Pasión en verano - Daphne Clair - E-Book

Pasión en verano E-Book

Daphne Clair

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Beschreibung

Blythe era una muchacha alegre, sensible y llena de vida a la que todo el mundo adoraba... con la excepción de su nuevo y misterioso vecino. Jas Tratherne era la antítesis de Blythe: taciturno y distante, y no estaba dispuesto a permitir que se le acercara. Pero Blythe estaba convencida de que bajo aquella coraza había un hombre apasionado, e hizo lo imposible para romper la armadura. Y lo consiguió. Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, todavía había muchos secretos que Jas no quería desvelar…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1998 Daphne Clair

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión en verano, n.º 1014 - mayo 2021

Título original: Summer Seduction

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-596-0

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

LA MÚSICA fue lo que le dijo a Blythe que en la otra casa del acantilado había alguien.

Al abrir la puerta trasera, las notas de un órgano y la luz del amanecer se colaron en su cocina, junto con la fresca brisa marina.

La arquitectura típica neozelandesa de la construcción vecina estaba coloreada por los rayos anaranjados del sol de la mañana.

Había sido levantada casi al borde del escarpado acantilado, donde el océano Pacífico le regalaba una visión suprema.

Las notas adornaban el instante, lo llenaban de belleza.

Blythe agarró las semillas y comenzó a plantarlas en los pequeños recipientes de plástico.

Entonces, las notas cesaron en mitad de una frase. La interrupción le provocó a Blythe cierta desazón. ¿Por qué? No tenía mayor importancia.

Después de comer, horneó una bandeja de galletas, hizo un coqueto ramo de flores secas y se aventuró a dar la bienvenida a los recién llegados.

Atravesó la pradera que separaba a las dos casas y, por fin, llegó a su destino.

Ascendió los tres escalones del porche y llamó a la puerta.

No hubo respuesta y decidió llamar otra vez.

Esperó un poco más. Estaba claro que había alguien, pero quien fuera no parecía dispuesto a confraternizar con los vecinos.

Optó por dejar el ramo y bote de galletas en el suelo, justo delante de la puerta.

Se estaba levantando cuando la puerta se abrió.

Apartó de su rostro el rizo inquieto que siempre se le salía de la coleta.

–Pensé que no había nadie. No le he oído acercarse a la puerta.

El hombre que la miraba desde el vano era alto, lo suficiente como para hacer que se sintiera más pequeña de lo que de por sí era. Tenía el pelo oscuro, pero no negro y parecía haberse peinado con los dedos. Iba sin afeitar. Llevaba una camiseta verde oscuro y unos vaqueros y estaba descalzo.

–¿Es que me estaba espiando por la cerradura?

–¡Por supuesto que no! –negó ella con énfasis–. Le he traído unas galletas y…

Miró hacia abajo. La idea de un ramo de flores no le pareció adecuada.

Él también miró, pero no se molestó en recoger lo que Blythe había dejado en el umbral de su puerta.

Después, lentamente, la miró, desde los pies, hasta la cabeza.

No pareció demasiado impresionado.

Blythe se apresuró a romper el silencio.

–Vivo en aquella casa. Sólo quería darle la bienvenida a usted y a su familia.

–No tengo familia –respondió él, con una inexpresividad absoluta.

–No lo vi llegar, por eso me sorprendió escuchar música.

El día anterior había ido a entregar algunos centros de flores secas a Auckland. Después, había ido a visitar a algunos amigos y había cenado con sus padres.

–Si le molesta…

–¡No, en absoluto! –le aseguró–. Me encanta, de verdad. Bienvenido a Tahawai Gully.

Blythe sonrió y esperó una respuesta, pero no la obtuvo.

–Le gustará esto –dijo ella. Él levantó las cejas en un gesto incrédulo. Ella decidió continuar–. ¿Está aquí de vacaciones?

No tenía muy claro que le apeteciera tener a aquel individuo por vecino permanente.

–He alquilado la casa por seis meses.

–¡Qué bien! Me alegro de que vuelva a estar ocupada –recordaba los tiempos en que el lugar había estado habitado por una ruidosa familia–. Mi nombre es Blythe Summerfield.

–Ya –dijo él.

–¿Cómo? –a Blythe le sorprendió la afirmación.

Él no respondió a la pregunta.

–Jas Tratherne.

