... Porque he pecado - Noelia Medina - E-Book

... Porque he pecado E-Book

Noelia Medina

0,0

Beschreibung

Las caretas van cayendo como fichas de dominó enlazadas ahora que Catrina y sus verdaderos motivos para estar interna en el convento han sido descubiertos. Adrián, su pasado y la relación con el presente comienza a ver la luz. Pero eso no es todo. Sus investigaciones para desvelarse mutuamente han tirado de hilos externos que comienzan a mostrar que todo el mundo a su alrededor oculta un secreto, que cada quien es el resultado de las decisiones que un día tomaron. Fuera y dentro de aquellas paredes, el peligro acecha. Catrina ya no puede elegir: sus actos lo han hecho por ella y debe fingir seguir en el mismo bando que la ha llevado al convento, pero sin estar en él en realidad. Ahora pertenece al de Adrián de la Osa, lo cual no sería un problema si no estuviera enamorándose, y él, ese hombre que dice ser cura, no se sintiera terriblemente resentido con Catrina por haberlo traicionado. Secretos, pecados, doble moralidad, amor y erotismo componen esta segunda parte del dark romance más esperado. ¿Tienes algo que confesar antes de que termine?

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 427

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Porque he pecado

Los personajes, eventos y sucesos que aparecen en esta obra son ficticios, cualquier semejanza con personas vivas o desaparecidas es pura coincidencia.

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación, u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art.270 y siguientes del código penal).

Diríjase a CEDRO (Centro Español De Derechos Reprográficos). Si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

© de la fotografía de la autora: Archivo de la autora

© Noelia Medina 2024

© Entre Libros Editorial LxL 2024

www.entrelibroseditorial.es

04240, Almería (España)

Primera edición: junio 2024

Composición: Entre Libros Editorial

ISBN: 978-84-19660-44-2

PORQUE HE

Pecado

Parte II

NOELIA MEDINA

A mis padres, que viven asustados pensando que cualquier día me meterán presa por alguno de mis libros y aun así siempre me animan a escribirlos y darles voz a mis pensamientos.

Que el cielo exista, aunque nuestro lugar sea el infierno.

Jorge Luis Borges

Índice

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

Epílogo

Agradecimientos

Nota de la autora

Biografía de la autora

Gracias por leer este libro

1

La verdad es tan poderosa como un animal salvaje

e, igual que este, no puede permanecer enjaulada.

Verónica Roth

Catrina buscó los ojos de Adrián.

Hacerlo fue un gesto instintivo, casi necesitado, aunque no por el motivo que debería. En realidad, la primera preocupación que tendría que haber ocupado su cabeza al sentirse descubierta era la de ser desprendida de su libertad o, en su defecto, la del peligro. Porque cada rincón de aquel oscuro y siniestro sótano desprendía amenaza y parecía gritarle que, de poder hacerlo, huyera. Pero no podría huir. Era algo que supo desde el momento en el que el cura la había llevado hasta allí bajo amenaza. Supo también, por los músculos contenidos de Adrián, que la habría arrastrado de haber tenido oportunidad y de haber carecido de un hábito, una sotana y la falsa imagen que mantener.

¿Lo peor? Que a pesar de todo lo que había ocurrido allí abajo, no había sentido el peligro, el real, hasta que había aparecido por sorpresa aquel tipo de las trenzas rubias que vestía de traje, hablaba con seguridad y traía a Telma sujetada del brazo y atemorizada. Su mierda había saltado por los aires y le había salpicado a su compañera en toda la cara. Hasta la aparición de terceros, solo experimentó impaciencia por saber qué pasaría después. Y excitación, maldita sea. No quería sentirla, no en una situación semejante, pero ella no mandaba en su mente cuando de azotes, dolor y perversión se trataba. Eso lo había comprendido hacía mucho tiempo.

Y eso sin contar con que el sacerdote había dejado a un lado su papel de buen samaritano, torturado su cuerpo de la peor manera —al menos para ella— y lo había llevado al límite hasta la extenuación. Hasta que la humedad mojó el suelo y los dientes le dolieron de rabia y contención. Y todo lo vivido en apenas cuarenta o cincuenta minutos había resultado algo nimio comparado con lo que sintió removerse en su estómago en ese instante en el que Emeric le preguntó por el asesinato de Andrei D’amico y Lorenzo Messina y por qué estaba tras la estela del cura. Ese fue el verdadero golpe en el estómago: ver la sorpresa mezclada con la decepción en los ojos verdes de Adrián al saber que en realidad él era su objetivo. El lago con el que siempre los comparaba se convirtió de repente en un pantano con el fondo cubierto de lodo.

Todo él fue oscuridad.

Telma, en el suelo, lucía desconcertada, como si se hubiera disociado y ni siquiera fuera consciente de lo que ocurría. Emeric esperaba una respuesta, ya sin burla en el rostro.

—Habla, Catrina —le exigió Adrián con dureza.

—Me matarán si lo hago. —Por primera vez desde que bajó a aquel sótano, no había altivez en su voz.

El tipo de las trenzas rio con cinismo antes de decirle:

—Lo haremos igualmente. Solo tienes que decidir si quieres que lo haga quienquiera que te haya mandado, los italianos, que por cierto andan revueltos con eso de la desaparición de su jefe, o yo, que he de confesar que soy de gatillo fácil.

—¿Qué tienes que ver tú aquí? —le preguntó Catrina, quien pugnaba por un poco de agua que le humedeciera la garganta.

—Oye, monjita entrometida, no eres tú quien hace las preguntas —le dijo, torciendo el rostro levemente hacia la izquierda y sonriendo.

—Pues entonces elijo que me mates tú. Qué más da uno que otro, italiano o español —adjudicó, mirándolo a los ojos. Ante el desconcierto de Emeric, la que sonrió ahora fue ella—. Vaya, no te gusta la elección porque, a pesar de ser de gatillo fácil, si lo pulsas te quedas sin la información que buscas. —Carraspeó—. Ya que veo en tus ojitos que eres juguetón, haremos algo. Dame agua y juguemos a un juego. Te digo por la letrita que empieza el nombre de quién me manda y si vas acercándote, te doy pistas; si no, me sueltas.

Sin rastro de vacilación, Emeric dio dos grandes zancadas con los labios apretados y se acercó a ella. Habría llegado a cogerla por el cuello si no fuera porque el gran cuerpo de Adrián se interpuso entre ambos.

—Si la tocas, vas a tener que desarrollar la habilidad de hacerte las trenzas con los dedos de los pies, porque pienso cortarte las manos.

