Abuelita, deja de flotar por el cuarto que me pones nervioso - Antonio Malpica - E-Book

Abuelita, deja de flotar por el cuarto que me pones nervioso E-Book

Antonio Malpica

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Beschreibung

"Cuando Rulo regresa a casa después del entierro de su abuelita, la encuentra en su cuarto, convertida en fantasma. En lugar de sentir miedo, comienza a platicar con ella, como si nada hubiera pasado. Preocupada por la salud mental de Rulo, su mamá lo manda a conversar con su amiga Lulú, una psicóloga con la que tendrá las más graciosas sesiones. Mientras tanto, inspirado por grandes personajes de la historia, el chico se empeñará en destacar en la vida para convencer a su abuelita de que estará bien sin ella, pues sabe que solo así ella podrá ""mudarse al otro barrio"" a descansar en paz. "

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Malpica, Toño

Abuelita, deja de flotar por el cuarto, que me pones nervioso /

Toño Malpica ; ilus. de David Espinosa, el Dee. - - México : SM, 2023

200 p. : il. Col. ; 12 x 19 cm. - - (El Barco de Vapor. Naranja ; 95 M)

ISBN 978-607-24-5029-5

1. Fantasmas - Literatura infantil. 2. Cuentos infantiles. I. Espinosa, David, el Dee, il. II. t. III. Ser.

Dewey 808.068 M325

Texto © Toño Malpica, 2023

Ilustraciones © David Espinosa, el Dee, 2023

Dirección de Producto: Mara Benavides Reina

Gerencia de Literatura Infantil y Juvenil: Estela Ruiz Torres

Coordinación Editorial: Thania Aguilar

Dirección de Arte y Diseño: Quetzal León Calixto

Edición: Carlos Sánchez-Anaya Gutiérrez

Diagramación: Iván W. Jiménez

Primera edición, 2023

D. R. © SM de Ediciones, S. A. de C. V., 2023

Magdalena 211, Colonia del Valle,

03100, Ciudad de México

Tel.: (55) 1087 8400

www.ediciones-sm.com.mx

ISBN: 978-607-24-5029-5

ISBN: 978-968-779-176-0 de la colección El Barco de Vapor

Miembro de la Cámara Nacional de la Industria Editorial Mexicana.

Registro número 2830

Prohibida la reproducción total o parcial de este libro, su tratamiento informático, o la transmisión por cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

La marca SM ® es propiedad de Fundación Santa María,

licenciada a favor de SM de Ediciones, S. A. de C. V.

Hecho en México / Made in Mexico

Para Poncho Orejel, mi amigo, que estuvo dale y dale con que volviera a participar en concursos

Y para Laura, mi esposa, que también

Ah, y de una vez también para el Gato, que me vino con el chisme

T. M.

Para mis abuelas, Bi y Chito Todos las extrañamos por acá

D. E.

I

¿Sabes por qué estás aquí, Rulo?

Más o menos. Mi mamá cree que se me zafó un tornillo.

¿Y por qué crees que piensa eso?

¿Por qué va a ser? Porque hablo con mi abuelita, que se murió el martes. Pero no es mi culpa que ella no se quiera ir. A mí, que me esculquen.

Pues sí. Algo así me contó tu mami. ¿Y cómo está eso?

¿Pues cómo va a estar? Hablo con ella porque ella me habla a mí. ¿A poco no crees que yo preferiría tener el cuarto para mí solo? Si es lo que le digo, que si ya se murió, pues tiene que irse a otro lado, al cielo o algo. ¿Qué sé yo? Que “descanse en paz”, como dicen en la misa. Pero nada. Ahí sigue. Se acuesta en su cama como si nada y me sigue a donde se le da la gana. Al parque y todo.

¿Quieres contarme?

Pues… Aunque no quisiera. Ya estoy aquí.

A ver, pongamos las cosas claras, Rulo. Acepté que tu mamá te mandara a conversar conmigo porque piensa que es necesario, pero, en el momento en que tú no quieras venir, yo le digo a tu mamá y hasta ahí llegamos. ¿Entendido?

Sí, Lulú.

Soy psicóloga, pero antes que nada soy tu tía y te quiero.

Sí, Lulú.

Tía de cariño, porque te conozco desde que eras un bebé, pero te quiero lo mismo. Así que, bueno, cuéntamelo todo y no se hable más.

Igual vas a pensar que se me zafó un tornillo.

Igual me cuentas y yo no voy a sacar ninguna conclusión de nada. Te prometo que sólo vamos a platicar y así será todas las veces que te mande tu mamá o quieras venir tú solo, que al fin sólo nos separan dos pisos.

