Al otro lado del camino - Colleen Collins - E-Book
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Al otro lado del camino E-Book

Colleen Collins

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Beschreibung

Iba a ser una huida difícil… De repente, Kirk Dunmore se vio envuelto en serios problemas. Cuando se detuvo para ayudar a Bree Brown, acabó siendo perseguido por unos tipos que iban detrás de la mascota de Bree... ¡un toro! Y mientras intentaban escapar, Kirk acabó enamorándose de Bree. Ahora tenía que encontrar las palabras adecuadas para convencerla de que en su vida había espacio suficiente para ella… y para su mascota.

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Editado por Harlequin Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Colleen Collins

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Al otro lado del camino, n.º 1470 - agosto 2014

Título original: Let It Bree

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4634-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Sumário

Portadilla

Créditos

Sumário

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Epílogo

Publicidad

Capítulo 1

Bree acarició la cara de Val con las dos manos. La tenía tan grande y tan peluda...

—Val... —empezó a decir, pero entonces frunció el ceño.

Levantó la vista y lo miró a los ojos, aunque para hacerlo tuviera que bajar la cabeza. Como medía más de un metro ochenta, estaba acostumbrada a agachar la cabeza.

Pero en ese momento, a punto de decir algo crucial, que para ella significaría marcharse a Europa o quedarse en Wyoming, no le importaba agachar la cabeza.

Le acarició la mandíbula mientras buscaba las palabras adecuadas. Hablar nunca había sido su fuerte; le gustaba más actuar.

—Es tu momento —consiguió decir por fin aunque con voz temblorosa—. Nuestro momento —continuó—. Cuando entres en la arena, tienes que mostrarte arrogante, majestuoso —bajó la voz—. Los dos sabemos que no eres más que un bebé muy grande, pero debes esconder esa parte de ti porque en este momento debes ser duro y sobrecogedor al máximo. Los vas a dejar sin habla, y además... —se calló bruscamente, no quería decir que además iba a sacarla de Chugwater.

Pero aunque no lo dijera, suponía que Val entendía que él era su vía de escape hacia la libertad.

Bree tragó saliva para ahogar la emoción, puesto que sabía que escapar de Chugwater también significaba perder a Val. Bajó la vista hacia su pecho grande para que él no viera las lágrimas que estaba a punto de derramar. Se negaba a llorar. Eso era para chicas que utilizaban sus emociones y sus encantos para manipular a las personas. En particular, a los hombres.

Bree no. Ella se enorgullecía de ir siempre al grano. Levantó la cabeza y le dio unas palmadas en el lomo a Val para darle confianza.

—Vamos, cariño, hagamos de ti una estrella.

Bree echó a andar con Val a su lado; caminaba muy derecha y con la cabeza bien alta. Quería ya dar la imagen de ganadora; después de todo, la entrega de premios de la feria de ganado se retransmitiría por radio y televisión a través de todo el Medio Oeste.

El olor penetrante a animal y a heno impregnaba el ambiente. De camino a la arena, el zumbido del público se intensificó, y pensó en una vida en la que finalmente pudiera escapar de la agobiante y pueblerina localidad de Chugwater, en el estado de Wyoming, y descubrir mundo con la ayuda de Val.

Detrás de ella, Val avanzaba golpeando el suelo de tierra con sus pesadas pezuñas. Sin duda una imagen estremecedora. Después de todo, Valentine Bovine era uno de los principales competidores al gran premio: la Gran Final de Toros Brahman.

Entrecerró los ojos para protegerse del resplandor de los focos y poder buscar en las gradas. Bajo uno de aquellos sombreros tejanos estaba Carlton Rugg de Bovine Best, la ganadería de fama internacional. Aparte de su buena fama, Bovine Best era conocida por su trato esmerado con los toros con los que trabajaban; de modo que les había dado permiso de palabra, que no por escrito, para que pujaran activamente por Val en el caso de que ganara la final. En ese caso ella se llevaría trescientos de los grandes... ¡o tal vez más! Con esa cantidad de dinero, se marcharía de Chugwater en un abrir y cerrar de ojos. Y Val empezaría una vida de romeo a tiempo completo, montando vacas durante el resto de sus días. Ambos serían felices... sólo que en distintas partes del mundo.

