Yawar Fiesta - José María Arguedas - E-Book

Yawar Fiesta E-Book

José María Arguedas

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Beschreibung

Publicada en 1941, Yawar Fiesta (Fiesta de Sangre) es la primera novela del escritor peruano José María Arguedas. Es una de las obras más representativas del movimiento literario indigenista. Aquí Arguedas hace una fusión estilizada de la lengua castellana y quechua. Pretende describir con la mayor verosimilitud posible la situación de los pueblos andinos del Perú, en particular los pueblos de la Sierra Centro y Sur. La obra corresponde a la realidad que reinaba a lo largo de la primera mitad del siglo XX. En dicha época en el Perú había una marcada discriminación racial, entre los terratenientes (patrones) y los campesinos. Así la oligarquía económica trató de imponer sus costumbres sobre los pueblos autóctonos del Perú. Mientras, los indígenas pugnaban por mantener su propia idiosincrasia. El nudo narrativo de Yawar Fiesta es el conflicto cultural que sucede cuando el pueblo de Puquio (sierra al sur del Perú) desea celebrar su tradicional corrida de toros andina (turupukllay) para las Fiestas Patrias en la década de los años treinta del siglo XX. Sin embargo, las nuevas autoridades han recibido una circular de parte del gobierno para evitar esta corrida por considerarla una tradición bárbara. La única opción para los comuneros es aceptar una corrida a la manera española con la participación de un torero proveniente de la capital peruana. Según los críticos, es la más lograda de las novelas de Arguedas, desde el punto de vista formal. Se aprecia el esfuerzo del autor por ofrecer una versión lo más auténtica posible de la vida andina, sin recurrir a los convencionalismos y al paternalismo de la anterior literatura indigenista de denuncia.

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José María Arguedas

Yawar fiesta

Barcelona 2024

Linkgua-ediciones.com

Créditos

Título original: Yawar Fiesta.

© 2024, Red ediciones S.L.

e-mail: [email protected]

Diseño de la colección: Michel Mallard.

ISBN rústica ilustrada: 978-84-1167-755-4.

ISBN tapa dura: 978-84-1126-601-7.

ISBN ebook: 978-84-1126-995-7.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.

Sumario

Créditos 4

Brevísima presentación 7

La vida 7

Nota preliminar 9

La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú 11

Los personajes humanos en los Andes 11

I. Pueblo indio 23

II. El despojo 35

III. Wakawak’ras, trompetas de la tierra 47

IV. K’ayau 53

V. La circular 69

VI. La autoridad 87

VII. Los «serranos» 99

VIII. El Misitu 123

IX. La víspera 137

IX. El auki 155

X. Yawar fiesta 195

Apéndice 221

La quebrada 221

Glosario 227

1937 227

1941 228

Brevísima presentación

La vida

José María Arguedas Altamirano (Andahuaylas, Perú, 18 de enero de 1911-Lima, 2 de diciembre de 1969). Es considerado como uno de los tres grandes representantes de la narrativa indigenista en el Perú, junto con Ciro Alegría y Manuel Scorza.

Arguedas fue criado por los sirvientes indios de su casa paterna y, prácticamente, desde que nació, se impregnó de la cultura indígena propia de la región de Apurimac. Aprendió el quechua y se familiarizó con las costumbres autóctonas al punto de centrar el fondo de su obra literaria en buscar la redención de los indígenas y de su cultura.

Este acercamiento no solo se dio por haber vivido con ellos desde su niñez sino también por su dedicación consciente al estudio científico de la etnología y el folklore popular.

Cuando llegué a la universidad leí los libros en los cuales se intentaba describir a la población indígena, me sentí tan indignado que consideré que era indispensable hacer un esfuerzo por describir al hombre andino, tal y como yo lo había conocido.

Nota preliminar

En la novela Yawar fiesta (Fiesta sangrienta) culmina el proceso de búsqueda de un estilo en que el milenario idioma quechua lograra transir el castellano y convertirse en un instrumento de expresión suficiente y libre para reflejar las hazañas, el pensamiento, los amores y odios del pueblo andino de ascendencia hispano-india. No solo de la multitud de habla quechua monolingüe sino la de los herederos de los conquistadores que en cuatro siglos fueron medularmente influidos por el universo andino vivo y palpitante en la lengua indígena.

En esta novela podrá el lector sentir, podrá olfatear y aun confundirse, compenetrarse, con las tan profundas y originalísimas confluencias y conflictos entre lo europeo y la más antigua civilización andina. Esas confluencias y conflictos están vívidos en los acontecimientos narrados, muy singularmente épicos, como singularísimos son los agentes que desencadenan esas aventuras.

