Aitor - Noelia Medina - E-Book

Aitor E-Book

Noelia Medina

0,0

Beschreibung

  ¿Cuántas posibilidades hay de que roben uno de los cientos de bancos de la ciudad y te toque a ti presenciarlo? ¿Cuántas hay de que el amor de tu vida, ese chico malo del pasado, sea uno de los atracadores? ¿Y de ser su rehén?   Daniela ya no está enamorada de Aitor. Ella ha rehecho su vida, una estable con alguien que la hace feliz, alejada de los problemas. Pero el destino, caprichoso, conseguirá que un día sus ojos conecten una milésima de segundo, y pondrá patas arriba su perfecta vida. El atraco a un banco dará el pistoletazo de salida para que descubra quién es el verdadero Aitor. Porque el chico malo y enigmático ha crecido. Aitor es un superviviente callejero que aprendió estudiando el libro de la vida. Problemas, peleas ilegales, mentiras, robos... Cualquier cosa ilícita con tal de seguir adelante. Ahora es uno de los miembros del Comando, una organización criminal que se encarga de hacer el trabajo sucio del Gobierno, y tiene en sus manos la más grande de sus misiones: salvar a la humanidad de un virus mortal. Aunque él siente que la mayor guerra que puede ganar es la de obviar quién es la rehén que lo mira desde el suelo con miedo. ¿Quién lo salva a él de esos ojazos verdes con los que ha vuelto a rencontrarse?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 676

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Aitor

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Noelia Medina 2017

© Entre Libros Editorial LxL 2023

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera redición: septiembre 2023

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-17160-19-7

AITOR

Noelia Medina

Si voy a irme, miro antes de abrir la puerta,

por si tropiezo con nuestras caricias muertas.

Brock Ansiolitiko

Le dije: «Cada uno por su lado». Y, en el fondo,

aún estoy rezando porque el mundo sea redondo.

Brock Ansiolitiko

¿Cómo te atreves a volver

y a tus cenizas convertir en fuego?

Hoy mis mentiras veo caer,

que no es verdad que te olvidé.

¿Cómo te atreves a volver?

Morat

Al amor verdadero.

índice

AGRADECIMIENTOS

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Capítulo 32

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Epílogo

Fin

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

AGRADECIMIENTOS

Aitor nació de una canción a toda voz, en un coche que ya no existe, con una amiga de esas que con el tiempo se alejan pero que dejan en ti recuerdos maravillosos. Se creó en uno de esos momentos que nadie puede quitarte, a pesar del tiempo y de la vida. Por eso pienso que él, como personaje, como libro y como esencia, es imborrable.

Los cinco primeros capítulos de esta historia se subieron a Wattpad, después la escribí completa y nació en Lxl Editorial, donde vivió varias ediciones diferentes. Durante unos años ha caminado por el sendero de la autopublicación, y ahora vuelve con algunos de sus hermanos a la editorial que lo acogió en su cuna. Como todos los imborrables, renacerá una y otra vez con cada lectura que le regaléis.

Gracias a todos quienes acogéis a mi niño mimado como vuestro niño mimado y le dais tanto amor. En especial a Angy, mi editora, amiga y compañera, que siempre lo tendrá el número uno de su ranking, aunque sufra las novatadas de la autora principiante que fui y a la que todavía le queda muchísimo por aprender. Aunque vengan libros muchos mejores, ella nunca lo reconocerá porque el chico de la chupa de cuero le robó el corazón y yo estoy muy orgullosa de ello.

Vamos a dejar una huellecita más.

Capítulo 1

Diario de Daniela

Junio de 2011

Ya no lo quiero.

Sí, sé que te lo he dicho muchas veces, pero te juro que esta es la definitiva.

Vale, siempre digo lo mismo, pero hoy ha sido diferente. Hoy me he levantado sin esa sensación maligna que te oprime el pecho hasta dejarte sin respiración. Y ha sido liberador. No me encontraba feliz; al contrario, ha sido tan extraño pensar en él sin sentir esa angustia que por un momento he experimentado la tristeza y el miedo de olvidarlo. ¿Y si mi cabeza borra todos los recuerdos importantes a su lado? ¿Es eso posible? No creo que sea admisible formar una historia tan intensa para hacerla desaparecer de un solo golpe. Porque tenemos una historia, le pese a quien le pese; me pese o no me pese. Una historia con un final. Y no un final feliz, porque esos no existen, y porque nunca podrías acabar como si nada con alguien que lo ha sido todo. Y Aitor ha sido mi todo, aunque eso ya lo sabes.

Cuando esa sensación ha recorrido mi cuerpo, he puesto los dos pies en el suelo para decirme a mí misma: «Todo ha cambiado, Daniela, hoy acabas de convertirte en otra persona nueva». Una persona joven de quince años que ya no sufre, una chica que ha dejado su pasado atrás. A Aitor atrás. Y después, como si tal cosa, mi día ha continuado tal cual, sin pensar demasiado en él. Sorprendente, ¿eh?

Así que hoy, y esto acabo de decidirlo en este mismo instante, me tomaré la libertad de escribir un poco más sobre él, de pensar concienzudamente en él, de quererlo un poco aún. Porque mañana será diferente. Mañana guardaré a Aitor en un baúl que cerraré con llave, lo enterraré en la arena de una playa perdida, alquilaré una barquita para navegar todo lo profundo que me permitan y tiraré la llave con mucha fuerza, para que nadie ni nada pueda abrir ese maldito baúl. Mañana, Aitor no existirá en mi vida, y espero que tampoco en mi mente. Así que, aunque me duela muchísimo esta decisión, mañana también tendré que deshacerme de ti. Lo siento, pero tus páginas guardan demasiados sentimientos, demasiados recuerdos, y si quiero quitarlos de mi cabeza, también tengo que hacerlo de mi vista. No quiero flaquear cualquiera de estos días y leerte; leer todos los momentos que pasamos juntos. Porque el fuego que él y yo tuvimos es tan fuerte que con simples recuerdos puede encenderse de nuevo.

Así que hoy, y por última vez, hablaré de él. Y lo haré concienzudamente, con la mano en el corazón, sin filtros, como si este diario fuera a destruirse justo en el momento en el que termine de escribirlo. Necesito cerrar este capítulo de mi vida. Me lo merezco.

Olvidemos que conoces a Aitor, que cada noche vuelvo a tus páginas y te hablo de él y de todo este sentimiento que me abrasa por dentro al notar su ausencia. Ausencia... Qué palabra tan pequeña para todo lo que guarda en su interior. Así que olvidémoslo, hagamos como que no sabes de nosotros, porque parecerá que estoy loca y que te cuento una y otra vez lo mismo. Pero ya sabes que mi locura tiene un motivo. Y un nombre.

Aitor llegó a mi vida hace solo seis meses. Seis meses. Medio año. Unas veintisiete semanas. ¿Parece poco? Pues en qué poco tiempo consiguió remover mi vida, mi pecho y mi alma.

Aquella noche volvía sola a casa cuando dos chicos bastante ebrios me bloquearon el paso y comenzaron a juguetear conmigo, como si de una pelota que se pasaban de uno a otro se tratase. Empecé a ponerme nerviosa, a sentir miedo, a escuchar sus risas como una amenaza terrible, a temblar e intentar que mi voz, estancada, consiguiera salir de mi garganta de alguna manera. La cosa empeoró cuando al fin grité e intenté escapar, a sabiendas de que en aquella apartada zona de la ciudad nadie me oiría. Notaba dos pares de manos sobrepasándose, alientos sucios que escupían barbaridades sobre mi cuerpo, partes de mi ropa que, desojadas, caían al suelo... De nuevo, aquellas manos fieras, esta vez más atrevidas. Más fuertes. Más sucias. Y comencé a llorar como una niña pequeña que, tras pasar una noche con sus amigas y con la única intención de volver a su casa, se veía entregada a dos seres asquerosos por un maldito golpe de mala suerte.

