11,99 €
Maryse Condé reconstruye la vida de su abuela, una criolla analfabeta (y cocinera excelsa), una mujer modesta que solo podía expresarse a través de su talento en los fogones. Maryse Condé, autora de Yo, Tituba, la bruja negra de Salem y de La Deseada, regresa a su isla natal de Guadalupe y a sus raíces en Victoire. La madre de mi madre, para narrarnos la fascinante vida de su abuela materna, Victoire Élodie Quidal, una cocinera que se convirtió en una figura legendaria de su época. Victoire, cuya piel era de una «blancura australiana» y cuya destreza culinaria fue codiciada por la élite, pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en el templo de su cocina, que era como la propia Guadalupe: un crisol heterogéneo de razas y culturas en el que convivía la población negra, la mulata y los blanc pays que ejercían el poder en el archipiélago antillano. En este complejo cosmos dominado por la hegemonía francesa, una cocinera criolla que apenas podía pronunciar el nombre de sus platos en francés consiguió convertirse en una de las personalidades más importantes de la isla guiándose siempre por la profunda convicción que dirigía su existencia: ninguna labor es humilde si se aspira a la perfección. Condé rastrea sus orígenes en una historia que fusiona con una sensibilidad exquisita memoria e imaginación. Tras sumergirse en su árbol genealógico, nos ofrece una de las historias más emotivas y cautivadoras de su trayectoria. Un testamento único y desgarrador de la vida en Guadalupe en el crepúsculo del siglo XIX. CRÍTICA «Una sabrosa y compleja mezcla de cultura caribeña, historia negra y vidas de mujeres corrientes.» —Publishers Weekly «Una vida marcada por pasiones culinarias, donde literatura y cocina se entrelazan en un solo arte.» —Libération «Victoire, tanto la mujer como el libro, son inolvidables.» —African American Literature Book Club «De la pluma de Maryse Condé brota, luminoso y rugiente, un magma literario arrollador.» —El Cultural «Un ciclón antillano» —La Vanguardia «Una obra de pura imaginación, donde la narradora teje la vida de su enigmática abuela, fusionando su propio talento como escritora con la desbordante creatividad que Victoire desplegaba en su legendaria cocina criolla.» —Edinburgh University Press «Este libro es maravilloso, una pequeña pepita de bondad que puede iluminar una habitación, un corazón o la imaginación de una persona.» —African American Literature Book Club «Bienaventurados quienes han saboreado estos platos; el resto de nosotros nos deleitaremos con esta exquisita historia.» —Lise Gauvin, Le Devor
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 343
A mis tres hijas
y mis dos nietas.
No sabría citar a todas las personas
cuyos escritos me han permitido esta reconstrucción.
Pero doy las gracias a Raymond Boutin,
a Lucie Julia, a Jean-Michel Renault
y, de manera muy especial,
a Jean-Pierre Sainton.
Es indiferente si recuerdo o invento,
si tomo prestado o imagino.
Bernard Pingaud,
Les Anneaux du manège. Écriture et littérature
Murió antes de mi nacimiento, pocos años después de que mis padres se casaran.
Lo único que recuerdo de ella es una fotografía de color sepia firmada por Cattan, el mejor retratista de la época, posada sobre el piano en el que aprendí a tocar. Mostraba a una joven con un vestido de cuello de encaje que le daba un aire de colegiala. Sus formas menudas reforzaban esta impresión. Sus pies minúsculos calzaban unas bailarinas de charol como de primera comunión. Un collar grèn d’ò[1] cercaba su delicado cuello. ¿Cuántos años tenía? ¿Era hermosa? No sabría decirlo. En cualquier caso, llamaba poderosamente la atención. Resultaba imposible dejar de mirarla.
Su visión me causaba siempre cierto malestar. La madre de mi madre tenía una piel de blancura australiana. Unos ojos pálidos como los de Rimbaud, hundidos en las cuencas y tan achinados que prácticamente se reducían a dos hendiduras. Miraba al objetivo fijamente, sin rastro de sonrisa ni afán de salir favorecida. El pañuelo de dos puntas indicaba la inferioridad de su estatus. Kité mouchwa pou chapo —«cambiar pañuelo por sombrero»— era la expresión que se empleaba por aquel entonces para celebrar el ascenso social femenino. En definitiva, la madre de mi madre desentonaba en mi universo de mujeres tocadas con capelinas italianas de rafia y de hombres encorbatados y ataviados con trajes fil à fil, todos de tez negra sin matices. Se me antojaba doblemente extranjera.
Un día —tendría yo siete u ocho años— ya no pude aguantar más:
—Mamá, ¿cómo se llamaba la abuelita?
—Victoire Élodie Quidal.
El nombre me llenó de admiración. Yo detestaba cómo sonaba el mío. Odiaba sobre todo mi nombre de pila, que juzgaba insoportablemente cursi. Maryse. ¿La pequeña María? Aquel, en cambio, pesaba como una medalla de bronce. Era de lo más sonoro. Insistí:
—¿A qué se dedicaba?
Recuerdo que estaba atardeciendo, el sol ya era naranja en un cielo cada vez más gris. Estábamos en el dormitorio de mi madre. Yo, a pesar de las prohibiciones, encaramada a su cama. Ella, sentada junto a la ventana abierta de par en par, aprovechando las últimas migajas de luz. Con un elegante dedal de plata, hundía una aguja en un pedazo de tela. Respondió:
—Servía.
Me incorporé, estupefacta:
—¿Quieres decir… que era… criada? —tartamudeé, incrédula y avergonzada.
—Sí. Era cocinera.
—¡Cocinera! —exclamé.
Tenía guasa. ¡Mi madre, hija de una cocinera! Precisamente ella, que no tenía lo que se dice un paladar muy fino y ni siquiera sabía freír un huevo. Durante nuestras estancias en París, sobrevivíamos entre semana a base de latas de conserva y los domingos íbamos a restaurantes.