Su hermano menor lo miró con los ojos entrecerrados.

—Conque te has pillado de la monja. Lo que hace la falta de un buen polvo. —Negando estupefacto, rio por la nariz—. Pues encárgate de tu zorra, y hazlo bien, porque no me voy de aquí sin saber quién está detrás de mí y quiere tocarme los huevos, así tenga que pasar por encima de ella, de ti, de tu Iglesia, de Dios y de todos sus putos muertos. Porque está claro que la han mandado aquí para investigar qué haces en tus ratitos libres, y eso me incumbe a mí. —Tragó saliva y se estiró la chaqueta, como si necesitara esos dos segundos para recomponerse y volver a ser el tipo bromista de antes—. Ahora, mientras te aclaras con ella, voy a darme un paseíto con este ángel, que seguro que está encantado con hacerme una ruta turística por el pueblecito. Padre, si tienes que follártela, fóllatela; si tienes que golpearla hasta su último aliento, golpéala, y si tienes que matarla porque va de tipa dura, mátala. Recuerda quién manda y gana. Si ella no nos da la información que queremos, Lucián la encontrará por su cuenta. Puede que tarde un poco más, pero lo hará. Siempre lo hace. —Fue un recordatorio para él y una clara advertencia para ella, no le cabía duda.

Los labios de Telma temblaron cuando Emeric se giró en su dirección y la alzó del brazo. Para sorpresa de Catrina, sobre todo después de haber escupido las últimas palabras con tanta seguridad y desdén, lo hizo con tiento. La levantó del suelo y la acercó a él sin necesidad de amenazarla con la pistola. No habría sido tan afable de haberse tratado de ella.

—Catrina... —Telma la miró a los ojos, suplicante y horrorizada. Solo pronunció su nombre, pero pudo apreciar la pedida de auxilio en esa única palabra. Irse con aquel hombre era su mayor miedo.

—Hablaré —adjudicó ella, clavada en la mirada azul y asustada de su compañera—. Soltadme, dadme agua, dejad que me vista y hablaré.

—Cuidado de no pillarte demasiado, que esta es de las que te hace colgar la sotana, te pide la casa a su gusto, elige la decoración y maneja el dinero del hogar mientras tú vives como un parguela lamiéndole los pies —le dijo Emeric.

—Esas son las que te asustan a ti, ¿no? —le preguntó Catrina—. Las que tienen ovarios para enfrentarse a un tipo que, de no ser por la pistola y por la tortilla, no sabría muy bien qué son los huevos.

Emeric frunció el ceño y la contempló unos segundos que se le antojaron horribles y eternos —pero durante los que no le apartó la mirada ni un segundo—, y para su desconcierto asintió mirando a Adrián a la vez que sentenciaba:

—Os esperamos arriba. Que sea rápido.

—Telma puede quedarse conmigo —propuso Catrina de manera indirecta.

—¿Y perderme su compañía? No, monjita, no... No todos los días está uno rodeado de santos, y en este cuchitril no veo que haya ninguno que no sea ella.

Sin más, tiró de su brazo y la instó a subir la escalera, por la cual desaparecieron. Cuando la puerta de la trampilla se cerró y la luz natural desapareció de la estancia, Catrina sintió de nuevo el nudo que le apresaba la garganta y el dolor del estómago, para nada comparable con el de las heridas de los látigos que la habían azotado sin miramientos.

Adrián se giró hacia ella con premura pero sin mirarla a los ojos. Catrina los buscó, sin éxito.

—Adrián —lo llamó por su nombre. Y aunque no quiso sonar suplicante, sospechó que sí lo hizo—. Déjame que te lo explique.

—No. —Soltó el agarre de sus tobillos de manera brusca—. Todo lo que tengas que explicar, será en presencia de Emeric.

—Lo que quiero contarte no tiene nada que ver con ese tipo.

Se levantó delante de ella, muy cerca de su cuerpo. No lo hizo, pero Catrina pudo sentir que la rozaba, y entendió que fue a causa del calor que transmitía el hombre. Así, atada, medio desnuda y alzando el mentón para poder mirarlo, se sintió inferior por primera vez en mucho tiempo.

—No quiero escucharlo.

—¿Acaso ese gilipollas manda en ti? ¿Eres su jodido discípulo para cumplir órdenes sin protestar? —lo desafió, porque tal vez así, peleando como solían hacer, entraba en su juego de palabras y podía decirle a su manera que sentía haber tenido que mentirle.

Adrián se acercó más, tanto que pudo sentir su aliento sobre la boca reseca que necesitaba un poco de agua. A pesar de las circunstancias, pensó que de buena gana bebería de los gruesos y, en ese momento, fruncidos y enfadados labios del padre.

—Deja de tocar los cojones, Catrina. Ya lo has hecho lo suficiente. —Sin apartarle la penetrante mirada y a escasos centímetros de su boca, le desató la muñeca izquierda de un movimiento, acto que arrancó un pequeño gemido de alivio de la garganta de la novicia—. ¿Has hecho un máster para perfeccionar tus mentiras y otro para tocar los huevos como se merece?

—Sé tocar los huevos mejor de lo que imaginas —lo provocó—. Y hablando de mentiras, tampoco es que en este momento esté frente a un santo. Pero quitando que todos tenemos algo que ocultar, quiero...

No pudo insistir en explicarse porque le soltó con maestría la muñeca derecha, y sin que ella se lo esperara, su maltrecho cuerpo cayó hacia delante, sobre el pecho desnudo y sudado de él. La sujetó con rapidez. Por un momento, mientras sentía cómo se caía de bruces, pensó que ni siquiera la sostendría. La contemplaba con tanto ¿asco?, ¿desdén? No sabía descifrar con exactitud lo que le mostraban sus glaciales ojos verdes, pero desde luego no había nada positivo en ellos.

Cuando apoyó ambas manos sobre la dureza de su pecho, lo sintió frío a pesar de la calidez que emanaba su cuerpo. También notó la necesidad de Adrián por dejar de sentir su contacto, así que, altiva y con la poca dignidad que le quedaba, teniendo en cuenta que vestía un ridículo pololo y que todo su cuerpo estaba lleno de señales que evidenciaban su castigo, se apartó de su lado.

¿Qué esperaba de él más que rechazo una vez descubierta la verdad?

Antes de que pudiera hacerlo, Adrián cogió su hábito y se lo lanzó de mala manera. Catrina lo atrapó al vuelo.

—Date la vuelta —le exigió ella justo antes de comenzar a ponerse la camiseta interior blanca.

