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Años 80. El descarrilamiento del Intercity entre Madrid y Zaragoza provoca la muerte de seis pasajeros. Aunque uno de ellos, un hombre que parecía sufrir un brote psicótico, podría haber sido asesinado minutos antes del accidente. Daniel Luna, un revisor a punto de jubilarse, y Martín Villanueva, un policía condenado al ostracismo, tienen sospechas fundadas, porque poco antes de que el tren se saliera de la vía acudió a ellos acusando a sus compañeros de compartimento de haberlo envenenado. Águeda Luna es la hija mediana del revisor y acaba de de tomar posesión de su cargo como jueza en Valdemoro. Meticulosa y solícita, Águeda quiere resolver el colapso que provocó su predecesor, Sanchez Pintado, que permanece ingresado en un centro psiquiátrico, donde repite sin parar una serie de números, como un mantra. Los números coinciden con el expediente que, al parecer, trastornó al juez; pero ella se ha empeñado en llegar al fondo del asunto, aunque también comienza a comportarse de forma extraña… Sobre todo, cuando descubre que el caso está relacionado con el supuesto asesinato del Intercity. Mientras Daniel y Martín indagan sobre los pasajeros del compartimento tres del coche siete, Águeda inicia su propia investigación, al darse cuenta de que, efectivamente, la teoría de los seis grados de separación se ha puesto en marcha, y que los pasos se acortan.
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Título: Viaje a la locura
© José Manuel González, 2019
Este libro ha sido patrocinado por el Ayuntamiento de Tomelloso
Cubierta:
Diseño: Ediciones Versátil
© Shutterstock, de la fotografía de la cubierta
1.ª edición: septiembre 2019
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo:
© 2019: Ediciones Versátil S.L.
Av. Diagonal, 601 planta 8
08028 Barcelona
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Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia, sin autorización escrita del editor.
Un jurado presidido por Nazareth Rodrigo Ponce y compuesto por Eva Olaya Martín, Carlos Augusto Casas, Sonia García Soubriet y Sergio Vera Valencia, con Victoria Bolós Montero como secretaria, concedió por unanimidad a Viaje a la locura, de José Manuel González, el XXII Premio Francisco García Pavón de Narrativa Policiaca convocado por el Ayuntamiento de Tomelloso.
A Carmen, que viaja conmigo de la mano y me regala esas pizcas de cordura que me faltan.
¿Qué tendrán los trenes que provocan tantas ganas de matar?
La ficción criminal ha regado los raíles de tantos cadáveres, que en Japón constituye un subgénero, que en España podríamos bautizar como «express noir».
Y es que cómo olvidar Pacto de sangre, la obra maestra de James M. Cain en que se basó la bendita Perdición de Billy Wilder, con Chandler derrochando ingenio al guion.
U otro clásico adaptado por el padre de Marlowe, esta vez con Alfred Hitchcock, el bautizo de fuego de Patricia Highsmith: Extraños en un tren.
Aunque si existiera el premio «Locomotora de sangre» al crimen más popular, sin duda se lo llevaría el que quizás sea el misterio más conocido y tramposo de Agatha Christie: Asesinato en el Orient Express. El libro es también la novela de cabecera de uno de los protagonistas de Viaje a la locura: título con el que José Manuel González aporta un nuevo vagón y vuelta de tuerca al subgénero.
Madrid, 1980. Daniel Luna es un revisor a punto de jubilarse que, tras enviudar, ha consagrado su vida al trabajo,a la reina del crimen y a tres hijos que ya han volado del nido.
Pero su último y tranquilo trayecto al frente de la línea Madrid-Zaragoza se ve de pronto truncado por un enajenado que acusa a sus compañeros de compartimento de haberlo envenenado.
Aunque Daniel no le da ningún crédito, pone el tema en conocimiento de su amigo Martín Villanueva, un curtido agente de policía que, tras caer en desgracia por intentar hacer justicia a una prostituta, mira la vida pasar como vigilante ferroviario.
Pero contra todo pronóstico, el mal augurio se cumple y el desequilibrado convulsiona y muere.
Justo entonces, el convoy sufre un trágico accidente que se salda con varios fallecidos y decenas de heridos, por lo que pese a la insistencia de Villanueva, las autoridades deciden archivar el caso de Jacinto Méndez Pascual, nombre del presunto envenenado.
Y en un intento de ocupar su tiempo emulando a su admirado Poirot, Luna convence a Villanueva para tomar el que quizá sea el último tren de su vida e investigar a Méndez y a sus sospechosos compañeros de compartimento.
Entre tanto, Águeda, la única hija de Guzmán , una de las primeras juezas del país, se incorpora a su puesto, y descubre que su predecesor había perdido la cabeza tras obsesionarse con el voluminoso sumario de un tal Jacinto Méndez Pascual.