—Eh, vosotros, soltadla ahora mismo.

Su voz fuerte y ronca retumbó en el callejón, haciendo que las manos se detuviesen. Los tíos se apartaron y mi llanto se escuchó con más fuerza. Vi su sombra, sus pasos tranquilos y seguros hasta nuestra posición, el humo blanco de su cigarro volando al viento con un vaivén parsimonioso mientras se abría paso en la oscuridad de una noche cerrada, y su moto aparcada de cualquier manera detrás de él, aún arrancada. Y todo lo demás fue confuso. Tumbó a aquellos dos con unos golpes tan bestiales que, por un momento, cerré los ojos para no ver más mientras se oían gemidos y palabras de súplica.

Hasta que por fin se detuvo. Abrí los ojos y me lo encontré caminando hacia mí. Me preguntó si estaba bien mientras yo detenía la mirada en sus manos, en la sangre brotando de sus nudillos. Aunque asentí, él se agachó a mi lado y me rodeó con sus brazos, proporcionándome una seguridad en la que me refugié durante muchas horas. El suelo estaba frío y húmedo, pero aquellos no fueron motivos suficientes para separarme de él. Me montó en su moto, me llevó a mi casa y se fue sin siquiera decirme su nombre, y sin yo saber, aunque esa ridiculez nunca la diría en voz alta, que aquella noche, y para el resto de mis días, Aitor se convertiría en mi héroe.

Fue dos semanas después, saliendo del instituto, cuando lo vi por segunda vez. Me quedé parada, mirándolo, observando cómo Claudia, una de las chicas más populares del instituto, se subía en su moto, se sujetaba con fuerza a su cintura y se aferraba a él, restregándoselo a todas las demás. Aitor la recibió gustoso, giró el manillar de su moto en dirección contraria y se encontró con mi mirada. Con la mirada de una tonta que sujetaba una carpeta repleta de frases motivadoras en la que aparecía una específica que decía: «Siempre serás mi héroe, A».

«A» de «anónimo», porque no sabía su nombre.

«A» de Aitor, aunque no fuera consciente en aquel entonces.

Redujo la velocidad de su moto al pasar por mi lado, me miró con los labios fruncidos en una fina línea y desapareció.

Caminaba sola hacia mi casa por donde siempre, con la cabeza perdida en cualquier bobada, como siempre también, y entonces la escuché a mi lado, como si llevara toda la vida memorizando el rugir de su motor. Miré, porque sabía de sobra que era él, aunque aquello no tuviera ningún sentido, y ya no venía con Claudia. Me ojeó de nuevo con los labios fruncidos mientras mis ojos se perdían en unos brazos descubiertos y fuertes, cargados de músculos y venas que, sin saber por qué, se me antojaron demasiado sexis.

—Ojazos, sube —me dijo, haciéndome recordar su potente voz. Negué, avergonzada—. Venga, sube. Sé dónde vives.

Al final, tras unos segundos pensándolo, subí. Porque me apetecía hacerlo. Y aunque no me aferré a su cintura como Claudia, observé sus hombros fuertes y fornidos. Disfruté tanto del camino a su espalda que ni siquiera me di cuenta de que había cambiado el itinerario. Pero no me dio miedo. ¿Por qué iba a tenerlo de la misma persona que semanas atrás me había salvado sin conocerme de nada?

No nos hizo falta hablar demasiado.

Aitor detuvo la moto sobre una fachada de ladrillos en construcción que no quedaba lejos de casa, bajamos de ella, la apoyó, se encendió un cigarrillo al que dio con suma sensualidad solo dos caladas antes de tirarlo, me miró y me dijo:

—¿Sabes por qué hago esto? —Negué, cabizbaja y avergonzada por su cercanía y sin saber muy bien qué quería decir—. Porque eres diferente, Daniela.

Y entonces me besó.

Me besó.

Sin más.

Con todo.

Me besó.

Y mi mundo cogió otro tono, otro sentido. El cielo se abrió para nosotros, felicitándonos. Su boca derritió mis defensas y su lengua cálida me descubrió un mundo nuevo.

—¿Cómo sabes mi nombre? No te lo he dicho nunca —le pregunté, sin querer abrir demasiado la boca para que su esencia y sabor no desaparecieran en cuanto me despegara de sus labios.

Sonrió levemente y sus ojos miel se entrecerraron, dejándolos pequeñitos y mostrando unas arrugas a su alrededor que, por su corta edad, no le pertenecían. No respondió. Se subió en la moto, me hizo subir, la arrancó y me llevó a casa en silencio. Y yo disfruté de nuevo del viaje, esta vez atreviéndome a sujetarme a su cintura, pero tampoco demasiado.

—¿Cómo sabes mi nombre? —insistí.

—Me lo dijiste la otra noche.

Me gustaba su voz. Una voz pasota, segura, ronca. Nada que ver con la mía.

—No, no te lo dije.

—Sí, sí que me lo dijiste. Pero no tenías muy clara la cabeza en ese momento, ojazos. No te rayes.

Estaba segura de que no se lo dije, pero asentí, por si aquella confusión de la que hablaba era real y no recordaba el momento. Había sufrido tantos nervios aquella noche... Quién sabe la de cosas que pude decir.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—¿Acabas de besar a un tío del que no sabes ni su nombre? —Bajé la mirada de nuevo, notando cómo mis mejillas se encendían. Tenía razón—. Aitor —me aclaró al fin.

Me bajé de la moto sin dejar de observarlo. Él aceleró varias veces, entrecerrando los ojos mientras miraba hacia atrás, traspasándome con ellos, y se marchó de allí como una pluma que mueve el viento sin dejarla por mucho tiempo asentada en un mismo lugar.

Aitor era mi nombre preferido en el mundo. El marrón se convirtió en el color de ojos más perfecto que existía. Las arrugas de alrededor, cuando creaba una sonrisa, era el detalle más bonito y tierno del universo. Y, con el tiempo, todo lo que lo envolviera era perfecto, incluso su mundo callejero, de peleas, de líos que nunca acababan y en los que siempre, de una manera u otra, me veía envuelta.

Me hizo experimentar el amor verdadero, aquel que consigue que no pienses, que lo des todo sin aceptar las consecuencias. Pero las había, y él estaba salpicado de ellas. Mejor dicho, estaba completamente cubierto de mierda, y me salpicaba a mí: a una niña sencilla que estudiaba, que salía con sus amigas y que compartía momentos especiales con su familia. Pero Aitor no tenía familia ni estudios. Solo tenía una moto, un paquete de tabaco diario en el bolsillo y mucho amor para darme. Porque su vida sería complicada, pero él era sencillo y sincero. Nunca me mintió, nunca me dijo que nuestra historia sería fácil ni duradera, nunca hizo promesas incumplibles ni se comprometió a dar más. Pero lo dio, que es lo importante, y me hizo feliz cada día de aquellos seis meses, cada minuto que pasamos juntos compartiendo rarezas. Me besó hasta el desgaste de los labios, y siempre intentó mantenerme al margen de sus movidas, aunque fuera imposible.

