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El horror del penal de La isla del Diablo, la explotación comercial de Latinoamérica, la situación de la mujer trabajadora, todo está en los reportajes María Leitner. Tras publicar la novela-reportaje Hotel América (El Desvelo, 2016) la reportera feminista, anticolonial y de izquierdas Maria Leitner recopila en Una mujer viaja por el mundo sus artículos y novelas producto de sus viajes por América, pronto son traducidos al polaco, ruso y húngaro. Fue una reportera 'encubierta', ya que obtenía el material para sus crónicas desempeñando los más variados oficios y observando lo que ocurría a su alrededor. Leitner no fechaba las etapas de sus viajes, las informaciones biográficas apuntan a que éstos se realizaron entre 1925 y 1928. Los artículos que regularmente iban siendo publicados en la prensa alemana fueron recopilados en el libro titulado Una mujer viaja por el mundo (1932); en él, los reportajes aparecen ordenados según criterios geográficos. La reportera después de cruzar los EE. UU. salta a Centroamérica y Sudamérica, a Venezuela y las islas del Caribe. Y aquí radica la otra gran novedad en su periplo viajero, pues se adentra en zonas y parajes herméticamente cerrados, en las no-go areas a las que no se permitía la entrada a ningún periodista: la colonia penal en la Isla del Diablo frente a la Guayana Francesa. Los más terribles y más peligrosos «sujetos» eran deportados por la administración francesa a esta isla. Allí estuvo recluido injustamente durante cinco años Alfred Dreyfus, acusado de delito de alta traición. Era el islote más vigilado, el símbolo del horror. Leitner no menciona el affaire Dreyfus aunque esta serie de crónicas sí se centra en temas de gran complejidad como el crimen, el castigo, los derechos humanos, el poder o la dominación, para a la vez cuestionar el sistema legal imperante. La reportera viaja de isla en isla, de prisión en prisión, comenzando por el Camp de Transportation; hoy, el campo descrito por ella sigue existiendo pero como atracción turística en Saint Laurent-du-Maroni. Para no pocos viajeros y periodistas modernos las prisiones eran un «hot topic». En las tierras centroamericanas y caribeñas, Leitner alude a la historia postcolonial y a la presencia neocolonial. En Venezuela, Haití, Curazao o los campos de diamantes en la Guayana Británica describe cómo las potencias coloniales, los consorcios internacionales, las autoridades e instituciones explotan a la población autóctona y se apropian de los recursos naturales. Una mujer viaja por el mundo fue pronto traducido a varios idiomas. En la URSS constituyó la base para un manual de aprendizaje de la lengua alemana que se publicaría a partir de 1936, siendo considerables las múltiples tiradas e reimpresiones que de él se hicieron (25 000 ejemplares en 1936 y 50 000 en 1940).
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Primera edición, febrero de 2022
Primera edición digital, marzo de 2023
El Desvelo Ediciones
Paseo de Canalejas, 13
39004-Santander
Cantabria
www.eldesvelo.es
@eldesvelo
© de la obra original, Eine Frau reist durch die Welt, Maria Leitner, 1932
© de la introducción, traducción y notas, Olga García, 2018
© del diseño de cubierta e interior, Bleak House, 2022
© de la edición, El Desvelo Ediciones, 2022
ISBN papel: 978-84-122597-8-0
ISBN epub: 978-84-126797-0-0
Producción del ePub: booqlab
La traductora agradece a la Schweizerische Gesellschaft für die Europäische Menschenrechtskonvention la concesión de la estancia en Meran/Merano: 2017 Writer in Residence, Franz-Edelmaier-Residenz für Literatur und Menschenrechte.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/93 272 04 47).
Budapest, Estocolmo, Viena, Berlín, Moscú, Norteamérica, el Caribe, Ciudad del Cabo, Praga, París, Marsella fueron algunos de los destinos de la reportera y novelista Maria Leitner, una pionera del periodismo undercover nacida en los vastos territorios de la Monarquía Austrohúngara, en concreto en Varaždin (hoy Croacia).
Su salida de Hungría en 1919 y la obtención de un pasaporte austriaco ese mismo año marcarán el inicio de una vida en continuo viaje… (hoy, quizá, diríamos de una existencia transnacional, ¿una identidad móvil?, ¿una identidad transitoria?) sobre la que, aún son muchas las etapas y circunstancias que siguen sin ser esclarecidas.
En 1896, la familia Leitner, de condición, en parte, judía aunque no practicante, se trasladó a Budapest; siendo el alemán y el húngaro las lenguas de uso cotidiano en el entorno familiar. Entre 1902 y 1910, Maria completó su educación secundaria con cursos de taquigrafía, inglés y francés. Ante la imposibilidad de continuar estudios superiores en Hungría vive en Suiza de 1910 a 1913. Se desconoce en qué universidad se matriculó y qué estudios cursó. Tampoco es posible asegurar que realmente residiese en la Confederación Helvética. Algunas fuentes apuntan a que en Viena inició estudios en Historia del Arte, que continuaría en Berlín donde realizó sus primeras prácticas en la editorial y galería del marchante de arte Paul Cassirer. En esta época escribe sus primeros artículos periodísticos y, al estallar la I Guerra Mundial, es enviada a la neutral Suecia en calidad de corresponsal.
De vuelta a Budapest fue colaboradora en la redacción del periódico Az Est y perteneció al círculo de la vanguardia literaria en torno a las revistas Nyugat y Ma. Está ampliamente documentado el compromiso de los tres hermanos Leitner (Max, 1892-1942?, y Johann, 1895-1925, que adoptaría el pseudónimo de János Lékai y posteriormente en América el de John Lassen) con el Círculo Galilei (Galilei Kór) que reunía a estudiantes revolucionarios y jóvenes artistas hacia finales de la Guerra, y cuyos miembros tendrían una influencia decisiva en la República Soviética Húngara fundada en 1919. Max y Johann participaron activamente en el movimiento comunista húngaro. En cuanto a Maria, hasta hoy no es posible saber a ciencia cierta hasta dónde llegó su compromiso político, o sobre sus actividades en este sentido durante la primera mitad de los años 20; los datos fidedignos son muy escasos.
