Val, aspirante a espía - Maz Evans - E-Book

Val, aspirante a espía E-Book

Maz Evans

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El día más temido de Val ha llegado: su madre se va a casar con el señor Verdura. El día de la boda, Val descubre la verdad sobre su familia y un malvado supervillano emerge de las sombras amenazando todo lo que ella valora. ¿Podrá Val ganar esta batalla al mismo tiempo A que evita que el cerebro de su madre explote? Además Val tiene aún una misión más imposible, hacer que su madre la deje ser espía.

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CRÉDITOS

Publicado originalmente en inglés como ‘Vi Spy: License to Chill’ por Chicken House Ltd., un sello de Scholastic Inc.

© del texto: Maz Evans, 2021

© de las ilustraciones: Jez Tuya

© de la edición en español: Pyjama Books, SL. 2022

Avenida Menéndez Pelayo 67,

28009 Madrid, España.

© de la traducción: Andrea Llop Muñoz

Todos los derechos reservados.

ISBN: 978-84-19135-43-8

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

SINOPSIS

El día más temido de Val ha llegado: su madre se va a casar con el señor Verdura. El día de la boda, Val descubre la verdad sobre su familia y un malvado supervillano emerge de las sombras amenazando todo lo que ella valora.

¿Podrá Val ganar esta batalla al mismo tiempo A que evita que el cerebro de su madre explote?

Además Val tiene aún una misión más imposible, hacer que su madre la deje ser espía.

Para Rachel Leyshon.

Gracias por aceptar esta «misión imposible».

Con mucho amor, gratitud, e infinita locura.

Besos,

Maz

CAPÍTULO 1

Los espías son lo peor guardando secretos. Obviamente hacen bien su trabajo si se trata de lidiar con «secretos de Estado». No serían muy buenos espías si se les ocurriera subir una selfie en Twitter mientras se están adentrando en paracaídas en una ultrasecreta guarida enemiga con el hashtag #EstáBajoElVolcán.

No, los secretos gordos están a salvo. ¿Hay que proteger el código de la caja fuerte donde el primer ministro guarda su chocolate? Adelante, díselo a un espía. ¿Necesitas esconder la primera pistola de agua intercontinental guiada por láser? Cuenta con un espía para buscar el lugar perfecto. ¿Has descubierto que unos extraterrestres succiona-cerebros están invadiendo el polígono industrial? El espía se llevará tu secreto a la tumba. Y, con suerte, el polígono también.

Pero ¿secretos personales? Olvídate. Si estás organizando una fiesta sorpresa, no les digas ni mu. A no ser que quieras que varias especies de la Amazonia se presenten el mismo martes con brochetas de carne en tu casa. Tampoco les confíes tus sospechas sobre la dueña del quiosco, o habrá un equipo de los GEO investigando el contenido de las bolsas de chuches en menos de que cante un gallo. Y NI SE TE OCURRA pedirle a un espía que guarde el secreto de esa cosa tan graciosa sobre tu madre: ¡Imagínate su cara cuando vea sus bragas rosas con estampado de leopardo en las noticias del día!

Esa es la realidad, los espías apestan guardando secretos. Y nadie lo sabía mejor que María Valentina.

Su madre era espía y María Valentina, o Val para los amigos, lo sabía porque, como todo espía, su madre era lo peor intentando ocultar algo. Una vez, su madre había hecho que arrestaran al padre de Arthur Tilsley en la noche temática de casino del AMPA porque estaba convencida de que estaba ocultando dinamita en el cubo de basura. Cuando en realidad lo que ocultaba eran los repugnantes hojaldres de carne caseros de su mujer.

O aquella vez que decidió entrenar al perro de los vecinos para que siguiera el rastro de explosivos con el olfato, lo que ocasionó que acabara atacando a Fred, el cartero, por entregar un paquete con bengalas para las fiestas del pueblo al número 12 de su calle.

O aquella vez en la que se puso a hacer rápel desde el piso más alto del supermercado para alcanzar el último periódico de la pila (en realidad, fue realmente guay).

Sí, Valentina estaba convencida de que su madre era espía. Y un viernes cualquiera, Val estaba decidida a demostrarlo.

—Quiero hablar contigo —suspiró su madre mientras Val bajaba a la cocina para cenar—. ¡Esta nota en la agenda de tu profesor, el señor Verdura, es espantosa! ¿Qué es eso de que has robado su rotulador?

—Mamá, ¡calma! No lo robé, lo «tomé prestado».

—¿Que qué?

—Tomar prestado no es robar. Lo usé y luego lo volví a guardar en su bolsillo —explicó Valentina, a la que le encantaba practicar esta habilidad en concreto. No había nada mejor que hacer en Estrada del Mar (o «Nada del Mar», como a Valentina le gustaba llamar a su pueblo, un sitio que solo podía presumir de ser la sede de la central eléctrica cuando lo cierto es que la central llevaba ya cerrada casi treinta años—. Simplemente lo tomé prestado. Y tengo una pregunta para ti.