Fue el primero, el único. El que me mostró el placer absoluto, la experiencia.

Fue él, y nunca habrá nadie más.

Nunca.

Aunque hoy lo olvide. Aunque haga como si no existiera, como si tampoco hubiera sido mi razón de existir.

Y llegó el final, porque, muy a mi pesar, Aitor fue a más y se envolvió en un mundo del que yo no era partidaria, por mucho que lo amara, por mucho que lo intentara.

Me despedí de él de aquella manera que nunca se despide una pareja: besando sus carnosos labios con ansias, sabiendo que sería la última vez. Me despedí abrazada a él, rodeada con sus fuertes brazos, que aquel día apretaban más que nunca, me amaban más que nunca. Y lo vi llorar. A Aitor. Al malo, al chulo y al fuerte de Aitor. Llorando, por mí.

Pero, aun así, a pesar del dolor tan grande que aquel día experimentamos, no me eligió. Nunca dijo: «Daniela, me quedo contigo». Porque su vida lo imbuía, lo cegaba. Porque, según él, había sido siempre su manera de sobrevivir, aunque yo me ofreciera a ayudarlo y convencerlo de que había otras posibilidades.

Y aquella fue la última vez.

La última vez que lo besé, que estuve en sus brazos. Pero no la última que lo amé. La última vez que lo amaré será hoy, ahora, dos meses después. Y pasaré página o, mejor, cambiaré de libro. Un libro que no tenga su nombre, un libro que me permita caminar por la calle sin el miedo de encontrármelo y que mi respiración se dificulte.

Él pudo solucionarlo y no lo hizo, pudo amarme, tanto como yo lo hice, durante toda la vida. Probablemente, ahora ame a otra, y la llame ojazos, y la bese, y la haya hecho enamorarse de sus sonrisas y sus simpáticas arrugas. Y a mí ya no me afecta, porque dentro de unas horas ya no lo amaré como ahora mismo lo amo al recordar nuestras veintisiete semanas intensas y repletas de momentos.

Me despido de ti, que tanta terapia y ayuda me has dado. Que tantas lágrimas has soportado en tus páginas mientras escribía su nombre.

Y me despido de Aitor, para siempre.

Para siempre.

Siempre.

Capítulo 2

Cinco años después

—Te acompaño.

—No es necesario, de verdad. Puedes dejarme aquí y continuar con lo que tengas que hacer —le dije, cogiendo el bolso y preparándome para bajar del coche.

—Sí, claro, y dejar que hagas la vuelta andando.

—Agus, tengo que caminar. Van a salirme lorzas. No puedo ir en coche a todos sitios.

—Tú estás guapa hasta cargada de ellas. —Se acercó a mi asiento y me besó.

—Habla el amor, no tú. Cuando pasen unos años y el embelesamiento se haya ido, solo quedará una fofa empotrada a un coche y un novio indignado por el tongo que le hice cuando me creía atractiva y deportista.

—¿Has sido deportista alguna vez en tu vida y me lo he perdido?

—Nunca.

Sí, sí lo había sido, pero no me apetecía hablar de ello.

Sonreí y él me devolvió la sonrisa.

—Me voy, que como se haga más tarde, el banco se pondrá hasta arriba de gente y entonces sí que tendrás que venir a recogerme, porque con este calor no camino hasta casa.

—Lo haré igualmente.

—Tú ganas. —Me rendí.

Nos besamos con rapidez antes de salir del coche y me quedé de pie en la acera, esperando a que se marchara.

—Manda un wasap o me llamas cuando acabes. Adiós, cielo.

Sonreí y me despedí con la mano mientras lo veía alejarse. Sin más demora, me dirigí a la puerta del banco, que quedaba a escasos metros. Suspiré sonoramente al entrar. A pesar de ser solo las nueve y media de la mañana, estaba casi lleno. Pensé en marcharme, pero algún día tendría que ingresar aquellos seiscientos euros si quería irme de vacaciones con Agus. Llevaba meses cogiendo pequeñas cantidades del poco dinero que manejaba y guardándolo en una hucha a prueba de bombas. Porque si no era así, buscaría cualquier manera de abrirla y gastar lo que había en su interior. Era una de mis habilidades.

Cogí número y me senté pacientemente en uno de los sillones libres que estaban cerca de las cajas, saqué el móvil y me sumergí en uno de esos juegos chorras en los que invertía más tiempo del debido. Miré la pantallita de los números varias veces y después fui interrumpida por una señora mayor que se sentó a mi lado y a la que tuve que explicarle en qué consistía mi entretenimiento. Me obligué a mantener el culo quieto en la silla y rogué para que me llamasen pronto. Suspiré con cansancio y nerviosismo. Con la de cosas que tenía que hacer...

Volvía a estar con la cabeza agachada, inmersa en el juego de bolitas, cuando escuché el grito de una voz femenina que me sobresaltó. Enfoqué con ojos curiosos la puerta, lugar hacia donde se dirigían todas las miradas, y vi a un grupo de hombres encapuchados que entraban a toda prisa, pistola en mano, con una bolsa negra grande que al parecer pesaba bastante y varios sacos negros, vacíos y flácidos. Todo ocurrió muy rápido, tanto que parecía irreal. Uno de ellos bloqueó la puerta principal con una especie de pequeña viga de madera mientras los otros tres caminaban hacia las cajas, gritando:

—¡Todo el mundo al suelo, esto es un atraco!

Observé cómo la gente se tiraba bocabajo, sin pensárselo, y yo, sin creerme todavía que aquello estuviera ocurriendo, imité la acción con confusión.

¿En serio estaba pasándome a mí?

Me lo creí un poco más cuando vi a los encapuchados caminar por la zona con nerviosismo, mirando hacia los lados como desquiciados, con las pistolas alzadas en la mano y dispuestos a encontrar el dinero. El pánico se apoderó de mí, haciendo que mis brazos y piernas pesaran más de lo habitual. Acababa de convertirme en un titular de noticia. Era uno de esos casos que ves en la televisión mientras almuerzas, pero que en realidad nunca piensas que pueda ocurrirte a ti.

Como comenzaba a tomar conciencia de lo que sucedía, levanté la vista con precaución y mucho miedo para calcular las distancias. Me encontraba muy cerca de las cajas de información y, por lo tanto, de los hombres encapuchados que apuntaban a la cabezas de las cajeras mientras pedían a gritos que salieran de detrás y se tiraran al suelo.

Temblé sin poder controlar el traqueteo de mi mandíbula.

«No está pasándome. No está pasándome. No está pasándome».

—Ni un puto movimiento extraño, ¿me habéis entendido? —nos ordenó uno de ellos a todos los que estábamos en el interior de aquel banco.

Asentí como pude y supuse que los demás también lo hicieron.

—¡Allí, todos allí! —gritó otro, señalando un rincón de la sucursal despejado de sillas—. Caminad a gatas y apilaos como podáis. Tirad todos los móviles aquí en medio. No me temblará la mano para apretar el gatillo y atravesarle los sesos a quien se mueva. ¡Tirad todos los putos móviles!

Me arrastré con cuidado y sujeté la mano de la mujer mayor que sollozaba a mi lado, quien apenas podía moverse y la misma que minutos antes se me había antojado pesada por su insistencia en mi jueguecito. Pensé en su movilidad reducida, en parte por los años y en parte por el miedo. Nos colocamos donde nos habían indicado y nos mantuvimos en silencio. Solo oía mi propio corazón, que amenazaba con salir disparado, y mis dientes, que me castañeaban, producto del miedo tan terrible que sentía. Todos tiraron los móviles a unos metros de ellos. Todos menos yo, que disimuladamente apreté la tecla del sonido y lo puse en silencio para guardarlo entre el suelo, mi trasero y mi mano.