—Y no cualquier cocinera —puntualizó mi madre—. Era una chef de primera.
Maravillada, me apresuré a declarar:
—Yo también quiero ser cocinera.
Por la expresión de mi madre, supe que acababa de meter la pata hasta el fondo. No me estaba criando para que terminara de cocinera, por muy buena que fuese. Desvié la conversación a toda prisa:
—¿Y no te enseñó nada, ninguna receta?
En lugar de responder a la pregunta, prosiguió:
—Primero estuvo en Grand-Bourg, en casa de los Jovial, que eran parientes. La cosa terminó mal. Muy mal. Después…, después… emigró a La Pointe y trabajó hasta su muerte para una familia blanca, los Walberg. De hecho, me crie en su casa —añadió.
Yo no daba crédito. La realidad superaba a la ficción. ¡Y pensar que una defensora acérrima del negrismo[2]avant la lettre se había criado en una familia de blancos! ¿Cómo era posible? Estaba hecha un lío:
—¿Entonces nunca se casó? ¿Quién era tu padre?
En la actualidad, semejante conversación resultará chocante. Pero en aquella época, tener un padre, que este te reconociera, vivir con él o simplemente llevar su apellido eran privilegios reservados a unos pocos. Me parecía lo más normal del mundo que mis padres, como tantos otros, hubieran surgido de una especie de niebla. Mi padre, charlatán empedernido, aseguraba que el suyo se había largado en busca de oro a Paramaribo, en la Guayana Holandesa, abandonando a su madre con un bebé recién nacido en el cerro Cayes. Otras veces afirmaba que se trataba de un marino mercante y que había naufragado en las costas de Sumatra. ¿Dónde estaba la verdad? Creo que mi padre la recreaba a su antojo, deleitándose al pronunciar aquellas sílabas que le hacían soñar. Paramaribo. Sumatra. Gracias a él, entendí desde muy pequeña que las identidades se forjan.
Mi madre dobló su labor:
—No me apetece hablar de eso ahora mismo. Es demasiado doloroso. Tal vez en otra ocasión. Anda, vete a revisar la lección.
Atónita, salí de la habitación.
Evidentemente, no hubo otra ocasión. Nunca retomamos la conversación. Mi madre jamás me reveló la identidad de su padre ni las circunstancias que rodearon su nacimiento. Sin embargo, no he dejado de pensar en aquella charla desde entonces. Aquel día, sin duda, nació mi resolución de documentarme sobre Victoire Quidal. Pero la vida me ha mantenido demasiado ocupada. Los años fueron pasando. A veces me despertaba por la noche y la veía sentada en un rincón de la habitación, como un reproche, tan distinta a la mujer en la que yo me estaba convirtiendo.
—¿Qué diantres se te ha perdido en Segú, en Japón o en Sudáfrica? ¿A qué vienen todos esos tumbos de acá para allá? ¿Acaso no sabes que el único viaje realmente importante es el interior? ¿A qué estás esperando para interesarte por mí? ¡Eso es lo que tendrías que estar haciendo! —parecía decirme.
Ahora dispongo, por fin, de la calma necesaria para seguir su rastro.
Su imagen está maltrecha, desenfocada. Para algunos fue una mujer hermosa. Para otros, paliducha y fea. Hay quien la define como una criatura sumisa, iletrada y sin el menor interés. Otros, como un Maquiavelo con falda. Mi madre se refería a ella utilizando los típicos clichés de las Antillas, tan manidos que ya no significan nada:
—No sabía leer ni escribir. Sin embargo, era una poto-mitan, una matador.[3]
¡Nada más lejos de la realidad! No fue ninguna poto-mitan. No obstante, con los escasos recursos de los que pudo disponer, consiguió abrir para su hija las puertas de la naciente burguesía negra.
¿Valió la pena tanto esfuerzo?
Es una pregunta que me obsesiona. Esa capacidad de sufrir y de torturarse que tanto caracterizó a mi madre —y que nos dejó a todos por herencia— me genera serias dudas. La soledad y el ostracismo a los que su madre, creyendo hacer lo correcto, la condenó a vivir en su infancia determinaron considerablemente no solo su carácter y su comportamiento, sino también los de su descendencia.
A menudo me pregunto cómo serían mi relación conmigo misma, mi visión de mi país, de las Antillas y del mundo en general; cómo sería, en fin, mi escritura, mi manera de expresar todo eso, si hubiera podido saltar sobre el regazo de una abuela pletórica y risueña, con la boca siempre llena de cuentos:
Tim, tim,
bois sec!
¿El corro duerme?
¡No, el corro no duerme![4]
Una abuela que en sus tiempos mozos hubiera sido una estrella del gwoka o de la mazouk[5]y que me susurrara al oído mitos dulces del pasado.
No ha sido así.
De manera que entrego aquí su retrato tal como he conseguido esbozarlo, incapaz de garantizar en absoluto su imparcialidad, ni siquiera su exactitud.
[1] Collar de cuentas de oro. Cuando las cuentas son gruesas, se habla de un collar choux (por analogía con las coles). (Todas las notas son de la traductora.)
[2] El movimiento artístico del negrismo, que surge a inicios del siglo XX en las Antillas, promueve las culturas negras y encuentra sus figuras más destacadas en Cuba, República Dominicana o Puerto Rico. En el Caribe francófono, suele hablarse más bien de «negritud».
[3] La denominación poto-mitan («pilar central») alude a la columna maestra de los templos vudús, mientras que matador es el nombre del traje típico de las Antillas. Ambas expresiones se emplean para hablar del arquetipo de la matriarca antillana, mujer resiliente hasta extremos insólitos.