El autor pasó parte de su infancia y adolescencia en Puquio, escenario de la novela. Cuando visitó los cuatro ayllus-comunidades que forman el pueblo de Puquio, dieciocho años después de publicada la obra, quedó deslumbradamente feliz de encontrar cómo en Yawar fiesta los indios, los mestizos, los terratenientes y sus tensas relaciones, y el majestuoso, bravío, quebradísimo y tierno paisaje, estaban descritos en la obra como si hubieran sido interpretados, cantados en el onomatopéyico quechua que contiene en sus sílabas casi la esencia material de las cosas y el modo cómo en esas materias el hombre se ha derramado para siempre. Debo advertir, también, que este relato podrá acaso desencantar a los muy amantes de las grandes conquistas formales de la novelística moderna. Es una obra original por el estilo y la lengua y por las revelaciones que es posible que ofrezca acerca del tan intrincado, tan poco conocido universo andino, allí donde es más densamente poblado y antiguo.

Para la mejor información de los lectores, el director de la colección en que esta obra aparece editada en Chile1 ha elegido con acierto para ser insertado, a manera de prólogo, un artículo que escribí en 1950 acerca de cómo y por qué consideramos esta novela como la culminación de una verdadera lucha que tuvo que librar un autor de lengua quechua para convertir el castellano en un medio de expresión libre y suficiente. Estas líneas son una especie de prólogo de ese prólogo.

J. M. A.

Santiago de Chile, 17 de junio de 1968

1 Pedro Lastra, para la colección Letras de América (Santiago de Chile: Ed. Universitaria, 1968).

La novela y el problema de la expresión literaria en el Perú

Los personajes humanos en los Andes

La diferenciación del campesino en los países descendientes del Imperio incaico y de España ha sido determinada principalmente por causas de índole cultural; por esa razón el campesino tiene en estos países un nombre propio que expresa toda esta compleja realidad: indio. De este nombre se han derivado otros que han encontrado una difusa aplicación en el arte, en la literatura y la ciencia: indigenista, indianista, india.

Se habla así de novela indigenista; y se ha dicho que mis novelas Agua y Yawar fiesta que son indigenistas o indias. Y no es cierto. Se trata de novelas en las cuales el Perú andino aparece con todos sus elementos, en su inquietante y confusa realidad humana, de la cual el indio es tan solo uno de los muchos y distintos personajes.

Yawar fiesta es la novela de los llamados «pueblos grandes», capitales de provincia de la sierra; Agua es la historia de una aldea, de una capital de distrito.

Son cinco los personajes principales de los «pueblos grandes»: el indio; el terrateniente de corazón y mente firmes, heredero de una tradición secular que inspira sus actos y da cimiento a su doctrina; el terrateniente nuevo, tinterillesco y politiquero, áulico servil de las autoridades; el mestizo de pueblo que en la mayoría de los casos no sabe adónde va: sirve a los terratenientes y actúa ferozmente contra el indio, o se hunde en la multitud, bulle en ella, para azuzarla y descargar su agresividad, o se identifica con el indio, lo ama y sacrifica generosamente su vida por defenderlo. El quinto personaje es el estudiante provinciano que tiene dos residencias, Lima y «su pueblo»; tipo generalmente mesiánico cuya alma arde entre el amor y el odio; este elemento humano tan noble, tan tenaz, tan abnegado, que luego es engullido por las implacables fuerzas que sostienen el orden social contra el cual se laceró y gastó su aliento. Sobre estos personajes fundamentales flotan las autoridades, cabalgan sobre ellos; y muchas veces, según la maldad, la indiferencia o rara buena intención de tales elementos, los pueblos se conmueven y marchan en direcciones diferentes con pasos violentos o rutinarios.

Otro personaje peruano reciente que aparece en Yawar fiesta es el provinciano que migra a la capital. La invasión de Lima por los hombres de provincias se inició en silencio; cuando se abrieron las carreteras tomó las formas de una invasión precipitada. Indios, mestizos y terratenientes se trasladaron a Lima y dejaron a sus pueblos más vacíos o inactivos, desangrándose. En la capital los indios y mestizos vivieron y viven una dolorosa aventura inicial; arrastrándose en la miseria de los barrios sin luz, sin agua y casi sin techo, para ir «entrando» a la ciudad, o convirtiendo en ciudad sus amorfos barrios, a medida que se transformaban en obreros o empleados regulares. ¿Hasta qué punto estos invasores han hecho cambiar el tradicional espíritu de la Capital?