«No pasa nada, Daniela, no pasa nada. No. Pasa. Nada. Cogerán el dinero y se marcharán. Ya verás como se marchan. Tienen que marcharse. Tú no puedes morir así. Tienes que visitar Londres con Agus, que llevamos mucho tiempo ahorrando para eso», me dije una y otra vez mientras las trabajadoras acataban las órdenes de aquellos cuatro tíos sin rechistar y les indicaban dónde estaba la caja fuerte.

—¡Mierda, la policía! —gritó uno de ellos con voz joven, alertando a los demás.

Era demasiado pronto, y aunque algún trabajador hubiese avisado de manera disimulada, tendrían que estar a muy pocos metros para haber llegado en un par de minutos. Yo ni siquiera había oído las sirenas, producto de mis nervios, porque ahora que lo habían dicho, se escuchaban tenaces y cada vez más cerca.

—¡Han llegado demasiado pronto! —exclamó otro—. Esto no debería haber pasado... ¡No tenemos tiempo, necesitamos abrir la puta caja!

—¿Cómo han llegado? Aunque alguien hubiera avisado, no ha dado tiempo —cuestionó un tercero, mirando su reloj de muñeca y verbalizando de manera nerviosa mis pensamientos.

—No lo sé, no lo sé... ¡Abrid la puta caja y nos piramos!

—No se puede —dijo una voz distorsionada desde la puerta que se encontraba detrás de las cajas de recepción y donde supuse que estaba todo el dinero—. Tiene un puto lector visual. Y dice esta —señaló a una de las empleadas, enchaquetada y con falda, que temblaba desde el suelo— que solo el director puede abrirla.

—¡¿Y dónde está el jodido director?!

—Salió a primera hora —le respondió la empleada con la voz más rota y asustada que nunca había oído.

—Está bien, está bien... —terció uno de ellos, intentando mantener la calma—. Erre, esperaremos a que nos llamen. Querrán negociar y tengo una idea.

—¡Esto no era lo esperado, joder! —gritó el supuesto Erre desde la puerta.

—No me pegues ni una voz, ¿te enteras?

Su tono cargado de serenidad dejó bastante claro quién llevaba la voz cantante en el asunto. De hecho, era la más adulta de los tres que habían hablado.

Mi cuerpo comenzó a relajarse poco a poco mientras conversaban entre ellos, y me tomé unos segundos para mirar a mi alrededor: madres que lloraban mares de silenciosas lágrimas acurrucando a sus hijos pequeños; personas mayores a las que la postura les debía resultar bastante incómoda y que cargaban en sus ojos un pánico atroz; jóvenes, como yo, que intentaban mantener la calma, pero que seguramente sufrían tanto miedo como todos los demás, y no tan jóvenes que se acurrucaban en sí mismos. Me arrepentí de haber rechazado la propuesta de Agus para acompañarme, ya que su presencia me habría hecho sentir más segura. Quizá, igual de segura que aquella muchacha que, agazapada, lloraba sobre el pecho de su chico un poco más a mi izquierda. Aquello era muy egoísta por mi parte: que Agus me hubiera acompañado solamente lo pondría en peligro a él también. Pero me sentía tan sola, tan asustada...

¿Y si no veía más a mi familia?

De repente, pensé en todas las veces que debería haberles dicho a mis padres que los amaba, todas aquellas en las que los miraba y me sentía enormemente orgullosa por tenerlos; pensé en Agus, en que, quizá, no había dado de mí todo lo que podía, en que había reservado una parte de la Daniela que le habría encantado conocer; pensé en mi hermana, quien, aunque siempre alegaba con firmeza que la odiaba, era de las personas más importantes de mi vida. Y las lágrimas se escaparon de mis ojos, porque sentí más pánico que nunca. En ese momento, no temí a la muerte de manera directa, lo juro; temí destrozar las vidas de mis padres, no haber dicho todas esas cosas que un día debí decir y, tal vez, haber actuado con la cabeza antes que con el corazón en numerosas ocasiones.

Unos zapatos negros se detuvieron frente a mí. Alcé la cabeza con miedo, despacio, sin vergüenza de mostrar mis lágrimas que en aquel instante importaban muy poco. Una pistola nos apuntaba a todos, moviéndose de un lado a otro para controlarnos. Por suerte, en ningún momento se quedó fija en mí, porque asustaba. Asustaba tanto que jamás imaginé experimentar aquella sensación que, después de todo, en las pelis no se veía tan mala.

Miré a los ojos al cabrón que nos retenía y me asusté al ver su mirada clavada en mí, solo en mí. Me removí incómoda, intentando ocultar el móvil que tenía escondido y rezando para que no lo viera de ninguna manera. ¿Sospecharía algo? Un teléfono sonó y aquel tío que me observaba desvió la mirada un segundo para centrarse en el que anteriormente supuse que era el jefe. Este último cogió el teléfono fijo, se sentó en una silla cercana, subió los pies al mostrador y con total parsimonia comenzó a hablar mientras enroscaba los dedos en el cable rizado del teléfono:

—Habla Sultana. —Hizo una pausa para escuchar a quien llamaba—. Pues verá, agente Abellán, quiero todo el dinero, pero eso solo es posible si el director entra y abre la caja. —Otra pausa—. Eso es, exacto. Si es así, entregaré un tercio de los rehenes y nadie saldrá herido de aquí. Tiene veinte minutos para que entre, si no, el primer rehén muere.

Y colgó.

Mis piernas temblaron y la mirada del encapuchado volvió a centrarse en mí. Me entraron ganas de ocultarme entre mis hombros para que no me viera, para que dejara de intimidarme de aquella manera. No sabía cuántos minutos habían pasado, pero bastantes desde que todo había comenzado.

El encapuchado de la pistola que nos vigilaba no volvió a reparar en mí, sino que se dedicó a moverse en silencio de un lado para otro, siempre frente a los rehenes, dejándome así observar sus pasos marcados que imponían respeto. Los minutos pasaron. Moví la lengua dentro de la boca intentando producir algo de saliva, pero nada, totalmente seca. Miré la máquina expendedora de agua y se me resecó aún más. Aparté la vista para no martirizarme de manera innecesaria. Ojeé a ambos lados y me percaté de que nuestros cuerpos estaban más relajados y de que las lágrimas habían cesado, dándonos, de alguna manera, un respiro.

Entonces, una voz a través de un megáfono se oyó y llenó toda la estancia, lo que me sobresaltó y tranquilizó en la misma medida:

—¡Sultana, habla el agente Abellán! El director ha accedido a entrar. Nosotros hemos cumplido nuestra parte. Ahora te toca a ti: deja salir a los rehenes y no dañes a ninguno. Está acercándose con lentitud a la entrada.

Sultana le hizo un gesto de aprobación al más alto de todos, al que ya tenía identificado como Erre. Este quitó la viga de madera que bloqueaba la puerta, la abrió, apuntando con la pistola, y dejó entrar a un hombre pálido que, con las manos en alto, anduvo hasta llegar a la puerta que daba a la caja fuerte donde Sultana y otro chico lo esperaban.

—¡Vamos, rápido, coged todo el dinero! —oí decir a Sultana desde dentro, sin poder ver nada de lo que sucedía.

