Tabú - Noelia Medina - E-Book

Tabú E-Book

Noelia Medina

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Beschreibung

Ella era la mujer. Él, el cisne. La bestia entre sus piernas. Juntos eran el fuego que acabaría con todo. Y pese a que algo la avisaba de que huyera, de que corriera en dirección contraria al tentador calor, supo que siempre se arriesgaría a quemarse y, con ello, a convertirse en ceniza.     Nicolle tiene diecisiete años, poca maldad y varios frentes abiertos que la obligan a volver a su ciudad natal. En su vida se cruza Marc Ferrera, un imponente hombre separado, mucho mayor que ella, quien tal vez la ayudará a solucionar sus problemas. O no. Por otro lado, conocerá a Eric. Un malabarista callejero del barrio bohemio, capaz de hacer magia con las manos y con los sentimientos. Alguien que le mostrará el verdadero arte en las calles de París. Tabú es una intensa, morbosa y arrolladora historia que nos habla de un hombre adicto al sexo y una muchacha avivada de curiosidad por él, que, sin percatarse, se sumerge en un mundo al que quizá no pertenece.   El padre de su mejor amiga. La gran piedra en su camino. Su maldita droga dura.

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Tabú

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Noelia Medina 2019

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera redición: marzo 2024

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-12-1

TABÚ

MI MALDITA DROGA DURA

Parte I

NOELIA MEDINA

A ti, libertad, sinónimo de felicidad.

Hablamos de la libertad como si fuera inalcanzable,

cuando está en nuestras propias manos palparla cada día.

Palpa. Vive. Disfruta. Siente.

Índice

AGRADECIMIENTOS

Introducción

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Continuará…

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

AGRADECIMIENTOS

Vuelvo a este apartado por tercera vez desde que la bilogía Tabú nació, y es gracias a vosotros y a Entre Libros Editorial, la cual, como con otros de sus hermanos literarios, ha querido darle nuevas alas. Es mi historia especial, y no solo porque durante su andanza siendo autopublicada fuera denunciada y censurada, sino porque además solté el corazón sobre las teclas y él las pulsó hasta darle forma a la novela que leerás a continuación y que, para mí, guarda mucho más que una trama romántica-erótica. A quienes la comprendieron de principio a fin, con sus luces y sus sombras, y le dieron tanto amor como el que yo siento por ella. Gracias infinitas, mis Lectores Sin Tabúes.

Dejaré reflejadas tal cual mis palabras de los anteriores agradecimientos, cuando la bilogía tuvo que unificarse en un solo tomo para poder ser publicada de algún modo y vencer la mordaza impuesta. Y lo hago porque ningún pensamiento ha cambiado desde entonces:

«Me gustaría decir que espero no defraudar a nadie con esta historia, pero eso es imposible. Eso sí, he plasmado lo que quería, me he dejado llevar y no he pensado en nada mientras las palabras formaban frases; las frases, párrafos, y los párrafos, la historia de Nicolle».

Cuando las cosas se hacen sin miedo, con libertad, pueden no gustar, pero nunca salir mal».

Introducción

Aquella noche soñó con un susurro que la llamaba por su nombre, haciendo que se acercara. No quería ir; todo a su alrededor olía a peligro. Incluso la voz que la nombraba sonaba amenazadora. Pero sus piernas, aunque sigilosas, no dejaban de caminar. Un pie delante del otro. Un paso, otro y otro, resonando a la par que su corazón acelerado, y el susurro que la llamaba con voz pausada, ronca, masculina y cada vez con más claridad. No tuvo duda de a quién pertenecía aquella voz.

De repente, un pasillo blanco, siniestro y con muchas puertas a ambos lados. Al final, una puerta oscura, más ancha que las demás, completamente negra.

Supo que caminaba hacia la opacidad, que había otras muchas opciones, que podía abrir la primera de la izquierda —o la de la derecha; daba igual— y no encontraría nada malo al otro lado. Sin embargo, no era ella quien decidía aquello. Siguió caminando hasta el final de la galería, hasta la puerta negra, con las pulsaciones cada vez más arrítmicas. Cuando puso una mano sobre el pomo oscuro, su corazón ya no palpitaba con fuerza, pues se le había parado. Lo sintió como un reloj viejo y oxidado al que de repente se le detienen los engranajes. Respiró de manera profunda y se mantuvo unos segundos quieta y dudosa, pero la voz volvió a envolverla, pidiéndole avanzar. Giró el pomo y abrió sin más.

En mitad de una sala blanca había una gran hoguera que consumía, haciéndolo ceniza sin piedad, un cuadro gigante que representaba a una mujer desnuda, con un cisne blanco entre sus piernas que la hacía gozar.

Lo identificó, asustada. Ella sabía qué cuadro era, a quién pertenecía.

Corrió para salvar la obra, pero las llamas se alzaban fieras sin permitirle el paso. A pesar del peligro, estiró el brazo y lo intentó con todas sus ganas. No sabía por qué tenía esa necesidad de arriesgar su integridad por una obra que, aunque la reconoció, no le importaba tanto; de hecho, nada en absoluto. En su interior, la desesperación era latente y algo le pedía que lo hiciera, que lo sacara de allí.

Lo sujetó con fuerza, internándose en el fuego, y sintió el calor. Un calor desgarrador e intenso que consumía su piel por segundos. Cuando se dio cuenta de que era imposible salvarlo, recuperarlo intacto de las llamas, pegó un salto hacia atrás, apartándose y cayendo al suelo. Se miró el brazo quemado y después el cuadro de nuevo, y tuvo una última visión de la cara de placer de la mujer desfigurándose debido a la virulencia de las llamas.

Gritó angustiada, dolorida por las quemaduras y con la respiración descompasada, y se dijo a sí misma que no tenía por qué hacerlo, que se quemaría de nuevo. Pero esa sensación de protección, esa fuerza invisible que la empujaba a acercarse, volvió. Se levantó y se acercó para intentarlo. Al llegar, ya era tarde. Se había quemado, consumido.

Entonces lo comprendió. Allí, de pie, exhausta y asustada, al fin lo comprendió.

Ella era la mujer.

Él, el cisne. La bestia entre sus piernas.

Juntos eran el fuego que acabaría con todo.

Y pese a que algo la avisaba de que huyera, de que corriera en dirección contraria al tentador calor, supo que siempre se arriesgaría a quemarse y, con ello, a convertirse en ceniza.

Capítulo 1

Ser la hija de una gran bailarina internacional no era sencillo, pero serlo de una gran bailarina internacional con la carrera y las ganas de vivir acabadas era insoportable.

Silvana nació y vivió en Francia hasta los doce años. La ciudad la vio debutar y le ofreció la oportunidad de su vida. Después, muchas otras la reclamaron. Vivió de aquí para allá con una maleta en la mano y unos padres a su espalda que la guiaron en el camino. Fue grande, muy grande, a pesar de su juventud. Saboreaba con lentitud lo que hacía. Alzaba los talones y sentía que podía absolutamente con todo. Elevaba los brazos y el mentón, y el mundo desaparecía bajo sus pies. Todo era pequeño e insignificante comparado con la música que la acompañaba mientras daba vueltas. No tenía ojos para nada más que no fuera danzar. Vivir bailando. Bailar viviendo.