Tras la contrarrevolución que derribó al gobierno comunista de Béla Kunn, los tres hermanos se vieron obligados a huir de Hungría. Maria Leitner, a finales de 1919, ya se encuentra en Viena. Al ser ciudadanos germanoparlantes del desaparecido Imperio Austrohúngaro se les concede a los hermanos pasaportes austriacos, pero se desconoce el motivo por el que ella presenta datos falsos ante las autoridades. Afirma haber nacido no el 19 enero 1892, sino el 22 de diciembre 1893, y declara que su religión es la católica romana. A comienzos de 1920 llega a Berlín, ahora como exiliada política. Inmediatamente comienza a traducir para la editorial de la recién fundada Internacional Juvenil Comunista y reanuda su actividad en los medios periodísticos. En aquel mismo año conoce a Willi Münzenberg en el II Congreso Mundial de la Internacional Comunista, celebrado en Moscú, al que asiste en calidad de delegada de la Internacional Comunista de la Juventud (posiblemente representando a su hermano). Probablemente Münzenberg la introdujera en la editorial de la Internacional Juvenil Comunista. Desde Berlín realiza traducciones del inglés al alemán; y del inglés al húngaro para su hermano János, que desde 1922 reside en América y es redactor del único periódico comunista para la población húngara en los EE. UU. Algunos indicios apuntan que también colaboró para otros medios periodísticos de izquierda en lengua alemana, como el New Yorker Volkszeitung. En julio de 1924 aparece registrada en un hotel de Viena como: «soltera, funcionaria húngara, domiciliada en Berlín». A partir de 1925 trabaja para el gran imperio mediático berlinés Ullstein, que la enviaría a América, y sus reportajes comienzan a ser habituales en el semanario ilustrado de más éxito en Alemania (Berliner Illustrierte Zeitung), también en la revista Uhu y en el diario Tempo. En 1928 es publicado un reportaje titulado Ciudad del Cabo, la Perla de África, pero se desconoce si realmente viajó al sur del continente africano.
Su primera novela se publica, por entregas, en 1929, Grano de arena en la tormenta (Sandkorn im Sturm). Al año siguiente, la autora ingresa en la Unión de Escritores Proletario-Revolucionarios, estableciendo a partir de entonces un estrecho contacto con Anna Seghers. También publica en ese mismo año la novela-reportaje Hotel América que, junto con algunos de sus artículos recopilados en el libro Una mujer viaja por el mundo (Eine Frau reist durch die Welt, 1932), le reportan una mayor fama. Sus artículos y novelas pronto son traducidos al polaco, ruso y húngaro. (Hotel América ha sido publicada en esta editorial en 2016 traducida al castellano).
En 1933, los libros de Maria Leitner fueron prohibidos. La llamada Acción contra el espíritu antialemán, iniciada ese mismo año, colocó sus obras en aquella primera lista negra que contenía las obras de 130 autores que inmediatamente desaparecieron de las bibliotecas, amén de los aproximadamente 10 000 libros quemados en Berlín y otras 21 ciudades alemanas, el 10 de mayo de 1933. Maria Leitner comprendió que una vez más en su vida debía huir. Volver a la Hungría de Horthy le estaba vetado, solo le quedaba el exilio (Viena, los Sudetes, Praga, el Sarre y Francia). Gracias a su pasaporte austriaco pudo, durante algún tiempo, realizar esporádicos viajes a Alemania, aunque sumamente arriesgados, y así seguir documentando el transcurrir de la vida alemana bajo el régimen nacionalsocialista; y también desmentir la falsa propaganda oficial. Se desconoce si tenía contactos que le ayudaran en estos viajes ilegales, si trabajaba para alguna organización de la Resistencia o de qué modo fueron financiados. Ahora sus reportajes se publicaban en Praga, en Moscú, en los diarios de los exiliados alemanes en Francia (Pariser Tagesblatt/Pariser Tageszeitung) y en otros periódicos antifascistas (Vendredi, Regards); y casi siempre de forma anónima. Estos textos aportaron informaciones esenciales en el extranjero sobre lo que en realidad estaba ocurriendo en la Alemania nazi. También en 1937, la publicación por entregas de la novela Elisabeth, una muchacha hitleriana (Elisabeth, ein Hitlermädchen) quiso ser un documento novelado de la juventud alemana, a la vez que una parodia y contrapunto a la novela juvenil de Helga Knöpke-Jost de 1933 Ulla, una chica hitleriana (Ulla, ein Hitlermädel), ampliamente difundida y promocionada desde el régimen.
Sus años de exilio en París estuvieron marcados por la penuria económica y la enfermedad. Anna Seghers y Oskar Maria Graf solicitaron al American Guild for Cultural Freedom algún tipo de ayuda para paliar la miseria en la que se encontraba la escritora y reportera.
A raíz del armisticio entre Francia y Alemania en junio de 1940, la ya más que precaria situación de Leitner se agudizó al ser detenida e internada en el Camp de Gurs. No obstante, consiguió escapar y permaneció oculta algún tiempo en Toulouse. En la primavera de 1941 fue vista por última vez por Anna Seghers y Alexander Abusch en Marsella, el último puerto internacional libre francés. Estaba esperando un visado que le permitiera la entrada en los EE. UU. Durante décadas se barajó la posibilidad de que hubiera pasado a formar parte de las filas de la Resistencia belga o francesa. Solo investigaciones recientes (2010) han podido reconstruir qué fue de Maria Leitner.
Tras una larga espera intentando conseguir un visado que no acababa de llegar, sufrió en el primer trimestre de 1942 un delirium furibundum sive furiosum al saber que le habían denegado el visado. Murió el 14 de marzo de 1942 en un centro psiquiátrico de Marsella.