Así arranca una vigorosa novela que pese al guiño inicial a la tía Agahta, pronto deja atrás el enigma de salón y rancio abolengo para acercarse más a exitosas obras policíacas historico-costumbristas contemporáneas como la imprescindible trilogía de Los años oscuros de Rosa Ribas.
Un libro de estilo elegante y cuidado, engañosamente sencillo, que aspira y consigue mucho más que sumergirnos en una laberíntica y apasionante trama de engaños y falsas identidades donde nada ni nadie es lo que parece ni lo que dice ser, para transportarnos a otra época.
Porque es tal la cantidad, calidad y variedad de personajes que se pasean por las páginas de esta novela, que constituye un verdadero fresco del Madrid de La Movida y la España que quería ser moderna.
Por estos y otros motivos que no puedo desvelar si no quiero aparecer de cuerpo presente en el próximo AVE, esta obra ha resultado unánimemente elegida merecedora del XXII Premio Francisco García Pavón, uno de los más veteranos y prestigiosos de las letras criminales ibéricas, en un año tan señalado como el del centenario del nacimiento del creador de Plinio.
Pero mejor me callo, el tren está a punto de partir.
Siéntese y disfrute del viaje.
Próxima estación: el manicomio.
Sergio Vera Valencia
Director de la colección Off Versátil
Daniel Luna llegó a la estación de Chamartín con media hora de antelación. Se enfundó el uniforme y se permitió una breve visita a la cafetería, contraviniendo la rutina de treinta y cinco años de servicio.
—Un café americano —pidió.
Rosario, la camarera, se apresuró a servir la consumición. Conocía a Daniel desde hacía tiempo y sabía de sus costumbres inalterables. Intuía que había algo nuevo en la vida del revisor, de la misma forma que adivinaba los retrasos de los trenes por la longitud de las zancadas de los jefes de estación.
—¿Cómo usted por aquí? ¿A qué debemos tanto honor?
—Es bueno que vaya acostumbrándome a estar a este lado de la vía, Rosario. Pronto seré un pasajero más. Hoy es mi último viaje como revisor. Me jubilan. Los que mandan dicen que hay que reestructurar el personal y que los viejos sobramos.
Rosario sabía que últimamente había habido muchas jubilaciones anticipadas, pero el revisor no tenía aspecto de tener más de cincuenta y cinco años. No es que fuera un adonis, pero se conservaba bien. Siempre impecable con su uniforme reglamentario, como si se tratara de un almirante de la armada británica; con los zapatos brillantes de betún y la camisa sin una arruga. Se conocían desde hacía más de veinte años, de cuando ella servía en la cantina de empleados. No sabía por qué, pero siempre se había sentido atraída por él. Sobre todo cuando se enteró de que, tras enviudar, se hizo cargo él solo de tres niños pequeños. Sin embargo, nunca se le había insinuado abiertamente. Daniel seguía viudo; y Rosario, soltera.
—¿Sin azúcar, como siempre? —preguntó saliendo de su sorpresa.
—No, Rosario, hoy quiero dos terrones.
Daniel saboreó el café. Observó con disimulo a la pareja que tonteaba en la mesa más alejada de la barra. La joven reía entre dientes con timidez mientras que el hombre, unos veinte años mayor que ella, pugnaba por acariciarle los muslos por debajo de la falda. Al revisor, que siempre se había considerado a sí mismo un aventajado observador de la naturaleza humana, aquello le olió a aventura extraconyugal y prefirió mirar hacia otro lado.
Cuando solo faltaban cinco minutos para la salida del tren, Daniel ocupó su asiento en la cabina del maquinista.
—Próxima salida del tren expreso con destino a Zaragoza el Portillo, andén número cuatro —tronó la megafonía—. Última llamada a los pasajeros del tren expreso con destino a Zaragoza el Portillo…
Poco a poco, el tren comenzó a coger velocidad. La locomotora fue subiendo de revoluciones hasta llegar a su máxima potencia. El maquinista, con la mirada atenta a las señales luminosas que le daban vía libre, despidió Chamartín haciendo sonar el silbato de aire comprimido. Daniel continuó sentado unos minutos más, como si al hacerlo, pudiera retroceder en el tiempo y volver a tener treinta años.