A los quince años, residiendo de manera temporal en Omsk, conoció a un joven ruso que se encargaba de abrir el telón para que ella brillara sobre el escenario. Fue la primera vez que algo le importó más que la música sonando y su cuerpo moviéndose al compás. Descubrió que cada ensayo se le hacía pequeño comparado con el momento en el que, al finalizar la semana, cada domingo, bailaba ante su público. Y no por todo lo que conllevaban las horas previas de preparación, los nervios, el vestuario y toda aquella purpurina que la envolvía, aunque ella resplandeciera de manera propia. Era porque allí, imperceptiblemente, en un rincón detrás del gran escenario, un chico de cabellos negros como la noche y ojos casi cristalinos la miraba un segundo, asentía con la cabeza y le sonreía para transmitirle fuerza. Después, se abría el telón.

Una y otra vez, durante mucho tiempo, el último día de la semana, por muy dura que fuese, todo desaparecía. Los largos ensayos, las voces severas de sus profesores o la presión que siempre la acompañaba se esfumaban. Pero solo sería eso: un halo de tranquilidad entre su estado de caos. Nunca pasaría de ahí; no al menos mientras su carrera estuviera encarrilada y llevándola a lo más alto. No podía centrarse en los chicos ni en cualquier otro tema que la distrajera.

Ocurrió. Porque todo lo que evitas tarde o temprano sucede y te sonríe con malicia. Dejó de bailar para ella y comenzó a hacerlo para él.

Muy pocos meses después, dejó de bailar para ella, para él y para su público.

Silvana se quedó embarazada con apenas dieciocho años y su vida giró. Giró más de lo que lo había hecho ella sobre sus punteras. Giró hasta marearla, desorientarla. Dio tantas vueltas que terminó escupiéndola lejos, apartada de aquel chico de cabellos del color de la noche y mirada cristalina del que nunca supo nada más. Apartada de los focos y de la música. Dejó de brillar. Con o sin purpurina, nunca más resplandeció. Ni siquiera cuando nació Nicolle, a quien, sin motivo, la creyó causante de toda su desdicha, de haber cortado de raíz y sin miramientos el hilo que encauzaba su vida. Claro que aquella pequeña que llegó al mundo nueve meses después no tenía la culpa de nada. Sin embargo, quizá por sus cabellos negros o aquellos ojos tan azules que parecían cristalinos, Silvana la condenó a la culpabilidad perpetua.

No había un día, un solo día, en el que no se castigara por lo que había ocurrido. Y no por haber colgado sus zapatillas en un pequeño despacho como un simple recuerdo del pasado junto con decenas de medallas, diplomas y trofeos, sino porque cada vez que contemplaba a aquella chiquilla, cada vez que la observaba con detenimiento, ya fuera sonriéndole, hablando, caminando o enfadada, no podía evitar recordar a aquel muchacho que la miraba un segundo, asentía, le sonreía dándole ánimos y abría el telón.

Finales de noviembre de 2018

Nicolle giraba el bolígrafo, clicaba sobre la tapa del libro de manera constante haciendo un molesto y repetitivo ruidito, se lo colocaba sobre el labio a modo de bigote y volvía a empezar. Mientras tanto, le daba vueltas a la cabeza buscando opciones, aunque no tenía muchas.

—Eh —le dijo su madre, desviando la atención del móvil donde leía las noticias cada mañana mientras desayunaban. Nicolle la miró—. ¿Puedes dejar de hacer eso? Estás irritándome.

La chica puso los ojos en blanco, detuvo el repiqueteo del bolígrafo rosado y lo soltó sobre el libro cerrado que debería estar devorando para el último examen, pero no tenía ánimos ni concentración para ello. Primero buscaría una solución, después se centraría en el temario. Además, casi se lo sabía de memoria, ya que lo había estudiado decenas de veces desde que la señora Trendy lo había explicado. Eran las ventajas de leer y leer diariamente lo dado en clase: para el examen, solo tenías que repasar, sin agobios.

—Silvana... —llamó a su madre, pero retuvo las palabras que saldrían a continuación.

La nombrada volvió a alzar la cabeza y con el semblante serio le hizo un gesto, animándola a seguir.

No lo hizo.

Miró el bote transparente que se encontraba solitario sobre el microondas en el que había pegado un pósit amarillo con la palabra «Emergencias» escrita. Estaba vacío. De hecho, hacía meses que no veía un billete dentro. Silvana había dejado los pequeños bolos que realizaba bailando cuando un año atrás volvieron a Francia, y aquello era lo único que desde hacía tiempo les daba un dinero extra. Habían vuelto para que ella pudiera estudiar lo que deseaba porque allí era nueve veces más barato que cursar la universidad en España. Ahora, su madre trabajaba de comercial de seguros, y cuando su hija le insistía en que volviera a los escenarios, se cerraba en banda y solo negaba con la cabeza, sin más explicación. Pero es que Silvana nunca había sido de dar ni de recibir argumentos.

—Es de agradecer que te atiendan cuando hablas. —Nicolle la miró con rapidez al escuchar el tono áspero que siempre empleaba a primera hora de la mañana—. Te he preguntado que si te ocurre algo.

—Nada, no te preocupes. Era una tontería. —Se levantó, recogió las cosas con rapidez, las guardó en la mochila y colocó la silla donde había estado sentada pegada a la mesa—. Voy justa de tiempo. Salgo ya, o llegaré tarde.

Sin más, se dio la vuelta y corrió.

—¡Hoy viene la abuela, así que no te entretengas! —escuchó en la lejanía.

—¡Vaaale!

Después del instituto, Nicolle había ido a clases de balédurante una hora y Gala la había esperado enfrente, en una cafetería donde se tomaba un refresco y aprovechaba para estudiar aquellos tres días en semana que a su amiga le pertenecía bailar. Una vez fuera y de camino a casa de Gala, esta, emocionada, le contaba los detalles de su nueva adquisición. Casi saltaba de alegría por la acera, moviendo mucho las manos, frenándose en seco y volviendo a caminar. Una moto. Una moto amarilla, de su color favorito, y un casco a conjunto.

Nicolle la escuchaba divertida.

—Por supuesto, mi padre no me permite llevarla al insti, exceder la velocidad ni conducirla por las noches.

—¿Le has explicado a tu padre la finalidad de una moto? —se burló Nicolle.

Su amiga hizo un gesto de indiferencia con la mano para restarle importancia.

—Bah, todo se negociará. También se negó en rotundo a que tuviera algún tipo de vehículo hasta los dieciocho o más —recalcó, haciendo énfasis con las cejas y el dedo índice elevado—. Y mira..., ¡ya tengo mi moto!

