A merced de un hombre arrogante - Daphne Clair - E-Book

A merced de un hombre arrogante E-Book

Daphne Clair

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Beschreibung

¡Marco Salzano está furioso! Un momento de pasión en el calor del carnaval ha tenido su precio. Furioso y presa de las sospechas, el arrogante venezolano va en busca de su amante de una noche para reclamar a su hijo. Pero Marco se equivoca de mujer. Haciéndose pasar por su hermana, la frágil Amber convence a Marco de que el niño en cuestión no es hijo suyo. Sin embargo, cuando Marco descubre el engaño, decide hacer de Amber no su amante, sino su esposa.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2009 Daphne Clair De Jong

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A merced de un hombre arrogante, n.º 1966 - octubre 2021

Título original: Salzano’s Captive Bride

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1105-191-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 1

 

 

 

 

 

AMBER Odell acababa de fregar tras su solitaria cena cuando sonó el timbre de la puerta, imperiosa y prolongadamente.

Salió de la cocina y recorrió el corto pasillo. Los tablones de madera bajo la vieja alfombra crujieron bajo las pisadas de sus pies descalzos. El antiguo edificio de un barrio de las afueras antaño de moda había pasado de ser una mansión a un orfanato y a una pensión antes de, a finales del siglo XX, pasar por una remodelación y ser dividido en pisos. Amber tenía suerte de haber alquilado uno de los apartamentos del piso bajo a un precio razonable a cambio de encargarse ella de pintarlo.

Encendió la luz del porche y titubeó al ver la forma de una persona alta tras los paneles de cristal rojo y azul de la parte superior de la puerta.

Con cautela, Amber abrió la puerta.

La luz del porche iluminaba el ondulado cabello negro peinado hacia atrás de un atrayente rostro de tez color oliva con pronunciados pómulos y nariz imperiosa. Los intransigentes rasgos faciales y la sombra de una barba incipiente contrastaban extrañamente con la sensualidad de la boca, a pesar de estar cerrada firmemente.

Sus ojos captaron vagamente unos anchos hombros, una camiseta blanca y unas largas y fuertes piernas enfundadas en unos pantalones verde oliva. Ropa deportiva que, sin embargo, dejaba vislumbrar estilo y dinero.

Pero su atención se centró, fundamentalmente, en una mirada oscura como el carbón que parecía llena de ira.

Lo que no tenía sentido. Ella jamás había visto a ese hombre.

Aunque no era porque no se mereciera que le vieran. A Amber le perturbó la respuesta femenina que el aura de virilidad de ese hombre le provocó.

Apartándose un mechón de cabello rubio que le caía por los hombros que la camiseta de tubo sin tirantes le dejaba al desnudo, Amber abrió la boca para preguntarle qué quería.

Antes de poder decir nada, una intensa mirada se le clavó en la ancha franja de algodón que le cubría los pechos para luego bajar hacia la piel desnuda entre la camiseta de tubo y los pantalones cortos azules; después, se le paseó por las piernas antes de volver a su rostro.

Amber enrojeció de ira y sorpresa por la forma como el pulso se le había acelerado bajo la impertinente inspección. Alzando la barbilla, iba a preguntarle qué quería cuando él se le adelantó:

–¿Dónde está?

Amber, perpleja, parpadeó.

–Creo que ha cometido…

–¿Dónde está? –repitió ese hombre con voz áspera–. ¿Dónde está mi hijo?

–¡Aquí no, desde luego! –le informó Amber. Quizá ese hombre se hubiera confundido con algún otro de los inquilinos–. Se ha equivocado de casa. Lo siento.

Comenzó a cerrar la puerta, pero el hombre, con facilidad, volvió a abrirla y entró en el vestíbulo.

