Userkaf, el Faraón en las Tinieblas - Rui Koseng - E-Book

Userkaf, el Faraón en las Tinieblas E-Book

Rui Koseng

0,0

Beschreibung

Hace cuatro mil años, Userkaf, primer faraón de la quinta dinastía egipcia, desafió las leyes de la naturaleza, pagando un precio inconcebible. Su ambición era esparcir las tinieblas sobre la tierra, pero una cofradía de sacerdotes logró confinarlo en la prisión más oscura. Ya en el presente, un torbellino de eventos desencadena el despertar. La guerra del hombre ha alimentado los ojos del faraón maldito. Fernacho Ruiz, corresponsal de guerra, se verá arrastrado junto a su mejor amigo a una vorágine de aventuras para detener el avance del mal. Un vengador aparece cubierto de cenizas y arena, aquel que decidirá el curso de la humanidad en una confrontación épica. Muy pocos seres se convierten en leyendas.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 196

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



-

© Userkaf - El faraaón en las tinieblas

Sello: Tricéfalo

Primera edición digital: Abril 2024

© Rui Koseng / Fernando Tag - Ignacio vera

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: Juan “Nitrox” Márquez

Corrección de textos: Aldo Berríos

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-71-6

ISBN digital: 978-956-6183-94-5

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Capítulo I Ucrania en llamas

Los bombardeos rusos destruían Ucrania. La ciudad más devastada era Mariúpol, en donde se encontraba el corresponsal de guerra, Fernacho Ruiz, un asiduo informante de campo que había recorrido el mundo entero con sus notas. Había visto todo lo malo y lo bueno que el hombre puede concebir, así como también elementos que solo la guerra produce: el infierno en la Tierra.

El momento no era el mejor. Escapaban de la mira de unos morteros junto a su camarógrafo. Habían captado imágenes contra la humanidad y el material debía ver buen destino. Las balas de metralleta transformaban la carrera en un asunto de fortuna: se podían morir o salvar por los pelos.

Fernacho había estirado bastante el elástico de la suerte.

Si tan solo fueran capaces de llegar a una estructura que los pudiera proteger; pero se veía lejos, a lo menos unos cien metros. Se movían agazapados, cuando en mitad del trecho una bala hirió la pierna del camarógrafo, quien cayó violentamente. Producto de la adrenalina, Fernacho no se dio cuenta y llegó entre balas a resguardo. Fue entonces que, al mirar atrás, vio a su colega tirado, rogando por ayuda.

Calculó el tiempo y los lugares donde impactaban las municiones de los morteros. En esa posición tan desprotegida, a su amigo le quedaban pocos segundos de vida. Soltó su micrófono y la mochila y se lanzó en feroz carrera. Asió al camarógrafo como pudo y lo cargó en sus hombros, comenzando la durísima vuelta. Un proyectil explotó a metros de ellos. Salieron despedidos, cual marionetas.

Algunos minutos después, logró arrastrar a su colega a la estructura sólida. Fernacho le aplicó primeros auxilios, debía lavar y vendar la herida con la escasa agua que tenían. Había sido un desgarro, por lo que la herida dejó de sangrar al aplicar presión en la zona.

Fernacho suspiró y se quedó con su compañero de vocación, resguardándose en completo silencio.

Al segundo día, cuando ya estaba a punto de perder la cordura, se escucharon a las fuerzas locales en un contrataque que logró repeler a las tropas rusas. Fueron llevados de manera inmediata al hospital, donde comenzó la rehidratación y el suturado de lesiones.

Descansaron tres días, antes de ser dados de alta.

Al llegar al cuartel de prensa, Fernacho fue recibido con una ovación de colegas de todas partes del mundo. Su acto de heroísmo no pasó desapercibido, por lo que comenzó una improvisada fiesta. También le pidieron al homenajeado unas palabras solemnes:

—No podía dejar morir a mi compañero de aventuras —comenzó diciendo, para después dirigirse a su camarógrafo—: A pesar de que mi amigo sea un estúpido, el muy imbécil… sóbate la pierna callado… igual te quiero.

Sonrió y todos gritaron un brindis. La emoción era real y palpable. Las horas pasaron y Fernacho ya no sabía lo que tomaba. Una reportera húngara le llenaba la copa cada vez que la vaciaba. Él se dejó seducir.

