Una pareja desigual - Cindi Myers - E-Book
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Una pareja desigual E-Book

Cindi Myers

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Beschreibung

Con su figura redondeada, Angela Krizova sabía que no encajaba en la fantasía masculina de la mujer perfecta. Pero no le importaba, puesto que ella tampoco pensaba que Bryan Perry reuniera sus expectativas de hombre ideal. El atractivo ex esquiador y ahora ejecutivo era el tipo de hombre del que ella siempre huía. Pero él no aceptaba un "no" por respuesta. Con Bryan persiguiéndola como si fuera la mujer más deseable de Crested Butte, Angela empezó a creer un poco más en sí misma. ¿Se estaba enamorando de ella el hombre más irresistible de la ciudad o era el hombre con más papeletas de romperle el corazón?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2009 Cynthia Myers. Todos los derechos reservados. UNA PAREJA DESIGUAL, N.º 2379 - enero 2011 Título original: The Man Most Likely Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd. Publicada en español en 2011

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin, logotipo Harlequin y Jazmín son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9741-9 Editor responsable: Luis Pugni

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Una pareja desigual

CINDI MYERS

Capítulo 1

–Así que, señor Perry, quiero decir Bryan, ¿qué opina del chocolate?

La pregunta pilló con la guardia bajada a Bryan Perry, el nuevo asistente del director del hotel Elevation en Crested Butte. Sentado ante su mesa de las oficinas del hotel, se acomodó en el respaldo de su sillón y estiró las piernas. Ante aquella voz aterciopelada, merecía la pena relajarse y saborear el momento a pesar de la extraña pregunta que le hacía Angela Krizova.

–La verdad es que no pienso mucho en el chocolate.

–Entonces, no ha probado mis bombones.

Aquel dulce susurro le provocaba ciertas sensaciones. ¿Quién era aquella diosa y por qué después de siete años viviendo en Crested Butte nunca la había conocido?

–¿Quiere que lo haga?

El comentario salió de su boca antes de que pudiera evitarlo. Gracias a Dios su jefe, Carl Phelps, no estaba cerca. Probablemente viera en aquel sutil flirteo otra muestra más de que Bryan, hasta hacía poco auditor de noche y esquiador a tiempo completo, no era capaz de ocupar un puesto directivo.

–Eso podría arreglarse –dijo Angela–. De todas formas, deberíamos vernos.

El corazón de Bryan se aceleró. Para él, sentirse atraído por la voz de una mujer era una nueva experiencia. Claro que una mujer con aquella voz tan sexy estaba condenada a ser la mujer de sus sueños.

–Me gustaría –dijo, intentando imprimir a sus palabras la misma sensualidad.

–Necesito echar un vistazo al salón y discutir los preparativos para la fiesta benéfica.

Ése era el motivo de su conversación. Se irguió en su asiento y apartó las fantasías de su mente.

–Buena idea. ¿Qué día le viene bien?

Simuló estar estudiado su agenda, aunque en verdad estaba tratando de imaginarse a la atractiva rubia, o quizá morena, que la voz de Angela evocaba.

–¿Qué tal mañana por la tarde? Mi empleada puede ocuparse de la tienda por las tardes.

–¿Qué tienda es? –preguntó con intención no sólo de refrescar su memoria, sino de seguir escuchando aquella voz femenina.

–El alce de chocolate, en la avenida Elk.

Bryan asintió. La avenida principal de Crested Butte estaba llena de coloridas tiendas que abastecían a locales y turistas. Como no era goloso, nunca había estado en El alce de chocolate. Quizá eso cambiara a partir de aquel momento.

–Le preguntaba lo del chocolate porque, aunque sé que el hotel ofrece el catering para esta clase de eventos, quiero servir una variedad de los postres de mi tienda –continuó Angela–. El hotel puede encargarse de lo demás, pero yo quiero ocuparme del chocolate.

La política de la empresa, tal y como le había repetido Phelps desde el primer día, era que no se podía servir comida de fuera del hotel. Pero dado que la mujer era una especialista en chocolate y que Phelps no lo sabía…

–Estoy seguro de que eso no será ningún problema –dijo Bryan.