Ahora sí, Adrián la miró. Lo hizo estupefacto, soltando por la nariz el aire retenido en una especie de bufido mezclado con risa.

—¿Hablas en serio?

—Totalmente —sentenció, cubriéndose los pechos con la camiseta de manera superficial.

—Acabo de verte el alma justo antes de darte la oportunidad de vivir..., al menos durante unas horas más —le recordó.

—No puedes ver lo que no existe —le respondió con seriedad—. Y si eso ha sido una amenaza, padre —recalcó, por si a aquel hombre se le había olvidado quién era, o por lo menos quién decía ser— puede metérsela por donde le quepa. No le tengo ningún miedo. Así que tiene dos opciones: o matarme, o darse la vuelta y dejar que me vista tranquila, lejos de miradas malintencionadas.

—Maldita descarada —rumió girándose—. Tienes un minuto.

Catrina habría sonreído victoriosa si no fuera porque no se sentía en absoluto vencedora. Angy estaba en manos de un tipo desconocido; Telma, en las de un psicópata; Adrián, enfadado y decepcionado, y ella... No tenía ni idea de en qué punto se encontraba. Y eso era lo peor de todo. Por muy perdida que hubiera estado siempre en la vida, había tenido un punto de referencia, un anclaje que ahora se había difuminado tanto que costaba diferenciarlo.

Se puso el hábito, con el cual se limpió la humedad de las piernas, y decidió colocarse el velo. No llegó a hacerlo. Se quedó estática al darse cuenta de que en todo momento la había acompañado la cruz de madera que siempre colgaba de su cuello, y se preguntó si la habría salvado de algo. «Morir en manos de los italianos, del psicópata de las trenzas o quedar a disposición de la policía». Cerró los ojos, suspiró y miró hacia arriba. En silencio, rogó por una salida. No supo a quién con exactitud, pero pidió una solución, un milagro que la sacara de aquella encrucijada en la que se metió una noche cualquiera.

Ese fue su primer atisbo de fe, quizá. Y mentiría si dijera que no se sintió estúpida por rogarle a la nada una salida a los problemas que ella solita, consciente o no, se había buscado.

—Vamos —la instó Adrián.

Cuando lo miró, se dio cuenta de que tenía los ojos fijos en ella. Probablemente, había sido así todo el tiempo.

—No he terminado.

—Haber sido más rápida. Tenías un minuto. —Se acercó, la sujetó con fuerza de la parte alta del brazo y tiró de ella.

—Me haces daño —se quejó, intentando soltarse.

—Me cuesta creerlo —objetó Adrián en tono neutro, conduciéndola hacia la escalera y posiblemente haciendo alusión a su resistencia al dolor—. Sube.

La soltó de malas formas. Si no llega a ser porque colocó las manos por delante cuando cayó sobre los escalones, los dientes le habrían rodado. Antes de que pudiera levantarse por sí misma, la atrapó del pelo y tiró acia atrás, elevándola y pegándola a su pecho. Acercó su rostro al de ella y la advirtió:

—Espero que no te dejes nada en el tintero y que por una puta vez digas la verdad.

—¿Si no qué, padre? —le preguntó en voz baja, provocadora y mirándolo de soslayo de manera intencionada.

Guiándola por el cabello, la aprisionó contra la pared de su derecha y la atrapó allí con su cuerpo. Se pegó a su mejilla y le aclaró:

—Si no, tendré que matarte con mis propias manos, y eso me volverá loco. Jodidamente loco. —Se apretó más contra ella y en la tensión de su cuerpo sintió la súplica y el nerviosismo—. No me obligues a matarte, Catrina. Por favor, no me obligues a hacerlo. Porque lo haré.

La novicia tembló, y nada tenía que ver con el frío ni la humedad de aquel lugar sombrío.

«Por favor».

No era ella quien había pronunciado aquellas dos palabras, pero de repente las sintió en la garganta, incapaces de bajar.

Tragó saliva. Pero allí seguían, atascadas.

Torturándola.

2

El único medio de conservar el hombre su libertad

es estar siempre dispuesto a morir por ella.

Edgar Allan Poe

Adrián se apartó de ella como si quemara. Y, en realidad, eso era lo que ocurría: que Catrina era fuego. Por si se le había olvidado en algún momento, allí estaba la piel de su mejilla blanquecina, ardiendo bajo la suya propia. Lo había pensado desde la primera vez que la vio, desde que sus ojos llameantes lo provocaron, desde que su boca irrespetuosa lo retó. Y sabía que se quemaría, claro que lo sabía, pero parecía ser innato en él jugar con eso que podía destruirlo. No lo había hecho, por supuesto, pues había que ser muy hábil a aquellas alturas de la vida para conseguir romperlo un poco más, pero sí se sentía un imbécil. Un capullo de los grandes. Y odiaba encarecidamente que lo tomaran por tonto con la facilidad con la que lo había hecho esa mujer. Se había dejado llevar por unas curvas pronunciadas y su actitud soez, sin reparar en que su objetivo había sido siempre él, pero no de la manera en la que imaginaba. ¿Y ahora? Ahora le pedía por favor que no la obligara a matarla. Lo dicho: un capullo de los grandes.

—Sube —le exigió, soltándola y cambiando el tono a uno más duro.

Catrina ascendió los escalones que faltaban sin mirarlo y sin poner objeción. Sin preguntar, alzó la puerta de la trampilla y la luz inundó el lugar. A Adrián le molestó aquella invasión de color blanco en mitad de la negrura que le corría por las venas. Casi le pareció un insulto.

Dieron a parar al solitario habitáculo en el que tanto él como los monaguillos se preparaban antes de la misa. La adelantó pasando por un lado para ser quien marcara el itinerario y, sin necesidad de exigírselo, Catrina lo siguió a través de la pequeña iglesia. Vio a su hermano de pie en el primer banco, el más cercano al altar. Telma, visiblemente cohibida, estaba atrapada entre la baranda de madera y el cuerpo de Emeric, quien se encontraba muy cerca de ella.

—¡Eres un golfo y un descarado! —exclamó la muchacha, horrorizada por lo que fuera que le hubiera soltado aquel zoquete a quien hacer y decir las cosas con tacto no se le daba demasiado bien.

