Unidos por la tentación - Clare Connelly - E-Book

Unidos por la tentación E-Book

Clare Connelly

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Beschreibung

Bianca 3044 Dos semanas en la isla. ¡Dos semanas para no caer en la tentación! Tras la trágica pérdida de su esposa, el multimillonario brasileño Salvador da Rocha se retiró a una isla de su propiedad jurándose que no volvería a amar. Al verse obligado a contratar temporalmente a una secretaria, creyó que Harper Lawson no estaría a la altura de sus expectativas. Pero las superó con creces. Y él solo deseó no verse tentado por lo prohibido. Harper, que tenía una gran capacidad de concentración, la perdía con Salvador y se distraía. Su arrogancia la enfurecía, pero la química que había entra ambos era innegable, e inevitable que se rindieran a ella. A medida que se acercaba el momento en que Harper se iría del paraíso, la conexión entre ambos se hacía más profunda, pero ¿sería suficiente para que ella se quedara?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2023 Clare Connelly

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Unidos por la tentación, n.º 3044 - noviembre 2023

Título original: The Boss’s Forbidden Assistant

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 9788411804578

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ENTIENDE lo que implica este trabajo?

Salvador da Rocha observaba a Harper Lawson con evidente escepticismo. Ella sabía lo bastante de aquel hombre para esperar esa arrogancia marca de la casa, pero aquello era demasiado. Se contuvo para no recordarle que no se hallaba en situación de regatear, ya que su secretaria iba a tomarse dos semanas de bien merecidas vacaciones. Él necesitaba a Harper, aunque resultaba obvio que habría preferido no necesitarla.

–Sí.

Él la miró fijamente a los ojos. ¿Para ponerla nerviosa? Harper se preguntó si debería decirle que no se molestara en intentarlo, ya que no iba a conseguirlo. Había trabajado para muchos imbéciles, por lo que Salvador no la alteraba, a pesar de que era el director de la empresa y uno de los hombres más ricos del mundo.

–Amanda trabaja muchas horas, a veces siete días a la semana. Si tengo que viajar, me acompaña sin haberla avisado con anticipación. Me organiza la vida y confío en ella plenamente.

Harper no pestañeó. Amanda ya la había puesto al corriente.

–Si acepta el trabajo, durante las próximas dos semanas solo vivirá para servirme. ¿Lo entiende?

Ella no hizo caso del escalofrío que le produjeron las palabras que había utilizado. Su voz, con acento, era profunda y fascinante.

–A cambio, recibirá una considerable bonificación.

Gracias a esa bonificación, Amanda la había convencido de aceptar el trabajo. Era una de las amigas más antiguas de su madre y una de las pocas personas que entendía la situación personal en que se hallaba Harper. De hecho, fue ella la que, hacía dos años, insistió en que aceptara el empleo en da Rocha Industries, en Chicago, porque Harper trabajaba duro, más de lo que cualquier otra persona que conociera. Tenía que hacerlo. Necesitaba dinero para pagar la atención médica a su madre, y da Rocha Industries era famosa por la generosidad de los sueldos.

–¿Cómo de considerable? –era una pregunta que otra persona se avergonzaría de hacer, pero hacía tiempo que Harper había dejado de darse el lujo de sentir vergüenza a la hora de hablar de dinero. Debía sobrevivir. Poseía muchas habilidades, con las que pretendía ofrecer a su madre una vida cómoda. Por desgracia, que alguien la cuidara las veinticuatro horas del día no era barato.

–Creo que es justo que se lo pregunte. Me pide que sea su esclava durante dos semanas y estoy dispuesta a hacerlo, pero quiero saber qué compensación recibiré.

Él se volvió hacia el portátil y tecleó durante unos segundos.

–Además del sueldo habitual, recibirá el equivalente a cuatro meses, con sus correspondientes prestaciones.

–Cuatro meses –repitió ella calculando mentalmente.

–Eso le dará una idea del nivel de servicio que espero.

Ella enarcó las cejas.

–Soy muy buena trabajadora, señor da Rocha. Seguro que lo sabe.

–Veo que tiene excelentes referencias.

–¿Pero no está seguro?

–Nunca estoy seguro de nadie. La confianza hay que ganársela.

–Entonces hemos llegado a un punto muerto –dijo ella entrecerrando los verdes ojos al mirarlo–. Tiene que sustituir a Amanda y yo soy su mejor opción.

–Lo dice con mucha seguridad.