Bueno. Pues te cuento que ayer, cuando volvimos del entierro de mi abue, ahí estaba ella en el cuarto, como si nunca se hubiera muerto. En plan fantasma, claro. No me dio miedo porque, bueno, es mi abue, pero sí le dije después de cerrar la puerta:

—¡Abue! ¿Qué haces aquí? ¡Si ya hasta te fuimos a enterrar!

—Y hasta crees que te voy a dejar solo, con lo chiquito que estás —me respondió.

—¡¿Cuál chico?! ¡Nomás se terminan las vacaciones y entro a quinto!

—Da lo mismo. Para mí, estás chico.

Estaba sentada en la litera de abajo, la que siempre ocupó. Yo me senté en la silla de mi escritorio y la hice girar. Lo pensé un poco y luego le dije:

—Abue, esto no está bien. Si quieres, te acompaño al cementerio en el que te pusimos y ya te quedas ahí.

—¡Ni lo sueñes! Me iré cuando me asegure de que estarás bien contigo mismo.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Pues eso. Que no voy a estar tranquila, ni siquiera en el camposanto, si no sé que vas a estar bien contigo mismo por el resto de tus días.

—¡Pero yo estoy bien conmigo mismo! No es que sea muy listo ni muy guapo, pero tampoco me caigo mal ni nada por el estilo.

Mi abue hizo entonces unos pases con su mano, atravesando uno de los pilares de la cama. Parecía que le estaba encontrando el gusto a eso de ser fantasma.

—Ya me oíste, Rulín. Tengo que asegurarme de que vas a estar bien por siempre y, hasta ese día, no pienso ir a ningún lado.

En ese momento comprendí que se refería a algo que yo tenía que hacer, pero no tenía ni idea de qué era exactamente.

—¿Estar bien por siempre?

—Ya me oíste.

Sospeché que lo que mi abue quería era, claro, verme triunfar. Ésa era la única manera en que yo podría asegurarle que estaré bien hasta el fin de mis días.

Tomé una pelota de pimpón de mi escritorio y se la aventé, sólo para estar seguro. Ella quiso atraparla, pero no pudo. La traspasó completita.

—Abue…, déjame decirte que, si piensas quedarte hasta que gane mi primer millón de dólares, vas a tener que esperar mucho tiempo. Y no me lo tomes a mal, pero yo quería empezar a ver películas de terror la semana que entra.

Me da un poco de vergüenza decirlo, pero eso es lo único bueno de que mi abue nos haya dejado: ahora puedo ver pelis de miedo desde mi cama en la noche, cosa que no hacía antes porque a ella la espantaban. Ya ves que siempre ocupó la cama de abajo.

—Por mí, puedes verlas desde hoy mismo si quieres. Al fin que ya soy un fantasma y yo creo que ya nada me da miedo.

En ese momento pensé en Tomás Alva Edison. No sé si lo conozcas. Es un señor que sale en el libro Grandes hombres de nuestro mundo que me regaló mi tío Simón la Navidad pasada porque se ve que no le alcanzó para otra cosa. Pensé en ese señor cuando puse mis ojos en ese libro, que uso como base para mi Lego de Spiderman. Edison inventó un montón de cosas, como el foco y el fonógrafo, que era un aparato donde escuchaba música la abuelita de mi abuelita. Me acordé de él porque, según mi libro, fue muy pobre al principio —hasta tuvo que vender periódicos cuando era niño—, pero de grande fue multimillonario. Se me ocurrió que, a lo mejor, no tenía que ganar mi primer millón, sino ponerme a vender periódicos o algo así para que mi abue dijera: “¡Ah, mira, como Edison! Se ve que este muchacho llegará lejos”, y ¡pum!, de regreso al cementerio.

Ya era tarde y yo ya quería irme a la cama, así que sólo le pregunté a mi abue si iba a dormir o iba a espantar gente, porque, según yo, es lo que hacen los fantasmas.

—No sé. Dormir, supongo. Pero por mí no te preocupes. Tú haz como si no estuviera.

—Pero estás.

—Y sí, pero no pienso darte mucha lata.

—¿Puedo poner El aro en la tele? Es una peli.

—¿De miedo?

—De mucho miedo. Froy ya la vio y dice que no durmió en dos noches.

—Bueno. Ponla. Pero a mí no me culpes si no duermes en dos noches o más.

—¡¿Con quién hablas, Rulo?! —gritó mi mamá desde el otro lado de la puerta.