Minutos después, salieron con rapidez y con los sacos cargados de fajos de billetes que rebosaban por la parte superior. Lo que anteriormente había sido una simple bolsa flácida, ahora tenía más valor que todo lo que había allí. Más que nuestras propias vidas, al parecer. Y qué goloso era el dinero, que incluso en aquellas circunstancias tan extremas conseguía embobarnos con su presencia.

—¿Qué hacemos con los rehenes? —preguntó el único de los cuatro al que aún no identificaba de ninguna manera. No era Sultana ni Erre ni el chico que nos vigilaba.

—Encárgate de ellos y deja salir a unos pocos para que vean que cumplimos. Tú, ven con nosotros —le dijo Sultana al pistolero que nos había vigilado hasta aquel momento—. Y tú —se giró para encarar al director del banco—, sal con ellos y da el aviso de que vuelvan a llamarme.

El hombre, igual de pálido que había entrado, asintió y se echó a un lado a la espera de los rehenes.

«Que me toque salir a mí, que me toque salir a mí, que me toque salir a mí».

—Madres, niños y viejos —ordenó el encapuchado—. ¡Vamos!

Todos los citados se pusieron de pie, mostrándose de manera temblorosa y enfilándose junto a la puerta. Yo, mientras tanto, miraba traspuesta cómo la mayor parte de los allí presentes se ganaban la libertad.

—Suerte, mi niña, suerte —susurró la señora que había estado sentada a mi lado desde que llegué mientras me acariciaba la mano con ternura.

La sujeté con firmeza para acercarme a ella un poco más.

—Pregunte por Agus —le supliqué en un murmuro—. Si se ha corrido la voz, estará fuera. Dígale que estoy bien y que lo quiero.

La señora asintió, con los ojos vidriosos, las manos temblorosas y claramente apenada por dejarme allí. Después, con paso torpe, salió detrás de los demás por la puerta que el mismo encapuchado había abierto.

Instantáneamente, el teléfono volvió a sonar, y Sultana, tras adoptar la misma postura anterior, descolgó.

—¿Queréis a los demás rehenes? —Se detuvo, a la espera de una respuesta—. Genial, entonces tenéis que sacarme de aquí. Quiero un coche en la parte trasera que nos lleve directamente al aeropuerto. Nada de maderos, Abellán. Me conocéis, sabéis que no me tiembla el pulso y que me iré con varios rehenes que morirán si no cumples tu palabra. Tenéis una hora.

Bajó los pies del escritorio, se levantó de la silla con calma y anduvo, esta vez no tan tranquilo, hasta donde estábamos todos los demás tirados y los encapuchados.

—Se lo han tragado. Empieza el verdadero plan. —Los tres asintieron—. Escuchadme con atención: no quiero fallos. Tú y tú —señaló a los dos enmascarados sin nombre—, id a abrir la entrada del túnel. Erre, elige a dos de ellos, encierra con llave a los demás en alguna habitación y ve hasta el túnel, que ya estará preparado cuando llegues. Yo habré llevado todo el dinero y llamado a Roco, que estará listo con el coche. ¿Entendido?

Todos asintieron, conformes.

—¿Seguro que lo habéis entendido a la perfección? No quiero ni un solo fallo.

Volvieron a decir que sí con la cabeza.

Aquellos dos no tardaron ni un segundo en coger del suelo la bolsa oscura y ahora pesada con la que habían entrado y correr hasta perderse de mi vista por uno de los pasillos; Sultana se fue a por los sacos de dinero que estaban apoyados en una silla y desapareció detrás de ellos, y Erre se alejó de nosotros un segundo en busca de una puerta con llave tras la que encerrarnos.

Habían engañado a la policía: no querían un maldito coche que los llevara al aeropuerto; querían distraerlos para cavar un túnel y escapar. Escapar con varios de nosotros.

Alcé la vista con disimulo y ubiqué a Erre separado unos metros de mí y distraído buscando una habitación lo suficiente espaciosa en la que encerrarnos. Un detalle por su parte. Saqué el móvil de debajo de mi mano con disimulo, sin dejar de mirar hacia arriba para vigilar su posición, y con el terminal apoyado en el suelo, tecleé un mensaje para Agus.

Daniela:

Están engañando a la policía.

Van a escapar por un túnel y llevarse rehenes.

Te quiero.

Recé para que lo leyera rápido, para que estuviera al tanto de todo lo que estaba sucediendo, para que aquel no fuera el último mensaje, el último «Te quiero».

Volví a tapar el móvil con la mano, esta vez sujetándolo con fuerza para cuando nos hicieran levantarnos. Erre se acercó a nosotros pocos minutos después y nos pidió que nos pusiéramos de pie y nos dirigiésemos a una puerta que había abierta detrás de un escritorio a nuestra izquierda. Todos obedecimos en silencio y, apuntados por su pistola, caminamos.

Mi móvil vibró, haciendo —sin hacer realmente— el sonido más estridente que había escuchado nunca, y con los nervios a flor de piel por creer haber sido descubierta, se me cayó al suelo a la vez que el alma. Entonces sí cerré los ojos con fuerza, sabiéndome descubierta pero sin saber qué me esperaba, y volví a abrirlos de nuevo segundos después.

Mis dientes castañearon cuando vi al tal Erre frente a mí, con los ojos entrecerrados y mirándome fijamente. Se acercó de un solo paso rápido, se agachó para coger mi móvil y me golpeó con él en la boca, tirándome hacia atrás con un fuertísimo impacto.

—¡¿Qué cojones es esto, puta?! ¡¿Qué parte no has entendido de dejar los móviles allí, como todo el mundo?!

Se agachó a mi altura en cuclillas, me mostró el móvil y volvió a golpearme con él, esta vez lacerando con gran dolor mi mejilla y produciendo tanta sangre que se deslizó por mi boca hasta descender por mi garganta. Lo tiró al suelo y lo pisó, destrozándolo.

—Tú, ¡quédate aquí! —exigió gritándome—. Y tú también. —Señaló a una mujer de unos cincuenta años que caminaba hacia el interior de la habitación—. Vendréis con nosotros.

Comencé a sollozar sin poder evitarlo, con tanto miedo que el dolor de la mandíbula desapareció para dejar que me centrara en el nudo que se me había formado en el estómago. La mujer, en las mismas condiciones que yo, se agachó a mi lado y me preguntó en un susurro si me encontraba bien. Solo asentí, y observé cómo Erre cerraba la puerta y se guardaba la llave en el pantalón mientras me tragaba mi propia sangre y mis lágrimas. Encerró a todos los demás en aquella especie de despacho y nos miró de nuevo.

—¡Vamos!

Me levanté del suelo con ayuda de la mujer y caminamos detrás de él por el pasillo por el que anteriormente habían desaparecido los demás. Anduve a paso rápido, preguntándome qué pasaría con nosotras cuando consiguieran salir de allí, confiando en que mi móvil había vibrado porque Agus había visto el mensaje y había contestado, y rezando para que hubiera avisado a la policía y llegaran a tiempo.

Pasamos a un habitáculo que parecía la pequeña cafetería casera de los empleados y donde se encontraban todos moviéndose de un lado a otro. Reparé en la esquina izquierda de la habitación y en el gran agujero del suelo, que parecía llevar a una planta subterránea. Era imposible haber realizado una circunferencia de esas características, y al parecer profunda, en tan poco tiempo. Pero algo no cuadraba, porque dispersas en el suelo había herramientas que lo evidenciaban. Sultana estaba sentado en el filo del hueco, preparado para saltar a su interior y cargado con dos sacos de dinero.