—Míster Fernando Ruiz —lo saludó un oficial.

—Lo que va quedando —respondió el héroe de guerra.

—The commander needs to talk to you —le pidió que lo acompañara.

Fernacho siguió al oficial al campamento y en un despacho desprovisto de cualquier comodidad, le informaron que la salud de su padre había empeorado. Al principio le costó comprender el mensaje, todavía estaba mareado con la mezcla de alcohol; pero cuando logró enfocar su atención, captó que se le ofrecía un vuelo en helicóptero al aeropuerto militar.

El reportero agradeció partir lo antes posible, ya que la situación apremiaba.

Dos días después, ingresaba a su hogar en Ñuñoa, Santiago. Tocó el timbre y se escucharon los ladridos de Elliot, el pequeño shi tzu de la casa. A continuación, fue recibido por un abrazo de Ester, la nana, quien había reemplazado de alguna manera a su mamá. El animalito apenas saltaba, lo vio mucho más viejo de lo que recordaba.

Fernacho quiso saber los pormenores de su padre.

Ester le dijo que llevaba días comiendo apenas, que lo había visto apagarse de a poco. También le contó que había intentado contactarlo muchas veces, pero que su teléfono siempre estaba fuera de servicio. Que cuando lo vio en Canal Once, llamó para que le avisaran en Ucrania.

—¿Está despierto? —preguntó, antes de subir al segundo piso.

—Creo que sí, don Fernacho. Por favor, no lo ponga nervioso al caballero.

—Tranquila, Ester. Gracias por cuidar a este viejo jodido —le dijo con cariño, mientras le tomaba las manos.

—¡Vitoco! –gritó Fernacho, pues así le decían los amigos a su padre.

—Acá, hijo… —respondió una voz débil.

El padre yacía sobre su lecho. Con sonrisa forzada, recibió a su hijo mayor. Fernacho no pudo ocultar la impresión al verlo con un color ceniciento.

Entendió que su final lo llamaba, como una sombra transparente que quizá fuese un alma.

Capítulo II El tesoro del Reich

Ese día, Dieter Stolz despertó sintiendo un extraño fenómeno: al tocarse la cabeza, todos sus pelos estaban parados, como si fuera un erizo. Se miró en el espejo. Con agua, gomina y una peineta resolvió la situación.

Pensó que algún científico del Reich, siendo los mejores del mundo, podría explicarle más tarde la razón del efecto electroestático. Pulió las botas hasta verse reflejado en el cuero brillante. Con treinta y cinco años había alcanzado el grado de suboficial mayor de las Waffen-SS. Aquella mañana su presencia era solicitada en el búnker más poderoso de Berlín, el que guardaba los tesoros de guerra.

Luego de sortear tres barreras en las que fue inspeccionado con exageración, lo dejaron en la entrada de un pasillo oscuro. Al caminar, las suelas de las botas emitían un ruido que se proyectaba en ecos a lo desconocido. Arribó a la única oficina del lugar, donde la presencia de un oficial con la Cruz de Hierro le obligó a responder con saludo militar. Se miraron a los ojos y el oficial asintió.

—Me gusta su expediente, Stolz. Ha escalado en la jerarquía del régimen. Loable, pero inútil.

—A qué se refiere, señor —respondió Dieter, extrañado.

—La esvástica, los saludos, Hitler y el Tercer Reich… todo se va a la mierda. Es cosa de meses.

—Señor, le recuerdo que la Luftwaffe se renueva con más de mil aviones —intentó corregir la impresión de su superior, mientras alguien más ingresaba a la oficina.

—¿Y qué? Los norteamericanos tienen cinco mil. Los errores ya se cometieron, ahora solo debemos tratar de enmendar lo que podamos y morir como soldados. Le presento a nuestro mejor egiptólogo, el doctor Wagner.

Dieter y el doctor se miraron, como en busca de alguna inconsistencia.

—Es muy joven, puede perder el rumbo —dijo Wagner con tono molesto.

El oficial corrigió:

—Tiene las calificaciones, doctor. Los oficiales mayores están ocupados muriendo, conténtese con lo que hay. Además, él ha matado en el campo de batalla.

