella. El atrevido y aventurero Eddie, su primer amor, el mismo que la había rechazado hacía años con la excusa de que era sólo una chiquilla. Eddie no podía evitar darse cuenta de que María era ya toda una mujer... una mujer que lo atraía enormemente. El problema era que sabía que ella lo odiaba por todo lo ocurrido en el pasado. ¿Se atrevería a dar el paso para saltar del avión... y comenzar una vida junto a él?

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2005 Hannah Bernard. Todos los derechos reservados.

UNA GRAN AVENTURA, N.º 1975 - Diciembre 2012

Título original: The Marriage Adventure

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2005

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-1264-2

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

El río fluía impetuoso y turbulento.

María tiraba piedras al agua desde una roca. Se hundían.

Cuando se le acabaron, trenzó unas hierbas imitando la forma de un kayak. También la embarcación fue devorada por la corriente. ¿Por qué sus padres pensaban que descender por un río como aquél podía ser divertido?

En unas horas ella sería la víctima a merced de las aguas. Desaparecería bajo la superficie y no podría respirar. Las nociones de arriba o abajo perderían significado en medio de aquella asfixiante masa de líquido en perpetuo movimiento.

Se estremeció. Todavía la esperaban dos semanas de tortura antes de volver al colegio.

–¡Hola!

María se volvió y descubrió a Eddie con las manos en los bolsillos. Era tan guapo... pero no debía descubrir lo que sentía por él. Además, era mucho mayor que ella.

–¡Hola!

–Tus padres te están buscando.

María se dio cuenta de que debía de ser la hora de comer. Tenía hambre, pero estaba segura de que si comía, vomitaría en cuanto se subiera a la canoa y empezaran el agitado descenso.

–Ya voy –se puso en pie y echó una última ojeada a las profundas y revueltas aguas del río.

No comprendía por qué los demás disfrutaban de algo que a ella le espantaba. Odiaba el deporte de aventura.

Caminaron juntos varios minutos antes de que notara que Eddie la miraba con curiosidad. Giró la cara hacia el lado contrario para ocultar un par de lágrimas que asomaban a sus ojos. Eddie se detuvo y se cruzó de brazos.

–¿Qué te pasa?

–Nada.

–No es verdad. Estás llorando. ¿Quieres que vaya a por tu madre?

María se pasó el dorso de la mano por la cara y sacudió la cabeza.

–No. Y no les digas que he llorado.

–Seguro que te pasa algo con un chico. A tu edad las niñas lloran por esas cosas.

–¡No soy una niña!

–Pues lloras como un bebé.

–¡Cállate!

–Seguro que se trata de un chico –repitió Eddie en tono burlón.

–No es verdad. Es por ese estúpido río –dijo al fin María.

–¿Qué le pasa al río? –preguntó él, desconcertado.

–Tengo miedo –María sintió tal alivio al expresar su temor que ya no pudo parar–. Odio las aventuras. No me gusta estar asustada, ni sentir que me ahogo –se puso en cuclillas y arrancó unas briznas de hierba–. Soy una cobarde.

–No es tan peligroso. Tus padres no te obligarían a hacer algo que lo fuera. Además, te han entrenado para el descenso en canoa.

–Ya lo sé. Pero sigo teniendo tanto miedo que casi no puedo respirar.

Eddie se acuclilló a su lado.

–Si realmente no quieres hacerlo, deberías decírselo a tus padres.

–¡No! –gritó María. No podía soportar la idea de que sus padres descubrieran su secreto–. Nunca se lo diré. Prométeme que tú tampoco.

–Entonces, ¿qué piensas hacer?

–Nada –María apretó los labios y tiró con fuerza de la hierba. No podía hacer nada. Su problema no tenía solución.

–¡Críos...! –masculló Eddie. Y María pensó que no tenía derecho a llamarla cría cuando él lo había sido hasta hacía muy poco–. Vámonos antes de que los demás empiecen a preocuparse.

Dos horas más tarde, sus padres y Eddie bajaban los kayaksal río. Ella llevaba los remos y su corazón se encogía a medida que se acercaban al agua.

–Está muy crecido –dijo su padre con una sonrisa–. Va a ser un descenso fantástico.

María comenzó a temblar. Para disimular, se entretuvo atándose las zapatillas. De pronto, oyó un grito. Al volverse, vio a Eddie apoyado contra una roca, mascullando y jurando al tiempo que se llevaba la mano al pie.

–¿Estás bien? –preguntó su madre.

–Me he torcido el tobillo. Se me está hinchando.

–Con lo buen escalador que eres, ¿cómo puedes torcerte el tobillo caminando en llano? –preguntó el padre de María.

Eddie tenía el rostro contraído por el dolor pero sonrió.

–Ya ves, Harlan. No soy perfecto.