—Tu moto de colección, querrás decir.

—Oye, estás muy negativa, ¿eh? Como sigas así, no te la presto —la recriminó Gala. Después la analizó con detenimiento, dándose cuenta de que, a pesar de estar bromeando, también llevaba unos días muy rara. Así que decidió preguntarle—: ¿Te pasa algo? Hoy te he notado muy ausente en clase y llevas unos días muy extraña.

Nicolle negó con la cabeza, pues no le gustaba convertir sus problemas en los de otros, pero después la miró, respiró hondo y se dijo que estaría bien contarle a alguien lo que le ocurría, que la ayudaría a que el peso fuera más llevadero.

—No creo que pueda ir al viaje.

—¡¿Qué?! —exclamó Gala, con los ojos muy abiertos mientras frenaba el paso para sujetar a su amiga del brazo—. Pero ¿qué dices? ¡Con el trabajo que te ha costado convencer a Silvana! Y ahora que por fin dice que sí...

—No tengo un duro. Nada de nada. Y si me ha dicho que sí es solo porque sabe que no puedo pagármelo yo sola. De otra manera, no habría claudicado tan fácilmente. Ya sabes cómo es.

—¿Fácilmente? —Su amiga volvió a alzar las cejas de aquella manera tan expresiva—. Has estado insistiendo dos meses, Nicolle. Dos jodidos meses. Te has comportado como la hija perfecta que quiere que seas, no has protestado en nada, has ayudado en todo...

—Pues eso, fácilmente.

—¿Sabes qué pasa? Que siempre eres así. Que no se te premia el buen comportamiento porque has nacido con buen comportamiento.

—Eso no es verdad —protestó, cansada de que constantemente le recriminara aquello. Absurdo, por otro lado, pues nadie se quejaba de algo semejante.

—Sí, sí que lo es. Tú sacas sobresalientes y nadie te lo recompensa. Yo saco un notable y mi padre salta de felicidad, porque nunca lo hago. Se ve mi esfuerzo una sola vez al año y todos lo aplauden, pero Silvana no aprecia el que tú haces a diario, y por supuesto no lo premia.

—Las notas no se premian, Gala. Se llama responsabilidad, y es cosa de cada uno. Además, no hablamos de eso. Hablamos del dinero.

—Pues pídeselo a tu madre. Ya se lo devolverás.

La chica morena negó enérgicamente. Su cabello era espeso, sedoso, muy largo y prácticamente liso debido al peso de la gran melena. Al final, casi rozando su trasero, unos bucles poco definidos asomaban y bailoteaban cuando movía la cabeza como acababa de hacer para negar con rotundidad.

—¡Ni se me ocurriría! Me caería la del pulpo. —Gala la miró de forma interrogativa, sin saber qué quería decir. Nicolle, como de costumbre, se apresuró a explicarle otra expresión española más, de aquellas que tanto le gustaban y tanta curiosidad creaban en la francesa—. Estamos fatal de dinero —continuó tras la aclaración—. Silvana ha decidido dejar los bolos completamente, y ya sabes que su sueldo no es fijo, sino que depende de las ventas que consiga durante el mes. Las clases también se llevan un buen pellizco.

—Y con ese carácter que tiene, venderá poco. Supongo que comeréis sopa de lunes a lunes, ¿no? —dijo con sinceridad, y Nicolle la reprendió con la mirada—. ¿Qué? No estoy diciendo nada que no sea cierto. Y no entiendo por qué ha dejado de actuar si es lo que le gusta y lo que os da la pasta.

La morena se encogió de hombros.

—No lo sé, y tampoco se lo he preguntado más. Las veces que lo he hecho no me ha dado explicaciones, aunque, por lo que me dijo una vez mi abuela, creo que le da vergüenza actuar por trescientos euros cuando antes era lo que le costaban las zapatillas con las que pisaba los grandes escenarios.

—Pues menuda tontería, chica. La vergüenza no da de comer ni paga viajes de fin de curso. Y no puedes faltar. ¡Si tengo hasta comprado el vestido de gala para la noche del gran sábado! —Sonriente, le guiñó un ojo, orgullosa de su propio juego de palabras.

Faltaban meses para comenzar la universidad, pero todos los alumnos de último año estaban centrados en la gran fiesta de Fin de Año, que supuestamente se hacía para celebrar el fin de curso, aunque se realizaba mucho antes porque después solo quedaría estudiar y estudiar para aprobar. Si encartaba más adelante, en el verdadero final de curso se organizaba otra.

Acababa una etapa importante y comenzaba otra aún mayor. Para nadie era fácil salir victorioso de aquel último año, pero para Nicolle menos. Hacía solo uno que había vuelto a Francia, país donde nació pero del que poco supo, pues cuando solo tenía dos años se mudaron a un pueblecito de Sevilla, en España. Los motivos del regreso fueron poder pagar los estudios y el punto final de Silvana en los escenarios, cuando decidió que ya era hora de asentarse y buscar nuevas salidas. No lo había hecho de manera definitiva, pues en París había actuado alguna que otra vez desde la vuelta, pero sí había ido dejándolo poco a poco. Nicolle quiso odiarla por aquello, por haber acabado de un plumazo con todo lo que había creado, por separarla sin miramientos de sus amigos, de su instituto, de su hogar. No pudo hacerlo, claro que no. Sabía que el cambio estaba suponiendo un gran esfuerzo para su madre, quien solo quería darle lo mejor y augurarle un buen futuro.

Era una chica obediente y muy comprensible, sin embargo, no dejaba de ser joven y poco vivida, por lo que le costó sobremanera adaptarse a la nueva y gran ciudad, a su vaivén de gente a todas horas, al ruido, al turismo..., pero sobre todo a su nuevo instituto y a sus compañeros. En casa se hablaba mayormente en español, aunque Silvana variaba las lenguas y la instruía en el francés para que aprendiera y se manejara con las dos. También había sido su optativa durante el instituto, lo que la llevaba a mantener conversaciones aceptables, aunque no fluidas. Escribirlo era más complejo, pero, para su suerte, Gala se había ofrecido desde primera hora a ayudarla. De eso sabía un rato. Además de ser francesa, su padre era el propietario de una gran cadena de academias de idiomas asentada en Francia, España, Italia e Inglaterra, por lo que manejaba a la perfección las cuatro lenguas.

A pesar de la ayuda, el aprendizaje se había convertido para Nicolle en una montaña con una cima prácticamente inalcanzable. Alejarse de lo desconocido y emprender una nueva vida en otra ciudad no había sido lo más sacrificado, sino tener que aprobar la Baccalauréat1: un examen de todas las asignaturas íntegramente en francés, además de una prueba en inglés y otra en castellano.

Y ahora que por fin lo llevaba algo mejor, que se había desprendido de su día a día monótono centrado en los estudios y en las clases de baile, ilusionándose con ello con aquel viaje que la llevaría de nuevo a España, no podía ser.