—No cambies de tema —le advirtió su madre mientras lanzaba por los aires los ingredientes de la cena con precisa exactitud encima de la tabla. A su madre le gustaba crear cocina-fusión que «celebrara» la mezcla de orígenes de la familia: senegaleses, ingleses, jamaicanos y afroamericanos. Esta noche tocaba rape con plátanos fritos y puré de guisantes. Valentina hubiera preferido comer una simple y deliciosa pizza.

—Si tu nombre es Susan —dijo Valentina, cambiando de tema— ¿por qué tu certificado de nacimiento dice que te llamas «María Asunción»?

Su madre, Susan o María Asunción, se quedó paralizada con el plátano todavía en la mano. Ese sí que era un buen cambio de tema.

—¿De dónde has sacado mi certificado de nacimiento? —preguntó tensa al tiempo que se le caía el plátano y, sin reparar en ello, le daba un toque con el pie para recuperarlo.

—Mmm… yo… me lo encontré sin querer... tirado por ahí —respondió Val, que había «encontrado» el certificado «tirado» en una caja con cerradura en una maleta con candado escondida debajo de la tarima del suelo justo bajo la cama de su madre. Le llevó casi una hora forzar «sin querer» todas las cerraduras.

—Em… me lo cambié —tartamudeó su madre—. No me gustaba.

—A mí sí me gustaba —intervino la abuela de Val, que vivía con ellas—. Nuestra familia tiene una gran historia de nombres únicos de fiestas patronales. Tu tatarabuela era María del Pilar. Tu bisabuela era María Isidora. Llamé a tu madre María Asunción y peleé duro para que tú fueras María Valentina. Tu padre quería llamarte «Laura». Típico, el tío era un completo idiota.

La abuela sacudió la cabeza y chasqueó la lengua, como siempre hacía al mencionar al padre de Val, que había fallecido cuando esta era todavía un bebé. Valentina solo sabía dos cosas acerca de su padre:

Se llamaba Robert Ford (según el certificado de matrimonio de su madre, que estaba «tirado por ahí» también). Y era un «completo idiota» (según su abuela tozuda).

A Valentina siempre le había dado un poco de vergüenza su nombre, aunque le quedaba mucho mejor que «Laura». Afortunadamente, la mayoría de la gente la llamaba Val.

—¿Así conseguiste tu nombre, abuela? —preguntó Val.

—María Fermina —asintió la abuela—. Mina para los amigos, y orgullosa de ello. Tu madre también debería estar orgullosa de ser quien es.

—Lo estoy —contestó la madre, blandiendo con seriedad el plátano—. Soy Susan.

—Eres Asun —insistió la abuela—. Y algún día lo recordarás.

—¿Valentina? —recordó entonces María Asunción en un tono amenazante (Val pensó que a su madre realmente le pegaba más «Asun» que «Susan»)—. La nota del señor Verdura también dice que copiaste en un examen de ortografía. ¿Es verdad?

—Mamá ¡relájate! —rogó Val—. No copié. Revisé las respuestas en el reflejo de la ventana. En realidad solo estaba siendo precavida. Y ahora, dime tú algo: ¿El señor Verdura es tu novio?

—Em… no, claro que no. ¡No seas tonta! —respondió Asun, parpadeando con energía. La madre de Val siempre parpadeaba cuando mentía. Era un gesto delatador muy útil.

—Habéis estado pasando mucho tiempo juntos.

—Simplemente hemos estado... hablando sobre tu educación.

—¿Mientras cenábais?

—Alfredo, digo… el señor Verdura está muy ocupado durante la jornada escolar.

—Ya veo —dijo Val—. ¿Por eso el fin de semana hacéis todos esos picnics?

—Alfredo tiene muchos compromisos extraescolares durante la semana.

—¿Por eso el mes pasado fuiste con él a París?

—¿¡Y tú cómo lo sabes!? —exclamó Asun.

Val echó un vistazo al calendario de la cocina, sobre él, alguien había escrito el mes pasado todo en mayúsculas de color rojo: PARÍS CON VERDURA. Devolvió la mirada a su distraída madre.

—Una corazonada —dijo.

—Mira, —le dijo su madre con un parpadeo sobresaltado— simplemente disfruto de la compañía de Al…

—Del señor Verdura —corrigió Val.

—… fredo —continuó Asun—. Nada más que eso. Somos amigos. Buenos amigos… Y ya.

Val observó a su madre parpadear tanto que casi se le cae el plátano otra vez. Esto necesitaba una investigación más minuciosa. Pero, de momento, vuelta al tema del espionaje. Era hora de interrogar un poco más…

—¿Mamá? —preguntó al mismo tiempo que su madre empezaba a trocear el plátano, lanzándolo y rebanándolo al vuelo con un machete pequeño—. ¿Puedo tener un teléfono?

—Claro —respondió Asun mientras pinchaba los últimos plátanos fritos con la punta de su cuchillo.

