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El compromiso era la mejor manera de evitar el matrimonio. Toda la familia del príncipe Nicholas estaba empeñada en casarlo con una princesa o una heredera, pero él había elegido una tímida y poco elegante estadounidense hija de un millonario y que además sentía más interés por los ordenadores que por los hombres. Pero todo eso era lo que hacía de ella la novia perfecta. Un falso compromiso con ese "patito feo" le permitiría dedicarse a su gran amor, la medicina, sin que jamás hubiera peligro de que llegara a nada más. Pero Tara York se estaba convirtiendo en un verdadero cisne delante de sus propios ojos. Y de pronto se moría de ganas de convertir a aquella inteligente y sensual mujer en su princesa.
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Seitenzahl: 184
Veröffentlichungsjahr: 2016
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Leanne Banks
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una novia para su majestad, n.º 1251 - mayo 2016
Título original: His Majesty, M.D.
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8241-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
–Quiero que con esta seas muy agradable –dijo la reina Anna Catherine en el mismo tono autoritario que creía haber heredado Nicholas–. Tiene un gran potencial.
Nicholas soltó un bostezo mientras tomaba el té en el salón favorito de su madre en palacio. Todas tenían un gran potencial. Su madre había intentado buscarle una esposa desde que estaba en la cuna. Aún no había tenido éxito, y si de él dependiera, jamás lo tendría. Él solo se casaría con quien quisiera, cuando quisiera y como quisiera.
–Hablo en serio, Nicholas. Nada de travesuras esta vez –le advirtió su madre–. Podría ser importante para Marceau.
A Nicholas se le hizo un nudo en la garganta.
–¿Cómo de importante? –preguntó con escepticismo.
–Su padre es Grant York, un conocido genio de los negocios. Posee una red de complejos de lujo por todo el mundo.
–Turísticos –añadió Nicholas, asintiendo con poco entusiasmo.
–Sí –respondió su madre, como si tampoco le gustara mucho la idea de que su pequeña isla fuera invadida por hordas de extranjeros–. Una buena relación con York Enterprises sería muy beneficiosa para nuestra economía.
–Sabes que no quiero casarme –dijo él. Odiaba la carga de responsabilidad que tenía que soportar.
–No tienes que casarte con Tara York. Solo quiero que seas un buen acompañante para ella durante su estancia en palacio… Aunque tampoco te haría ningún daño sentar la cabeza de una vez.
–Sí, sí me haría daño –replicó Nicholas, sintiéndose como si le echaran una soga al cuello–. Creo que lo que quieres decir es que a ti no te haría daño si yo sentara cabeza.
La reina Anna Catherine soltó un profundo suspiro.
–Eres sin duda el más franco y directo de tus hermanos.
Nicholas pensó en sus hermanos y no pudo contradecirle.
–Podría ser peor. Michel será quien gobierne. Necesita saber cómo ser discreto para tratar con los consejeros reales. A mí, por otro lado, puedes referirte como a «mi hijo, el médico» –dijo con una sonrisa furtiva. Su madre se había opuesto a que estudiara Medicina, y solo había accedido gracias a la intervención de su hermano Michel. Por eso Nicholas siempre les estaría agradecido a ambos.
Los ojos de la reina brillaron de admiración.
–Has elegido un camino difícil. Ser miembro de la familia real y médico nunca será fácil.
–Nada lo será –dijo él con convicción. Había nacido siendo príncipe, pero sabía que su destino era la medicina–. La medicina es tan exigente como una esposa.
–Muchos hombres tienen las dos cosas –dijo su madre arqueando las cejas–. Pero, si te parece, dejaremos la discusión para otro día. Tara York llegará mañana. Haz que su estancia sea agradable, por el bien de Marceau.
Nicholas puso una mueca de exasperación ante el exagerado ruego de su madre, pero asintió.
–Siempre por el bien del país –murmuró al tiempo que se ponía en pie. Hizo una ligera reverencia en señal de respeto y se dirigió hacia la puerta.
