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Maggie Fairchild estaba contando los días que faltaban para la llegada de su bebé al mundo. El cuarto del niño estaba listo, la canastilla preparada... pero el padre estaba ausente y Maggie no sabía si regresaría algún día. Entonces, de improviso, Dylan O'Connor volvió al pueblo para descubrir con sorpresa que iba a ser padre... y decidió hacer de Maggie su mujer. Aunque se casaron por el bebé, Maggie esperaba convencer a Dylan de que la cigüeña iba a llevarle algo más que un precioso hijo, iba a llevarle una promesa de amor...
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Seitenzahl: 184
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Moyra Tarling
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una promesa de amor, n.º 1479 - marzo 2021
Título original: Wedding Day Baby
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-546-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
EL TENIENTE comandante Dylan O’Connor miró a la mujer que estaba tumbada en la cama a su lado.
Memorizó minuciosamente los rasgos de Maggie Fairchild: piel tan fina como la porcelana, pómulos clásicos, oscuros y rizados cabellos, largas pestañas y ojos color chocolate.
Dylan notó que los latidos de su corazón se aceleraban al detener los ojos en los labios llenos y sensuales de Maggie, unos labios aún hinchados por los besos, unos labios de un sabor y una textura que jamás olvidaría.
La forma como había respondido a él, totalmente inocente y simultáneamente erótica, le hizo estremecerse y su cuerpo entero reaccionó.
No por primera vez desde que entró en el dormitorio de Maggie seis horas atrás, el deseo volvió a apoderarse de él con una fuerza que apenas podía controlar.
Era poco después de medianoche cuando oyó los quedos sollozos procedentes de la habitación de ella.
Durante el funeral, Maggie permaneció a su lado envuelta en una silenciosa tristeza; Dylan admiró su tranquila dignidad unida a un profundo pesar.
Ambos sentían una tremenda pérdida: ella, la del padre al que adoraba; él, la de su tía, la única mujer que había logrado penetrar el escudo que protegía su corazón.
Dylan se sentó en la cama de Maggie y, abrazándola, le acarició los cabellos hasta que, poco a poco, los sollozos se apaciguaron.
Por extraño que fuera, Dylan encontró consuelo en dar consuelo; y cuando Maggie alzó la cabeza y le sonrió tímidamente, le pareció lo más normal del mundo tocarle los labios con los suyos.
Nada le había preparado para la pasión que estalló entre los dos.
Hicieron el amor con una especie de urgente necesidad, como si ambos tuvieran miedo de que el mundo fuera a llegar a su fin.
Cuando acabó, se quedaron mirándose el uno al otro, maravillados, antes de repetir el proceso. La segunda vez todo fue infinitamente más lento: exploraron sus cuerpos con más detenimiento, dándose tiempo a saborear las caricias y el placer que se dieron el uno al otro en el camino a un éxtasis simultáneo.
Dylan soltó el aire que había estado conteniendo en los pulmones y luchó contra el urgente deseo de besar esos labios rosados y de reavivar el fuego que les consumiría.
El sol empezaba a levantarse sobre el horizonte proyectando sombras en las paredes y, por primera vez en su vida, Dylan se permitió soñar despierto y pedir un deseo.
Le tembló la mano cuando la alzó para acariciar un mechón del cabello de Maggie.
El estridente sonido de su teléfono móvil rompió la paz del lugar. Maggie abrió los ojos sobresaltada al mismo tiempo que Dylan descolgaba el teléfono que estaba en la mesilla de noche.
Incluso antes de oír la voz de su superior, Dylan reconoció en silencio que los sueños y los deseos no tenían lugar en su vida, ni ahora… ni nunca.
MAGGIE FAIRCHILD cerró la puerta de la consulta del doctor Whitney y, durante un momento, se quedó parada en la calle disfrutando el calor del sol del mediodía.
El médico le había asegurado que todo iba bien, pero Maggie no podía evitar cierto nerviosismo ahora que el nacimiento de su hijo estaba tan próximo: salía de cuentas el veintidós de junio. Faltaba menos de un mes.
Respiró profundamente, deshaciéndose de sus temores, y se colocó una mano en el vientre; al momento, sonrió al sentir el movimiento del bebé.
—Bueno, vamos a casa —dijo con voz queda y amorosa antes de unirse a la riada de turistas que se paseaban por el paseo de Grace Harbor.
Cuando llegó a la calle Indigo, Maggie dio la vuelta a una esquina y se chocó contra algo cálido y sólido.
—¡Oh! —Maggie se tambaleó hacia atrás y, al instante, un par de manos la sujetaron para evitar que cayera.