Amber abrió la boca para gritar con el fin de que sus vecinos de la casa de al lado, unos estudiantes, o el periodista que vivía en el piso de encima del de ella, la oyeran y bajaran a ver qué pasaba. Sin embargo, lo único que logró emitir fue un sonido ahogado cuando el hombre le cubrió rápidamente la boca con una mano mientras la empujaba contra la pared. Ella sintió el calor de su esbelto y duro cuerpo, casi tocándola.

–No sea tonta. No tiene nada que temer –dijo él con un ligero acento extranjero con intención de calmarla.

Ahora parecía exasperado en vez de enfadado. De repente, la soltó y dijo:

–Vamos, seamos razonables.

«¡Eso, seamos razonables!», pensó ella.

–¡Lo razonable es que se vaya antes de que llame a la policía!

El ceño de él se arrugó y un brillo de enfado volvió a iluminar sus ojos otra vez.

–Lo único que le pido es ver a mi hijo. Usted tiene…

–¡Ya se lo he dicho, su hijo no está aquí! No sé por qué cree que…

–No la creo.

–Oiga, ha cometido un error. Yo no puedo hacer nada y le pido que se marche.

–¿Que me marche? – dijo él, pareciendo ofendido–. ¿Después de volar desde Venezuela a Nueva Zelanda? Llevo sin dormir…

–Eso no es problema mío –le informó Amber.

Amber fue a abrir la puerta otra vez, pero él, adelantándose, puso la mano en la puerta manteniéndola cerrada.

–Si mi hijo no está aquí… ¿qué ha hecho con él?

–¡Nada!

–¿Qué es lo que se trae entre manos? –preguntó él mientras le recorría el cuerpo con ojos hostiles–. Desde luego, si ha tenido un hijo, no se le nota.

–¡Yo no he tenido hijos! –le recordó ella.

Entonces, él le agarró los brazos y Amber hizo un esfuerzo por contenerse y no darle una patada. Si mantenía la calma, quizá lograra convencerle de que se marchara.

–¿A qué está jugando? –preguntó él–. ¿Por qué me escribió?

–¿Que yo le escribí? –dijo Amber con incredulidad–. ¡Pero si ni siquiera le conozco!

Por fin, él le soltó los brazos, su morena piel oscureciendo.

–En cierto modo, es verdad –dijo él con altanería, sus ojos casi ocultos bajo las pestañas más largas y más espesas que ella había visto en un hombre–. Pero, por un breve espacio de tiempo, nos conocimos íntimamente. Eso no puede negarlo.

Justo en el momento en que iba a hacer eso precisamente, una sospecha acechó a la mente de Amber. Venezuela. Sudamérica…

No. Sacudió la cabeza para rechazar la idea al momento. Ese hombre estaba loco, eso era todo.

–Muy bien –dijo él con impaciencia, malinterpretando la reacción de ella–. Es una cuestión de semántica. De acuerdo, no hubo ninguna intimidad emocional. Pero lo llame como lo llame, no puede haberlo olvidado. ¿Qué esperaba conseguir con escribirme esa carta? ¿Esperaba que le enviara dinero y que me olvidase del asunto?

–¿Qué… qué carta? –¿Era posible…? ¡No!

–¿Envió más de una? –preguntó él arqueando las cejas con cinismo–. Yo hablo de la carta en la que me pedía ayuda económica para mantener a la criatura que usted había dado a luz y en la que me comunicaba que yo soy el padre.

Durante un momento, Amber se sintió casi mareada e, involuntariamente, se llevó la mano a la boca para contener una exclamación. Después, con voz temblorosa, dijo:

–Yo jamás le he enviado una carta, se lo juro.

Él pareció momentáneamente desconcertado; después, su expresión se volvió a endurecer.

–En la carta decía que su situación era desesperada. ¿Era simplemente un intento de extorsión y, en realidad, no hay un niño?

Amber tomó aire, pensando, y dijo lentamente:

–¿Me creería si le dijera que se ha equivocado de mujer?

Él frunció el ceño y se echó a reír.

–Sé que aquella noche bebí más de la cuenta, pero no estaba tan borracho como para no recordar el rostro de la mujer con la que me acosté.