Caminaron por un largo pasillo. El ambiente estaba raro, tenso. Wagner abrió un portón que daba a un gran depósito, con paredes de dos metros de espesor y una altura considerable. Sumidos en la oscuridad, donde apenas se veían reflejos fantasmales, el oficial puso la mano en un interruptor y dijo:

—Prepárese para ver lo más increíble de su vida.

Al dar la luz, esta reveló una bodega sin final aparente, atestada de cajas de madera. La mitad de los tesoros se hallaban sin embalar. Stolz se frotó los ojos para asimilar lo que veía.

Fuentes de oro llenas de perlas y rubíes, cuadros de todas las épocas, inmensas estatuas de culturas ancestrales, entre muchas otras reliquias lo dejaron pasmado.

—Acá hay para financiar cien años de Reich —dijo Stolz.

—Es cierto, solo que es muy tarde. Dígale, doctor.

Wagner puso una caja sobre la mesa más cercana.

—Usted cree que ese oro es una fortuna, lo entiendo. —De la caja sacó un cofre de una belleza sublime, hipnotizante, con un frasco en su interior—. Pero este es el verdadero tesoro, suboficial Stolz. Hace cien años, un alpinista subió la montaña más alta de nuestra patria, la Zugspitze. Un desprendimiento de nieve dejó al descubierto lo que parecían ser rocas dispuestas por el hombre. Las removió y encontró este cofre. El hallazgo se mantuvo en su familia por generaciones, hasta que fue donado al Reich. —Dejó que el silencio se instalara, para después seguir con la explicación—: Me llamaron a mí y junté un equipo. Mandé a buscar egiptólogos de todas partes, sin embargo, no obtuve un resultado aceptable. Las inscripciones eran ilegibles para ellos. Muchos expertos vieron el cofre solo para levantar los hombros. Y el frasco que tiene en frente no permite su apertura sin romperse. No sabemos lo que contiene y hasta no contar con más medios y conocimiento, hemos decidido no destrozarlo. Se supone que debe mezclarse con otros ingredientes, eso se me dijo.

Dieter escuchaba atentamente al doctor. Estuvo a punto de hacer una pregunta, pero le pareció inútil, fuera de lugar.

—Estuve dispuesto a abandonar el trabajo de tres años, pero me detuvo la llegada de un viejo científico egipcio. Él había escuchado que buscábamos saber más del cofre y su contenido. Nos contó que, miles de años atrás, hubo un faraón que quedó atrapado en las tinieblas.

—¿Una leyenda? —preguntó Dieter.

—La historia decía que el faraón Userkaf Ra Neheh, a un costo impensable, logró dar con el elíxir de la vida eterna, pero que fue condenado por los espíritus del inframundo.

—Userkaf…

—Espere, hay más —dijo el oficial.

—Un grupo de sacerdotes pudo contener al faraón en una prisión enorme —continuó Wagner, mirándolo a los ojos—, y los tres ingredientes fueron llevados al otro lado de los mares y las montañas.

—¿Con qué fin? —preguntó Dieter, tragando saliva.

—La esperanza era que un corazón justo lograse encontrarlos y se sacrificara en la lucha contra las tinieblas de Userkaf. A eso me refería con más medios: necesitamos todos los recipientes. Tras décadas de estudiar la cultura egipcia, dudo mucho que no se requiera también de un cántico para concretar su efecto. Sin embargo, ahora se está yendo todo a la mierda, si me disculpan.

—Con todo respeto, doctor, esto parece un cuento de los hermanos Grimm —replicó Dieter.

—Paciencia y fe, Stolz —dijo el viejo.

—¿Paciencia y fe? —preguntó el más joven.

—Así se construyeron las pirámides.

—No entiendo.

—Necesitamos reunir los tres elementos para acceder a la vida eterna.

Las palabras del doctor quedaron flotando en el aire.

—El cofre tiene una inscripción —comentó Dieter, tratando de parecer interesado.

—Cada cofre entrega información. Se supone que al encontrar los tres, podrían indicarnos la ubicación de la tumba de Userkaf.

—Pero es especulación.

—Tiene sentido, ya que estos símbolos están encriptados en conjunto. Nadie se ha acercado siquiera a resolverlos, ni las más poderosas calculadoras, ni los matemáticos prusianos.