—Perdón —dijo una profunda voz masculina.
Inmediatamente, Maggie levantó la cabeza y el corazón empezó a golpearle con fuerza cuando se encontró delante de las inolvidables facciones de Dylan O’Connor: el hombre que se despidió de ella ocho meses atrás, el hombre al que había dejado de esperar volver a ver en la vida, el hombre cuyo hijo estaba ahora en sus entrañas.
—¿Dylan? —pronunció ella en un susurro.
Inmediatamente, vio con alarma la expresión de extrañeza de él.
Al oír a aquella mujer pronunciar su nombre, Dylan respiró profundamente y luego se la quedó mirando. Sintió que los latidos de su corazón se aceleraban mientras estudiaba la expresión de perplejidad de ella, y rezó porque la mente le devolviera un pequeño recuerdo.
En la base naval de San Diego, los médicos le habían aconsejado en contra de que hiciera ese viaje a Grace Harbor, el pequeño pueblo de veraneo en la costa de Oregón. Pero la sobrecogedora necesidad de abrir la puerta de su pasado le hizo ignorar esos consejos.
Y aunque era una buena señal que le hubiera reconocido la primera persona con quien se había tropezado, pronto se desvaneció la ferviente esperanza de que semejante incidente fuera el punto de partida de la recuperación de su memoria.
—¿Cómo es que me conoces? —preguntó Dylan con más brusquedad de la necesaria debido a la frustración, y miró fascinado cómo la expresión de aquellos ojos oscuros pasaba de la alegría a la incredulidad.
Maggie se quedó mirando a Dylan en perplejo silencio. Estaba gastándole una broma. ¡Tenía que ser eso! Sin embargo, no veía humor en sus ojos, ni una sonrisa, ni una sola señal de que la reconocía.
—¿Es que no te acuerdas de mí? —se obligó a preguntarle Maggie con voz temblorosa, esforzándose por controlar un ataque de histeria.
Dylan frunció el ceño mientras Maggie contenía la respiración. Pero lo que vio en los ojos grises de él fue tensión, ira y una profunda frustración.
Incluso antes de que Dylan abriera la boca para contestar, ella ya sabía la respuesta. El dolor que eso le produjo desvaneció la alegría que había sentido al oír su voz.
—No… lo siento. No me acuerdo de ti —Dylan repitió las palabras que no había cesado de decir durante los últimos cuatro meses.
Pero ¿qué otra cosa podía hacer? No podía mentir. Por mucho que quisiera mitigar la angustia que veía en aquella mujer joven, por mucho que quisiera recordar… no lo conseguía.
No sabía quién era. No recordaba nada.
En San Diego, los médicos del hospital le habían dicho que tenía suerte de estar vivo, que si no hubiera llevado el cinturón de seguridad cuando el camión se le atravesó y se chocó contra él, habría muerto en el acto.
Había pasado cuatro meses en coma y, al salir del coma, no sabía quién era ni dónde estaba. Había perdido la memoria por completo.
Le había llevado cuatro meses de terapia intensa, tanto física como mental, recuperar cierta normalidad en su vida; y aunque había hecho grandes progresos y recuperado la fuerza física casi por completo, seguía sin memoria.
Al empezar a vaciar sus habitaciones en la base, fue cuando encontró unas cartas que le había enviado un abogado de Grace Harbor y en las que se le comunicaba que era beneficiario del testamento de su tía y del marido de ésta.
Las cartas eran lo que le había hecho ir a Grace Harbor. Al leerlas, decidió recuperar el control sobre su vida e intentar recuperar su pasado.
—¿Estás bien? ¿Es el niño? —preguntó Dylan.
—No —respondió ella con voz temblorosa en apenas un susurro.
—Quizá debieras sentarte —sugirió Dylan, preocupado por la mujer y por su hijo aún no nacido.
—No, no es necesario… estoy bien —insistió Maggie.
Después de respirar profundamente, Maggie se soltó de él mientras se preguntaba si no estaría viviendo una pesadilla.
En ese momento, como si quisiera recordarle su existencia, el bebé le dio una patada.
—Ay… —Maggie parpadeó e, instintivamente, se llevó una mano al vientre.
—Quizá debieras ir al médico —dijo Dylan, convencido de que ésa era la causa del malestar de ella—. O… ¿no quieres llamar a tu marido?
—No estoy casada —respondió Maggie.
—Oh… Bueno, entonces deja que te lleve a tu casa. Tengo el coche aparcado…
—¡No! No, en serio, no es necesario —le interrumpió ella—. El bebé está activo, eso es todo.
