Una novia inexperta - Hannah Bernard - E-Book

Una novia inexperta E-Book

Hannah Bernard

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Beschreibung

Después de aquel beso, los dos tuvieron que plantearse qué querían realmente. Lea estaba a punto de cumplir los treinta y había sonado la alarma de su reloj biológico. Quería un marido... inmediatamente. Pero, ¿cómo iba a encontrar al hombre perfecto una mujer que sólo había tenido un novio? Tom salía con muchísimas mujeres y no tenía la menor intención de sentar la cabeza. Quizá no fuera de los que se casaban, pero se le daba muy bien dar consejos, sobre todo a Lea...

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Hannah Bernard

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una novia inexperta, n.º 1867 - septiembre 2016

Título original: Mission: Marriage

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8710-7

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

LOS NIÑOS eran una lata, decidió Lea mientras mecía al hijo de su amiga en el regazo. Una verdadera lata. Traerlos al mundo suponía horas de sufrimiento, y además eran escandalosos, sucios y agobiantes, y jamás te daban un respiro. Consumían la vida de sus padres sin dejarles tiempo ni energías para otra cosa, y después crecían y se convertían en adolescentes desagradecidos y problemáticos que, tras proporcionar años de mala vida a sus padres, abandonaban el nido sin molestarse jamás en llamar por teléfono o ir a visitarlos con sus hijos. Sí, eran una lata, pero, ¡cuánto deseaba tener uno!

Las lágrimas nublaron la vista de Lea impidiéndole ver al pequeño Danny de once meses. ¿Qué le ocurría? Lea sacó un pañuelo del bolso y se las enjugó fingiendo limpiar el plátano triturado de la nariz del niño.

–¿Va todo bien? –preguntó Anne mientras guardaba la compra.

–¿Y por qué no iba a ir todo bien? –contestó Lea nerviosa.

De pronto se sentía frágil, incapaz de contestar a las preguntas de su amiga. Anne la miró sorprendida.

–A veces Danny rechaza el plátano, y en ocasiones lo escupe todo –explicó Anne–. Simplemente me preguntaba si se estaba portando bien.

–Lo siento, no pretendía ser brusca. Sí, se lo está comiendo todo.

Bueno, era un modo de hablar. El niño tenía plátano en la cabeza, en la cara y en el pecho. Por no mencionar su propia camisa. Pero sí, parte del plátano debía haber pasado a su estómago. Aunque no un porcentaje muy alto. Otra pega más que añadir a las razones por las que no debía tener un niño.

–En realidad come mejor cuando se lo da un desconocido –añadió Anne–. Se distrae observándolo y tira menos la comida.

Lea le metió otra cucharada en la boca y observó cómo la mitad del contenido se le escurría por la barbilla. Danny aplastó el resto con el puño y lo pegó a la pared.

–Da mucho trabajo, ¿verdad?

–Sí, no acabo nunca –confirmó Anne sonriendo y sentándose a su lado–. Pero más trabajo dará cuando camine. Aunque al menos ahora duerme toda la noche seguida, ¿te lo había dicho? La noche del sábado dormí siete horas sin interrupción, no podía creerlo cuando me desperté y vi qué hora era.

–Sí, ya me lo dijiste.

Anne la había llamado el sábado a las siete de la mañana para contárselo. Estaba feliz. Otra pega más: la falta de sueño. Sí, definitivamente estaba mejor sin niños. Por mucho que su reloj biológico se empeñara en lo contrario.

–Deja a Danny en la silla si quieres, así te mancharás menos –aconsejó Anne.

–No importa, me gusta tenerlo en brazos.

En realidad no quería soltarlo. Aquella tarde, al tomarlo en brazos, Lea había identificado por fin el agobiante sentimiento de vacío que la invadía últimamente. Quería tener un hijo. Lo necesitaba. Pero no tenía sentido. No estaba casada, ni siquiera tenía novio. Tenía un buen trabajo, satisfactorio aunque estresante, y ninguna razón para sentir un deseo como ése en aquel momento de su vida. Sin embargo así era. La naturaleza era clara, y la lógica no tenía nada que hacer frente a ella. Los años pasaban, y su cuerpo contaba uno a uno los óvulos que había desperdiciado. El anhelo era tan intenso que la asustaba.