—Vale, chica distraída, si me hicieras caso, descubrirías que estoy dándote la solución a tus problemas —anunció Gala.

—Sorpréndeme.

—Mi padre busca empleado para la limpieza. Podrías ser tú. Pero, claro, no sé si con los estudios darás para más ni si Silvana estará de acuerdo.

Nicolle sonrió ampliamente al ver aquella como una posible oportunidad.

—Sí, sí que puedo —se apresuró a responderle mientras contemplaba cómo su cielo encapotado se abría para, automáticamente, organizarlo todo en su mente—. El insti, por las mañanas, y después me iré a tu casa para que me des las clases particulares, menos los días que tengo balé, que primero tendré que ir a las clases y tras ello a tu casa. Y si a tu padre no le importa..., pues cuando acabe me pongo con la limpieza.

Gala arrugó la nariz, no muy convencida.

—¿Y estudiar?

—Por la noche.

—Nicolle..., ¿no será demasiado? De verdad que encantada cubría el gasto del viaje, pero ya sabes que mi padre me ha dosificado la paga. —Puso los ojos en blanco—. Y aunque no lo hubiera hecho, no me llega. Tengo muchísimas ganas de que me acompañes, pero tampoco quiero que le des prioridad a cosas que no la tienen ni que acabes reventada.

La interpelada negó mientras sonreía.

—No te preocupes. Las vacaciones de Navidad llegan dentro de poco y podré ir por las mañanas, o al contrario: primero estudio y después limpio. Si tu padre acepta, claro.

Gala se encogió de hombros y retomaron el camino.

—A mi padre va a darle igual. Ya sabes que casi nunca está en casa. Lo mismo da por la mañana, por la tarde que por la noche. Ni se entera. Y menos ahora, que no estará Paulette.

—¿Por qué?

—Pues porque tengo diecisiete años, voy a comenzar la universidad y no quiero una nana que me cuide a todas horas, me controle y encima tenga a mi padre informado de todo. ¿Puedes creerte que le contó que Jan fue a buscarme al porche de casa? —Nicolle soltó una carcajada—. No te rías, que la muy cerda se quedó detrás de la puerta espiándome por la mirilla para ver qué hacíamos y después detallarle que me comió la boca con ganas de tragarme, palabras textuales.

»Así que me la he quitado de encima. Y no te creas que ha sido fácil; es uno de los motivos de la dosificación de la paga. Mi padre dice que si soy adulta para unas cosas, tengo que serlo para todo, y controlar mis gastos es una de las condiciones. Total, que como la bruja se encargaba también de la limpieza y cuando acabe la semana se va, nos quedamos sin servicio.

—No creo que tu padre haya claudicado sin más a los servicios de la Nani.

Así llamaban a Paulette, quien, aunque no se parecía en nada a aquella mujer, les recordaba a Emma Thompson representando a la niñera mágica en la película. Por lo fea que era.

—Me ha costado, no te creas.

—¿Ningún motivo más?

Gala se mantuvo unos segundos en silencio y al final dijo:

—Quizá que su marido haya enfermado tiene algo que ver.

—Ya sabía yo... —Y no porque conociera a Marc, que en persona no lo hacía, pero sí sabía de su carácter rudo y estricto y de sus métodos de negocio a través de lo que ella le contaba—. ¿Y Celine?

—Se encarga solo de la comida, del mantenimiento de la cocina y de la compra.

A Nicolle le caía bien aquella chica latina. Era callada, servicial y no se inmiscuía en sus asuntos cuando estudiaban en casa de Gala, pero tenía una sonrisa en los labios, y su voz aguda le daba un toque simpático. Siempre estaba disponible, ya que vivía en la misma casa —al igual que Paulette hasta entonces—. Además, cuando llevaban aproximadamente una hora metidas en los libros, se acercaba con una bandeja llena de dulces y batido de chocolate, o zumo y sándwiches, dependiendo del día, y las obligaba a parar de estudiar para que merendaran. Según ella, aquel breve descanso las ayudaba a despejarse y después a memorizar y rendir mejor. Tenía razón.

Habían llegado a la casa —si a aquel palacete podía llamársele casa— de su amiga. Siempre que entraba en ella, tenía la sensación de que era el lugar más extraño, original y bonito en el que había estado nunca. Era muy alta, con la fachada de color negro, completamente negro, y con unos grandes ventanales cuadrados que mostraban las tres plantas en caso de tener las persianas elevadas, lo que te dejaba disfrutar desde fuera de la visión de un decorado pulcramente pintado y adornado de color blanco, tanto en paredes como en mobiliario. Había un pequeño jardín frente a la cristalera de la cocina y, a su lado, una acera de piedra donde aparcar el coche justo antes de los cinco escalones y la puerta principal, también negra, que te daba la bienvenida abriéndose de manera automática al llamar al telefonillo.

Cuando entraba, Nicolle nunca dejaba de sorprenderse ante aquel espectáculo de amplitud, color blanco, limpieza y orden. A Gala no dejaba de asombrarle que su amiga se detuviera tanto en aquellos detalles y disfrutara de esa manera de su casa. Aquel día la observó con menos detenimiento, pero es que, aunque su carácter sosegado no lo mostrara nunca, por dentro estaba eufórica. Pensar que podría conseguir el trabajo y pagarse el viaje... Ya se organizaría como pudiera.

Paulette aún estaba allí. Fue ella quien abrió la puerta manualmente para recibirlas detrás de esta. Nicolle nunca había tenido una niñera, pero suponía que todas eran como en las películas: cariñosas y risueñas. Suponía mal, muy mal, y lo descubrió el día que conoció a aquella mujer grande, robusta, de nariz gruesa y dientes separados a la que le costaba dar las buenas tardes. Tenía el pelo muy oscuro y corto, casi por las orejas, dándole la impresión de un rostro cuadrado, y el flequillo mal cortado dejaba visible dos ojos muy separados, de color miel y saltones. Aquella señora no solo escaseaba en educación, sino también en cariño. Nicolle jamás había visto ninguna muestra de afecto hacia Gala que no llevara una orden o una regañina implícita.

Tomaron asiento en la mesa blanca de la gran cocina, como cada tarde, y se sumergieron en los libros, como cada tarde también. Aunque aquel día Nicolle no estaba centrada en la pronunciación que su amiga le mostraba, sino en su posible trabajo.

—¿Estás escuchándome? —le reprochó Gala.

—¿Cuándo podré hablar con tu padre? —le preguntó ella, ignorando la amonestación de su amiga.

—¡Yo qué sé! Hoy debería estar por aquí, lo he visto esta mañana antes de irme, pero habrá tenido que salir. ¿Puedes, por favor, hacer que mi inversión de tiempo no sea en vano?

