Perdóneme, Padre... - Noelia Medina - E-Book

Perdóneme, Padre... E-Book

Noelia Medina

0,0
6,99 €

oder
-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

El padre Adrián hace mucho tiempo que consideró su culpa redimida. Sus malos hábitos, sus adicciones y sus para nada aconsejables compañías lo llevaron al abismo. Por suerte, justo antes de caer, encontró en la religión su lugar seguro. Y su tapadera perfecta. Año tras año, todo ha funcionado, todo ha estado en calma. Hasta que una joven novicia aparece con una cara angelical y una boca de pecado para estropear su estabilidad. Catrina necesita ingresar en ese convento y destapar lo que sea que ocurre allí dentro, pues de ello depende su supervivencia. Aunque su misión implique a un hombre prohibido y posiblemente peligroso ahora que está en el momento más duro de su vida: en plena desintoxicación de su mala relación con el sexo, las sustancias y la noche. ¿Lo único bueno? Que perdida en un pueblo diminuto de Portugal e interna en un convento, se mantendrá aislada de todo lo que conoce y a kilómetros de su antigua vida. Allí, despojada de sus pertenencias, solo podrá entregarse a Dios. No sabe que su Dios está más cerca de lo que cree, mide un metro ochenta, tiene los ojos verdes como un peligroso lago, una boca sucia e intenciones oscuras que nublarán la búsqueda de su luz.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Perdóneme, Padre...

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Noelia Medina 2023

© Entre Libros Editorial LxL 2023

www.editoriallxl.com

04240, Almería (España)

Primera edición: noviembre 2023

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-04-6

PERDÓNEME,

Padre...

Parte I

NOELIA MEDINA

Índice

Nota de la autora

Agradecimientos

Introducción

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

Continuará...

Biografía de la autora

Tu opinión nos importa

 

 

 

Nota de la autora

Si buscas una historia políticamente correcta y con personajes perfectos, esta novela no es para ti. En ella encontrarás sexo explícito, sustancias ilegales y doble moral, entre otros muchos temas que pueden herir la sensibilidad del lector. Si aun así crees que puede ser una lectura agradable para ti y entiendes que es una obra de ficción, adelante. Gracias por la oportunidad que les das a mis títulos.

Todos los impulsos que nos esforzamos por estrangular

se multiplican en la mente y nos envenenan.

Que el cuerpo peque una vez,

y se habrá librado de su pecado,

porque la acción es un modo de purificación.

Después no queda nada, excepto el recuerdo de un placer

o la voluptuosidad de un remordimiento.

Oscar Wilde

Agradecimientos

Gracias a quienes me lo habéis puesto tan fácil, a pesar de que a mí siempre se me hacen un mundo las fechas de entrega, los repasos y todo ese increíble trabajo que hay más allá del creativo. A Angy, primera primerísima, como editora, por no quitarme un punto y permitirme ser yo, sin restricciones; como profesional, por encontrar siempre el equilibrio que necesito en mi caos literario, y como amiga, por estar en cada momento. A Caro Santana, mi correctora, por adaptarse siempre a mí y hacerlo algo de dos. En general, a Entre Libros Editorial y todo su equipo, por la confianza, la profesionalidad y la adaptabilidad.

A las lectoras cero, que han sido una parte imprescindible del proceso y que han sabido ver más allá del erotismo y la oscuridad de estos personajes, que han sabido rascarle a ese mueble antiguo las capas de pintura que disimulan las astillas, el deterioro y el daño que hay debajo. Gracias, Lola Pascual, Beatriz Jiménez y Chari Rodilana.

A mi familia y amigos, por la comprensión que me dan en esos momentos de encierro y caos.

Y a ti, que sigues haciéndolo posible libro tras libro y que eres la base de cada sueño que cumplo.

Introducción

Camino a cuatro patas, desnuda y sucia. Muy sucia. Estoy llena de barro y de grasa acumulada. Aparentemente, llevo días sin ducharme, pero no me importa la sensación. Me gusta sentirme mugrienta por fuera, porque me recuerda que no es tan malo estarlo por dentro.

Sigo desplazándome. Es casi una danza hipnótica. La mano derecha a la vez que la rodilla derecha y, acto seguido, la mano izquierda a la vez que la misma rodilla. El ritmo no es sensual ni lento, porque alguien guía mi paso felino y parece tener prisa por hacerme llegar al destino deseado, pero sí rítmico y natural. Ese alguien ha atado una soga vieja a mi cuello y tira de ella para conducirme a algún lugar. A pesar de que a mi alrededor todo parece de color amarillento, como en una película apocalíptica, y que del cielo parece llover ceniza, no tengo miedo. Todavía. Solo siento la excitación entre mis piernas; algo extraño, teniendo en cuenta que el suelo es asqueroso. Tierra, cristales, hojas, suciedad... Y yo lo arrastro todo a mi paso. No me importa. A cualquier ser humano le asquearía la escena. Pero yo no soy cualquier ser humano.