Y todo por culpa de su próximo cumpleaños, pensó Lea suspirando. El fatídico día se acercaba. Pronto cumpliría treinta años, y además aquella semana hacía exactamente un año que había roto con Harry. Su príncipe encantado había resultado ser una rana. Había malgastado años junto a un hombre inadecuado, ¿y qué había sacado en claro? Una profunda desconfianza en la naturaleza humana y una increíble falta de seguridad en sí misma.

Era el momento de ponerse en marcha, de conocer a gente nueva. Hombres. Lo malo era que desconocía incluso los rudimentos básicos. ¿Cómo se entablaba amistad en los tiempos que corrían?, ¿dónde encontrar al hombre adecuado? Porque desde luego no aparecían por arte de magia.

–Así que, ¿sales con alguien?

–No, con nadie en especial –contestó Lea encogiéndose de hombros.

–Pues hace siglos que rompiste con esa rata, ya es hora de que salgas con alguien otra vez, ¿no? –insistió Anne en tono de reproche.

No sabía por qué, pero lo cierto era que le molestaba compartir sus sentimientos con sus viejas amigas. Todas tenían su vida hecha, tenían marido e hijos. Al principio sólo le hacían preguntas inocentes, pero con el tiempo se mostraban cada vez más críticas. ¡Al diablo con la emancipación femenina! Según parecía, el deber sagrado de toda mujer soltera seguía siendo cazar marido. Desde luego tenía sus ventajas: era el único modo de conseguir un bebé. Sin embargo salir con hombres le producía escalofríos.

–¿Otra vez? Conocí a Harry nada más comenzar el bachiller, jamás he salido con nadie más.

–Bueno, no puede ser tan difícil. Todo el mundo lo hace.

–¿Sí? –sacudió Lea la cabeza en una negativa–. ¿Has leído revistas de mujeres últimamente? Hay artículos de diez páginas hablando sólo del primer beso. Hay reglas sobre lo que se debe o no se debe hacer en la primera cita, ¿puedes creerlo? No se puede hacer esto a menos que él haga eso otro, y sólo si previamente has hecho otra cosa antes…

–¿Reglas? –repitió Anne irónica–. ¿Qué tipo de cosas no puedes hacer a menos que él haga qué otras?, ¿quién ha inventado esas reglas?, ¿y cómo sabes que funcionan? Además, ¿cómo puedes saber si el chico con el que sales las conoce?, ¿y qué ocurre si uno de los dos las rompe?

Lea se negó a echarse a reír. De ningún modo iba a tomarse aquello a broma.

–No lo sé.

–¿Había esquemas explicativos o resúmenes abreviados para la mesilla?

–No lo sé –repitió Lea molesta.

–Ni falta que hace, eso son tonterías.

–No sé, pero a mí me asusta –confesó Lea–. Salir con un hombre hoy en día se ha convertido en una cosa muy complicada. ¡Sólo de pensarlo me dan escalofríos!

–Bueno, pero tu hombre no aparecerá por arte de magia, tienes que salir a buscarlo –razonó Anne–. Le preguntaré a Brian si hay alguien en su trabajo con quien puedas citarte. Tiene miles de compañeros, alguno te gustará.

–¡No! –exclamó Lea negándose a citarse a ciegas–. Anne, no estoy preparada. ¡Ni siquiera he estudiado a fondo ninguno de esos artículos! Tengo que investigar un poco antes de meterme de lleno.

–Jamás estarás preparada, Lea. Las cosas no funcionan así. Tienes que hacerlo. Una sola cita no te matará –contestó Anne alargando los brazos para tomar a su hijo–. Sólo una, ¿de acuerdo? Para ir calentando, como entrenamiento.