Ella asintió e hizo como que la escuchaba, aunque estuviera pensando en su padre. Nunca lo había visto. Llevaba más de un mes yendo a su casa a estudiar y no habían coincidido. Incluso había dormido allí con su amiga antes de comenzar las clases. De todas maneras, sabía de oídas quién era. Todo el mundo hablaba de él, principalmente las madres de sus compañeros de clase. Silvana se lo decía. Era un ricachón guapo, elegante y separado que había criado solo a su hija desde los primeros meses de vida. Nadie sabía con certeza por qué se había quedado solo ni dónde estaba su exmujer, y aquello le encantaba a todo el mundo. Primero, porque estaba libre, y no pocas querían algún tipo de acercamiento, y segundo, para las más prudentes, motivo para inventar y correr falsos rumores.

Gala nunca hablaba de aquello ni Nicolle había indagado en el asunto. No era entrometida y no le parecía correcto ahondar en cosas tan personales. Su amiga jamás había preguntado por su padre y ella hacía lo mismo con su madre. Tampoco habría tenido nada que decirle. Ni ella misma sabía quién era, dónde estaba o por qué la había abandonado incluso antes de nacer. Y si algo tenía claro era que Silvana jamás se lo contaría.

Apartó aquel tema de su mente y volvió al padre de Gala. Estaba impaciente por conocerlo en persona y por saber si el puesto sería suyo. Más que impaciente, deseosa.

Esa fue la primera lección que aprendió el segundo uno en el que Marc Ferrara apareció en su vida: hay que tener cuidado con lo que se desea, ya que puede llegar a cumplirse.

Escuchó el sonido de unas llaves, la puerta principal cerrándose, unos pasos firmes y una voz grave y autoritaria que nunca más podría sacar de su cabeza. Cuando desvió la mirada de su amiga, lo contempló en la entrada de la cocina.

No sabía en cuántas cosas tendrían razón todos los rumores que giraban en torno a él, pero, respecto a su imponencia, todos se habían quedado cortos.

Capítulo 2

¡

Era alto, aunque en su mente lo describiría como grande. Grande porque tuvo una sensación nunca vivida de que una persona estaba siendo capaz de llenar el espacio sin mover los pies del suelo. Y no cualquier espacio, sino la inmensa cocina de su amiga. Hablaba por el móvil, dando algún tipo de orden con mucha tranquilidad, sin reparar en ellas. Nicolle, sentada en el taburete, aprovechó para seguir mirándolo con más detenimiento.

Vestía un traje de color gris claro, ajustado, perfecto para un cuerpo tan voluptuoso, y debajo de la chaqueta abierta, una camisa celeste. Una corbata gris oscura rodeaba su cuello, alicaída y mal anudada, como si hubiese ido desprendiéndose de las prendas conforme se internaba en la casa. Siguió subiendo la mirada y se encontró con un rostro cuadrado, marcado, severo pero precioso, cubierto parcialmente por una barba corta y cuidada que solo dejaba entrever unos labios bien formados y amplios. Pero, detrás de todo el conjunto, lo que más llamó su atención fueron aquellos ojos del color del café, del café puro, coronados por unas cejas bien formadas que en ese instante se fruncían mientras escuchaba a su interlocutor.

Marc suspiró, caminó varios pasos hacia el interior de la cocina, lo que ocasionó que a Nicolle le diera la sensación de que imponía muchísimo más, y soltó un maletín oscuro sobre la encimera. Desvió los ojos ligeramente y se percató de las presentes. Le sonrió a su hija e inclinó la cabeza hacia su acompañante en un saludo, sin dejar de prestar atención a la conversación que mantenía por teléfono.

Gala volvió al libro que tenía abierto, pero Nicolle no pudo hacerlo. Sus ojos habían sufrido una especie de bloqueo que no le permitía apartarlos de aquel hombre, así que siguió sus movimientos seguros y pausados a través de la cocina. Vio cómo se dirigía a la nevera, la abría y sacaba de ella un envase de leche que se quedó alzado en su mano, sin soltar el móvil.

—¿Y qué quieres que te diga? No es mi problema —habló con rotundidad y deteniendo el paso corto que hasta ahora había mantenido de un lado a otro. Con una voz profunda, cargada de toda aquella seguridad que le había trasmitido a la joven en apenas unos minutos, continuó—: Me da igual, lo quiero solucionado, y hasta entonces no me llames. —Colgó.

Celine apareció en el campo de visión de la chica y, apresurada y con la espalda muy erguida, se acercó a él.

—Buenas tardes, señor. ¿Un café? —le ofreció, mirando el envase.

—Buenas tardes, Celine. Sí, por favor. —Se tocó el puente de la nariz mientras suspiraba con los ojos cerrados. Se tomó unos segundos, muy pocos, y después los abrió, mostrando unos ojos completamente distintos a los que habían llegado, como si se hubiesen desprendido de la carga y la pesadez que los acompañaban—. Hola, cariño. —Se acercó a Gala, le tocó el pelo con ternura y depositó un beso sobre él—. ¿Cómo ha ido el día?

—Bien —se encogió de hombros—, como siempre.

—¿Y tú eres...?

Nicolle movió los ojos de un lado a otro de la estancia y después de nuevo al frente, a las dos figuras que esperaban una respuesta. Aquel hombre la observaba con seriedad, una ceja levemente alzada, una expresión de confusión y en total silencio. Ella comenzó a sentir sus mejillas arder al percatarse de que esa confusión era creada por su mutismo y temió que se intensificara la rojez. Su piel pálida era nefasta para ocultar la vergüenza, algo con lo que había tenido que lidiar muchos años; como en aquel momento, en el que no sabía por qué pero no le salían las palabras. Porque estaba dirigiéndose a ella, ¿no?

Gala torció la cabeza y abrió mucho los ojos, contemplándola con escepticismo. Después entreabrió los labios, dispuesta a decir alguna burrada de las suyas que sacaran a la morena de su trance.

Por fin, y asustada ante las posibles palabras de su amiga, habló:

—Mmm... Nicolle Harman —se presentó en tono muy bajito, casi titubeando—. Soy amiga de su hija. Encantada, señor Ferrara. —Sin saber muy bien qué estaba haciendo, se levantó y se inclinó hacia delante para darle la mano.

Él se la estrechó, mostrando en sus ojos un poco de diversión que no pudo evitar ante el nerviosismo de la chica.

—Llámame Marc.

—Marc —repitió ella, asintiendo varias veces, aún de pie y sacudiendo la mano del hombre reiteradamente.

Él se la soltó y quitó la mirada de la muchacha, todavía confuso por aquellos nervios que tan mal sabía ocultar la amiga de su hija. Después, se dispuso a informar a Gala:

—Tengo que subir a solucionar unos asuntos. Será breve, mientras acabas lo que estés haciendo. Por cierto, mañana estaré aquí, por si quieres hacer algo.

—¿Hacer algo?

—Sí. Estaré unos días, así que tenemos que aprovecharlos.

Gala asintió con una gran sonrisa.

—¿Un paseo en moto? —le propuso a su padre.

—¿No puede ser algo que no implique huesos partidos o sesos por el suelo? Un cine, ¿tal vez?

