Viaje a la locura - José Manuel González - E-Book

Viaje a la locura E-Book

José Manuel González

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Beschreibung

Años 80. El descarrilamiento del Intercity entre Madrid y Zaragoza provoca la muerte de seis pasajeros. Aunque uno de ellos, un hombre que parecía sufrir un brote psicótico, podría haber sido asesinado minutos antes del accidente. Daniel Luna, un revisor a punto de jubilarse, y Martín Villanueva, un policía condenado al ostracismo, tienen sospechas fundadas, porque poco antes de que el tren se saliera de la vía acudió a ellos acusando a sus compañeros de compartimento de haberlo envenenado. Águeda Luna es la hija mediana del revisor y acaba de de tomar posesión de su cargo como jueza en Valdemoro. Meticulosa y solícita, Águeda quiere resolver el colapso que provocó su predecesor, Sanchez Pintado, que permanece ingresado en un centro psiquiátrico, donde repite sin parar una serie de números, como un mantra. Los números coinciden con el expediente que, al parecer, trastornó al juez; pero ella se ha empeñado en llegar al fondo del asunto, aunque también comienza a comportarse de forma extraña… Sobre todo, cuando descubre que el caso está relacionado con el supuesto asesinato del Intercity. Mientras Daniel y Martín indagan sobre los pasajeros del compartimento tres del coche siete, Águeda inicia su propia investigación, al darse cuenta de que, efectivamente, la teoría de los seis grados de separación se ha puesto en marcha, y que los pasos se acortan.

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Tí­tu­lo: Via­je a la lo­cu­ra

© José Ma­nuel Gon­zá­lez, 2019

Este li­bro ha sido pa­tro­ci­na­do por el Ayun­ta­mien­to de To­me­llo­so

Cu­bier­ta:

Di­se­ño: Edi­cio­nes Ver­sá­til

© Shut­ters­tock, de la fo­to­gra­fía de la cu­bier­ta

1.ª edi­ción: sep­tiem­bre 2019

De­re­chos ex­clu­si­vos de edi­ción en es­pa­ñol re­ser­va­dos para todo el mun­do:

© 2019: Edi­cio­nes Ver­sá­til S.L.

Av. Dia­go­nal, 601 plan­ta 8

08028 Bar­ce­lo­na

www.ed-ver­sa­til.com

Nin­gu­na par­te de esta pu­bli­ca­ción, in­clui­do el di­se­ño de la cu­bier­ta, pue­de ser re­pro­du­ci­da, al­ma­ce­na­da o trans­mi­ti­da en ma­ne­ra al­gu­na ni por nin­gún me­dio, ya sea elec­tró­ni­co, quí­mi­co, me­cá­ni­co, óp­ti­co, de gra­ba­ción o fo­to­co­pia, sin au­to­ri­za­ción es­cri­ta del edi­tor.

Un ju­ra­do pre­si­di­do por Na­za­reth Ro­dri­go Pon­ce y com­pues­to por Eva Ola­ya Mar­tín, Car­los Au­gus­to Ca­sas, So­nia Gar­cía Sou­briet y Ser­gio Vera Va­len­cia, con Vic­to­ria Bo­lós Mon­te­ro como se­cre­ta­ria, con­ce­dió por una­ni­mi­dad a Via­je a la lo­cu­ra, de José Ma­nuel Gon­zá­lez, el XXII Pre­mio Fran­cis­co Gar­cía Pa­vón de Na­rra­ti­va Po­li­cia­ca con­vo­ca­do por el Ayun­ta­mien­to de To­me­llo­so.

A Car­men, que via­ja con­mi­go de la mano y me re­ga­la esas piz­cas de cor­du­ra que me fal­tan.

Prólogo: Ex­press noir

¿Qué ten­drán los tre­nes que pro­vo­can tan­tas ga­nas de ma­tar?

La fic­ción cri­mi­nal ha re­ga­do los raí­les de tan­tos ca­dá­ve­res, que en Ja­pón cons­ti­tu­ye un sub­gé­ne­ro, que en Es­pa­ña po­dría­mos bau­ti­zar como «ex­press noir».

Y es que cómo ol­vi­dar Pac­to de san­gre, la obra maes­tra de Ja­mes M. Cain en que se basó la ben­di­ta Per­di­ción de Billy Wil­der, con Chand­ler de­rro­chan­do in­ge­nio al guion.

U otro clá­si­co adap­ta­do por el pa­dre de Mar­lo­we, esta vez con Al­fred Hitch­cock, el bau­ti­zo de fue­go de Pa­tri­cia Highs­mith: Ex­tra­ños en un tren.

Aun­que si exis­tie­ra el pre­mio «Lo­co­mo­to­ra de san­gre» al cri­men más po­pu­lar, sin duda se lo lle­va­ría el que qui­zás sea el mis­te­rio más co­no­ci­do y tram­po­so de Agat­ha Chris­tie: Ase­si­na­to en el Orient Ex­press. El li­bro es tam­bién la no­ve­la de ca­be­ce­ra de uno de los pro­ta­go­nis­tas de Via­je a la lo­cu­ra: tí­tu­lo con el que José Ma­nuel Gon­zá­lez apor­ta un nue­vo va­gón y vuel­ta de tuer­ca al sub­gé­ne­ro.

Ma­drid, 1980. Da­niel Luna es un re­vi­sor a pun­to de ju­bi­lar­se que, tras en­viu­dar, ha con­sa­gra­do su vida al tra­ba­jo,a la rei­na del cri­men y a tres hi­jos que ya han vo­la­do del nido.

Pero su úl­ti­mo y tran­qui­lo tra­yec­to al fren­te de la lí­nea Ma­drid-Za­ra­go­za se ve de pron­to trun­ca­do por un enaje­na­do que acu­sa a sus com­pa­ñe­ros de com­par­ti­men­to de ha­ber­lo en­ve­ne­na­do.

Aun­que Da­niel no le da nin­gún cré­di­to, pone el tema en co­no­ci­mien­to de su ami­go Mar­tín Vi­lla­nue­va, un cur­ti­do agen­te de po­li­cía que, tras caer en des­gra­cia por in­ten­tar ha­cer jus­ti­cia a una pros­ti­tu­ta, mira la vida pa­sar como vi­gi­lan­te fe­rro­via­rio.

Pero con­tra todo pro­nós­ti­co, el mal au­gu­rio se cum­ple y el des­equi­li­bra­do con­vul­sio­na y mue­re.

Jus­to en­ton­ces, el con­voy su­fre un trá­gi­co ac­ci­den­te que se sal­da con va­rios fa­lle­ci­dos y de­ce­nas de he­ri­dos, por lo que pese a la in­sis­ten­cia de Vi­lla­nue­va, las au­to­ri­da­des de­ci­den ar­chi­var el caso de Ja­cin­to Mén­dez Pas­cual, nom­bre del pre­sun­to en­ve­ne­na­do.

Y en un in­ten­to de ocu­par su tiem­po emu­lan­do a su ad­mi­ra­do Poi­rot, Luna con­ven­ce a Vi­lla­nue­va para to­mar el que qui­zá sea el úl­ti­mo tren de su vida e in­ves­ti­gar a Mén­dez y a sus sos­pe­cho­sos com­pa­ñe­ros de com­par­ti­men­to.

En­tre tan­to, Águe­da, la úni­ca hija de Guz­mán , una de las pri­me­ras jue­zas del país, se in­cor­po­ra a su pues­to, y des­cu­bre que su pre­de­ce­sor ha­bía per­di­do la ca­be­za tras ob­se­sio­nar­se con el vo­lu­mi­no­so su­ma­rio de un tal Ja­cin­to Mén­dez Pas­cual.

