Invasión extraterrestre - Antonio Malpica - E-Book

Invasión extraterrestre E-Book

Antonio Malpica

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Beschreibung

Esta historia comienza con una nave espacial dirigiéndose a toda velocidad hacia la Tierra. ¡Va entrando por la atmósfera a máxima velocidad! ¿Y sabes qué es lo peor? ¡Que esta nave viene cargada de puros soldados extraterrestres! ¿Su misión? ¡Conquistar nuestro planeta!

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Esta historia comienza con una nave espacial dirigiéndose a toda velocidad hacia un plane-ta. Y cuando digo “a toda velocidad” no estoy exagerando. De hecho, esta nave va a la mayor velocidad posible. ¿La de la luz? ¡No, qué va! ¡Esta nave va entrando, aún más rápido que la luz, a este planeta! Y cuando digo “a este pla-neta” tampoco estoy utilizando una “forma de hablar”, como dicen. ¡No! De hecho, se dirige a este planeta, nuestro planeta: la Tierra. ¡Va entrando por la atmósfera a máxima velocidad! ¿Y sabes qué es lo peor? ¡Que esta nave viene cargada de puros soldados extraterrestres! ¿Su misión? ¡Conquistar la Tierra!

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Y ahí vienen, nada menos. ¡Suooooooosh! ¡Tan rápido que nadie los ha visto atravesar las nu-bes! ¡Suoooosh!Tan rápido que ya han pasado al más alto de los edificios. ¡Suooooosh!Tan rá-pido que, antes de que termine esta frase, ya han aterrizado. ¡Ploc, ploc, plosh!De la forma más limpia y eficaz, que para eso son milita-res todos los que vienen en dicha nave: para realizar operaciones como ésta, sin ningún

margen de error.

Y ahí tenemos la nave. Posada en nuestro querido planeta Tierra. Sus motores se han de-tenido y los soldados sólo esperan la orden del comandante de brigada para iniciar la ofensiva.

Por el momento no pasa nada. La nave, muy parecida a una flanera puesta al revés, echa un poquito de humo, pero nada más.

Entonces, comienza la invasión. Se abren las cinco puertas laterales y por cada una descien-den nada menos que setecientos extraterrestres en formación. ¡Pom, pom, pom, pom!Suenan sus pies perfectamente sincronizados golpeando

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el suelo color café en el que se ha posado su nave de guerra. ¡Pom, pom, pom!Y ahí están ya, alineados en una formación cuadrangular tan derechita que pareciera que utilizaron regla. ¡Pom, pom, pom, pom!Tres mil quinientos solda-dos portando sus armas disuasivas de huma-nos.

¡Pom!

¡Pom!

¡Pom!

Formación perfecta. ¿Ya lo dije? Superdere-chita. ¿Lo comenté? Con esquinas cuadraditas y todo. ¿Quedó claro?

Per-fec-ta.

Hasta que un soldado, el que ocupa el lugar 1351, abandona su puesto y corre lejos de la formación.

—¡Ey! ¡Uno tres cinco uno! ¿A dónde crees que vas? —le pregunta el 1352, formado justo a su lado.

—¡Oye, amigo! —responde el 1351 sin de-tener el paso—. Cuando hay que ir, hay que ir.

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El intrépido soldado que ha roto la formación se mete en una enorme cueva y, fuera de la vista

10de todos, comienza a hacer del uno.

Porque, como todos saben en el universo en-

tero, cuando hay que ir, hay que ir.

Entonces, el comandante de brigada aban-dona la nave y, emitiendo un potente y atrona-dor grito, se para frente a sus tropas. Afortuna-damente para el 1351, el mero mero no parece notar su ausencia.

Y levantando su propia arma disuasiva de humanos, grita:

—¡Dubidubianos! ¡Éste es un día glorioso!

Enseguida todas sus tropas contestan con un grito salvaje:

—¡Aaaarrggghhh!

El comandante se muestra complacido y agrega:

—¡Es el día en que tomamos posesión de este planeta!

—¡Aaaaaarrrghhh! —se deja oír la respues-ta de tres mil quinientos guerreros (menos uno que fue al baño) listos para ir a la guerra.

El comandante sonríe ampliamente. Sus soldados chocan sus armas entre sí, listos para emitir sus potentísimos rayos de superpotencia nuclear.

—¡Éste es el glorioso día en que sumamos un nuevo mundo a nuestra colección de mundos dominados!

Más ímpetu, más efusividad y más gritos su-perbelicosos.

—¡Aaaaaarrrghhh!

El comandante mira orgulloso a sus huestes furibundas. Repasa mentalmente el plan. Ha-blarán con los líderes. Y si no entregan el pla-neta con todo y llave y escrituras para tomar posesión al instante, tendrán que disuadirlos con sus armas, siempre listas y siempre carga-das y siempre a punto. Se pasea un poco frente a los soldados, quienes sólo esperan su orden para iniciar la invasión. Sonríe. En el fondo espera que los líderes se rehúsen para tener que disuadirlos. ¡Fzzzzzzt!Incluso aprieta un poquito el botón que detonaría su letal arma disuasiva. Pero sólo un poquito.

—¿Están listos, mis bravos guerreros? —pregunta con su atronadora voz.

(Es una pregunta retórica. Él sabe que siempre están listos y con las armas cargadas y a punto).

Entonces, así como te lo cuento, se oscurece el cielo. Se oscurece el horizonte. Se oscurece todo.

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Los tres mil quinientos soldados (menos uno) llenos de valor y de coraje emiten su ca-racterístico grito.

—¡Aaaaaarrrghhh!