—Y entrando en este momento en el ruedo, señoras y caballeros, está Valentine Bovine.

El público se echó a reír, y Bree sonrió en un intento de ahuyentar la tristeza. Le había puesto Valentine al toro por la mancha pequeña en forma de corazón que tenía en la grupa derecha; y no se había podido resistir a ponerle Bovine de apellido por el ritmo marcado del nombre completo. Sin embargo Bree Brown, su nombre, carecía de ritmo y por eso ella lo odiaba. Según le había contado su abuela, su madre se lo había puesto por el queso francés, brie; pero pasados los seis meses de su nacimiento su madre no se había dado cuenta de que lo había escrito mal.

—Valentine, el cuarto y último finalista, representa la categoría sénior en la final —continuó anunciando el presentador a través de los altavoces con su voz de barítono.

La charla incesante del público le zumbaba en los oídos. Bree se pasó la mano por la cara, repentinamente sudorosa, y por un momento pensó que se iba a marear. Al fin y al cabo era la primera vez que presentaba a Val a concurso ella sola.

Se dijo que debía concentrarse y no perder el control. Agarró con firmeza el ronzal de Val, porque sentía necesidad de agarrarse a algo para calmar los nervios. Para distraerse pensó un momento en el señor Connors, su vecino, que le había dejado a Val en herencia en el mes de junio, hacía ya siete meses. En realidad no había sido una sorpresa; después de todo él le había permitido que bautizara al toro cuando había nacido, hacía dos años y medio, cuando ella apenas contaba veintiuno. La muerte del señor Connors tampoco había sido una sorpresa, pero decidió que no quería pensar en ello en ese momento.

Se puso a pensar en su abuela, con quien siempre había vivido a unos kilómetros de Chugwater. Tenía algunos recuerdos vagos de su padre, que los había abandonado cuando ella tenía dos años, y de su madre, que había muerto cuando Bree tenía sólo cinco.

El resto de la familia de Bree se componía de la tía Mattie, del tío Scott y de tres primos que vivían en la casa de al lado. Pero incluso con aquella familia tan numerosa, el viejo señor Connors siempre había sido su mejor amigo. Era a él a quien le había confiado su sueño más secreto: el poder montar en el Orient Express, el tren romántico y exótico que cruzaba parte de Europa. Una fantasía que jamás se había atrevido a confesársela a nadie, y menos aún a su tía Mattie, que seguía empeñada en que Bree estudiara historia del arte en lugar de algo práctico como contabilidad.

La voz del presentador interrumpió sus pensamientos.

—Señoras y señores, el doctor Marshall de Yuma, Arizona —dijo para presentar al jurado de la gran final.

Acompañado por un enorme aplauso, el conocido veterinario se paseó por el ruedo, levantando el polvo con sus botas tejanas. La luz de los focos iluminaba su cabello plateado, cuyo brillo competía con el de la hebilla reluciente de su cinturón.

El veterinario se acercó a Val y empezó a examinarlo; le pasó la mano por el lomo y los costados con habilidad. Val pasaría el resto de sus días como semental; pero la justificación le pareció vacía. De no haber estado tan ocupada esos últimos días llevando a Val a Denver y apuntándolo en el concurso, tal vez hubiera podido tomarse un momento para pensar si valía la pena perder sus raíces para realizar su sueño.

El doctor Marshall echó un último vistazo a Val y después se dirigió hacia uno de los ayudantes que le ofrecía un micrófono.

—Valentine —empezó a decir dirigiéndose al público— tiene un pelaje excelente, un cuerpo firme, ágil y bien definido. Su pedigrí es superior —el veterinario hizo una pausa.

A Bree le dio un vuelco el corazón; había llegado el momento.

Al instante alguien le estaba estrechando la mano. Levantó la vista y vio los ojos azules del juez, entonces fue vagamente consciente de que la estaba felicitando. La gente se puso de pie y empezó a lanzar los sombreros al aire. Entre los vítores y los aplausos, se oyó la potente voz del presentador.