—Está bien, un cine. Pero iremos en la moto.

—Bueno, ya lo veremos.

Ella sabía que ese «Ya lo veremos» contenía un porcentaje más alto de afirmación que de negación. Y si era al contrario, siempre podrían negociar. Su padre era un gran negociador, ya fuera por su trabajo o por sus métodos educativos, y ella estaba aprendiendo muy rápido.

Él negó con diversión mientras salía de la cocina. La voz de Gala lo detuvo:

—Por cierto, papá, ¿podemos hablar un momento a solas?

Marc le dirigió una mirada rápida a la chica que estaba a su lado, preguntándose qué sería tan urgente.

—Si es importante, claro.

Gala se levantó, guiñándole un ojo a Nicolle sin que su padre se diera cuenta del gesto, y lo acompañó hasta el despacho, situado en la segunda planta.

—¿Qué es tan importante para dejar a tu amiga sola? —le preguntó, cerrando la puerta e indicándole con un movimiento de cabeza que tomara asiento. No le gustaba que los amigos de Gala pasearan a sus anchas por la casa, que husmearan ni entraran en las habitaciones.

Gala caminó de espaldas a él, dispuesta a sentarse en la gran silla. Le encantaba el poder que se respiraba desde el otro lado del escritorio negro.

—Verás, es por ella. Necesita trabajo, y como Paulette se va esta semana, he pensado que...

—No.

Se dio la vuelta con brusquedad antes de sentarse y lo miró con la boca entreabierta ante la inminente y rotunda negación.

—Papá...

—He dicho que no. Una cría no se encargará de la limpieza de toda esta casa.

—¿Por qué? ¿Crees que alguien de mi edad no será capaz? —Se cruzó de brazos.

Marc sabía que comenzaba la discusión entre su indomable hija y él.

—No he dicho eso.

—Has dicho «una cría», y lo has hecho despectivamente. ¿Qué hay de Celine?, ¿no te parece una cría?

Marc intentó descifrar si en su tono molesto había algo más.

—Es mayor que vosotras y lleva unos años trabajando aquí —le respondió con calma.

—Supongo que tendría un primer día, que no llegó habiendo estado ya aquí y que aprendió a manejar toda esta casa —imitó sus palabras, abriendo mucho los brazos y alzándolos.

Viendo que Gala no cedería con facilidad ni se sentaría, su padre caminó, pasando por su lado mientras suspiraba, se quitó la chaqueta y la colocó estirada sobre el respaldo de la silla. Después se sentó, se acomodó recostándose completamente hacia atrás y se meció de un lado a otro, pensando. No había elegido las palabras adecuadas, y ahora ella no iba a ceder. Llamar cría a alguien de su edad y no considerarla capaz la había ofendido. Bien, tocaba dialogar, y probablemente negociar. Discutir lo había descartado, ya que no serviría de nada.

—¿Por qué tanto interés?

—Lo necesita. Su madre es una gilipoll...

—Gala —la reprendió con severidad.

—¡Lo es! ¡Lo siento, pero lo es! Quiere una réplica de lo que fue ella, y presiona muchísimo a Nicolle. Ha llegado de España hace menos de un año, papá, no domina bien el idioma, y ya sabes que es necesario para aprobar la Baccalauréat. Se esfuerza muchísimo viniendo aquí, aparte de las clases y de estudiar. ¡Ah!, y las de baile. Que esa es otra: tiene que ir casi todos los días a esas aburridas clases. Y...

—Y si tiene tanto que hacer, ¿cómo trabajará? —la interrumpió.

—Pues viniendo por las tardes, después de balé y de las clases conmigo. —Omitió decir que estudiaría por las noches, porque sabía que entonces su padre se negaría en rotundo a contratarla. Era defensor extremo de las horas de sueños diarias para un buen rendimiento mental, aunque no siempre predicara con el ejemplo—. ¿Te importa que venga por las tardes?

Marc suspiró.

—Me importa que no se enfade contigo si no rinde como debiera y la despido.

Había claudicado pronto, y Gala pegó saltitos mientras se acercaba a él para terminar besándolo.

—¡Gracias, gracias! Claro que no se enfadará. Ella no es así. ¿Sabes?, ya tiene comprado el vestido de la gran fiesta del sábado que se hace reglamentariamente en este tipo de viajes. No puede quedarse sin él, ¿entiendes?

Evitó poner los ojos en blanco y decirle que lo único que entendía era que tenía una enorme montaña de papeles que no se revisaban solos y que cuando pusiera operativo el teléfono del despacho reventaría sonando. Siempre lo desconectaba antes de irse. El repetitivo sonido era insoportable para los demás habitantes de la casa, y los del otro lado no tenían miramiento alguno por la hora, sobre todo porque no solo llamaban franceses, sino clientes de todas partes.

Marc era fundador de Puissance, una franquicia de escuelas de idiomas con más de cuarenta ubicaciones y varias sedes, pero, aparte, también dirigía una discográfica propia que constaba de grandes talentos de la música clásica. Eran negocios diferentes, sobre todo por la sobriedad del primero, en el que se encargaba de manera básica de la contabilidad principal, y la creatividad del segundo, en el que, aunque su función también era asegurarse de que todo iba bien y de que su cuenta bancaria crecía cada vez más, además disfrutaba con la grabación, producción, comercialización y distribución. Claro que siempre de manera indirecta y sin mostrarse demasiado. Se consideraba alguien gris: una persona nacida para triunfar desde la sombra, sin necesidad de demostrarle nada a nadie.

—Dile a tu amiga que suba.

Gala asintió mientras salía.

—Gracias, papá —repitió. Esta vez dejó atrás el tono socarrón que solía utilizar para sus chantajes emocionales y lo agradeció de verdad, porque sabía lo que aquello significaría para Nicolle—. No seas muy duro.

Una de las cosas que más le gustaban a Nicolle del lugar era la sencillez que lo componía, a pesar de la amplitud. Las escaleras eran de un mármol blanco impoluto, y solo unos cuadros de lo que le parecieron garabatos de color rojo las adornaban. Eran escalones cortos y cómodos para la longitud del ascenso, aunque en aquel momento se le antojaron interminables. Parecía que nunca llegaría a la planta superior. Pero lo hizo, claro que lo hizo. Y lo supo porque, una vez que estuvo frente al gran pasillo que salía a la izquierda y vislumbró la última puerta, sus manos comenzaron a sudar. Era el despacho de Marc Ferrara, y estaba esperándola.

Ese hombre le daba miedo. Le imponía su altura y lo que pudiera decirle, a pesar de mostrarse amable anteriormente en la cocina, sobre todo con Gala. Su amiga le había contado que había aceptado sin poner muchos inconvenientes, y aunque conocía su poder de persuasión y lo insistente que podía llegar a ser, no terminaba de creérselo. No veía a aquel tipo de los que claudicaban con facilidad.