Durante un breve momento, Maggie se preguntó si el bebé no habría sentido, de alguna forma, la presencia de su padre.
Al pensar en eso, las lágrimas amenazaron con aflorar a sus ojos y Maggie bajó los párpados, amonestándose a sí misma por ceder a la debilidad.
Maggie tragó saliva y se aclaró la garganta.
—Acabo de salir de la consulta del médico —explicó ella—, voy ya camino de casa.
—Deja que te lleve en el coche —le ofreció Dylan.
—No hace falta —respondió ella rápidamente, quería estar sola.
Ver a Dylan otra vez, un Dylan que no daba indicaciones de conocerla, estaba afectándola profundamente.
En ocasiones, durante el embarazo, había soñado con que él regresaba y había imaginado una feliz reunión; pero jamás había imaginado una escena como la que estaba teniendo lugar en esos momentos.
—Está bien —respondió Dylan—. Pero insisto en llevarte a tu casa.
Maggie no tuvo la energía suficiente para negarse. Por extraña que fuese la situación y por mucho que le afectara que él no la reconociese, seguía aferrándose a la esperanza de que el comportamiento de Dylan tuviera una explicación.
—Está bien. Gracias —dijo Maggie.
—Estupendo. Bueno, apóyate en mí —dijo Dylan, ofreciéndole el brazo.
—No te preocupes, no hace falta —respondió ella con voz ronca.
Sabía que si tocaba a Dylan perdería el control.
Durante el ascenso por la calle Indigo, Maggie se fijó en que Dylan llevaba una camiseta blanca y pantalones vaqueros usados.
El uniforme con el que estaba acostumbrada a verlo había desaparecido, y también el severo corte de pelo al que sometían a los hombres del ejército.
El pelo negro tapaba el cuello de Dylan, y Maggie también notó que había perdido peso.
¿Habría estado enfermo?, se preguntó ella.
—¿Está muy lejos? —preguntó Dylan, interrumpiéndole los pensamientos.
Maggie le lanzó una mirada interrogante.
—En la cresta de la colina —contestó ella, encontrando extraño tener que revelarle semejante información.
Dylan sabía perfectamente dónde vivía, había estado en Fairwinds ocho meses atrás… había pasado la noche haciendo el amor con ella: primero, con frenética pasión; después, con una ternura que la conmovió hasta lo más profundo del corazón.
¿Podía haberlo olvidado?
Pero… ¿qué otra explicación podía haber? O era un actor de primera o realmente no se acordaba de ella.
Quizá ese hombre no fuera Dylan, sino alguien que se parecía a él. Todo el mundo tenía un doble en alguna parte, ¿no?
No, Maggie sabía que sólo se estaba engañando a sí misma.
—Es ahí —dijo ella aminorando el paso al llegar a la entrada de la casa de estilo georgiano en la que Maggie llevaba un Bed and Breakfast.
—Fairwinds —Dylan leyó el nombre pintado en un letrero, en la calle, con letras doradas y negras. Después, paseó la mirada por la fachada de tres pisos rodeada de árboles.
Maggie lo miró con curiosidad. Además de no acordarse de ella, no parecía acordarse de Fairwinds. De ser ése el caso, ¿qué le había llevado a Grace Harbor?
Aunque deseaba hacer esa pregunta, Maggie no estaba segura de querer oír la respuesta.
Metió la mano en el bolso y sacó las llaves; después, se quedó un momento pensativa, como si no supiera qué hacer. ¿Debía invitarle a entrar? No… no le apetecía seguir en esa situación inexplicable y difícil, estaba demasiado confusa.
—Gracias por acompañarme a casa —dijo ella antes de girar para entrar en el jardín delantero de la casa.
—¡Espera! —dijo Dylan. Y cuando ella volvió la cabeza, Dylan vio un brillo de esperanza en sus ojos—. No has respondido a mi pregunta.
—¿Qué pregunta? —dijo Maggie, frunciendo el ceño.
—¿Cómo es que me conoces?
Dylan se quedó perplejo al ver lágrimas aflorar a los ojos de aquella mujer. Angustiado, dio un paso hacia ella.
—Te he disgustado, lo siento. No era mi intención…
—Por favor… dejémoslo. Tengo que irme ya… —Maggie se volvió y echó a andar apresuradamente hacia la puerta de la casa.
Dylan se quedó mirándola un momento. Ella lo conocía, pero no comprendía su reacción.
¡Maldición! ¡Ojalá pudiera recordar!