La novela en el Perú ha sido hasta ahora el relato de la aventura de pueblos y no de individuos. Y ha sido predominantemente andina. En los pueblos serranos, el romance, la novela de los individuos, queda borrada, enterrada, por el drama de las clases sociales. Las clases sociales tienen también un fundamento cultural especialmente grave en el Perú andino; cuando ellas luchan, y lo hacen bárbaramente, la lucha no es solo impulsada por el interés económico; otras fuerzas espirituales profundas y violentas enardecen a los bandos; los agitan con implacable fuerza, con incesante e ineludible exigencia.

Casi no hay nombres de indios en Yawar fiesta. Se relata la historia de varias hazañas de los cuatro barrios de Puquio; se intenta exhibir el alma de la comunidad, lo lúcido y lo oscuro de su ser; la forma cómo la marea de su actual destino los desconcierta incesantemente; cómo tal marea, bajo una aparente definición de límites, bajo la costra, los obliga a un constante esfuerzo de acomodación, de reajuste, a permanente drama. ¿Hasta cuándo durará la dualidad trágica de lo indio y lo occidental en estos países descendientes del Tahuantinsuyo y de España? ¿Qué profundidad tiene ahora la corriente que los separa? Una angustia creciente oprime a quien desde lo interno del drama contempla el porvenir. Este pueblo empecinado —el indio— que transforma todo lo ajeno antes de incorporarlo a su mundo, que no se deja ni destruir, ha demostrado que no cederá sino ante una solución total.

¿Y el otro bando, la otra corriente? Ésa es aún más compleja, intrincada, turbia, cambiante, de varia y contradictoria entraña, en los «pueblos grandes». Los antiguos terratenientes, antiguos por el espíritu, están serenos, libres de escrúpulos de conciencia; el patrón de su conducta no ha sido perturbado, manejan los puños, blanden el garrote e hincan las espuelas, duramente; son los dueños. Los estudiantes y los llamados progresistas los contemplan con odio claro y lúcido; ellos, los dueños, quizá temen alguna vez este odio, pero ni dudan ni ceden. En el mismo bando, el mismo en relación con el indio, hay otras clases de gentes distintas y frecuentemente enemigas entre sí; desde el mestizo inestable, el apenas salido de la masa india, hasta el militante revolucionario. Son muchos estos personajes y la definición de sus distintas almas no puede quizá hacerse sino a través de la novela. Ya lo hemos citado al comienzo.

¿Es novela india, solo india o indigenista, la que trata de la aventura de todos estos personajes? Es probable o más que probable que el indio aparezca en estas novelas como el héroe fundamental. Una bien amada desventura hizo que mi niñez y parte de mi adolescencia transcurrieran entre los indios lucanas; ellos son la gente que más amo y comprendo. Pero quien se tome el trabajo de leer Yawar fiesta y conozca a don Julián Arangüena y al sargento de la Guardia Civil que aparecen en esta novela, verá que he narrado la vida de todos los personajes de un «pueblo grande» de la sierra peruana con pureza de conciencia, con el corazón limpio, hasta donde es posible que esté limpio el corazón humano. Agua sí fue escrito con odio, con el arrebato de un odio puro; aquel que brota de los amores universales, allí, en las regiones del mundo donde existen dos bandos enfrentados con implacable crueldad, uno que esquilma y otro que sangra.

Porque los relatos de Agua contienen la vida de una aldea andina del Perú en que los personajes de las facciones tradicionales se reducen, muestran y enfrentan nítidamente. Allí no viven sino dos clases de gentes que representan dos mundos irreductibles, implacables y esencialmente distintos: el terrateniente convencido hasta la médula, por la acción de los siglos, de su superioridad humana sobre los indios; y los indios, que han conservado con más ahínco la unidad de su cultura por el mismo hecho de estar sometidos y enfrentados a una tan fanática y bárbara fuerza.