Suspiró, se limpió las manos en los pantalones y volvió a coger aire, esta vez para guardárselo en los pulmones y avanzar por el pasillo que, a pesar de la luz, parecía salido de una película de miedo. Al menos eso le pareció aquella vez.

Si hubiera tenido una mínima idea de lo que le costaría enfrentar ese pasillo poco tiempo después y en una situación completamente diferente, quizá nunca hubiese dado el siguiente paso.

La puerta estaba entreabierta, pero aun así llamó.

—Adelante.

«Un pie detrás de otro y llegas sin problema», se dijo mientras volvía a frotarse las manos en la tela, dándose ánimos y tomando todo el aire posible para aparentar tranquilidad.

Pasó con precaución, sin saber muy bien qué diría. Acababa de saludarlo hacía poco, ¿debía volver a hacerlo?, ¿tomaba asiento o se quedaba de pie?

Lo vio sentado detrás de un gran escritorio de color negro que solo tenía encima una enorme pantalla Mac, la taza de café que le había preparado Celine y una montaña de papeles perfectamente alineados en una esquina. Tenía un papel en la mano izquierda que ojeaba con atención mientras sujetaba el asa de la taza con la derecha y se la acercaba a la boca. Entonces pareció percatarse de su presencia, porque alzó la mirada y la dejó clavada en ella. No fija, no; clavada. Y de una manera tan intensa que la puso aún más nerviosa. Sin hablar, sin moverse. Sin terminar de sorber el café, con la taza a medio camino. Nicolle, sin saber cómo actuar, carraspeó.

—Siéntate, por favor —le pidió Marc, dejando la taza y el papel sobre el escritorio. Después se recostó levemente y se acomodó sobre los reposabrazos. Observó cómo la joven se acercaba con pasos poco decididos y obedecía, sentándose frente a él sin mirarlo y posando sus ojos en cualquier otra cosa—. Me ha dicho Gala que te gustaría trabajar aquí. —Ella asintió, todavía sin abrir la boca. A la espera de un movimiento de sus labios, Marc se fijó en ellos con detenimiento. Eran voluptuosos, bien formados, rosados y, al parecer, poco trabajadores—. También me ha contado que tu tiempo es limitado. ¿Crees que estás capacitada para el puesto?

—Sí —contestó al fin y con rotundidad.

—¿Para todas las funciones?

—Si es limpiar, sí. En casa nos repartimos las tareas a diario. Aunque, claro, la mía no es tan grande como esta. Ni siquiera una cuarta parte —soltó de carrerilla, acompañando sus palabras con una risilla nerviosa—. Se podría decir que como su cocina. Si le quitamos los tabiques a mi apartamento y unificamos... Sí, como su cocina.

Se mantuvo observándola unos segundos. Era muy llamativa. Tenía un cabello extremadamente oscuro y unos ojos que sorprendían y atrapaban, pues eran casi cristalinos, creando un perfecto contraste de tonalidades sobre una piel clara, con algunas pecas que coronaban una nariz pequeña y achatada.

Su acento francés no era fluido, y sus erres y eses, marcadas y rotundas, muy españolas. Sin embargo, se imaginaba que tendría la edad de su hija, y a pesar del titubear mientras hablaba con él, parecía más mayor. Algo en su rostro, y no eran solo sus rasgos, la hacían madura.

—Gala está ayudándote con el idioma, ¿por qué?

—Porque lo entiendo y soy capaz de escribirlo, pero hablarlo me cuesta. Lo hago medianamente, no fluido. Sí para defenderme, aunque eso no es suficiente para aprobar. Mi optativa en mi antiguo instituto era la de francés, pero no aprendí mucho en un par de años y con tan pocas horas a la semana, y como las pruebas de la Baccalauréat son escritas, su hija se ofreció a ayudarme.

Se llevó los dedos de la mano derecha al extremo de un mechón que caía por delante de su cuerpo, perdiéndose bajo el escritorio parcialmente. Lo enroscó en el índice y le dio vueltas mientras observaba un cuadro situado a su derecha, colgado casi a la altura del techo. Con sorpresa, abrió mucho los ojos, aunque no se percató de ello. Ni de la mueca torcida de su boca ni del fruncir de su entrecejo.

No, no se percató, pero Marc sí lo hizo. Le encantaba ver cómo sus interlocutores apreciaban la obra de repente, como si se dieran de bruces físicamente con ella, y las distintas reacciones posteriores. Algunos la comentaban, otros la ojeaban sin más, quitando con rapidez la mirada y volviendo a la conversación, y otros tantos se ruborizaban, preguntaban con curiosidad o mencionaban el contraste con el resto de mobiliario. Pero aquella reacción había sido única, porque no se había molestado en disimular la impresión que le había causado, al contrario que todos los demás.

La chica todavía estaba fija en el cuadro y con la boca entreabierta. Él no sabía descifrar con certeza si lo miraba con asombro, con asco o con curiosidad. No la interrumpió en su escrutinio, dejando que intentara sacar una conclusión de lo que veía, que la disfrutara a su manera. Entretanto, se recreaba con la puntita de la lengua rosada y parcialmente asomada por entre esos labios gruesos y carnosos que poseía la amiga de su hija.

Nicolle se perdió buscándole significado a una mujer tumbada, desnuda y con dos pulpos a su alrededor: uno sobre su boca, tocándole un pezón con el tentáculo, y el otro entre sus piernas, saboreando una zona indebida que la incomodó, tanto que consiguió que se moviera sobre el asiento y apartara la vista. Cuando sus ojos volvieron al hombre que tenía delante, se irguió para no moverse más.

Ferrara la observaba en silencio, con el cuerpo relajado e intentando analizar qué pensaba. Porque se había sorprendido por lo que veía, pero había algo en su rostro... Carraspeó, apartó la mirada e intentó recomponerse. No, no podía permitir que pensamientos de esa índole cruzaran por su cabeza. Debía acabar con aquello de manera rápida.

—Estarás una semana de prueba. Si no me gusta lo que haces, habremos acabado y no cobrarás las horas trabajadas —estipuló.

Nicolle ni siquiera supo por dónde le había venido el comentario. Se asombró por el tono hosco y la expresión que había aparecido en la cara del hombre de repente, como si se hubiera perdido parte de la conversación mientras miraba aquel cuadro que, aparte de peculiar, le parecía horrendo. ¿Qué había pasado para que se produjera aquel cambio? Parecía... ¿enfadado?

—Está bien —aceptó, sin querer hablar mucho más por miedo a lo que viniera a continuación.

Marc la observó perplejo.

—¿Cómo que está bien?

—Que... que estoy de acuerdo con... con lo que usted dice.

No le corrigió el trato cordial, a pesar de haberle dicho en la cocina que lo llamara por su nombre. Y tenía sus motivos: le había gustado que aquellos labios gruesos lo trataran de usted.

—¿Cómo vas a estar de acuerdo con no cobrar algo que has trabajado?