Así arran­ca una vi­go­ro­sa no­ve­la que pese al gui­ño ini­cial a la tía Agah­ta, pron­to deja atrás el enig­ma de sa­lón y ran­cio abo­len­go para acer­car­se más a exi­to­sas obras po­li­cía­cas his­to­ri­co-cos­tum­bris­tas con­tem­po­rá­neas como la im­pres­cin­di­ble tri­lo­gía de Los años os­cu­ros de Rosa Ri­bas.

Un li­bro de es­ti­lo ele­gan­te y cui­da­do, en­ga­ño­sa­men­te sen­ci­llo, que as­pi­ra y con­si­gue mu­cho más que su­mer­gir­nos en una la­be­rín­ti­ca y apa­sio­nan­te tra­ma de en­ga­ños y fal­sas iden­ti­da­des don­de nada ni na­die es lo que pa­re­ce ni lo que dice ser, para trans­por­tar­nos a otra épo­ca.

Por­que es tal la can­ti­dad, ca­li­dad y va­rie­dad de per­so­na­jes que se pa­sean por las pá­gi­nas de esta no­ve­la, que cons­ti­tu­ye un ver­da­de­ro fres­co del Ma­drid de La Mo­vi­da y la Es­pa­ña que que­ría ser mo­der­na.

Por es­tos y otros mo­ti­vos que no pue­do des­ve­lar si no quie­ro apa­re­cer de cuer­po pre­sen­te en el pró­xi­mo AVE, esta obra ha re­sul­ta­do uná­ni­me­men­te ele­gi­da me­re­ce­do­ra del XXII Pre­mio Fran­cis­co Gar­cía Pa­vón, uno de los más ve­te­ra­nos y pres­ti­gio­sos de las le­tras cri­mi­na­les ibé­ri­cas, en un año tan se­ña­la­do como el del cen­te­na­rio del na­ci­mien­to del crea­dor de Pli­nio.

Pero me­jor me ca­llo, el tren está a pun­to de par­tir.

Sién­te­se y dis­fru­te del via­je.

Pró­xi­ma es­ta­ción: el ma­ni­co­mio.

Ser­gio Vera Va­len­cia

Di­rec­tor de la co­lec­ción Off Ver­sá­til

1

Da­niel Luna lle­gó a la es­ta­ción de Cha­mar­tín con me­dia hora de an­te­la­ción. Se en­fun­dó el uni­for­me y se per­mi­tió una bre­ve vi­si­ta a la ca­fe­te­ría, con­tra­vi­nien­do la ru­ti­na de trein­ta y cin­co años de ser­vi­cio.

—Un café ame­ri­cano —pi­dió.

Ro­sa­rio, la ca­ma­re­ra, se apre­su­ró a ser­vir la con­su­mi­ción. Co­no­cía a Da­niel des­de ha­cía tiem­po y sa­bía de sus cos­tum­bres inal­te­ra­bles. In­tuía que ha­bía algo nue­vo en la vida del re­vi­sor, de la mis­ma for­ma que adi­vi­na­ba los re­tra­sos de los tre­nes por la lon­gi­tud de las zan­ca­das de los je­fes de es­ta­ción.

—¿Cómo us­ted por aquí? ¿A qué de­be­mos tan­to ho­nor?

—Es bueno que vaya acos­tum­brán­do­me a es­tar a este lado de la vía, Ro­sa­rio. Pron­to seré un pa­sa­je­ro más. Hoy es mi úl­ti­mo via­je como re­vi­sor. Me ju­bi­lan. Los que man­dan di­cen que hay que re­es­truc­tu­rar el per­so­nal y que los vie­jos so­bra­mos.

Ro­sa­rio sa­bía que úl­ti­ma­men­te ha­bía ha­bi­do mu­chas ju­bi­la­cio­nes an­ti­ci­pa­das, pero el re­vi­sor no te­nía as­pec­to de te­ner más de cin­cuen­ta y cin­co años. No es que fue­ra un ado­nis, pero se con­ser­va­ba bien. Siem­pre im­pe­ca­ble con su uni­for­me re­gla­men­ta­rio, como si se tra­ta­ra de un al­mi­ran­te de la ar­ma­da bri­tá­ni­ca; con los za­pa­tos bri­llan­tes de be­tún y la ca­mi­sa sin una arru­ga. Se co­no­cían des­de ha­cía más de vein­te años, de cuan­do ella ser­vía en la can­ti­na de em­plea­dos. No sa­bía por qué, pero siem­pre se ha­bía sen­ti­do atraí­da por él. So­bre todo cuan­do se en­te­ró de que, tras en­viu­dar, se hizo car­go él solo de tres ni­ños pe­que­ños. Sin em­bar­go, nun­ca se le ha­bía in­si­nua­do abier­ta­men­te. Da­niel se­guía viu­do; y Ro­sa­rio, sol­te­ra.

—¿Sin azú­car, como siem­pre? —pre­gun­tó sa­lien­do de su sor­pre­sa.

—No, Ro­sa­rio, hoy quie­ro dos te­rro­nes.

Da­niel sa­bo­reó el café. Ob­ser­vó con di­si­mu­lo a la pa­re­ja que ton­tea­ba en la mesa más ale­ja­da de la ba­rra. La jo­ven reía en­tre dien­tes con ti­mi­dez mien­tras que el hom­bre, unos vein­te años ma­yor que ella, pug­na­ba por aca­ri­ciar­le los mus­los por de­ba­jo de la fal­da. Al re­vi­sor, que siem­pre se ha­bía con­si­de­ra­do a sí mis­mo un aven­ta­ja­do ob­ser­va­dor de la na­tu­ra­le­za hu­ma­na, aque­llo le olió a aven­tu­ra ex­tra­con­yu­gal y pre­fi­rió mi­rar ha­cia otro lado.

Cuan­do solo fal­ta­ban cin­co mi­nu­tos para la sa­li­da del tren, Da­niel ocu­pó su asien­to en la ca­bi­na del ma­qui­nis­ta.

—Pró­xi­ma sa­li­da del tren ex­pre­so con des­tino a Za­ra­go­za el Por­ti­llo, an­dén nú­me­ro cua­tro —tro­nó la me­ga­fo­nía—. Úl­ti­ma lla­ma­da a los pa­sa­je­ros del tren ex­pre­so con des­tino a Za­ra­go­za el Por­ti­llo…

Poco a poco, el tren co­men­zó a co­ger ve­lo­ci­dad. La lo­co­mo­to­ra fue su­bien­do de re­vo­lu­cio­nes has­ta lle­gar a su má­xi­ma po­ten­cia. El ma­qui­nis­ta, con la mi­ra­da aten­ta a las se­ña­les lu­mi­no­sas que le da­ban vía li­bre, des­pi­dió Cha­mar­tín ha­cien­do so­nar el sil­ba­to de aire com­pri­mi­do. Da­niel con­ti­nuó sen­ta­do unos mi­nu­tos más, como si al ha­cer­lo, pu­die­ra re­tro­ce­der en el tiem­po y vol­ver a te­ner trein­ta años.