—¿En serio? —exclamó Val entusiasmada. Estaba desesperada por conseguir un teléfono. Tal vez así tendría algo en común con los niños de su colegio. No había encontrado nada más. Aunque tampoco ayudaba que su madre sobreprotectora le prohibiera ir a encuentros y a fiestas «por su propio bien». Val estudiaba en el Colegio Estrada del Mar desde hacía siete años, y nunca había tenido un mejor amigo. Eso no era muy agradable—. ¿Cuándo?

—El doce de… nunca —confirmó Asun—. Ya sabes lo que pienso de los teléfonos. Se abusa fácilmente de ellos para invadir la privacidad de las personas. Justo el otro día leí un informe de investigación sobre la piratería y…

Bien. Su madre estaba distraída. El plan estaba funcionando. Era el momento de atacar.

—¿Mamá? —Val interrumpió cuando Asun lanzaba los plátanos fritos hacia la freidora a través de la cocina, entonces se agachó detrás de la barra americana al tiempo que se tapaba los oídos con los dedos—. ¿Eres una espía?

—Sí —contestó distraídamente Asun, apuñalando el rape al darse cuenta de lo que había dicho—. Quiero decir, ¡no! Es decir, solía serlo. Me refiero…

Val se acercó y le quitó delicadamente a su madre el cuchillo de la mano.

—Creo que tenemos que hablar —afirmó, guiando a Asun hacia la mesa.

—¡Ya era hora! —resopló la abuela por detrás de su crucigrama.

Así que así fue como María Valentina se enteró de que Asun (y María Fermina antes que ella) había trabajado como agente secreta para SPIDER (Servicio de Protección, Inteligencia, Defensa, Espionaje y Rastreo). Pero renunció a todo cuando murió el padre de Val.

—Entonces ¿mi padre también era espía? —preguntó Val.

—Ajá —confirmó su madre, dándose la vuelta justo cuando la abuela resoplaba con la vista puesta en su crucigrama—. Robert murió desviando un misil nuclear hacia el espacio un segundo antes de que explotara en la atmósfera de la Tierra. Es lo que él habría querido.

Asun le lanzó una mirada a la abuela, que estaba resoplando tanto que parecía un caballo con alergia al polen.

—¿Y por qué dejaste tu trabajo? —preguntó Val.

Asun suspiró y rodeó a su hija con los brazos.

—Sin Robert necesitabas una madre que no estuviera todo el tiempo moviéndose de una misión secreta a otra. Una que te pudiera mantener a salvo. Que pudiera vigilar cada uno de tus movimientos. Que no fuera a morir en un tanque de pirañas mutantes. Así que me retiré y nos mudamos a este pueblo agradable y pequeño donde nadie nos pudiera encontrar.

—¿Quién querría encontrar nada en Estrada del Mar? —se burló Val. Pero había acertado, su madre había sido espía. Quizás eso explicaba por qué a Val se le daba tan bien encontrar «sin querer» cosas «tiradas por ahí». Se preguntaba qué habilidades habría heredado de su padre.

—Bueno, ¡gracias al cielo que por fin ha salido a la luz! —gritó la abuela—. Ahora Val podrá ir a Rimmington Hall.

—¿Qué es eso? —preguntó Val.

—La Academia de Espionaje Rimmington Hall —detalló la abuela con un guiño —. Es el instituto para espías. Para entrar, tienes que completar una misión con éxito. Tu madre salvó siete rehenes de un saqueo a un banco cuando tenía tu edad usando solo una catapulta y una muñeca Barbie. Todos los mejores van a Rimmington Hall.

—Escuela de espías, ¡parece una pasada! —se entusiasmó Val—. ¿Cómo se consigue una misión?

—Tienes que encontrar una —suspiró alegremente la abuela.

—¡No! —gruñó Asun—. Val va a ir al Instituto St. Michael’s. No a ese sitio tan peligroso.

—No seas ridícula —se burló Mina—. Valentina procede de un largo linaje de buenos espías, desde los días del ferrocarril subterráneo en los Estados Unidos del siglo xix a los tiempos de María del Pilar cuando, en sus trabajos como espía, se infiltró como enfermera en la Primera Guerra Mundial. Y después mi madre, María Isidora, usó su carrera como cantante para espiar por toda Europa durante la Segunda Guerra Mundial. Yo, por mi parte, fui la primera mujer negra reclutada por SPIDER; y tú fuiste la más joven, Asun. Espiar está en nuestra sangre, por mucho que algunas intenten negarlo…

—Estoy harta de explicártelo, mamá: ¡Esa vida se acabó!

—No es asunto mío —replicó la abuela despreocupadamente, volviendo a su crucigrama—. Me guardaré mis opiniones.

—Te lo digo en serio, ¡se acabó! —insistió Asun.

—Negación —dijo la abuela.

—¡No es negación! —chilló Asun.

—Lo es —le contestó la abuela con un brillo rebelde en los ojos—. Quince horizontal: «Declaración de algo que no es verdad».