No es que añorase esa época de miseria y privaciones, pero le hubiera gustado llegar a la jubilación junto a Elisa, su único amor, que lo había dejado demasiado pronto por culpa de la mala suerte y de la carencia de antibióticos en los hospitales públicos. Sus hijos crecieron, estudiaron, y se fueron alejando del nido. Estaban bien situados y cada vez visitaban menos a su padre. Arturo, el mayor, se licenció en Derecho y trabajaba como abogado especializado en Mercantil en un bufete con sede en la calle Serrano. Águeda, la mediana y la única chica, también había estudiado leyes y fue la última en dejar a su padre. Desde la temprana muerte de su madre, había asumido el papel de mujer de la casa aun siendo una niña. Se preocupaba de que sus hermanos comieran bien, de que Daniel llevara las camisas bien planchadas, de la compra, de la limpieza… Quizás por eso siempre pareció mayor de lo que era. Para Daniel era muy cómodo tenerla cerca. Había sido un tanto egoísta al permitir que Águeda asumiera responsabilidades que no le correspondían. De manera que él había podido volcarse en el trabajo y en la lectura de las novelas de su adorada Agatha Christie.
«De no ser por tu madre, te llamarías Ágata», le había dicho a la niña desde muy pequeña». Elisa, por supuesto, se había negado. De algún modo se sentía celosa. Siempre le decía a Daniel: «Pasas más tiempo con ella que conmigo». Y su marido le seguía la corriente y bromeaba diciéndole que sí, que estaba enamorado de la Christie. Entonces, Elisa fingía enfurruñarse y le escondía la novela que los separaba en aquellos momentos. ¡Cuánto echaba de menos a su mujer!
En esos instantes de nostalgia, Águeda se abrazaba a su padre hasta que él la besaba suavemente por encima de la diadema que solía llevar en la cabeza. Después, Daniel se retiraba a su habitación con una excusa cualquiera, pues no le gustaba que su hija lo viese llorar. Pasaba casi todo el tiempo libre en casa. Nunca salía con los amigos, a pesar de que estos insistían. Para Daniel, encerrarse en su cuarto con la Christie y sus crímenes era su forma de guardar el luto a Elisa.
Y por último estaba Baltasar.
El pequeño no llegó a conocer a su madre, pues ella murió en el parto. Padre e hijo nunca se habían llevado demasiado bien. Quizá fue por crecer sin el cariño materno o por madurar demasiado temprano, pero Baltasar carecía del apego que sentían sus dos hermanos por su padre. Quería a Daniel, sí, pero veía en él algo parecido al reproche, como si su padre no pudiera evitar responsabilizarlo de la muerte de su madre. Fue el primero que se fue de casa. Dejó los libros en bachillerato y empezó a trabajar en bares, primero como camarero, luego como encargado hasta que decidió probar suerte y ser su propio jefe. Abrió un local nocturno y le fueron bien las cosas. A ese primer establecimiento se le fueron sumando otros, siempre relacionados con el mundo del ocio nocturno, con lo que se fue afianzando en el negocio de la noche madrileña. Los años y la distancia habían apaciguado su carácter explosivo y empezaba a llevarse mejor con Daniel, aunque no se veían demasiado y, tal vez fuera gracias a ello.
Daniel dejó pasar unos kilómetros más hasta comenzar a cumplir con sus obligaciones. Saludó a Manuel, el camarero del coche-bar, con una leve inclinación de la cabeza y se dirigió con paso firme al primero de los vagones de segunda clase. Entró en el primer compartimento. Solo lo ocupaban dos pasajeros y ambos se dirigían a Guadalajara. Les pidió los billetes, los miró con atención y continuó su ronda. Memorizó sus caras, como hacía siempre con los viajeros que sacaban billete con destino a las primeras estaciones. No era raro que algunos quisieran escatimar unos duros pagando el viaje hasta la siguiente parada y, con la excusa de haberse despistado, se bajaban dos pueblos más allá. Pero Daniel era perro viejo y siempre los cazaba.
La puerta del baño estaba cerrada, así que llamó con suavidad pidiendo el tique. Una mano de mujer le alargó el trocito de papel sin abrir del todo la puerta. Daniel lo validó y esperó cinco minutos hasta que asomó otro pasajero, naturalmente sin ningún tique. Daniel cobró la multa sin alterarse y le extendió el justificante. Apenas medió palabra. Le bastó con una mirada escrutadora directa a los ojos. El tramposo nunca aguantaba la vergüenza de verse pillado.
En el siguiente coche, Daniel reconoció a los tortolitos del bar de la estación. Ocupaban asientos contiguos, pero trataban de disimular su relación. Ella miraba por la ventanilla. Tenía unos ojos tristes y, paradójicamente, una sonrisa encantadora. Parecía como si su mirada quisiera negar lo que decían sus mejillas, sonrosadas y lozanas, en contraste con su tez clara. Cada uno llevaba su billete y los dos se dirigían a Zaragoza. Junto a ellos, un joven estudiante procuraba que la pila de folios que sostenía sobre las piernas no se le cayese. El joven, buscó torpemente el billete en los bolsillos hasta que recordó que lo había utilizado como marcapáginas en otra montaña de apuntes que descansaba sobre el asiento contiguo. Al tratar de cogerlo, los folios que sostenía en el regazo se desparramaron por el suelo del vagón y se maldijo a sí mismo por no haberlos numerado. Daniel no pudo evitar curiosear sobre la materia de estudio del pasajero: «Los efectos de la digitalina sobre el cuerpo humano».