No es que año­ra­se esa épo­ca de mi­se­ria y pri­va­cio­nes, pero le hu­bie­ra gus­ta­do lle­gar a la ju­bi­la­ción jun­to a Eli­sa, su úni­co amor, que lo ha­bía de­ja­do de­ma­sia­do pron­to por cul­pa de la mala suer­te y de la ca­ren­cia de an­ti­bió­ti­cos en los hos­pi­ta­les pú­bli­cos. Sus hi­jos cre­cie­ron, es­tu­dia­ron, y se fue­ron ale­jan­do del nido. Es­ta­ban bien si­tua­dos y cada vez vi­si­ta­ban me­nos a su pa­dre. Ar­tu­ro, el ma­yor, se li­cen­ció en De­re­cho y tra­ba­ja­ba como abo­ga­do es­pe­cia­li­za­do en Mer­can­til en un bu­fe­te con sede en la ca­lle Se­rrano. Águe­da, la me­dia­na y la úni­ca chi­ca, tam­bién ha­bía es­tu­dia­do le­yes y fue la úl­ti­ma en de­jar a su pa­dre. Des­de la tem­pra­na muer­te de su ma­dre, ha­bía asu­mi­do el pa­pel de mu­jer de la casa aun sien­do una niña. Se preo­cu­pa­ba de que sus her­ma­nos co­mie­ran bien, de que Da­niel lle­va­ra las ca­mi­sas bien plan­cha­das, de la com­pra, de la lim­pie­za… Qui­zás por eso siem­pre pa­re­ció ma­yor de lo que era. Para Da­niel era muy có­mo­do te­ner­la cer­ca. Ha­bía sido un tan­to egoís­ta al per­mi­tir que Águe­da asu­mie­ra res­pon­sa­bi­li­da­des que no le co­rres­pon­dían. De ma­ne­ra que él ha­bía po­di­do vol­car­se en el tra­ba­jo y en la lec­tu­ra de las no­ve­las de su ado­ra­da Agat­ha Chris­tie.

«De no ser por tu ma­dre, te lla­ma­rías Ága­ta», le ha­bía di­cho a la niña des­de muy pe­que­ña». Eli­sa, por su­pues­to, se ha­bía ne­ga­do. De al­gún modo se sen­tía ce­lo­sa. Siem­pre le de­cía a Da­niel: «Pa­sas más tiem­po con ella que con­mi­go». Y su ma­ri­do le se­guía la co­rrien­te y bro­mea­ba di­cién­do­le que sí, que es­ta­ba enamo­ra­do de la Chris­tie. En­ton­ces, Eli­sa fin­gía en­fu­rru­ñar­se y le es­con­día la no­ve­la que los se­pa­ra­ba en aque­llos mo­men­tos. ¡Cuán­to echa­ba de me­nos a su mu­jer!

En esos ins­tan­tes de nos­tal­gia, Águe­da se abra­za­ba a su pa­dre has­ta que él la be­sa­ba sua­ve­men­te por en­ci­ma de la dia­de­ma que so­lía lle­var en la ca­be­za. Des­pués, Da­niel se re­ti­ra­ba a su ha­bi­ta­ción con una ex­cu­sa cual­quie­ra, pues no le gus­ta­ba que su hija lo vie­se llo­rar. Pa­sa­ba casi todo el tiem­po li­bre en casa. Nun­ca sa­lía con los ami­gos, a pe­sar de que es­tos in­sis­tían. Para Da­niel, en­ce­rrar­se en su cuar­to con la Chris­tie y sus crí­me­nes era su for­ma de guar­dar el luto a Eli­sa.

Y por úl­ti­mo es­ta­ba Bal­ta­sar.

El pe­que­ño no lle­gó a co­no­cer a su ma­dre, pues ella mu­rió en el par­to. Pa­dre e hijo nun­ca se ha­bían lle­va­do de­ma­sia­do bien. Qui­zá fue por cre­cer sin el ca­ri­ño ma­terno o por ma­du­rar de­ma­sia­do tem­prano, pero Bal­ta­sar ca­re­cía del ape­go que sen­tían sus dos her­ma­nos por su pa­dre. Que­ría a Da­niel, sí, pero veía en él algo pa­re­ci­do al re­pro­che, como si su pa­dre no pu­die­ra evi­tar res­pon­sa­bi­li­zar­lo de la muer­te de su ma­dre. Fue el pri­me­ro que se fue de casa. Dejó los li­bros en ba­chi­lle­ra­to y em­pe­zó a tra­ba­jar en ba­res, pri­me­ro como ca­ma­re­ro, lue­go como en­car­ga­do has­ta que de­ci­dió pro­bar suer­te y ser su pro­pio jefe. Abrió un lo­cal noc­turno y le fue­ron bien las co­sas. A ese pri­mer es­ta­ble­ci­mien­to se le fue­ron su­man­do otros, siem­pre re­la­cio­na­dos con el mun­do del ocio noc­turno, con lo que se fue afian­zan­do en el ne­go­cio de la no­che ma­dri­le­ña. Los años y la dis­tan­cia ha­bían apa­ci­gua­do su ca­rác­ter ex­plo­si­vo y em­pe­za­ba a lle­var­se me­jor con Da­niel, aun­que no se veían de­ma­sia­do y, tal vez fue­ra gra­cias a ello.

Da­niel dejó pa­sar unos ki­ló­me­tros más has­ta co­men­zar a cum­plir con sus obli­ga­cio­nes. Sa­lu­dó a Ma­nuel, el ca­ma­re­ro del co­che-bar, con una leve in­cli­na­ción de la ca­be­za y se di­ri­gió con paso fir­me al pri­me­ro de los va­go­nes de se­gun­da cla­se. En­tró en el pri­mer com­par­ti­men­to. Solo lo ocu­pa­ban dos pa­sa­je­ros y am­bos se di­ri­gían a Gua­da­la­ja­ra. Les pi­dió los bi­lle­tes, los miró con aten­ción y con­ti­nuó su ron­da. Me­mo­ri­zó sus ca­ras, como ha­cía siem­pre con los via­je­ros que sa­ca­ban bi­lle­te con des­tino a las pri­me­ras es­ta­cio­nes. No era raro que al­gu­nos qui­sie­ran es­ca­ti­mar unos du­ros pa­gan­do el via­je has­ta la si­guien­te pa­ra­da y, con la ex­cu­sa de ha­ber­se des­pis­ta­do, se ba­ja­ban dos pue­blos más allá. Pero Da­niel era pe­rro vie­jo y siem­pre los ca­za­ba.

La puer­ta del baño es­ta­ba ce­rra­da, así que lla­mó con sua­vi­dad pi­dien­do el ti­que. Una mano de mu­jer le alar­gó el tro­ci­to de pa­pel sin abrir del todo la puer­ta. Da­niel lo va­li­dó y es­pe­ró cin­co mi­nu­tos has­ta que aso­mó otro pa­sa­je­ro, na­tu­ral­men­te sin nin­gún ti­que. Da­niel co­bró la mul­ta sin al­te­rar­se y le ex­ten­dió el jus­ti­fi­can­te. Ape­nas me­dió pa­la­bra. Le bas­tó con una mi­ra­da es­cru­ta­do­ra di­rec­ta a los ojos. El tram­po­so nun­ca aguan­ta­ba la ver­güen­za de ver­se pi­lla­do.