Lea sacudió la cabeza en una negativa, pero entonces Danny alzó el rostro hacia su madre y sonrió, y Lea sintió que su corazón se licuaba. Si quería tener un hijo tendría que buscar marido. Era imprescindible no sólo para la concepción, sino también para cuidar del bebé. Porque Lea jamás había sentido deseos de ser madre soltera. Anne tenía razón, había llegado la hora. ¿Quién sabía cuántos años podía tardar? No disponía de todo el tiempo del mundo.

–Está bien, pero sólo como entrenamiento –accedió Lea–. Pero elige a alguien que no sea… horrible.

–¿Y qué entiendes tú por horrible? –preguntó Anne.

¿Podía ser peor? Lea juró entre dientes mientras su pareja volvía a intentar la estrategia del pie. Se enderezó y cruzó las piernas, escondiéndolas bajo la silla. La primera impresión no había sido mala comparada con las terribles historias de citas a ciegas sobre las que había leído. James no era feo y su conversación era medianamente interesante, aunque elegía temas demasiado parecidos entre sí. Pero ahí acababa lo bueno.

Y lo malo… Para empezar, gritaba a los camareros. No por mala educación, sino para conseguir que lo atendieran. Con el primer grito Lea había saltado del asiento. Al segundo, las miradas de todos los comensales del restaurante estaban fijas en ellos. Incluso un par de personas se habían acercado a ver qué ocurría. Lea había estado a punto de escurrirse de la silla y meterse debajo de la mesa. Entonces lo había rozado con el pie sin querer, y a raíz de eso había comenzado todo. A partir de ese momento todo había ido cuesta abajo, y aún estaban en el aperitivo. Anne y Brian oirían hablar de aquella cita durante mucho, mucho tiempo.

Había otra pareja dos mesas más allá que también disfrutaba de su primera cita, a juzgar por lo poco que podía oír de su conversación. Y también iban por el aperitivo. Lea los observó mientras James gritaba por cuarta vez. Él debía tener algo más de treinta años y no gritaba, y tampoco tenía mal aspecto en absoluto. La mujer era bastante más joven, era rubia y reía casi a gritos. Parecía dominar la situación a la perfección, conocer los intríngulis de la misteriosa cultura de las citas. El espectáculo era fascinante. Inclinaba el pecho hacia delante mostrando el amplio escote, ladeaba la cabeza y sonreía con coquetería.

Sólo que la estrategia no parecía funcionar, así que se puso en pie y se dirigió al servicio.

Quizá debiera seguirla y hablar con ella en privado, se dijo Lea. Aquella chica podía responder a sus preguntas acerca de todos aquellos detalles que tan nerviosa la ponían. Como, por ejemplo, si se esperaba que besara al caballero en la primera cita.

Lea observó a su pareja y decidió que definitivamente no tenía ganas de besarlo. James maltrataba a otro camarero, aunque al menos eso lo distrajera de la estrategia del pie. Según parecía había un error en la carta. Su tono agresivo atraía cada vez más la atención de los vecinos, incluido el hombre sentado frente a la rubia, que la miraba con simpatía. ¡Hasta los extraños la compadecían!

Entonces, dejándose llevar por un impulso, Lea lo miró a los ojos y pronunció con los labios, sin voz, las palabras «cita a ciegas». Y se encogió de hombros. El hombre frunció el ceño, pero instantes después sonrió. Y contestó del mismo modo: «yo también».

No le habría importado besar a aquel otro hombre. Tenía unos ojos azul oscuro preciosos, según parecía a esa distancia. Y la sonrisa era aún mejor. La rubia no tenía motivos para quejarse.

Una vez resuelto el incidente con el camarero James pasó de nuevo al ataque y comenzó a escarbar en sus zapatos con los dedos de los pies. Lea volvió a cruzar las piernas y a recogerlas debajo de la silla, pero en lugar de captar la indirecta James pareció considerar simplemente que se hacía la dura, y comenzó a acariciarle la pantorrilla.