¿Y cuál es el destino de los mestizos en esas aldeas? En estos tiempos prefieren irse; llegar a Lima, mantenerse en la Capital a costa de los más duros sacrificios; siempre será mejor que convertirse en capataz del terrateniente, y, bajo el silencio de los cielos altísimos, sufrir el odio extenso de los indios y el desprecio igualmente mancillante del dueño. Existe otra alternativa que solo uno de mil la escoge. La lucha es feroz en esos mundos, más que en otros donde también es feroz. Erguirse entonces contra indios y terratenientes; meterse como una cuña entre ellos; engañar al terrateniente afilando el ingenio hasta lo inverosímil y sangrar a los indios, con el mismo ingenio, succionarlos más, y a instantes confabularse con ellos, en el secreto más profundo o mostrando tan solo una punta de las orejas para que el dueño acierte y se incline a ceder, cuando sea menester. ¿Quién alterará este «equilibrio» social que ya lleva siglos —equilibrio de entraña horrible— y lo desgarrará para que el país pueda rodar más libremente, hasta alcanzar a algunos otros que teniendo su misma edad aunque menos virtualidad humana ya han dejado atrás tan vergonzoso tiempo?

Pero aludía al odio con que escribí los relatos de Agua. Mi niñez transcurrió en varias de estas aldeas en que hay quinientos indios por cada terrateniente. Yo comía en la cocina con los «lacayos» y «concertados»2 indios, y durante varios meses fui huésped de una comunidad.

¡Describir la vida de aquellas aldeas, describirla de tal modo que su palpitación no fuera olvidada jamás, que golpeara como un río en la conciencia del lector! Los rostros de los personajes estaban claramente dibujados en mi memoria, vivían con exigente realidad, caldeados por el gran Sol, como la fachada del templo de mi aldea en cuyas hornacinas ramos de flores silvestres agonizan. ¿Qué otra literatura podía hacer entonces, y aun ahora, un hombre nacido y formado en las aldeas del interior? ¿Hablar de las náuseas que padecen los hombres vencidos por cuanto de monstruoso ha acumulado el hombre en las grandes ciudades, o tocar adormilantes campanillas?

La lucha por el estilo. Lo regional y lo universal Mas un inconveniente aturdidor existía para realizar el ardiente anhelo. ¿Cómo describir esas aldeas, pueblos y campos; en qué idioma narrar su apacible y a la vez inquietante vida? ¿En castellano?

¿Después de haberlo aprendido, amado y vivido a través del dulce y palpitante quechua? Fue aquél un trance al parecer insoluble.

Escribí el primer relato en el castellano más correcto y «literario» de que podía disponer. Leí después el cuento a algunos de mis amigos escritores de la capital, y lo elogiaron. Pero yo detestaba cada vez más aquellas páginas. ¡No, no eran así, ni el hombre, ni el pueblo, ni el paisaje que yo quería describir, casi podía decir, denunciar! Bajo un falso lenguaje se mostraba un mundo como inventado, sin médula y sin sangre; un típico mundo «literario», en que la palabra ha consumido a la obra. Mientras en la memoria, en mi interior, el verdadero tema seguía ardiendo, intocado. Volví a escribir el relato, y comprendí definitivamente que el castellano que sabía no me serviría si seguía empleándolo en la forma tradicionalmente literaria. Fue en aquellos días que leí Tungsteno de Vallejo y Don Segundo Sombra de Güiraldes. Ambos libros me alumbraron el camino.

¿Es que soy acaso un partidario de la «indigenización» del castellano? No. Mas existe un caso, un caso real en que el hombre de estas regiones, sintiéndose extraño ante el castellano heredado, se ve en la necesidad de tomarlo como un elemento primario al que debe modificar, quitar y poner, hasta convertirlo en un instrumento propio. Esta posibilidad, ya realizada más de una vez en la literatura, es una prueba de la ilimitada virtud del castellano y de las lenguas altamente evolucionadas.

No nos estamos refiriendo, en este caso, al castellano popular netamente diferenciado en algunos países como la Argentina, sino al de la expresión literaria en los países americanos en los que la supervivencia dominante de los idiomas indígenas ha creado el complejo problema del bilingüismo. La cuestiones distinta en ambos casos: allá se trata de un hecho lingüísticamente consumado, que el escritor puede o no recoger, aprovechar y recrear. Aquí, debe resolver un problema más grave, pero contando en cambio con una ventaja especialmente perseguida por el artista: la posibilidad, la necesidad de un acto de creación más absoluta.

Existía y existe frente a la solución de estos especialísimos trances de la expresión literaria, el problema de la universalidad, el peligro del regionalismo que contamina la obra y la cerca. ¡El peligro que contiene siempre la inclusión novísima de materias extrañas en un instrumento ya perfecto y límpido! Pero en tales casos la angustia primaria ya no es por la universalidad sino por la simple realización. Realizarse, traducirse, convertir en torrente diáfano y legítimo el idioma que parece ajeno; comunicar a la lengua casi extranjera la materia de nuestro espíritu. Ésa es la dura, la difícil cuestión. La universalidad de este raro equilibrio de contenido y forma, equilibrio alcanzado tras intensas noches de increíble trabajo, es cosa que vendrá en función de la perfección humana lograda en el transcurso de tan extraño esfuerzo.