Son diferentes las especulaciones que han intentado explicar por qué los EE. UU. le denegaron el visado. Algunas apuntan a cuestiones ideológicas, otras al hecho de que su solicitud fue registrada en la llamada cuota húngara; y dado que las autoridades de inmigración estadounidenses no consideraban Hungría un país especialmente amenazado por el régimen nacionalsocialista, ello justificaría que le negasen el visado.
Egon Erwin Kisch respondía a la pregunta sobre cómo había logrado salir con éxito de tantas peripecias a lo largo de su vida con la siguiente respuesta: «Nací en Praga, soy checo, soy alemán, soy judío, soy comunista, vengo de buena familia; algo de esto me ha ayudado siempre.» Sobre Maria Leitner se podría afirmar: nació en Varaždin, una localidad entonces parte de la Transleithania en el Imperio Austrohúngaro, después yugoslava y más tarde croata; era húngara, era austriaca, era medio judía aunque se confesó católica, no perteneció a ningún partido, aunque sus simpatías socialistas eran manifiestas, venía de buena familia; pero nada de ello la ayudó.
En 1925, Maria Leitner tiene 33 años, y a bordo del Thuringia parte rumbo a Nueva York. Durante cuatro años recorrerá EE. UU. de norte a sur, así como la costa Oeste: una pequeña ciudad en Pensilvania, Tennessee, Charleston en Carolina del sur, Atlanta en Georgia, Tampa en Florida, Washington son solo algunas de las etapas de su periplo. En los mismos años, otros reporteros recorrían el «nuevo mundo». Alfred Kerr, por ejemplo, en su Yankee-Land (1925) hace un desmedido elogio de las metrópolis americanas; Ergon Erwin Kisch desembarca también en Nueva York en 1929, y pone rumbo a Los Ángeles —donde se encuentra con Upton Sinclair y Charlie Chaplin—, después prosigue a San Francisco, Chicago y Detroit. Fruto de sus viajes será una serie de reportajes reunidos en El paraíso americano, que denuncian el capitalismo y el imperialismo. También Alfons Goldschmidt en 1929, Arthur Holitscher en 1930 y Ernst Toller en el mismo año realizan sus aportes al tema. Frente a ellos, una reportera, ¡una mujer!, viaja por el mundo sola (no hay indicios que permitan suponer que fuera acompañada, y su hermano había muerto en 1925). Lo que le interesa ver en el «país de las oportunidades», en la «tierra prometida» es cómo viven/malviven los asalariados, cómo viven en realidad los empleados, los obreros; para a continuación transmitir nuevos puntos de vista sobre cómo funciona la sociedad estadounidense, y desvelar la otra cara del «sueño americano». El foco de atención de sus reportajes está centrado en las mujeres trabajadoras. Pero también escribe para ellas, para las mujeres alemanas de la República de Weimar, que ven al otro lado del océano la esperanza de una vida mejor, a ellas pretende ofrecer una imagen realista de los EE. UU. La reportera Leitner enviaba a Alemania lo que hoy se denomina reportajes encubiertos, que eran publicados en revistas de amplia tirada. Durante años practicó en América el periodismo de investigación, varias décadas antes que el controvertido Günther Wallraff, «el periodista indeseable»; para ello desempeñó alrededor de 80 empleos (camarera, pinche de cocina, obrera en diferentes fábricas, sirvienta, cocinera, fregona, dependienta, etc.); camuflada entre los más desfavorecidos de la sociedad americana fue testigo del diario racismo frente a la población de color y los latinos, del machismo hacia las mujeres y del menosprecio frente a todos aquellos que no se ajustaran a la ética laboral del puritanismo.
La camaleónica Leitner observa fregona en mano, decora y rellena chocolatinas, clasifica hojas en una tabacalera, se encarga de dar la cena a los hijos de un mafioso contrabandista de alcohol, vigila que nadie se lleve nada en el departamento de confección de unos grandes almacenes; examina el Way of Life de la sociedad americana en Palm Beach, en los clubes de jazz, en una fiesta de pijamas a bordo de un yate, en un club de golf o en un automat, cuya descripción nos evoca al cuadro de Edward Hopper del mismo nombre, y fechado en 1927.
Será la periodista y ensayista Barbara Ehrenreich quien décadas más tarde continúe la labor investigativa de Leitner en los EE. UU. Su Por cuatro duros. Cómo (no) apañárselas en Estados Unidos (2002) es un reportaje undercover sobre sus experiencias como «Global Woman» en el mundo laboral.
Leitner no fechaba las etapas de sus viajes, las informaciones biográficas apuntan a que éstos se realizaron entre 1925 y 1928. Los artículos que regularmente iban siendo publicados en la prensa alemana fueron recopilados en el libro titulado Una mujer viaja por el mundo (1932); en él, los reportajes aparecen ordenados según criterios geográficos. La reportera después de cruzar los EE. UU. salta a Centroamérica y Sudamérica, a Venezuela y las islas del Caribe. Y aquí radica la otra gran novedad en su periplo viajero, pues se adentra en zonas y parajes herméticamente cerrados, en las no-go areas a las que no se permitía la entrada a ningún periodista: la colonia penal en la Isla del Diablo frente a la Guayana Francesa. Los más terribles y más peligrosos «sujetos» eran deportados por la administración francesa a esta isla. Allí estuvo recluido injustamente durante cinco años Alfred Dreyfus, acusado de delito de alta traición. Era el islote más vigilado, el símbolo del horror. Leitner no menciona el affaire Dreyfus aunque esta serie de crónicas sí se centra en temas de gran complejidad como el crimen, el castigo, los derechos humanos, el poder o la dominación, para a la vez cuestionar el sistema legal imperante. La reportera viaja de isla en isla, de prisión en prisión, comenzando por el Camp de Transportation; hoy, el campo descrito por ella sigue existiendo pero como atracción turística en Saint Laurent-du-Maroni. Para no pocos viajeros y periodistas modernos las prisiones eran un «hot topic»; también Egon Erwin Kisch, por ejemplo, manifestó una cierta obsesión por los reportajes sobre y desde las prisiones en El paraíso americano (1929).