[4] Onomatopeyas y fórmulas clásicas de apertura de los cuentos orales criollos.
[5] Músicas populares.
En La Treille —cantón de Marigalante, no lejos de Grand-Bourg— hay tantos Quidal como granos de arena hay en la playa. Es su feudo. Se dice que descienden directamente del propietario de un ingenio azucarero, el ilustre Antoine de Gehan-Quidal. Este se arruinó con la abolición de la esclavitud y regresó a Francia, abandonando a un centenar de «nuevos ciudadanos» en sus kaz nèg.[6] La rama de la que yo provengo no se distingue en nada de las otras. Igual de negros. Igual de hambrientos. Aunque hay que reconocer que mis bisabuelos resultaban curiosos. Oraison era el tercer hijo de Dominus y, como su padre y su abuelo, se dedicaba a poner y quitar nasas en el gran azul. Se casó —o, mejor dicho, se amancebó— con su prima, Caldonia Jovial. Trajeron diez criaturas a este mundo, de las que solo sobrevivieron cinco. Su cabaña era idéntica al resto. Madera del norte y techo de chapa. Nada de porches o suelos de cemento. Cocinaban y se lavaban en el patio, donde crecían un par de papayos macho. Oraison, de un negro azulado como el petróleo y más largo que un día sin pan, tenía un repertorio de cuentos que los investigadores especializados del CNRS[7] calificarían de eróticos. Comparaba los peces con el miembro viril, gordos y viscosos. El mar, con el agua que inunda el vientre de las mujeres. También cantaba con una agradable voz de falsete. Aunque no era un profesional, a menudo lo contrataban para los velorios. Caldonia, por su parte, leía los sueños. Sabía interpretarlos absolutamente todos y la gente acudía desde muy lejos para consultarle.
—¡Caldonia! Ka sa yé sa?[8]
Y Caldonia recitaba: «Pez, mortalidad. Dientes que se caen, muerte. Embarazo, buena suerte. Herida, mala suerte. Sangre propia, pena. Sangre de otros, victoria».
Una noche, supo gracias a un sueño que debía observar de cerca el vientre de su hija mayor. Éliette, que aún no había cumplido los catorce años, estaba embarazada. A ella no le pareció mal. Las mujeres están hechas para dar hijos. Cuanto antes, mejor. Pero Éliette se negaba a soltar prenda. Tanto se empeñó en mantener el nombre de su cómplice en secreto que Oraison terminó moliéndola a cinturonazos. La joven soportó los golpes con gesto de mártir, sin decir ni pío. Sus hermanos y hermanas decían que sollozaba por las noches y que todas las mañanas, a las once en punto, corría al encuentro del cartero. ¿Esperaba una carta? ¡Si no sabía leer!
El domingo 15 de agosto, justo cuando Caldonia se estaba enfundando el vestido de fiesta para asistir a la misa de mediodía, Élie apareció con la noticia de que su melliza había roto aguas. El parto no se presentaba muy bien. Nada permitía augurar un final feliz. Las caderas de la joven eran demasiado estrechas. El camastro se empapó de sangre hasta tal punto que Martha Quidal, la partera, solo pudo mandar llamar a toda prisa al párroco Lebris. A la una y media de la tarde, este recitó la oración por los difuntos.
Más que la muerte repentina de Éliette, lo que conmocionó a la familia fue el aspecto de la recién nacida. Una cabeza coronada por una espesa melena de seda negra. Pupilas de agua clara. Tez rosada. ¡Caramba! ¿Dónde demonios se había topado Éliette con un blanco? No había blancos en La Treille. Las únicas excepciones eran un par de curas lívidos, atrincherados en las profundidades de los presbiterios para evitar el paludismo. En cuanto a los terratenientes, la inmensa mayoría había desertado de los ingenios azucareros, pues ya no generaban beneficios. Durante un breve periodo de tiempo, los soldados del cuarto regimiento de infantería estuvieron acuartelados en Grand-Bourg. Tras experimentar los rigores de las caminatas —un, dos; un, dos— con el macuto al hombro bajo el sol de los trópicos, no tardaron en largarse a Francia por donde habían venido. Con el verdor de sus veinte años, quizá les había dado tiempo a cometer alguna que otra fechoría con las jóvenes locales. ¿Habría que buscar al padre entre sus filas?
De todas maneras, lo importante era decidir cómo sacudirse el muerto de encima, pensaba Oraison, indiferente a todas estas consideraciones sobre la identidad del padre de la recién nacida. ¿Mare au Punch o Gouffre d’Enfer?[9] Este último conviene perfectamente a criaturas como aquella. Pero la niña alzó los párpados y fijó la mirada en Caldonia. La maternología aún no se había inventado. ¡Ni falta que hacía! Aquel intercambio silencioso puso del revés el mundo de Caldonia. Bastó apenas un instante. Ambas quedaron unidas por un lazo que no se desataría hasta catorce años después, cuando Caldonia murió por comerse una banana en plena canícula. La nieta conquistó por completo el corazón de su abuela, que hasta entonces nunca había sentido plenamente. Temía a Dios, pero de cara a los demás. Aborrecía a su marido. Sus hijos le eran indiferentes. De un día para otro, todo cambió. Conoció la devoción, la posesividad, las exigencias, la angustia constante. No había en el mundo huevos lo suficientemente frescos, pechugas de pollo lo suficientemente tiernas ni harina lo suficientemente ligera para el estómago de su bebé. Para evitar los cólicos, le preparaba infusiones de díctamo con agua mineral de la marca Hépar. ¡Lo nunca visto! En un lugar como La Treille, donde las criaturas correteaban desnudas con los vientres hinchados, el pelo quemado y dos babosas asomando por la nariz, semejante amor tenía un toque irreal. De alguna manera, inspiraba respeto. Aún hoy constituye un tema recurrente en las conversaciones de los lugareños.