—Alguno de vosotros, que se encargue de ellas. Los demás, cargad el dinero y vámonos, que no tenemos tiempo.

Los dos hombres se giraron para mirarnos, asintiendo, lo que acrecentó nuestro miedo. Porque sentí que aquella mujer temblaba igual que yo y que seguramente se hacía la misma pregunta: «¿Cómo iban a encargarse de nosotras exactamente?».

—Erre, coge el dinero y ve con Jota. Yo me encargo de ellas —dijo el tipo que había estado vigilándonos anteriormente. El que no me había quitado ojo cuando me encontraba junto al grupo, tirada en el suelo.

Mi corazón, ese que no había parado de bombear más sangre de la normal en todo momento, aquel que saltaba desbocado e impaciente por saber qué pasaría, se paralizó.

Esa voz ronca.

Ese tono...

Lo reconocería en cualquier lugar del mundo.

Lo miré fijamente, inmóvil. Y él me miró, con la pistola en la mano, con los pies anclados al suelo y con los hombros tensos, porque sabía que lo había reconocido. Porque él también me conocía perfectamente.

Fui a pronunciar su nombre, fui a decir que ya no tenía tanto miedo, fui a reprocharle todo lo que estaba haciéndome pasar, quise gritar que era un cabrón, un desgraciado... Pero entonces vi cómo sus labios se juntaban y me pedían silencio en un gesto casi imperceptible bajo el hueco de aquella capucha.

Porque habían pasado cinco años, pero seguía entendiéndolo de la misma manera que en su día lo hice: sin necesidad de palabras.

Capítulo 3

Tragué saliva con dificultad, sin poder apartar mi vista de él.

«¿Qué has hecho con tu vida, Aitor?», le pregunté con la mirada de manera silenciosa. Había sido un delincuente callejero, sí, había participado en peleas de las que no era partidaria, y también se había criado solo, en un ambiente completamente distinto al mío. Pero ¿atracar un banco a punta de pistola y utilizando vidas humanas para lucrarse? Nunca imaginé que llegaría hasta ese punto. ¿Qué era lo que lo movía? ¿El dinero?, ¿el vacío de una vida solitaria? Porque tenía mucha gente a su alrededor, pero poca a su lado; como casi todo el mundo.

—Tenía un móvil en la mano, A. No sé qué habrá podido hacer con él. ¿Tú te encargas? —le preguntó Erre, dedicándome una mirada de auténtico desprecio.

«A» de Aitor.

Erre, Jota..., todos se llamaban entre sí por sus iniciales. Todos excepto Sultana, a quien al parecer no le importaba evidenciarse.

Aitor me miró de nuevo y después a la mujer que se encontraba a mi lado. Se acercó, necesitando solo un par de pasos, y me sujetó por el brazo con fuerza.

—¿Qué has hecho, Dani? —me preguntó en un susurro, y miró hacia atrás para confirmar que Jota no lo había oído—. ¿Has avisado a la policía?

Negué con la cabeza demasiadas veces seguidas, dándome cuenta de que era la primera vez en la vida que le mentía a Aitor. O no, según como se mirara, porque el mensaje había sido destinado a Agus, no a la policía directamente.

¿Qué más me daba si le mentía o no a aquel gilipollas que tenía mi vida en sus manos?

Asintió conforme.

—Te sacaré de aquí —me dijo, intentando removerse el pelo y tocando, en su defecto, la tela negra—. No sé cómo lo haré, pero os sacaré de aquí. Ahora manteneos en silencio y seguidme. No me conocéis de nada, ¿de acuerdo?

Se dio la vuelta y caminó hasta el agujero por el que cabríamos de manera muy justa para saltar. Los demás habían desaparecido por el hueco y de nuestra vista.

—Tenéis que ir delante de mí —nos ordenó.

Me asomé con cautela y comprobé que tendría que saltar más de metro y medio. Miré a Aitor de nuevo y descubrí que había desaparecido mi miedo en casi toda su totalidad. Me odié por ello. Porque él era exactamente igual que los demás encapuchados. Igual que el que había amenazado con matarnos, igual que el que me había golpeado... Y no sabía hasta qué punto era peligroso.

Me senté en el filo del agujero y, sin pensármelo demasiado, salté, cayendo de pie de buena postura y sintiendo solo un pequeño calambre en las rodillas.

—Salta —animé a la mujer, que me miraba desde arriba con el ceño fruncido—. No está tan alto como parece. Además, estoy aquí. Si caes, te sujetaré.

Se sentó en el filo y repitió el mismo proceso que yo hasta caer a mi lado, de pie también. Después de ella saltó Aitor sin dificultad alguna y nos instó a que anduviésemos por el túnel; un túnel ancho, cavado a mano de manera minuciosa y tan largo que no se veía el final con claridad. Aquello era imposible haberlo ahondado en aquel momento, así que seguramente había sido un plan premeditado que había requerido meses de elaboración y trabajo, algo que me preocupó aún más. Eran una banda perfectamente organizada. ¿Cuántas veces habría hecho aquello?

—A, ¿todo bien? —preguntó una voz en la lejanía de la galería.

—Todo bien. Seguid, yo os alcanzaré —respondió Aitor mientras encendía una pequeña linterna y nos alumbraba el camino.

Caminamos en silencio durante bastante tiempo. Yo, la señora y Aitor, en ese orden. Aquel túnel no daba a la salida de la sucursal. Su profundidad me hacía sospechar que daríamos a parar mucho más lejos: en un lugar sin policías ni peligro.

—¿Lo conoces? —La voz de la mujer que me acompañaba me sacó de mi trance y me hizo reaccionar mientras continuábamos caminando sin detenernos—. Al encapuchado, ¿lo conoces?

—El encapuchado tiene oídos. Y no, no me conoce —inquirió Aitor.

Eché una mirada fugaz hacia atrás. La oscuridad no me permitía verlo, pero él sí podía verme a mí con ayuda de la linterna.

Oh, sí, sí que lo conocía.

Conocía cada lunar de su espalda, cada cicatriz de su piel. Conocía su sonrisa y sus arruguitas al reír. Su obsesión por el café puro y su debilidad por el azúcar. Era conocedora de gran parte de su vida, de su pasado de niño huérfano, del tono de su penumbra, de su facilidad de palabra cuando más se necesitaba escuchar. De su afán por parecer un chico malo, alguien distante que en realidad envolvía a un corazón de oro. ¿O no? Y de repente me di de bruces con la realidad, porque habían pasado cinco años de los que no sabía absolutamente nada y en los que podría haberlo visto por la ciudad veces contadas con los dedos de las manos. ¿Y si Aitor ya no era aquel chico que un día me enamoró? ¿Y si ya no le gustaba tanto el café ni el azúcar?

—Me llamo Isabel.

Volví al mundo real, a ese en el que no sabía qué pasaría conmigo cuando cruzara el túnel, a ese donde me hablaba una mujer que no conocía de nada, la cual había conseguido experimentar el mismo miedo que yo, por el mismo motivo e idéntica culpa. O quizá ella sentía aún más pánico.Quién sabía la cantidad de personas que la esperaban en su casa...

—Yo, Daniela. Encantada.

Sonrió, disipando un poco su miedo y el mío.

—Siento decirte que yo estaría encantada si nos hubiésemos conocido en una cafetería, por ejemplo —respondió bajito, con una nueva sonrisa.

¿También a ella le transmitía algo de tranquilidad la presencia del nuevo encapuchado?