En el si­guien­te co­che, Da­niel re­co­no­ció a los tor­to­li­tos del bar de la es­ta­ción. Ocu­pa­ban asien­tos con­ti­guos, pero tra­ta­ban de di­si­mu­lar su re­la­ción. Ella mi­ra­ba por la ven­ta­ni­lla. Te­nía unos ojos tris­tes y, pa­ra­dó­ji­ca­men­te, una son­ri­sa en­can­ta­do­ra. Pa­re­cía como si su mi­ra­da qui­sie­ra ne­gar lo que de­cían sus me­ji­llas, son­ro­sa­das y lo­za­nas, en con­tras­te con su tez cla­ra. Cada uno lle­va­ba su bi­lle­te y los dos se di­ri­gían a Za­ra­go­za. Jun­to a ellos, un jo­ven es­tu­dian­te pro­cu­ra­ba que la pila de fo­lios que sos­te­nía so­bre las pier­nas no se le ca­ye­se. El jo­ven, bus­có tor­pe­men­te el bi­lle­te en los bol­si­llos has­ta que re­cor­dó que lo ha­bía uti­li­za­do como mar­ca­pá­gi­nas en otra mon­ta­ña de apun­tes que des­can­sa­ba so­bre el asien­to con­ti­guo. Al tra­tar de co­ger­lo, los fo­lios que sos­te­nía en el re­ga­zo se des­pa­rra­ma­ron por el sue­lo del va­gón y se mal­di­jo a sí mis­mo por no ha­ber­los nu­me­ra­do. Da­niel no pudo evi­tar cu­rio­sear so­bre la ma­te­ria de es­tu­dio del pa­sa­je­ro: «Los efec­tos de la di­gi­ta­li­na so­bre el cuer­po hu­mano».

—¿Es­tu­dias Me­di­ci­na?

—Far­ma­cia. Es­toy en quin­to cur­so —con­tes­tó él, con or­gu­llo.

Fren­te al apren­diz de bo­ti­ca­rio ses­tea­ba un in­fan­te de Ma­ri­na. Ha­bía es­ta­do toda la no­che de guar­dia y via­ja­ba de per­mi­so de fin de se­ma­na. El pe­ta­te, en el que las man­chas par­das ha­bían ven­ci­do al blan­co pri­mi­ti­vo, des­can­sa­ba so­bre el es­tan­te em­pa­rri­lla­do y des­cri­bía un via­je de ida y vuel­ta con cada cur­va de la vía. Da­niel ca­rras­peó para lla­mar su aten­ción y el sol­da­do se re­cin­cor­po­ró para mos­trar­le su bi­lle­te.

An­tes de so­li­ci­tár­se­lo, el quin­to pa­sa­je­ro ya ex­hi­bía el ti­que con im­pa­cien­cia y al­ta­ne­ría, como si qui­sie­ra de­mos­trar que era al­guien im­por­tan­te y me­re­cía un tra­to pri­vi­le­gia­do.

—Soy el al­cal­de de Ate­ca —anun­ció con una mue­ca de fas­ti­dio al ver­se re­le­ga­do.

«Por mí como si es el obis­po de Jaca», pen­só Da­niel. A pe­sar de que la jo­ven de­mo­cra­cia se es­ta­ba asen­tan­do en la so­cie­dad es­pa­ño­la, to­da­vía que­da­ba un re­gus­to ran­cio en los se sa­bían con una par­ce­la de po­der, por muy pe­que­ña que fue­se. A Da­niel le co­rroía las tri­pas.

—Co­che nú­me­ro sie­te, com­par­ti­mien­to tres. Es co­rrec­to, pero está us­ted sen­ta­do en una pla­za que no le co­rres­pon­de —dijo Da­niel, solo por re­afir­mar su au­to­ri­dad.

El al­cal­de de Ate­ca aga­chó la ca­be­za y des­pla­zó su anato­mía ha­cia don­de le ha­bía in­di­ca­do el re­vi­sor. Lo hizo mas­cu­llan­do algo en­tre dien­tes que bien po­día ser un in­sul­to. Da­niel pre­fi­rió ig­no­rar­lo. Ob­ser­vó que la ve­lo­ci­dad del tren dis­mi­nuía de for­ma cons­tan­te. No se oían los fre­nos, pero era evi­den­te que algo su­ce­día.

Atra­ve­só los va­go­nes has­ta lle­gar a la lo­co­mo­to­ra. Allí, el ma­qui­nis­ta, fre­na­ba con sua­vi­dad el con­voy.

—Me han avi­sa­do por ra­dio. Hay des­pren­di­mien­tos a trein­ta ki­ló­me­tros de Me­di­na­ce­li.

—Siem­pre igual. El día que lle­gue­mos pun­tua­les, cree­ré que es­ta­mos en Sui­za.

—No seas ca­fre, Da­niel, que en to­das las ca­sas cue­cen ha­bas.

—Y en la mía, a to­ne­la­das —dijo Da­niel com­ple­tan­do el di­cho mien­tras cons­ta­ta­ba cómo una enor­me pie­dra obs­ta­cu­li­za­ba la vía—. Va­mos a te­ner que ha­cer no­che en Za­ra­go­za.

Es­pe­ra­ron pa­cien­te­men­te du­ran­te dos ho­ras. Fi­nal­men­te, una ex­ca­va­do­ra pudo des­pe­jar la vía y el ma­qui­nis­ta reini­ció el via­je poco a poco, has­ta que le in­for­ma­ron por ra­dio de que el pe­li­gro de des­pren­di­mien­to ha­bía ce­sa­do.

Cuan­do Da­niel con­ti­nuó su ron­da por los va­go­nes, los pa­sa­je­ros es­ta­ban in­quie­tos y pro­tes­ta­ban por el re­tra­so, pero el re­vi­sor sa­bía que lo me­jor era po­ner bue­na cara, aguan­tar el cha­pa­rrón y con­ti­nuar con su tra­ba­jo.

El es­tri­den­te pi­ti­do de la lo­co­mo­to­ra anun­ció al pa­sa­je que todo vol­vía a la nor­ma­li­dad. El ma­qui­nis­ta apu­ra­ba la po­ten­cia, el tra­que­teo ha­cía os­ci­lar los equi­pa­jes, y los pos­tes de luz que flan­quea­ban la vía pa­sa­ban a ma­yor ve­lo­ci­dad ante los ojos de los via­je­ros.

Con va­rias ho­ras de re­tra­so, el ex­pre­so Ma­drid-Za­ra­go­za lle­gó a la es­ta­ción de Me­di­na­ce­li. En ella es­pe­ra­ba un úni­co pa­sa­je­ro, sin equi­pa­je, cu­bier­to con un enor­me ga­bán que pa­re­cía sa­li­do de otro tiem­po. En su mano de­re­cha sos­te­nía una lata de re­fres­co.

Subió al va­gón con cier­ta di­fi­cul­tad y es­pe­ró a que re­ini­cia­se su mar­cha para deam­bu­lar como un gro­tes­co ten­te­tie­so por los pa­si­llos en bus­ca de un asien­to. A pe­sar de que el res­to de los co­ches es­ta­ban prác­ti­ca­men­te va­cíos, atra­ve­só el con­voy has­ta lle­gar al com­par­ti­mien­to tres del co­che nú­me­ro sie­te.

2

Cuan­do el nue­vo via­je­ro ocu­pó el asien­to li­bre jun­to al sol­da­do, se hizo el si­len­cio. No se qui­tó el ga­bán, pero se re­ti­ró el fal­dón para que la grue­sa tela no se arru­ga­se to­da­vía más. Ni si­quie­ra ha­bía sa­lu­da­do al en­trar.

El sol­da­do se fijó en la mano de­re­cha del per­so­na­je. Se afe­rra­ba a la lata de re­fres­co con tan­ta fuer­za que es­ta­ba em­pe­zan­do a abo­llar la su­per­fi­cie. Con la mano li­bre, se des­abo­to­nó el abri­go y se aco­mo­dó en su pla­za. Lue­go, apo­yó sus pies en el asien­to de en­fren­te sin im­por­tar­le que pu­die­se mo­les­tar al es­tu­dian­te, que lo mi­ra­ba con re­pa­ro. Los za­pa­tos no pe­ga­ban con el res­to de su atuen­do: muy re­lu­cien­tes, con sue­la de cue­ro y cor­do­nes, pero desata­dos y sin cal­ce­ti­nes.