La elección de los nombres corrió a cargo del párroco Lebris. ¡Victoire! Pues, a fin de cuentas, su nacimiento suponía una victoria. La pobre Éliette se había marchado de este mundo sin apenas haberlo estrenado, dejando a su hija para honrar al Santísimo con todas y cada una de sus acciones. Y Élodie porque, según el calendario, nació el día de Santa Élodie. Ciertas malas lenguas me han insinuado que, en realidad, Lebris era el padre de Victoire. Un auténtico despropósito. Aquel bretón había escuchado la llamada de Dios nada menos que a los ocho años. Dios era su roca y su fortaleza. En el seminario, sus superiores lo castigaban por escribir salmos, pues consideraban que pecaba de soberbio. ¿Acaso se creía el rey David? Por eso, en cuanto se ordenó sacerdote, lo despacharon a predicar entre negros a un islote perdido en mitad del mar Caribe.
Llegó a Marigalante en 1870, apenas veintidós años después de la abolición de la esclavitud, y se quedó prendado de aquella tierra que el sol cocía y recocía en su horno cual hogaza de pan. Las condiciones de vida de su rebaño le partían el corazón. La libertad es una noción abstracta, una ensoñación propia de los privilegiados. Aquellos hombres y aquellas mujeres vivían mejor siendo esclavos. La servidumbre implicaba que sus amos les garantizaran un techo y sustento para no morir de hambre. Pero, como hombres y mujeres libres, ¿qué poseían aparte de la más absoluta miseria? Si el párroco Lebris hubiera vivido lo suficiente, es probable que hubiera ejercido de mentor de Victoire y, tal vez, el destino de esta habría sido distinto. Por desgracia, el paludismo se lo llevó antes de que la pequeña cumpliera un año. Al igual que Éliette, se marchó a descansar bajo los filaos del cementerio, a la salida de Grand-Bourg. Por segunda vez en su corta vida, Victoire conoció el abandono. Quedó en manos de una mujer que, si bien la idolatraba, era completamente inculta e incapaz de educar a una niña.
En torno a 1880, los marigalanteses empezaron a migrar. Tal y como han estudiado ciertos economistas, un pico en la producción europea de azúcar de remolacha comenzó a desequilibrar el mercado antillano por aquel entonces. Mucha gente dejó Saint-Louis, Capesterre o Grand-Bourg para instalarse en la Guadalupe «continental», como se la suele llamar sin asomo de ironía. Se asentaban preferentemente en la región de Petit-Bourg, donde una fábrica y dos destilerías aseguraban el empleo. Además, la mar allí era propicia: abundaban los jureles, las doradas, los atunes y los siluros. La zona resultaba ideal tanto para la pesca con nasa como para la pesca de arrastre. Los recién llegados diseminaron sus cabañas a las afueras de la ciudad, en el lugar hoy conocido como Pointe à Bacchus, además de en Sarcelles, Bergette, Juston e incluso en lo alto de la cascada del Lézarde o Montebello. Élie se acababa de ir a vivir con Anastasie, apodada «Bobette», que le había dado dos niños. Para alimentar a su familia, decidió echarse a la mar y le ofreció a su madre hacerse cargo de la hija de su melliza, a quien consideraba como suya pese a su desafortunado color.
Solo Élie sabía con certeza quién era el padre de Victoire, y maldecía su nombre. ¿Qué se podía esperar de un blancucho? Y, además, militar. Los militares son como los marineros: en lugar de una mujer en cada puerto, una mujer en cada cuartel.
Caldonia se negó rotundamente a separarse de la niña de sus ojos. ¿Qué sería de ella sin su pequeña? Victoire tendría cinco o seis años. Rara vez se escuchaba su voz. Tampoco era habitual verla esbozar una sonrisa, soltar una carcajada o hacer alguna de esas alegres cabriolas típicas de la infancia. Parecía que su alegría de vivir yaciera enterrada con su madre. Tenía el pelo tan fino y liso que, en cuestión de minutos, las trenzas se le deshacían y volvía a tener el rostro cubierto por un sedoso velo de luto. Para calmar sus pesadillas, Caldonia la metía a dormir en su cama. Pegada a las faldas de su abuela día y noche, terminó contagiándose de su olor a miseria. Sudor, mugre y árnica.
En aquella época, no era tan raro que los más pobres se preocuparan por el asunto de la educación. Schoelcher les había prometido enseñanza gratuita para todos y no pensaban renunciar a ella. Unos frailes de la Instrucción Cristiana de Ploërmel habían reabierto una escuela en Basses, en el lugar donde hoy se encuentra el aeropuerto. Al parecer, a Caldonia ni se le pasó por la cabeza inscribir a Victoire. Tampoco a sus hijos pequeños. Consecuencia: mi abuela nunca aprendió a leer ni escribir. Jamás supo hablar francés correctamente y, para no desentonar en el universo de su hija, guardaba un silencio obstinado en cualquier circunstancia.
La única instrucción que recibió —si es que se la puede llamar así— fue religiosa. Aurora Quidal enseñaba catecismo en su cabaña de adobe. Sentados en corro en el suelo, los niños salmodiaban, alternando curiosamente frases en criollo y en francés:
—Ka sa yé sa: lanfè?[10]
—Dios es uno y trino.
—Ki jan nou pé vinn pli bon?[11]
—Tomad, comed. Este es mi cuerpo.
A lo largo de toda su vida, Victoire, aunque no hablara del tema, rememoraba su infancia como si se tratara de un paraíso perdido. Sin embargo, todo indica que aquel tiempo fue más bien rutinario, sin demasiadas distracciones y marcado por la sombría miseria de las clases populares.