–Un afeitado y un corte de pelo no te vendrían mal, Nicholas –le sugirió la reina.
Nicholas se detuvo, pero prefirió no replicar al ver la debilidad en el rostro de su madre. Aunque intentaba ocultarla, la búsqueda de su hermano, desaparecido mucho tiempo atrás, la estaba debilitando. En los últimos meses parecía haber envejecido años y su aspecto era frágil y vulnerable, lo cual era escalofriante, ya que la reina Anna Catherine siempre había sido conocida como «La Dama de Hierro».
–Por el bien de Marceau –dijo él irónicamente, rascándose la barbilla sin afeitar.
–Su aspecto es de lo más impropio –le susurró Michelina a su hermano Nicholas en el oído, mientras Tara York hacía su entrada en el gran vestíbulo del palacio.
Nicholas parpadeó ante la vista que tenía delante. Tara York, llevaba su pelo castaño recogido de una forma nada elegante, unas gruesas gafas ocultándole los ojos y un vestido más propio de una mujer que le doblara en edad y peso.
–¿Te parece que llamemos a los modistos? –siguió susurrándole Michelina.
Aunque no pudo estar en desacuerdo, Nicholas sintió una punzada de irritación.
–Nadie se siente obligado a parecer como en un anuncio del Vogue París cuando salen por la puerta. Te resultará difícil de creer, pero en el mundo hay cosas más importantes que elegir entre Dior o Versace.
–Tal vez tuviera oportunidad de verlas si madre no me mantuviera encerrada en el palacio como a Rapunzel –replicó Michelina–. En cualquier caso, no creo que la señorita York haya elegido su vestido de Dior ni de Versace. Tienes que admitir que madre nunca te ha ofrecido una perspectiva así.
–No es una perspectiva. Es una invitada –dijo Nicholas, y se dirigió hacia Tara, que en ese momento dio un traspié y estuvo a punto de caer al suelo.
–Discúlpeme, Alteza –dijo Tara haciendo una rápida reverencia–. Me temo que el largo vuelo ha afectado a mi equilibrio –él alargó automáticamente un brazo para sostenerla, pero ella se echó hacia atrás–. Estoy bien, gracias –murmuró.
–Señorita York… –empezó Nicholas.
–Por favor, llámeme Tara –dijo ella con una sonrisa forzada–. Y usted también debe de ser Su Alteza Real –añadió mirando a Michelina, que se acercó obedientemente.
–Es mi hermana Michelina, y yo soy Nicholas –dijo él–. No son necesarios tantos formalismos.
–Estamos muy contentos de que puedas visitar nuestro país, Tara –dijo Michelina–. Por favor, dime lo que necesites para que tu estancia sea de lo más confortable.
–Gracias, Michelina –respondió Tara ajustándose las gafas–. La verdad es que necesito una conexión a Internet en mi dormitorio.
–¿Una conexión a Internet? –repitió Michelina, sorprendida.
–Sí, es lo único que necesito –Nicholas vio un atisbo de preocupación en el rostro de Tara–. Tenéis línea telefónica en el palacio, ¿verdad?
–Oh, por supuesto –respondió Michelina, asintiendo–. Es solo que la mayoría de nuestros invitados prefieren disfrutar de actividades en el exterior, sobre todo en nuestras hermosas playas.
Tara se encogió de hombros.
–Seguro que son preciosas, pero me quemo con facilidad –confesó, volviendo a ajustarse las gafas–. Sabré disfrutar también en el interior de palacio, gracias.
–Como desees –aceptó Michelina–, pero si cambias de opinión, por favor, háznoslo saber a Nicholas a mí.
Desconcertado por la extraña criatura que tenía delante, Nicholas la observó con interés. Las gafas, aunque gruesas, no podían ocultar la inteligencia de sus ojos azules, y con su tono cortés no podía ocultar el hecho de que no quería estar allí.