–Deja que lo mire –dijo la madre. Eddie la detuvo con un gesto de la mano.

–No hace falta, Kara. Volveré a la cabaña y me pondré una bolsa de hielo.

–¿Puedes conducir?

–Claro que sí. Pero quizá necesite ayuda –Eddie miró a María.

Ella sintió un inmenso alivio.

–Yo me quedo contigo, Eddie, no te preocupes.

–No es justo que tú te pierdas el descenso –dijo su madre, dubitativa–. Ya me quedo yo.

–No. Es una de las actividades del próximo curso y tienes que probarla –exclamó María–. Ve con papá. Yo cuidaré de Eddie.

Vio que los adultos intercambiaban una sonrisa escéptica ante la idea de que una niña de catorce años cuidara de un chico de diecinueve, pero finalmente accedieron.

Eddie se apoyó en ella y caminaron hacia la furgoneta. En cuanto los kayaks estuvieron fuera del alcance de la vista, Eddie dejó de cojear y se adelantó a ella mientras María lo contemplaba con ojos abiertos como platos.

–¿Tú también te lo has creído? –preguntó él, volviendo la cara por encima del hombro.

–¿No te pasa nada?

Eddie puso los ojos en blanco al tiempo que abría la puerta de la furgoneta.

–Claro que no.

–¡Pero a ti te encanta el descenso de aguas turbulentas! ¿Has fingido lo del tobillo para que yo no tuviera que ir? –María no podía comprender por qué Eddie haría algo a sí por ella.

–Sube al coche, María. Vamos a la cabaña a que juegues con tus lápices.

–He traído carboncillo, no lápices –dijo ella airada, al tiempo que obedecía–. Los lápices son para niños.

Eddie le guiñó un ojo.

–¿Y tú no lo eres?

María apretó los dientes. Eddie se había hecho mayor súbitamente. Durante tiempo, y a pesar de que era mayor que ella, habían jugado juntos. Pero el año anterior Eddie había ido a la universidad y había vuelto convertido en un adulto.

Ella echaba de menos al viejo Eddie.

Entraron en la cabaña y se sentaron en silencio durante varios minutos, Eddie en el sofá, mirando al techo y María delante de la mesa, con su material de dibujo.

–No te molestes en darme las gracias –dijo él finalmente.

–Gracias –dijo ella a regañadientes.

–Vas a tener que contarles la verdad, niña. Tus padres creen que disfrutas con estas cosas. Yo también lo creía.

–No pienso decirles nada.

–¿Por qué no?

–Porque quiero ser tan aventurera como... –estuvo a punto de decir «tú»–. Mamá y papá. Lo conseguiré. Sólo necesito descubrir mi espíritu de aventura.

Eddie le dedicó una sonrisa que la hizo sentirse estúpida.

–¿Has leído eso en un libro?

–No. Acabo de pensarlo.

Eddie rió entre dientes, se incorporó y sacó el teléfono móvil del bolsillo.

–Ahora vete a jugar un rato a ver si descubres tu espíritu de aventura. Tengo que llamar a mi novia –le guiñó un ojo–. Me gustaría tener un poco de intimidad.

María salió malhumorada. Odiaba al mundo en general y a Eddie en particular.

Estaba segura de que su novia ya habría descubierto su «espíritu de aventura».

Capítulo 1

Allí estaba, sentado en el sofá.

María lo contempló desde el vestíbulo aprovechando que él no la había oído entrar.

Hacía tiempo que no coincidían.

La vida de Eddie había girado en torno al deporte de aventuras mientras ella se instalaba a pocos metros de sus padres y se dedicaba al arte, y a disfrutar de una vida tranquila y sin sobresaltos.

Aquélla era la primera vez que lo veía en varios años.

Estaba tan atractivo como siempre. Llevaba el pelo largo, rozándole los hombros. Siempre hacía lo mismo: se lo cortaba muy corto y luego lo dejaba crecer durante meses. Para María, era el único hombre al que le quedaba bien así.

Pero estaba decidida a tratarlo como lo que debía ser: el hermano que nunca había tenido. Y para demostrarse que podía actuar en consonancia, caminó de puntillas hasta ponerse detrás del sofá.

En cuanto alargó las manos para cubrirle los ojos, Eddie la sujetó por las muñecas y le hizo dar una voltereta que la dejó tumbada, con la cabeza apoyada en su brazo. María parpadeó.

–Hola, Eddie. Bienvenido a casa.

–Hola, María, ¿creías que no te oiría?

Su voz resonó en sus oídos dulce y profunda, tal y como la recordaba. Hizo ademán de incorporarse, pero Eddie la retuvo, cruzando el brazo sobre su estómago. María sonrió.

–Quería poner a prueba tus reflejos.

–¿Para saber si me estaba volviendo viejo?