El día daba comienzo con un destello blanco en las comisuras de la única ventana de la cabaña. Oraison y Élie, de pie en la oscuridad desde las tres de la madrugada, se preparaban el almuerzo. Acto seguido, iban en busca del hermano de Oraison para echarse a la mar a bordo de una barca bautizada con el nombre de Ézékiel. Una hora después salía Caldonia. Vaciaba el toma[12]de los orines de la noche, se enjuagaba la boca y rezaba. Diez salves y dos padrenuestros. Encendía el fuego en el hogar —tres rocas dispuestas triangularmente— y, cuando el agua comenzaba a hervir, sacudía a Lourdes, la benjamina, para que se llevara al estanque a Théodora, la vaca. Después despertaba a Félix y Chrysostome.
El desayuno —por llamarlo de alguna manera— se resolvía en un santiamén. Madre e hijos mojaban en tchòlòlò[13]un pedazo de kassav[14]rancio. Según la estación, Félix y Chrysostome bajaban a los cañaverales o desmalezaban el huerto petite-guinée[15] de la familia, mientras que Lourdes, responsable de las tareas domésticas, barría el patio con un escobón zo.[16] Por fin, Caldonia entraba en la habitación donde seguía durmiendo Victoire. Se deshacía en mimos con la pequeña durante un largo rato, en un tono que habría sorprendido a más de uno. ¿De dónde sacaba Caldonia aquel rosario de palabras cariñosas? ¿Y todas esas caricias y cosquillas? Llevaba a Victoire hasta el barril de agua. Estaba helada. La niña lloriqueaba mientras su abuela la aseaba, la secaba, le ponía unas braguitas de algodón que apenas disimulaban su hernia umbilical y la peinaba. No se calmaba hasta que se tomaba su papilla, perfumada con canela y endulzada con miel salvaje. Caldonia reunía entonces los fardos de ropa que había recogido en la ciudad a lo largo de la semana. Desde los tiempos de las grandes haciendas y plantaciones, las mujeres de su familia eran lavanderas y estaban muy orgullosas de ello, pues este oficio les había permitido escapar del destino común. A continuación, Caldonia se encaminaba hacia el lavadero.
El lavadero de Croix ya no existe. Se alzaba sobre un manantial hoy extinto, antaño caudaloso y saltarín: el manantial Espíritu. Una docena de lavanderas se adentraba hasta los muslos en el agua y estallaba una gran algarabía de kréyol,[17] risas, exclamaciones y olorosos chasquidos de sábanas frotadas con jabón de Marsella y lejía La Croix. Para Caldonia, Victoire era la niñita más adorable del mundo, un regalo de ese Dios que, hasta entonces, se había mostrado más bien tacaño con los suyos. Una foto que ya no existe, o que tal vez nunca existió, pero que me dispongo a reconstituir, no es suficiente para juzgar si Caldonia estaba o no en lo cierto.
No todos los días la retratan a una en La Treille. El fotógrafo ha venido desde La Pointe con su caja mágica, sus placas y su tela negra. Oraison se ha puesto sus mejores galas. Pantalón de sarga a rayas negras. Americana. ¡Hasta un chaleco! Lleva la cabeza al descubierto. Su pelo mal peinado subraya la tosquedad de su rostro. A su lado, Caldonia luce su vestido criollo más elegante. Me parece que se ha anudado el madrás[18] de un modo extraño. Un pliegue en diagonal hace que parezca un gorro algo estrecho. Frente al matrimonio, los niños están en fila, de mayor a menor. Y, justo en medio, Victoire, llamativa como un pollito en medio de una camada de patos.
La mayoría de la gente le tenía miedo por su piel demasiado blanca y sus ojos demasiado claros. Según una superstición del reino de Nan-Guinnin,[19] con un poco de suerte, las almas de los difuntos consiguen escapar de los cántaros donde se las encierra e introducirse en los cuerpos de los niños. Así regresan a la vida. Seguramente fuera el caso de Victoire. Se trataba de una muerta viviente, de una zombi. A veces arrancaba un puñado de hierbas de guinea y las masticaba. La mayor parte del tiempo, sus manos reposaban sobre sus rodillas con las palmas hacia arriba y se quedaba mirando fijamente a un punto en el vacío.
Otros estaban convencidos de que se trataba del mismísimo Ti-Sapoti, ese supuesto huérfano que se aparece por las noches en los recodos de los caminos. Cuando los transeúntes se apiadan de él y cometen el error de detenerse, los arrastra a regiones desconocidas. An ba la tè?[20]¡Quién sabe!
—Ka ou ka fé là, ti-doudou an mwwen?[21]
¿Quieres saber qué estoy haciendo aquí? Ti-Sapoti se enjuga las lágrimas y se transforma en depredador.
Al terminar la colada, Caldonia protegía la frente de Victoire con un sombrero bakoua[22]y regresaban a La Treille. Lourdes ya había puesto las raíces al fuego y cocinaba chile y rabo de cerdo. Siempre comían en silencio. Después del almuerzo, Caldonia batía el almidón, poniendo especial cuidado en deshacer bien todos los grumos. Almidonaba la colada y la tendía. Luego, normalmente acompañada de Victoire, bajaba a la orilla para esperar a Oraison. Como no le reclamase en cuanto llegara las ganancias de la jornada de pesca, malgastaría tres buenas partes con sus queridas y se bebería el resto con sus amigotes. El regreso a tierra constituía un auténtico ritual. La barca de Oraison se dibujaba en el horizonte y se encaminaba derecha hacia la playa, pero de pronto parecía cambiar de idea y volvía hacia el estrecho. Tras un último rodeo, se dirigía de nuevo a la playa. Los pescadores se lanzaban a las olas y la arrastraban tras ellos como a una bestia indómita.
Con la brisa del ocaso llegaba la calma. El paisaje parecía de postal.