–¿Jazz? –no se podría haber imaginado un nombre menos apropiado para el taciturno personaje que había ante ella.

–No, con «ese». De Jasper. Nunca me ha gustado mi nombre completo.

Estaba claro que era alguien que no aceptaba imposiciones. Su figura rellenaba casi el vano de la puerta. Era fuerte y grande.

–La casa lleva mucho tiempo cerrada. Si quiere que le ayude en algo…

–Ya he hecho todo lo necesario para que sea habitable.

–Supongo que sabrá que no hay teléfono… si alguna vez…

–Tengo todo lo que necesito –dijo él, pero dio a entender un claro y sonoro: ¡Lárguese de aquí!

–Bien –respondió ella con cierta indignación–. Me alegro de conocerlo.

Era, sin duda, una expresión correcta y un poco absurda en aquellas circunstancias.

Se dio la vuelta y echó a andar. Sentía su mirada clavada en la nuca.

De pronto, su voz la detuvo.

–Gracias.

Ella se volvió. Él tenía las galletas y las flores en la mano.

–De nada –contestó ella.

Continuó su camino y no miró atrás hasta que estaba ya cerca de su casa. Él ya había entrado y cerrado la puerta.

Sin duda, era un hombre desconcertante. Había algo peligroso en él. Tal vez fuera un delincuente. Pronto rechazó esa idea. Si hubiera estado allí ilegalmente, no habría puesto música. Eso, inevitablemente, habría advertido de su presencia allí.

Además, no parecía un fugitivo, sólo un hombre poco amable.

A pesar de todo, era atractivo. Se lo podía imaginar, perfectamente, en un coto privado de caza inglés, con un gran perro negro junto a él, y con botas.

Blythe sonrió ante aquella imagen.

Subió las escaleras de su porche, se quitó las playeras y las dejó a un lado. Entró en la casa descalza, como de costumbre.

Al pasar junto al espejo del recibidor, se quedó mirando su imagen. Los rizos que se escapaban de la coleta enmarcaban su rostro jovial. Tenía unos ojos grandes y expresivos.

Sin duda, tenía que dar gracias por el físico que le había regalado la naturaleza. Los rizos naturales y el marrón de sus ojos eran, sin duda, su fuerte.

Pero, a veces, aquella misma bendición, resultaba una maldición. Mucha gente daba por hecho que el ser guapa implicaba que no fuera inteligente. Incluso algunos asumían que aceptaría a cualquier hombre medianamente presentable que quisiera tener una aventura con ella.

De cualquier forma, Jas Tratherne no era uno de esos. La había mirado con bastante desprecio.

Su nombre le había parecido obvio. «Ya», había dicho al oírlo. Blythe significaba «alegría», «felicidad».

¿Qué demonios pasaba? ¿Es que ese tal Jas Tratherne tenía algo personal contra la felicidad?

¿O es que, simplemente, no creía en ella?

Blythe agarró el móvil y llamó a su madre.

–Sí, claro… No, sólo que hay alguien nuevo en la casa vecina. Un hombre.

–Es simpático.

–Correcto.

–¿Nada más? –Rose Summerfield soltó una carcajada–. Bueno, al menos no vas a estar tan sola. Quizás deberíamos ir por allí este fin de semana y echar un vistazo.

–¡No! –dijo rápidamente Blythe–. Es un tipo muy reservado.

–¿Cuántos años tiene?

–Unos treinta. Parece…

–¿Sí?

Blythe no sabía cómo explicarlo.

–No es feliz. Además, estoy segura de que no come adecuadamente.

–Los hombres nunca lo hacen cuando están solos –dijo su madre–. ¿Quieres prepararle la comida?

–No me lo agradecería –casi no había sido capaz ni de darle las gracias por las galletas. Claro, que a lo mejor, no le gustaban, como su nombre.

–Supongo que es una persona honrada.

–No creo que sea el asesino del hacha, mamá.

–Bueno, quizás no sea tan mala idea lo de ir –decidió Rose–. Así sabrá que no estás sola en el mundo.

–Me encantaría veros, pero…

–Iremos el domingo. Llevaré yo la comida –dijo Rose con firmeza.

 

 

A la mañana siguiente, Blythe vio a su nuevo vecino desde la ventana, mientras corría por los alrededores de la casa. Llevaba un chándal azul marino y no había ningún perro con él. Parecía un verdadero deportista.

Por la tarde, Blythe bajó a la playa a recoger cosas de la arena.