–Estupendo. ¿Qué tal si nos reunimos mañana por la tarde, a eso de las tres?

–Estupendo, la estaré esperando.

Después de colgar, Bryan siguió sonriendo.

–Tienes que dejar de hacer llamadas a los teléfonos de contactos.

Levantó la cabeza y vio a su mejor amigo, Zephyr, entrar en su oficina. Iba vestido con su mono de esquí negro y naranja y llevaba el pelo mojado por la nieve. Su aspecto contrastaba con el entorno elegante de las oficinas del hotel.

–Estaba hablando con un cliente –dijo Bryan.

–Por tu cara, debía de ser un cliente del sexo femenino –Zephyr se sentó en un borde de la mesa de Bryan–. Imagino que todos los trabajos tienen sus ventajas, incluido éste.

–Sí, ventajas como la de recibir un sueldo con regularidad.

–Supongo que no soy un tipo que se muera por un sueldo. Prefiero vivir al límite.

–Eso es porque tienes una novia que te mantiene.

Trish, la novia de Zephyr, tenía una cafetería en la avenida Elk.

–Yo también contribuyo. Además, Trish es de la clase de mujeres a las que les gusta tener que cuidar a alguien. La estoy ayudando a cumplir su sueño.

–¿Quién iba a pensar que tú podías formar parte del sueño de alguien? –preguntó Bryan sonriendo.

–Tienes razón, colega. ¿Cómo va todo? –preguntó Zephyr mirando a su alrededor–. Este lugar parece agobiante.

–No está tan mal –dijo Bryan–. Así saco provecho a todo lo que he invertido en educación.

–La educación universitaria nunca está de más. De todas formas, nunca te imaginé ocupando un puesto directivo. Todo eso de trabajar y no divertirse es un aburrimiento.

–Sigo siendo el mismo –protestó Bryan–. Sólo que ahora puedo permitirme cenar algo que no sean tallarines los cinco días a la semana. Y llevar ropa buena –dijo acariciando las solapas de su traje hecho a medida.

–Ropa, pero no estilo –replicó Zephyr ajustándose su parca–. Sólo unos pocos sabemos cómo llevar la ropa.

–Bryan, ¿has hecho las llamadas que te pedí?

Bryan se irguió al ver entrar en la oficina a Carl Phelps, el director del hotel Elevation. Carl se quedó mirando a Zephyr, interrogante.

–¿Es un amigo tuyo?

–Estaba a punto de irse –contestó Bryan, apartando a Zephyr de la mesa.

Zephyr se puso de pie y se acercó a Carl, ofreciéndole la mano.

–Soy Zephyr. Estoy aquí buscando nuevas localizaciones para mi programa de televisión La hora Z. Quizá haya oído hablar de él.

Carl negó con la cabeza lentamente, mientras Zephyr miraba a su alrededor.

–Este sitio tiene posibilidades –continuó–. Creo que podríamos poner unas cámaras en el vestíbulo.

Carl se quedó mirando a Bryan por encima del hombro de Zephyr, preguntándose si aquel hombre sería real. Bryan se las arregló para sonreír.

–Ha sido un placer conocerlo –dijo Zephyr estrechando la mano de Carl–. Hablaremos más tarde. Haré que mi gente llame a la suya. Ya comeremos juntos algún día.

Salió de la oficina, deteniéndose a tomar unos caramelos de la bandeja de la mesa que había junto a la puerta.

Bryan se dejó caer en su silla, evitando sonreír. Nada mejor que una visita de Zephyr para animar una tarde aburrida.

–¿Te ocupaste de hacer esas llamadas? –preguntó Carl.

–Sí, por supuesto, señor –dijo Bryan apartando la grapadora y tomando sus notas–. El contratista vendrá el lunes a arreglar la ventana del comedor y mañana por la tarde me reuniré con la señorita Krizova para hablar sobre el acto benéfico para recaudar fondos.

Una reunión que sin duda alguna sería lo más destacado del día y posiblemente de la semana.