No, enfadándose consigo mismo no iba a conseguir nada, de eso estaba seguro. Los médicos le había dicho que se dejara guiar por el instinto, que se dejara llevar por los sentimientos. Y en ese momento, el instinto y los sentimientos le estaban gritando que fuera en pos de esa mujer.
Dylan comenzó a seguirle los pasos, casi corriendo, y la alcanzó cuando ella llegó a la puerta.
Sorpresa y algo más que no pudo descifrar asomó a los ojos de aquella mujer cuando lo vio a su lado.
—Escucha, siento haberte disgustado, pero… me gustaría hablar contigo —Dylan respiró profundamente e inhaló el dulce aroma de las rosas que había debajo de una de las ventanas de la fachada.
De repente, un escalofrío le recorrió el cuerpo y un mareo le nubló la vista. La cabeza pareció estallarle de dolor y cayó al suelo de rodillas mientras una miríada de luces le cegaban.
Dylan se tapó los ojos con las manos; entre tanto, el dolor de cabeza era tan intenso que temió perder el conocimiento.
—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?
Oyó la voz de la mujer, llena de angustia y preocupación; pero Dylan no pudo responder.
—¿Te puedes levantar? —preguntó la misma voz, y Dylan sintió un par de manos en el brazo.
Dylan consiguió ponerse en pie. Las piernas le temblaban, pero logró sujetarse.
Luchando por no perder la calma, Maggie llevó a Dylan al interior de la casa. Pasaba algo, algo horrible.
—Voy a llamar al médico —dijo ella mientras le conducía al espacioso cuarto de estar y le ayudaba a sentarse en el sillón más próximo.
—¡No! No, nada de médicos —respondió Dylan.
Ya había visto suficientes médicos durante los últimos cuatro meses. Además, se le empezaba a calmar el dolor de cabeza.
Con cierto alivio, Dylan se atrevió a abrir los ojos, y se encontró con otro par de ojos marrones que, durante un instante, le resultaron familiares.
—¿Qué te ha pasado? —preguntó Maggie, asustada y preocupada por él.
—Si quieres que te diga la verdad, no lo sé con seguridad —contestó Dylan mientras se pasaba una mano por la cabeza—. Es la primera vez que me pasa esto… aunque los médicos me advirtieron que podían darme dolores de cabeza muy fuertes.
A Maggie le dio un vuelco el corazón.
—¿Los médicos? —repitió ella.
Dylan asintió.
—Hace unos meses sufrí un accidente automovilístico.
—¿Un accidente? —Maggie empalideció al instante—. ¿Qué te ocurrió?
Dylan se inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos. Después, entrelazó las manos y se las quedó mirando unos momentos antes de responder.
—Un camión que venía del lado contrario se cruzó a mi lado de la carretera y se chocó de frente conmigo —le refirió él sin demostrar emoción alguna.
Maggie se mordió los labios para evitar lanzar un gemido al imaginar a Dylan sangrando e inconsciente en el interior del coche.
Las piernas empezaron a temblarle y, con miedo a caerse al suelo, Maggie se sentó en el sillón que estaba frente al que ocupaba Dylan.
—¿Qué… qué te pasó? ¿Estuviste grave? —preguntó Maggie, y vio que Dylan, inmediatamente, se ponía tenso.
—Contusiones en la cabeza, rotura de clavícula, hematomas, una pierna rota y diversos cortes y magulladuras.
Maggie contuvo la respiración y sintió una náusea.
Dylan se la quedó mirando y notó su repentina palidez. Tras lanzar un quedo juramento, se levantó del sillón y se arrodilló delante de ella.
—Lo siento, perdóname. No sé en qué estaba pensando —dijo Dylan con verdadero pesar—. Eres la primera persona que me ha hecho esa pregunta.
Maggie sonrió débilmente; entre tanto, el corazón empezaba a latirle erráticamente por la proximidad de él.
—Será mejor que me vaya ya —dijo Dylan poniéndose en pie—, no estoy haciendo más que disgustarte. No… no te levantes, no hace falta que me acompañes a la puerta.
Dándose la vuelta, Dylan se dirigió hacia la puerta; pero sólo había dado unos pasos cuando vio un precioso buró de caoba a la izquierda de la puerta. Encima del buró había una fotografía de dos personas; al verla, se detuvo bruscamente.
El corazón pareció paralizársele al darse cuenta de que la fotografía era la misma que la que él tenía en su escritorio en la base militar.
Agarró la foto y volvió a darse la vuelta.
—¿Conoces a estas personas? ¿Por qué tienes tú esta foto?
A Maggie se le aceleró el pulso al ver la intensidad de la expresión de Dylan. No lograba comprender esa reacción.