–Sí –dijo ella encogiéndose de hombros lo que hizo que la blusa de seda se le deslizara por el esbelto cuerpo como una catarata. Salvatore bajó la vista durante unos segundos y ella notó una leve excitación en la boca del estómago, que la pilló por sorpresa. La reprimió inmediatamente negándose a reconocer que alguien como Salvador pudiera tener ese efecto en ella. En aquel momento no eran un hombre y una mujer. Trabajarían juntos durante muchas horas al día y ella sabía que no era buena idea mezclar el trabajo con el placer.

–¿Sabe que tendrá que vivir conmigo?

Durante unos segundos, ella dejó de mirarlo para contemplar el bosque tropical que había detrás de él y el océano Atlántico que brillaba hasta las playas de arena blanca de Copacabana, al otro lado del estrecho.

Ilha do Sonhos, la isla privada en la que vivía y desde la que trabajaba el multimillonario, era uno de los lugares más hermosos que conocía Harper. Mientras el helicóptero aterrizaba, había disfrutado de las vistas panorámicas del océano, las montañas, los acantilados y los enormes árboles que creaban una verde selva en la isla. Parecía salvaje e inhabitada, salvo por aquella casa de cristal y madera, con vistas increíbles en todas las direcciones.

–Sí –volvió a mirarlo. Lo había visto una vez a distancia, en un evento de la empresa en su Chicago natal. Él solo había hablado con Amanda y Alan Bridges, el director financiero, pero a ella le resultó imposible dejar de mirarlo y de examinarlo, debido a su fuerza y carisma, la seguridad en sí mismo y la inteligencia y la capacidad de entrar en una habitación y que todos se volvieran a mirarlo. Algunos poseían esa personalidad de nacimiento, aunque no muchos. Salvador da Rocha era un dios entre los hombres.

–Tiene un currículo impresionante –afirmó él señalando la pantalla del ordenador.

Era cierto. A sus veintiséis años, Harper había trabajado con empresarios muy importantes y, salvo en el caso de Peter Catsvock, su trabajo había causado admiración. Llevaba dos años trabajando en la oficina de Chicago de da Rocha Industries a las órdenes del jefe de operaciones de Norteamérica.

–Gracias.

–¿Por qué comenzó a trabajar en esta empresa?

Ella se mordió la lengua para no preguntarle qué relevancia tenía eso. ¿No era más importante que uno de los principales ejecutivos de la empresa la considerara indispensable?

–Era una excelente oportunidad.

–¿Qué le gusta de su puesto actual?

–Lo que me guste o deje de gustar da igual. Es un trabajo.

–¿No disfruta de lo que hace?

–No he dicho eso. Pero no llego cada día pensando en entretenerme. Si me gusta o no el trabajo, lo hago siempre de la mejor manera posible.

Él apoyó el mentón en los dedos. Tenía un rostro fascinante, que ella contempló más tiempo del necesario.

–¿Le gusta trabajar con Jack?

–Sí, pero he trabajado con muchas personas que no me caían bien. Soy una profesional. Cumplo con mi trabajo y no me marcho hasta que no termino.

Él la examinó durante unos segundos con gran intensidad. Por fin volvió a hablar. Su acento brasileño era tan fascinante como su rostro.

–Amanda me ha dicho que aceptaría el trabajo con una condición.

–Sí –contestó ella mirándolo a los ojos.

–¿Cuál es?

–Necesito media hora al día para mí, durante la cual no estaré disponible.

–Es una condición poco habitual.

–¿Tener tiempo para mí?

–Esa cantidad de tiempo.

Ella apretó los labios.

–Señor da Rocha, no tengo ninguna duda de que podré hacer el trabajo. Me encantaría trabajar con usted y estoy segura de poder ocuparme de todo en ausencia de Amanda. Quiero el dinero, desde luego, pero, sobre todo, quiero vivir la experiencia. Un trabajo como este no se presenta todos los días. Pero renunciaré si no acepta esa condición.

Era evidente que lo había sorprendido, porque enarcó las cejas e hizo una mueca.

–No me gusta.

Ella no se inmutó. No iba a ceder en ese aspecto. Todos los días llamaba a su madre a la residencia sanitaria y le leía. Los médicos no sabían cuánto entendía, pero ella estaba segura de que aquello significaba mucho para su madre, por lo que no estaba dispuesta a dejar de hacerlo.