–Muy bien –dijo Carl sentándose en una silla frente al escritorio de Bryan–. Estás haciendo un buen trabajo –añadió y miró hacia la puerta–. ¿Tu amigo hablaba en serio? ¿De veras tiene un programa de televisión?

–Sí. Es un programa de tertulia sobre asuntos locales que se ha estrenado este verano. De momento está siendo un éxito.

A pesar del aspecto de holgazán de Zephyr, había un cerebro bajo aquellos rizos y toda una personalidad capaz de enfrentarse a cualquier cosa.

Bryan era más reservado y, últimamente, su filosofía de tomarse la vida como viniera ya no le satisfacía.

Estaba dispuesto a cambiar el rumbo de su vida y a usar el título universitario que se había sacado siete años antes. Al día siguiente de asistir a la tercera boda del verano, se había despertado convencido de que estaba listo para madurar. Quería el lote completo: un trabajo estable, una casa, una esposa, hijos… todo. De alguna manera, era la cosa más radical que había hecho nunca. Y la más difícil.

–Imagino que salir en ese programa nos proporcionaría una buena publicidad –dijo Carl–. ¿Qué piensas?

–Estoy de acuerdo –contestó Bryan después de pensar la respuesta–. Zephyr llega a todo tipo de audiencia y el hotel podría beneficiarse de eso. Podrían vernos como parte de la comunidad en vez de como una gran empresa.

El hotel era relativamente nuevo y Carl había llegado tan sólo un mes antes de que Bryan fuera contratado.

–Cierto –asintió Carl–. Tienes la intuición que buscaba cuando te contraté –dijo echándose hacia delante en su asiento–. Alguna gente tenía dudas al ver que no tenías la experiencia suficiente, pero tengo buen olfato para estas cosas.

–Le agradezco mucho que me dé la oportunidad –dijo Bryan.

Le gustaría que otras personas lo vieran de diferente manera. Sabía que algunos de sus amigos habían hecho apuestas sobre el tiempo que duraría en su nueva vida.

–Este acto benéfico es precisamente la clase de evento que espero que hagamos más –continuó Carl–. Cuento contigo para que así sea.

–Lo estoy deseando.

No le venía mal que Angela Krizova fuera su conexión. Por teléfono le había parecido joven y sexy. Además, tenía su propio negocio. Zephyr podía burlarse de él por dedicar más tiempo al trabajo que a la diversión, pero Bryan no se negaba a mezclar negocios y placer, sobre todo si había una mujer atractiva de por medio. Quizá Angela fuera la mujer ideal para un joven profesional en su ascenso al triunfo.

–Deja que lo adivine: no has podido permitirte unas vacaciones en la playa, así que has decidido montártelas por tu cuenta.

Angela Krizova apartó la atención de la mesa que había detrás del mostrador de El alce de chocolate. Su amiga Tanya Bledso, del teatro Mountain, acababa de entrar, resguardándose de la nieve que caía fuera. Angela se colocó la orquídea de seda que llevaba en la oreja izquierda, se secó las manos en el delantal y fue a saludar a su amiga.

–Si no puedo ir al paraíso, puedo hacer que el paraíso venga a mí –dijo–. ¿Qué te parece?

Tanya se soltó la bufanda de lana rosa que llevaba en el cuello y contempló la decoración tropical de la tienda de dulces. Al fondo, Jimmy Buffett canturreaba. Las cuatro mesas del frente estaban cubiertas de manteles con motivos tropicales y adornadas con flores de seda. Un cartel junto a la caja registradora anunciaba una oferta en trufas de macadamia. De la pared del fondo colgaba la cabeza de un alce disecado, con gafas de sol y una guirnalda de flores. Con la calefacción puesta, se había empezado a formar condensación en el escaparate, dificultando la visión del paisaje invernal.

–Bonito –dijo Tanya por fin–. ¿Puedo quedarme aquí hasta junio?

–Puede que la semana que viene me apetezca Escocia, pero esta semana, he traído Hawái a la avenida Elk –dijo Angela–. ¿Qué puedo ofrecerte?

–Iba a pedirte un chocolate caliente, pero ahora no me parece lo más adecuado.