—¿Estudias Medicina?
—Farmacia. Estoy en quinto curso —contestó él, con orgullo.
Frente al aprendiz de boticario sesteaba un infante de Marina. Había estado toda la noche de guardia y viajaba de permiso de fin de semana. El petate, en el que las manchas pardas habían vencido al blanco primitivo, descansaba sobre el estante emparrillado y describía un viaje de ida y vuelta con cada curva de la vía. Daniel carraspeó para llamar su atención y el soldado se recincorporó para mostrarle su billete.
Antes de solicitárselo, el quinto pasajero ya exhibía el tique con impaciencia y altanería, como si quisiera demostrar que era alguien importante y merecía un trato privilegiado.
—Soy el alcalde de Ateca —anunció con una mueca de fastidio al verse relegado.
«Por mí como si es el obispo de Jaca», pensó Daniel. A pesar de que la joven democracia se estaba asentando en la sociedad española, todavía quedaba un regusto rancio en los se sabían con una parcela de poder, por muy pequeña que fuese. A Daniel le corroía las tripas.
—Coche número siete, compartimiento tres. Es correcto, pero está usted sentado en una plaza que no le corresponde —dijo Daniel, solo por reafirmar su autoridad.
El alcalde de Ateca agachó la cabeza y desplazó su anatomía hacia donde le había indicado el revisor. Lo hizo mascullando algo entre dientes que bien podía ser un insulto. Daniel prefirió ignorarlo. Observó que la velocidad del tren disminuía de forma constante. No se oían los frenos, pero era evidente que algo sucedía.
Atravesó los vagones hasta llegar a la locomotora. Allí, el maquinista, frenaba con suavidad el convoy.
—Me han avisado por radio. Hay desprendimientos a treinta kilómetros de Medinaceli.
—Siempre igual. El día que lleguemos puntuales, creeré que estamos en Suiza.
—No seas cafre, Daniel, que en todas las casas cuecen habas.
—Y en la mía, a toneladas —dijo Daniel completando el dicho mientras constataba cómo una enorme piedra obstaculizaba la vía—. Vamos a tener que hacer noche en Zaragoza.
Esperaron pacientemente durante dos horas. Finalmente, una excavadora pudo despejar la vía y el maquinista reinició el viaje poco a poco, hasta que le informaron por radio de que el peligro de desprendimiento había cesado.
Cuando Daniel continuó su ronda por los vagones, los pasajeros estaban inquietos y protestaban por el retraso, pero el revisor sabía que lo mejor era poner buena cara, aguantar el chaparrón y continuar con su trabajo.
El estridente pitido de la locomotora anunció al pasaje que todo volvía a la normalidad. El maquinista apuraba la potencia, el traqueteo hacía oscilar los equipajes, y los postes de luz que flanqueaban la vía pasaban a mayor velocidad ante los ojos de los viajeros.
Con varias horas de retraso, el expreso Madrid-Zaragoza llegó a la estación de Medinaceli. En ella esperaba un único pasajero, sin equipaje, cubierto con un enorme gabán que parecía salido de otro tiempo. En su mano derecha sostenía una lata de refresco.
Subió al vagón con cierta dificultad y esperó a que reiniciase su marcha para deambular como un grotesco tentetieso por los pasillos en busca de un asiento. A pesar de que el resto de los coches estaban prácticamente vacíos, atravesó el convoy hasta llegar al compartimiento tres del coche número siete.
Cuando el nuevo viajero ocupó el asiento libre junto al soldado, se hizo el silencio. No se quitó el gabán, pero se retiró el faldón para que la gruesa tela no se arrugase todavía más. Ni siquiera había saludado al entrar.
El soldado se fijó en la mano derecha del personaje. Se aferraba a la lata de refresco con tanta fuerza que estaba empezando a abollar la superficie. Con la mano libre, se desabotonó el abrigo y se acomodó en su plaza. Luego, apoyó sus pies en el asiento de enfrente sin importarle que pudiese molestar al estudiante, que lo miraba con reparo. Los zapatos no pegaban con el resto de su atuendo: muy relucientes, con suela de cuero y cordones, pero desatados y sin calcetines.
El estudiante no protestó por la falta de respeto del hombre del gabán y se limitó a arrimarse un poco más a la ventanilla.
Tanto mutismo estaba empezando a resultar molesto. Ninguno sabía dónde posar la vista. Solo el nuevo mantenía la suya fija en el portaequipajes.