–¿Espero fuera mientras toma una decisión? –preguntó ella levantándose. No era ni alta ni baja, pero sabía que su cuerpo llamaba la atención del sexo contrario, con curvas que su madre habría dicho que estaban en el lugar adecuado. Eso la incomodaba. A su madre la habían adorado por su aspecto, pero a Harper no le gustaba llamar la atención por eso. Se echó la melena castaña sobre el hombro e hizo una mueca de disgusto, ya que ese gesto demostraba que estaba nerviosa, algo que había aprendido a disimular.

La mirada de él descendió por su cuerpo y, a pesar de que ella odiaba que los hombres la miraran, se le puso la carne de gallina, lo que atribuyó a la brisa marina que entraba por la ventana.

–No hace falta –dijo él levantándose a su vez–. Si Amanda la ha recomendado, estoy seguro de que lo hará bien. Trabajo muchas horas, por lo que no dudaré en llamarla cuando necesite algo.

–Ya me lo ha dicho.

–Aunque debe estar disponible casi todo el día, espero que respete mi intimidad.

–¿No debo hablarle a no ser que me hable usted? –preguntó ella con una sonrisa cínica.

–Es una forma burda, pero precisa de decirlo.

–No hay problema.

–Entonces, tenemos un trato, señorita Lawson.

–Llámeme Harper –dijo ella dirigiéndose a la puerta. Él la siguió y ella notó el calor que emanaba de su cuerpo.

«No seas ridícula», se reprochó. Él la adelantó para abrirle la puerta.

–No somos amigos, señorita Lawson. Al terminar estas dos semanas, no volveremos a vernos, así que no veo la necesidad de llamarla por su nombre de pila ni que usted se dirija a mí por el mío.

Era un reproche y una advertencia: «No se tome demasiadas confianzas. No se sienta cómoda».

–Muy bien, señor da Rocha. ¿Me indica cómo llegar a mi despacho?

 

 

Diez minutos después se hallaba en un impresionante despacho con vistas al mar, ordenadores de última generación y un único problema: el despacho de Salvador estaba al lado, separado por un ventanal de cristal, así que podían verse todo el tiempo.

Observó que había estores, pero solo en el de él, por lo que podía bajarlos y subirlos cuando quisiera, algo que a ella no le hacía gracia, pero no estaba dispuesta a protestar, ya que se trataba solo de dos semanas.

–¿Amanda la ha puesto al día?

–Sí.

–Muy bien. Este montón de documentos es el más importante. Empiece con ellos inmediatamente. El chef sirve el desayuno a las siete, la comida a la una, un refrigerio a las cuatro y la cena a las ocho, pero en la cocina hay de todo, por lo que no dude en servirse lo que necesite. Como solo. Se ha preparado una habitación para usted. Catarina, el ama de llaves, se la enseñará después. ¿Le ha dejado Amanda una lista de mis contactos?

–Por supuesto.

–Muy bien. No tolero errores, señorita Lawson. Concéntrese y toda irá bien.

Él salió del despacho y ella miró la pantalla del ordenador, desanimada.

Se recuperó diciéndose que no era una persona tímida y calladita, sino que agarraba el toro por los cuernos para que las cosas se pusieran a su favor, que era precisamente lo que pretendía hacer en ese momento.

Muchas cosas dependían de esas dos semanas. Aunque su salario anual era excelente, una vez pagada la hipoteca y los gastos médicos de su madre, no andaba muy bien de dinero. Era muy tentadora la idea de ganar tanto y tener una cantidad ahorrada, por si acaso.

«¿Tal vez podría matricularme en la universidad?», le susurró una vocecita en su interior. Harper rechazó inmediatamente esa idea estúpida. Había renunciado a ella hacía tiempo por necesidad y no se había arrepentido, ya que al comenzar a trabajar había podido ayudar a su madre.

 

 

Harper Lawson no tenía la culpa de nada.

No era culpable de que la hija de Amanda Carey fuera a casarse y deseara que su madre estuviera a su lado. Tampoco de que Amanda se hubiera tomado vacaciones por primera vez en su vida ni de que Salvador tuviera que reconocer que era completamente dependiente de esa mujer para que le organizara la vida.

Y, desde luego, Harper Lawson no era responsable de tener unos ojos del color del mar en una tarde tormentosa, del mismo color de los de otra mujer que él había conocido y cuya expresión había pasado de la entusiasmada excitación a la desolación en cuestión de meses; unos ojos que no volvería a ver, porque ella ya no estaba.