Tanya se sentó a una de las mesas y dejó los guantes, el abrigo, la bufanda y el gorro en la silla de al lado.

–¿Qué te parece un combinado de chocolate sin alcohol y unos pasteles de chocolate que acabo de sacar del horno?

–Suena muy bien, pero eso debe de engordar mucho –dijo Tanya haciendo una mueca–. Probaré uno pequeño.

–Un motivo más por el que me alegro de no ser una mujer que destaque –dijo Angela mientras echaba crema de coco, zumo de piña y sirope de chocolate en una batidora–. A nadie le importa si la ayudante de la heroína lleva una talla grande.

Además, si le preocupara mantenerse delgada, no habría abierto un negocio que requería que pasara el día entre azúcar, nata, mantequilla y otros deliciosos ingredientes.

–Eres la mejor compañera que he tenido jamás –dijo Tanya–. Le darías mil vueltas a algunas de las personas con las que trabajé en Los Ángeles.

–Deberíamos poner eso en el cartel de la próxima obra: Antigua estrella de Hollywood dice que una actriz de Crested Butte tiene talento –dijo Angela, añadiendo leche y hielo a la batidora.

–Yo no era una estrella –dijo Tanya alzando la voz para hacerse oír por encima del ruido de la batidora–. Por eso regresé a Crested Butte, además de porque me estaba muriendo de hambre en Los Ángeles.

–Yo me alegro de que volvieras –dijo Angela y sirvió la mezcla en una copa, añadiendo una guinda y una pajita–. El teatro tiene más vida desde que volviste.

Teniendo en cuenta que el teatro Mountain era una parte importante en su vida, le estaba doblemente agradecida a Tanya revitalizar la compañía.

–He tenido ayuda –dijo Tanya–. Tu idea de organizar una degustación de chocolate para recaudar fondos ha sido magnífica –añadió y dio un sorbo a la bebida–. Umm… Tienes que incluir esto en el menú de la fiesta benéfica. Por cierto, ¿qué tal va ese asunto?

–Esta tarde hablé con un tipo del hotel Elevation que se supone que va a ayudar a organizarlo todo.

Angela sonrió al recordar el flirteo durante la conversación. Cuando contactó con el hotel y le dijeron que el asistente del director la llamaría, había esperado oír la voz de un viejo estirado y no la de alguien que sonaba jovial y sexy.

–¿Cómo se llama?

–Bryan Perry. No lo conozco.

Estaba deseando conocerlo y comprobar si aquel hombre estaría a la altura de sus fantasías.

–Tienes que salir más –dijo Tanya–. O ver a más gente, aparte de los de la compañía de teatro.

–Me gusta relacionarme con todo tipo de personas. Pero entre el teatro y la tienda, apenas tengo tiempo libre –dijo sentándose frente a Tanya y tomando uno de los pasteles–. ¿Conoces a Bryan?

–Lo he visto alguna vez –dijo Tanya tomando una galleta–. Es guapo, divertido y completamente irresponsable.

Ya se había dado cuenta de lo guapo y divertido que era, pero ¿irresponsable?

–¿Un tipo así está a cargo de nuestra fiesta benéfica en el hotel? No suena muy bien. Espera un minuto –dijo Angela estudiando a Tanya con mayor detenimiento–. ¿Has tenido alguna cita con él?

–No. Las mujeres divorciadas con hijos no atraen a los hombres como él. Pero lo he visto por ahí. No puedo creer que tú no. Llevas aquí, ¿cuánto? ¿Casi tres años? Yo apenas hace unos meses que he vuelto a la ciudad.

–Sí, pero si no toma chocolate ni va al teatro, no es fácil que coincida con él. Quizá deba ampliar mis horizontes.

–Este evento para recaudar fondos puede ser la excusa para conocerlo.

–Quizá.

Coquetear con un hombre por teléfono era muy diferente a entablar una relación de verdad, algo que había evitado durante tres años.

–¿No tienes interés en sentar la cabeza? –preguntó Tanya y suspiró–. No puedo decir que a mí me haya ido bien. Claro que al menos tuve a Annie. Ella es lo único bueno que saqué de aquellos siete años.