El alcalde se levantó e introdujo la mano en uno de los bolsos que descansaban sobre su cabeza. Un brusco movimiento del tren hizo que perdiera el equilibrio y que acabara sentado sobre las piernas de la mujer. El viejo, azorado por su torpeza, permaneció más de lo necesario sobre la joven, o eso le pareció a ella.
—¡Por Dios, levántese! Me está aplastando —protestó molesta.
—Perdone, señorita. No he querido ofenderla —mantuvo el de Ateca, izándose como un resorte para liberarse del bochorno.
Fue tanto el impulso que le dio a sus piernas que golpeó el portaequipajes con la cabeza. La embestida derribó parte de los bultos. Como el bolso que manipulaba antes de la caída estaba semiabierto, se derramó parte de su contenido: un chorizo, medio queso, un pan de hogaza y una bota de vino.
Todos, excepto el recién llegado, se pusieron manos a la obra para recoger el desaguisado. El pobre alcalde estaba cada vez más sofocado, pero finalmente, tomó la palabra:
—Llevamos varias horas juntos y todavía no nos hemos presentado: soy don Damián Azara Padilla, alcalde de Ateca. —Mientras hablaba sacó una enorme navaja del bolsillo del chaleco, de esas con cachas de hueso, y, con el chorizo apoyado sobre la hogaza de pan, fue cortando lonchas generosas. Pinchadas en la punta de acero, las ofreció a sus compañeros de viaje. Conforme las iban tomando, fueron desgranando sus nombres:
—Agradecido, don Damián. Soy Alejandro Longás. Como he dicho antes al revisor, estudio Farmacia en Madrid.
—¡Cojonudo el chorizo, señor alcalde! —aprobó el soldado, llevándose el embutido a la boca—. Cabo primero especialista, Gregorio Molins.
El soldado no se conformó con una porción y pidió otra. Como el infante de Marina seguía hambriento, cortó una tajada de queso a la que añadió un buen trozo de pan. El cabo festejó la generosidad del de Ateca con un saludo marcial.
Le tocó el turno a la única mujer. En un primer momento, declinó el ofrecimiento con un suave ademán, pero Damián insistió:
—¿Aún me guarda rencor? Lo de antes ha sido un accidente.
—Quédese tranquilo, está olvidado. Si grité fue por el susto. Tomaré un poco de queso, si insiste.
—Insisto, y ¿cómo es su gracia?
—Encarna Muniesa, para servirle.
A continuación, le tocó el turno al galán maduro. Estaba claramente molesto por el episodio anterior y eso se reflejaba en su rostro. Hubiera querido partirle la cara al viejo por atreverse a tocar a Encarna, pero no quería ponerse en evidencia ante unos desconocidos.
—Alberto Tornos —se presentó alargando, con un gesto mecanizado, una hermosa tarjeta de visita—. Representante en España de Mercedes Benz.
Solo faltaba por hablar el del gabán gris. Don Damián le ofreció una porción de embutido. Sin soltar la lata de refresco, el extraño no la rechazó. La engulló con cara de asco y empezó a masticar con la boca abierta. Al poco, de sus labios descoloridos, empezó a brotar un hilo de saliva que pronto descolgó por la barbilla, añadiendo una mancha roja a la gabardina.
—¿No nos va a decir su nombre?
—No hace falta, mañana sabrán de mí.
La enigmática y descortés respuesta no amilanó a don Damián que siguió repartiendo comida entre los pasajeros. La conversación se animó y el alcalde hizo circular la bota de vino. Encarna rió divertida cuando el estudiante se manchó la camisa. Ella se excusó cuando le tocó su turno diciendo:
—Yo solo sé beber a morro.
—Hágalo como quiera. Con una boca como la suya, el vino no se contamina.
Alberto Tornos se molestó por el torpe galanteo del viejo y frunció los labios. Don Damián captó su malestar, así que Tornos suavizó el rictus y bebió también, reconociendo el regusto a la pez que impermeabiliza el cuero y el sabor áspero de los taninos de la garnacha.
—Buen vino, don Damián —dijo tras apurar un generoso trago.
—Lo hago yo mismo. Tengo viñedos y me gusta pensar que este caldo es mi mejor obra. Si alguna vez pasa por Ateca no dude en visitarme y le regalaré un barral de mi mejor añada.
—¿Un barral?
—Una garrafa, como dicen ustedes los de Madrid. Yo no viajo nunca sin mi vino. No es que no me guste lo que sirven en la capital, pero ya soy viejo y tengo mis manías —dijo don Damián.
El del gabán seguía aferrado a su refresco. La bota pasaba ante sus narices y él no se dignaba siquiera a acercársela al próximo.
—¿No le va el vino, caballero? —le preguntó don Damián.
—Solo bebo de lo mío. —Y abrió, por fin, la lata.