Sus ojos eran de un azul tan oscuro que de lejos parecían marrones. A María siempre la había fascinado aquella ilusión óptica.

–Puede que estés mayor, pero todavía te falta mucho para ser viejo.

–Y recuerda que tú envejeces a la vez que yo.

–Felicidades, Eddie.

–Felicidades, María.

Cumplían años el mismo día y lo habían celebrado juntos hasta que Eddie empezó a considerarla una «chiquilla».

–Suéltame –dijo María–. Si mis padres nos ven así, creerán que su sueño de que acabemos casados puede llegar a cumplirse.

Eddie sonrió a la vez que enredaba un dedo en un mechón de su cabello.

–Ya sabes que siempre me ha gustado correr riesgos.

–Pero recuerda que a mí no.

–¿Todavía no has descubierto tu espíritu de aventura, niña?

–Ya no soy una niña. Y no. Me he dado por vencida.

Eddie arqueó una ceja.

–¿De verdad? ¿Y lo has hablado con tus padres? –preguntó, al tiempo que le tiraba suavemente del pelo.

–Sí. ¡Me estás haciendo daño!

Eddie le dedicó una sonrisa irresistible y María se lamentó de que no hubiera retrasado su vuelta lo suficiente como para que ya hubiera conocido al sedentario y aburrido marido que confiaba encontrar.

–¡Tienes una cana!

–Ya lo sé. Pero mamá dice que si me la arranco me saldrán siete más. Así que he decidido dejarla.

Eddie dejó escapar una carcajada.

–Canas o no canas, ¿cómo es que no estás celebrando tu cumpleaños con un novio?

–Lo mismo podría preguntarte yo a ti.

–Yo estoy aquí porque tu madre me ha prometido una cena con la mujer más guapa del mundo.

–¿Y no te ha dicho que está casada?

Eddie la miró con perplejidad.

–¿Estás casada?

María aprovechó su desconcierto para incorporarse y sentarse en el otro extremo del sofá.

–No –dijo, riendo–. Pero mamá sí y es ella quien te ha invitado a cenar.

–Has conseguido preocuparme.

–¿Cómo voy a encontrar a alguien que pueda compararse contigo? Eres el único hombre capaz de descender una montaña cargando conmigo para salvarme de morir de insolación.

Eddie le guiñó el ojo y María miró en otra dirección. Tenía que dejar de coquetear y pasar a tener una conversación de adultos. No podía permitirse ambigüedades con un hombre que conseguía hacerle sentir mariposas en el estómago.

–Ha pasado mucho tiempo. ¿Dónde has estado? –preguntó, intentando sonar lo más neutral posible.

Eddie se encogió de hombros.

–Por todas partes.

–¿Cuándo has vuelto?

–Hace una semana.

–Para ti eso es mucho tiempo –dijo María, sonriendo.

–Voy a quedarme un tiempo. Mi sobrino y ahijado me necesita.

María asintió en silencio. El hijo de Jenny había sido diagnosticado autista el año anterior. Jenny y él estaban siguiendo una terapia conductista que requería mucho tiempo y esfuerzo, pero en la que habían puesto todas sus esperanzas.

Desde luego que Jenny y Samuel necesitaban ayuda. Pero la idea de que Eddie se asentara y se convirtiera en un tío profesional parecía imposible.

–Hace tiempo que no veo a Jenny –comentó–. Solemos hablar por teléfono pero desde que se casó casi no nos hemos visto.

–Esta semana está fuera de la ciudad. Samuel asiste a un curso de preparación para el tratamiento.

–La llamaré la semana que viene –dijo María–. ¿Así que vas a pasar aquí el verano?

Eddie se encogió de hombros de nuevo.

–Y algo más. Tus padres me han contratado como consejero de Aventureros Intrépidos, y puede que lleguemos a un acuerdo a más largo plazo.

¿Un acuerdo? ¿Qué tipo de acuerdo?

Eddie se adelantó a María.

–Ya hemos hablado bastante de mí. ¿Tú cómo estás?

–Bien. Adoro la vida tranquila, sin aventuras. ¿Y tus padres? No los veo desde hace años.

Sus familias habían pasado numerosas vacaciones juntos en las que todos disfrutaban menos María.

Cuando por fin había sido capaz de contar la verdad, le permitieron quedarse atrás y hacer lo que a ella le gustaba: leer acurrucada en un sillón, pasear, dibujar el paisaje...

Por el contrario, Eddie disfrutaba de cada segundo de frenética actividad. Y poco a poco María se había sentido irritada por la forma en la que sus padres la miraban con tristeza, como si se preguntaran por qué no podía parecerse más a él.