–Haré que suban tu equipaje a tus aposentos. ¿Te gustaría tomar algo antes de arreglarte? Esta noche se celebrara una pequeña fiesta en tu honor.
–¿Una fiesta en mi honor? –repitió Tara con perplejidad. Nicholas pensó incluso que se había quedado horrorizada, lo cual no le resultó extraño, ya que él había sentido lo mismo en casi todas las fiestas formales de palacio–. Pero eso no es necesario –dijo, un poco desesperada.
–Mi madre, la reina, ha insistido –dijo él. De pronto sentía un ramalazo de compasión hacia aquella mujer.
Ella pareció darse cuenta y asintió con un suspiro. Lo miró a los ojos y, a pesar de las gafas, Nicholas sintió una inexplicable comprensión entre ambos.
–Si no supone ningún problema, me gustaría tomar un poco de zumo –dijo ella apartando la mirada–. Y un baño también me sentaría muy bien. Muchas gracias por vuestra hospitalidad.
–Es un placer –dijo Nicholas, sintiendo una gran curiosidad a pesar de sí mismo. Presentó a Tara a un ayudante de palacio y vio cómo se alejaba por el vestíbulo. Estaba seguro de no haber visto jamás un vestido más horrible que el suyo, pero el espantoso atuendo no bastaba para ocultarle las bien contorneadas pantorrillas.
Su hermana le dio un apretón en el hombro.
–Esta vez sí que te compadezco. Madre no puede pretender en serio emparentarte con esa mujer.
–No importa si madre lo pretende o no. Soy yo el que no tiene la menor intención.
–Pero una adicta a Internet… ¿Cómo podrías entretenerla?
Nicholas amaba a su hermana, pero sabía que Michelina tendía a sacar conclusiones precipitadas.
–Algo me dice que esconde mucho más –dijo, y decidió que si tenía que asumir la responsabilidad de entretenerla, aprovecharía para satisfacer su curiosidad por ella.
Tara se quitó las gafas en cuanto entró en su suite, un enorme y elegante dormitorio amueblado con antigüedades del siglo XVIII. Se masajeó las sienes y suspiró. No necesitaba gafas y, de hecho, le habían provocado dolor de cabeza. Pero los gruesos cristales habían servido para un importante propósito… y seguirían sirviendo. Junto a su horrible vestuario y a su deliberada inadaptación social serviría para mantener alejados a los perros que codiciaban la fortuna de su padre.
Todos, incluido ese príncipe Nicholas, tan solo la deseaban por el beneficio que pudieran obtener. Pero no importaba lo reacia que se mostrara ella. Su padre insistía en que el matrimonio era lo mejor.
Cuando se inclinó para arrojar los zapatos al armario, giró la cabeza a un lado y de repente la habitación pareció dar vueltas. En un intento por guardar el equilibrio, dio con el pie en el borde de la alfombra y cayó hacia delante. Masculló una maldición ahogada al sentir el pánico que le ocasionaba la pérdida de control. Consiguió enderezarse y respiró hondo para tranquilizarse.
Su torpeza había sido su cruz particular. Desde niña sufría una propensión a tropezar con sus propios pies, y, después de un brazo roto y un tobillo fracturado, su padre se había vuelto extremadamente protector. Tara podía comprender que se sintiera incómodo con ese «pequeño problema», como lo llamaba él.
También había aceptado que no podía sentarse tras un volante ni bailar, por temor a herir a alguien. Sí, había aceptado que era más torpe que la mayoría de las personas, pero lo que no aceptaba era que un marido fuese la solución a su «pequeño problema».
Ella deseaba la independencia más que ninguna otra cosa. Y también demostrarle a su padre que no solo era un estorbo ni una decepción para él.