El es­tu­dian­te no pro­tes­tó por la fal­ta de res­pe­to del hom­bre del ga­bán y se li­mi­tó a arri­mar­se un poco más a la ven­ta­ni­lla.

Tan­to mu­tis­mo es­ta­ba em­pe­zan­do a re­sul­tar mo­les­to. Nin­guno sa­bía dón­de po­sar la vis­ta. Solo el nue­vo man­te­nía la suya fija en el por­tae­qui­pa­jes.

El al­cal­de se le­van­tó e in­tro­du­jo la mano en uno de los bol­sos que des­can­sa­ban so­bre su ca­be­za. Un brus­co mo­vi­mien­to del tren hizo que per­die­ra el equi­li­brio y que aca­ba­ra sen­ta­do so­bre las pier­nas de la mu­jer. El vie­jo, azo­ra­do por su tor­pe­za, per­ma­ne­ció más de lo ne­ce­sa­rio so­bre la jo­ven, o eso le pa­re­ció a ella.

—¡Por Dios, le­ván­te­se! Me está aplas­tan­do —pro­tes­tó mo­les­ta.

—Per­do­ne, se­ño­ri­ta. No he que­ri­do ofen­der­la —man­tu­vo el de Ate­ca, izán­do­se como un re­sor­te para li­be­rar­se del bo­chorno.

Fue tan­to el im­pul­so que le dio a sus pier­nas que gol­peó el por­tae­qui­pa­jes con la ca­be­za. La em­bes­ti­da de­rri­bó par­te de los bul­tos. Como el bol­so que ma­ni­pu­la­ba an­tes de la caí­da es­ta­ba se­mi­abier­to, se de­rra­mó par­te de su con­te­ni­do: un cho­ri­zo, me­dio que­so, un pan de ho­ga­za y una bota de vino.

To­dos, ex­cep­to el re­cién lle­ga­do, se pu­sie­ron ma­nos a la obra para re­co­ger el des­a­gui­sa­do. El po­bre al­cal­de es­ta­ba cada vez más so­fo­ca­do, pero fi­nal­men­te, tomó la pa­la­bra:

—Lle­va­mos va­rias ho­ras jun­tos y to­da­vía no nos he­mos pre­sen­ta­do: soy don Da­mián Aza­ra Pa­di­lla, al­cal­de de Ate­ca. —Mien­tras ha­bla­ba sacó una enor­me na­va­ja del bol­si­llo del cha­le­co, de esas con ca­chas de hue­so, y, con el cho­ri­zo apo­ya­do so­bre la ho­ga­za de pan, fue cor­tan­do lon­chas ge­ne­ro­sas. Pin­cha­das en la pun­ta de ace­ro, las ofre­ció a sus com­pa­ñe­ros de via­je. Con­for­me las iban to­man­do, fue­ron des­gra­nan­do sus nom­bres:

—Agra­de­ci­do, don Da­mián. Soy Ale­jan­dro Lon­gás. Como he di­cho an­tes al re­vi­sor, es­tu­dio Far­ma­cia en Ma­drid.

—¡Co­jo­nu­do el cho­ri­zo, se­ñor al­cal­de! —apro­bó el sol­da­do, lle­ván­do­se el em­bu­ti­do a la boca—. Cabo pri­me­ro es­pe­cia­lis­ta, Gre­go­rio Mo­lins.

El sol­da­do no se con­for­mó con una por­ción y pi­dió otra. Como el in­fan­te de Ma­ri­na se­guía ham­brien­to, cor­tó una ta­ja­da de que­so a la que aña­dió un buen tro­zo de pan. El cabo fes­te­jó la ge­ne­ro­si­dad del de Ate­ca con un sa­lu­do mar­cial.

Le tocó el turno a la úni­ca mu­jer. En un pri­mer mo­men­to, de­cli­nó el ofre­ci­mien­to con un sua­ve ade­mán, pero Da­mián in­sis­tió:

—¿Aún me guar­da ren­cor? Lo de an­tes ha sido un ac­ci­den­te.

—Qué­de­se tran­qui­lo, está ol­vi­da­do. Si gri­té fue por el sus­to. To­ma­ré un poco de que­so, si in­sis­te.

—In­sis­to, y ¿cómo es su gra­cia?

—En­car­na Mu­nie­sa, para ser­vir­le.

A con­ti­nua­ción, le tocó el turno al ga­lán ma­du­ro. Es­ta­ba cla­ra­men­te mo­les­to por el epi­so­dio an­te­rior y eso se re­fle­ja­ba en su ros­tro. Hu­bie­ra que­ri­do par­tir­le la cara al vie­jo por atre­ver­se a to­car a En­car­na, pero no que­ría po­ner­se en evi­den­cia ante unos des­co­no­ci­dos.

—Al­ber­to Tor­nos —se pre­sen­tó alar­gan­do, con un ges­to me­ca­ni­za­do, una her­mo­sa tar­je­ta de vi­si­ta—. Re­pre­sen­tan­te en Es­pa­ña de Mer­ce­des Benz.

Solo fal­ta­ba por ha­blar el del ga­bán gris. Don Da­mián le ofre­ció una por­ción de em­bu­ti­do. Sin sol­tar la lata de re­fres­co, el ex­tra­ño no la re­cha­zó. La en­gu­lló con cara de asco y em­pe­zó a mas­ti­car con la boca abier­ta. Al poco, de sus la­bios des­co­lo­ri­dos, em­pe­zó a bro­tar un hilo de sa­li­va que pron­to des­col­gó por la bar­bi­lla, aña­dien­do una man­cha roja a la ga­bar­di­na.

—¿No nos va a de­cir su nom­bre?

—No hace fal­ta, ma­ña­na sa­brán de mí.

La enig­má­ti­ca y des­cor­tés res­pues­ta no ami­la­nó a don Da­mián que si­guió re­par­tien­do co­mi­da en­tre los pa­sa­je­ros. La con­ver­sa­ción se ani­mó y el al­cal­de hizo cir­cu­lar la bota de vino. En­car­na rió di­ver­ti­da cuan­do el es­tu­dian­te se man­chó la ca­mi­sa. Ella se ex­cu­só cuan­do le tocó su turno di­cien­do:

—Yo solo sé be­ber a mo­rro.

—Há­ga­lo como quie­ra. Con una boca como la suya, el vino no se con­ta­mi­na.

Al­ber­to Tor­nos se mo­les­tó por el tor­pe ga­lan­teo del vie­jo y frun­ció los la­bios. Don Da­mián cap­tó su ma­les­tar, así que Tor­nos sua­vi­zó el ric­tus y be­bió tam­bién, re­co­no­cien­do el re­gus­to a la pez que im­per­mea­bi­li­za el cue­ro y el sa­bor ás­pe­ro de los ta­ni­nos de la gar­na­cha.

—Buen vino, don Da­mián —dijo tras apu­rar un ge­ne­ro­so tra­go.

—Lo hago yo mis­mo. Ten­go vi­ñe­dos y me gus­ta pen­sar que este cal­do es mi me­jor obra. Si al­gu­na vez pasa por Ate­ca no dude en vi­si­tar­me y le re­ga­la­ré un ba­rral de mi me­jor aña­da.

—¿Un ba­rral?

—Una ga­rra­fa, como di­cen us­te­des los de Ma­drid. Yo no via­jo nun­ca sin mi vino. No es que no me gus­te lo que sir­ven en la ca­pi­tal, pero ya soy vie­jo y ten­go mis ma­nías —dijo don Da­mián.