El sol se ahogaba junto a la isla de Dominica. Después de calentar el hierro sobre las brasas rojizas del hogar, Caldonia planchaba la colada previamente encerada. Oraison fumaba en pipa mientras remendaba las redes de su nasa. Lourdes preparaba con esmero la sopa grasa.[23] Félix y Chrysostome contaban cuentos al tiempo que asaban mazorcas de maíz y Victoire las mordisqueaba. A menudo, Oraison intervenía con alguna de esas historias medio imaginarias que tan bien se le daba contar.
En una ocasión, según él, una orca había arrastrado el Ézékiel hasta Antigua. Junto con su hermano y su hijo, cruzaron el estrecho del Grand Cul-de-Sac Marin, dejando atrás la blancura de las playas de Saint-François. De repente, el animal desapareció. Por más que inspeccionaron el azul en derredor, no divisaron más que barcas de pescadores idénticas a la suya. En otra ocasión, se cruzaron con una barcaza cargada de hombres de ojos rasgados, tez color limón y pelo negro que hablaban una lengua incomprensible y los señalaban con el dedo. En un abrir y cerrar de ojos, la barcaza se esfumó. Y otro día, en mitad del mar, vieron cómo el agua se inflaba cual montaña. Su barca empezó a bailar sobre una cima y luego sobre otra. A escasos metros de ellos se estaba formando una auténtica muralla líquida.
—An mwé![24] —gritaron desesperados.
De repente, como por arte de magia, la muralla se desplomó en un sinfín de gotas y todo volvió a la normalidad, con las olas rompiendo mansamente contra una hilera de rocas.
A pa jé![25] Desde luego, ¡la mar es traicionera!
[6] Chozas, cabañas o chabolas.
[7] Centre national de la recherche scientifique (Centro Nacional de Investigaciones Científicas).
[8] «¿Esto qué es?»
[9] Estanque del Ponche y Acantilado del Infierno.
[10] «¿Qué es el infierno?»
[11] «¿Cómo podemos ser mejores?»
[12] Orinal.
[13] Café aguado.
[14] Galleta de harina de mandioca.
[15] Huerto con verduras y hortalizas autóctonas básicas en la cocina popular. La expresión alude a Guinea en tanto que tierra mítica, madre de todos los descendientes de esclavos.
[16] Escoba hecha con hojas de latania (planta de la familia de las palmeras).
[17] Criollo.
[18] El madrás es una tela de algodón con estampado de cuadros en colores vivos, usada por las mujeres para cubrirse la cabeza y también para fajarse los riñones durante el trabajo. Forma parte del atuendo típico guadalupeño.
[19] En el imaginario popular haitiano, Nan-Guinnin o Nan Guinan es una suerte de espíritu negro, rey de todos los genios de Guinea, que cabalga por las montañas sin bridas ni silla.
[20] «¿Bajo tierra?»
[21] «Pero ¿qué estás haciendo aquí, cariño mío?»
[22] Sombrero de paja característico de los campesinos (bakoua, de hecho, también se emplea para referirse a estos).
[23] Caldo reconstituyente, muy típico en los velorios.
[24] «¡Ay, mi madre!»
[25] «¡No es un juego!»
Una vez al mes, cargada con estropajos hechos de follaje, cepillos de cerdas duras y varios cubos, Caldonia redondeaba las escasas ganancias fruto de las coladas y la pesca fregándole el suelo al alcalde, Fulgence Jovial. Eran primos segundos, pero él prefería no airearlo y, en su lugar, vanagloriarse de su parentesco, bastante más halagador, con Jean-Hégésippe Légitimus, el primer político negro. Había llegado a ser su principal lugarteniente en Grand-Bourg y, como él, se autoproclamaba «Gran Negro», una expresión que nada tiene que ver con el dinero e implica, más bien, junto con ciertos valores intelectuales y humanos, orgullo, respeto y consideración social.
Tras dejar embarazadas a todas las jóvenes de la hornada marigalantesa en edad de procrear, Fulgence Jovial sentó la cabeza y se casó, por lo civil y por la Iglesia, con Gaëtane Sébéloué, la hija bastarda de la hija bastarda de un rico terrateniente. Gracias al patrimonio de su mujer, presumía de poseer una casa de dos plantas con muebles de la madera de ébano más exquisita. Cual guía de museo, paseaba a las visitas por las distintas estancias para que pudieran admirar los armarios hechos en Nantes, los secreteres, las cómodas y, sobre todo, los espléndidos aparadores de dos cuerpos.
Cuando se marchaba a trabajar a casa de los Jovial, Caldonia dejaba a Victoire al cuidado de su hermana, que se ganaba la vida vendiendo baratijas en el mercado. Si aquel día no obró como de costumbre fue porque, excepcionalmente, Thérèse se encontraba en Grand-Bourg. Thérèse era la única hija del matrimonio Jovial. Sus padres la idolatraban. A pesar de la opinión de Fulgence, que consideraba la música una frivolidad y soñaba con verla convertida en médico, Thérèse estudiaba piano en Cuba bajo la dirección de la gran Marista Nueva Concepción de la Cruz y visitaba a sus padres solo una o dos veces al año. Unos años antes, había sostenido a Victoire sobre la pila bautismal, al igual que hacía con decenas de niños cada vez que pasaba por Marigalante. En nuestra tierra, la elección de la madrina no es un asunto que se tome a la ligera. Se trata de una decisión muy meditada. Es una madre de repuesto. Debe ser alguien con posibles o, mejor aún, con fortuna; alguien en condiciones de asegurar a su ahijado o ahijada lo que su madre biológica no le puede procurar. Además, debe ser capaz de asumir su papel en caso de fallecimiento. Thérèse no se preocupaba lo más mínimo por los incontables niños que, en teoría, tenía a su cargo. Pero a Victoire la apreciaba. ¿Tal vez por su aspecto fuera de lo común? Nunca se olvidaba de traerle algún recuerdo de Cuba,[26] por insignificante que fuera. Y aquel día la hizo subir a su cuarto con una bombonera a rebosar de juguetes antiguos: muñecas de celuloide o porcelana, ositos de peluche, marionetas de trapo, un caballito de madera. Después puso un vinilo de 78 revoluciones en el gramófono. En cuanto la música comenzó a sonar, Victoire se acercó al aparato para tocarlo. Se quedó clavada frente a él, fascinada por la lenta rotación de la aguja. Cuando la melodía se detuvo, empezó a patalear desesperada, algo sorprendente teniendo en cuenta su carácter dulce:
—Mizik! Mizik!