En las tierras centroamericanas y caribeñas, Leitner alude a la historia postcolonial y a la presencia neocolonial. En Venezuela, Haití, Curazao o los campos de diamantes en la Guayana Británica describe cómo las potencias coloniales, los consorcios internacionales, las autoridades e instituciones explotan a la población autóctona y se apropian de los recursos naturales. No se ha podido comprobar, pero parece probable que algunos de estos reportajes fuesen encargo de organizaciones como la Liga Contra el Imperialismo y la Opresión Colonial o la Ayuda Obrera Internacional.
En 1958, la biznieta de Theodor Storm, Ingrid Bachér, realizaría un viaje por Sudamérica, y los reportajes producto del mismo los reúne en Viaje caribeño, una obra que recuerda la singladura de Maria Leitner por las islas centroamericanas.
Una mujer viaja por el mundo fue pronto traducido a varios idiomas. En la URSS constituyó la base para un manual de aprendizaje de la lengua alemana que se publicaría a partir de 1936, siendo considerables las múltiples tiradas e reimpresiones que de él se hicieron (25 000 ejemplares en 1936 y 50 000 en 1940).
Una suerte muy distinta tuvo la autora en el «bloque occidental», donde fue olvidada al igual que su obra. Solo en la antigua República Democrática Alemana algunos de sus libros se editaron como ejemplo de «literatura proletaria». Ha sido a partir de 2013 cuando se ha iniciado el rescate literario de esta escritora y reportera, prototipo de la nueva escritora que Erika Mann definía así: «La mujer que hace reportajes, en artículos, obras de teatro o novelas, no se entrega, no escribe con las tripas, escribe sin desnudar el alma; es una escritora que informa en lugar de confesarse.»
Olga García
Straelen, diciembre de 2018
En realidad todo estaba saliendo muy bien, pensaba, mientras cumplimentaba el formulario con sus numerosísimas preguntas indiscretas, que me había proporcionado la dirección del hotel. Que dónde había estado contratada antes… Si tenía el propósito, en caso de no ser americana, de convertirme en americana… Y sobre todo esa pregunta que interroga sobre a quién habría que avisar en caso de enfermedad. Que ya de principio haya que ponerse en lo peor, no suena precisamente alentador, pero por lo demás no creo haber salido mal parada. Aunque no debería haber confesado que tan solo llevo unos días en América. Quizá hubiera sido mejor postularse para camarera. Aunque limpiar veinte habitaciones y veinte cuartos de baño en siete horas, no es poca cosa. ¿Lo habría conseguido? ¡Y el sosiego que tendría después de haber ordenado veinticinco habitaciones y veinticinco cuartos de baño! Ahora, por lo menos, tendré un trabajo liviano: tan solo limpiar la consulta de un dentista e higienizar los instrumentos de níquel. ¿Qué dificultad hay en ello? No es que gane mucho. Un dólar al día. —Y tengo pensión completa y «cuarto con baño», me dijo la anciana y amable dama que me atendió.
Se mire donde se mire en el papel secante, en el formulario, es evidente que nos encontramos en el mayor hotel del mundo, con dos mil doscientas habitaciones y dos mil doscientos cuartos de baño. Estoy incluso algo orgullosa de haber encontrado aquí una colocación, aunque sea modesta.
Por eso aparecí a la mañana siguiente a las 8, con gran expectación. Llevó algún tiempo hasta que todas las formalidades quedaron solventadas y me condujeron al cuarto.
El «cuarto con baño» es un largo corredor oscuro como la boca de lobo, donde hay ocho camas. Se me asigna la taquilla de un alto armario metálico a efecto de ropero. Después recibo un número, soy la 952, un carnet para las comidas, un uniforme a rayas azules y blancas, y una tarjeta que me han de sellar al inicio y al final de mi trabajo.
Y finalmente recibo un cubo, jabón, trapos, una escobilla para fregar y una alfombrilla (¿para qué todo esto?); la anciana y amable dama, que hoy me parecía menos amable, me conduce a una antecámara algo más espaciosa, y me explica que tengo que fregarla. (Pero ¿qué ha sido de la consulta del dentista?)
¿Cómo hay que fregar el suelo? Siempre pregunto, por precaución, cómo es costumbre hacer esto o aquello en América, o en concreto en el Hotel Pennsylvania. Pero me doy cuenta de que esta pregunta no causa buena impresión. «¡Vamos, enjabone de una vez la escobilla y deje de tenerle miedo al agua! —Después pase el trapo húmedo—. ¡Todo ello de rodillas!»
Encima eso. Adiós, zapatos y medias. ¿También tengo que destrozarme las rodillas? Pensaba que los americanos eran muy prácticos y hacían todo con máquinas. Por suerte, me acordé de la alfombrilla. Hasta ahora no me había percatado de su existencia, pero puesto que me la han dado, tiene que tener algún cometido. Así que la cojo y me arrodillo sobre ella mientras friego. (Parece un tipo de alfombra para el rezo.) Cuando he terminado con un tramo, me muevo con ella. Es un poco incómodo, pero mejor así que sin nada. Solo que en la expresión facial de la anciana dama noto que algo no va bien. Finalmente me explica con una voz en verdad suave pero cuya suavidad pronto termina, pues la dama no posee el más mínimo autocontrol sobre sus reacciones, que la alfombrilla en ningún modo tiene por objeto proteger mis rodillas, sino el suelo de las marcas del cubo.
Me levanto avergonzada, mientras tengo que admitir que, el suelo tras haberlo frotado apenas presentaba cambio alguno.
Por suerte pronto dieron las 11, lo que significa el comienzo del lunch.
En el comedor tuve que presentar mi carnet para las comidas, y allí lo picaron. En él se leía que también durante los turnos de noche había tres comidas, que era intransferible y que solo daba derecho a tres comidas al día.
Al igual que los otros me puse en la cola del mostrador. Me dieron sopa, carne, fiambre, café y leche.