—Valentine Bovine es el campeón de la Gran Final de toros Brahman del Primer Concurso de Toros Brahman de Denver.

El público inundó el ruedo. Alguien le pidió a Bree que llevara a Val a un corral adyacente, donde le entregaron una estatuilla de bronce. Los flashes de las cámaras no paraban de disparar. Muchas personalidades locales se acercaron a ella para fotografiarse juntos. Carlton, que observaba todo desde un lateral del ruedo, le hizo una señal con el pulgar hacia arriba, como queriéndole decir que ya estaba pujando para quedarse con Val. Entonces señaló hacia el luminoso que indicaba la salida sur del estadio para decirle que se encontraría allí con ella.

Y mientras Bree sonreía nerviosa con otra tanda de fotos, se fijó en dos vaqueros que había a un lado. Uno de ellos era alto y taciturno, el otro bajo y de aspecto despistado. Tenían un aspecto ridículo, como si estuvieran fuera de lugar.

El vaquero alto y taciturno se acercó a Bree y la felicitó con su acento de la costa este, murmurándole algo como que tenían que sacarle algunas instantáneas al toro. Cuando le quitó a Bree el ronzal de las manos, ella se fijó en el solitario de diamante que llevaba en el dedo meñique. Tenía que ser uno de los dueños de Bovine Best, aquel negocio que valía millones de dólares. Con ese dinero, tal vez incluso los botones de su camisa fueran diamantes.

Pero antes de poder fijarse en sus botones, el vaquero ya se estaba llevando a Valentine. Val giró la cabeza para mirarla, y mientras ella fijaba la vista en sus melancólicos ojos negros sintió una gran tristeza sólo de pensar que tal vez fuera la última vez que vería a su querida mascota. Después de pasar dos años y medio preparando a Val para aquel momento, le pareció que todo había ocurrido demasiado deprisa, el viaje, el concurso, el premio, y que su querido toro iba a marcharse para siempre de su lado.

Agachó un poco la cabeza para que nadie notara que estaba a punto de echarse a llorar. Y al hacerlo, a pesar de tener nublada la vista, vio algo que no le cuadraba. Rápidamente se enjugó las lágrimas.

El tipo del anillo de diamante llevaba un par de botas nuevas color turquesa. ¿Botas nuevas? ¿Y color turquesa? ¿Qué clase de vaquero experimentado era ése? ¿Y por qué se llevaba a Val hacia la salida oeste si Carlton había quedado con ella en la sur?

Miró hacia el oeste y sólo vio un montón de gente, de corrales, de ganado; pero ni rastro de Carlton y el resto de los componentes de Bovine Best que había conocido antes.

De pronto la invadió el pánico. ¿Estarían robándole a Val?

Había oído todo tipo de historias sobre toros robados y después vendidos en el mercado negro. Esos tipos sacaban millones de dólares vendiendo el preciado semen a rancheros deseosos de mezclar los genes de los toros de raza con los de su ganado. Totalmente inmoral, pero le costaría al dueño, en ese caso a Bree, una pequeña fortuna en costas judiciales para demostrar que el semen del toro no había sido conseguido antes del robo.

Una pequeña fortuna; sin duda cada centavo del premio desperdiciado.

Bree tomó una decisión. Echó a andar rápidamente y se abrió paso entre el público. A su derecha vio una manta de los indios navajos colgando sobre una valla, que sin duda pertenecería a algún caballo. Bree tiró de una esquina de la tosca manta y se la llevó. A medida que iba avanzando entre la gente se le iban ocurriendo las ideas más alocadas. A lo mejor podría echarle al tipo del diamante en el meñique la manta sobre la cabeza para distraerlo y quitarle de las manos el ronzal de Val. ¿Y entonces qué? Quién sabía qué haría aquel hombre.

En ese momento lo vio; y precisamente nada más verlo, la cazadora se le abrió ligeramente y Bree vio claramente que llevaba una pistolera a la cintura. No creyó que fuera a sacar la pistola con toda la gente que había allí, aunque... Un momento... ¿Qué hacía el del diamante hablando con un policía?