Las sacudidas del tren habían agitado el contenido, y un surtidor de espumoso líquido color chocolate se proyectó hacia el estudiante y manchó sus preciados apuntes.
Alejandro esbozó una mueca de enfado, pero el causante del desaguisado lo fulminó con la mirada. Ni siquiera se disculpó; se limitó a sorber ruidosamente la bebida con avaricia, de manera que parte del pegajoso líquido le resbalaba por la barbilla. Cuando dejó de chorrear, se limpió la cara con el dorso de la mano. Luego, colocó la lata sobre el estante portaequipajes y salió del compartimiento agitando tras de sí los faldones de su gabán.
—Vaya tipo más extraño —dijo el soldado.
—Y maleducado. Miren cómo ha puesto todo y ni siquiera se ha disculpado.
—No pensemos mal, señorita. Seguramente ha ido al retrete a por papel para secar el suelo.
—No lo creo, don Damián. No parece de los que se preocupan por la limpieza de los sitios públicos —opinó Encarna.
La lata oscilaba peligrosamente sobre la cabeza de Alejandro. Con las sacudidas del tren, el exiguo equilibrio del recipiente hacía presagiar un nuevo derramamiento. El estudiante sacó una pequeña bolsa de plástico de su equipaje. Con cierto asco, introdujo la lata en la bolsa, e hizo un nudo.
—Si cae, no me volverá a salpicar —dijo.
Poco después, el misterioso pasajero volvió a irrumpir en el compartimento, pisó el charco pegajoso del suelo y su mano se dirigió directa a la lata. Abrió la bolsa que la protegía, volvió a beber haciendo ostentación de sus malos modos y salió sin decir ni pío, dejando el suelo lleno de pisadas y la lata en el mismo sitio.
—El tío está como una chota —dijo Molins.
Los pasajeros no sabían qué hacer con la dichosa lata, se la fueron pasando unos a otros tratando de encontrar un sitio más estable, y la acabaron dejando en el asiento de su dueño.
Pasaron unos minutos y el tipo seguía fuera. Los viajeros del compartimento número tres se relajaron por un momento.
—Parece que nos hemos librado del loco —comentó Alberto Tormos—. Espero que se haya olvidado de nosotros.
El estudiante dormitaba, el rústico alcalde seguía engullendo y el soldado escuchaba música de su walkman. Encarna, que empezaba a echar de menos el contacto físico con Alberto le pidió fuego y salieron juntos del vagón para fumarse un cigarrillo.
Los dos juntos, huyendo de las miradas de sus vecinos, se dirigieron hacia el coche-bar. Él la sujetaba por la cintura y ella se estremecía con la caricia. Se besaron con pasión en la plataforma entre dos vagones y, tras recomponerse la ropa, desaparecieron rumbo a la cafetería.
Por el camino se cruzaron con Daniel que seguía validando billetes. El revisor los saludó tocándose levemente la visera de la gorra y continuó su camino. En ese momento salía del retrete el señor del gabán. Daniel sabía que había subido en la última estación y le pidió el tique. Había pagado viaje hasta Calatayud y así lo anotó en su memoria. El rostro taciturno del viajero no se inmutó ante el revisor, que se limitó a seguir su camino.
El extraño viajero volvió a entrar en el compartimento número tres. Tenía los ojos enrojecidos, muy abiertos, y no paraba de hacer ruidos con la boca. Parecía como si un caramelo se le hubiera pegado al velo del paladar.
—Tengo la boca seca —dijo en voz alta. Se extrañó al ver la lata en su asiento, pero aun así le dio un trago largo.
—No me habréis puesto algo dentro, ¿verdad?
—¿Por quién nos toma, caballero? Somos gente de orden —se indignó el alcalde de Ateca.
El hombre del gabán empezó a actuar como un perturbado. Sus ojos, cada vez más vidriosos y amenazantes se iban posando, uno a uno, en los ocupantes del compartimento, como si quisiera fijar sus caras en la memoria.
Nadie decía una palabra. El soldado sostenía el walkman y, simulando buscar una canción, accionaba el botón de avance rápido y el de rebobinado alternativamente. Don Damián recogió su almuerzo en la bolsa y le dio un trago a la bota antes de guardarla también. Alejandro se refugió en los papeles. Todos estaban nerviosos, se sentían intimidados, pero a él era al que más se le notaba.
—Los tienes al revés —dijo el extraño pasajero.
El pobre estudiante recompuso los apuntes y, con la cara roja, esbozó una estúpida explicación. El del gabán volvió a dejar la lata en el portaquipajes y salió arrastrando la pierna derecha, pero enseguida volvió a entrar y regresó a su asiento. Se dejó caer ruidosamente sobre el asiento de escay y desmadejó su figura, como si los músculos se le hubieran quedado laxos, incapaces de sostenerle los huesos.