Sólo que, en esta ocasión, aunque suena idéntico a los anteriores, en realidad es un gri-to distinto. Uno que, de poder ser traducido, diría algo así como: “¡Ey! ¿Quién apagó la luz? ¿Qué es esa gran fuerza que me oprime con-tra el suelo? ¡Oigan, déjense de bromas, que no puedo respirar! ¡Esto no estaba en el plan! ¿Quién planeó esta tonta invasión de pacoti-lla?”. Para terminar con un apagado pero sig-nificativo “argh” chiquito.

Y justo en ese momento aparece una figura que ostenta una muy expresiva cara de alivio: viene saliendo de una enorme

cueva.

—¡Uuuf! ¡Creí que

no llegaba!

Pero al instante se de-

tiene. No sólo no ve la nave,

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no ve a su comandante y no ve a sus tres mil quinientos compañeros (menos uno: él) por ninguna parte; de hecho, lo único que ve es esta enorme cosa roja de tersa superficie que se ha desplomado encima de todos, de la nave, su comandante y sus tres mil quinientos (menos uno) compañeros, causando su inmediata des-aparición. Es como si una superroca o, mejor dicho, un superedificio o, mejor dicho, una su-permontaña, sólo que de tersa superficie roja, hubiera decidido posarse encima de todos para hacerlos papilla.

Trululú (que así se llama el único dubidubia-no en pie) monta en cólera (por supuesto) y, accionando su arma disuasiva de humanos, se lanza al ataque de esa cosa que los ha tomado

a todos por sorpresa.

¡Pfffzzzzzzzzt! ¡Pfffzzzzzzzzt!

¡Pfffzzzzzzzzzzzzt!

El potente rayo de superpo-

tencia atómica truena al cho-

car con esa arma secreta que los

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pobres dubidubianos desconocían que tenían los humanos. Y eso que los estudiaron con mucha atención antes de animarse a lanzar su ataque.

Pobres.

(O tal vez no tanto).

Al mismo tiempo que ha ocurrido esto, ocu-rre otra cosa.

O quizás unos cuantos segundos después.

Ocurre que René Ortirrosa casi tira el pino de Navidad de su casa.

Su tía abuela Lupe, sosteniendo un platito con un pedazo de rosca y sentada en el sofá grande de la sala, es quien dice:

—Renecito, casi me tiras el pino encima.

—Perdón, señora.

—No me digas “señora”, Renecito. Soy tu tía Lupe.

—Perdón, señora.

A René no le importa demasiado lo que opine su tía Lupe, a quien apenas conoció ese mismo

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día y quien, por cierto, es la hermana mayor de su abuela materna. Y no le importa porque está seguro de que él, René Ortirrosa, tiene los días contados en este planeta.

Sí. Contados. Por eso está practicando artes marciales en plena sala y en plena reunión de rosca de Reyes de su familia. Él y la tía Lupe son los únicos que no cupieron en la mesa. Pero a René tampoco le importa eso porque le da la libertad de practicar karate.

—¡Kiai! —grita mientras tira otra patada al aire.

—¡Renecito! —exclama la tía Lupe.

Esta vez René ha conseguido que un muñeco de nieve de madera colgado del árbol salga vo-lando en dirección a la tía Lupe, pasando justo entre su pedazo de rosca y su dentadura postiza.

—¡René! —grita su mamá desde la mesa—. Pórtate bien o no te van a traer nada los Reyes.

René se sosiega y se sienta en el sillón frente a la tía Lupe. Piensa que lo que dice su mamá es bastante posible, ya que este año no pidió

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nada que se pueda comprar en una tienda. No. Otros años ha pedido juguetes o juegos para su Switch o cosas así; por eso cuando le repetían a pocos días de que llegaran los Reyes que se portara bien, siempre pensaba: “Mmñe. Igual ya tienen los regalos y ni modo que los desa-parezcan; seguro ya se tomaron tantas moles-tias que no creo que les convenga”, y se seguía portando mal.

Pero este año es distinto. Así que se sienta de brazos cruzados mirando a la tía Lupe.

—¿Cuántos años tienes, Renecito? —dice la señora, que ya va en la tercera porción de ros-ca, nomás por hacer plática.

Aquí entre nos, a René le choca que le digan “Renecito” porque suena como “trenecito”. Su

hermano mayor, Jorge, que ya

va en secundaria, hasta dice:

“¡Puuu, puuu!”, como silba-

to de máquina, cuando

alguien le dice “Renecito”

a René en su presencia.

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O a veces sólo por molestarlo. Pero ahorita no está. Está en casa de su novia, que lo invitó a su propia partida de rosca de Reyes, lo cual es una suerte, pues ya habría hecho: “¡Puuu, puuu!”con todas sus fuerzas.

—Ocho, señora —contesta René.

—No me digas “señora”, Renecito.

René piensa que sería bueno alegar: “y usted no me diga ‘Renecito’”, pero siente que sería como portarse mal, así que mejor se calla. Si-gue de brazos cruzados y golpeando la base del sillón con los talones de sus zapatos.

Entonces la tía Lupe remolonea en el sofá. Y se rasca notoriamente el trasero.

—¿Tienes hormigas aquí en tu casa, Judith? —pregunta la tía a la mamá de René, quien está a pocos metros, en la mesa del comedor.

—No creo, tía —dice la señora, sirviendo un poco más de chocolate al abuelo materno, o sea, a su papá.

A la partida de rosca en la casa de los Ortirrosa acudieron los abuelos paternos, los maternos y

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la tía Lupe. No es un dato que aporte mucho a esta historia, pero es bueno que lo sepas. Así como que la familia de René está compuesta por él, quien tiene treinta y siete Funkos; su her-mano Jorge (ahora ausente), a quien le fascina todo lo relacionado con los videojuegos y con molestar a René; su mamá,