Amber, cada vez más angustiada, no pudo responder.

–¿Tiene la costumbre de pedir dinero a los hombres con los que se acuesta una noche? –insistió él con gesto desdeñoso.

–Yo no voy acostándome por ahí con cualquiera –le espetó ella–. Y tampoco he intentado nunca sobornar a nadie.

–¿Así que debo considerarlo un privilegio? –preguntó él con dureza bajo un tono sedoso de voz–. Y a pesar de negarlo, fue sólo una noche la que estuvo conmigo. Jamás volvimos ha tener contacto… es decir, hasta que me escribió esa carta pidiéndome dinero y diciendo que yo era el padre de su hijo.

–¡Yo jamás he hecho nada semejante! –exclamó Amber–. No me está escuchando, ¿verdad? Yo no sé…

–¿Por qué voy a creer mentiras?

–Yo no estoy mintiendo. ¡Se equivoca completamente respecto a mí!

Él extendió las manos y la agarró de las muñecas.

–En ese caso, demuéstreme que mi hijo no está aquí.

Quizá eso le convenciera del error que estaba cometiendo y se marchara.

–Está bien –dijo ella. No llevaría mucho tiempo, el piso sólo tenía tres habitaciones pequeñas, además de la cocina y el cuarto de baño–. Vaya y vea por sí mismo.

Él le lanzó una mirada sospechosa y tiró de ella por la muñeca.

–Enséñemelo usted.

Encogiéndose de hombros, Amber le llevó por el pasillo hasta el pequeño y acogedor cuarto de estar. Al llegar, encendió la luz.

El sofá color oliva estaba frente a la chimenea, flanqueado a ambos lados por dos sillones, y a ambos lados del sofá unas cajas de madera pintadas de rojo hacían las veces de mesas auxiliares. El televisor y el equipo de música estaban a ambos lados de la chimenea y en el dintel de ésta había una hilera de libros.

El hombre paseó la mirada por el cuarto de estar sin entrar; entonces, Amber le llevó por el pasillo hasta su dormitorio.

La cama estaba cubierta con una colcha blanca bordada y había unas alfombras de lana encima de la tarima de madera. Esta vez, el hombre entró en la estancia, y ella se soltó de su mano. Le vio acercarse al armario y examinar brevemente su interior; después, cuando le vio colocarse delante del mueble de cajones, dijo:

–No le permito que examine los cajones de mi ropa interior. ¿Qué es, un pervertido?

Por un instante, vio furia contenida en los ojos de él; después, le pareció que casi se echaba a reír.

–¿No va a mirar debajo de la cama?

Él no respondió al sarcasmo, limitándose a salir de la habitación para pasar por otra puerta en el pasillo que daba a un diminuto cuarto de baño.

Después le tocó el turno al despacho de ella que también hacía las veces de cuarto de invitados, suficientemente grande para que cupiera en él una cama estrecha, su archivador, un pequeño escritorio con su ordenador portátil y unas estanterías en las paredes.

Ya sólo quedaba la pequeña cocina con sitio para una mesa. El hombre abrió la puerta posterior que daba a un patio, vio los tiestos y una mesa de hierro forjado con dos sillas y volvió a cerrar la puerta.

En la cocina, le vio acercarse al mostrador en el que estaba el tostador y la panera. Entonces, le vio enderezar los hombros y quedarse muy quieto antes de oírle decir:

–Si no tiene un hijo, ¿qué es esto?

«¡Oh, no!», pensó Amber mirando el chupete que él tenía en la palma de la mano. «¿Cómo voy a salir de ésta?».

–Mi… mi amiga debió de dejárselo olvidado cuando me trajo a su bebé para que lo cuidara.

La mano de él se cerró sobre el pequeño objeto; después, lo dejó encima del mostrador de la cocina y empezó a abrir los armarios hasta que, en uno de los armarios debajo del mostrador, encontró una cesta llena de animales de peluche, un xilófono de juguete y unos rompecabezas de plástico.