Divertida, Thérèse volvió a poner en marcha el artilugio y se pasaron toda la mañana escuchando un disco tras otro. A la una de la tarde, cuando Caldonia subió a buscarla, Victoire se negaba a marcharse. Se resistió con todas sus fuerzas y —cosa rarísima— se echó a llorar de una manera capaz de romperle el corazón a cualquiera, sin cesar de farfullar la palabra mágica:
—Mizik!
¡Cuánto me gustaría descubrir los ritmos que despertaron esas primeras emociones en Victoire!
Sé que Thérèse soñaba con llegar a ser concertista de piano. Pero la vida tenía otros planes para ella. Tras un naufragio sentimental, se retiró a Francia, donde languideció en el anonimato. ¿Qué escucharían aquella mañana? ¿Sería una suite para piano de Isaac Albéniz, que se convertiría en su compositor favorito? ¿Quizá unas biguines o algún bèlè[27] de Martinica? ¿Unos rondós napolitanos, que gustaban mucho en Nueva Concepción?
Nunca lo sabremos.
Lo que sí sabemos es que, a partir de ese día, creció su interés por aquella ahijada atípica, tan diferente a las bitakos[28] y que, para colmo, parecía compartir sus gustos. La colocó bajo la protección expresa de Gaëtane, a quien hizo jurar que velaría por su bienestar. En resumidas cuentas, al principio Thérèse trató a Victoire con la mayor benevolencia, aunque después pasaría a considerarla como el símbolo de la más absoluta falsedad.
Pero no nos adelantemos.
Caldonia nunca salía de La Treille. Le bastaba y le sobraba con la isla donde había nacido y donde moriría algún día. De manera que encargó una cajita de música a su hermana, que iba a La Pointe una vez al mes. Esta compró en Chez Abel Lhuillier, en la Rue Frébault, un pequeño objeto trapezoidal, metálico, pintado de blanco y decorado con un doble friso de flores azules. Cuando una giraba la manivela a fondo hacia la izquierda, sonaba una débil melodía: la habanera de Carmen, la ópera de Bizet.
El amor es un pájaro rebelde…
Encontramos aquella reliquia entre los efectos personales de mi madre: joyeros, abanicos de varillas de nácar, cartas, facturas. Causó una gran intriga. Nadie sabía de dónde había salido.
A partir de ese momento, más que un juguete, Victoire poseía un auténtico fetiche. Se pasaba el día escuchando su cajita de música, canturreando para sí misma en voz baja. Dormía con ella. A veces Lourdes se la escondía para fastidiarla. Victoire rompía entonces a llorar de tal modo que Caldonia montaba en cólera y le propinaba a Lourdes unas palizas terribles.
Los primeros años de Victoire transcurrieron sin grandes sobresaltos. Cabe destacar un solo acontecimiento, que la gente califica de sobrenatural. Se produjo cuando tenía siete u ocho años, en plena Cuaresma, un mes de marzo, tal vez de abril.
Una tarde, Caldonia, que la había dejado durmiendo mientras bajaba a supervisar a Oraison en la venta de pescado, no la encontró en su kabann[29]al regresar. No respondía a sus llamadas. Fuera de sí, lo primero que hizo Caldonia fue moler a palos a Félix, a Chrysostome y a Lourdes por no haberla vigilado. Después, la familia al completo salió en su busca, inspeccionando a fondo cada rincón, cada sendero.
¿Dónde diantres se habría metido?
En aquella época no existían «ogros» —es decir, amantes de la carne fresca— en Marigalante. No se conocían casos de secuestros o violaciones de niños. La isla tampoco poseía parajes frondosos donde las criaturas imprudentes pudieran jugar a perderse. Bajo la luz omnipresente de un sol abrasador, la vegetación mustia de la sabana se alternaba con los cañaverales. La cosecha había tenido lugar tres meses antes y las cañas despuntaban, aún jóvenes, pero ya impenetrables. ¿Se habría adentrado en su espesura? ¡Nadie se atrevería!
Una idea se cruzó por la mente de Caldonia cual dardo envenenado: los estanques que abundan por las llanuras de la isla. Se puso a correr de uno a otro, espantando a las cabras y a los camaleones que dormitaban sobre las piedras. Félix acudió al Codo Empinado, donde su padre se estaba bebiendo hasta el agua de los floreros, para avisarle de que la pequeña había desaparecido. Oraison se levantó con torpeza, claramente perjudicado por el alcohol, pero aun así consciente de la gravedad del asunto, y se unió a la patrulla de búsqueda. Al ocaso, blandieron chaltounés[30]que pespuntearon la oscuridad como grandes ojos resplandecientes.
Hacia las once de la noche, hubo quien tiró la toalla, pensando en su fuero interno que Victoire habría regresado al infierno de donde había salido. Por fin la encontraron: estaba en el cementerio de La Ramée, a tres kilómetros de La Treille.