La comida era comestible, aunque había que reconocer que el cocinero debía disponer de un cuchillo sumamente afilado. Nunca antes había visto un trozo de carne tan fino.
Pero el trabajo pesado no contribuye a aumentar el apetito, y a pesar de las pequeñas porciones recibidas, casi todos se dejaban la mayor parte.
La mujer que estaba sentada en mi misma mesa estaba muy satisfecha con la comida. Contaba que hasta ahora había trabajado en el Hotel Plaza.
—Oh —dije— es un hotel encantador. (Verdaderamente es uno de los más bellos y distinguidos hoteles del mundo, muy próximo a Central Park y dotado de todos los lujos y confort imaginables.)
La mujer enfrente de mí me miraba con ojos como platos, como si yo hubiese perdido el juicio.
—O no lo dice en serio. O no ha trabajado nunca allí. Encantador puede ser quizá para los huéspedes, pero para nosotras que trabajábamos allí… Nos daban una comida incomible y teníamos que gastar en alimentos casi todo lo que ganábamos, y trabajo no es que hubiera poco.
(Depende de la perspectiva desde la que se contemple, encontramos un hotel encantador o no.)
Aquí, en nuestro comedor comían las camareras, las limpiadoras y las fregonas, todas con uniformes distintos, se podía reconocer su ocupación por las ropas que llevaban. Los empleados que ostentaban un rango superior, comían en un espacio contiguo, separado del rango inferior.
Después del lunch descubrí el salón de baile. Era una sala inmensa a una altura de 22 pisos sobre la ciudad de Nueva York, rodeada de columnas, que me resultaron de inmediato antipáticas, incluso antes de saber mi futura relación con ellas. Tenían la apariencia de ser como de cartón piedra e imitación de mármol; sin embargo eran de mármol, solo que imitaban el cartón piedra. Había que limpiarlas. Únicamente la parte inferior. Con ello pretendieron tranquilizarme, no era necesario que me pusiera a trepar por ellas.
—Y cuando acabe, le daré otra tarea —me dijeron, y con ello me dejaron sola con las columnas. ¡Cuándo acabaré! Nunca conseguiría terminar. Intenté quitarles el polvo, pero fue en vano. Las frotaba con un paño húmedo. Pero no servía de nada. ¿Qué me importaba a mí un trabajo tan estúpido e inútil. Si la gente quiere bailar entre columnas bien limpias, que hagan el favor de fregarlas ellos mismos. ¿Tengo que matarme yo a trabajar para que algunos aburridos de sus propias circunstancias tengan que matar el tiempo de alguna manera? Si por un casual yo hubiese sido Sansón, podría haber ocurrido fácilmente una desgracia en el Hotel Pennsylvania.
Al final llegó gente para fregar las losas de mármol. Me saludaron con simples «holas». Y de inmediato tuve que contarles desde cuándo estaba en Nueva York, cuál era mi nacionalidad, dónde había trabajado antes y si me gustaba mi trabajo. Esa pregunta «How do you do?» que siempre se refiere al «job» es entre los trabajadores tan usual como el «How do you do?» en el trato social. La plantea el «boss» —boss en realidad no solo significa «patrón», sino todo aquel que es un superior—, y hay que responderla con un alegre «Yes, I like it», si no es así, significa que se desea una ruptura de relaciones.
Aquella vez me permití reconocer que la tarea me gustaba poco. Mis compañeros me mostraron cómo debía frotar las columnas con un cepillo. Y me ayudaron buenamente. También descubrí que mi antecesora empleó entre ocho y diez días en ese cometido; según otra versión, llegó a tardar más de dos semanas.
—Siempre con calma —me decían—; si trabajas a la velocidad que ellos dicen, date por muerta. Y verdaderamente es necesario trasponer el «rápido, rápido» por un «siempre con calma».
Me dolía la mano, estaba cansada, de buena gana me hubiera puesto a llorar. ¡O incluso llegué a llorar
Ocurrió que un viejo irlandés, que también trabajaba allí arriba, se acercó y me dijo:
—Venga y vea —indicando hacia abajo, a Nueva York. La ciudad se nos mostraba al completo: allí, donde había sido pulcramente cuidada, en el alto Hudson; y allí donde las enormes chimeneas de las fábricas oscurecen el cielo. Por doquier nos rodeaban rascacielos.
—Dear old New York —decía el irlandés, que ya no le resultaba posible hallarlo.
Sí, es terrible, ese lío gigantesco de grandes almacenes, fábricas, bancos, edificios de oficinas; y todo repleto de trasiego laboral, gente, prisa. Abajo los coches iban a todo gas, la gente, los trenes elevados se ponían en marcha, paraban, arrancaban, paraban; sin pausa alguna.
Teníamos los rascacielos tan cerca que podíamos ver en su interior. Por todas partes se veían personas sentadas, de pie, moviéndose. Una auténtica bandada de gente. Todos estaban trabajando muy ocupados. Empaquetaban chicles o confeccionaban vestidos de seda, cada día una docena; o hacían flores artificiales y flecos.
¿No existe aquí el vacío, la nada elevada a la máxima potencia, la febril inutilidad?
Pero ¡cómo centellean los rascacielos! ¡Y ahí abajo la vida, ese continuo movimiento, esa velocidad! El vacío, la nada no pueden ser grandes. Y seguramente aquí se está preparando el futuro.
Más tarde llegaron más y más personas hasta donde estábamos aquí arriba. Todos, en compañía del director del hotel, estaban fascinados por la vista que había desde allí.
En el centro de la sala estaba sentado muy cómodamente un joven. Quizá no me hubiese percatado de la comodidad con la que estaba sentado, si yo no estuviera tan cansada. Se encontraba confortablemente instalado en una butaca, que a su vez parecía muy cómoda. Quizá era un poeta, porque mantenía una pluma estilográfica en la mano y escribía en un cuadernillo. También podría ser que estuviese haciendo la contabilidad de sus gastos. Pero aunque eso fuera cierto, dirigía la mirada, ensimismado, pensativo, hacia los rascacielos circundantes. Incluso de cuando en cuando miraba hacia nosotros, los que estábamos trabajando aquí. No sé, tengo el pleno convencimiento de que el joven en la butaca es un poeta, todo un himno al trabajo.