La abuela era la única que se atrevía a hablarle así a Asun. A Val le encantaba.

—Elección —dijo la abuela, entrecerrando los ojos y concentrada en el crucigrama—. Cinco vertical: «El derecho o habilidad de decidir por uno mismo».

—Solo estoy tratando de mantenerte a salvo, cielo —explicó Asun con un tono más suave, cogiendo la mano de Val—. Eres mi todo. Algún día lo entenderás…

—Imposible —rebatió la abuela —. Once horizontal: «Sin posibilidad de ocurrir, existir o hacerse».

—... e ir a Rimmington Hall te metería en un camino que no quieres seguir, créeme —continuó Asun.

—Destino —anunció la abuela, mirando directamente a Asun—. Dieciséis vertical: «Los acontecimientos que le sucederán necesariamente a una persona o eventos en el futuro».

—¡No va a suceder! —insistió Asun con decisión—. Valentina no será espía.

—Tonta —dijo la abuela.

—¿Podrías dejar ese crucigrama? —ladró Asun arrancando el papel de la mano de su madre.

—Esa no estaba en el crucigrama —sonrió Mina, guiñándole un ojo a Val.

—Estoy intentando salvar su vida —susurró Asun.

—Entonces necesitas permitirle que tenga una —le susurró Mina como respuesta.

Hubo un silencio tenso. Val consideró hacer sus deberes. Después de todo, tendría que trabajar duro si iba a ir a Rimmington Hall. Y ella IBA A IR a Rimmington Hall.

—¿No lo echas de menos? —le preguntó Val a Asun, cogiendo su mochila, que al tener la cremallera rota, desparramó todos sus contenido por el suelo—. Ser espía, me refiero. Debe de haber sido muy guay.

El cuchillo que estaba sosteniendo Asun hasta entonces cayó al suelo haciendo un sonido tan estrepitoso que hizo que Val saltara. Su madre se acercó a grandes zancadas. Asun hacía ejercicio con regularidad, así que estaba muy en forma. Era fuerte y fibrosa, de hecho tenía unos pómulos que podrían cortar endibias y su pelo corto y negro parecía que crecía cuando se encentaba. Esta combinación la hacía a) realmente muy impresionante pero b) a veces daba miedo.

—Escúchame bien, María Valentina —dijo Asun con la voz temblorosa—: ser espía no tiene nada de divertido. Es un trabajo temerario lleno de misiones, explosiones, armas y peligro, y no quiero ni que se te pase por la cabeza, ¿entendido? Todo lo que hago, todo lo que siempre he hecho ha sido para mantenerte a salvo. Me tienes que prometer que tú harás lo mismo. Te quiero muchísimo, Valentina, y te apoyaré en lo que sea. Pero no en esto. No en espiar. Nunca. ¿Me lo juras?

—Vale, vale, mamá, ¡relájate! —empezó Valentina.

—¡No! —contestó Asun mostrando su ansiedad—. Nunca me relajaré con nada que tenga que ver contigo. Prométeme que nunca harás nada para ser espía.

—Vale… seguiré con mis deberes —respondió Val con intención, pues al prometer esto lo que hacía era evitar acceder a la promesa que su madre le pedía. No podría prometerle de ninguna manera que no sería espía porque ahora Val sabía que quería serlo más que nada en el mundo.

—Una cosita, Val —dijo Asun como quien no quiere la cosa, lanzándole una mirada a la abuela —. Tienes que guardar el secreto. Nadie puede saber que antes era espía.

—Claro —aceptó Val con solemnidad. Al contrario que su madre, Val era excelente guardando secretos. La enorme mancha de chocolate en la parte de abajo del sillón donde estaba sentada la abuela lo demostraba.

—Genial —dijo Asun—. Es la única manera de mantenerte a salvo. Y bueno, todavía no ha salido todo este tema del espionaje con Alfredo.

—Entonces, ¡el señor Verdura es tu novio! —exclamó Val cazando al vuelo el error de su madre.

Val observó a Asun mientras intentaba encontrar una escapatoria. No lo consiguió.

—Sí, lo es — admitió por fin—. Eso... ¿eso te parece bien?

Val hizo una mueca. El señor Verdura era su profesor, ¡claro que no le parecía bien! ¡Era superasqueroso!

—Alfredo es amable, dulce y cariñoso —enumeró Asun con ojos soñadores—. Me hace reír, me hace sentir joven de nuevo. Y cuando me besa…

—¡Vale, vale! —cortó Val simulando una arcada, no quería escuchar ni una palabra más—. Sal con él, no pasa nada. Pero, por favor, ¡no me lo cuentes!

—Lo mismo digo acerca de mi pasado como espía —le recordó Asun muy seria—. Alfredo no lo sabe. Y necesito que continúe así.

—Entonces más vale que saques esa bazuca del baño de invitados.

—Por favor, Val —insistió Asun con suavidad—. ¿Harás esto por mí? ¿Por nosotras? Solo quiero que tengamos una vida normal. Una vida tranquila. Una vida segura.