Moviéndose con cuidado, sacó el ordenador portátil de la maleta y lo colocó sobre el escritorio. No pudo resistir el impulso de acariciarlo. Aquella máquina guardaba sus secretos y la promesa de su futuro. No en vano, había conseguido dos licenciaturas gracias a Internet y estaba completando su tesis.
En ese momento recordó la mirada curiosa de Nicholas Dumont. Aunque era guapo y ella tenía que admitir que envidiaba su título en Medicina, sabía lo que su familia quería de su padre. Por otro lado, su padre estaría encantado con la protección y seguridad que la realeza ofrecía. Sin duda estaba preparado para darle a los Dumont lo que quisieran si ellos le daban a cambio lo que él quería: un marido para su hija.
Tara sintió un amargo sabor en la boca. No quería un marido, ni aunque perteneciese a la realeza. Miró la colección de horrorosos vestidos que habían dispuesto para ella en el armario y luego se volvió a su ordenador. Quería libertad, y sabía cómo conseguirla. Y sobre todo, sabía cómo ser todo lo opuesto a lo atrayente y seductor.
Nicholas era seguramente más inteligente que la mayoría de los hombres que ella había rechazado, pero seguía siendo un hombre, y ningún hombre en su sano juicio desearía a una mujer con unas gafas enormes, una carencia total de clase y estilo y un «pequeño problema».
Después de una cena de cinco platos y de respuestas corteses a más de una docena de preguntas sobre su padre, Tara deseaba poder escabullirse de allí, si bien las calorías de la mousse de chocolate hacían imposible cualquier movimiento furtivo. Miró a ambos lados de la mesa y decidió que, con la excepción de la sangre real y la posición social, los Dumont eran como casi todas las familias.
A lo largo de la cena sintió fija en ella la mirada curiosa de Nicholas, pero intentó ignorarlo. Sin embargo, no pudo evitar fijarse en sus manos mientras cortaba la carne y levantaba la copa de vino tinto. Eran unas manos muy fuertes y masculinas, pero algo le dijo a Tara que también eran suaves. Cuando la reina lo alabó, pudo oír cómo soltaba un suspiro ahogado de resignación, y tuvo que esconder una sonrisa tras la copa al darse cuenta de que Nicholas estaba verdaderamente horrorizado ante la posibilidad de ser emparentado con ella.
También se dio cuenta de que los hijos miraran a su madre con una mezcla de emociones: amor y preocupación mezclados con impaciencia e irritación provocados por los esfuerzos de la reina por controlar sus vidas. Michelina parecía la más tranquila y sumisa, mientras que Michel, el heredero, pareció morderse la lengua más de una vez. Su esposa americana, Maggie, dividía su atención entre aliviar a Michel de su enfado, hablar con su hijo Max e intentar que Tara se sintiera cómoda. El amor entre los tres era evidente.
El amor verdadero la desconcertaba. Sus padres no habían estado enamorados, y rara vez había tenido la oportunidad de observar una muestra sincera de cariño. Sintió una punzada de anhelo al observar a aquella familia, pero se negó a examinar detenidamente esa emoción. El matrimonio no era para ella. No quería transferir la dependencia de un hombre a otro.
–Todos estamos muy orgullosos de Nicholas –le dijo la reina Anna–. Fue el primero en su graduación.
–De los primeros –murmuró Nicholas.
–Y es un excelente espadachín –continuó la reina–. Pero es demasiado modesto para decirte que ha representado a Marceau en muchas competiciones internacionales. Es todo lo que puede hacer para evitar la prensa del corazón. Lo consideran el soltero de oro, ¿sabes?
–Madre –la interrumpió él–, seguro que a la señorita York le apetecerá tomar un poco de aire fresco después de un vuelo tan largo –volvió su mirada a Tara–. ¿Puedo enseñarte la terraza?
¡La huida! El corazón de Tara se aceleró ante la idea de escapar de allí.
–Sí, me gustaría mucho, gracias –dijo, y se levantó con tanta rapidez que a punto estuvo de tirar la silla al suelo.