¿Existe en el fondo de esa obra el rostro verdadero del ser humano y de su morada? Si está pintado ese rostro con desusados colores no solo no importa; puede tal suceso concederle mayor interés al cuadro. Que los colores no sean solo una maraña, la grotesca huella del agitarse del ser impotente; eso es lo esencial. Pero si el lenguaje así cargado de extrañas esencias deja ver el profundo corazón humano, si nos transmite la historia de su paso sobre la tierra, la universalidad podrá tardar quizá mucho; sin embargo vendrá, pues bien sabemos que el hombre debe su preeminencia y su reinado al hecho de ser uno y único.

En mi experiencia personal la búsqueda del estilo fue, como ya dije, larga y angustiosa. Y un día de aquéllos, empecé a escribir, para mí, fluida y luminosamente, como se desliza el agua por los cauces milenarios. Concluí el primer relato en pocos días y lo guardé temerosamente.

Yo había escrito ya «Warmakuyay», el último cuento de Agua. El castellano era dócil y propio para expresar los íntimos trances, los míos; la historia de mí mismo, mi romance. He ahí la historia del primer amor de un mestizo serrano, de un mestizo del tipo culturalmente más avanzado. Amor por una india, frustrado, imposible, del más triste y aciago final. Ya sé que aun en ese relato el castellano está embebido en el alma quechua, pero su sintaxis no ha sido tocada. Esa misma construcción, el castellano de «Warma kuyay», con todo lo que tiene de aclimatación no me servía suficientemente para la interpretación de las luchas de la comunidad, para el tema épico. En cuanto se confundía mi espíritu con el del pueblo de habla quechua, empezaba la descarriada búsqueda de un estilo.

¿Se trataba solo de una elemental deficiencia de conocimiento del idioma? Sin embargo yo no me quejo del estilo de «Warma kuyay». Sumergido en la profunda morada de la comunidad no podía emplear con semejante dominio, con natural propiedad el castellano. Muchas esencias, que sentía como las mejores y legítimas, no se diluían en los términos castellanos construidos en la forma ya conocida. Era necesario encontrar los sutiles desordenamientos que harían del castellano el molde justo, el instrumento adecuado. Y como se trataba de un hallazgo estético, él fue alcanzado como en los sueños, de manera imprecisa.

Logrado naturalmente para mí, para el buscador. Seis meses después abrí las páginas del primer relato de Agua. Ya no había queja. ¡Ése era el mundo! La pequeña aldea ardiendo bajo el fuego del amor y del odio, del gran Sol y del silencio; entre el canto de los zorzales guarecidos en los arbustos; bajo el cielo altísimo y avaro, hermoso pero cruel.

¿Sería transmitido a los demás ese mundo? ¿Sentirían las extremas pasiones de los seres humanos que lo habitaban?

¿Su gran llanto y la increíble, la transparente dicha conque solían cantar a la hora del sosiego? Tal parece que sí.

Yawar fiesta está comprendido aún en el estilo de Agua. Cinco años luché por desgarrar los quechuismos y convertir al castellano literario en el instrumento único. Escribí los primeros capítulos de la novela muchas veces y volví siempre al punto de partida: la solución del bilingüe, trabajosa, cargada de angustia. Pero los dos mundos en que están divididos estos países descendientes del Tahuantinsuyo se fusionarán o separarán definitivamente algún día: el quechua y el castellano. Entretanto, la vía crucis heroica y bella del artista bilingüe subsistirá. Con relación a este grave problema de nuestro destino, he fundamentado en un ensayo mi voto a favor del castellano.

¿En qué idioma se debía hacer hablar a los indios en la literatura? Para el bilingüe, para quien aprendió a hablar en quechua, resulta imposible, de pronto, hacerlos hablar en castellano; en cambio quien no los conoce a través de la niñez, de la experiencia profunda, puede quizá concebirlos expresándose en castellano. Yo resolví el problema creándoles un lenguaje castellano especial, que después ha sido empleado con horrible exageración en trabajos ajenos. ¡Pero los indios no hablan en ese castellano ni con los de lengua española, ni mucho menos entre ellos! Es una ficción. Los indios hablan en quechua. Toda la sierra del sur y del centro, con excepción de algunas ciudades, es de habla quechua total. Los que van de otras regiones a residir en las aldeas y pueblos del sur tienen que aprender el quechua; es una necesidad ineludible. Es, pues, falso y horrendo presentar a los indios hablando en el castellano de los sirvientes quechuas aclimatados en la capital. Yo, ahora, tras dieciocho años de esfuerzos, estoy intentando una traducción castellana de los diálogos de los indios. La primera solución fue la de crearles un lenguaje sobre el fundamento de las palabras castellanas incorporadas al quechua y el elemental castellano que alcanzan a saber algunos indios en sus propias aldeas. La novela realista, al parecer, no tenía otro camino.