Me concentro. El truco está en centrarme en mi respiración descompasada o en la humedad que se desliza por mis piernas. No la veo, claro, aunque puedo sentirla, y me gusta imaginarla lenta, descendente y dejando su huella a través de mis piernas sucias. Como esa lágrima que se abre paso a través del maquillaje de tu rostro y deja el surco blanco, delatando tu tristeza.

—Camina, perra —me exige con dureza.

Alzo la mirada hacia el hombre que me guía y que me ha hablado con esa voz firme y gutural. Es muy alto y casi no puedo verle el rostro. Luce igual de sucio que yo, a diferencia de que él está vestido, que va caminando sobre sus dos piernas y que nadie lo expone. Su ropa es de labor. Esos pantalones marrones que suelen usarse para trabajar el campo y una camisa que en algún momento de su existencia fue blanca. Parece enfadado y eso me gusta. La lágrima de mi coño se desliza a mayor velocidad al intuir la furia que, muy posiblemente, desatará conmigo.

A cualquier otro ser humano tampoco le gustaría que un desconocido que lo tiene capturado desatara su ira con él.

—¿Qué pasa, chiquilla? ¿Ahora te has vuelto perezosa? Andando. —Tira de la soga con fuerza y me obliga a gatear más rápido. Mis rodillas sienten los pequeños obstáculos clavándose en ellas, pero no protesto.

Me cuesta caminar porque estoy desnutrida y tengo sed. Muchísima sed. No sé cuántos días llevo sin ingerir comida ni cuántas horas hace que no entra una gota de agua en mi garganta, pero se siente una eternidad.

—Necesito beber —murmuro con dificultad debido a las grietas de mis labios resecos.

Ríe con fuerza, detiene mi paso y se agacha para pegar su rostro al mío y decirme:

—Ahora beberás hasta agotarte.

He podido verlo. Lo reconozco como mi secuestrador: ese tipo sucio y sin escrúpulos que me tiene encerrada en la cabaña derruida y que me saca a pasear, comer, beber y follar cuando lo desea. No es guapo ni feo, ni gordo ni delgado. Es un tipo normal, alto y bruto. Demasiado hosco. Sabe lo que hace, disfruta con ello y no me da ningún poder de decisión. Nunca lo tengo.

Al alzar el rostro disimuladamente, observo que estamos llegando a la granja. Es pequeña, está en malas condiciones y en su interior guarda animales y mujeres que, como yo, va encontrando y trayendo para su uso y disfrute.

Nunca hablamos entre nosotras porque nos tiene separadas. Somos desconocidas que se unen cuando él lo desea. No conozco sus nombres, así que mucho menos sus inquietudes. Solo tenemos en común la suciedad, la desnudez, el hambre y la sed, en todos los sentidos.

Cuando abre la verja de la granja y nos internamos, las veo a mi paso. Una está tumbada en el suelo del porche, dormida sobre una manta mullida y oscura, con el pelo alborotado y colocada en posición fetal. Parece el perro que guarda el cortijo, aunque en realidad nunca tiene ganas de ladrarle a nadie. Otra, en una esquina, toma agua del bebedero de un can, sacando la lengua. Nuestros ojos conectan, más por la sed que siento que por la situación, pero mi captor tira de la soga y me hace continuar hasta llevarme dentro, a la estancia de los cerdos.

«Agua. Agua. Agua». La necesito. A mis labios quebrados y secos les urge sentir la hidratación.

Miro la gran estancia separada por muros blancos mientras me conduce al habitáculo que él desea. No hay cerdos, como he de esperar, pero sí una tipa con pinta de cerda que se encuentra sentada —más bien despatarrada— en un sofá roído ubicado en mitad de la cochinera. Está desnuda, tiene las piernas abiertas, los pies apoyados en el suelo y la conciencia medio perdida. No sé si es causa de drogas o falta de alimento, pero luce lacia, sin fuerzas. Debajo de sus ojos, unos grandes surcos oscuros evidencian su cansancio. Me fijo en la mano que tiene perdida entre las piernas y con la que se toca de una manera casi descompasada, como si lo hiciera por inercia entre duermevela y no por placer.

El tipo me lleva hasta ella y en el camino escucho la cremallera de su pantalón bajarse. Cuando quiero darme cuenta, me encuentro delante de la muchacha rubia, de ojos cerrados, delgada y sucia, tanto como yo.

—Vamos, es tu momento —me exige el tipo, pero no entiendo lo que quiere decir. Al mirar hacia arriba, descubro que se ha sacado la polla por el hueco de la cremallera y se la toca de manera nada delicada, endureciéndola—. Y esmérate, porque lo que saques de ese coño será lo único que bebas.