Adrián se acercó, notando la presencia de Catrina unos pasos por detrás. Observó cómo Emeric acercaba mucho su boca a la de la novicia y, sin reparar todavía en ellos —o tal vez sí pero no le importaba—, le dijo:

—He hecho los deberes, monjita. Porque soy un golfo, pero uno muy aplicado. Y he encontrado cosas... interesantes sobre ti. —Solo podía verle la espalda, pero lo conocía lo suficientemente bien para saber que la pausa larga e intencionada que siguió a sus palabras había dado espacio a una sonrisa burlona—. Así que la niña buena y servicial, esa a la que todas las hermanitas creen conocer, va a cerrar ese piquito jugoso que tiene y fingir que no ha estado aquí esta mañana, que no me conoce y que no ha visto a su compi atada a una cruz siendo castigada por el padre, ¿verdad?

Telma asintió varias veces con nerviosismo. Adrián pudo ver cómo le temblaba el labio inferior, al borde del llanto. Emeric debió apreciar el mismo detalle, porque acercó el dedo pulgar y lo tocó despacio, deslizándolo hacia abajo en una caricia suave mientras le susurraba algo que no llegó a escuchar.

—¡No me toques! —exclamó Telma con los dientes apretados, apartándolo de un manotazo en el pecho que lo hizo reír con fuerza.

—Apuesto a que sabes defenderte mejor. De manera más profesional —recalcó con intención.

—Emeric. —Adrián decidió intervenir.

No sabía a qué se refería respecto a la novicia, y tampoco le importaba. Solo quería enterarse de la verdad que tuviera que contar Catrina, zanjar el tema e irse a otro lugar en el que no tuviera que aguantar la presencia de la mentirosa de la monja ni la ironía constante de su hermano.

El tipo de las trenzas se dio la vuelta despacio y los observó. Se estiró la chaqueta del traje de un movimiento seco y salió del banco con cuidado de no tropezarse con el listón de madera inferior, en el que los feligreses se arrodillaban para rezar.

Miró directamente a Catrina y le dijo:

—Y ahora que vamos a tener una reunión de niños grandes, tú decides si tu amiga se queda o se va.

—Quiero que se vaya —le respondió sin pensárselo.

—¿Por qué, si ya sabe lo que has hecho, tu verdadero objetivo aquí, y además te ha visto expuesta de la manera más vergonzosa posible? —le preguntó Emeric con curiosidad, girando la cabeza como un cachorro atento.

—Porque cuanta más información tenga sobre mí, más pedazos de mierda como tú se cruzarán en su camino. Y ella no tiene nada que ver con todo esto para ir constantemente mirando al suelo, pendiente de no pisar caca.

Emeric soltó una risotada, una sincera y sonora. Después miró a Adrián, quien había esperado una reacción diferente. Un tiro sorpresa, quizá.

—Parece que empiezo a comprender qué le has visto, curita, aparte de las preciosas tetas y de esa cara de muñeca.

—Sí, una muñeca diabólica —repuntó Adrián.

—Es valiente y osada —continuó Emeric—. Me recuerda mucho a ti.

Adrián se limitó a gruñir. Que sacara a relucir a la mínima oportunidad que le veía algo especial a aquella mujer fraude o que estaba pillado por ella comenzaba a tocarle los huevos de mala manera.

—Telma, sal —le pidió Adrián, dispuesto a zanjar el tema.

Ella, obediente como siempre y con paso torpe debido a la prisa por irse, salió por el extremo contrario del banco y se encaminó por el pasillo central en dirección a la puerta.

—Por favor, Telma... —le rogó Catrina antes de que se fuera. No hizo falta terminar la frase para que todos supieran que le pedía discreción. Su compañera se giró y ella le dedicó una mirada dolida que nada tenía que ver con la que acababa de fulminar a Emeric—. La vida de mi amiga depende de tu silencio.

—La tuya también —le recordó Emeric, por si acaso se le había olvidado la gravedad del asunto.

Catrina alzó el mentón, desafiante.

—La mía carece de valor. No es algo con lo que puedas persuadirme demasiado. Puede que un poco, porque todavía hay cosas que me gustaría experimentar —alzó la comisura izquierda de la boca—, pero no se me va la vida en ello. Nunca mejor dicho. Pero Angy, al igual que tú —volvió a mirar a Telma—, no tiene culpa de que yo esté de mierda hasta el cuello. No es justo que ninguna pague las consecuencias.

Como Telma no le respondió y solo se limitó a mirarla con los ojos brillantes y el miedo y la decepción reflejados en ellos, Emeric decidió intervenir de nuevo:

—Tranquila, no le contará nada a nadie.

—¿Cómo estás tan seguro? —quiso saber Adrián.

—Porque ella sí valora su vida.

—¿Estás amenazándome? —le preguntó Telma, un poco más atrevida, tal vez por el miedo.

—¿Yo? —Emeric se señaló—. ¿Acaso tengo pinta de ir por ahí matando a seres angelicales?

—Sí —le respondieron todos al unísono.

—Vaya. Tendré que hablar con mi estilista.

—Desde luego —murmuró Catrina por lo bajo, mirando su traje con cierto desdén. Por suerte, Emeric no la escuchó.

Pero Adrián sí.

—Se acabó. Telma, fuera —dictaminó—. Emeric, ya. Tengo cosas que hacer.

—Pues se acabó la diversión. Espero que eso tan importante que debes hacer sea confesar tus pecados, padre, porque llevo contabilizados unos cuantos —le dijo con intención, mirándolo fijamente. Haberlo encontrado con Catrina atada a la cruz, desnuda y siendo masturbada no era precisamente el concepto de tortura que tenía el menor de los hermanos varones De la Osa.

Telma salió y cerró la puerta detrás de ella. El sonido de la madera al chirriar los sacó de su duelo de miradas con el que tanto se decían.

Adrián cabeceó en dirección a Catrina para que hablara, aunque casi no reparó en ella. Al menos lo intentó.

—¿Cómo sé que no le haréis nada a Angy cuando termine de contaros lo que queréis? —les preguntó.

Emeric puso los ojos en blanco, cansado de ella, pero enseguida sacó el móvil y marcó un número que se sabía de memoria. Se metió la mano izquierda en el bolsillo y se pegó el aparato a la oreja, a la espera. Cuando descolgaron al otro lado, sin dejar de mirar a Catrina a los ojos, indicó:

—Si en veinte minutos no te he llamado para avisarte de que la cabeza de la monjita está clavada en un poste como un pincho moruno porque es tímida para hablar, puedes ahorrarte el mal trago de mancharte el traje cortando la de su amiga y también el viaje a la tintorería.

—Quiero escucharla —exigió Catrina.

Emeric suspiró.

—Ponlo en manos libres, Lucián, que tengo una petición especial. —Puso el manos libres él también y colocó el móvil sobre el respaldo del banco de madera para que todos lo escucharan—. En otro momento me negaría, pero me pilla en la casa del Señor, con él crucificado en mis narices —miró hacia el altar—, y está feo.