Angela no se oponía al amor ni al matrimonio, al menos en películas y libros. Pero en la vida real, se sentía más segura sola que arriesgándose a que algún hombre le rompiera el corazón.

En cualquier caso, Bryan tendría su propio gusto por las mujeres. Lo único que podía esperar era más coqueteo para sus fantasías privadas. Y eso era suficiente hasta que encontrara un hombre en el que pudiera confiar para siempre.

–Bryan, la señorita Krizova ha llegado.

Bryan se sobresaltó, desviando su atención de un informe de costes. Se echó hacia delante y apretó el botón del intercomunicador.

–Dile que enseguida voy.

El mes de febrero era uno de los meses de más trabajo en el hotel debido a la práctica del esquí, y el vestíbulo estaba lleno. Bryan recorrió la estancia con la mirada, descartando a las mujeres vestidas con ropa de esquí. Tan sólo quedaban una morena corpulenta con un vestido de color granate y botas negras de cuero junto al mostrador de recepción, y una rubia menuda vestida con un traje gris de lana junto a la chimenea. Ninguna de ellas era la mujer que la voz de Angela le había hecho imaginar, pero la rubia se acercaba más. Comenzó a dirigirse hacia ella, pero se quedó parado cuando una voz familiar le habló por detrás.

–¿Bryan?

Se giró y se encontró con la morena, sonriendo. Sí, aquélla era la voz que lo había seducido por teléfono, pero no la mujer que había imaginado.

–Soy Angela Krizova –dijo, ofreciéndole la mano–. Llámame Angela, creo que podemos tutearnos.

Él se la estrechó. Su mano era cálida y suave, y viéndola de cerca, reparó en sus ojos de color jade y en su boca carnosa. Tragó saliva. Angela Krizova era gorda. Desde luego, no era la mujer de sus sueños.

–No soy como imaginabas, ¿verdad? –preguntó ella al retirar la mano.

Él carraspeó, avergonzado de que sus pensamientos fueran tan transparentes.

–¿Cómo dices?

–He preguntado si no soy como esperabas. No te preocupes, estoy acostumbrada. Ella se giró para mirar a su alrededor y él cerró los ojos, tratando de mantener la calma.

–Es un sitio muy bonito –dijo con la misma voz dulce y aterciopelada que lo había hechizado–. No había estado aquí después de la reforma.

Él volvió a abrir los ojos, confiando en ver a la mujer que había imaginado. No, Angela seguía allí y lo estaba estudiando, a la espera de que hablara.

–Te enseñaré el hotel –dijo y la condujo hasta el restaurante, decorado en madera oscura y piedra–. El restaurante Atmosphere tiene una terraza con chimenea justo en la base de las pistas de esquí. También tenemos el bar Cirrus Lobby. Y al final de este pasillo está nuestro centro de negocios, la piscina climatizada y el spa.

Empezaba a sentirse cómodo. Había repetido lo mismo tantas veces que se lo sabía de memoria. Lo cual le venía bien, ya que mientras estaba hablando, todos sus sentidos estaban puestos en la mujer que tenía a su lado.

Una vez recuperado de la impresión inicial, se sentía algo avergonzado de su reacción. Sí, era una mujer rolliza, pero no era fea. Tenía una densa melena oscura que caía más allá de los hombros, unos ojos expresivos, unas mejillas prominentes y una boca seductora. Sus curvas eran generosas y en los sitios adecuados. Algunas personas dirían que, más que gorda, era voluptuosa.

–¿Podría ver el salón donde se celebrará el acto benéfico? –preguntó ella.

–Claro –contestó Bryan y envió un mensaje al director de catering para que se encontrara con ellos antes de dirigirse al salón–. Podemos montar las mesas de varias maneras –comentó encendiendo las luces–. El estrado del fondo puede usarse para poner altavoces o una banda o incluso organizar una subasta silenciosa.

–Podemos exponer las cosas de la subasta frente a la entrada y colocar las mesas a los lados. Así tendremos espacio para montar una pista de baile –dijo ella–. ¿Podríamos tener un guardarropa?