Yo miré a mi abue y ella me miró a mí. Entonces, como si la estuviera retando, preferí decir la verdad en vez de mentir:

—¡Con mi abue, ma!

Ella, después de un silenciote, abrió la puerta y se asomó.

—No estoy para bromas —me dijo.

—Ni yo.

Y vi a mi abue, y ella me vio a mí, pero mi mamá ni por enterada, porque, obvio, según sus ojos, no había nadie sentado en la litera.

—Repítelo. ¿Con quién hablabas?

—Con mi abue.

Yo creo que ella pensó que hablaba con mi abue como se habla con Dios o con la Virgen o con tu consciencia, porque se le llenaron los ojos de lágrimas, aunque ninguna se le escapó. Nada más se acercó, me dio un beso en el pelo y me dijo que ya me durmiera. Con la luz prendida, si quería.

Así que nadie puede ver a tu abue, excepto tú.

¿Qué dices? La abuela de Froy también la ve y platica con ella y todo.

¡¿Pero cómo?!

¡Te lo juro por ésta!

II

Hoy me desperté bien tarde porque mi abue y yo vimos la película El aro completita. Sí nos dio un montón de miedo y por eso nos tardamos un ratote en dormirnos, pero hasta eso que no tuve pesadillas, y creo que ella tampoco.

La verdad es que, cuando me desperté, creí que lo de mi abue ya era cosa del pasado, como suele suceder cuando se muere alguien y te despides para siempre. Me imaginé que se había ido durante la noche, pero ¿qué te cuento? Que no. Ahí estaba, sentada en la silla de mi escritorio, mirando por la ventana.

—Abue, sigues aquí.

—¿Y cómo no? Si ya te dije. A ver…, ¿qué te dije?

—Que no te vas a ir hasta que veas que triunfo en los negocios o en TikTok o en algo.

—Sí. Yo te diré cuando lo sepa.

—La verdad es que no me molestó que volvieras a dormir en tu cama porque…, bueno, ya no roncaste como hacías antes. ¿Sabías que los espectros no pueden roncar? Pues ahora lo sabemos.

Me enseñó la lengua, como siempre hacía cuando yo la molestaba, arrugando la nariz y haciendo bizcos.

—Vamos a que desayunes, Rulín. Tu mamá te dejó algo en el microondas.

—¿Se fue a trabajar?

—Ya ves que faltó dos días por mi… asunto. También te dejó una nota.

—Oye, abue, ¿y si ya no me dices Rulín? Eres la única que me dice así y, de todos modos, ya te moriste. Todos los demás me llaman Rulo. Rulín es un apodo de bebé.

—¿Morirme? ¡Mangos! Aquí sigo. Y creo que tu abuelita te puede llamar por tu apodo de bebé si quiere, porque bien que te cambió los pañales, te sonó las narices y te dio tu biberón.

Me di cuenta de que mi abue va a estar conmigo un montón de tiempo y no sé si me encanta la idea, por mucho que la quiera. Le pedí que me dejara solo para vestirme y que no fuera a atravesar la pared para verme en calzones. Luego, fui a la cocina. Mi mamá me había dejado un sándwich de huevo, leche con chocolate y una nota. Mi abue, en efecto, siempre iba tras de mí.

La nota decía:

Rulo, me tuve que ir a trabajar. Voy a pedir que me dejen hacer home office mientras estás de vacaciones, para no tener que traerte a la oficina. No vayas al parque solo. Si vas, que sea con Froy y su abuelita. Si no llego a la hora de la comida, pide una pizza. Hay dinero en el jarrito. Sé que extrañas a tu abuelita, pero trata de no pensar mucho en ella. Ahora está en un lugar mejor. Te amo.

Mientras me comía el sándwich, le pregunté a mi abue qué pensaba de la nota de mi mamá, pero ella sólo torció la boca.

—No hay mejor lugar que éste. Al menos, por el momento. Acábate la leche.

—Yo sólo decía.

Entonces tuve la superbuena suerte de que mi mejor amigo Froy, el niño con el que siempre ando, me gritara desde la calle y me asomé a la ventana.

—¡Vamos al parque, Rulo!

Con él estaba doña Edu, su abuelita, así que le grité que ya iba. Le pregunté a mi abue si quería acompañarnos o si prefería ir a otro lado a espantar gente, que, según yo, es lo que hacen los fantasmas.

—Voy contigo. Como en los viejos tiempos.