Con furia, acerca mi cabeza a las piernas de la mujer medio ida y me hace lamerla. Mis fuerzas se renuevan al probar el sabor dulzón de su sexo, que a pesar de lucir tan asquerosamente sucio como ella y como todo lo que nos rodea, sabe rico. Muy rico.

Lo lamo con rapidez, con ansia, con vehemencia; ni él me permitiría hacerlo de otra manera ni yo sabría frenarme para hacerlo lento y delicado.

—Tus manos. Usa tus malditas manos —me exige él con la voz entrecortada debido a las sacudidas que está proporcionándose.

Obedezco y meto dos dedos en su interior a la vez que lamo. La chica gime con resaca y él, no contento con lo que le ofrecemos, presiona mi cabeza contra su coño.

—Más rápido. Así no conseguirás nada y dejaré que mueras de sed.

Aprisa, con furia y buscando mi premio, la masturbo con los dedos y la lamo de una forma casi inhumana. Pero ¿qué es humano en este lugar más que los instintos a los que les damos rienda suelta?

Si sigo comiéndomela así, lamiendo sus labios de esta forma, podré beber de mi propia humedad. Estoy a punto de correrme sin tocarme, tarea de la que parece querer encargarse mi captor, que se coloca detrás de mí y, sin delicadeza ninguna —mejor, porque es lo último que deseo—, se clava en mi interior y comienza a follarme como un salvaje. Con frenesí y sin dejar de apretar mi cabeza contra el coño que ahora es mío.

—Vamos, haz que se corra. ¡Haz que se corra!

Y como si no tuviéramos más opción que obedecer, lo conseguimos ambas: yo lamiendo y ella apretando el sexo de manera estratégica. Entre gemidos entrecortados, la chica se corre. Su humedad es mi bien más preciado. Cuando la noto salir, la atrapo con mi boca. Si me apresuro, si no pierdo la oportunidad dejándome llevar por la excitación que me produce apartarme para mirarla, puedo beber todo lo que necesito.

Lo hago.

Bebo, bebo y bebo.

Él, detrás, me folla. Los dedos de una mano se clavan en mi cintura con tanta fuerza que podría dejarlos marcados, y con los de la otra me aprieta más y más la cabeza contra el coño que no para de expulsar su placer, tanto que casi me ahogo con la humedad. No puedo beber, gemir y respirar a la vez.

La chica termina de correrse.

Yo me corro.

El tipo rudo se corre.

Y, entonces, la sed desaparece, el hambre desaparece, el éxtasis se esfuma y solo queda un cuerpo desnudo y la suciedad.

La de fuera y la de dentro.

Catrina se despertó, pero no lo hizo sobresaltada. Solo abrió los ojos, con la respiración descompasada y el corazón acelerado.

Pum. Pum. Pum.

Podía sentir cómo golpeaba con fuerza en su pecho, lo que le recordaba un día más que seguía con vida. Se encontraba desnuda, hecha un ovillo en su cama y sudaba como lo había estado haciendo en su pesadilla.

¿Pesadilla?

Todavía se preguntaba si aquellos sueños lo eran. No lo tenía muy claro. Para cualquiera lo serían. Otra persona se despertaría sudorosa y asustada, pero no sudorosa y excitada, o eso pensaba. Después de todo, nadie tenía por costumbre contar sus deseos más oscuros y ocultos, ¿no? Al menos, ella no lo hablaba con nadie. Sí conversaba con sus amistades de confianza de muchas otras fantasías que le resultaban más comunes, pero no de esos extraños sueños que se convertían en pensamientos que la asaltaban de noche, de día, dormida y despierta, que la obsesionaban, le producían ansiedad y a veces no la dejaban continuar su día a día con normalidad. Esos que disfrutaba plenamente a la vez que la hacían sentir diferente. Un poco enferma.

No había sido de los peores. Había estado en aquella granja decenas de veces. Solo cambiaban las chicas y las escenas lascivas, aunque nunca el captor desconocido ni su excitación. Cuanto más la denigraba, más lo disfrutaba y más deseaba hacerlo realidad. Tarde o temprano, se convertiría en una obsesión si no lo llevaba a cabo.

Sabía lo que tocaba ahora. Sin abrir los ojos en la oscuridad de su habitación, estiró la mano derecha y buscó en el primer cajón de su mesita de noche, en el que —al contrario que casi todo el mundo, que guardaba la ropa interior— tenía sus juguetes eróticos más solicitados.

Pero no estaban. Los había tirado.

«Mierda, Catrina».

Gimoteó al recordarlo a la vez que golpeaba el colchón con un puño.

Aquello iba a ser duro.