Val se ablandó ante la expresión suplicante de su madre.

—Por supuesto —afirmó. Y lo decía en serio. Quería que su madre fuera feliz. Y el señor Verdura en realidad era bastante amable para ser un profesor—. Pero tú también me tienes que prometer algo.

—Claro —sonrió Asun.

—Prométeme que nunca os casaréis —insistió Val—. Porque no quiero vivir con mi profesor y su hijo raro.

—¡Alfalfa es encantador!

—¿Alfalfa Verdura? ¿Me estás vacilando?

—Valentina, sé amable.

—Mamá, ¿me lo prometes? —insistió Val muy seria—. No puedo ser Valentina Verdura.

Sonó el timbre.

—Qué boba —se rió Asun de camino a la puerta, lo que impedía a Val comprobar si estaba parpadeando o no—. Valentina Verdura… claro que no. Nunca me casaré otra vez. Nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca, nunca.

Asun abrió la puerta dejando que un estallido de música cursi entrara en la casa. Ahí estaba Alfalfa Verdura, controlando con aire sombrío el robot que tocaba la música y agitaba un ramo de globos en forma de corazón. Y a su lado, con una rodilla en el suelo, estaba el señor Verdura.

—¡Susan! —declaró el Señor Verdura levantando en su mano, ante ella, un anillo con un diamante—. ¡Has cambiado mi vida! Te quiero más que una ballena ama el kril, y eso es muchísimo, ya que consumen hasta 3600 kilos de kril en su periodo de máximo consumo. ¡Eres mi vida! ¡Eres mi mundo! ¿Quieres casarte conmigo?

—¡Oh, Alfredo! —chilló Asun con lágrimas en los ojos—. ¡Por supuesto que me casaré contigo!

—¡Qué maravilla! —gritó la abuela detrás de ellos mientras el señor Verdura tomaba a Asun en sus brazos y Val y Alfalfa intercambiaban miradas sin un atisbo de entusiasmo—. ¡Enhorabuena!

Mientras los adultos bailoteaban y hacían planes de boda, María Valentina sabía que su vida estaba a punto de cambiar para siempre. Lo que no podía haber intuido de ninguna manera era realmente cuánto iba a cambiar.

Porque los espías podían ser lo peor guardando secretos. Pero son mucho, mucho mejores diciendo mentiras.

CAPÍTULO 2

La boda se organizó un mes después, un viernes de vacaciones, en «101», el lugar preferido para eventos de espionaje debido a su ubicación desconocida y a su grandísimo cuidado y atención a la seguridad. Explicarle esto al Sr. Verdura podría haber sido complicado, pero a pesar de haberse mudado el día después de la pedida de mano, Alfredo todavía no tenía ni idea de que estaba a punto de casarse con una de las espías más legendarias del mundo.

—¿Cómo es posible que todavía no se haya dado cuenta? —susurró Val la mañana de la boda, mientras el Sr. Verdura entraba felizmente en la limusina con los ojos vendados. En 101 las medidas de seguridad eran tan estrictas que ni la novia ni el novio tenían permiso para saber exactamente dónde iba a ser su propia boda.

—¡Porque no hay motivos para sospechar! —le susurró Asun de vuelta, rodando bajo el coche para comprobar que no hubiera explosivos—. Soy una novia normal y corriente.

Val miró a Alfredo y a Alfalfa Verdura en la parte trasera del coche. El Sr. Verdura sonreía y a Alfalfa se le veía nervioso con la venda en los ojos. Eran como versiones en miniatura el uno del otro: pelo castaño con la raya a un lado, piel blanca con pecas, gafas que resbalaban por su nariz y un cariño extraño hacia los anoraks. No es que el Sr. Verdura tuviera algo de malo, de hecho, era el profesor favorito de Val. Su madre podía haber salido con el Sr. Maldonado, su profesor de Educación Física, y Val tendría que haberse puesto ella misma en adopción. El Sr. Verdura era agradable, el Sr. Verdura era amable, el Sr. Verdura estaba bien. El Sr. Verdura era… simplemente el Sr. Verdura. Bueno, no, no solo era el Sr. Verdura. Era el Sr. Verdura y Alfalfa, y ese era el problema.

Alfalfa, o Alfie para los amigos, se incorporó al Colegio Estrada del Mar en cuarto de primaria, cuando su padre empezó a dar clase ahí. Intrigada por el chico nuevo, Val fue a hablar con él en su primer día.

—Me gustan los unicornios —le dijo.

—A mí me gustan los robots —contestó Alfie.

Probablemente esa fue la última conversación que tuvieron y, definitivamente, la más larga. De hecho, esa pudo haber sido la última conversación más larga que Alfalfa hubiera tenido con alguien del colegio hasta el momento. Val ni siquiera recordaba un momento en el que Alfie jugara con alguien en el patio, o hablara con alguien en clase, o incluso se sentara al lado de alguien en la comida. Alfalfa Verdura era un marginado, un solitario, un bicho raro. Y estaba a punto de convertirse en su hermanastro.