Ahora, quien soltó un suspiro cansado fue Adrián.

—Habla —demandó una voz autoritaria al otro lado—. La monja quiere escucharte.

—Catrina, estoy bien —dijo Angy con voz calmada—. No sé quiénes son estos cerdos, pero no hagas ni digas sobre ti nada que no quieras. Lo solucionaremos.

—Una amiga optimista —opinó Emeric.

—¿Estás bien tú? —le preguntó a Catrina—. Yo...

Pero Emeric no la dejó terminar:

—Por el momento. Lucián, tendrás noticias en breve. Si no las recibes, puedes soltar a la chica, acompañarla a casa como el caballero que eres y darle un besito de despedida en la frente.

—Nadie en su sano juicio besaría a una gata salvaje y callejera —respondió la voz gélida y algo áspera de Lucián al otro lado.

Catrina sonrió con suficiencia, probablemente porque sabía de qué hablaba su hermano mayor.

—Y tú siempre has sido el más juicioso, además de odiar a los gatos, claro —le recordó divertido Emeric justo antes de cortar la conversación.

De manera elegante, con movimientos cortos y predeterminados, tomó asiento, cruzó la pierna derecha sobre la izquierda y le indicó con la mano a Catrina que hiciera lo mismo.

Ella negó con la cabeza y caminó hasta situarse justo delante del banco, frente a Emeric.

—Prefiero estar de pie. Seré breve y concisa en las respuestas de las preguntas que tengáis que hacerme; las hermanas podrían echarme en falta y no tengo excusa.

—Si preguntan, les dirás que he solicitado tu presencia para pedirte ayuda —le dijo Adrián, quien se mantuvo en un lateral, desde donde podía verlos a ambos—. Algunos muebles de la sacristía se han estropeado debido a las inundaciones que han causado las tuberías que picaron los pintores.

Emeric puso cara de no entender nada.

—Primera pregunta: ¿por qué unos pintores pican tuberías? Y segunda: ¿en qué podría ayudarte ella?

Su hermano ignoró la primera cuestión porque ni él ni Pedro habían podido deducir todavía cómo había pasado.

—Es muy polifacética. Se le da bien restaurar muebles y mentir, entre otras cosas. Cocinar, un poco menos, pero le pone ganas; poca sal y muchas ganas —comentó, recordando la lubina insípida.

La miró, ahora sí, con fijeza. Ella ya lo hacía con él. Descubrió que sus ojos oscuros brillaban feroces y supo que estaba deseando lanzarle un dardo envenenado que se guardó porque tal vez le quedaba una pizca de sensatez, si es que acaso tenía algo de eso.

—Bien. Pues espero que la profesión de mentirosilla la dejes a un lado por el momento, porque quiero saber de qué conocías a Andrei D’amico y a Lorenzo Messina —intervino Emeric.

—De nada —le respondió ella con una aparente tranquilidad que, para deberse a una respuesta sin ningún sentido, daba la sensación de ser cierta.

—Para no conocerlos de nada, están criando malvas gracias a ti —le recordó el padre.

—¿Sabíais que la expresión proviene del crecimiento abundante de esa planta en los cementerios antiguos, porque la tierra era rica en nitrógeno debido a la descomposición de los cuerpos?

Catrina contrajo el rostro mirando a Emeric, descolocada, como solía hacerlo toda persona viviente cuando lo conocía. Su hermano era alguien peculiar, y si alguna de sus particularidades le daba especialmente miedo a la gente, era esa pizca de locura que camuflaba la verdadera ira que llevaba dentro y que salía de un momento a otro, cuando menos lo esperabas.

—¿Pero este tío de dónde se ha escapado?

—¿Por qué mataste a esos tipos, Catrina? —insistió Adrián, ignorando su pregunta—. ¿Qué te unía a ellos?

Lo miró, ahora sin rabia, y posó las manos sobre el banco de madera, tal vez porque no sabía qué hacer con ellas.

—Nada. Tuve la mala suerte de cruzarme con ellos esa noche, nada más. Iba con Angy a solucionar unos asuntos al pub donde trabajaba. Hacía solo unos días que había dejado de trabajar allí. Pensábamos ir, solucionarlo y salir a dar una vuelta, pero todo se torció.

—¿Qué asuntos? —le preguntó Emeric.

—Asuntos personales que pertenecen a la vida de Angy y que no son relevantes para este interrogatorio —zanjó—. La cuestión es que esos asuntos se nos complicaron y acabamos discutiendo con el dueño del local, muy cerca de la zona vip, donde se encontraba Messina con otros tipos. Todos iban pasados de rosca, hasta el culo de alcohol y drogas, y se ve que les hizo gracia nuestra reacción desmesurada con el encargado. Angy llegó a las manos con él, yo tuve que intervenir y ellos se percataron del circo que estábamos montando.

Emeric cerró los ojos, los apretó y echó la cabeza hacia atrás, sobre el respaldo del banco en el cual tenía apoyado el brazo derecho.

—Ya os recuerdo. —Chasqueó la lengua—. Maldita sea, las dos tías gatas que peleaban con aquel tipo. —Adrián pudo ver el momento exacto en el que su hermano elevaba el rostro, abría a los ojos y contemplaba a Catrina de una forma totalmente diferente hasta entonces. Su mirada se volvió curiosa mientras la escudriñaba con atención y con una sonrisa canalla que por algún motivo le dieron ganas de borrarle. Él la había visto fuera de allí, de esa manera que siempre la había imaginado cuando fantaseaba con la mujer que no conocía el hábito—. Vaya, monjita..., quién lo diría. Ahora entiendo a qué se refería Lucián con el comentario de la gata a tu amiga. Casi os cargáis a aquel tipo a golpes.

—Se pasó de la raya —dijo ella—. No vamos por la vida peleándonos con tíos que no nos hacen nada.

—¿Y eso qué tiene que ver con los italianos? —quiso saber Adrián.

—Intentaron llevarla al reservado —le respondió Emeric.

—Como si fuéramos dos putas. No es que me asuste, estoy acostumbrada a que los tíos den por hecho que lo soy y se tomen las licencias que quieran por follar con quien me apetece y vestirme como quiero, pero D’amico fue pesado, nos ofreció dinero, y cuando nos negamos a todas las cantidades que sugirió se indignó, y sus acompañantes lo siguieron. —Miró acusadoramente a Emeric—. Se portaron como lo que son: jodidos trogloditas a los que tuvimos que quitarnos de encima a la fuerza.