Se levantó y se acercó a la ventana que daba al mar.

No le gustaban los cambios.

No le gustaba la gente, sobre todo aquella a la que no conocía.

Y había algo en la actitud de Harper que lo desconcertaba, aunque no sabía qué era. Salvo en los ojos, no se parecía en nada a Anna-Maria. Esta era rubia, alta y delgada, hasta que la quimioterapia la volvió tan frágil que Salvador creyó que el simple hecho de respirar la partiría en dos.

Frunció el ceño. Intentaba no pensar en Anna-Maria ni en la hija a la que habían perdido ni en que ella había dado la vida por esa hija al retrasar el tratamiento contra el cáncer para que la niña tuviera la posibilidad de nacer en las mejores condiciones posibles. Intentaba no pensar en los años de amistad con ella, en sus juegos infantiles, las cartas que se habían escrito durante la adolescencia hasta que, una noche de borrachera, la relación había alcanzado otro nivel que le había cambiado la vida.

Intentaba no pensar en nada de eso, pero de vez en cuando lo recordaba, lo cual lo llenaba de dolor. No solo por el hecho de haberlas perdido, sino por no haber impedido su muerte, por no haber sido capaz de destruir el cáncer. Había invertido mucho dinero en ello, convencido de que la medicina moderna tendría la respuesta, pero había sido arrogante y estúpido. Su hija murió y Anna-Maria lo hizo meses después. A los veintinueve años, enterró a su esposa. Un año después seguía sin haberse recuperado de su pérdida.

Nada de todo aquello era culpa de Harper Lawson, pero allí estaba, aunque él deseaba que no estuviera y, peor aún, dependía de ella como lo había hecho de Amanda.

De todos modos, solo serían dos semanas, al cabo de las cuales su secretaria volvería, Harper se marcharía y todo volvería a la normalidad.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A HARPER le escocían los ojos, pero no iba a ser la primera en marcharse del despacho porque tenía un montón de trabajo y porque Salvatore trabajaba infatigablemente al otro lado de la ventana, sin acusar el cansancio.

Soltó el bolígrafo y se recostó en la silla, cerró los ojos y respiró hondo. Contó hasta diez, los abrió y miró la pantalla, pero vio los números borrosos.

Se presionó los ojos con los dedos y se masajeó los párpados con suavidad.

–Puede irse.

Llevaban tanto tiempo sin hablar, que casi se había olvidado del sonido de su voz. Ella giró la silla hacia la puerta. Él no tenía el mismo aspecto descansado que por la mañana. Se había desabrochado el botón superior de la camisa y se la había remangado hasta los codos. Tenía los brazos morenos cubiertos de fino vello. Sin saber por qué, a ella se le secó la boca.

Sentirse atraída por su aspecto era un desastre. Era su jefe, al igual que lo había sido Peter. Le saltaron todas las alarmas.

Volvió a mirar la pantalla del ordenador.

–Me iré enseguida.

–Está agotada –parecía decepcionado, lo que la puso furiosa.

–Es que son más de las doce.

–Si esto es demasiado para usted…

–No lo es –contestó ella moviendo el cuello de un lado a otro–. A título informativo, ¿hasta qué hora suele trabajar Amanda? –se levantó y comenzó a recoger sus cosas.

–Amanda lleva ocho años trabajando para mí.

–Supongo que eso quiere decir que sale del despacho mucho antes.

–Le repito que si esto es demasiado para usted…

–No he dicho eso. Pero ¿acaso tiene otra opción que no sea yo? ¿Hay alguien que pueda viajar hasta aquí para hacer el trabajo?

Era evidente que le había tocado la fibra, a juzgar por el ceño fruncido y la momentánea expresión oscura de los ojos.

–¿Le ha enseñado el ama de llaves su habitación?

–No he visto al ama de llaves –contestó ella secamente conteniéndose para no decirle que llevaba todo el día trabajando.

–Entonces, se la mostraré yo.

–Dígame dónde está y la encontraré.

–La casa es grande.

–Pero yo soy inteligente.

Él apretó los labios.

–Venga conmigo. La llevaré.

Aquello no iba a ser una camino de rosas para ninguno de los dos. Ella se dijo que no se mostraba hostil específicamente con ella, que solo era un multimillonario desagradable y aislado, pero le resultaba difícil no tomárselo como algo personal.