Lea se maldijo por su falta de experiencia. ¿Era aquél uno más de los juegos habituales que se practicaban en la primera cita, o debía arrojar la servilleta y dejarlo plantado? No quería montar una escena, así que decidió probar con algo menos sutil.

–Perdona, pero, ¿podrías dejar de darme patadas? No hay mucho sitio bajo esta mesa tan pequeña.

Por fin. James se quedó helado y retiró inmediatamente el pie. Pero también se puso serio. Y no volvió a decir una palabra. Lea trató de entablar conversación, pero él respondió reiteradamente con un frío y escueto «sí» o «no». Hasta que ella se dio por vencida.

A la pareja de al lado tampoco le iba mucho mejor, aunque el hombre de ojos azules no parecía compartir la afición por las caricias con el pie de James. Se reclinaba en el respaldo y miraba a la rubia con cierto horror. Ella hacía globos con el chicle entre frase y frase. Hablaba en voz muy alta, y su tema de conversación favorito debía ser el cotilleo de los famosos. De pronto se puso en pie, pegó el chicle en el plato y corrió al baño.

El señor Ojos Azules respiró aliviado y se restregó la cara con las dos manos. Alzó la vista en dirección a Lea, y ambos suspiraron al unísono. James comenzó a llamar a gritos al camarero, así que Lea se puso en pie.

–Voy a… enseguida vuelvo –explicó haciendo un gesto hacia el baño.

Permanecería encerrada allí hasta que cesaran los gritos, decidió Lea.

–¡Cariño… lo siento! Lo siento tanto…

Lea se sobresaltó. El desconocido de ojos azules se dirigía a ella, ponía una mano sobre su hombro. Su tono de voz era de arrepentimiento. Dos locos en una sola noche. De pronto él le guiñó un ojo.

–¿Podrás perdonarme? –siguió rogando él con ojos suplicantes y cierto humor.

Ciertamente sus ojos eran azules, observó Lea vagamente antes de que él la distrajera con un beso en el dorso de la mano.

–Te he echado mucho de menos, cariño –añadió él en voz alta para que James lo oyera–. Me estaba volviendo loco. Al verte otra vez he comprendido que fue un error romper contigo.

Lea vaciló. ¿Qué hacer? Desvió la vista hacia el señor Pie Atrevido y se decidió. Era preferible lo malo desconocido que lo malo conocido.

–Yo también lo siento –contestó Lea arrojándose en brazos del extraño y reprimiendo la risa.

El desconocido la abrazó, y Lea sintió su aliento en el pelo. El asunto resultaba de lo más interesante, no era de extrañar que la gente se citara constantemente.

–¿Qué ocurre aquí? –exigió saber entonces James.

Lea se apartó del extraño y trató de esbozar un gesto de arrepentimiento y felicidad al mismo tiempo. Era fácil, escapar de las garras del señor Pie Audaz la hacía delirantemente feliz. Y el vino también ayudaba.

–Lo siento, James, pero éste es… mi novio –explicó Lea–. Habíamos roto, pero… –Lea se aferró al brazo de su salvador y alzó la vista sonriente hacia él–: fue un error. Estamos hechos el uno para el otro.

La rubia, que acababa de volver del baño, se unió a ellos. Parecía furiosa.

–¿Qué diablos ocurre aquí?, ¿quién es ésa?

–Lo siento, Beth –dijo él–, pero estamos enamorados. Siempre lo estuvimos. Creí que todo había terminado, pero al volver a verla…

El señor Ojos Azules bajó la vista en su dirección. Su mirada era tan apasionada, su expresión tan amorosa, que hasta Lea estuvo a punto de creerlo.

–De verdad, Beth… lo siento. Creí que podía salir con chicas, pero cuando volví a verla supe que… Lamento terminar tan pronto nuestra cita. Lo comprendes, ¿verdad?

–Por supuesto –respondió la rubia abriendo inmensamente los ojos–. ¡Oh, es tan romántico…!

La rubia se lanzó en brazos de ambos y le dio a Lea una lección de perfumes.

–¡Enhorabuena! –añadió Beth.