–Sí, podemos arreglarlo sin problemas.

–Eso sería perfecto.

Su sonrisa, unida a su voz arrebatadora, habría paralizado a cualquier hombre. Bryan respiró hondo tratando de calmarse, pero el aroma del perfume floral de Angela le estaba alterando los sentidos. Las fantasías que había tenido antes volvían a asaltarlo. ¿Estaba tan sólo reaccionando ante una sirena oronda o estaba pasando algo más?

Un hombre grueso de pelo negro entró en el salón.

–Soy Marco Casale, el director del catering.

–Marco, te presento a Angela Krizova. Va a organizar contigo la fiesta benéfica para recaudar fondos para la comunidad teatral.

Marco tomó la mano de Angela entre las suyas y le dedicó una amable sonrisa.

–Es un placer conocerla, señorita Krizova –dijo–. Quizá no se acuerde de mí, pero hace unos meses hablamos con motivo de una boda para la que le encargué unos bombones.

–Claro que me acuerdo.

Los ojos de Marco centellearon ante la magia de la voz de Angela y Bryan sintió un extraño pellizco de celos. No había reparado en lo mucho que le gustaba ser el centro de atención de Angela hasta que había tenido que compartirla con otro hombre.

–Deberíamos vernos pronto para preparar el menú para su evento –dijo exagerando su acento italiano–. Tengo reservadas algunas recetas especiales.

–Eso es fantástico. ¿Por qué no le mandas por fax un menú? –dijo Bryan dándole una palmada en el hombro a Marco–. No quiero entretenerte, sé que tienes muchas cosas que hacer.

Sus miradas se encontraron en un desafiante y silencioso duelo masculino. Marco fue el primero en parpadear y con evidente desgana soltó la mano de Angela y se apartó.

–La llamaré –le dijo a Angela, antes de lanzar una última mirada a Bryan e irse.

Angela lo observó marcharse y un hoyuelo apareció en el lado izquierdo de sus labios al sonreír. Una vez a solas con Bryan, se giró hacia él.

–Casi se me olvida esto –dijo abriendo el bolso y sacando una pequeña caja.

–¿Qué es? –preguntó él, observando cómo quitaba el lazo que cerraba la caja.

–He traído unas muestras.

–¿Muestras?

–De mis bombones –dijo y sacó una trufa de la caja–. Frambuesa con chocolate negro –añadió ofreciéndoselo.

Él se metió el bombón en la boca y al instante disfrutó de la sensación del chocolate al fundirse, de la fusión del amargor del cacao y de la dulzura de las frambuesas.

–Delicioso –murmuró.

–Me alegro de que te guste –dijo ella y sonrió–. ¿Quieres otro?

Ella se chupó el dedo índice, en el que había quedado una gota de chocolate derretido. Aquel gesto inocente lo hizo estremecerse de excitación.

–Quizá me los podrías dejar para luego.

–Claro –dijo y volvió a cerrar la caja antes de entregársela–. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en el hotel?

–No mucho.

Sus amigos habían pronosticado que se daría por vencido y volvería a su vida de holgazán antes de que transcurrieran tres meses. Hacía dos semanas que el plazo había concluido y sus amigos aún seguían pensando que su nuevo trabajo era un capricho pasajero.

–¿Y a qué te dedicabas antes?

–A diferentes cosas.

Si de veras estaba interesada, cinco minutos de conversación con sus amigos le daría una idea completa de su pasado. Hacía siete años que había llegado a Crested Butte con la intención de pasar el invierno esquiando antes de seguir camino a Nueva York, Chicago o Dallas para poner en práctica su título de Administración y Dirección de hoteles.

Pero tan pronto llegó a la calle principal y conoció sus bulliciosas tiendas y sus originales habitantes, había entrado en una especie de trance del que recientemente se había despertado.

–¿Cuánto tiempo hace que tienes la tienda? –preguntó él, ansioso por cambiar de tema.

–Tres años –contestó ella–. La primera noche que llegué aquí fui a comprar chocolate y lo único que encontré fue una chocolatina caducada. Supe entonces que había encontrado mi destino.