Pero ahora no podía preocuparse por lo que llegaría al día siguiente. Lo importante era calmar la quemazón de su entrepierna, y tendría que conformarse con sus dedos. O con el borde de la cama. O con la almohada. Suspiró. Alternativas existían muchas, pero ninguna le serviría más que para un apaño. Sin su arsenal de artillería pesada, podría masturbarse cinco veces, diez, quince y hasta veinte..., que no se saciaría. Nunca lo hacía, en realidad.

La noche iba a ser larga, oscura y pesada. Pero ¿y su futuro?

Tragó saliva.

No había nada más opaco que su maldito futuro.

1

Bueno es carecer de vicios,

pero es muy malo no tener tentaciones.

Walter Bagehot

—Indíqueme su nombre completo, por favor.

—Catrina Ortiz Navarro —le respondió con voz suave pero firme mientras ojeaba aquel lugar lúgubre, con olor a madera y sin una pizca de encanto.

Le pareció demasiado grande para el poco mobiliario que poseía. No es que esperara un resortcinco estrellas, pero pensaba que en pleno 2023 el interior de aquellos lugares también habría cambiado. Claro que qué iba a saber ella, si solo los había visto en películas. Se acarició los brazos en busca de calor. Sentada en la silla tapizada sin hacer nada más que pensar en un futuro poco certero, hacía un frío insoportable que le caló los huesos. O aquel frío ya formaba parte de ella y hasta ese instante tan determinante no se había percatado.

—Sus apellidos son españoles y usted también, ¿verdad? —le preguntó la mujer que tenía sentada enfrente, y Catrina supo que lo que le había extrañado era su nombre.

—Lo soy, aunque manejo a la perfección el portugués, entre otros idiomas. —Le pareció acertado destacarlo, a pesar de ser obvio por su buena pronunciación, por si servía para algo. No estaba en una entrevista de trabajo, pero pertenecer a aquel lugar era su prioridad absoluta. Su mayor necesidad—. Mi nombre es un derivado de Catalina, pero mis padres siempre han sido originales y han querido ver más allá. Significa ‘pura, inmaculada’.

«Menuda ironía», pensó, y contuvo una risilla. Su vida en sí era una ironía. En ese instante más que nunca.

Siempre le había creado curiosidad el significado de los nombres. De una manera u otra, todos tenemos relación directa con el nuestro, y en su caso era su castigo, el recordatorio de que estaba haciendo todo lo contrario a lo que se esperaba.

Iba a galope por el camino incorrecto y disfrutaba enormemente de ello.

‘Impura, sucia’.

Eso era. Ese debería ser el verdadero significado de su nombre.

—¿Edad?

—Veintinueve años.

—¿A qué se dedica?

—A la administración de una fábrica textil internacional.

Observó la estantería lateral colocada a su izquierda. Tenía apariencia de derrumbarse de un momento a otro a consecuencia de la cantidad de archivadores gigantes de color negro y libros antiquísimos que tenía en sus baldas. Estaba tan ladeada hacia la derecha que no habría soportado el peso de un panfleto más. Puede que aquel mueble lo hubiera hecho Jesús en su carpintería siglos atrás. Porque ese señor que estaba enmarcado en la pared y que tenía justo frente a ella fue carpintero en sus inicios, antes de convertirse en nuestro Dios, ¿no? No tenía mucha idea de su biografía, pero tampoco veía apropiado preguntarlo; no si quería quedarse. Ya se lo había dicho su amiga Angy por el camino: que allí tendría que dejar a un lado su tono mordaz, su característica manera de hablar y esa mala costumbre —aunque a ella le parecía maravillosa— de preguntar por todo.

—¿Y le gusta su trabajo? ¿La satisface?

«Satisfacer...».

Sacudió la cabeza con premura y carraspeó, en busca de las palabras adecuadas, aunque sin intención de mentir.

—No es el trabajo de mis sueños, pero me gusta, se me da bien y me da de comer.

La mujer frunció los labios, tal vez en desacuerdo con la respuesta.

—Su especialidad no cubre ninguna de las funciones que requerimos. Eso no quiere decir que no pueda consagrarse, no me malinterprete, pues toda persona que ha sentido la llamada de la vida religiosa contemplativa tiene el camino hecho hasta nuestro hogar. Es solo que me gustaría saber qué cree que puede realizar para ayudar.

Catrina se frotó las manos por debajo de la mesa, algo nerviosa.

—Me adapto con facilidad a cualquier circunstancia. Se me da bien la cocina y me ayuda a relajarme, así que tal vez sería una buena opción. Puedo realizar cualquier tarea del hogar y... —lo meditó un instante— la lavandería también sería un buen sitio. Sé doblar las sábanas bajeras sin ayuda y las dejo completamente planas, sin arrugas. Lo considero una habilidad bastante útil, la verdad, que no todo el mundo posee.

Empezaba a decir ese tipo de cosas que no deberían decirse en una situación determinante, pero era otra de sus peculiaridades no aptas para presumir en los currículos. Por eso en su trabajo, encerrada en la oficina y sin hablar prácticamente con nadie, evitaba el mal trago de cagarla continuamente.