El desgarramiento, más que de los quechuismos, de las palabras quechuas, es otra hazaña lenta y difícil. ¡Se trata de no perder el alma, de no transformarse por entero en esta larga y lenta empresa! Yo sé que algo se pierde a cambio de lo que se gana. Pero el cuidado, la vigilia, el trabajo, es por guardar la esencia. Mientras la fuente de la obra sea el mismo mundo, él debe brillar con aquel fuego que logramos encender y contagiar a través del otro estilo, del cual no estamos arrepentidos a pesar de sus raros, de sus nativos elementos.

¿Fue y es ésta una búsqueda de la universalidad a través de la lucha por la forma, solo por la forma? Por la forma en cuanto ella significa conclusión, equilibrio alcanzado por la necesaria mezcla de elementos que tratan de constituirse en una nueva estructura.

Yo no dudo —y que se me perdone la afirmación de este convencimiento—, yo no dudo del valor de las novelas que se publican en este libro,3 de su valor en relación con el que actualmente escribo. Haber pretendido expresarse con sentido de universalidad a través de los pasos que nos conducen al dominio de un idioma distinto, haberlo pretendido en el transcurso del salto; ésa fue la razón de la incesante lucha. La universalidad pretendida y buscada sin la desfiguración, sin mengua de la naturaleza humana y terrena que se pretendía mostrar; sin ceder un ápice a la externa y aparente belleza de las palabras.

Creo que en la novela Los ríos profundos este proceso ha concluido. Uno solo podía ser el fin: el castellano como medio de expresión legítimo del mundo peruano de los Andes; noble torbellino en que espíritus diferentes, como forjados en estrellas antípodas, luchan, se atraen, se rechazan y se mezclan, entre las más altas montañas, los ríos más hondos, entre nieves y lagos silenciosos, la helada y el fuego.

No se trata, pues, de una búsqueda de la forma en su acepción superficial y corriente, sino como problema del espíritu, de la cultura, en estos países en que corrientes extrañas se encuentran y durante siglos no concluyen por fusionar sus direcciones, sino que forman estrechas zonas de confluencia, mientras en lo hondo y lo extenso las venas principales fluyen sin ceder, increíblemente.

¿Y por qué llamar indigenista a la literatura que nos muestra el alterado y brumoso rostro de nuestro pueblo y nuestro propio rostro, así atormentado? Bien se ve que no se trata solo del indio. Pero los clasificadores de la literatura y del arte caen frecuentemente en imperfectas y desorientadoras conclusiones. No obstante les debemos agradecer por habernos obligado a escribir esta especie de autoanálisis, o confesión, que lo hacemos en nombre de quienes han de padecer y padecen el mismo drama de la expresión literaria en estas regiones.

J. M. A.

(Una versión preliminar de este artículo apareció en: Mar del Sur, vol. III, n.º 9, 1950, Lima.)

2 Peones a sueldo anual.

3 Este ensayo estaba destinado a figurar como prólogo de la segunda edición de Agua y Yawar fiesta, proyecto que no se llegó a realizar.

I. Pueblo indio

Entre alfalfares, chacras de trigo, de habas y cebada, sobre una lomada desigual, está el pueblo.

Desde el abra de Sillanayok’ se ven tres riachuelos que corren, acercándose poco a poco, a medida que van llegando a la quebrada del río grande. Los riachuelos bajan de las punas corriendo por un cauce brusco, pero se tienden después en una pampa desigual donde hay hasta una lagunita; termina la pampa y el cauce de los ríos se quiebra otra vez y el agua va saltando de catarata en catarata hasta llegar al fondo de la quebrada.

El pueblo se ve grande, sobre el cerro, siguiendo la lomada; los techos de teja suben desde la orilla de un riachuelo, donde crecen algunos eucaliptos, hasta la cumbre; en la cumbre se acaban, porque en el filo de la lomada está el jirón4 Bolívar, donde viven los vecinos principales, y allí los techos son blancos, de calamina. En las faldas del cerro, casi sin calles, entre chacras de cebada, con grandes corrales y patios donde se levantan yaretas y molles frondosos, las casas de los comuneros, los ayllus5 de Puquio, se ven como pueblo indio. Pueblo indio, sobre la lomada, junto a un riachuelo.