Qué raro. Últimamente se habían publicado no pocas historias sobre investigaciones internas en el seno la policía acerca de agentes corruptos y trapicheos en el mercado negro. Era posible que también hubiera policías corruptos metidos en la venta ilegal de ganado.

Sintió una mezcla de miedo y rabia, e intentó pensar en una solución. Podría hacerle una señal a Valentine para que empezara a embestir, pero con todo aquel público alrededor podría resultar peligroso.

El hombre dejó al agente y echó a andar de nuevo, llevándose a Val. A Bree le costó unos pasos alcanzar al hombre. Aminoró la marcha a pocos pasos del animal y echó a andar a su lado, para que supiera que estaba allí. Entonces miró de soslayo al hombre, y cuando levantó la manta para echársela encima...

—¡Eh, chica! ¿Qué está haciendo con mi manta? —se oyó una voz de hombre enfadada a sus espaldas.

Levantó la manta sobre la cabeza. El hombre del anillo se volvió a mirarla.

—¿Pero qué demonios...?

Al levantar las manos para librarse de la manta, soltó la rienda de Val.

A sus espaldas, Bree oyó más gritos y el ruido de pasos que avanzaban sobre el suelo de tierra. Y sin pensárselos dos veces lanzó la manta, que describió un arco amplio y fue a caer directamente sobre la cabeza del hombre. Mientras él se tropezaba y caía al suelo, ella se agachó y saltó sobre el lomo de Val. Habían hecho eso antes, pero siempre en campo abierto, no en un recinto rodeados de gente.

—¡Arre! —le gritó al animal mientras se agarraba a un cuerno para no caerse.

Val resopló y se lanzó hacia delante. Una mujer gritó. Y Bree se agarró como pudo al tiempo que el enorme animal se lanzaba al trote.

La enorme camioneta iba dando tumbos. Kirk Dunmore maldijo entre dientes al mirar el salpicadero lleno de botones, interruptores y mandos, que le recordaba al de la nave espacial de una novela que había leído recientemente, en la que el protagonista, un valiente guerrero llamado Tarl Cabot, se encontraba en el extraño planeta de Gor.

Sólo que él no estaba en Gor, sino en Nederland, una comunidad a una hora de Denver, en Colorado. Y Kirk no era un guerrero valiente y solitario que intentaba salvar la galaxia; era un paleo botánico frustrado a punto de casarse que intentaba averiguar lo que le pasaba a esa maldita camioneta. De haber estado con su viejo y seguro Jeep no habría tenido ningún problema.

Pero su futura suegra, que tenía demasiado tiempo y dinero, le había enviado el día anterior la camioneta al yacimiento donde él trabajaba a las afueras de Allenspark. Según ella era un «regalo de boda», pero Kirk sabía que no era más que un recordatorio muy caro de que en cuarenta y ocho horas le daría el sí quiero a su hija Alicia, un acontecimiento que iría precedido de una cena ensayo el día anterior.

Pi, pi.

Kirk miró por el retrovisor y vio el reflejo de una camioneta azul. Era media tarde de un día gris de invierno, pero distinguió que el adorno de la capota era un desvaído símbolo de la paz.

Pi, pi.

—Déjame en paz —murmuró Kirk.

Pi, pi.

Echó un último vistazo al salpicadero. ¿Y de qué le valía en ese momento el doctorado si las estaba pasando canutas con aquel panel lleno de botones e interruptores?

—Lo mejor es hacer lo que hago con el Jeep cuando se me para: poner punto muerto y empujar —dijo en voz alta.

Sin más preámbulo Kirk abrió la puerta y saltó, hundiendo las botas en la nieve. El frío le abofeteó en la cara. Aquella parte de la carretera era cuesta abajo, así que corrió unos pasos con una mano en el volante y la otra en la puerta. La camioneta blanca cubierta de polvo y barro rodó por la calzada. Entonces Kirk saltó al asiento del conductor y pisó el acelerador. La camioneta pegó un tirón y se detuvo.

Kirk la condujo pacientemente por la carretera llena de curvas hasta un ensanche en el arcén. Echó el freno de mano y apagó el motor. Según la aguja del depósito había algo de gasolina, así que no podía ser eso lo que fallaba.