—A mí no me mires.

—Acabas de decir que nos recuerdas, lo que significa que eras uno de ellos.

—¡Pero solo presencié la escena! —se justificó Emeric, abriendo los brazos—. Y apenas os vi. Estaba siendo atendido por unas amigas que nos acompañaban en el reservado.

—Atendido —subrayó ella sin ocultar su aversión—. Tiene la misma culpa el que hace que el que ve, calla y no mueve un dedo para remediarlo. —Se cruzó de brazos, ofuscada.

—A saber dónde tenía metido yo ese dedo.

Adrián aguantó las ganas de suspirar. Aquellos dos juntos en un mismo espacio eran insoportables.

—¿Qué más ocurrió? —insistió él.

—Conseguimos irnos de allí y bajar a la primera planta del pub. —Catrina lo miró—. Pero aparecieron Andrei y su socio. Todo... todo fue muy rápido. —Le tembló levemente la voz, aunque se recompuso con rapidez y regresó la firmeza de siempre—. Casi no lo recuerdo. Nos empujaron a la vez y nos metieron en un almacén oscuro que estaba a nuestra derecha. No lo sé, todo fue muy rápido —repitió—. Solo recuerdo caer sobre vasos y cubiertos que sonaron de manera estridente, debido al impacto de nuestros cuerpos. Eran Andrei y Lorenzo. Nos forzaron, nos golpearon y se divirtieron bastante mientras tanto.

Adrián se tensó. Se percató del estado de sus músculos cuando las heridas de su espalda escocieron en silencio para recordarle que debía relajarse.

—¿Hasta qué punto os forzaron?

Notó cómo Emeric giraba la cabeza para mirarlo, probablemente pensando que acababa de hacer la pregunta de un gilipollas. Lo que era, ni más ni menos. Debería estar centrado en llegar al punto informativo de por qué aquella mujer se había infiltrado para seguir sus pasos —aunque tampoco había que ser un lince, estando relacionada con los italianos, y él, con la organización de su hermano—, y no imaginando cómo esos hijos de puta habían estado encima de su cuerpo blanquecino, forzándola a hacer algo que no deseaba.

«Acabas de atarla en contra de su voluntad», le dijo con crueldad su propia voz. Aunque con rapidez solapó el pensamiento con otro igual de real que le recordaba que no era conocedor del verdadero objetivo de Catrina. ¿Y si estaba allí para acabar con él y no solo para vigilarlo? Había sido en defensa propia.

Igualmente, sin importar las intenciones que tuviera con respecto a él, sus manos se habían cerrado en puños y dentro habían guardado una rabia insana que pugnaba por salir.

—Andrei D’amico me jodió por todas partes hasta que pude defenderme. No sé exactamente con qué, pero logré alcanzar una jarra pesada, lo golpeé con todas mis fuerzas en la cabeza y cayó hacia atrás. Tenía miedo de que se levantara y nos atacara, ahora más enfurecido, así que para asegurarme de que estaba muerto y casi por impulso, cogí un cuchillo apilado con otros cubiertos bajo mi espalda y lo rematé. Cuando pude acabar con él, ayudé a Angy a matar a Messina antes de que corriera la misma suerte que yo.

Adrián no movió un solo músculo, pero notaba cómo se le retorcía la mandíbula de dolor.

—¿Cómo los mataste? —le preguntó, más por recrearse con sus muertes que por curiosidad.

—A D’amico le rajé la garganta y a Messina lo matamos a porrazos —le contestó sin dudar. Decía la verdad. Si de algo sabía el sacerdote, era de cuando la gente no mentía.

Sintió regocijo en el pecho al saber que esos dos cabrones estaban criando malvas, esas que según Emeric crecían por el exceso de nitrógeno. A su vez, notó cierta desazón por no poder ser él quien los buscara, los torturara y los matara. Sacudió la cabeza. Debía estar pensando en matarla a ella. A ella, y no a quienes le hubieran hecho daño. Debía importarle una mierda quién se la jodiera por todas partes, y sin embargo el veneno le recorría las venas de una forma tan inhumana que sentía cómo le quemaba dentro.

Le importaba, maldita sea. ¿Por qué? Todavía no quería cuestionárselo, pero la sensación se le agolpaba en el pecho y lo instaba a sacar su parte más primitiva. Intentó engañarse por un momento, solo segundos, diciéndose que siempre mataría a quien osara ponerle encima una mano perversa a alguien inocente y sin su permiso, pero sabía que no tenía que ver con eso. No solo con eso.

—¿Te arrepientes? —le preguntó sin cambiar la expresión.

Ella, sin pestañear, le respondió:

—No, padre. —Le sonrió con cierta sorna—. Sus falsas oraciones no serían válidas en este caso, porque lo haría cientos de veces más, y posiblemente de manera mucho más cruel, aunque eso conllevara ser sobornada para venir aquí a cambio de mi libertad, correr peligro en manos de su puta mafia italiana o ahora en las vuestras. Y no es algo que me haga sentir orgullosa. De hecho, me atormenta cada noche. —Tragó saliva, y en esa breve pausa Adrián pudo identificar una pizca de vulnerabilidad, al fin—. Pero más me habría atormentado saber que están vivos, disfrutando de sus vidas sin pagar nunca las consecuencias de hacer con los demás lo que les plazca.

Recordaba la ocasión en la que, hablándole sobre las pesadillas sexuales, comentó que no eran las únicas que la atormentaban. Pensó en sus ataques de ansiedad nocturnos, esos que la llevaban a huir despavorida, y se dijo que probablemente el suceso con aquellos tipos tenía mucho que ver.

—¿Qué hicisteis con los cuerpos? —indagó Emeric, y solo por la irrupción de su voz dejaron de mirarse.

—Dárselos de comer a los cerdos; tienen el mismo derecho a comer los cochinos españoles que los portugueses. —Bien, acababa de llamarlo cerdo—. Pagamos a un tipo de confianza que se los llevó. Doscientos euros por trasladar sus cuerpos desde la parte trasera del pub a una zona de Sevilla donde la policía no entra, y cuando entra..., tarde.

—¿Por qué una humilde trabajadora de una fábrica textil tendría en su círculo confiable a tipos a los que por pagarles doscientos míseros euros se deshacen de dos cadáveres sin hacer preguntas? Estamos hablando de peces gordos.