La mujer asintió solemne mientras lo anotaba todo en un papel que contenía algunas directrices marcadas. Un amontonamiento de folios escritos con letra caligráfica y grande reposaba a su derecha, en la esquina del escritorio antiguo de madera oscura, e indicaba que cada documento había sido escrito a mano. Estupefacta, ojeó la piedra que hacía la función de pisapapeles.

Hacía unos cuarenta minutos que había entrado en el lugar y parecía haberse transportado a otra década. Una que no le gustaba en absoluto. Estaba demasiado acostumbrada a la comodidad de su ordenador y de esos programas administrativos que le realizaban más de la mitad del trabajo. Acongojada, temió que en cualquier momento entrara alguien a anunciarles una noticia importante escrita en un papiro que desenrollaría teatralmente ante sus ojos.

Por enésima vez, también en cuarenta minutos, se preguntó si aquello había sido una buena idea.

«Da igual si es buena o mala, es que no tienes otra opción», se recordó.

Al menos allí sería diferente. Ingresar era una obligación, no obstante, estaba segura de que la estancia y las estrictas normas la favorecerían con su estilo de vida extremista y la ayudarían a centrarse.

Un carraspeo la hizo volver a fijar su atención en la mujer que se encontraba enfrente. Tendría unos sesenta años, calculó. Se preguntó de qué color sería su pelo, pero el velo no la dejaba avistar ni un solo cabello desordenado. La señora la observaba con la misma curiosidad que Catrina a ella, tanta que había dejado las preguntas a medio completar. De repente, como si se hubiera dado cuenta de que la muchacha había advertido ese detalle, le dio la vuelta al folio, olvidándose de momento del protocolo, posó encima sus dos manos entrelazadas y suspiró despacio.

—Dígame, Catrina, ¿quién es usted? ¿Qué hace aquí siendo tan joven? Dice haber comenzado a sentir en el fondo de su corazón el llamamiento del amor de Dios, pero ¿sabe por qué desea entregarle su vida a él y así cambiarla para siempre, despojada de quien ha sido hasta ahora y de todo lo material que ha conseguido? Ya lo sabe..., la fraternidad, la pobreza y la alegría son las virtudes esenciales de nuestro carisma.

Lo sabía. Sobre todo lo de la pobreza y el despojo material. Se lo había dejado todo en casa. Se había pasado dos noches completas ojeando el que ella llamaba El Mueble de las Maravillas: uno cargado de juguetes sexuales, corsés, pinzas para pezones, lubricantes, arneses, cuerdas, vibradores... Había sido capaz de tirarlo todo a la basura. No a la de casa, pues habría sido muy fácil recuperar la mercancía, pero sí al contenedor del barrio aledaño. No quería pensar de cuánto dinero se había desprendido, de cuántos orgasmos, de cuántos recuerdos lujuriosos...

Inspiró con profundidad, sin evitar cerrar los ojos para centrarse únicamente en la función de responder con toda la sinceridad posible, pero sin entrar en materia. Si aquella señora supiera en realidad quién era ella y por qué se encontraba sentada en esa silla, puede que le diera un infarto repentino. También vio probable que la echaran de allí con una ceja abierta a causa de una pedrada del casero pisapapeles. No creía que la señora hubiera reaccionado de otra forma al enterarse de que tenía al diablo delante, entre las paredes de su sagrado convento, sentada frente a su Dios y asegurando haber recibido una llamada de la que solo había oído hablar por Internet. Llevaba dos meses empapándose de términos, vocabulario e información sobre las Clarisas, y le seguía pareciendo un mundo paralelo del que jamás habría formado parte de manera voluntaria.

Cogió aire y decidió contarle una verdad a medias:

—No me gusta quién he sido hasta ahora, o quizá sí, pero eliminando una parte de mí de la que solo aquí podré desprenderme —se limitó a explicarle—. Mi juventud no determina nada más que las ganas de cambiar mi futuro lo antes posible, y quiero entregar mi vida a Dios, despojándome de todo, porque si no lo hago me perderé por completo.

Sor Lucía, que así se había presentado la mujer al inicio de la entrevista, pareció sorprendida por esa respuesta, en apariencia poco premeditada pero en realidad ensayada hasta la saciedad.

Si Catrina hubiera sumergido el puño en su pecho y hubiera arrancado de él la definición real, le habría dicho que era fuego, uno intenso, colorido y profundo. Ese fuego poderoso, de llamas inmensas, que arrasa con el bosque a su paso sin importarle la destrucción. Le habría contado que todo el mundo quiere apropiarse de él, dominarlo y apagarlo, pero nadie se atreve a amarlo en su estado natural, porque es predecible y quema. ¿Quién en su sano juicio se atrevería? Y le confesaría que asustaba sobremanera ser consciente de esa realidad: de que nadie la amaría jamás de la forma pura y deliberada que se ama al agua, al aire o a la tierra. Sabía de sobra que el fuego era el elemento más deseado y temido a la vez.