—Escuche, Stolz —los interrumpió el oficial, con la mirada fija y adelantándose—. No queremos perder el tiempo. Lo que quede del Reich podrá usar este tesoro para levantarnos de las cenizas. Usted se llevará el cofre, algunos cuadros y monedas de oro a un país sudamericano. Le daremos una buena suma, luego consigue empleo. Aún no hemos determinado su paradero. Donde sea, guardará los tesoros en una bodega de uso militar. Permanecerá como una célula del Reich el tiempo que sea necesario, hasta que se le entreguen nuevas órdenes.

Stolz sintió cómo su corazón daba un salto en el pecho.

—Oficial, tengo familia y amistades acá en Alemania. Solicito permiso para despedirme.

—Denegado. A sus cercanos se les informará que murió en cumplimiento del deber y se le hará un funeral a cajón vacío, con máximos honores militares.

Silencio.

Dos días después, un avión lo dejaba en la capital de Chile. No se le hicieron preguntas. Acompañado por cuatro militares de alto rango, se le permitió acceso a un búnker. Este se encontraba ubicado en un sector subterráneo de la zona norte de la Escuela Militar y, luego de que se cerrase una cortina hermética, vio cómo era separado del cofre y los tesoros. Un saludo militar, la entrega de la llave y un contrato cerraron el pacto.

Con nuevo nombre, papeles originales y una generosa cuenta, compró una casa y comenzó su espera, la que concluyó poco después de conocer a don Víctor, el día de su muerte, a fines del año 1973.

Capítulo III La llave del misterio

El padre había dejado ordenados y en paz los asuntos referentes a la lejana muerte de su esposa y lo que sería el futuro de Pancho, su hijo en estado de coma. Tosía fuerte y apenas soportaba los intensos dolores. Fernacho le acarició el cabello y puso un pañuelo en sus labios, notando la sangre oscura. El mal se acabaría pronto, llevándoselo a otro plano.

Sin embargo, se hallaba ansioso por algo.

—Hijo, no tengas pena. Me tocó una vida difícil, pero me quedas tú. Me voy satisfecho. Sé que Pancho despertará algún día…

—Gracias, viejo. ¿Quieres escuchar la lista de lo que hiciste mal? —bromeó Fernacho, quien luchaba para contener sus lágrimas.

—¿Y tú quieres escuchar la lista de lo que me gasté en ti? —Fernacho lo abrazó—. Estoy a un paso de la paz y me alegro… Me siento como el natre, pero eso no importa. Escucha… tengo que contarte esto…

Don Víctor le contó casi toda la vida de su mujer.

Luego, haciendo uso de la fuerza que le quedaba, sacó una extraña llave del velador y le ofreció una mirada triste a su hijo.

—Fernacho… en el régimen militar me amenazaron por ser estudiante de geografía en el Pedagógico… Me revisaron y después me ingresaron a los archivos de la Central Nacional de Inteligencia… Un sujeto de mediano interés, como toda mi vida… Pero existe una parte que nunca compartí contigo…

Para enmendar ese error, el padre le heredó la llave y el misterio que esta escondía.

—Papá, ¿no serán los remedios hablando?

—Cállate, Fernacho. No estoy drogado. Me estoy muriendo, que es otra cosa.

—Entonces, cuéntame.

La mente del padre viajó al pasado.

—En esos días, solo buscaban fugitivos y militantes armados, por lo que eventualmente perdieron el interés en mí. Pude estudiar en casa, a la espera de que toda esa locura terminara. Después del golpe, tocaron a la puerta. Era un compañero militante. Me pidió un favor en nombre de la libertad, llevándome a un galpón lleno de panfletos, cintas de audio, periódicos y manifiestos.

—Fuiste parte del cambio, papá…

—No le pongas, no era Rambo. Mi tarea se resumía a lo siguiente…

Fernacho le acomodó un cojín, mientras don Víctor rememoraba.

—En el recinto había una regla: si se escuchaban disparos, se debía empapar de parafina y prender fuego a toda la evidencia. Yo no iba a correr ningún riesgo… no era una célula de combate.

—Papá… —El hijo no podía creerlo, sentía que su padre era como uno de esos magos que sacan conejos de su sombrero.