—Lo haremos —dictaminé con propiedad—. Si hoy salimos de esta, lo haremos. Nos conoceremos en una cafetería.

Isabel sonrió, asintió y guardó silencio, convencida de mis palabras. Seguimos adelante, sin mirar atrás, sin detenerme ni un segundo en observar a Aitor.

Llevábamos pocos minutos andando cuando un sonido hueco se oyó en el pasadizo. Aitor detuvo sus pasos, miró hacia atrás y señaló con la linterna el profundo y oscuro túnel. No vimos nada, así que solo hizo un gesto con la cabeza y nos instó a caminar más rápido.

—Vamos, falta poco —anunció con severidad.

Vi una luz que nos mostraba la salida a unos cuantos metros, y en vez de sentir la tranquilidad que quizá debería, experimenté un pánico aterrador. ¿Qué pasaría ahora que estábamos a punto de salir? ¿Habría un coche esperándolo?, ¿esperándonos?, ¿se marcharía y no volvería a verlo jamás?

Y entonces mis pensamientos se apagaron con un sonido que reverberó por todo el lugar: varias personas corrían en nuestra dirección y sus pisadas resueltas resonaban por toda la estancia.

—¡Alto, policía! —avisaron en un grito.

—¡Me cago en la puta! —exclamó Aitor—. ¡Vamos, corred, corred!

Isabel y yo corrimos sin parar, obligadas por las manos de Aitor en nuestra espalda hasta el foco de luz que indicaba el lugar, escuchando los pasos cada vez más cerca. No nos pisaban los talones, pero faltaba poco para ello.

—¡Alto! —repitieron—. ¡Deténgase o disparo!

Aitor no se detuvo, y nosotras tampoco.

Y lo oí.

Lo oí como si me hubiera taladrado a mí, como si llevara escuchando aquel sonido toda mi vida. Un disparo. Alguien había disparado.

Me frené en seco y choqué con el pecho de Isabel, quien, sin importarle mi maniobra contraria, siguió corriendo hasta salir. Aitor tiró la linterna encendida al suelo, esta alumbró su cara y, cuando lo vi, me sacudió un mareo que amenazó con salir en forma de vómito.

—¡Corre, Dani, corre! —me instó mientras intentaba avanzar a paso apresurado, empujando con una mano mi pecho.

—Te ha dado —musité con la boca seca, anclada frente a él—. Te ha dado en el brazo.

—Estoy bien, ¡vamos!

Los pasos y las voces se aproximaban más y más, asustándome sin saber realmente por qué. Salí corriendo hacia el exterior, escuchando sus pisadas amenazantes que esta vez sí rozaban nuestros talones. Por fin llegamos a la salida. Habíamos terminado en una especie de descampado en el que solo había un camino, árboles por todos lados y un coche alejándose con los malditos ladrones que se iban sin esperar a Aitor. Isabel estaba fuera, tomando aire con esfuerzo, con las manos apoyadas sobre sus rodillas y sin saber qué hacer ni hacia dónde correr. Supuse que viendo que los demás se marchaban y que la policía venía detrás de nosotros, se vio libre de todo peligro. Y yo me giré para observar a Aitor, todavía corriendo y sujetándose el brazo impregnado en una sangre que caía y que, por suerte para mí, no se distinguía demasiado en la tela negra hasta que tocaba el suelo.

—Isabel, por favor —le rogué con voz entrecortada—, di que hemos escapado en el coche con los demás. Di que estoy bien. Te buscaré, lo prometo.

—Daniela, ¿adónde vas? Viene la policía, estaremos a salvo y...

No terminé de escuchar lo que tenía que decirme, porque me apresuré hacia Aitor y lo atrapé del brazo que no estaba herido para obligarlo a correr hacia los árboles.

—Escaparé solo, quédate aquí —me ordenó con brusquedad mientras corría a gran velocidad y yo lo seguía antes de que saliese la policía.

Y podría hacerlo. De hecho, sería menos dificultoso escapar solo que esconderse dos personas juntas. Y yo no tenía por qué ir con él. ¿Por qué quería ir con él? Yo tenía que volver a casa con Agus y contar la anécdota de cómo había sobrevivido a un robo a mano armada. Pero aquello no era lo que pedía mi corazón; de nuevo, era lo que pedía mi cabeza. Y si algo había aprendido del momento en el que tanto miedo había pasado y tan cerca me había visto de la muerte solo unas horas antes, era que a partir de ese mismo instante mi vida no sería la de la correcta y madura Daniela que hacía el bien para todos. Daniela se equivocaría mil veces, pero con el corazón en la mano, disfrutándolo. Y quería equivocarme en aquel momento. Quería ver que Aitor estaba a salvo, que no lo pillaban, que aquella bala no estaba haciendo estragos en su interior. Así que corrí a su lado sin darle tiempo a protestar, haciendo acopio de mi valor en un solo segundo y tirando de él para sumergirnos en el bosque.

Miré hacia atrás una única vez, en la que observé a dos policías armados salir por el agujero y correr hacia Isabel. Tiré del brazo sano de Aitor y lo senté detrás de un robusto árbol, conmigo a su lado. Me asomé un poco para comprobar cómo los policías examinaban en derredor. Por suerte, que se hubieran encargado de Isabel nos había dado unos segundos. Luché, allí escondida, por acompasar mi respiración y esperé a que se calmara la suya para atreverme a hablar. Nuestras espaldas estaban pegadas al tronco y nuestros pechos subían y bajaban mientras mirábamos al frente, tal vez sin atrevernos a enfrentarnos a la realidad de que estábamos sentados uno al lado del otro después de haber vivido el momento más surrealista de mi vida.

Pocos segundos después, cogí aire y me enfrenté a la situación.

—Isabel le dirá que nos hemos marchado en el coche con los demás —lo informé mientras levantaba el culo del albero y me arrodillaba, dispuesta a ver la herida del brazo, ya un poco más tranquila sabiendo que no nos perseguían. Que no lo perseguían.

—Robo a mano armada y secuestro, genial. —Bufó.

Se quitó los guantes y miró con detenimiento su brazo derecho, seguramente preparándose para lo que pudiera encontrar bajo la camiseta.

—Quítatela —le ordené—. Tenemos que ver cómo está la herida.

Primero se deshizo del pasamontañas, mostrándome a un Aitor con facciones más maduras, más imponentes, con unos ojos pardos entrecerrados cuando le daba el sol de frente, unos labios gruesos y una barba corta; un conjunto que seguía, muy a pesar mío, cortándome el aliento. Después intentó quitarse la prenda superior, pero una mueca al mover el hombro evidenció su dolor. Puse una mano en el filo de su camiseta y la levanté poco a poco, intentando no hacerle daño y procurando obviar mi nervioso cuerpo. La alcé y él me ayudó levantando los brazos, lo que lo dejó desnudo de cintura para arriba y a mí recreándome en unos músculos mucho más marcados que en la adolescencia, con un pecho ancho y un abdomen dibujado en relieve perfectamente. Conseguí realizar la maniobra sin tocarlo. Cerré los ojos con fuerza y me pedí a mí misma cambiar de pensamiento, intentando olvidar que era a Aitor a quien tenía enfrente, mirándome con fijeza, la boca levemente entreabierta por su acelerada respiración y recostado sobre aquel tronco.

Carraspeé, quebrando el silencio, y me fijé en la herida de su hombro; una herida ensangrentada, algo abierta y, a mi parecer —un parecer que no tenía ni puta idea de heridas de bala—, no muy profunda.