—Bueno, ni hacen preguntas ni cobran por kilos. No creo que les importara quiénes eran esos tipos que después de todo no eran más que fiambre. —Catrina se encogió de hombros y Adrián reprimió una sonrisa—. Y los tengo en mi círculo porque Angy trabajaba en ese pub, que para tener tanto renombre y estar tan visitado por gente podrida de dinero, no deja de ser un tugurio que se llena de estiércol la mayoría de los fines de semana. —Miró a Emeric significativamente, tanto que este alzó las cejas y buscó con los ojos a su hermano.

—Comienzo a dudar si me cae bien o ardo en deseos de estrangularla.

—Suele pasar. —Adrián se cruzó de brazos.

—¿Acaba de llamarme estiércol en mi cara? —insistió Emeric.

—¿No hablábamos de los matones baratos? —dijo ella, toda inocencia.

Adrián, viendo que la conversación descarrilaba de nuevo, recondujo el tema:

—Si os deshicisteis de los cadáveres, ¿quién te envía? No debería haber pruebas.

—Está todo grabado y en manos de la policía. Alejo, el dueño del pub, nos delató. Y supongo que ya no solo en manos de ellos si tú te has enterado y estás aquí.

—Déjame adivinar —habló Emeric—: el tipo con el que salisteis a trompazos esa noche, con quien fuisteis a solucionar vuestros asuntos.

Catrina asintió.

—Digamos que tiene cuentas pendientes con Angy, y lo usó a su favor. Un cabrón de los buenos. Les tomó menos de dos horas en encontrarnos por la ciudad y detenernos. Y cuando creíamos que no teníamos escapatoria, llegó un tipo, un policía al que habían llamado y que tardó en aparecer. Lo hizo casi por la mañana y nos ofreció un trato en el que finalmente decidí participar solo yo: infiltrarme en un pequeño monasterio de Portugal para seguirle la pista a un cura. Todo sonaba raro, pero siempre era mejor que treinta años en la cárcel.

—¿Qué te ofreció? —le preguntó Adrián.

Entendía que la policía perseguía a la organización de su hermano y posiblemente a los italianos, con quienes sin duda Emeric estaba haciendo negocios, sin embargo, no terminaba de encajar las piezas. Nunca los habían relacionado entre los hermanos, ni cuando trabajaban juntos desde España ni desde que él se había trasladado a Portugal. Para sus convecinos no era más que un amable cura, y la única sospecha que había levantado siempre se debía a su juventud y atractivo. Todos se preguntaban qué lo había llevado hasta allí, pero quitando el interés cotilla, natural del ser humano, no pensaba que pudiera tener a nadie tras su rastro.

—Protección para ambas, nuevas identidades, nuevas vidas lejos del país, dinero, un hogar... No escatimó en promesas. Según él, no le había entregado las pruebas a sus superiores. Ese tipo estaba... —Buscó las palabras correctas—. Parecía desesperado por descubrir a toda costa qué ocurría aquí dentro. Era como si...

—Se tratara de un asunto personal —comentó Emeric sin darle demasiada importancia, aunque cuando Catrina y Adrián se giraron para mirarlo, descubrieron que se había tensado visiblemente—. ¿Por casualidad ese tipo no será un poco más alto que nosotros —señaló por encima de su cabeza—, con la anchura de un armario empotrado, moreno y de pelo largo?

Catrina asintió.

—Inspector jefe Blasco —le confirmó ella.

—Noel Blasco —completó Emeric con evidente cansancio en la voz, uno que indicaba problemas cercanos y tan enormes como había definido a ese policía.

—¿Qué has hecho, Emeric? —inquirió Adrián, alerta a la respuesta.

Su hermano elevó la mejilla izquierda en un gesto muy característico de él desde pequeño que le hacía guiñar el ojo y que siempre salía de manera natural después de una trastada. Claro que las trastadas del Emeric de siete años nada tenían que ver con las que aquel puto chiflado podía realizar ahora.

—¿Te acuerdas de que te comenté que lo mismo estaba cansado de las tías y me daba por probar con los tíos? —Adrián se tensó al recordar el comentario que le había hecho por teléfono hacía poco y que él, como a todo lo que decía Emeric, no le hizo ni puto caso. Además de que no le importaba en absoluto a quién se llevara su hermano a la cama—. Pues lo mismo no ha sido buena idea jugar con fuego.

—¿A qué te refieres con fuego exactamente?

—Un tipo casado del que necesitaba información, me gané su confianza y terminó descubriendo algunas cosas sobre mí.

—¡¿Un inspector jefe de la policía, pedazo de gilipollas?! —Adrián elevó la voz y tuvo que anclar los pies al suelo para no abalanzarse sobre él cuando asintió. Rectificaba: no le importaba a quién se llevara a la cama siempre y cuando no le jodiera a él la integridad y la puta paz que tanto le había costado encontrar—. ¿Y qué sabe de ti?

Los ojos verdes del tipo de las trenzas se convirtieron en los del niño de las travesuras que un día fue y que se arrepentía de ellas justo tras comentarlas y comprobar que sus hermanos tenían que lidiar con las consecuencias. En ese caso, parecía repetirse la historia. Adrián lo supo cuando su hermano abrió la boca y le corrigió la frase:

—De nosotros. La pregunta concreta sería qué sabe de nosotros.

3

Fiarse de todo el mundo y no fiarse de nadie son dos vicios.

Pero en el uno se encuentra más virtud, y en el otro, más seguridad.

Lucio Anneo Séneca

Catrina los observó como si estuviera en mitad de un partido de tenis. Podía ver la cólera en los ojos verdes del cura, la contención en sus hombros y cómo sostenía sus piernas para no impulsarse hacia el tipo medio loco que tenía enfrente, mirándolo con cara de yo no he sido. Emeric había pasado de parecer un matón psicópata a un niño pequeño en cuestión de segundos, lo que le dio muchos datos de él y de su posible relación con Adrián.

—¿Estás diciéndome que estamos aquí, envueltos en todo esto, porque a ti se te ha ocurrido explorar un lugar nuevo con tu polla, Emeric? —inquirió Adrián entre dientes, acercándose más a él.

—Mi polla no ha explorado ningún lugar nuevo —aclaró con firmeza, sujetándose justamente su entrepierna para recalcarlo, y Catrina supo que de repente había tomado la palabra su masculinidad frágil.

—¡Me importa un carajo!

—Nunca mejor dicho —susurró ella, incapaz de contenerse.