Aunque, probablemente, con un saldo bancario como el suyo no necesitaba ser educado. Tal vez por eso pagaba a sus empleados tan generosamente.

Recorrieron la casa. Al doblar una esquina, Harper vio la luna llena iluminando el mar y contuvo la respiración ante su belleza. Al oírlo, él se volvió con el ceño fruncido.

–Es una vista preciosa –dijo ella. Después se sintió estúpida y torpe por el comentario. Pero era preciosa.

Él no respondió. Por suerte, el recorrido llegó a su fin. Se detuvo ante una puerta de dos hojas y empujó una de ellas sin entrar.

–Está preparada para alojarse en ella. También hay un despacho.

La suite era tan lujosa como la de un hotel de cinco estrellas. Ella contempló la gran cama, el sofá, la enorme pantalla de televisión y la cristalera que supuso que daría a un balcón.

–Gracias –estaba deseando acostarse, pero antes se daría una ducha caliente.

–Buenas noches, señorita Lawson –dijo él cerrando la puerta. Ella soltó el aire que sin darse cuenta había estado reteniendo, contenta de hallarse por fin a solas, casi por primera vez aquel día. ¡Y qué día! La cantidad de trabajo había sido inmensa: había resumido complicados informes financieros, respondido a miles de correos electrónicos procedentes de todo el mundo y programado una agenda en la que no había ni un minuto libre. La cabeza le daba vueltas.

Pero había conseguido lo que se había propuesto, por lo que se sentía orgullosa. Se concentró en respirar, se desabrochó la blusa y volvió a pensar en la ducha y en la enorme cama que la esperaba.

 

 

No tenía la culpa de haberse olvidado del bolso. Él la había sacado del despacho casi a empujones, pero, de todos modos, la maldijo al recoger el bolso y recorrer la casa con él bajo el brazo.

«Es una vista preciosa». Recordó el tono admirativo de ella al doblar la esquina y volver a contemplar la vista. Tenía razón, reconoció de mala gana: era preciosa, asombrosa de hecho, pero llevaba mucho tiempo sin contemplarla ni admirarla.

Llamó dos veces a la puerta de la habitación y esperó. Oyó la voz de ella y supuso que lo estaba invitando a entrar, así que empujó la puerta con la intención de dejar el bolso en la mesa de centro, pero dio dos pasos y se detuvo.

La señorita Lawson se estaba desnudando. Se había quitado la falda y la blusa, pero no la camisola de seda, el tanga de encaje ni los zapatos de tacón.

Salvador no era un hombre que se sorprendiera fácilmente, pero en aquel momento perdió el dominio de sí mismo. Se quedó mirándole las curvas que la ropa había ocultado, la blancura de la piel, los delicados senos y pezones que la brisa marina había endurecido al abrir ella las ventanas. Esa misma brisa le pegaba la camisola al cuerpo mostrando la redondez de sus caderas. Tenía las piernas largas y perfectamente torneadas.

Ella ahogó un grito y él le miró el rostro, los labios carnosos y entreabiertos, las mejillas sonrosadas y los brillantes ojos. Brotaron chispas en su interior y notó una tormenta en los oídos y el cerebro que le impidió pensar.

–Señor da Rocha –dijo ella con voz ahogada.

–Se ha… –«dejado el bolso», dijo para sí, incapaz de articular las palabras. Ella se volvió un poco para darle la espalda, por lo que pudo contemplarle la curva de las nalgas. Se tragó un maldición, ya que nunca había visto unas tan perfectas. Los dedos le cosquillearon por la necesidad de tocárselas, de introducirlos en el tanga y bajárselo para dejarla desnuda. Se imaginó la calidez y suavidad de la piel y lanzó un gemido visceral que demostraba lo perdido que estaba.

Llevaba mucho tiempo sin ver desnuda a una mujer e intimar con ella. Y ahora contemplaba a su secretaria medio desnuda como si fuera un colegial excitado. La sangre le corría por las venas como un tsunami.

–¿Por qué me ha dicho que entre? –preguntó en tono airado.

–¡No lo he hecho! Oí que llamaban y…

–Y ha gritado algo…

–He chillado –respondió ella furiosa– porque estaba así –se señaló el cuerpo con las manos para recordarle que estaba semidesnuda. Como si necesitara que se lo recordaran–. Intentaba decirle que no entrase.

–Pero no lo dijo.

–No, estaba aturdida –desvió la vista y apretó los dientes.