En las carreteras de montaña de las Rocosas la noche caía enseguida. Kirk presionó un botón del salpicadero que tenía el dibujo de una luz y se encendieron los faros, que instantáneamente proyectaron dos haces de luz blanca en la creciente oscuridad.

—¡Socorro!

Levantó la vista y vio a una mujer a la luz de los faros.

—¡Socorro! —repitió la mujer mientras agitaba los brazos.

Kirk abrió la puerta y saltó de la camioneta.

—¿Qué pasa? —gritó, corriendo hacia ella.

Llevaba unos tejanos gastados, botas de cuero y una camisa de cuadros azules y blancos. No parecía estar herida.

—Esto... Mi amigo y yo necesitamos que alguien nos lleve.

Él se detuvo.

—¿Y se atreve a hacer autoestop de noche en esta carretera?

Cuando vio que la chica sólo llevaba unos pantalones y una camisa, Kirk fue a quitarse la cazadora para ofrecérsela. Entonces su instinto lo alertó.

—¿Amigo? —repitió y miró alrededor.

—Mi mascota y yo estamos perdidos —dijo la chica en tono suave.

Kirk vio fuerza en esa mirada de grandes ojos grises; y eso le inspiró inmediatamente confianza. No estaba desconsolada, tan sólo necesitaba ayuda.

Se terminó de bajar la cremallera de la cazadora, se la quitó y se la pasó.

—Póngase esto. Métase con su mascota —miró a su alrededor, buscando un perro o un cachorro— en la camioneta antes de que nos congelemos los tres.

Su sonrisa fue de tanto agradecimiento mientras se ponía la chaqueta que, a pesar del frío, Kirk se derritió por dentro. Alicia jamás lo había mirado con tanta dulzura y gratitud.

Pero debía olvidarse de las miradas dulces de otras mujeres. Estaba a punto de casarse.

—Puede sentar a su mascota encima.

Esperaba que hubiera gasolina suficiente para llevarlos hasta la gasolinera más próxima. Conocía bien aquel tramo de carretera. Después de la siguiente curva estaba el Hostal Cafetería Sundance y unos kilómetros más allá una gasolinera.

—Es demasiado grande para sentarlo en el regazo.

—Entonces metámoslo en el asiento de atrás.

¿Qué tendría esa chica? ¿Un Gran Danés? Abrió las puertas de la camioneta, con la idea de dejar a esa chica y a su perro en la gasolinera, desde donde llamarían para que alguien los llevara a su casa. Él llenaría el depósito y continuaría hasta Denver.

El ruido de unos pasos y el resoplido pesado de un animal interrumpieron sus pensamientos.

A Kirk se le encogió el estómago y se le aceleró el pulso. Delante de él había un toro de aspecto fiero con un bulto en el lomo del tamaño de una montaña pequeña. La luz de la luna bañaba de plata a la bestia, añadiendo a la escena un efecto monstruoso.

—Es manso —dijo la chica, como si aquella situación fuera habitual.

Kirk miró a su alrededor. ¿De dónde había salido ese animal? Al ver un grupo de árboles a un lado de la carretera entendió dónde lo había escondido.

—Se llama Valentine —continuó ella.

—Por mí como si se llama Cariñito —dijo Kirk con un hilo de voz—. Es una auténtica mole...

No era el momento más adecuado para conversar. En realidad lo mejor era echar a correr como un loco. Desgraciadamente su cuerpo no respondía. Si al menos no le hubiera prestado su cazadora habría podido reaccionar y echar a correr.

La chica pestañeó, claramente consciente de la impresión que producía su «mascota».

—Ah, cuánto lo siento —agarró el anillo de bronce que tenía la bestia en la nariz—. Ve, lo tengo controlado —dijo ella, como si aquello pudiera detener al animal si le diera por embestirlo.

—Lo montaré en la parte de atrás de la camioneta —dijo la chica en tono dinámico—. Estoy segura de que Valentine cabrá perfectamente. Sabe arrodillarse y sentarse. En eso es especial.