Nicolle se encogió de hombros, nerviosa y asustada de nuevo por el tono seco y los ojos castaños que parecían rabiosos sin motivo. Que ella supiera, no había hecho nada para enfadarlo, sin embargo, la conversación había dado un giro extraño que no sabía interpretar, y él también.

—N... no lo sé... Usted ha dicho que...

—A ver, muchacha, hay algo que debes aprender, y cuanto antes, mejor, porque veo que no sabes mucho de la vida. Da igual lo que yo diga, da igual lo que cualquiera te diga. Nunca se trabaja gratis. ¿De acuerdo? Nunca se regala el talento y el esfuerzo de cada uno, sea cual sea.

Lo miró unos segundos antes de responder, aunque no pudo evitar que su tono se elevara un puntito más de lo debido, saliera con enfado y sin una pizca de titubeo:

—Ha sido usted quien lo ha dicho, y es usted quien está detrás del gran escritorio. Y tiene razón, no sé demasiado de la vida, pero lo suficiente para ser consciente de que quien manda es el que se encuentra con el traje caro detrás de la gran mesa, y no al contrario.

—Para llegar aquí, detrás del gran escritorio, nunca regalé mi trabajo.

Nicolle se mordió la lengua. No solía responder, ya que no le gustaba hablar más de lo debido, pero estaba enfadada. Muy enfadada. Solo quería trabajar, sacarse un dinerillo extra y poder pagar aquel dichoso viaje que tanta ilusión le hacía sin tener que pedirle dinero a su madre. No quería nada más, pero aquel hombre... Seguramente había tenido un día de mierda en el trabajo y estaba pagándolo con ella, como decía Silvana de su jefe cada vez que llegaba a casa.

Con las manos sobre sus muslos, el rostro serio y las mejillas encendidas, se levantó, dispuesta a marcharse y dejar de escucharlo. Ya encontraría otra cosa. Había miles de casas en París que necesitaban ser limpiadas. No le dio tiempo a despegar más que unos centímetros el trasero de la silla.

—No hemos terminado —anunció Marc. Y como una autómata, volvió a sentarse, y lo miró, a la espera de una reacción—. El lunes ya no estará Paulette, por lo que puedes empezar sin problemas. Me dan igual los horarios, me da igual si hoy estás dos horas y mañana seis... Hazlo como te parezca y te sea más cómodo. Eso sí, la casa tiene que estar impecable cada día. —Se recostó de nuevo hacia atrás y Nicolle se detuvo en los labios gruesos, que se veían dispuestos a continuar hablando—: Solo te ocuparás de la limpieza. Por supuesto, cobrarás las horas trabajadas, y después de la primera semana, en caso de que continúes, hablaremos de sueldo.

—Bien —le respondió, deseando irse.

—No me importa que seas amiga de Gala, eso no interferirá en nada, ¿de acuerdo? —Nicolle asintió—. ¿Todo entendido? —Volvió a decir que sí con la cabeza—. Aquí tienes mi tarjeta, y en ella aparece mi número. Dame el tuyo para apuntarlo.

Cuando se lo facilitó y se guardó la tarjeta, le preguntó:

—¿Puedo irme ya?

—Sí.

—Bien.

Se irguió, nerviosa e incómoda, y a Marc le dio la sensación de que enfadada. No le importó, nunca lo hacía. Cuidaba a sus trabajadores, les pagaba bien e intentaba que estuvieran cómodos. No interfería en sus asuntos. A eso también ayudaba su ausencia por motivos laborales, pero le gustaba que las cosas quedaran claras desde un primer momento, lo que evitaba posteriores malentendidos.

Ahora sí, Nicolle se levantó, colocó la silla correctamente pegada al escritorio y se dispuso a irse. No lo miró, pero no pudo evitar echarle una última ojeada al cuadro de los pulpos pervertidos. Caminó unos pasos hasta la puerta y se giró. Sabía que debía decir algo, pues, a pesar de todo, tenía trabajo. O eso creía.

Cuando dio media vuelta, el hombre continuaba en la misma postura, igual de intimidante, serio y sin parar de contemplarla.

—Gracias, señor Ferrara. Espero no defraudarle.

Él asintió.

—Una última cosa, Nicolle. —Se enderezó en la silla—. Las tardes que vengas a estudiar y esté yo, os ayudaré personalmente con el idioma.

No le respondió, solo asintió mientras desaparecía, deseando perderlo de vista. Al cerrar la puerta, dejó escapar todo el aire acumulado. No sabía si era por la tensión de la que todos hablaban en las entrevistas de trabajo, pero qué desagradable le había parecido.

Cuando el cabello largo y oscuro desapareció con rapidez por la puerta y escuchó el cerrar de esta, Marc suspiró, se recompuso la erección que abultaba notablemente su pantalón, blasfemó mientras se pasaba las manos por el pelo y después dio un golpe seco con el puño sobre la mesa, frustrado.

Era consciente de su problema, de su poco autocontrol, de su amor desbocado por las mujeres, que eran su vida, su pasión, su secreto más oculto. Era conocedor de su propio demonio, aquel que lo perseguía desde casi que tuvo uso de razón. Pero nunca le había ocurrido con una niña.

Una niña de la edad de su hija.

Joder.

Por muy bonita que fuera.

Por muy cristalinos que tuviera los ojos.

Por muy gruesos y rosados que tuviera los labios.

Capítulo 3

Nicolle pudo respirar con normalidad cuando traspasó la puerta negra de los Ferrara. Había estado poco tiempo con Gala en la cocina; el necesario para recoger las cosas mientras se bebía el zumo que Celine les había ofrecido. Lo había hecho por no ser descortés, pero en aquel momento lo que menos le apetecía era ingerir algo.

Cuando su amiga le preguntó por la charla con su padre, ella le respondió que genial, que todo aclarado. Lo hizo con sonrisa falsa incluida. Una semana de prueba y posibilidad de quedarse con el puesto. No tuvo que fingir durante mucho más aquel desagradable pellizco que le producía el recuerdo de lo acontecido en el despacho. No podía definir qué era lo que tanto la había incomodado, porque no había nada en particular, pero el malestar estaba allí, instalado en su pecho. Y no tuvo que disimularlo mucho más porque Gala cambió con rapidez al tema que de verdad le interesaba. Era viernes, y los viernes salían con Jan y Colin, por lo que estaba pletórica. Así que se sumergió en el asunto de las posibles vestimentas, lugares que visitarían y horarios.

Nicolle se disculpó, se colgó la mochila y salió apresurada de la cocina. Tenía que volver a casa. Ya se había retrasado bastante.

Por el camino, pensó en una de las cosas fundamentales que siempre ocupaban su mente: sus clases de baile y la prueba que tenía que realizar en Navidad. Era muy importante pasarla para poder conseguir la beca y continuar, pero se le hacía insoportable. Víctor, su profesor, era lo siguiente a estricto. Aparte de borde, también era sincero, dañino y decenas de calificativos despectivos más. Lo era con todos sus alumnos, pero Nicolle tenía la sensación de que con ella lo era el doble, o el triple.