Desde el abra de Sillanayok’ se ven tres ayllus: Pichk’achuri, K’ayau, Chaupi.

—¡Pueblo indio! —dicen los viajeros cuando llegan a esta cumbre y divisan Puquio. Unos hablan con desprecio; tiritan de frío en la cumbre los costeños, y hablan:

—¡Pueblo indio!

Pero en la costa no hay abras, ellos no conocen sus pueblos desde lejos. Apenas si en las carreteras los presienten, porque los caminos se hacen más anchos cuando la ciudad está cerca, o por la fachada de una hacienda próxima, por la alegría del corazón que conoce las distancias. ¡Ver a nuestro pueblo desde un abra, desde una cumbre donde hay saywas6 de piedra, y tocar en quena o charango, o en rondín, un huayno7 de llegada! Ver a nuestro pueblo desde arriba, mirar su torre blanca de cal y canto, mirar el techo rojo de las casas, sobre la ladera, en la loma o en la quebrada, los techos donde brillan anchas rayas de cal; mirar en el cielo del pueblo, volando, a los killinchos y a los gavilanes negros, a veces al cóndor que tiende sus alas grandes en el viento; oír el canto de los gallos y el ladrido de los perros que cuidan los corrales. Y sentarse un rato en la cumbre para cantar de alegría. Eso no pueden hacer los que viven en los pueblos de la costa.

Tres ayllus se ven desde Sillanayok’: Pichk’achuri, K’ayau, Chaupi. Tres torres, tres plazas, tres barrios indios. Los chaupis, de pretenciosos, techaron la capilla de su ayllu con calamina. Desde Sillanayok’ se ve la capilla de Chaupi, junto a una piedra grande, se ve brillante y larga, con su torre blanca y chata.

—¡Atatao!8 —dicen los comuneros de los otros barrios—. Parece iglesia de misti.

Pero los chaupis están orgullosos de su capilla.

—Mejor que de misti —dicen ellos.

Entrando por el camino de Sillanayok’, el pueblo empieza a las orillas del riachuelo Chullahora, ayllu de Pichk’achuri. No hay calles verdaderas en ningún sitio; los comuneros han levantado sus casas, según su interés, en cualquier parte, sobre la laderita, en buen sitio, con su corral cuadrado o redondo, pero con seña, para conocerla bien desde los cerros. Hacia afuera, una pared blanqueada, una puerta baja, una o dos ventanas, a veces un poyo pegado a la pared; por dentro, un corredor de pilares bajos que se apoyan sobre bases de piedra blanca; en un extremo del corredor una división de pared, para la cocina. Junto a la pared del corral, junto a la casa, o al centro del patio, un molle frondoso que hace sombra por las mañanas y en las tardes; sobre el molle suben las gallinas al mediodía y dormitan, espulgándose. El techo de la casa, siempre de teja, teja de los k’ollanas y k’ayaus; sobre el tejado rayas de cal, y en la cima, al medio, una cruz de acero. Así es el barrio de Pichk’achuri y K’ayau, del jirón Bolívar al río Chullahora. Llegando de la costa se entra al pueblo por estos ayllus.

—¡Pueblo indio!

Toda la ladera llena de casas y corrales; a ratos el viajero se encuentra con calles torcidas, anchas en un sitio, angostas en otro; la calle desaparece cortada por un canchón de habas o cebada y vuelve a aparecer más allá. El viajero sube la lomada, saltando de trecho en trecho acequias de agua orilladas por romazales y pasto verde. Ya junto a la cumbre de la lomada hay callecitas angostas, empedradas y con aceras de piedra blanca; tiendecitas, con mostradores montados sobre poyos de barro; y en los mostradores, botellas de cañazo, pilas de panes, monillos multicolores para indias, botones blancos de camisa, velas, jabones, a veces piezas de tocuyo y casinete. Es el sitio de los mestizos; ni comuneros ni principales, allí viven los chalos, las tiendas son de las mestizas que visten percala y se ponen sombrero de paja.

Casi de repente, llegando a la cima de la lomada, se entra al jirón Bolívar.

—¿Qué? —dicen los forasteros. Se sorprenden.