El del ga­bán se­guía afe­rra­do a su re­fres­co. La bota pa­sa­ba ante sus na­ri­ces y él no se dig­na­ba si­quie­ra a acer­cár­se­la al pró­xi­mo.

—¿No le va el vino, ca­ba­lle­ro? —le pre­gun­tó don Da­mián.

—Solo bebo de lo mío. —Y abrió, por fin, la lata.

Las sa­cu­di­das del tren ha­bían agi­ta­do el con­te­ni­do, y un sur­ti­dor de es­pu­mo­so lí­qui­do co­lor cho­co­la­te se pro­yec­tó ha­cia el es­tu­dian­te y man­chó sus pre­cia­dos apun­tes.

Ale­jan­dro es­bo­zó una mue­ca de en­fa­do, pero el cau­san­te del des­a­gui­sa­do lo ful­mi­nó con la mi­ra­da. Ni si­quie­ra se dis­cul­pó; se li­mi­tó a sor­ber rui­do­sa­men­te la be­bi­da con ava­ri­cia, de ma­ne­ra que par­te del pe­ga­jo­so lí­qui­do le res­ba­la­ba por la bar­bi­lla. Cuan­do dejó de cho­rrear, se lim­pió la cara con el dor­so de la mano. Lue­go, co­lo­có la lata so­bre el es­tan­te por­tae­qui­pa­jes y sa­lió del com­par­ti­mien­to agi­tan­do tras de sí los fal­do­nes de su ga­bán.

—Vaya tipo más ex­tra­ño —dijo el sol­da­do.

—Y mal­edu­ca­do. Mi­ren cómo ha pues­to todo y ni si­quie­ra se ha dis­cul­pa­do.

—No pen­se­mos mal, se­ño­ri­ta. Se­gu­ra­men­te ha ido al re­tre­te a por pa­pel para se­car el sue­lo.

—No lo creo, don Da­mián. No pa­re­ce de los que se preo­cu­pan por la lim­pie­za de los si­tios pú­bli­cos —opi­nó En­car­na.

La lata os­ci­la­ba pe­li­gro­sa­men­te so­bre la ca­be­za de Ale­jan­dro. Con las sa­cu­di­das del tren, el exi­guo equi­li­brio del re­ci­pien­te ha­cía pre­sa­giar un nue­vo de­rra­ma­mien­to. El es­tu­dian­te sacó una pe­que­ña bol­sa de plás­ti­co de su equi­pa­je. Con cier­to asco, in­tro­du­jo la lata en la bol­sa, e hizo un nudo.

—Si cae, no me vol­ve­rá a sal­pi­car —dijo.

Poco des­pués, el mis­te­rio­so pa­sa­je­ro vol­vió a irrum­pir en el com­par­ti­men­to, pisó el char­co pe­ga­jo­so del sue­lo y su mano se di­ri­gió di­rec­ta a la lata. Abrió la bol­sa que la pro­te­gía, vol­vió a be­ber ha­cien­do os­ten­ta­ción de sus ma­los mo­dos y sa­lió sin de­cir ni pío, de­jan­do el sue­lo lleno de pi­sa­das y la lata en el mis­mo si­tio.

—El tío está como una cho­ta —dijo Mo­lins.

Los pa­sa­je­ros no sa­bían qué ha­cer con la di­cho­sa lata, se la fue­ron pa­san­do unos a otros tra­tan­do de en­con­trar un si­tio más es­ta­ble, y la aca­ba­ron de­jan­do en el asien­to de su due­ño.

Pa­sa­ron unos mi­nu­tos y el tipo se­guía fue­ra. Los via­je­ros del com­par­ti­men­to nú­me­ro tres se re­la­ja­ron por un mo­men­to.

—Pa­re­ce que nos he­mos li­bra­do del loco —co­men­tó Al­ber­to Tor­mos—. Es­pe­ro que se haya ol­vi­da­do de no­so­tros.

El es­tu­dian­te dor­mi­ta­ba, el rús­ti­co al­cal­de se­guía en­gu­llen­do y el sol­da­do es­cu­cha­ba mú­si­ca de su walk­man. En­car­na, que em­pe­za­ba a echar de me­nos el con­tac­to fí­si­co con Al­ber­to le pi­dió fue­go y sa­lie­ron jun­tos del va­gón para fu­mar­se un ci­ga­rri­llo.

Los dos jun­tos, hu­yen­do de las mi­ra­das de sus ve­ci­nos, se di­ri­gie­ron ha­cia el co­che-bar. Él la su­je­ta­ba por la cin­tu­ra y ella se es­tre­me­cía con la ca­ri­cia. Se be­sa­ron con pa­sión en la pla­ta­for­ma en­tre dos va­go­nes y, tras re­com­po­ner­se la ropa, des­apa­re­cie­ron rum­bo a la ca­fe­te­ría.

Por el ca­mino se cru­za­ron con Da­niel que se­guía va­li­dan­do bi­lle­tes. El re­vi­sor los sa­lu­dó to­cán­do­se le­ve­men­te la vi­se­ra de la go­rra y con­ti­nuó su ca­mino. En ese mo­men­to sa­lía del re­tre­te el se­ñor del ga­bán. Da­niel sa­bía que ha­bía subido en la úl­ti­ma es­ta­ción y le pi­dió el ti­que. Ha­bía pa­ga­do via­je has­ta Ca­la­ta­yud y así lo anotó en su me­mo­ria. El ros­tro ta­ci­turno del via­je­ro no se in­mu­tó ante el re­vi­sor, que se li­mi­tó a se­guir su ca­mino.

3

El ex­tra­ño via­je­ro vol­vió a en­trar en el com­par­ti­men­to nú­me­ro tres. Te­nía los ojos en­ro­je­ci­dos, muy abier­tos, y no pa­ra­ba de ha­cer rui­dos con la boca. Pa­re­cía como si un ca­ra­me­lo se le hu­bie­ra pe­ga­do al velo del pa­la­dar.

—Ten­go la boca seca —dijo en voz alta. Se ex­tra­ñó al ver la lata en su asien­to, pero aun así le dio un tra­go lar­go.

—No me ha­bréis pues­to algo den­tro, ¿ver­dad?

—¿Por quién nos toma, ca­ba­lle­ro? So­mos gen­te de or­den —se in­dig­nó el al­cal­de de Ate­ca.

El hom­bre del ga­bán em­pe­zó a ac­tuar como un per­tur­ba­do. Sus ojos, cada vez más vi­drio­sos y ame­na­zan­tes se iban po­san­do, uno a uno, en los ocu­pan­tes del com­par­ti­men­to, como si qui­sie­ra fi­jar sus ca­ras en la me­mo­ria.

Na­die de­cía una pa­la­bra. El sol­da­do sos­te­nía el walk­man y, si­mu­lan­do bus­car una can­ción, ac­cio­na­ba el bo­tón de avan­ce rá­pi­do y el de re­bo­bi­na­do al­ter­na­ti­va­men­te. Don Da­mián re­co­gió su al­muer­zo en la bol­sa y le dio un tra­go a la bota an­tes de guar­dar­la tam­bién. Ale­jan­dro se re­fu­gió en los pa­pe­les. To­dos es­ta­ban ner­vio­sos, se sen­tían in­ti­mi­da­dos, pero a él era al que más se le no­ta­ba.

—Los tie­nes al re­vés —dijo el ex­tra­ño pa­sa­je­ro.