La Ramée tiene un encantador cementerio marino donde los muertos reposan envueltos en el sudario de lino azul de la mar. Todas y cada una de las tumbas están decoradas con un reborde de conchas de lambi. Victoire estaba dormida sobre la sepultura de su madre, bajo la cruz, en la que podía leerse en letras más bien torpes:
Éliette Quidal
Muerta a los catorce años
¡Dios mío, qué jóvenes se nos mueren las madres!
Cuando la despertaron, Victoire tomó la mano de Caldonia sin decir palabra y se puso a trotar junto a ella. Jamás reveló a nadie lo ocurrido aquella noche. Caldonia la atosigaba con un sinfín de preguntas. ¿Cómo había recorrido semejante distancia? ¿Alguien la había guiado? Si había sido capaz de orientarse sola, tenía que haber visto el camino en sueños. ¿Era un signo de que su madre la reclamaba y de que su breve paso por la tierra pronto tocaría a su fin? No obstante, el resto de aquel año y los siguientes se sucedieron sin mayores sobresaltos.
Al cumplir los diez años, Victoire aprobó la catequesis a la segunda. Pudo, por tanto, hacer la primera comunión. La primera comunión tiene la solemnidad de una boda y la gravedad de un rito de paso. Se celebra un domingo por la mañana, a la hora de la misa mayor. Una procesión de criaturas vestidas con túnicas blancas —todas idénticas, para evitar desigualdades—, sosteniendo rosarios de nácar entre las palmas y con coronas de flores artificiales en el pelo —las niñas—, entran cantando a la iglesia. Caminan a la vez hacia el altar. Las familias tiran la casa por la ventana para que no falten pastelesy chodo.[31] Pasados unos meses, Gaëtane Jovial le pidió a Caldonia que Victoire ayudase a su criada, Danila. Caldonia tardó lo suyo en dar su consentimiento. No fue por motivos económicos. Trabajar sin sueldo, solo a cambio de techo y comida, era lo normal en casos así. Sin embargo, desde el incidente del cementerio, no le gustaba separarse de su nieta. Esta la acompañaba a todas partes, silenciosa, perdida en la sombra de su amplia silueta. Si terminó cediendo fue porque consideró que la pequeña adquiriría experiencia y educación. En realidad, Gaëtane había obedecido a regañadientes a Thérèse, que le había insistido en todas sus cartas. Al igual que Danila, Gaëtane apenas le prestaba atención a Victoire. Si por ellas hubiera sido, se habrían limitado a tenerle miedo, como el resto de los habitantes de La Treille. Durante los años que vivieron juntas, Danila logró la proeza de no dirigirle la palabra más que para darle órdenes:
—Fô ou fè…
—Pa obliyé…
—Atansyon![32]
En efecto, los Jovial trataron a Victoire como a una paria, por no decir como a una esclava. Jamás la consideraron parte de la familia, ni siquiera una pariente pobre y poco agraciada.
Barrer, quitar el polvo, fregar el suelo, sacudir las alfombras, encerar los muebles, pulir la cubertería de plata, lavar y blanquear las sábanas junto con las camisas y los faldones, ayudar en la cocina… Estas eran sus ocupaciones. Empezaba a trabajar a las seis de la madrugada y terminaba su jornada a las siete, a veces incluso a las ocho. Regresaba a La Treille en la oscuridad y se desplomaba, exhausta, en el camastro de Caldonia, del que, por aquel entonces, Oraison ya había desertado por completo. Dormir acurrucada con su abuela le permitía ignorar los aullidos del viento sobre la mar, el galope del caballo de Man Ibè en torno a la cabaña y los lamentos de todos esos soukougnans[33] que pululaban por los campos, sedientos de sangre humana. Para tranquilizarla, la abuela le contaba cuentos o le tarareaba canciones. A la pequeña le gustaba especialmente una melopea que acostumbraban a entonar los cortadores de caña:
Zip, zap, wabap
Ma bel, ô, ma bel…[34]
Sigámosla. Su pequeña silueta mal vestida, sin gracia, tropieza con sus propios pies descalzos. No se puso unos zapatos hasta casi los dieciséis años, cuando Thérèse Jovial le trajo un par de La Habana.
La carretera de La Treille desciende desde una cima pedregosa y, una vez en la llanura, se encuentra con la de Grand-Bourg en una encrucijada señalada por un par de mangos y una güira retorcida. Después gira abruptamente hacia la izquierda y se adentra en la ciudad. Si se continúa caminando en línea recta, a mano izquierda se divisa el ayuntamiento —llamado a ser la obra maestra de Sylvain Tarpinius, discípulo de Ali Tur— y se percibe un fuerte olor a yodo. Victoire se encaminaba derecha hacia la mar y hacia sus embarcaciones de ondeantes velas a lo largo del muelle. Tal vez influenciada por los cuentos fantásticos de Oraison, desconfiaba de aquella inmensidad azul. De hecho, tan solo la cruzó tres veces en su vida, con suma prudencia. Nadie sabe lo que esconde bajo su superficie, ora serena, ora encrespada. Sin embargo, le gustaba la brisa marina y su vivificante aroma a benjuí. Se quedaba un rato inmóvil al final del muelle, con el rostro vuelto hacia la isla de Dominica, que se perfilaba como una perrita mansamente sentada en el azul del horizonte.
Luego volvía sobre sus pasos para dirigirse a casa de los Jovial. No tardaba en llenar varios cubos de agua y en ponerse a fregar, de rodillas, la acera pavimentada con adoquines de color ladrillo. Al entrar, Danila, que daba sorbos a su café dulce como la miel, ni siquiera se dignaba a saludarla con un «Bonjou! Ou bien dònmi?».[35] Se sacaba algo de dinero del corsé y gruñía:
—Sé lanbi yo vlé manjé jodi-là, oui![36]
Victoire obedecía, ligera como el viento.