Me dio un poco de risa porque “los viejos tiempos” eran tres días atrás, pues todavía me acompañó al parque el lunes, que fue el día que le dio el infarto. Dejé el sándwich a la mitad, me tomé mi chocolate y me dispuse a salir sin lavarme los dientes ni nada.

—¡Oye! —me gritó mi abue—. ¿Crees que porque estoy muerta no te puedo regañar? ¿A dónde vas sin lavar tus trastes y sin lavarte la boca?

Me dieron ganas de preguntarle qué iba a hacer para impedirlo, porque ya no puede agarrarme de los pelos como hacía antes, pero entonces recordé que mi abuelita sigue aquí, en el mundo de los vivos, por mi culpa. Y de seguro se debe también a que me porto mal, no sólo a que todavía no he ganado mi primer millón de dólares.

—Chanclas… —dije, nada más.

Luego, lavé mi taza; el plato no, porque guardé la mitad del sándwich en el refri. Después me fui a lavar los dientes, agarré mis llaves y me salí para llamar el elevador del edificio. Siempre bajábamos en el elevador por culpa de las rodillas de mi abuelita, pero entonces se me ocurrió que a lo mejor ya no era necesario.

—Abue, ¿nos vamos por las escaleras? Al fin que yo creo que ya no te duelen las rodillas.

—No, ya no, pero hagámoslo como en los viejos tiempos.

Eso de “los viejos tiempos”, o sea, tres días atrás, sí que me daba risa.

En el elevador nos encontramos al licenciado Carrillizo, que trabaja en el Gobierno y siempre anda con su mochila y su raqueta de tenis para todos lados, porque juega después de trabajar.

Sí, lo conozco bien. Vive en el sexto piso.

Sí. Ése. Entonces me dijo:

—Hola, Rulo. Supe lo de tu abuelita. Lo siento mucho.

—Sí, bueno, así es la vida —le respondí.

—¿La extrañas mucho?

—No, la verdad —dije con toda honestidad, porque ni modo de decir que la extrañaba mucho si estaba ahí mismo, en el elevador, con nosotros, haciéndose la que no se enteraba.

El licenciado Carrillizo no dijo nada más. Me despeinó, como hace mucha gente cuando no sabe qué decir, y miró los numeritos del elevador.

—Salúdame a tu mamá —dijo al quedarse solo en el elevador, porque él iba al estacionamiento y mi abue y yo a la planta baja.

Salimos a la calle, donde estaban doña Edu y Froylán, mi mejor amigo, recargados en un coche estacionado.

—Hola, bro —dije.

—¿Qué pasa, bro? —me respondió él, chocando manos.

—Hola, doña Edu —saludé a la señora y le di un beso.

Entonces, noté que se dio cuenta de algo, porque sonreía de una manera muy misteriosa.

—¿Cómo estás, Rulo? —me preguntó—. Ayer ya no nos despedimos de ti en el entierro de tu abue.

Me hablaba a mí, pero no me miraba. Por eso me di cuenta.

—No se preocupe, doña Edu. Mi mamá ni se enteró.

—Luego, cuando regrese de trabajar, la paso a ver. ¿Cómo estás? ¿Muy triste?

—No, no mucho, la verdad.

—Me imagino —dijo con un tono misterioso.

Entonces, Froy y yo nos echamos a correr hacia el parque, después de fijarnos muy bien si podíamos cruzar la calle, al fin que ya ves que sólo es una cuadra. Siempre lo hemos hecho así: nosotros por delante y las abuelas por detrás.

Aunque, en este caso, sólo iba una abuela.

Bueno, sí y no, porque ya te dije que doña Edu se dio cuenta, desde el principio, de que ahí estaba mi abue.

¿Cómo lo sabes?

Porque cuando Froy y yo ya nos habíamos adelantado bastante, le pedí que nos detuviéramos y volteé a ver hacia atrás. Las dos iban platicando mientras caminaban. Igualito que si mi abue nunca se hubiera ido “al otro barrio”, como dice mi hermano Álex.

—Oye, bro, dime algo —le dije a Froy—. ¿Qué ves ahí atrás?

—¿Pues qué voy a ver? A mi abue caminando hacia acá.

—¿Sólo a tu abue?

—Sí. ¿Por qué?

Iba a decir “por nada”, pero Froylán es mi mejor amigo y, si lo piensas bien, el que mi abuelita sea un fantasma es algo muy cool. Por eso preferí decírselo. Le conté todo lo que había pasado desde ayer, que encontré a mi abue sentada en su cama, como si nunca la hubiéramos velado y enterrado y todo eso.

—¿Y por qué yo no la puedo ver y mi abuelita sí?