—Me estáis envenenando. Lo sé. No penséis que no me doy cuenta.
—No diga tonterías. Aquí nadie le quiere mal —intentó apaciguar don Damián.
—¿Ah, no? ¿Y qué opina de esto? —El desconocido se introdujo el índice y el pulgar en la boca y se extrajo un hilo de baba blanquecino que mostró a los presentes.
La saliva había adquirido una consistencia gelatinosa y se le pegaba a los dedos como si fuera chicle. Don Damián no podía dejar de mirar y Alejandro buscaba la manera más honrosa de abandonar el compartimento. El cabo primero, por su parte, hacía como si no le importara nada lo que sucedía y escuchaba música con los ojos entornados, ajeno a los desvaríos de aquel hombre.
—¿Qué me habéis puesto en el refresco?
—Nada, solo lo hemos cogido para cambiarlo de sitio y que no se cayera. Mire cómo se me han manchado los folios…
El perturbado ni siquiera miró a Alejandro. Sus ojos, ahora, se posaron en el simulado duermevela del soldado.
—¿Y tú no tienes nada que decir?
—A mí déjeme en paz, viejo. Yo solo quiero dormir y ya me estoy empezando a hartar de que nos toque los huevos con sus chifladuras.
—No perdamos los nervios —propuso conciliador don Damián, viendo que la situación se estaba poniendo tensa—. Seguramente será algo que ha comido y le ha sentado mal.
—¿Su asqueroso chorizo?
—Todos lo hemos probado y estamos perfectamente —intervino el estudiante.
—Esto hay que aclararlo ahora mismo. Voy a por el revisor. Que nadie se mueva del asiento. —El extraño introdujo la lata en la bolsa de plástico que había utilizado Alejandro y salió golpeando con el hombro derecho el marco de la puerta corredera.
Haciendo caso omiso, el cabo salió en la dirección opuesta al trastornado, de manera que Alejandro y don Damián se quedaron solos en el compartimento. Este último no sabía dónde poner las manos: se mesaba la barba, se quitaba y ponía la boina… De cuando en cuando miraba el reloj de bolsillo y, con disimulo, comprobaba que la navaja seguía en el chaleco.
El estudiante de Farmacia, por su parte, había dejado de leer sus apuntes.
—Puede que tenga un trastorno bipolar.
—¿Cómo dices, hijo?
—Un brote psicótico. Una alucinación. Seguramente cree de verdad que lo estamos matando. Lo mejor sería largarnos de aquí ahora mismo.
—Si vuelve con el revisor y no estamos creerán que es cierto que lo hemos envenenado. Tú de aquí no te mueves.
Don Damián se apostó delante de la puerta corredera. Por nada del mundo se iba a quedar solo.
—No tenemos nada que temer. Seguro que el revisor llama al policía —le dijo al joven.
—¿A qué policía?
—En todos los trenes viaja un agente de paisano. Acostumbra a ser el mismo todos los viernes, ¡hasta me saluda cuando nos cruzamos por el pasillo! Yo viajo mucho a Madrid. Como mínimo una vez por semana. Es lo malo de ser tan viejo y tener familia en la capital. Si quiero verlos, tengo que coger el tren. Ellos nunca vienen a Ateca, ni siquiera por las fiestas.
—¿Y qué cree usted que nos harán?
—¿Qué nos van a hacer? No tenemos nada que temer. Le seguirán la corriente al pobre hombre. Nos pedirán el DNI y harán como que toman en serio la denuncia. Después, cada uno bajaremos en nuestra estación y santas pascuas.
—No lo veo yo tan fácil, señor alcalde.
En ese momento, la pareja regresó, y esta vez parecía que no les importaba que los viesen juntos. Encarna, ante los rostros preocupados de Alejandro y don Damián preguntó:
—¿Sucede algo?
—El de la lata, que se ha vuelto más loco si cabe —replicó Alejandro—. Dice que lo hemos envenenado y ha ido a denunciarnos al revisor.
—¿Cómo que a denunciarnos? —se sobresaltó Tornos.
—Eso ha dicho, y parecía convencido de nuestra culpabilidad. Pero tranquilo, el revisor y el agente de policía lo aclararán todo.
Fue oír la palabra «policía» y a Encarna le cambió el color de la cara.
—¿Está usted bien, señorita? ¿No la habremos asustado?
—Descuide don Damián… ¡los que me aterran son los chiflados!