—Es innegable que es una mujer muy bonita y joven con aspecto de querer disfrutar de la vida que se le ha ofrecido fuera. —Al parecer, ser guapa en un convento era un impedimento para la fe—. Pero no negaré que me da la sensación de ser alguien con las ideas claras y el verdadero deseo de pertenecer a nuestra vida consagrada.

La aludida asintió mientras una sonrisa leve aparecía en sus labios. En el fondo, nunca pensó que podría ser una realidad, que ella, precisamente ella, pudiera estar allí.

—Tengo las ideas claras —confirmó.

—Bien. Haremos algo, Catrina. —Cogió con delicadeza la ficha de datos, alzó la piedra gris con la otra mano y la incluyó en su lista de papeles apilados. De un movimiento mecánico, volvió a colocar la piedra en su lugar—. La invitaremos a nuestra experiencia. Se quedará un tiempo de prueba como novicia. Un mes, quizá dos, dependiendo de cómo se adapte. Conocerá a las catorce hermanas que formamos este hogar entre la abadesa, hermanas y novicias, el convento, la iglesia lindante y nuestras costumbres. Y si después de ese periodo sigue teniendo claro que este es su lugar, será bienvenida para quedarse de manera permanente. Siempre que el padre Adrián así lo apruebe, por supuesto.

Se tensó en la silla. Notó la densidad sobre sus hombros y el pellizco inconfundible en la boca del estómago. No le cogía de sorpresa, sabía de la existencia de aquel cura —para eso estaba allí principalmente—, pero no esperaba que aquel hombre tuviera que interferir para nada en la decisión sobre su estancia.

—¿El... padre... Adrián? —Carraspeó e hizo el esfuerzo titánico de serenarse—. Tenía entendido que en el convento solo residen hermanas.

—Es regentado por nosotras, sí, pero con la supervisión de los sacerdotes que viven en el monasterio. No sé si lo ha visto conforme entraba en el pueblo. Habrá comprobado que es pequeñito, muy pequeñito, y que quitando las cuatro calles que lo forman, la mayor parte lo componen este convento, la iglesia que está justo aquí al lado y el monasterio.

Asintió, pero omitió decir que creía que el monasterio estaba más alejado, que creía que cualquier atisbo de tentación estaría fuera de su alcance.

¡Maldita sea, para eso estaba allí, entre paredes grises y húmedas, rodeada de mujeres, a punto de colocarse un hábito y despojada de cualquier bien material! «No seas estúpida, en este pueblucho de cuatro calles no puede quedar nada lejos, ni siquiera la tentación». Y había visto al padre Adrián. Sabía que tenía el rostro del pecado. Que era el pecado, en realidad, aunque estuviera metido entre paredes santas.

Alzó la cabeza al descubrir que sor Lucía seguía hablando, aunque no sabía sobre qué tema, porque no estaba escuchándola.

En un momento dado, la mujer se interrumpió:

—¿Todo bien, Catrina? ¿Le ocurre algo? Se ha puesto pálida.

Pálida, nerviosa y asustada, mejor dicho, pero la muchacha le sonrió con toda la entereza que consiguió reunir y asintió despacio.

—Todo bien. Solo estoy emocionada y un poco nerviosa. Enfrentarme a lo desconocido me... abruma. —Cogió aire para intentar hablar con más soltura de la que estaba mostrando—: Vengo acompañada por una amiga. ¿Sería posible despedirme de ella antes de ingresar?

Sor Lucía sonrió.

—Voy a permitirme la licencia de tutearte, novicia. —La última palabra rebotó en el estómago de Catrina en sentido ascendente hasta llegar al pecho, porque indicaba que había ocurrido, que ya era real—. Creo que lo mejor será que te tomes el tiempo que necesites con tu amiga y disfrutéis juntas de nuestro hogar, que como ya te he dicho no es muy grande pero sí bonito. Puedes regresar con calma cuando quieras y todo estará preparado para tu ingreso.

La mujer se levantó.

—Gracias, sor Lucía. Así lo haré.

