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La serie de libros "7 mejores cuentos" presenta los grandes nombres de la literatura en lengua española. En este volumen traemos a Virginia Woolf, una autora, feminista, ensayista, editora y crítica inglesa, considerada como una de las principales modernistas del siglo XX. Este libro contiene los siguientes cuentos: - El vestido nuevo - Un resumen - El cuarteto de cuerdas - El foco - La casa encantada - La duquesa y el joyero - Lunes o martes
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Seitenzahl: 63
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Virginia Woolf fue una autora, feminista, ensayista, editora y crítica inglesa, considerada como una de las principales modernistas del siglo XX junto con T. S. Eliot, Ezra Pound, James Joyce y Gertrude Stein. Sus padres eran Sir Leslie Stephen, un notable historiador, escritor, crítico y montañero, y Julia Prinsep Duckworth, una belleza de renombre. Según las memorias de Woolf, sus recuerdos más vívidos de la infancia no fueron los de Londres, sino los de San Ives en Cornualles, donde la familia pasó todos los veranos hasta 1895. Este lugar la inspiró a escribir una de sus obras maestras, Al Faro.
La muerte repentina de su madre en 1895, cuando Virginia tenía 13 años, y la de su media hermana Stella dos años más tarde, provocó la primera de varias crisis nerviosas de Virginia. pero fue la muerte de su padre en 1904 lo que provocó su más alarmante colapso y fue internada brevemente. Algunos estudiosos han sugerido que su inestabilidad mental también se debió al abuso sexual al que ella y su hermana Vanessa fueron sometidas por sus hermanastros George y Gerald Duckworth.
Woolf conoció a los fundadores del Grupo Bloomsbury. Se convirtió en un miembro activo de este círculo literario. Más tarde, Virginia Stephen se casó con el escritor Leonard Woolf el 10 de agosto de 1912. A pesar de su bajo estatus material (Woolf refiriéndose a Leonard durante su compromiso como "judío sin dinero"), la pareja compartía un estrecho vínculo.
Las obras más famosas de Virginia incluyen las novelas Mrs Dalloway (1925), To the Lighthouse (1927) y Orlando (1928), y el ensayo de extensión de libro A Room of One's Own (1929), con su famoso dicho: "Una mujer debe tener dinero y una habitación propia si quiere escribir ficción". En algunas de sus novelas se aleja del uso de la trama y la estructura para emplear la corriente de la conciencia para enfatizar los aspectos psicológicos de sus personajes.
Después de completar el manuscrito de su última novela (publicada póstumamente), Between the Acts, Woolf cayó en una depresión similar a la que había experimentado anteriormente. El 28 de marzo de 1941, Woolf se puso el abrigo, llenó sus bolsillos de piedras y caminó hacia el río Ouse cerca de su casa y se ahogó. El cuerpo de Woolf no fue encontrado hasta el 18 de abril de 1941. Su esposo enterró sus restos cremados bajo un olmo en el jardín de Monk's House, su casa en Rodmell, Sussex.
Mabel tuvo su primera sospecha seria de que algo no iba bien cuando se quitó la capa y la señora Barnet, al tiempo que le pasaba el espejo y cogía los cepillos, llamando así su atención, de manera acaso exagerada, sobre todos los utensilios para el arreglo y cuidado del cabello, el cutis y la ropa, extendidos sobre el tocador, confirmó la sospecha (de que algo no iba bien, no iba del todo bien) que se agudizó mientras subía las escaleras y se apoderó de ella definitivamente mientras saludaba a Clarissa Dalloway; luego se dirigió directamente al otro extremo de la habitación, hacia un rincón en penumbra donde había un espejo, y miró. ¡No! No, algo no iba bien. Y de golpe la tristeza que siempre había intentado ocultar, la profunda insatisfacción — la sensación que había tenido desde niña de ser inferior a otras personas— se apoderó de ella implacablemente, inexorablemente, con una intensidad que no podía apaciguar, como hacía en casa cuando se despertaba en mitad de la noche, leyendo a Borrow o a Scott; pues aquellos hombres, aquellas mujeres, todos pensaban “¿Qué se ha puesto Mabel? ¡Parece un espantajo! ¡Qué horroroso vestido nuevo!”, pestañeando y cerrando los ojos al acercarse a ella. Era su tremenda torpeza; su cobardía; su sangre humilde y aguada lo que la deprimía. Y de golpe, la habitación en la que tantas horas había pasado con la costurera planeando cómo se vestiría, le pareció sórdida, repulsiva; y su propio salón mísero, y ella misma ridícula, en el momento de salir de casa, henchida de vanidad, mientras recogía las cartas de la mesa del recibidor y decía: “¡Qué lata!” para demostrar... todo esto le parecía ahora indeciblemente absurdo, mezquino, provinciano. Todo había quedado destruido por completo, puesto en evidencia, refutado, en el momento en que entró en el salón de la señora Dalloway.
Aquella tarde, cuando, mientras tomaba el té, llegó la invitación de la señora Dalloway, pensó que, por supuesto, ella no podía ser elegante. Era absurdo siquiera intentarlo — la elegancia significaba un buen corte, significaba estilo, significaba al menos treinta guineas— , pero ¿por qué no ser original? ¿Por qué no ser al menos ella misma? Y, poniéndose en pie, cogió un viejo figurín de su madre, un figurín de París de la época del Imperio, y pensó cuanto más bonitas, más dignas y más femeninas eran las mujeres entonces, y así se propuso — ¡qué tontería!— intentar ser como ellas, alegrándose de veras por ser modesta y anticuada, y muy encantadora, entregándose, no cabía la menor duda, a una orgía de narcisismo que merecía ser castigada, y así fue cómo se atavió de esta guisa.
Pero no se atrevía a mirarse en el espejo. No era capaz de afrontar aquel horror... el vestido de seda amarillo pálido, ridículamente anticuado, con su falda larga y sus rimbombantes mangas y su cintura y todo cuanto resultaba tan agradable en el libro de moda, pero no en ella, no entre toda aquella gente corriente. Se sentía como un maniquí puesto allí para que los jóvenes le clavasen alfileres.
— ¡Querida, es absolutamente delicioso! — dijo Rose Shaw, mirándola de arriba abajo con ese mohín de sarcasmo en los labios que ella se esperaba (la propia Rose iba vestida a la última moda, como todos los demás, siempre).
Somos como moscas que intentan trepar hasta el borde del plato, pensó Mabel, y repitió la frase como si se santiguara, como si intentase encontrar algún conjuro para anular aquel dolor, para hacer soportable aquella agonía. Fragmentos de Shakespeare, líneas de libros que había leído hacía siglos volvían súbitamente a su memoria cuando sufría, y las repetía una y otra vez. “Moscas que intentan trepar”, repetía. Si lograba repetirlo lo suficiente como para llegar a ver las moscas, se quedaría paralizada, fría, helada, muda. Ahora veía las moscas saliendo lentamente de un platito de leche, con sus alas pegadas; y se esforzó y esforzó (de pie frente al espejo, mientras escuchaba a Rose Shaw) por ver a Rose Shaw y a los demás invitados como moscas, intentando salir de algo o entrar en algo, pobres, insignificantes, torpes moscas. Pero no era capaz de verlos de ese modo, no a los demás. Se veía a sí misma de ese modo... ella era una mosca, pero los demás eran libélulas, mariposas, hermosos insectos que danzaban y revoloteaban, mientras ella era la única que luchaba por salir del plato. (Envidia y rencor, los más detestables de los vicios, eran sus principales defectos.)