Dylan había estado presente el día que se tomó esa foto, un soleado mediodía de junio cinco años atrás cuando la tía de Dylan, Rosemary, se casó con su padre, William Fairchild.
Maggie jamás olvidaría ese día, el primer día que vio a Dylan. Él había ido de San Diego para ser el padrino de su tía en la boda, y Maggie aún recordaba lo increíblemente guapo que estaba con su uniforme de teniente comandante de la marina de los Estados Unidos.
—¡Vamos, dímelo! —insistió Dylan, volviendo sobre sus pasos.
Maggie lo miró y vio una profunda angustia en esos ojos grises.
Un escalofrío le recorrió el cuerpo. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Por qué se había agitado tanto Dylan?
—El hombre de la foto es mi padre —le informó ella.
—¿Tu padre? ¿Mi tía se casó con tu padre? —preguntó Dylan con expresión de incredulidad.
—Sí —respondió Maggie. ¿Por qué le hacía preguntas cuyas respuestas ya sabía?—. No comprendo qué pasa. Tú estabas en la boda, fuiste el padrino de tu tía. ¿Es que no te acuerdas?
Dylan miró de nuevo la foto que tenía en la mano.
—¡No! ¡Maldita sea, no me acuerdo!
—¿Que no te acuerdas de la boda de tu tía? —repitió Maggie, completamente confusa.
Dylan apartó los ojos de la foto para clavarlos en ella.
—Eso es, no me acuerdo de la boda de mi tía —dijo él con exasperación y desesperación.
De repente, Maggie lo comprendió.
—El accidente… todas esas contusiones… has perdido la memoria —era la única explicación que tenía sentido.
—Así es —confirmó Dylan.
—Pero no es posible… —Maggie se interrumpió, le resultaba casi imposible asimilar la situación.
—¡Espera un momento! Si mi tía se casó con tu padre… eso quiere decir que tú también estabas en al boda —Dylan volvió hacia el buró y dejó la foto en su sitio.
—Sí, yo también estaba allí —contestó Maggie.
Dylan se volvió para mirarla.
—En ese caso, nos conocíamos todos… tu padre y mi tía, tú y yo… todos nos conocíamos, ¿no? —preguntó él con una ansiedad que confundió aún más a Maggie.
—No exactamente —contestó ella y, al momento, vio desilusión en los ojos de Dylan—. El día de la boda fue el primer día que nos conocimos.
Maggie no le dijo que ese día cambió su vida.
—Entiendo —repuso él con un suspiro—. Esperaba que… quizá… ¿Tienes idea de lo horrible que es despertarse de repente y no saber quién eres?
La pregunta tomó a Maggie por sorpresa. Oyó miedo y vulnerabilidad en la voz de él, y el corazón se le encogió. Pero, antes de que pudiera decir nada, Dylan añadió:
—A veces, me quedo tumbado mirando al techo intentando recordar mi nombre. Todo el mundo sabe su nombre, ¿no?
Maggie asintió.
—Pero tengo la mente completamente en blanco —continuó él—. Al principio, no tenía idea de quién era. Cuando me desperté, los médicos me dijeron que, probablemente, recuperaría la memoria en un día o dos; sin embargo, pasaron semanas y no conseguía recordar nada. Al final, me dijeron cómo me llamaba y también que era un oficial del ejército de la marina con la esperanza de que empezara a recordar. Pero nada.
Dylan guardó silencio y Maggie, conteniendo la respiración, esperó a que continuara.
—Pasaron más semanas y empecé a preguntarme si tenía familia, si había alguien que pudiera ayudarme a recuperar mi pasado, mi vida. Le pregunté a las enfermeras si me había visitado alguien durante los meses que pasé en coma, pero ellas, como respuesta, acudieron al médico; fue entonces cuando me di cuenta de que algo andaba mal…
—¿Qué te dijeron? —le preguntó Maggie, que empezaba a darse cuenta de lo desorientado que Dylan debía sentirse por haber perdido su identidad por completo.
—Me dijeron que… que tenía una tía —la voz se le quebró—. Y que mi tía, según los informes, era la única familia que tenía.
A Maggie se le encogió el corazón.
—Pero tu tía está… —Maggie se interrumpió bruscamente al sentir la mirada gris de él en ella.
—¿Muerta? —concluyó Dylan.
Maggie asintió.
—Así que recuerdas algo…
—No, no recuerdo nada —le interrumpió Dylan, la ira le hacía temblar el cuerpo.
Maggie se lo quedó mirando durante un momento al asimilar la enormidad de lo que él le estaba diciendo.