La habitación tenía ahora la apariencia de una sala de hospital para enfermos graves. Las mujeres estaban allí tumbadas como si fuesen los cadáveres, inmóviles por completo. Aparte de la mía había solo cuatro camas no ocupadas. Mi llegada no provocó la más mínima atención.
La habitación era sumamente sencilla: las camas mondas y lirondas, pero bien estrechas y endebles. Aparte de eso estaban montadas sobre ruedas, de modo que si una se acostaba y se daba la vuelta, ésta rodaba hasta el centro de la habitación. Además del armario de chapa había dos cómodas en el cuarto; una estaba decorada con estampas de santos y la imagen del papa; y por último había también dos mecedoras diminutas, eran la recompensa para las que llevan mucho tiempo trabajando aquí. Es verdad que existía también un baño. Una podía siempre que quisiera bañarse, y el cuarto era limpio y moderno.
Mi vecina en la habitación era la satisfecha. Al principio me parecía que había algo en ella que me resultaba inquietante. Nunca se desnudaba, se tumbaba en la cama con su ropa y calzado. Bajo el uniforme llevaba puesto un vestido negro. Su cara era terriblemente enjuta y amarilla, y sus manos parecían estar hechas solo de venas. Por la noche no dormía, estaba sentada en la oscuridad, inmóvil y con los ojos abiertos; o se le levantaba e iba a la ventana, miraba hacia fuera durante horas, inmóvil. Pero afuera solo había el pozo oscuro y nada qué ver.
Cuando le pregunté por qué no dormía, se sorprendió. ¿A qué venía eso? Ella siempre dormía maravillosamente. Le pregunté, si no se sentía cansada. Un poco sí que estaba cansada, pero no era algo digno de mención. Siempre había tenido suerte en la vida, siempre le había ido bien. Había llegado hace un año de Irlanda. Y le gustaba mucho estar aquí en Nueva York porque es una ciudad muy bonita. En todo el tiempo que estuve trabajando allí, nunca la vi salir. Y si uno miraba hacia fuera desde nuestra habitación, solo se veían muros. Ella trabajaba en la zona de baños a vapor. Tampoco desde allí podía ver mucho del mundo exterior. Me informé si solía salir alguna vez. Por lo que se ve, no. ¡Qué iba hacer por ahí en las calles! No es que no saliera por cansancio, simplemente ¿por qué iba a salir? Allí en el cuarto se estaba bien. Al principio no le gustaba, pero ahora sí. Y a mí también me llegaría a gustar, me aseguró. Tenía en la ciudad una hermana, pero por desgracia vivía lejos. Aunque iba a visitarla alguna vez. Ganaba al mes 30 dólares, y le parecía que estaba muy bien. De las propinas no se conseguía mucho. Llevaba trabajando allí desde hacía cuatro años, y solo había logrado reunir 3 dólares. Pero se acordaba con exactitud de la fecha en la que le dieron un tip,1 cuándo y de quién. Con todo detalle me describió a la mujer que le había dado 50 centavos.
—Sí, los ricos —decía—, toda mi vida he trabajado para los ricos, pero siempre me he mantenido bien. —Y se miraba bajando los ojos, miraba su flaqueza, sus manos desgastadas, y sonreía satisfecha y alegre. ¿Se trataba de una postura irónica? Era un caso de profunda ignorancia. O ¿era también esa ignorancia ironía?
El polo opuesto de la irlandesa es la «dama». Ésta se está cambiando continuamente de ropa. En los descansos de media hora se muda dos veces de vestido. Cuando visita a su amiga, que vive algunas habitaciones más allá, lleva un vestido con chaqueta a juego, sombrero, guantes y boa de piel. Dice que si no trabajara y no fuera una camarera en los baños, sería una lady.
A la hora de la cena, a las cinco, llegan la mayoría de estas chicas sin el uniforme, con vestidos de seda, y sin olvidar the vanity case2 con el maquillaje y los polvos. No salen todos los días, están demasiado cansadas, y además sería demasiado costoso; pero cuando son invitadas por el felow, es otra cosa. Les gusta salir a dancing, pero no lo pueden hacer todos los días.
—Pero, ¡no somos trabajadoras en una fábrica. No necesitamos que nos inviten. Nos ganamos nuestra propia comida! —dice una.
Si se encontraba a gusto aquí, le pregunté a la alemana. Ha nacido en América, nunca ha estado en Alemania, me dice, pero es alemana. Se acercó a mí, porque había oído que yo hacía poco que había venido de Alemania. Lleva seis años ya trabajando en este hotel. Ahora bien, piensa que no hay que esperar mucho de la vida. Libra un domingo de cada dos, pero solo después de haber trabajado un mes entero. Y a partir de un año, incluso, se dispone de una semana libre. Hay un médico gratuito para los empleados, y aquí y allá se reciben propinas. Ha vivido cosas peores. Pero repite que de la vida es mejor no esperar mucho.
Ahora estamos sentadas en el salón para las sirvientas pero que, por cierto, tiene exactamente la apariencia como uno se imagina un drawingroom for maids en el mayor hotel del mundo. ¡Con los mismos muebles desgastados, desvencijados, machacados y baratos; con paredes suciamente deslucidas y con ese aire gris y estancado! Las chicas están sentadas con desaliño, muertas de cansancio, con sus vestidos de seda.
—No podría dar ni un paso más —dice una que lleva puestas unas pantuflas.
—Mañana tengo libre —dice su amiga.
—¡Ah, cómo me alegro! Me iré todo el día de compras y a ver escaparates.
Entran dos nuevas. Van muy bien vestidas y son muy guapas. Las han invitado. ¡Qué si están cansadas! Se verá a lo largo del baile. Hay que aprovechar lo bueno de la vida.