Catrina vaciló ligeramente mientras se ponía de pie también, y la monja le sonrió con calidez, como si supiera exactamente qué pensamiento turbaba a la nueva integrante, como si supiera que le había extrañado la libertad otorgada para entrar y salir, para decidir cuándo hacerlo. Como sospechaba que eso era justo lo que se le pasaba por la cabeza, se apresuró a subrayar:

—A la vuelta conocerás a las demás y te informaremos de todo lo que debas saber. Ahora, ve al encuentro de tu amiga. Recuerda que esto no es una imposición, sino una elección. Una llamada recibida y aceptada. Tú has acudido a nosotras y nosotras seremos tu lugar, pero podrás elegir libremente si tu deseo es estar en otro distinto. También recibirás visitas y podrás divertirte fuera del convento. A diferencia de otras hermanas que han elegido la clausura para envolverse del clima de recogimiento, silencio y oración, Jesucristo nos invita a las Clarisas a ser libres desde la pobreza franciscana, a tener el corazón enamorado del Señor, viviendo la castidad, y a cumplir su voluntad a través de la obediencia, compromisos que definen nuestra pertenencia total a Dios.

Castidad.

La palabra se le hacía bola. No creía haber sido casta ni en el día de su comunión, que de hecho fue la última vez que pisó una iglesia con un objetivo religioso. Las demás, para la boda o el bautizo de algún familiar o conocido, aunque siempre había sido más de esperar en la puerta a que la ceremonia terminase mientras se fumaba un cigarro.

Catrina salió del despacho con olor a madera antigua sintiéndose peor que cuando entró. Hacía unos veinte minutos tenía claro que aquello era una secta, un grupo de comecocos capaz de convertirte en lo que quisieran, pero no se le había pasado en ningún momento por la cabeza la idea de que pudiera ser un lugar de salvación para un alma perdida que llegara motu proprio; que no era su caso.

Ella tenía una misión.

Dos, en realidad.

Una se trataba de salir del infierno en el que llevaba viviendo demasiados años, y la otra de desenmascarar al diablo que lucía la sotana y se hacía llamar padre. Pero infierno y demonio siempre van de la mano.

Y no nos olvidemos de que Catrina era fuego.

2

 

 

 

 

 

El celibato es la peor forma de autoabuso.

Peter de Vries

 

 

 

 

Cuando salió al patio exterior por el que había entrado, Angy se puso de pie al verla, abandonando el banco de hierro en el que había estado sentada todo el tiempo que su amiga se había ausentado con sor Lucía en el interior. La miró con los ojos muy abiertos, a la espera de algo, un gesto o una palabra que le diera información. Catrina le sonrió débilmente y asintió despacio, confirmándole que la habían aceptado. Angy suspiró aliviada. Tuvo que aguantarse las ganas de dar un saltito de emoción y se recordó que tenía que comportarse en aquel lugar.

Cuando salieron del convento y la monja, tras despedirse, cerró la puerta a sus espaldas, Catrina miró al cielo e inspiró con fuerza toda la cantidad de aire que encontró para llenar sus pulmones. Después, despacio, lo soltó. Cuando miró a Angy, esta ya la esperaba con una sonrisa.

—Lo has conseguido.

Catrina asintió despacio.

—Pero ¿a qué costo?

—El de la libertad, Catrina, el de la libertad... No será fácil, pero creo que nada que merezca la pena lo es. Puedo intentarlo yo también y acompañarte. Ya te he dicho muchas veces que esto es responsabilidad de ambas y no solo cosa tuya.

La muchacha de cabello negro y ojos del mismo color intenso negó con vehemencia.

En silencio, comenzaron a caminar hacia el muro que tenían enfrente, desde el cual se veía una estampa preciosa y única de la ría Famosa y del mar. Era una imagen inmensa, brillante, embaucadora y silenciosa. Un paraje natural precioso, tan idílico que cualquiera pagaría por vivir allí, por verlo aunque fuera de vez en cuando. Sin embargo, a Catrina, en aquel momento, le parecía pequeño, mate, agobiante y ruidoso; aunque nada tenía que ver con la estampa, sino con su interior, formado por caos, caos y más caos, mezclado con un poco de miedo y la incertidumbre de no saber cómo concluiría todo aquello.

—Si ingreso, no estarás sola —insistió Angy.

—Lo primero, no tenemos por qué pringar las dos; con una que se sacrifique ya es suficiente. Lo segundo, te necesito fuera para informarme y pasarte información. Y lo tercero es que, en el fondo, creo que esta locura de plan me ayudará, pero para eso debo hacerlo sola. Tenerte dentro no me haría bien. No te ofendas —se apresuró a decir cuando vio cómo Angy movía exageradamente su media melena rubia para mirar hacia la izquierda y la enfocaba con los ojos muy abiertos—. Pero perteneces a mi caótica vida, Angy, y aunque seas el desastre más bonito que poseo de toda esta mierda que me envuelve, no creo que sea buena idea tener cerca a nadie que conozca.

—Conoces al cura —le recordó con cierto desdén, fingiendo un enfado que no sentía.

Catrina asintió a la vez que buscaba aire. El recuerdo de aquel hombre de ojos verde aguamarina la asaltó sin contemplaciones.

—Sí, lo conozco —apenas lo suspiró.

—¿Crees que él te reconocerá a ti? De hacerlo, todo esto se irá a la mierda.