—No es muy profunda —verbalicé—, pero sí estás perdiendo mucha sangre. Deberíamos taponarla.

La boca me salivó demasiado, lo que me indicó que estaba en aquel punto exacto en el que debía apartar la mirada o me desmayaría con tanto líquido rojo.

—¿Has cambiado de idea? —me preguntó con sorna mientras atrapaba la camiseta para disponerse a hacer algo con ella—. ¿Has estudiado Enfermería en vez de Psicología?

No respondí ni hice caso a su mirada penetrante, la cual me analizaba con detenimiento. Me mantuve en silencio, algo turbada, mientras le quitaba la camiseta de las manos y la liaba para poder hacer un torniquete con ella.

—No, pero lo he visto en las pelis. Y si lo hacen en todas, es porque tiene que funcionar.

Le envolví el hombro, intentando no rozar demasiado su piel, y lo miré a los ojos, dispuesta a hablar con él a la vez que apretaba el paño:

—No sé si dolerá —reconocí.

—Aprieta fuerte y lo comprobaremos —me animó, sin cambiar el rostro.

Apreté con toda mi fuerza e hice un nudo, resuelta a cortar la hemorragia. Aitor convirtió sus labios en una fina línea y los comprimió con vigor mientras fruncía el ceño.

Dolía. Porque él era más duro que el roble que tenía detrás de su espalda, y si había dado muestras de dolor, era porque dolía mucho.

Una vez terminada la maniobra, me tomé la libertad de marearme en condiciones, como siempre hacía. Me senté a su lado de nuevo, me recosté sobre el tronco y cerré los ojos mientras me preguntaba cómo había sido capaz de resistir aquello.

—Daniela, ¿estás bien? —Mi nombre en sus labios pareció sonar mejor que nunca. Su voz se había agravado aún más—. Dani... Te da miedo la sangre.

Me mencionó a mí, pero lo dijo al aire, como recordando el dato. Y yo recordé aquel día en la cocina de su apartamento, preparando la cena, cuando me corté débilmente con un cuchillo y casi me desnuqué al caer mareada al suelo. Se arrodilló, se pegó a mi rostro, sonrió y vio cómo el pánico se apoderaba de mí.

—Es solo un corte, ojazos —me dijo, y besó después la ensangrentada yema de mi dedo.

—N... no puedo evitarlo —titubeé yo, al borde del desmayo.

Se metió mi dedo en la boca mientras me miraba fijamente y lo lamió con delicadeza, sonriéndome de forma sutil.

—¿A que ahora te duele menos? —me preguntó con una sonrisa pícara.

También sonreí.

—Ahora ya ni siquiera recuerdo que me doliera algo.

Aquella noche terminamos cenando bocadillos de salchichón. Aitor aprovechó la oportunidad de llevarme a su cama y la cena quedó en el olvido.

—¿Estás bien? —insistió, incorporándose para mirarme, lo que hizo que aquel recuerdo de nuestra vida en común se evaporara.

—Se me pasará en nada. Y cuando se me pase, tendremos que ir a algún lugar para escondernos. Ni siquiera sé dónde estamos.

—Estamos en la entrada del bosque Greendl. En cuanto te recuperes, yo buscaré el refugio y tú te marcharás a casa.

—Te acompañaré, comprobaré que estás bien y me marcharé a casa —lo corregí, intentando mantener los ojos abiertos.

—No vendrás, Daniela. No voy a permitir involucrarte más en toda esta mierda. ¿Sabes que están buscándote? ¿Sabes que Sultana me matará si se entera de que un rehén me ha reconocido? Tienes que volver a tu casa. Tus padres estarán preocupados y... tu novio.

Mi novio. Sabía de mi novio... Claro que sabía de mi novio. La ciudad no era tan grande y Agus había salido en nuestro grupo. Fue aquel buen amigo que recompuso un corazón hecho estragos que Aitor había destrozado. Lo visualicé en mi mente. Seguramente estaría buscándome como un loco. Me sentí mal, muy mal. Si fuese al revés y él hubiese desaparecido con uno de los ladrones de la sucursal sin noticia alguna, no sé qué habría sido de mí. Tenía que volver a casa, pero lo haría tras comprobar que Aitor se refugiaba en un lugar adecuado.

Caminamos en absoluto silencio durante más de una hora subiendo y bajando rocas impensables, teniendo que cruzar por el interior del río, mojándonos, raspándonos la piel con los troncos y luchando para no matarnos. Todo eso con el cuidado de que no moviera demasiado el hombro herido.

—¿No hay un camino llano por el que no corramos el riesgo de abrirnos la cabeza? —le pregunté, rompiendo el silencio.

—No. Te he dicho que no vinieras. Esto no está apto para caminar por aquí.

—Solo te he preguntado si no hay otro camino, no te he dicho que no sea capaz de hacerlo.

Se mantuvo en silencio mientras cruzaba un tronco gigante a gran altura y pasaba al otro lado del río. Lo seguí, concentrada en mis pies para no caerme, y cuando alcé al fin la cabeza me di de bruces con una estampa hermosa. El ancho del río no tenía más de tres metros, y, de punta a punta, la naturaleza había creado un puentecito de piedras de todos los colores que frenaban levemente el cauce del agua y creaban una pequeña cascada de apenas diez centímetros por la que podías cruzar sin dificultad, ya que las piedrecitas estaban bien ancladas, seguramente debido al paso del tiempo. Aquella parte del río se encontraba oculta entre grandes y verdes árboles que se inclinaban al llegar a gran altura y que se cerraban entre ellos, entrelazándose y creando un puente gigante de fauna verde que nos cubría de sombra.

Caminamos por la senda de piedras hasta llegar a la mitad, donde Aitor frenó y se sentó con los pies orientados a la pequeña cascada. Repetí su acción, a su derecha, sin preguntar ni impresionarme por la temperatura tan baja que tenía el agua y que ya había comprobado varias veces insertándome hasta el pecho para poder cruzar de un lado a otro. Encajé mi trasero entre las piedras para acomodarme todo lo posible y me quedé con la mirada fija en el agua, en cómo los árboles se reflejaban en ella, observando de qué manera su fuerza movía hojas y troncos sin dificultad, y en el cantar de una chicharra que invadió el lugar, integrante de un concierto en el que participaban varios pájaros.

Aitor sacó un cigarro de aquel paquete de tabaco que había cargado en la mano todo el camino para no mojarlo y lo colocó en su boca para encenderlo. Me perdí en el movimiento de sus gruesos labios, sujetando sin esfuerzo aquella pequeña máquina de humo que se fundía con el ambiente, y recordé el sabor de su boca mezclado con tabaco. Mi mirada se despistó siguiendo la trayectoria del humo mientras dejaba la mente en blanco.

—¿Recuerdas aquel día que nos escapamos de la ciudad y vinimos aquí, a este mismo río, a no hacer nada más que estar el uno con el otro? —me preguntó, con la mirada ida al frente.

No, no lo recordaba. De hecho, creía que se había vuelto loco, porque yo jamás había estado en el bosque y aquello nunca ocurrió. Al menos conmigo.

—No, Aitor, eso nunca pasó.

—Cierto, pero podría haber pasado en algún momento de nuestra historia, y sin embargo nunca ocurrió. —Me miró fijamente a los ojos y le dio una calada al cigarro—. ¿Por qué, ojazos? ¿Por qué te fuiste?

Capítulo 4

Ojazos.

Aquel «Ojazos» me atravesó el alma.

Aquel «Ojazos» hizo que recordara todos los demás que tantas veces me había dicho.