María frunció el ceño. Eddie había sido siempre perfecto. El hijo ideal, valiente y habilidoso. Todo lo contrario a ella. Sus sentimientos hacia él durante su infancia habían oscilado entre la adoración y el odio. Hasta que durante su adolescencia se había enamorado de él, llegando a protagonizar el incidente más humillante de su vida cuando ya tenía dieciocho años.

Desde entonces apenas se habían visto. Eddie había recorrido el mundo. Y mandaba postales regularmente en las que incluía una posdata preguntando por ella.

–Mamá y papá están muy bien –estaba diciendo Eddie–. Siguen en Egipto –le dio un golpecito en el hombro–. Pero estábamos hablando de ti.

María arrugó la nariz.

–Ya sabes que soy una aburrida, Eddie. No hay nada en mi vida digno de contar.

–Tu madre me ha dicho que trabajas como escritora y te dedicas al arte.

–En cierta forma sí, pero todavía no gano bastante como para vivir de ello. Por el momento, sigo trabajando en la biblioteca.

–Escribes libros para niños, ¿no?

–Sí. Empecé ilustrando cuentos de otros autores, pero ahora intento escribirlos yo misma. Es todo un reto.

–Suena bien.

–Puede que no sea tan emocionante como tirarse en paracaídas, pero a mí me gusta.

Como de costumbre, pasaba a estar a la defensiva por más que se dijera que no tenía por qué avergonzarse de que le gustara la vida rutinaria y equilibrada que había elegido tener.

Pero había algo en ella que le hacía buscar la aprobación de Eddie. De hecho, con el paso del tiempo se había dado cuenta de que era por él y no por sus padres por quien había fingido ser una adicta a la adrenalina como lo eran todos ellos.

–¿En qué estás trabajando en este momento?

María se retiró el cabello de la cara.

–En un cuento fantástico. Ya sabes, con héroes, dragones y monstruos –respondió.

–¿Una aventura?

–Supongo que sí. Me gustan las aventuras en papel.

–Así que por fin descubriste tu espíritu de aventura.

María intentó decidir si le estaba tomando el pelo. Lo cierto era que sí le gustaban las aventuras. Pero sólo las que tenían lugar en su cabeza. Eddie tenía razón. De hecho, su espíritu de aventura la empujaba a una interminable sucesión de peligrosos acontecimientos. Eso sí, siempre ficticios.

–¿Y qué tal va el libro?

–La verdad es que estoy estancada, pero siempre me pasa lo mismo. Sé cuáles van a ser lo episodios principales, pero me faltan algunos detalles y el final.

–¿Cuál es el problema?

–El héroe. No consigo imaginarlo físicamente –María miró a Eddie y frunció el ceño. No conseguía hacerse un retrato mental de Marius. Eddie arqueó la ceja en aquel instante y su rostro y el del héroe de ficción se superpusieron en una única imagen.

María chasqueó los dedos y miró a su alrededor en busca de lápiz y papel.

–¡Lo tengo! –exclamó, al tiempo que se ponía en pie de un salto. Al no encontrar material de dibujo, dio un golpe de frustración al sofá–. ¿Por qué no habré traído mi cuaderno?

Eddie rió por lo bajo.

–¿Esto es lo que llaman un arranque de inspiración?

El corazón de María latía con fuerza al pensar que por fin iba a reflejar la imagen de Marius en el papel.

–¿Te importaría...?

Sus padres salieron de la cocina en ese momento charlando animadamente y no pudo arrancar una promesa a Eddie.

Lo conseguiría más tarde. Aunque tuviera que suplicárselo y dibujarlo en una servilleta de papel. Necesitaba desesperadamente materializar aquella inspiración.

–¡María! –su madre la abrazó–. Felicidades, cariño. ¿Has visto qué sorpresa de cumpleaños te hemos preparado?

–Sí. Me encanta volver a verlo –comentó María al tiempo que se reprendía por imaginarse a Eddie tal y como llegó al mundo, envuelto en un paquete de regalo. Tenía que mantener sus hormonas bajo control.

–¿Os acordáis de cuando confundimos los regalos y a Eddie le tocó la Barbie Enfermera y a ti el bombardero?

–¡Cómo olvidarlo! –dijo Eddie, sonriendo–. Todavía hay amigos que me lo recuerdan.

María asintió.

–Cuando la recuperé, estaba desnuda y tuve que rescatar el vestido de la basura.

–Y al oír que tu madre decía que así se portaban los niños –intervino su padre–. Tú dijiste que no comprendías por qué existían.

María sonrió con tristeza al ver la palmada amistosa que su padre le daba a Eddie. Siempre se habían adorado y ella no podía evitar sentirse celosa de la camaradería que había entre ellos.

Una vez más se enojó consigo misma. Sus padres tenían derecho a querer a Eddie. Ello no significaba que no la quisieran a ella. Eddie había seguido sus pasos y era lógico que se sintieran orgullosos de él.