En cuanto llegaron a 101, se llevaron a toda prisa a Asun y a Val a la suite nupcial para prepararse. Después de tres aburridas horas de peluquería y maquillaje, Val se vio obligada a ponerse un horrendo vestido crema con volantes, y sus rizos largos y marrones habían sido adornados con una guirnalda de azucenas que la peluquera le había prometido que resaltaría sus ojos. Val no quería que sus ojos resaltaran; quería explorar un poco el terreno. Con todo el mundo revoloteando alrededor de su estresada madre (la pobre peluquera ya había sido «desarmada» cuando Asun había confundido el secador de pelo con una pistola), Val decidió escabullirse y explorar un poco.

Dondequiera que Val fuera en la remota finca, el personal iba de acá para allá con manteles, platos y comida, o limpiando las puertas antibalas, o los espejos de dos caras. La enorme tarta de boda de varios pisos se encontraba en la mesa central, donde un camarero estaba colocando macarons rosas y marrones alrededor de la base. Val deslizó con destreza uno en la palma de su mano y estaba a punto de comérselo cuando vio en el reflejo que al camarero se le caía uno, lo limpiaba en los pantalones y volvía a colocarlo en la tarta.

—¡Repugnante! —susurró Val, dejando caer con destreza el macaron a la papelera.

—Tendrías que haber visto lo que ha hecho con la quiche de cabra al curry —dijo una voz baja a su espalda. Era Alfalfa. Val no se había dado cuenta de que estaba ahí. En general, intentaba no hacerle caso.

—¿Qué haces aquí? —resopló ella, molesta de que él espiara su espionaje.

—Solo estaba echando un vistazo a este sitio —dijo Alfie sin darle importancia—. Antes de que mi padre se case con una espía.

—¿Qué? —dijo Val, intentando sonar indiferente mientras se le encogía el estómago—. ¡Mi madre no es espía! ¿Por qué dirías algo tan estúpido?

—Porque hace un giro de 360º para aparcar el coche en el supermercado —empezó Alfie—. Porque no me creo que haya aprendido jiu-jitsu en el Instituto de la Mujer. Y porque cuando nos mudamos, encontré una bazuca en mi bañera.

Valentina entornó los ojos. Típico de su madre.

—¿Tu padre lo sabe? —preguntó Val. No tenía sentido mentir. Alfie sería un bicho raro, pero era súper listo.

—No —dijo Alfalfa—. Aunque no sé cómo. Justo la semana pasada encontró un viejo recorte de periódico de tu madre en una cabina de mando tras haber aterrizado, sin ayuda de nadie, un avión de pasajeros sin tren de aterrizaje, después de que una despiadada banda tomara al piloto como rehén.

—¿Qué le dijo mi madre?

—Que no merecía la pena el ahorro de las aerolíneas de bajo costo.

—Guau —susurró Val—. Tu padre es…

—… tá realmente enamorado —contestó Alfie—. Solo ve lo que quiere ver.

Val se removió, incómoda.

—¿Se lo vas a decir?

—No —dijo Alfie—. Es feliz. Hace tiempo que no estaba así, no lo voy a estropear. Y tu madre me cae bien, aunque sea una mentirosa.

—¡No es una mentirosa! —mintió Val—. ¿De verdad que no vas a decir nada?

—No —dijo Alfalfa negando con la cabeza—. No quiero que le hagan daño. Otra vez, no.

—¡Valentina! —escuchó Val exclamar a su abuela detrás de ella—. ¡Estás preciosísima!

Val se dio la vuelta para ver a su abuela en un fabuloso vestido rosa con un sombrero a juego y una guirnalda de luces adornando su scooter eléctrico. Su pelo blanco estaba cuidadosamente arreglado y su pintalabios rosa fuerte enfatizaba su sonrisa llena de felicidad.

—Gracias, abuela —dijo Val, intentando sonar entusiasmada con su horrible vestido—. Pero parezco un volante de bádminton dado la vuelta.

—Tonterías. Y, Alfie ¡anda que no estás guapo! —elogió Mina, haciendo un mundo de su ridículo traje de marinero.

—A sus órdenes, capitán —dijo Alfalfa, subiéndose las gafas sin entusiasmo.

—¿Eso para qué es? —preguntó la abuela, señalando el mando a distancia en las manos de Alfie. Val intentó no gruñir.

—Es para Agadoo —dijo Alfalfa más animado, señalando el antiguo robot al otro lado de la habitación—. Va a llevar los anillos.

—¡Qué bonito detalle! —dijo ilusionada la abuela.