En realidad, lo que temía Encarna era verse descubierta. Tanto ella como Alberto habían mentido sobre el verdadero propósito de su viaje a Madrid. Aunque, bien mirado, peor lo tenía él, con una esposa y dos hijas a quienes dar explicaciones además de su suegro, a quien debía su privilegiado puesto en la firma automovilística alemana y de quien dependía económicamente. ¡Hasta el piso de la calle Preciados era del padre de su mujer! «A la próxima te vas de patitas a la calle», le había dicho en un anterior desliz. «Si te vuelvo a pillar poniéndole los cuernos a mi hija no volverás a pisar Madrid y me ocuparé de hacerte la vida imposible». Desde luego, don Marcial, que así se llamaba el suegro, no era de los que amenazaban en falso, y Alberto Tornos lo sabía muy bien.
—Aquí están los culpables —gruñó a media lengua el demente, irrumpiendo en el compartimiento seguido por Daniel.
—Tranquilícese, ya verá como no es nada.
—¿Usted tampoco me cree? ¿No estará también en el ajo?
—Este señor asegura que ustedes le han puesto algo en el refresco y que lo han envenenado —dijo Daniel, ignorando la acusación.
—Ya le hemos dicho a él que está equivocado. Seguramente habrá tomado algo antes que le ha sentado mal —intervino don Damián—. Lo mejor sería que lo viera un médico.
Alberto dirigió su mirada al revisor y, aprovechando que el del gabán tenía los ojos fijos en el suelo, se señaló la sien haciendo el típico gesto de la locura. Daniel asintió sin palabras y todos entendieron que quería que le siguieran la corriente.
—Un agente de paisano les tomará declaración, no salgan del compartimento.
Las noticias del revisor parecieron tranquilizar al extraño pasajero. Sin decir palabra, volvió a abandonarlos rumbo al retrete.
Encarna se dirigió a Daniel. Estaba muy nerviosa.
—¿No creerá lo que dice ese hombre?
—Tranquilícese, señorita, solo cumplo con mi deber. Ya habrá tiempo para aclarar este asunto. Por favor, no le lleven la contraria si vuelve a acusarles. Limítense a conservar la calma.
En el compartimento se hizo un silencio molesto, roto solo con las toses nerviosas de don Damián, que no sabía qué hacer para mantener los pies quietos.
El tren circulaba a buen ritmo. Si seguían a esa velocidad quizá podrían recuperar el retraso. «Con suerte, no habrá que hacer noche en Zaragoza», pensó el revisor.
Martín Villanueva era un policía al que, por su hoja de servicios y sus años en el cuerpo, no le correspondía una función tan insignificante como la que desempeñaba. Nunca había dicho nada al respecto, pero Daniel sospechaba que algo gordo tuvo que suceder para que lo destinasen a la vigilancia ferroviaria. A pesar de todo, Martín disfrutaba con su trabajo. Siempre le había gustado viajar y la línea Madrid-Zaragoza le resultaba muy cómoda porque se aseguraba dormir todos los días en casa y no tenia que aguantar la mala leche de su comisario. La mayoría de sus funciones en el tren consistían en ayudar al revisor cuando algún pasajero se negaba a pagar, solucionar alguna pelea entre los soldados que regresaban a sus pueblos de permiso de fin de semana o apaciguar a algún que otro borracho alborotador. Pero la mayoría de los viajes eran muy tranquilos.
Vestido de paisano, Martín perdía el aplomo que le confería su uniforme gris. Su naturaleza fibrosa, su estatura media y la estrechez de hombros daban a su aspecto un toque desvalido. Si a eso le sumamos que solía usar trajes muy gastados cuando prestaba servicio en los viajes de media distancia, no era extraño que lo confundieran con un comercial, de esos que trabajan a comisión.
Pero cuando entraba en acción todo cambiaba. Actuaba con una agilidad impropia de su edad, echando mano de las habilidades adquiridas en tantos años en la calle, buscaba siempre el punto débil de su oponente. «Todos tenemos un talón de Aquiles. Lo difícil es encontrarlo, pero lo tenemos», le decía a Daniel en las tardes de aburrida paz. «El tipo grande suele fiarse de su envergadura y desprotege la guardia, el bravucón confía en asustar a su víctima con sus insultos y su lengua afilada; y en ese caso, no hay nada mejor que una patada directa en los huevos: seguro que cambia las palabras por resoplidos».
El último día de trabajo como revisor de Daniel, Martín vestía uno de sus trajes gastados, una corbata estampada y sus zapatos negros de cordones. Apenas se había afilado un poco el bigote. El revisor lo encontró junto a una pareja de ancianos que discutían sobre cuántas paradas quedaban para llegar a Calatayud.
—Martín, te necesito. Hay follón en el coche número siete.
—Siempre a tus órdenes.
—Uno de los pasajeros del compartimento tres ha presentado una denuncia verbal. Afirma que sus compañeros de viaje lo están envenenando.
—¿Como que envenenando?
—Eso dice. Parece que está un poco majareta, pero ya sabes que no podemos negarnos a intervenir.
—¿Y qué hay de los presuntos envenenadores?