La de las pantuflas mueve la cabeza de forma desaprobatoria:
—Veremos si esto no acaba mal —Y también las otras, que cansadas están sentadas de cualquier manera en las sillas, mueven la cabeza.
La irlandesa está vestida y sentada en la cama. Sobre la cómoda, las estampas de los santos y el retrato del papa me miran. El despertador marca un sonoro tic-tac. A la izquierda duerme la propietaria de las estampas, a la derecha la del papa.
La propietaria de las estampas de santos es muy amable y apacible, pero ronca muy fuerte. Cuando de noche se despierta, se arrodilla frente a su cama y reza susurrante. Se levanta a las cinco y media de la mañana. Todos días va a la iglesia antes del desayuno.
La propietaria del retrato del papa es menos amable, pero también ronca.
El aire esta viciado. Y es difícil conciliar el sueño.
Difícilmente puedo imaginarme algo menos entretenido que limpiar flores artificiales. Sin embargo, en la galería de hotel, que es donde este hecho tiene lugar, es muy entretenido. Desde aquí arriba se puede ver el hall del hotel. Abajo hacen su entrada los viajeros, los chicos del telégrafo vociferan nombres, las maletas van llegando, boys van de acá para allá con periódicos. La galería del hotel me recuerda a la galería de una sala de conciertos, solo que ésta es mucho más amplia y está «adornada» por alfombras y flores artificiales. Desde aquí parten los pasadizos que conducen a la sala de exposiciones, a la biblioteca, al salón escritorio, al banco del hotel y al dentista. (Por cierto, descubrí que efectivamente existía una consulta médica. Solo que el trabajo que se me encomendó allí, debía estar terminado de 8 a 9 de la mañana.)
En la galería del hotel hay un continuo ir y venir. Por desgracia yo también tengo continuamente un ir y venir con un cubo de agua, que alternativamente está limpia o sucia.
La gente, sentada en torno a la galería, se aburre y se despereza en los sillones. Miran cómo trabajo. Es posible que piensen: «Esa tampoco se esfuerza mucho.» Y las mujeres: «Esta joya no la quisiera yo en casa.» Y todo porque no me doy prisa. Me doy mi tiempo: muy despacio y cumpliendo con mi cometido concienzudamente. No es que no tenga ganas de pasar con mi cubo lleno de agua sucia, y por pura casualidad derramarlo cerca de ciertas personas. Lo conseguí una única vez, y sigo pensando en ello. ¡Oh, los zapatos de charol! Y esos ojos de las interfectas llenos de ira. No pude por menos que reírme.
Están acomodados en el grill-room,3 corteses, aburridos, bien vestidos; como corresponde.
Vincent Lopez, el más famoso director de banda de jazz que ha conocido el mundo, hace saltar por la sala una jauría chirriante y chillona de animales exóticos. Africanos salvajes bailan al son de tambores de guerra, al mismo tiempo que los invitados borrachos de una boda campesina gritan.
Si yo estuviese sentada en el grill-room, es probable que también la música influyera agradablemente sobre los nervios de mi estómago, porque todos comen copiosamente. ¡Los bien educados! Sus caras siguen siendo igual de aburridas, pero sus instintos naturales salvajes se muestran en el modo cómo devoran bichos vivos y muertos.
Pero cuando en la antesala de este grill-room hay que limpiar el níquel, la salvaje música de los negros no se muestra tan encendida; cuando en realidad debería serlo, pues no en balde estamos puliendo el níquel. Alguna vez me gustaría que hicieran saltar en el grill-room una auténtica jauría chirriante y chillona de animales exóticos, para ver si entonces también los bien educados siguen tan aburridos.
Escena: En la consulta de un dentista. Sobre el escritorio, un florero con rosas de té muy delicadas.
Una de las camareras:
—¿Has visto las flores tan bonitas que le han vuelto a enviar al doctor?
La otra camarera (desde hace cuatro años en el Hotel Pensilvania):
—¿Ya vas a arramplar con ellas?
Cuando una abandona para siempre un hotel en el que ha estado empleada, se vive un proceso tan complicado como atravesar una frontera. Es sometida, por varias damas, a un auténtico interrogatorio cruzado. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Pues, cómo? ¿Cómo es posible dejar tan pronto un puesto tan «buen»?
Les explico que no entiendo a la dama que me ha admitido.
Sin embargo, parece que levanto suspicacias. Tengo que entregar mi número, mi carnet del comedor, mi uniforme, mi carnet de admisión, después tengo que ir a buscar mi maleta y esperar. Para ello es necesario todo un día. Por fin, viene una señora, abre mi maleta y mira el contenido. La cierro y pienso, el tema está zanjado. Pero llega otra señora me hace abrir otra vez la maleta y la inspecciona. Así se reavivan los recuerdos de los viajes en la posguerra. Finalmente aparece una tercera señora con una cuerda y plomo, y precinta la maleta. Según el reglamento, los empleados solo pueden abandonar el hotel con paquetes y maletas precintados, aunque nadie puede imaginarse que a alguien se le haya podido ocurrir la idea de empaquetar en su maleta un macetero con palmeras artificiales; y las joyas que hubieran merecido la pena ya las habría podido sacar dentro del bolso, en cualquier otro momento. Afuera, el portero controla el precinto y corta la cuerda.
Estoy fuera delante de la estación Pensilvania. Igual que si acabase de atravesar la frontera de un país extranjero.
Uno de los mayores establecimientos de comida rápida, y que está extendido por todo Nueva York, es el restaurante automático Horn & Hardart.4 Aquí intenté conseguir un empleo.
Salas de espera. Para hombres y para mujeres. La sala de espera para hombres me recuerda al aula de una escuela. Todas las sillas colocadas en una dirección. Sobre un altillo, igual que el señor maestro, está sentado el poderoso con su báculo y desde allí dispone los empleos. Los hombres están sentados, leen el periódico y esperan, al parecer, algo. Aunque uno no acaba de saber a qué.