Agadoo se había convertido en el tercer nuevo miembro de su casa desde la propuesta de matrimonio. Era un robot que el Sr. Verdura había construido hacía un millón de años en la década de los ochenta, con un cuerpo de metal cuadrado sobre rodillos de oruga y ojos de faro blancos en su cabeza ovalada de hojalata. Val no soportaba a Agadoo, entre otras cosas, porque tenía una cinta de casete (al parecer, así escuchaban música las personas mayores antes incluso de tener reproductores de CDs) metida en su interior que cantaba al azar y a viva voz, canciones pop de los ochenta, entre otras, Agadoo, de Black Lace. Asun le había contado a Val algunas de las amenazas a las que se enfrentaba el mundo durante la década de los ochenta. Val pensó que la música debió de haber sido una de las peores.

Agadoo zumbaba y rechinaba por toda la casa a menos ocho kilómetros hora y estaba constantemente estorbando. Pero Alfie trataba a Agadoo como si fuera su mejor amigo. De hecho, Val se había dado cuenta de que, realmente, Agadoo era el único amigo de Alfie.

—Hola a todos —dijo el Sr. Verdura, apareciendo tras ellos alegremente. Aunque le había dicho mil veces que fuera del colegio le podía llamar por su nombre, Val no se acostumbraba a llamarle Alfredo, así que se quedó con «Sr. Verdura»—. ¿Alguien ha visto a Brian, mi cuñado? Se supone que me iba a dejar unos gemelos.

Val miró a los invitados que se iban presentando en la sala de ceremonias. El lado de la habitación de su madre se estaba llenando con rapidez, pero el lado del Sr. Verdura todavía estaba completamente vacío. Val vio cómo el director del hotel, un joven con aspecto delgado y con el pelo negro inmaculadamente peinado con la raya en medio, conocido solo como «H» revisaba a los invitados en la puerta, a través del escáner de cuerpo completo.

—Aquí son un poco fanáticos de la seguridad, ¿no? —le susurró el Sr. Verdura a Val—. He tenido que proporcionar tres tipos de identificación y una huella dactilar escaneada solo para ir al baño. ¿Sabías que los koalas tienen huellas dactilares? Aparte de los gorilas y los chimpancés, son los únicos que las poseen. ¿No te parece increíble la fauna?

Val sonrió y asintió. El Sr. Verdura era una fuente de información inútil y parecía saber de todo, menos de la mujer con la que estaba a punto de casarse. Bendito era, su casi padrastro tenía menos pistas que un crimen sin resolver.

Un estruendo llamó su atención cuando una cámara salió volando de la ventana de la suite nupcial.

—¡Pero si solo es una lente de larga distancia! —se quejó el fotógrafo desde el interior.

—Ah, los nervios de la novia —sonrió el Sr. Verdura, alejándose—. Iré a ver si puedo encontrar a Brian.

—¡Mira! Es tu primo segundo —dijo la abuela cuando un gigante musculoso, calvo y tatuado se acercaba con cautela a H y le entregaba su invitación.

—¿Es usted el Sr. Mason Vaughan? —preguntó H educadamente.

Mason levantó a H y le inmovilizó contra la pared.

—¿Cómo sabes mi nombre? —gruñó desde detrás de las sombras—. ¿Eh? ¿Para quién trabajas? Más te vale empezar a hablar o te voy a hacer rogar por tu vida.

—Señor, trabajo para este hotel —dijo H con calma—. Y su nombre está en la invitación.

—Qué oportuno —masculló Mason mientras devolvía a H al suelo…

—Pobrecito —suspiró la abuela—. Hace dos años descubrieron a Mason varado en una playa sin tener idea de quién era. Eso le ha dejado un poco… paranoico.

—¿Qué pasó? —susurró Val—. ¿Le secuestraron sus enemigos y le borraron la memoria?

—No exactamente —contestó la abuela—. Se durmió en el mar encima de un flamenco hinchable. Se golpeó la cabeza en el Muelle Margate cuando la marea le arrastraba de vuelta.

Val observó cómo H le preguntaba algo en voz baja a Mason.

—No lo sé —dijo Mason, mirando a lo lejos con el ceño fruncido—, ya no sé quién soy. El hombre que era ya no existe. Igual le encuentro algún día. Quizás otra persona le encontrará primero. Pero hasta que descubra mi verdadera identidad, solo estoy yo.

H hizo una pausa y asintió.

—Ya veo, señor —dijo con calma—. Pero hasta entonces, solo le pregunto: ¿Prefiere pollo o pescado?

—¡Hola! —exclamaron dos voces simultáneamente detrás de Valentina, dándole un susto de muerte. Puso los ojos en blanco y se giró para encontrarse con otro grupo de primos lejanos.

—Hola Tilly. Hola Milly, —saludó sin emoción, ya sabiendo lo que iba a pasar—. Me alegro de veros.

—¿Y éste quién es? —dijo Tilly sacando una lupa de su bolsillo y examinando a Alfalfa—. ¡Un desconocido misterioso! Esto parece…

—No, no lo parece —insistió Valentina rápidamente, mientras las gemelas apoyaban la espalda la una en la otra y cruzaban los brazos. Cada detalle sobre ellas era idéntico: pelo negro trenzado, piel trigueña, gafas rojas a juego, personalidades irritantes—. Este es Alfalfa. Es mi… bueno, está a punto de convertirse en mi…

Las dos chicas se guiñaron el ojo la una a la otra.