El po­bre es­tu­dian­te re­com­pu­so los apun­tes y, con la cara roja, es­bo­zó una es­tú­pi­da ex­pli­ca­ción. El del ga­bán vol­vió a de­jar la lata en el por­ta­qui­pa­jes y sa­lió arras­tran­do la pier­na de­re­cha, pero en­se­gui­da vol­vió a en­trar y re­gre­só a su asien­to. Se dejó caer rui­do­sa­men­te so­bre el asien­to de es­cay y des­ma­de­jó su fi­gu­ra, como si los múscu­los se le hu­bie­ran que­da­do la­xos, in­ca­pa­ces de sos­te­ner­le los hue­sos.

—Me es­táis en­ve­ne­nan­do. Lo sé. No pen­séis que no me doy cuen­ta.

—No diga ton­te­rías. Aquí na­die le quie­re mal —in­ten­tó apa­ci­guar don Da­mián.

—¿Ah, no? ¿Y qué opi­na de esto? —El des­co­no­ci­do se in­tro­du­jo el ín­di­ce y el pul­gar en la boca y se ex­tra­jo un hilo de baba blan­que­cino que mos­tró a los pre­sen­tes.

La sa­li­va ha­bía ad­qui­ri­do una con­sis­ten­cia ge­la­ti­no­sa y se le pe­ga­ba a los de­dos como si fue­ra chi­cle. Don Da­mián no po­día de­jar de mi­rar y Ale­jan­dro bus­ca­ba la ma­ne­ra más hon­ro­sa de aban­do­nar el com­par­ti­men­to. El cabo pri­me­ro, por su par­te, ha­cía como si no le im­por­ta­ra nada lo que su­ce­día y es­cu­cha­ba mú­si­ca con los ojos en­tor­na­dos, ajeno a los des­va­ríos de aquel hom­bre.

—¿Qué me ha­béis pues­to en el re­fres­co?

—Nada, solo lo he­mos co­gi­do para cam­biar­lo de si­tio y que no se ca­ye­ra. Mire cómo se me han man­cha­do los fo­lios…

El per­tur­ba­do ni si­quie­ra miró a Ale­jan­dro. Sus ojos, aho­ra, se po­sa­ron en el si­mu­la­do duer­me­ve­la del sol­da­do.

—¿Y tú no tie­nes nada que de­cir?

—A mí dé­je­me en paz, vie­jo. Yo solo quie­ro dor­mir y ya me es­toy em­pe­zan­do a har­tar de que nos to­que los hue­vos con sus chi­fla­du­ras.

—No per­da­mos los ner­vios —pro­pu­so con­ci­lia­dor don Da­mián, vien­do que la si­tua­ción se es­ta­ba po­nien­do ten­sa—. Se­gu­ra­men­te será algo que ha co­mi­do y le ha sen­ta­do mal.

—¿Su as­que­ro­so cho­ri­zo?

—To­dos lo he­mos pro­ba­do y es­ta­mos per­fec­ta­men­te —in­ter­vino el es­tu­dian­te.

—Esto hay que acla­rar­lo aho­ra mis­mo. Voy a por el re­vi­sor. Que na­die se mue­va del asien­to. —El ex­tra­ño in­tro­du­jo la lata en la bol­sa de plás­ti­co que ha­bía uti­li­za­do Ale­jan­dro y sa­lió gol­pean­do con el hom­bro de­re­cho el mar­co de la puer­ta co­rre­de­ra.

Ha­cien­do caso omi­so, el cabo sa­lió en la di­rec­ción opues­ta al tras­tor­na­do, de ma­ne­ra que Ale­jan­dro y don Da­mián se que­da­ron so­los en el com­par­ti­men­to. Este úl­ti­mo no sa­bía dón­de po­ner las ma­nos: se me­sa­ba la bar­ba, se qui­ta­ba y po­nía la boi­na… De cuan­do en cuan­do mi­ra­ba el re­loj de bol­si­llo y, con di­si­mu­lo, com­pro­ba­ba que la na­va­ja se­guía en el cha­le­co.

El es­tu­dian­te de Far­ma­cia, por su par­te, ha­bía de­ja­do de leer sus apun­tes.

—Pue­de que ten­ga un tras­torno bi­po­lar.

—¿Cómo di­ces, hijo?

—Un bro­te psi­có­ti­co. Una alu­ci­na­ción. Se­gu­ra­men­te cree de ver­dad que lo es­ta­mos ma­tan­do. Lo me­jor se­ría lar­gar­nos de aquí aho­ra mis­mo.

—Si vuel­ve con el re­vi­sor y no es­ta­mos cree­rán que es cier­to que lo he­mos en­ve­ne­na­do. Tú de aquí no te mue­ves.

Don Da­mián se apos­tó de­lan­te de la puer­ta co­rre­de­ra. Por nada del mun­do se iba a que­dar solo.

—No te­ne­mos nada que te­mer. Se­gu­ro que el re­vi­sor lla­ma al po­li­cía —le dijo al jo­ven.

—¿A qué po­li­cía?

—En to­dos los tre­nes via­ja un agen­te de pai­sano. Acos­tum­bra a ser el mis­mo to­dos los vier­nes, ¡has­ta me sa­lu­da cuan­do nos cru­za­mos por el pa­si­llo! Yo via­jo mu­cho a Ma­drid. Como mí­ni­mo una vez por se­ma­na. Es lo malo de ser tan vie­jo y te­ner fa­mi­lia en la ca­pi­tal. Si quie­ro ver­los, ten­go que co­ger el tren. Ellos nun­ca vie­nen a Ate­ca, ni si­quie­ra por las fies­tas.

—¿Y qué cree us­ted que nos ha­rán?

—¿Qué nos van a ha­cer? No te­ne­mos nada que te­mer. Le se­gui­rán la co­rrien­te al po­bre hom­bre. Nos pe­di­rán el DNI y ha­rán como que to­man en se­rio la de­nun­cia. Des­pués, cada uno ba­ja­re­mos en nues­tra es­ta­ción y san­tas pas­cuas.

—No lo veo yo tan fá­cil, se­ñor al­cal­de.

En ese mo­men­to, la pa­re­ja re­gre­só, y esta vez pa­re­cía que no les im­por­ta­ba que los vie­sen jun­tos. En­car­na, ante los ros­tros preo­cu­pa­dos de Ale­jan­dro y don Da­mián pre­gun­tó:

—¿Su­ce­de algo?

—El de la lata, que se ha vuel­to más loco si cabe —re­pli­có Ale­jan­dro—. Dice que lo he­mos en­ve­ne­na­do y ha ido a de­nun­ciar­nos al re­vi­sor.

—¿Cómo que a de­nun­ciar­nos? —se so­bre­sal­tó Tor­nos.

—Eso ha di­cho, y pa­re­cía con­ven­ci­do de nues­tra cul­pa­bi­li­dad. Pero tran­qui­lo, el re­vi­sor y el agen­te de po­li­cía lo acla­ra­rán todo.

Fue oír la pa­la­bra «po­li­cía» y a En­car­na le cam­bió el co­lor de la cara.

—¿Está us­ted bien, se­ño­ri­ta? ¿No la ha­bre­mos asus­ta­do?

—Des­cui­de don Da­mián… ¡los que me ate­rran son los chi­fla­dos!

En reali­dad, lo que te­mía En­car­na era ver­se des­cu­bier­ta. Tan­to ella como Al­ber­to ha­bían men­ti­do so­bre el ver­da­de­ro pro­pó­si­to de su via­je a Ma­drid. Aun­que, bien mi­ra­do, peor lo te­nía él, con una es­po­sa y dos hi­jas a quie­nes dar ex­pli­ca­cio­nes ade­más de su sue­gro, a quien de­bía su pri­vi­le­gia­do pues­to en la fir­ma au­to­mo­vi­lís­ti­ca ale­ma­na y de quien de­pen­día eco­nó­mi­ca­men­te. ¡Has­ta el piso de la ca­lle Pre­cia­dos era del pa­dre de su mu­jer! «A la pró­xi­ma te vas de pa­ti­tas a la ca­lle», le ha­bía di­cho en un an­te­rior des­liz. «Si te vuel­vo a pi­llar po­nién­do­le los cuer­nos a mi hija no vol­ve­rás a pi­sar Ma­drid y me ocu­pa­ré de ha­cer­te la vida im­po­si­ble». Des­de lue­go, don Mar­cial, que así se lla­ma­ba el sue­gro, no era de los que ame­na­za­ban en fal­so, y Al­ber­to Tor­nos lo sa­bía muy bien.