Nicholas también se puso en pie y le ofreció su brazo.
–Disculpadnos –dijo, y sacó a Tara del comedor.
En cuanto salieron a la terraza, Tara se soltó y sintió una oleada de alivio cuando él también se apartó. No había duda de que no sentía la menor atracción por ella.
Se acercó a la reja y aspiró la dulce fragancia nocturna. La luna y una serie de focos estratégicamente situados iluminaban los hermosos jardines a sus pies. El conjunto tuvo un efecto relajante sobre ella, quien durante los últimos seis meses había estado demasiado ocupada con los estudios como para disfrutar de la luna y las flores.
–Tendrás que perdonar a mi madre. La delicadeza no es su punto fuerte –le confesó Nicholas con voz profunda.
Tara se volvió y se permitió observarlo un momento. Era alto, de anchos hombros, y un brillo tentador relucía en sus ojos azules. Sus labios estaban ligeramente curvados en una media sonrisa. Llevaba un traje oscuro con la típica despreocupación masculina, y Tara sospechó que se sentiría más contento con una camiseta arremangada. Nicholas irradiaba una dureza intelectual combinada con una facilidad social que la atraía. No era agresivo ni insistente, como los demás hombres que su padre le había presentado. En otras circunstancias, incluso lo habría encontrado atractivo.
Nada más pensar eso se puso tensa.
–Es agradable que tu madre se sienta orgullosa de ti, y parece que tus logros lo merecen. Creo que a todo el mundo le gusta cumplir con sus objetivos.
–¿Y a ti? –le preguntó él con una ceja arqueada.
–Pues claro –respondió ella al instante.
–¿Cuáles son tus objetivos?
A Tara se le hizo un nudo en la garganta. Nunca le había revelado sus objetivos a nadie. No quería que se burlaran de ella, y aunque Nicholas parecía un tipo sincero y comprensivo, pensó que le sería más fácil revelar su talla de sujetador que sus sueños personales.
–Mis objetivos están en fase de construcción.
–Los míos también –dijo él asintiendo–, pero esa respuesta no me dice nada sobre ti. Mi deber es entretenerte, y no podré hacerlo a menos que sepa lo que es importante para ti. O, al menos, lo que te gusta y lo que no.
–No, no tienes que hacerlo –dijo ella apartando la mirada y aspirando la esencia de vainilla que flotaba en el aire. Sintió que él se acercaba y se estremeció de arriba abajo.
–¿No tengo que hacer qué?
–No tienes que entretenerme –se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos–. Puedo entretenerme yo sola.
Él parpadeó con asombro y ladeó la cabeza.
–¿Y si yo quiero entretenerte?
–¿Por qué ibas a querer? No tenemos nada en común.
–Eso no lo sabremos hasta que no nos conozcamos.
Cierto, pero ella ya sabía todo lo que necesitaba saber. Su padre quería que se casara con ese hombre, y ella no quería casarse con nadie. Tuvo que reprimir el impulso de abandonar las buenas formas y la hipocresía y expresarlo abiertamente.
–Aprecio tu hospitalidad, pero soy una persona bastante introvertida, de modo que estaré perfectamente sola en mi habitación o explorando por mi cuenta el palacio y los jardines. Por favor, no te sientas obligado a modificar tu agenda por mí.
Tic-tac, tic-tac… Su tesis la estaba esperando, y antes necesitaba descansar del largo vuelo. Se preguntó cómo iba a mantener en Marceau su ritmo de trabajo habitual sin ser una reclusa en palacio.
–Tiene que haber algo que podamos ofrecerte –insistió Nicholas–. ¿Te gusta montar a caballo?
¿Con su torpeza y falta de coordinación?, pensó ella con ironía.
–No, lo siento.
–¿Y en lancha motora?
Tara había aprendido tiempo atrás que ponerse a los mandos de cualquier vehículo a motor era una garantía de accidente. Negó con la cabeza.