—No —le aseguró convencida.

—¿Cómo estás tan segura?

Soltó una risita irónica mientras contemplaba a Angy.

—Tú estabas aquella noche allí. ¿Te acuerdas de él?

—No.

—¿Por qué?

—Porque iba hasta el culo de todo, Catrina. No me acuerdo ni de cómo llegué a mi casa. Y probablemente haya olvidado lo que sucedió los siguientes cuatro días.

—Pues supongo que al curita le ocurrió lo mismo.

—Fíjate, quién iba a decirte que un día os rencontraríais en el Algarve, a kilómetros de casa y entre cruces que nada tienen que ver con la de San Andrés1.

Ambas rieron.

—La misma persona que hace unos años, o tal vez unas semanas, me aseguró que iba a ingresar en un convento como novicia.

—Serás la monja menos santa que haya pisado ese suelo sagrado. —De un cabeceo, señaló la iglesia que tenían justo a su espalda—. Lo mismo las losas se levantan a tu paso.

Catrina le chocó el hombro con el suyo, riendo y para nada ofendida. Tenía razón.

—Si contamos las horas que he estado atada a una cruz, puede que le haya ganado a ese tal Jesucristo.

—Principiante...

Ambas soltaron una risita, pero se conocían lo suficiente para saber que estaban igual de nerviosas. La chica del pelo rubio casi plata, que siempre hablaba con sorna y decía cosas poco serias, se deshizo de la sonrisa poco a poco y la miró. Reunió el aire que necesitaba, exhaló con fuerza y le dijo:

—Saldrá bien. Te librarás de la condena, de todas las condenas —rectificó—, y saldrás siendo la persona que eras antes de todo esto.

—Eso espero. Aunque no estoy tan convencida como tú, la verdad. —Le sonrió para intentar restarle importancia a su gesto de preocupación—. ¿Algún consejo antes de partir?

Angy lo meditó un momento antes de decirle:

—Sí. Que no seas tú.

Volvieron a reír.

—Gracias, amiga —ironizó Catrina.

—No seas la tú de ahora, quiero decir, sino la Catrina de antes.

—Como si fuera tan sencillo.

Sin pesadillas. Sin sexo. Sin sumisión. Sin marihuana. Sin esos pensamientos que aparecían como un rayo y la atravesaban. Había aprendido a no luchar en contra de ellos; tarea sencilla en su mundo repleto de hombres dispuestos a hacer sus deseos realidad, pero no allí, rodeada de mujeres y sumida en el celibato.

—Esa muchacha está en algún lugar dentro de ti, solo es cuestión de localizarla. Y lo que está claro es que no vas a conseguirlo si sigues con los pésimos métodos de búsqueda de estos últimos años.

La aludida suspiró mirando al frente. El soplo de aire se perdió entre la suave brizna que les mecía el pelo. Se preguntó dónde habría ido a parar cada exhalación, cada gramo de culpa que había acumulado a lo largo de los años.

—Lo intentaré.

—No, no lo intentarás; lo harás. Júramelo por Dios. —Fue un intento de burla que funcionó, porque Catrina rompió en una carcajada.

—¿Sabes que jurar por Dios en falso está considerado peor que matar a un hombre?

Angy se santiguó con rapidez. Y lo hizo mal, por cierto.

—Deja de hacer el tonto —le espetó Catrina, dándole un codazo para que parara de repetir el gesto de la cruz al contrario—. Alguien puede vernos y tomarlo como una ofensa.

En un acto reflejo, miró por encima de su hombro hacia el pequeño convento, como si de verdad hubiera notado una mirada.

—Pues asegúrame que lo harás.

—Lo haré —adjudicó convencida, y Angy asintió mientras relajaba los brazos y dejaba de hacer aquel movimiento repetitivo que tocaba un hombro, otro, la frente y su pecho.

—Y ahora vamos a comer en uno de los dos bares que he visto en Google que hay en el pueblo y a disfrutar del tiempo que nos quede juntas. ¿Algunas palabras antes de cambiar tu vida? Porque algún día las recordarás como lo último que dijo la mujer que eras antes, asomada a este bonito paisaje que después te cambió el rumbo, aunque en ese momento no lo supieras.

Catrina negó con diversión, pero aprovechó el momento que le brindaba.

—Más bien, tengo una pregunta que hacerte.

—Adelante. —Angy le hizo un gesto con la mano para darle paso a su inquietud.

—¿Por qué estás aquí? ¿Por qué te quedas siempre? Perteneces a mi mundo de dudosa legalidad, pero a diferencia de toda esa gente que nos acompaña continuamente, sigues a mi lado cuando se evaporan el sexo, la música y las drogas. ¿Por qué...? —Carraspeó cuando se le atravesó en la garganta la verdadera pregunta que deseaba hacerle—: ¿Por qué eres mi amiga, Angy?