–Gracias, Beth –contestó Ojos Azules–. Gracias por ser tan comprensiva.

Lea desvió la vista hacia James. Él no sería tan generoso. Seguramente se pondría a gritar. Parecía enfadado, su mente debía estar calculando el modo de salvar su orgullo. Miró a Beth, ignorando a Lea y a Ojos Azules, se puso en pie e hizo un gesto hacia la silla vacía, diciendo:

–Bien, ya que los dos nos hemos quedado solos, ¿por qué no cenas conmigo?

–¡Estupendo! Gracias –respondió Beth sin pensarlo ni un momento.

Lea se despidió mientras su salvador insistía en pagar la cena de los cuatro. Luego él puso un brazo sobre su hombro y la guió a la salida, pero antes de llegar a la puerta todo el mundo se puso a aplaudir. Ojos Azules se volvió y saludó. Lea se ruborizó, lo tomó de la mano y tiró de él. El público interpretó la huida como era de esperar, y se oyeron risitas.

Así que así eran las citas, se dijo Lea. Definitivamente no era lo suyo. Demasiado arriesgado, demasiado perturbador. Lea miró al hombre al que agarraba de la mano. ¿Demasiado excitante?

–¡Vaya! –suspiró Lea nada más salir–. ¿Ha ocurrido de verdad o estoy soñando?

–Ha ocurrido –respondió él sonriendo y soltándole la mano–. Nos hemos librado. Gracias por el rescate.

–Gracias a ti –contestó Lea–. Lo mío era mucho peor que los globos de chicle verde.

–Sí –asintió él–, ya vi que jugabais al perro y al gato debajo de la mesa.

–¡Dios! –rió Lea–. Esos juegos no son habituales en el ritual de las citas, ¿no?

–¿Ritual? –repitió él confuso–. No, que yo sepa.

–No salgo mucho, ¿sabes? Pero me alegro de saberlo. ¡Pobre Beth! No deberíamos haberla dejado sola con él, no podemos abandonarla.

–No te preocupes, Beth sabe manejar a los hombres. Se las sabe todas. Si ese tipo intenta pasarse, se llevará una sorpresa. Me llamo Thomas Carlisle –añadió el desconocido extendiendo la mano.

–Lea Rhodes.

–Encantado de conocerte –sonrió Thomas–. ¿Quieres que te pida un taxi, te acompaño a tu coche, o prefieres que te lleve a casa?

–Un taxi, gracias. Estoy ansiosa por llegar a casa.

–¿Tan terrible ha sido?

–Tengo las huellas de los dedos de sus pies en los tobillos. Gajes del oficio –musitó Lea–. Me temo que las citas no se me dan bien.

–Sí, son un arte –convino él–. Una habilidad que se aprende. Y no todo el mundo es capaz.

–Hablas como un experto.

–Bueno –sonrió Thomas–, la práctica lleva a la perfección. Se entrena uno mucho cuando no le interesan los compromisos.

–¿La práctica lleva a la perfección? –repitió Lea pensativa.

No estaba borracha, pero había tomado un par de copas con el estómago vacío. Tenía delante a un hombre al que no le interesaban los compromisos, un mujeriego. Una persona con experiencia, una persona que lo sabía todo acerca del cuándo y del cómo. Era perfecto.

Capítulo 2

HABÍA rescatado a la damisela en apuros más preciosa del mundo, pero seguía sin comprender por qué había sido necesaria su intervención. ¿Por qué ella no le había arrojado el vino a la cara y lo había dejado plantado? Tampoco terminaba de comprender qué locura lo había poseído para montar esa escena. No formaba parte del trato, él simplemente debía llamar a Anne por teléfono si las cosas se ponían feas. Anne se ocuparía del resto. Telefonearía a Lea y fingiría una emergencia que le permitiera escapar.

Pero algo lo había impulsado a intervenir: quizá el aburrimiento, quizá el fascinante guiño de Lea al comunicarse en silencio con él de mesa a mesa para compartir sus respectivos dilemas.