A sólo cuatro kilómetros por la costa de Tahawai, aunque a más de diez por la tortuosa carretera que los unía, estaba Apiata Beach, uno de los lugares turísticos más concurridos.

Era posible llegar a Tahawai desde allí a través de las playas cuando la marea estaba baja. Pero, si normalmente eran pocos los que se aventuraban a realizar el paseo en pleno verano, prácticamente nadie lo hacía cuando el viento frío golpeaba con fuerza.

En aquella época de finales de invierno y principio de primavera, sólo ocasionalmente aparecía algún pescador solitario o alguna familia de la zona. Los surfistas preferían Apiata.

Jas Tratherne llevaba unas zapatillas deportivas blancas y seguía sin llevar ningún perro con él. Pero paseaba con aire preocupado, la cabeza inclinada hacia adelante y un gran palo, posiblemente arrastrado por la marea, como bastón.

Mientras Blythe bajaba por la pendiente, él alzó la cabeza.

Ella saludó con la mano y él respondió del mismo modo e, inmediatamente, echó a andar deprisa.

«Esta claro. No quiere compañía», pensó ella, así que se puso a caminar en sentido contrario.

Aquella noche, la música se coló durante su ventana y penetró en sus sueños mientras se quedaba dormida.

A la mañana siguiente, tuvo la sensación de que había estado sonando durante mucho tiempo.

Se metió en el coche. Tenía que ir a comprar algunas cosas a Apiata.

Al pasar por la casa de Tratherne vio que el garaje estaba abierto y que en su interior había una furgoneta.

Al volver, Blythe aparcó su coche en el garaje, recogió la leche, el correo y el periódico y se metió en la casa.

Se preparó un gran sandwich y se lo comió en la la cocina, bajo la ventana, mientras leía el periódico.

Después de la segunda taza de café, decidió que era el momento de ponerse a trabajar.

Agarró la cesta que ella misma había hecho, a semejanza de las tradicionales maoríes. La señora Delaney, matriarca de la inmensa familia que habitaba antes la casa vecina, había enseñado tanto a ella como a sus hijas el delicado arte de la cestería tradicional.

Se puso una sudadera roja con capucha y salió.

Estaba bajando los escalones del porche cuando vio a Jas Tratherne aproximándose a ella. Llevaba unos pantalones de algodón, unas deportivas y un chubasquero ligero.

Ella sonrió. Él se limitó a saludar.

–Buenas tardes, Caperucita.

–No, no lo soy, ¿no ve que no llevo nada en la cesta?

Se había afeitado, lo que permitía apreciar sus rasgos angulosos. Daba la impresión de que hubiera perdido peso recientemente.

Él pareció dudar entre continuar o no la conversación.

Después de unos instantes, se decidió a seguir.

–¿Por qué lleva una cesta vacía?

–Voy a recoger cosas de la playa.

–¿Cosas?

Los dos parecían dirigirse hacia el mismo sitio, de modo que echaron a andar juntos.

–Sí, hojas, cañas, trozos de madera…

–¿Caracolas?

–Si hay. Pero no suele haber demasiadas. El mar golpea con demasiada fuerza y la mayoría se parten. A veces consigo algún cristal bonito o alguna piedra interesante.

Caminaron unos minutos en silencio antes de que él hiciera otra pregunta.

–¿Para qué quiere todo eso?

–Vendo cosas a las mercerías y tiendas de regalo.

–¿Qué?

–Hago cestas o perchas o cosas con restos de lo que trae el mar. Luego, las adorno con flores secas.

–¿Cultiva las flores?

–Sí. Algunas flores se dan muy bien aquí, como la lavanda. Si quiero algo no autóctono, lo compro en la floristería.

Al subir la colina, el aire le agitaba el cabello a Blythe.

–Así es que tiene su propio negocio.

–Sí.

–Pero, ¿no es demasiado joven?

Ella se rió.

–Tengo veintiún años, pero todo el mundo piensa que soy más joven aún.

Él frunció el ceño.

–¿Y vive aquí sola?

–Sí, desde que mi abuela murió el año pasado –bajó los ojos para ocultar una sombra de tristeza–. Me mudé con ella después de que mi abuelo muriera, pues su salud empeoró notablemente. No queríamos que estuviera aquí sola. Yo había estado trabajando en un vivero mientras estudiaba horticultura por las noches. Así es que me pareció la oportunidad ideal para montar mi propio negocio. Todo el mundo me decía que estaba completamente loca si pretendía hacer crecer cosas aquí.