¿En eso era especial? Kirk tenía que detener aquella locura. Inmediatamente. ¿Qué haría Tarl Cabot, el gran héroe solitario de Gor, en un momento como aquel?

La bestia levantó una de sus enormes pezuñas y golpeó el suelo.

—No tengo sitio —dijo Kirk helado de frío—. La camioneta es demasiado pequeña.

Pero ella ignoró sus palabras. Tiró del ronzal y condujo al toro hacia la parte trasera del vehículo.

—¿Qué mide... unos dos metros por tres?

—Seguramente menos —contestó él, siguiéndola a una distancia prudencial.

—No, definitivamente mide dos por tres.

Su confianza le resultaba fastidiosa.

Continuó hablando como si aquello no fuera más que un paseo al atardecer.

—Solía meter a Val en el trailer para el ganado del señor Connors, y creo que medía lo mismo que éste —dijo la chica mientras abría las puertas de atrás—. ¿Qué tiene aquí detrás?

—Algunos picos, unas cuantas palas, una caja de fósiles...

—¿Fósiles? —repitió ella.

—Están en una caja de metal —le explicó Kirk.

—De metal. Están seguras ahí. Valentine es como un gatito, créame.

Aquella seguridad en sí misma le resultaba irritante.

—Vamos campeón, entremos en la camioneta —dijo la vaquera, que acto seguido empezó a hacer unos ruidos con los labios similares a los de los besos.

Antes de que Kirk pudiera respirar de nuevo, la bestia había plantado una pezuña y después otra en el suelo enmoquetado de la camioneta. Entonces, con la gracia de una bailarina, el animal desapareció en el interior del vehículo mientras la camioneta crujía y descendía con el peso añadido.

La chica cerró las puertas con cuidado, como si acabara de meter unas cajas de porcelana muy delicada, y entonces fue hasta donde estaba Kirk.

—Nos ha salvado la vida.

Tenía la voz suave, llena de gratitud. Estaba demasiado oscuro para verle bien la cara, pero Kirk imaginó que aquel agradecimiento también se mostraría en sus facciones, en su mirada.

Y por un momento supo lo que Tarl Cabot, el valiente guerrero de Gor, habría sentido al rescatar a la damisela. La vaquera le dio una palmada en el brazo que sacó a Kirk de su ensoñación.

—Vayámonos si no queremos quedarnos helados aquí —dijo antes de dirigirse hacia el otro lado de la furgoneta.

Sorprendido por los acontecimientos de los últimos minutos, Kirk avanzó medio embobado hacia el lado del conductor. ¿Sería aquella ansiedad que sentía fruto de su inminente enlace o de la aventura en la que se había metido?

Capítulo 2

Rancho Montañés de Nederlander — repitió Louie por enésima vez, como saboreando las palabras.

—¿Algún tipo escocés? —le preguntó Shorty antes de dar una última calada a su cigarrillo y de lanzarlo por la ventana.

Louie le dio a Shorty un golpe en el brazo.

—Hay un cenicero ahí.

—Ah —Shorty miró hacia delante, completamente cortado—. Lo siento Louie.

Louie suspiró. Odiaba hacer que los demás se sintieran culpables. Le recordaba a sus ex esposas; a las dos primeras, por lo menos. También detestaba tener que hacer un trabajo tan peliagudo con un imbécil como Shorty; pero éste era el sobrino de Clancy «El Cuello» Venuchi, y si Clancy decía que Shorty estaba dispuesto a hacer el trabajo, sólo uno más imbécil que Shorty diría que no.

—Olvídalo —añadió Louie—. Necesitamos averiguar dónde está este rancho.

Después de que un niño en la feria de ganado les hubiera dicho que había visto a una chica montada en un toro dirigiéndose hacia una zona de edificios cercanos, Louie y Shorty habían paseado en el coche por esa zona durante varias horas. Les habían enseñado unos cuantos billetes a varios borrachos, hasta que uno de ellos había jurado que había visto a dos personas metiendo a un búfalo en una camioneta amarilla muy grande con el nombre de Rancho Montañés Nederlander escrito en un costado del vehículo.

El búfalo tenía que ser el toro... ¿Pero lo del rancho?