El poderoso sostiene un auricular en la mano y a la vez grita en la sala: «¡Un hombre para ensaladas!» ¿Ningún sandwich-man?»5 Que nadie se presente le incomoda. «Nunca vienen los que hacen falta.»
Después de que, en vano, intenté que me hicieran caso, fui a la sala de espera para mujeres.
Aquí el parecido era más con la sala de espera en un dentista, con la diferencia de que las personas que esperan son aquí más numerosas, y la lectura no está sobre las mesas, sino colgada en las paredes.
Dondequiera que se mire, sentencias por todas partes. Hay que aprovechar el tiempo de espera de un modo útil. Por ejemplo, se puede leer: «Una tontería no llega realmente a ser una tontería, si no se comete dos veces.» (Esta sentencia, según me informaron, procede de Lincoln.)6 Menos digna de tomar en serio era otra que decía: «Si estás acalorado, cuenta hasta diez y después calla.»
Pero poco provecho pude sacar de aquella pequeña escuela de la sabiduría, ya que apenas había observado a las camaradas que esperaban, el todopoderoso se bajó de su trono y se dirigió a nuestra sala. Esta vez fui yo la que entre la muchedumbre fue elegida. El todopoderoso me preguntó por mi dirección, y me dio una nota para entregarla en un establecimiento de la calle 14.
Solo cuando llegué a la calle 14, donde inmediatamente me asignaron un número, esta vez soy el número doce, y un uniforme, por lo menos dos tallas más del que me correspondería, descubrí que me habían contratado.
Todo un enjambre de chicas me rodearon e intentaron arreglarme el vestido con la ayuda de alfileres; una me colocó una cofia blanca sobre la cabeza, otra me estiraba el delantal. Después me arrastraron a una sala y me pusieron una bandeja en la mano. Lo único que sabía es que ahora era una bus-girl, es decir, un ómnibus abarrotado de platos que iba y venía; o dicho más claramente, mi tarea en la vida desde ese momento era recoger platos.
Aquí estoy con mi bandeja, y afuera en la calle 14 reina el bullicio, el alboroto y la prisa, con sus docenas de cines, teatros de vodevil, casetas de tiro al blanco y dancing clubs, los aparatos de radio, gramófonos, pianolas, docenas de lunchrooms, coffee pots, los negocios de todo a cinco o a diez centavos y sus «oportunidades nunca vistas». Pero también en la calle había sorpresas especiales: una ruidosa banda de jazz que tocaba en el escaparate de un negocio de ropa para caballeros, mientras un hombre con una máscara negra escribía en una pizarra: «¿Quiere conseguir el éxito? ¿Desea un trabajo bien remunerado? ¡Entonces ha de estar bien vestido! Solo con nosotros lo logrará. ¡Entre. Convénzase por sí mismo!»
Además estaba la multitud de los vendedores callejeros. El hombre musculoso con cara de sufrir hepatitis, pero que también en los días de mal tiempo llevaba solo una camiseta, demostraba su método único y eficaz para mantenerse sano; y al mismo tiempo vendía sus propias obras sobre las formas de llevar una vida saludable. También estaba el hombre con cabellos ondulados hasta los hombros que ponía a la venta un infalible crecepelos. Y había allí un montón de mendigas, ciegos y charlatanes. La multitud que aquí iba y venía se componía de todas las nacionalidades del mundo. Pero todos ellos, a la misma velocidad, andaban a la caza de las mismas diversiones, de los mismos anhelos.
Toda la calle entra en el restaurante automático, desde primera hora de la mañana hasta el final de la noche. Pero aquí no se come por placer. Aquí comen los robots, alemanes, americanos, judíos, chinos, húngaros, italianos, negros.
Cada raza está representada. Se oyen todas las lenguas del mundo, los periódicos olvidados muestran caracteres hebreos, chinos, armenios, griegos y en otros idiomas exóticos, que no es posible adivinar. Uno se ve sorprendido por un auténtico dialecto sajón o bávaro; y se ve sorber a la gente su té como solo lo hacen los campesinos rusos.
Y no obstante, todos ellos son tan parecidos, como lo pueden ser dos hermanos. Todos llevan la misma ropa barata, las mismas camisas, los mismos zapatos de saldo, todos los días comen la misma sopa de tomate, los mismos sándwiches: jamón con lechuga, huevo con lechuga, queso con lechuga, sardinas con lechuga; ganan el mismo salario semanal, trabajan todos igualmente duro y por igual.
Los robots comen de pie, o sentados, aunque solo el tiempo requerido para ingerir la cantidad necesaria de calorías y vitaminas que garantice el mantenimiento de su maquinaria.
Desde pequeños están educados para tener que mantener un ritmo, si es que quieren salir adelante en este mundo.
«Hurry up» (rápido, rápido), exigen los padres con esmero a sus hijos, cuando comen pasteles o beben leche.
Los robots semiadultos se ocupan ya de sí mismos. Llevan uniformes de la Western Union o de bancos, grandes almacenes y hoteles. Con frecuencia están mucho tiempo parados frente a las maquinas expendedoras. ¿Por qué acabarán decidiéndose: un plato lácteo o un helado? La mayoría de las veces suele ganar el deseo sobre la razón. Y se toman un helado.
Los restaurantes automáticos se componen de armarios de cristal que muestran con ostentación su contenido. Permanecen cerrados, también ante los estómagos más hambrientos, para mantener el frío en su interior; sin embargo se pueden abrir con una pequeña y suave maniobra, siempre que se introduzca en ellos la cantidad correspondiente de nickels.7
Pero, también, detrás de las máquinas expendedoras se encuentran, en el estrecho y caluroso corredor, autómatas. Estos colocan sin parar sándwiches en los platos, distribuyen pasteles y compota. Rellenan los samovares de té y café, reparten sopa, verdura y carne. De la misma manera que otros autómatas transportan las pesadas bandejas, y recogen sin parar los platos sucios que cada cinco minutos se amontonan en la mesas.