Es, pues, la calle de los vecinos, de los principales. Calle larga, angosta, bien cuidada, con aceras de piedra pulida. El jirón Bolívar comienza en la plaza de armas, sigue derecho tres o cuatro cuadras, cae después de una quebrada ancha, y termina en la plaza del ayllu de Chaupi. En el remate del jirón Bolívar hay una pila grande de cuatro caños; después está la plaza del ayllu de Chaupi, la capilla de calamina.

«Alberto», estatua india de piedra alaymosca; Makulirumi, la gran piedra, seña del barrio; y más allá, en toda la pampa, el pueblo indio de Chaupi. De una esquina de la plaza de Chaupi comienza la Calle Derecha, es como prolongación del jirón Bolívar, pero la Calle Derecha es calle de los indios.

Al otro lado del jirón Bolívar, en la otra ladera de la lomada, está el ayllu de K’ollana. K’ollana no se puede ver de Sillanayok’; la lomada lo oculta. Igual que Pichk’achuri, K’ollana termina en un riachuelo, Yallpu. El pueblo comienza y termina en riachuelos.

El jirón Bolívar es la residencia de los principales; allí viven todo el año. En el jirón Bolívar están las casas de los vecinos; allí están las cantinas donde se emborrachan; allí está el billar, la botica; las tiendas de comercio.

—¿Qué? —dicen los forasteros entrando al jirón Bolívar.

Es, pues, para el gusto de los mistis. Las puertas son verdes, azules, amarillas; las casas son casi todas de dos pisos, con balcones de corredor que dan sombra a las aceras. Las calles son angostas; por las noches, los gatos, cuando se persiguen, saltan por lo alto, de techo a techo. Pero las calles son derechas, las que están en cuesta y en plano, todas son derechas; y la acequia que hay al medio de las calles está bien empedrada; de todos los zaguanes corren pequeños canales a esta acequia.

La plaza de armas es también de los principales, más todavía que el jirón Bolívar. Pero la plaza de armas no está al centro del pueblo. En un extremo del jirón Bolívar está la plaza de Chaupi; en el otro, la plaza de armas; más allá de la plaza de armas, ya no hay pueblo. En la plaza de armas están las mejores casas de Puquio; allí viven las familias de mistis que tienen amistades en Lima —«extranguero» dicen los comuneros—, las niñas más vistosas y blanquitas; en la plaza de armas está la iglesia principal, con su torre mocha de piedra blanca; la subprefectura, el puesto de la Guardia Civil, el Juzgado de Primera Instancia, la Escuela Fiscal de Varones, la Municipalidad, la cárcel, el coso para encerrar a los «daños»; todas las autoridades que sirven a los vecinos principales; todas las casas, todas las gentes con que se hacen respetar, con que mandan.

En el centro de la plaza hay una pila de cemento; y rodeando a la pila, un jardín redondo, con hierba, algunas flores amarillas y linaza verde. Frente a las gradas de la Municipalidad hay otra pila de agua.

Más allá de la plaza de armas ya no hay pueblo, en la plaza remata el jirón Bolívar.

Por eso, el jirón Bolívar es como culebra que parte en dos al pueblo: la plaza de armas es como cabeza de la culebra, allí están los dientes, los ojos, la cabeza, la lengua —cárcel, coso, subprefectura, juzgado—; el cuerpo de la culebra es el jirón Bolívar.

Durante el día y por las noches, los principales viven en el jirón Bolívar; allí se buscan entre ellos, se pasean, se miran frente a frente, se enamoran, se emborrachan, se odian y pelean. En el jirón Bolívar gritan los vecinos cuando hay elecciones; allí andan en tropa echando ajos contra sus enemigos políticos; a veces rabian mucho y se patean en la calle, hasta arrancan las piedras del suelo y se rompen la cabeza. Cuando los jóvenes estrenan ropa, cuando están alegres, se pasean a caballo de largo a largo en el jirón Bolívar; con el cuerpo derecho, con la cabeza alta, tirando fuerte de las riendas y dando sentadas al caballo en cada esquina.

Al jirón Bolívar también llegan primero los principales de los distritos. De canto a canto recorren el jirón, haciendo sonar sus roncadoras de plata, luciendo el zapateo de sus caballos costeños. Después de llevar algún regalo al subprefecto y al juez, los principales de los distritos se emborrachan con licores «finos» en el billar y en las tiendas de las niñas.

En el billar se juntan los mistis por las noches; allí juegan casino, rocambor, siete y medio; conversan hasta medianoche; se emborrachan.

En esa calle corretean, rabian y engordan los mistis, desde que nacen hasta que mueren.