Entonces, él se dio media vuelta y le clavó una mirada hostil.

–Cometí un grave error hace dos años cuando dejé que un vino barato y una bonita turista me perturbaran el sentido y me quitaran el juicio.

–Sea cual sea su problema…

–Nuestro problema –argumentó él–, si es que lo que dice en la carta es verdad. A pesar de que usted no deje de negarlo y de lo desagradable que a mí me resulte.

¿Desagradable? Si eso era lo que pensaba él de su hijo… ¿qué clase de padre sería?

–Escuche, no fui yo –repitió ella–. Y otra cosa, no me encuentro bien.

Amber, retirándose un mechón de cabello del rostro, se dio cuenta de que la mano le temblaba. Además, estaba conteniendo unas náuseas y las piernas le flaqueaban.

–Está bastante pálida –concedió él–. Está bien, volveré mañana y hablaremos. Pero se lo advierto, si no está aquí, la encontraré de todos modos.

–¿Cómo se ha enterado de…? No es posible que supiera mi dirección –dijo ella confusa y alarmada.

Él sonrió burlonamente.

–No me resultó difícil. La caja postal a la que debía responder yo estaba en Auckland, Nueva Zelanda. Y usted es la única A. Odell en la guía telefónica.

–Yo no tengo una caja postal –dijo ella–. Y no todo el mundo está en la guía telefónica. Y ahora, por favor, váyase. Yo… no puedo seguir hablando esta noche.

Él dio un paso hacia ella.

–¿Está enferma? ¿Necesita ayuda?

–¡Lo único que necesito es que se vaya!

Con gran alivio le vio asentir.

–¿Estará aquí mañana por la mañana?

–Tengo que trabajar –dijo Amber–. Mejor mañana por la tarde, a las ocho.

Tras volver a asentir, él se dio media vuelta y se marchó de la casa.

Amber se preparó una taza de café, añadió una generosa cucharada de azúcar y fue a su dormitorio. Entonces, sentada en la cama, bebió varios sorbos de café antes de agarrar el teléfono y marcar un número.

Cuando le contestó una voz tan familiar como la suya misma, Amber dijo sin preámbulos:

–Azzie, ¿qué demonios has hecho?

Capítulo 2

 

 

 

 

 

MARCO Enrique Salvatore Costa Salzano no estaba acostumbrado a que las mujeres le hiciera caso omiso, y mucho menos a que le echaran de sus casas.

Pero él tampoco estaba acostumbrado a invadir sus casas a la fuerza.

Había pasado el día dándole vueltas a lo ocurrido la tarde anterior mientras se paseaba por la ciudad y visitaba el acuario. Ahora, el sol estaba bajando y el cielo azul que cubría el puerto Waitemata había adquirido un tono más pálido y suave mientras se paseaba por la espesa alfombra de su suite en el hotel. Las manillas del reloj se estaban acercando a las siete y media con una lentitud que le hizo preguntarse si el precio que había pagado por ese reloj de pulsera de platino no había sido dinero malgastado. Aún quedaba más de media hora para su cita con la mujer que, inexplicablemente, la noche anterior había negado que le conociera.

Admitía que el enfrentamiento que había tenido con ella no había sido una visita normal. Quizá debería haber sido menos impetuoso, pero la carta que había recibido de ella había sido como una bomba.

¿Por qué la noche anterior había tenido miedo de él cuando, en el pasado, le había permitido llevarla por ahí a un destino desconocido en una ciudad desconocida y se había acostado con él a pesar de que le acababa de conocer? ¿Y por qué había negado haberle enviado la carta? No lo comprendía.

A menos, por supuesto, que lo que decía en la carta fuera mentira. Y si así era, él había perdido el tiempo con ese viaje tan largo además de los trastornos que le había ocasionado a él, a sus negocios y a su familia.