—Esto parece un caso para ¡LAS HERMANAS MISTERIO! —cantaron, como siempre hacían en todas las fiestas familiares cuando estaban decididas a investigar un «caso». La graduación de la prima Magda se arruinó cuando inmovilizaron a su profesor de la universidad para demostrar que era un criminal cuya cabeza estaba cubierta con una máscara de látex. Lo que en realidad descubrieron es que su cabeza estaba cubierta con una peluca de nailon. El profesor de la prima Magda no era el único que encontraba a Milly y a Tilly increíblemente insoportables.

—Hemos estado inspeccionando esta boda —susurró Tilly—. Pensamos que el alcalde es en realidad un criminal con una máscara de látex que está aquí para vengarse de tu madre. Le estamos vigilando.

—Eso es un gran alivio —dijo Val mirando al alcalde. El hombre que estaba a punto de casar a su madre con el Sr. Verdura justo se tambaleó torpemente hacia el escáner de cuerpo entero mientras bajaba las escaleras. Su piel blanquecina arrugada estaba moteada con manchas marrones, su cabeza estaba más o menos cubierta con un indicio de pelo gris. Tenía noventa años como mínimo. Este tipo apenas podía dominar las escaleras, así que mucho menos, un imperio del crimen.

—Lo siento muchísimo, parece que he perdido mi invitación —le dijo el alcalde a H. Val le examinó más detenidamente. También parecía haber perdido el zapato izquierdo que combinaba con el derecho y su jersey estaba del revés. Ese día, su mayor crimen había sido vestirse.

—Lo siento, señor —dijo H, con discreción—. Simplemente, no puedo dejarle entrar sin una invitación.

—No pasa nada —dijo el Sr. Verdura, corriendo al rescate del alcalde—. Este es el Sr. Reeman. Él es quien va a oficiar nuestra ceremonia.

—Lo siento, Sr. Verdura —dijo H, con firmeza—. Su novia ha sido muy clara: sin invitación, no se entra. Solo estoy haciendo lo que ella…

Otro estruendo interrumpió este intercambio mientras el secador de pelo seguía el mismo destino que la cámara por la ventana de la suite nupcial.

—¡Solo he dicho que te iba a rematar el peinado! —insistió la voz del peluquero a través del espejo roto.

El Sr. Verdura volvió a mirar a H.

—¿Quieres ser tú quien le diga que la boda se cancela? —le dijo con calma—. Y yo no creo que este caballero represente una gran amenaza para la seguridad.

H miró inseguro al anciano alcalde, el cual se tiró un pedo como quien no quiere la cosa, acompañado de una sonrisa.

—Ahora, ¿dónde he puesto mis gafas? —dijo el hombre, dando palmaditas a su chaqueta buscando las gafas que tenía puestas en la cara.

—De acuerdo —dijo H, permitiendo pasar al alcalde para instalarse al frente de la sala, donde algunos invitados, que estaban muy ocupados o vivían muy lejos para asistir a la boda, estaban entrando por videoconferencia en unas pantallas enormes. Pero Val había investigado los motivos reales por los que no podían estar ahí. Estaba la tía Charity, que «vivía en las islas Hébridas Exteriores» (en realidad, estaba de infiltrada en Alaska) y el tío abuelo Balthazar, el cual estaba «en un crucero temático» (realmente estaba en un transbordador espacial orbitando la Tierra). Val saludó con la mano a su madrina, Honey B, que era la mejor amiga de su madre y dama de honor, y estaba «en una conferencia de ventas en Slough» (en realidad, era una agente activa de SPIDER, así que era demasiado arriesgado que estuviera allí).

—Estás preciosa, cariño —dijo Honey desde la gran pantalla, lanzándole un beso a Val.

—Gracias, tía Honey. Tú también —dijo Val, lanzándole otro de vuelta.

—¿En serio? —dijo el Sr. Verdura, mirando a su lado de la sala todavía vacío, aparentemente sin darse cuenta del gran caballero que estaba revisando un lanzamisiles detrás de él—. ¿Dónde están todos mis invitados?

—Estarán aquí pronto —lo tranquilizó la abuela, dándole un apretón amistoso. Mina había estado a cargo de las invitaciones de la boda, las cuales habían sido enviadas en código como medida extra de seguridad. Val había aprendido que su abuela era criptóloga, una experta en código, cuando trabajaba para SPIDER, así que era brillante creando y descifrando códigos. Había enviado invitaciones de boda codificadas, disfrazadas de mapas que decían: REUNÍOS EN ESTE CAMPO DE SUFFOLK CON UN GIRASOL EN LA CABEZA. Una semana más tarde, había enviado la clave para descifrar el código, la cual daba a los invitados el punto de recogida real para la boda.