Se asombró de que hubiera sabido tan rápidamente lo que quería hacer, mientras que a él le habían hecho falta años para descubrirlo. Tenía un aire de seguridad y serenidad que nunca había visto en las mujeres atractivas con las que había salido.

–¿Pasa algo?

La pregunta le hizo darse cuenta de que se había quedado mirándola fijamente. Apartó la mirada y recordó la razón por la que estaban allí.

–¿Cuántas personas crees que asistirán?

–Unas ciento cincuenta. El precio será de cincuenta y cinco dólares por persona o cien por pareja. Habrá una subasta además de comida, barra de bebidas, música y baile. Y, por supuesto, bombones.

–Por supuesto –dijo devolviéndole la sonrisa–. Será divertido.

–Espero que nos acompañes –dijo ella–. Vendrá mucha gente local –añadió y salieron del salón, dirigiéndose al vestíbulo–. ¿Has visto alguna de nuestras representaciones?

La respuesta fue negativa. Hasta hacía poco, las entradas de teatro no eran parte de su presupuesto ni motivo de su interés.

–Ahora mismo estamos ensayando Odio a Hamlet –dijo–. Siempre estamos buscando voluntarios. Es una buena forma de conocer a personas.

–Quizá lo haga.

–Mañana tenemos ensayo. Hemos quedado en el cabaret Mallardi, encima de las Galerías Paragon. Tienes que ir.

Se detuvieron frente al mostrador de recepción.

–Gracias por los bombones –dijo él–. Me alegro de haberte conocido.

–Gracias. Ha sido un placer conocerte –dijo e imprimió una fuerza especial al estrechar su mano.

Estupefacto, se quedó mirándola atravesar el vestíbulo y salir por la puerta. Varias cabezas se giraron a su paso. Aunque no fuera delgada, Angela tenía mucho estilo.

–Parece que la señorita Krizova come muchos de sus bombones.

Se giró y vio a su lado a la recepcionista del hotel. Rachel era de su edad, esbelta y estilosa, y formaba parte del grupo de jóvenes que frecuentaba las discotecas de la ciudad. Le gustaba hablar con ella, pero su sarcástico comentario sobre Angela no le había agradado, a pesar de que él había pensado lo mismo nada más verla. Media hora en su compañía le había dado una impresión completamente diferente.

–¿Me necesitabas para algo? –preguntó.

Ella arqueó una de sus cejas ante aquel brusco tono de voz.

–La Cámara de Comercio ha llamado en relación a una donación para la competición de esquí en recuerdo de Al Johnson –dijo–. El señor Phelps dijo que te harías cargo tú.

–Claro –dijo Bryan y se giró hacia su oficina.

–Mañana por la noche hemos quedado en Lobar –dijo ella–. Va a tocar una nueva banda, así que hemos decidido ir a conocerlos. ¿Quieres venir?

Una hora antes habría dado saltos de alegría, pero ahora aquella invitación no le resultaba atractiva.

–Lo siento, tengo otros planes. He prometido ir a

ver a un grupo de teatro –dijo y carraspeó antes de concluir–: Es un asunto de negocios.

Rachel miró hacia la puerta por la que se había ido Angela.

–Ya. Qué lástima. No creo que haya nadie en esa compañía de teatro que sea tu tipo.

¿Cómo podía estar tan segura de cuál era su tipo si ni él mismo lo sabía? Volvió a mirar a Rachel, reparando en su esbelta figura, su pelo sedoso y su irresistible sonrisa. Ella era del tipo de mujer con la que solía salir, la clase de mujeres que a la mayoría de los hombres les gustaba. Lo único que tenía que hacer para darse cuenta de ello era ver la televisión o leer una revista. Angela debía de haberle afectado con su chocolate para hacerle pensar de manera diferente.

–Desde luego que ella, quiero decir el grupo teatral, no me interesa. Es tan sólo un asunto de negocios –añadió y se fue a su oficina.

Carl lo había animado a que estableciera conexiones entre el hotel y la comunidad, y eso era lo que iba a hacer.