–¿Montar en bicicleta?
–No, gracias. ¿Qué puedo decir? Mi vida es muy tranquila y aburrida –«y te prometo que te aburriré como nadie», quiso añadir–. Y hablando de tranquilidad, creo que sigo bajo los efectos del jet lag. No te importará si me retiro a descansar, ¿verdad?
Él frunció el ceño, pero negó con la cabeza.
–No, claro que no. Te acompañaré a tu habitación.
Tara quiso decirle que no era necesario, pero se abstuvo. No tenía que ser una maleducada, solo debía mantenerse firme.
–Gracias –le respondió, y permitió que la escoltara por tres largos vestíbulos. Aunque no hablaron, era extremadamente sensible a su presencia, y no fue hasta que vio la puerta de su habitación cuando sintió una oleada de alivio.
–Gracias de nuevo por tu hospitalidad –le dijo mientras agarraba el pomo como si fuera una cuerda de salvamento. Si se daba prisa no tendría que volver a mirarlo a los ojos.
Él la detuvo agarrándola por el hombro. Le tomó una mano, haciendo que casi se le parara el corazón, y se la llevó a los labios para besarla ligeramente.
–Bienvenida a Marceau, Tara –le dijo–. Si necesitas cualquier cosa, llámame.
A Tara la asaltó un repentino pensamiento sensual. Nicholas le daba la impresión de que podría satisfacer todas las necesidades de una mujer… Necesidades que ella había decidido ignorar al menos durante los próximos diez años, se recordó a sí misma.
–No se me ocurre nada –respondió tragando saliva–. Pero gracias –consiguió añadir, y retiró la mano de la suya–. Buenas noches.
–A bientôt, chérie.
Tara se mordió el labio y se apresuró a entrar en la habitación y cerrar la puerta. Si no tenía cuidado, Nicholas Dumont podría llegar a gustarle, y eso no era precisamente una buena idea.
Nicholas miró el reloj de su mesita de noche y soltó una maldición. Las tres de la mañana. Apartó las sábanas y se dirigió hacia la pequeña nevera que había en el salón de su suite. Por lo general dormía como un tronco.
No se le ocurría ninguna razón para su insomnio salvo la preocupación por su hermano Jacques, que llevaba veinte años desaparecido. Un equipo de investigación peinaba el globo en su busca, pero Nicholas seguía preguntándose qué había sido de su hermano menor después del accidente.
Echó un vistazo al contenido de la nevera. Había cerveza, pero no agua. Frunció el ceño y decidió bajar a la cocina por una botella. Se puso unos shorts y salió de la suite.
Otra preocupación que le rondaba la cabeza era su intención de ayudar al pueblo de Marceau con sus conocimientos médicos. Su hermano mayor y heredero al trono, Michel, no ocultaba sus deseos de que Nicholas fuera el médico oficial en el consulado, pero él quería un papel más activo y cercano a la práctica.
Y luego estaba Tara York, pensó mientras miraba el pasillo que conducía a su habitación. La mujer era todo lo opuesto a lo que él había esperado, y además parecía hacer todo lo posible para mantenerse apartada. Nicholas pensó que tendría que estar contento de que fuera así, pero la verdad era que lo intrigaba.
Saludó a un guardia de camino y llegó a la cocina, donde agarró un par de botellas de agua. De vuelta se detuvo en el pasillo y, siguiendo un extraño impulso, se acercó a la habitación de Tara. Vio que salía luz por debajo de la puerta.
Alzó las cejas sorprendido. ¿Por qué estaría despierta la señorita York a las tres de la mañana? Se acercó más a la puerta y oyó su voz, seguida de un pitido electrónico y de una palabrota.
Incapaz de reprimir la curiosidad, llamó a la puerta con los nudillos.
–¿Señorita York?
Oyó unas pisadas, un golpe sordo y otra palabrota.
Puso una mueca de dolor. Aquello había sonado como un golpe en el pie.