—Aquí es­tán los cul­pa­bles —gru­ñó a me­dia len­gua el de­men­te, irrum­pien­do en el com­par­ti­mien­to se­gui­do por Da­niel.

—Tran­qui­lí­ce­se, ya verá como no es nada.

—¿Us­ted tam­po­co me cree? ¿No es­ta­rá tam­bién en el ajo?

—Este se­ñor ase­gu­ra que us­te­des le han pues­to algo en el re­fres­co y que lo han en­ve­ne­na­do —dijo Da­niel, ig­no­ran­do la acu­sa­ción.

—Ya le he­mos di­cho a él que está equi­vo­ca­do. Se­gu­ra­men­te ha­brá to­ma­do algo an­tes que le ha sen­ta­do mal —in­ter­vino don Da­mián—. Lo me­jor se­ría que lo vie­ra un mé­di­co.

Al­ber­to di­ri­gió su mi­ra­da al re­vi­sor y, apro­ve­chan­do que el del ga­bán te­nía los ojos fi­jos en el sue­lo, se se­ña­ló la sien ha­cien­do el tí­pi­co ges­to de la lo­cu­ra. Da­niel asin­tió sin pa­la­bras y to­dos en­ten­die­ron que que­ría que le si­guie­ran la co­rrien­te.

—Un agen­te de pai­sano les to­ma­rá de­cla­ra­ción, no sal­gan del com­par­ti­men­to.

Las no­ti­cias del re­vi­sor pa­re­cie­ron tran­qui­li­zar al ex­tra­ño pa­sa­je­ro. Sin de­cir pa­la­bra, vol­vió a aban­do­nar­los rum­bo al re­tre­te.

En­car­na se di­ri­gió a Da­niel. Es­ta­ba muy ner­vio­sa.

—¿No cree­rá lo que dice ese hom­bre?

—Tran­qui­lí­ce­se, se­ño­ri­ta, solo cum­plo con mi de­ber. Ya ha­brá tiem­po para acla­rar este asun­to. Por fa­vor, no le lle­ven la con­tra­ria si vuel­ve a acu­sar­les. Li­mí­ten­se a con­ser­var la cal­ma.

En el com­par­ti­men­to se hizo un si­len­cio mo­les­to, roto solo con las to­ses ner­vio­sas de don Da­mián, que no sa­bía qué ha­cer para man­te­ner los pies quie­tos.

El tren cir­cu­la­ba a buen rit­mo. Si se­guían a esa ve­lo­ci­dad qui­zá po­drían re­cu­pe­rar el re­tra­so. «Con suer­te, no ha­brá que ha­cer no­che en Za­ra­go­za», pen­só el re­vi­sor.

4

Mar­tín Vi­lla­nue­va era un po­li­cía al que, por su hoja de ser­vi­cios y sus años en el cuer­po, no le co­rres­pon­día una fun­ción tan in­sig­ni­fi­can­te como la que desem­pe­ña­ba. Nun­ca ha­bía di­cho nada al res­pec­to, pero Da­niel sos­pe­cha­ba que algo gor­do tuvo que su­ce­der para que lo des­ti­na­sen a la vi­gi­lan­cia fe­rro­via­ria. A pe­sar de todo, Mar­tín dis­fru­ta­ba con su tra­ba­jo. Siem­pre le ha­bía gus­ta­do via­jar y la lí­nea Ma­drid-Za­ra­go­za le re­sul­ta­ba muy có­mo­da por­que se ase­gu­ra­ba dor­mir to­dos los días en casa y no te­nia que aguan­tar la mala le­che de su co­mi­sa­rio. La ma­yo­ría de sus fun­cio­nes en el tren con­sis­tían en ayu­dar al re­vi­sor cuan­do al­gún pa­sa­je­ro se ne­ga­ba a pa­gar, so­lu­cio­nar al­gu­na pe­lea en­tre los sol­da­dos que re­gre­sa­ban a sus pue­blos de per­mi­so de fin de se­ma­na o apa­ci­guar a al­gún que otro bo­rra­cho al­bo­ro­ta­dor. Pero la ma­yo­ría de los via­jes eran muy tran­qui­los.

Ves­ti­do de pai­sano, Mar­tín per­día el aplo­mo que le con­fe­ría su uni­for­me gris. Su na­tu­ra­le­za fi­bro­sa, su es­ta­tu­ra me­dia y la es­tre­chez de hom­bros da­ban a su as­pec­to un to­que des­va­li­do. Si a eso le su­ma­mos que so­lía usar tra­jes muy gas­ta­dos cuan­do pres­ta­ba ser­vi­cio en los via­jes de me­dia dis­tan­cia, no era ex­tra­ño que lo con­fun­die­ran con un co­mer­cial, de esos que tra­ba­jan a co­mi­sión.

Pero cuan­do en­tra­ba en ac­ción todo cam­bia­ba. Ac­tua­ba con una agi­li­dad im­pro­pia de su edad, echan­do mano de las ha­bi­li­da­des ad­qui­ri­das en tan­tos años en la ca­lle, bus­ca­ba siem­pre el pun­to dé­bil de su opo­nen­te. «To­dos te­ne­mos un ta­lón de Aqui­les. Lo di­fí­cil es en­con­trar­lo, pero lo te­ne­mos», le de­cía a Da­niel en las tar­des de abu­rri­da paz. «El tipo gran­de sue­le fiar­se de su en­ver­ga­du­ra y des­pro­te­ge la guar­dia, el bra­vu­cón con­fía en asus­tar a su víc­ti­ma con sus in­sul­tos y su len­gua afi­la­da; y en ese caso, no hay nada me­jor que una pa­ta­da di­rec­ta en los hue­vos: se­gu­ro que cam­bia las pa­la­bras por re­so­pli­dos».

El úl­ti­mo día de tra­ba­jo como re­vi­sor de Da­niel, Mar­tín ves­tía uno de sus tra­jes gas­ta­dos, una cor­ba­ta es­tam­pa­da y sus za­pa­tos ne­gros de cor­do­nes. Ape­nas se ha­bía afi­la­do un poco el bi­go­te. El re­vi­sor lo en­con­tró jun­to a una pa­re­ja de an­cia­nos que dis­cu­tían so­bre cuán­tas pa­ra­das que­da­ban para lle­gar a Ca­la­ta­yud.

—Mar­tín, te ne­ce­si­to. Hay fo­llón en el co­che nú­me­ro sie­te.

—Siem­pre a tus ór­de­nes.

—Uno de los pa­sa­je­ros del com­par­ti­men­to tres ha pre­sen­ta­do una de­nun­cia ver­bal. Afir­ma que sus com­pa­ñe­ros de via­je lo es­tán en­ve­ne­nan­do.

—¿Como que en­ve­ne­nan­do?

—Eso dice. Pa­re­ce que está un poco ma­ja­re­ta, pero ya sa­bes que no po­de­mos ne­gar­nos a in­ter­ve­nir.

—¿Y qué hay de los pre­sun­tos en­ve­ne­na­do­res?