–¿De verdad? –él miró al suelo mientras continuaba con las manos en los bolsillos.

–Decían que esto está demasiado lejos de la ciudad y demasiado cerca del mar. Pero, realmente, estamos a una hora de Auckland y ha resultado ser un sitio ideal. El único problema es que las imitaciones artificiales están acaparando el mercado. Así que voy a probar con algo nuevo: girasoles.

–Girasoles –él soltó una carcajada.

–¿Le parece divertido? –preguntó ella mientras el viento jugueteaba con su pelo.

–No –respondió él, con un brillo peculiar en los ojos–. Es muy interesante.

Así que ella le había estado contando su vida y él la encontraba divertida. O quizás, simplemente, era sarcástico para evitar que se le notara el aburrimiento.

–Bueno, tengo que irme. Hasta luego –dijo ella de repente.

–Bien –respondió él–. Suerte con la recolección.

Cada uno por su lado, Blythe concentró su atención en la espuma que las olas formaban sobre la arena. Se negaba a pensar ni un segundo más sobre su desconcertante vecino.

Cuando ya estaba de vuelta en casa, el viento comenzó a soplar con fuerza y trajo una lluvia liviana.

Luego, el agua decidió golpear con fuerza los cristales.

Blythe encendió la estufa que había en la cocina y se sentó a catalogar lo que había recogido.

Cuando la luz del atardecer ya había dado paso a la noche, se levantó con intención de prepararse algo de cenar.

Por la ventana, intuyó una figura a lo lejos. Saludó con la mano, pero no le pareció obtener respuesta.

Encendió la luz y sacó del frigorífico una chuleta de cerdo y una rodaja de piña, que puso en el grill.

Después, lavó una lechuga, peló una zanahoria y se preparó una deliciosa ensalada.

Quizás debería invitar a su vecino a cenar en alguna ocasión. Su abuela lo habría hecho.

Pero él no parecía muy interesado en relacionarse con el vecindario. No cabía duda de que había elegido aquella casa porque estaba relativamente aislada. Quería estar solo.

Lo que más le llamaba la atención a Blythe era que, además de no querer la compañía de nadie, tampoco parecía realmente cómodo consigo mismo.

 

 

La gasolinera de Apiata era, a la vez, la oficina de correos.

El viernes, después de comprar algo de comida, Blythe fue hasta allí a comprar gasóleo para el generador que le proporcionaba electricidad.

El tendero le dio su correo y luego añadió algo.

–Hay aquí un paquete para el señor Tratherne. Está en la que era la casa de los Delaney, ¿no es así? Vino el otro día y me dijo que, seguramente, le enviarían correo aquí.

–Sí, allí vive.

–Según me dijo, no tiene teléfono para avisarle de que tiene un paquete. ¿Te importaría llevárselo?

Blythe no habría dudado en ninguna otra circunstancia. Pero no sabía si sería buena idea en aquel caso.

–De acuerdo –dijo finalmente.

El hombre agarró una gran caja y la metió en la parte de atrás de la camioneta.

Era una caja enorme y muy pesada.

De vuelta, decidió parar en la casa de su vecino. Tiempo atrás, la casa había estado rodeada por una valla, pero ya no quedaban más que los dos postes de la entrada.

Al acercarse a la casa pudo ver, a través de una de las ventanas, una gran mesa llena de libros, un montón de papeles y lo que parecía un ordenador portátil. La silla estaba vacía.

La puerta principal estaba medio abierta. Levantó la mano para llamar, pero el sonido embriagador de una música melodiosa hizo que se detuviera.

Se decidió por llamar. Si Jas Tratherne la encontraba allí, podría llevarse una impresión equivocada.

Golpeó la puerta con los nudillos, con tanta fuerza, que ésta cedió y se abrió.

Invitada por el gesto inanimado de aquel trozo de madera, se aventuró a entrar.

Al fondo había una habitación, casi vacía, excepto por una estantería llena de libros. A la derecha, en otra habitación, estaba Jas Tratherne, sentado ante un teclado.

Levantó las manos y se volvió hacia ella. La miró directamente a los ojos antes de abandonar su asiento y dirigirse hacia ella.