Era como si no lo conociera.

—Espera un poco… —Tosió varias veces, hasta que pudo proseguir—: El compañero me mostró una puerta camuflada que conducía al callejón trasero. Dejaron comida para cinco días, luego de eso mi tarea se vería cumplida. Accedí… por juventud y por un sentido de justicia que nunca llegó… —Quiso estar más sentado. Fernacho le ajustó otro cojín.

El hijo se levantó y caminó alrededor de la cama para comprobar si era su padre. Don Víctor se quejaba de un dolor agudo. Le pidió una petaca a su hijo, sería su último trago.

Fernacho prefirió whisky. Brindaron juntos.

—Por ti, el Cuchillo Ruiz.

—Por ti, que saliste a tu madre.

El alcohol fue sedando el dolor.

—Cuando te concebimos, estaba ebrio como un cosaco —confesó el padre.

—Quizá por eso me gusta tanto la lesera. Gracias, Vic.

—Déjame seguir con la historia, hijo…

—Bueno.

—Ya habían pasado cuatro días, cuando escuché una balacera. Mientras quemaba el material, los militares trataron de echar abajo la puerta. Corrí por un callejón, sintiendo sus pasos y disparos cada vez más cerca. Ya era de noche, el toque de queda era implacable. Pero yo seguí corriendo, sin pescar a las patrullas ni a los militares…

Otra tos, más espesa.

—Papá, te estás agitando. Por favor, toma de la petaca y descansa.

—No puedo, me queda muy poco. Tengo que contártelo todo…

—Despacio.

—Me escapé por los callejones, sin saber dónde estaba. Las patrullas estaban cerca. Me escondí en un arbusto por un tiempo que me pareció eterno.

—¿Cómo lograste escapar? —la emoción del hijo era casi palpable. Por lejos, era el mejor relato que había escuchado de su padre. Su interés se tornó periodístico.

—Dicen que la memoria es frágil, pero lo recuerdo como si fuera hoy: cada paso que sentí, mi corazón acelerado, ese improvisado refugio que se pudo haber transformado en mi tumba… y al fondo, una casa que parecía deshabitada…

—Qué buena historia, viejo. Yo nunca te he escondido nada —comentó Fernacho—. Bueno, una vez te robé plata. No me siento orgulloso, quería que lo supieras.

—Debería desheredarte, cabro de mierda… —Sonrió y luego volvió a la tristeza—. Déjame terminar.

—Dale, perdón.

—Salté una muralla enorme, di la vuelta y entré por una ventana abierta que daba a una cocina. El aire estaba denso, sofocante. Abrí el grifo y me tomé un vaso de agua al seco. Como no había nadie, decidí revisar el lugar…

Don Víctor ajustó los lentes para ver mejor a su hijo. Sus manos temblaron involuntariamente.

—Papá, estás con fiebre. Por favor, no te esfuerces más. Me sigues contando mañana…

—Suéltame, Fernacho. Es ahora o nunca, mi querido hijo adoptado. ¿Te he dicho que eres adoptado?

—Mil quinientas veces.

—Pero sabes que eres legítimo.

—Sí, le decías lo mismo a Pancho.

El padre tosía cada vez más fuerte. Su voz se atenuaba:

—Al cruzar el umbral de la sala de estar, escuché el sonido de un arma al cargarse. Una voz ronca, alemana, ordenó que me detuviera. “Un centímetro más y quedas tieso”.

Mientras escuchaba atento a su padre, Fernacho recibió a Elliot, que venía con la cola enroscada, como buscando cariño.

Don Víctor siguió en lo suyo:

—Los militares seguían afuera, revisando las casas con sus gritos y linternas. Al rato después perdieron el interés, pero apenas se fueron, el alemán me dijo que le debía una. Y ocurrió algo muy curioso… me pidió que pintara su casa.

—¿Pintar la casa?

—Espera un poco. Cuando prendió la luz, el viejo me apuntaba con una pistola. Si escapaba o intentaba hacer algo extraño, estaba frito. Me presenté y él respondió que su nombre era Helmut Hoffman.

Fernacho se rascó la cabeza.

—Pero qué historia, papá… —Le tomó una mano y lo miró a los ojos, mientras el perro posaba sus patas delanteras en el borde de la cama.