Adrián la miró, iracundo, y acto seguido le devolvió su atención al otro tipo. Como era una mujer imprudente pero no tonta, captó a la perfección la dura advertencia y selló los labios; aunque no podía evitar pensar que donde el cura rabioso veía un problema de bragueta inquieta, ella había obtenido la única posible solución al suyo. Si aquel poli no hubiera tenido lo que fuera con Emeric —que por otro lado era algo que ahora le urgía saber, por si en algún momento aquella información era una baza a su favor entre los dos bandos—, ella no estaría allí, con supuesta una carta de libertad firmada. O al menos la tenía hasta que había sido descubierta.

Mientras analizaba la situación, se percató de que estaba relajándose. No debería, lo sabía, pero no podía evitarlo. Se suponía que los tíos que tenía delante en ese momento la habían amenazado con matarla más veces en veinte minutos de lo que lo habían hecho en toda su vida. No obstante, algo en su interior le decía que no saldría de aquel pueblo con los pies por delante. De momento.

Bajó la mirada hasta el bulto que sostenía entre las manos aquel tipo extraño con la cabeza llena de trenzas y se dijo que aquellos aparatitos que tanto placer daban eran a partes iguales una gloria y una condena en su vida. Una polla la había llevado a acompañar a Angy esa fatídica noche al pub en busca del capullo de Alejo, el dueño del lugar y también exnovio tóxico y enfermizo de su amiga; una polla la había hecho cometer el único delito grave de su vida —la de Andrei D’amico, en concreto—, y una polla la tenía allí en ese justo momento, preguntándose por qué le preocupaba más la visible inquietud de un cura al que conocía desde hacía semanas que su propia integridad.

Observó a Adrián unos segundos. Después de lo que había ocurrido, seguía pensando en él: en sus labios fruncidos de rabia, en los músculos tensos y marcados bajo la camisa que se había abrochado deprisa y corriendo, en sus cicatrices y en la preocupación que no se esforzaba por ocultar. Sus ojos verdes brillaban, y de repente le parecieron más intensos, más impresionantes. Era la primera vez que alguien que no fuera Angy le importaba más que ella. Y darse cuenta de ese detalle la desarmó hasta el punto de que tuvo que rodear el banco y sentarse.

Vio cómo Emeric observaba sus movimientos, pero no dijo nada, concentrado como estaba en la conversación con el cura.

—¿Qué sabe? —continuó preguntándole Adrián, ajeno a que su estabilidad se desmoronaba más que nunca y que el pánico la invadía—. Porque hasta ahora nadie, nunca, me ha involucrado, Emeric. Nunca, maldita sea.

—No sabe demasiado.

Catrina no vio cómo Emeric la miraba de reojo justo después de decir aquello para indicarle a Adrián que no quería hablar de más en presencia de la mujer, y no lo vio porque seguía con la vista clavada al frente, cuestionándose a sí misma el hecho insólito que acababa de descubrir y que le tenía el corazón en un puño.

«Alguien que te importa más que tú misma, y no se trata de Angy», volvió a decirse en bucle.

—¿Cuánto es demasiado?

—Pues que tal vez ha podido acercarse a mi entorno más de lo que acostumbro a permitir, ha indagado un poco y...

—Y ha tirado del hilo, claro, porque es ¡policía! —exclamó Adrián, moviéndose como un león enjaulado y tocándose el pelo.

—Tu historial está impoluto. Lucián y yo nos encargamos de ello —le recordó Emeric.

—Impoluto superficialmente para alguien que no sepa escarbar y que no tenga intención de destruirnos.

—Pero ahora la tenemos a ella. —Emeric mencionó a Catrina, y esta se irguió en el banco, saliendo de su embobamiento—. Su presencia puede jugar a nuestro favor. Puede darle al poli la información que nosotros queramos que reciba y hacer que nos pierda la pista.

—O puede llevar al poli directamente hacia ti y tú encargarte de él —sugirió Adrián, aunque Catrina supo que era más una orden que un consejo—. No quiero maderos cerca. Tú la has jodido, tú lo arreglas. Y tú. —La contempló a ella con los ojos todavía llameantes y encendidos—. Estás dentro, con nosotros, o fuera, en manos de los italianos. El bando de en medio ya no es una opción. Elige.

De repente, ya no le pareció tan guapo, ni sus ojos tan bonitos. Ahora solo era un capullo enfadado al que le entraron ganas de pegarle un puñetazo y arrancarle los dientes alineados o, en su defecto, provocarlo preguntándole qué sucedería si elegía el bando de en medio, como él decía. ¿La mataría si no le era de ayuda? Le había rogado que no lo obligara a ello, y no ponerse de su parte era hacer justo eso, ¿no?

Apretó los puños y se dijo que debía terminar con aquello cuanto antes. Sabía que en realidad no existía más que una opción, y no iba a alargar la incómoda charla.

—Con vosotros, claro. Qué remedio —aceptó a regañadientes.

—No te noto ilusionada —apreció Emeric.

Catrina lo miró despacio y le sonrió con tanta falsedad que, estando donde estaba, el cristo crucificado frente a ella en el altar podría haberla juzgado por incumplir unos cuantos de los siete mandamientos. Al menos mentalmente lo había hecho.

—Pactar con delincuentes no es uno de mis pasatiempos favoritos, no.

—Quién lo diría después de saber un poco de tu historial —ironizó Adrián—. Asesinato, topo de la poli... ¿Cómo contactas con ellos? ¿Qué le has contado hasta ahora?

—A través de Angy. Y hasta ahora no le he contado nada porque no sabía nada. No es que me hayas dado mucha información. Para ser parte de todo esto, eres bastante muermo —lo provocó.

—Se lo digo mucho —reafirmó Emeric levantándose, y después comenzó a caminar por delante del pequeño altar con pasos premeditadamente largos mientras miraba a su alrededor, pensativo—. Adrián, ¿cuándo dijiste que era el evento sectario ese en el que se reúnen locos como tú para ingresar en el monasterio?

Catrina supo que se refería a El encuentro, pero se mantuvo en silencio.

—Pasado mañana. ¿Por qué?

—Porque estoy pensando en alargar mi estancia unos días más. —Siguió caminando hasta el velón bautismal gigante y blanco, el cual tocó para después mirarse los dedos como si hubiera rozado un material hasta ahora desconocido para él, se frotó el pulgar y el índice y dijo—: Así le damos información a la monjita para que tenga algo que decirles sin que tú estés involucrado directamente.

—Claro, porque todos sabemos que un tipo con la cabeza llena de trenzas y con trajes que cuestan más que la reforma que necesita esta iglesia va a venir aquí en busca de redimir sus pecados. No digas estupideces. No cuela.

Emeric abrió mucho los ojos, y Catrina pudo ver cómo se le encendía la bombilla.

—Eso es. Una donación. Una gran donación para esta iglesia.