Su rostro estaba tenso, lleno, ¿de qué? ¿De rabia?

Blythe dijo lo primero que le vino a la cabeza.

–No era un disco.

–No –respondió él secamente.

–Lo siento –dijo ella, sin saber por qué se disculpaba–. Toca muy bien. No era mi intención interrumpir.

–¿Qué puedo hacer por usted? –preguntó él con brusquedad.

–En este caso soy yo la que puedo hacer algo por usted –dijo ella, herida por una recepción tan poco amigable–. Tengo un paquete para usted.

Jas frunció el ceño.

–¿Más galletas?

–Le he traído un paquete de la oficina postal de Apiata.

–¿Es que trabaja también como cartera?

–Fui a recoger mi correo y Doug me preguntó si podía traer yo este paquete.

–Eso está fuera de las normas.

–Sí, pero los de aquí tenemos la sana costumbre de saltarnos las normas, si eso nos hace la vida más fácil. Vivimos aislados y eso cambia las cosas respecto a la ciudad –su tono de voz era cortante y casi malhumorado–. Pero, no se preocupe, si no lo quiere, siempre puedo devolverlo. Sólo que no volveré a allí hasta la semana que viene.

Era increíble el modo en que la estaba tratando, cuando ella sólo le estaba haciendo un favor.

De pronto, él también pareció darse cuenta de eso.

–Supongo que aún no estoy habituado a las costumbres de por aquí –se justificó él–. ¿Dónde está el paquete?

–En la furgoneta. Le ayudaré a sacarlo.

Él la miró incrédulo, haciendo que ella fuera consciente de que sólo le llegaba a la altura del hombro.

–¿Es tan pesado? –preguntó él.

–Sí –respondió ella.

Se dirigieron a la furgoneta y ella abrió la parte de atrás.

–Ya lo cargo yo –dijo él.

Blythe se puso al volante. Él había alcanzado el porche y dejado la caja en el suelo cuando dijo:

–Gracias. Me alegro de que hayan llegado.

–¿Que hayan llegado?

–Los libros –con un movimiento de cabeza indicó a los libros.

–¡Ah! Ya –arrancó el motor.

–Nunca le di las gracias adecuadamente por las galletas. Eran hechas en casa –afirmó.

–Sí. Espero que le gustaran.

–Estaban deliciosas.

Signos de tregua, se dijo Blythe.

–Mis padres vendrán a comer el domingo –dijo ella impulsivamente–. ¿Querría venir?

–No me gustaría entrometerme en una reunión familiar.

Ella no pudo evitar una sonrisa.

–Realmente, usted es el motivo de su visita.

–¿Yo?

–Les conté que tenía un vecino y… bueno… esto está muy solitario. Se preocuparon por mí.

–Comprensible.

–Les dije que no hacía falta que vinieran, pero…

–Pero quieren saber cómo es ese nuevo vecino.

–Exacto –dijo Blythe–. Les diré que está usted muy ocupado y que no puede venir. Le prometo que no le molestaremos.

Él se quedó pensativo unos segundos.

–Si están preocupados por su hija, lo mejor será que me conozcan –dijo él inesperadamente–. Será un placer comer con su familia.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

HE INVITADO al vecino –les dijo Blythe a sus padres cuando llegaron–. Viene a comer.

–Entonces no es tan reservado como pensabas –Rose era una mujer pequeña y hermosa, de la que Blythe había heredado los ojos y la boca.

Se dirigieron a la cocina. Sacaron de la bolsa el pastel de bacon y queso, una ensalada de col con salsa agria y una tarta de chocolate, especialidad del señor Summerfield.

–Espero que le guste la tarta de tu padre. Ya sabes que eso es esencial para que le dé el visto bueno –continuó Rose.

Las dos se rieron mientras él sacaba una cerveza del frigorífico y hacía un gesto de aparente indiferencia.

–Es una persona muy reservada de todos modos –insistió Blythe–. No lo sometáis al tercer grado.

Los dos la miraron como diciendo: «¿Nosotros? ¡Válgame el cielo!»

Jas Tratherne llegó a la hora concertada. Parecía menos arisco que de costumbre. Incluso sonrió. Precedido por una botella de vino que llevaba en las manos y con el rostro iluminado por un gesto jovial, aquel hombre desconcertante parecía casi humano.

Blythe, inesperadamente, lo encontró realmente atractivo.

–Venga a conocer a mis padres.