Y, en ese caso, la mujer por la que había hecho el viaje no se merecía ningún respeto ni consideración.

El piso en el que ella vivía era viejo, las habitaciones pequeñas y el mobiliario sencillo; sin embargo, no había visto rastros de verdadera pobreza. Entonces se preguntó si, en Nueva Zelanda, conocían el significado de esa palabra.

Se miró el reloj de nuevo. Por fin, salió de la suite, bajó en el ascensor al vestíbulo y, al salir, un portero le buscó un taxi.

 

 

Un par de minutos antes de dar las ocho, el timbre de la puerta de Amber sonó.

Había pasado el día entero con los nervios a flor de piel.

Le encantaba su trabajo de investigación en una productora de cine y televisión y, normalmente, se entregaba por completo a él; sin embargo, ese día no había podido dejar de pensar en el extranjero de aspecto exótico que iba a volver a presentarse en su casa aquella tarde.

Y Azzie se había negado en redondo a ir, dejándola sola para enfrentarse al formidable venezolano.

Al oír el timbre, acabó de atarse la falda verde y blanca que hacía juego con la camiseta sin mangas de diminutos botones en forma de perlas. Se calzó los zapatos de alza que le conferían unos centímetros más de altura y se recogió el cabello en un moño mientras iba a abrir la puerta.

El hombre que se encontró delante era tan atractivo como recordaba, pero ahora llevaba unos pantalones oscuros, una camisa color crema con el botón del cuello desabrochado y una chaqueta moteada también de color crema. La furia apenas contenida que había mostrado la noche anterior había desaparecido; ahora se le veía contenido y frío.

–Pase, señor.

Él cruzó el umbral de la puerta frunciendo el ceño ligeramente.

–Un poco demasiado formal teniendo en cuenta que tiene un hijo mío, ¿no le parece?

Amber se mordió los labios.

–No… no podemos hablar aquí –Amber indicó el cuarto de estar y él, asintiendo, la siguió–. ¿Puedo ofrecerle un café… o cualquier otra cosa?

–No he venido para tomar café. Por favor, siéntese.

Conteniendo la irritación que le producía que le dijeran en su propia casa que se sentara, Amber se sentó en el brazo de uno de los sillones y esperó a que él ocupara el opuesto.

Entonces, suponiendo que tomar la iniciativa era su mejor plan de ataque, Amber dijo:

–Siento que haya hecho un viaje tan largo para nada, pero he de decirle que la carta ha sido un error. Yo…

–¿Admite entonces que la escribió?

–No debería haber sido enviada –dijo ella, eligiendo con sumo cuidado sus palabras–. Siento que haya causado un malentendido.

–¿Un malentendido? –repitió él con censura en la voz.

–La carta no decía que el niño era suyo, ¿verdad?

–No explícitamente, pero eso era lo que daba a entender.

–Siento que no fuera más clara, pero se escribió en un momento de pánico. Usted dijo en Caracas… –Amber hizo una pausa para asegurarse de que la cita era correcta–. Dijo: «Si tienes algún problema, ponte en contacto conmigo».

Una expresión de incredulidad asomó a las facciones de él.

–La carta se debió a un estúpido impulso –continuó Amber–. No era necesario que viniera usted aquí. Lo mejor que puede hacer es volver a su país y olvidarse de lo ocurrido. Lo siento.

Marco Salzano se levantó del sillón súbitamente; ella, sobresaltada, enderezó la espalda, acobardada.

A pesar de que él no se le acercó, la ira de sus ojos hicieron que le diera un vuelco el corazón.

–¿Que me vaya? –dijo él–. ¿Así de sencillo?

–Ya sé que ha hecho un viaje muy largo y lo sien…

–¡No vuelva a decirme que lo siente! –exclamó él–. En la carta decía que había tenido un niño nueve meses después de… estar juntos en Caracas. ¿Qué se supone que voy a pensar? ¿Que soy la clase de hombre que da dinero a la madre de su hijo para que le deje en paz?