—Esta va a ser nuestra última conversación, déjame terminar. Al otro día volví a su casa, me esperaba una pila de galones de pintura, una escalera, brochas y rodillos. Me tomó una semana terminar el trabajo, el rucio me controlaba todo el tiempo y cuando se sentaba me volvía loco con sus historias.

—Era nazi.

—Cállate. Su soledad era evidente, y como vio que yo no le hacía el quite al trabajo pesado, me ofreció buen dinero por arreglar la casa completa. Lo vi todos los días por tres meses, pero él se veía cada vez más viejo, delgado y demacrado, como si hubiera cargado un peso tremendo por mucho tiempo.

—¿Y para qué quería arreglar la casa?

—Le pregunté lo mismo, si el viejo tenía las arenas contadas. Dijo que me estaba probado, porque estaba a punto de dejar este mundo. Agregó que había sido nazi y que su verdadero nombre era Dieter Stolz.

—¡Lo sabía!

—Cállate. Además, me confesó que estaba protegiendo un tesoro: esa llave.

Fernacho observó la llave con miedo, como si estuviera cubierta de radiación.

—Aún recuerdo sus palabras… —Don Víctor tosió otra vez, dejando un rastro de sangre en la comisura de los labios—: Esta llave tiene una maldición, es la última esperanza de los nazis.

—¿Qué? —preguntó Fernacho, con los ojos demasiado abiertos, casi desorbitados.

—El color de sus pómulos era pálido, el contraste con los acuosos ojos azules me dejó sin aliento. Estaba a punto de morir. Extendió su mano y me pidió que le prometiera que cuidaría la llave y su secreto. Luego escribió unas coordenadas, el destino de la llave…

—Papá, de verdad estás con una fiebre tremenda —dijo Fernacho—. Necesitas descansar.

—Hasta el día en que conocí a tu madre, estuve obsesionado con esa llave. Pero fallé en innumerables ocasiones, incluso estuve parado en el Puente del Arzobispo, a punto de tirarla al Mapocho. No pude…

—¿Y qué quieres que haga con esto?

—Tú eres el periodista, un cojonudo. Bueno, acá tienes la historia del siglo. Tómala.

—Ya, está bien. Cierra los ojos y duerme.

—Eres duro como un clavo. Escucha… tú mamá los amaba… lo sabes…

—Basta, papá. —Los ojos de Fernacho se aguaron.

Don Víctor se perdió en un pensamiento.

—¿Recuerdas el accidente de tu hermano? —preguntó el padre.

—¿Lo del skate?

—Tenía ocho años. Tu madre iba con él, pero tu hermano siempre fue un loco lindo y ese día se lanzó hacia la avenida. Susana corrió para alcanzarlo, pero era tarde. Un bus apareció de la nada.

—Sí… yo estaba ahí… pero no recordaba el bus. Así fue, entonces… o sea, parece que lo bloqueé. Yo iba con ellos cuando la atropellaron. Mi mamá fue una heroína.

—Los héroes se hacen en un solo segundo, el momento preciso.

—Gracias, papá —dijo Fernacho, sintiendo que se trataba de un día demasiado revelador.

—Ahora comprendes por qué tu hermano no le temía a nada. A pesar de su edad, nunca pudo superar ese accidente. Es más, dejó de hablar por un año, hasta que lo trajimos de vuelta.

—Pancho… Nos comunicábamos con gestos, el dedo del medio, principalmente. Después se mejoró y hablaba hasta por los codos.

—Por favor, hijo… anda a visitarlo y si algún día llega a despertar, dile que lo amo muchísimo. Recuérdale que siempre estaré enamorado de tu madre por salvarme de mi obsesión con la llave. A ti también te amo, Fernacho…

El hijo se recostó junto a su padre, acariciando sus canas. Le dijo que no se preocupara, que ya encontrarían una solución. El periodista se notaba cansado, no había descansado bien en varios días.

Se fue a negro.

Horas más tarde, los primeros rayos de sol inundaron la pieza. Los ladridos del perro lo despertaron. Su padre yacía junto a él, frío y a la vez sereno. Con semblante orgulloso, agradecía que Fernacho lo hubiera acompañado antes del último aliento.

Capítulo IV La civilización perdida