Pasión desnuda - Colleen Collins - E-Book

Pasión desnuda E-Book

Colleen Collins

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Beschreibung

Cuando la ejecutiva Liney Reed, también conocida como la "dama dragón" contrató a Raven Doyle para hacer de modelo, como "hombre duro" en su revista Cooking Fantasies, no podía imaginarse hasta qué punto sus fantasías sobre el rudo caballero llegarían a estar al rojo vivo…

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2000 Colleen Collins

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Pasión desnuda, n.º 1028 - mayo 2019

Título original: Rough And Rugged

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-858-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Necesito un hombre de inmediato. No lo quiero para esta tarde, ni para mañana por la mañana. ¡Lo quiero ahora!

Tras aquel solemne imperativo, Caroline «Liney» Reed sacó la pitillera del bolso y se hizo con un cigarrillo. Lo apretó con el índice y el corazón y lo sostuvo en alto, agitándolo en el aire, mientras escuchaba las excusas del agente al otro lado del teléfono móvil. Liney se centró en las frases que le interesaban, obviando el resto.

–No –lo interrumpió, rompiendo el cigarrillo en dos simultáneamente–. El modelo que me mandaste no encaja, para nada, con la descripción que te di de lo que necesitaba. Te pedía un «John Wayne» y tú me has mandado un «Lord Byron». Eso es como pedir carne y que te manden un suflé.

Dejó caer los dos trozos de cigarrillo sobre el asfalto y los pisó con la afilada punta del zapato. Acto seguido los miró con deseo. ¡Maldición! ¡Ojalá no hubiera dejado de fumar la semana anterior! En aquel momento, habría podido cambiar su flamante BMW por una calada de insana nicotina.

Giró bruscamente, mientras seguía hablando por el móvil y paseaba de arriba abajo en el aparcamiento.

–Cooking Fantasies necesita que las fotos estén hechas el viernes, no el sábado. Acabo de meter a «Lord Byron» en un taxi y está de camino al aeropuerto de Cheyenne, para tomar el primer avión de vuelta a Nueva York. Yo necesito un hombre rudo aquí, mañana al amanecer, o tu agencia va a tener serios problemas.

El sonido de los tacones resonaba con rabia, mientras el agente le prometía que tendría un «John Wayne» a primera hora de la mañana. A pesar de estar absolutamente furiosa, decidió no dar ningún ultimátum más. Si el hombre que necesitaba llegaba al día siguiente por la mañana, podría completar el trabajo sin problemas y, en aquel momento, aquel era el objetivo que tenía en mente, dentro de su nuevo mundo sin nicotina.

–Bien –respondió ella–. Llámame en cuanto metas a mi hombre en el avión. Tendré el móvil encendido toda la noche.

Con un brusco adiós, cortó la línea. Después resopló exasperada y maldijo al mundo en general.

–¿Por qué demonios tengo que ser yo la que se encargue de todo?

–¿Necesita algo? –un vaquero vestido de arriba abajo como si acabara de salir de una película del Oeste, que estaba apoyado en una furgoneta roja, se dirigía a ella.

–No, gracias, Gomer. Solo me estaba desahogando –se puso un mechón de pelo extraviado de vuelta en su moño francés y miró a su ayudante. Si le hubiera podido quitar treinta años y haberlo metido en el gimnasio durante semanas, habría sido el hombre perfecto.

–¿Ha encontrado ya lo que necesitaba?

–Es posible. El agente de Nueva York asegura que el hombre adecuado estará aquí mañana a primera hora.

–¿Tienen «John Waynes» en Nueva York?

En las nueve horas que había compartido con Gomer, se había dado cuenta de que el hombre tenía la capacidad de hacer unas preguntas que tocaban el punto clave y sensible de la cuestión. Una vez más, la cuestión levantaba heridas, pues si no se podía encontrar un clon de John Wayne en Nueva York, su corta carrera de un mes en Harriman Enterprises habría acabado. Una carrera que los demás vicepresidentes de las oficinas de Los Ángeles no apoyaban, pues consideraban que, a sus veintisiete años, era demasiado joven y estaba demasiado «verde» para poder ser vicepresidenta de Print Comunications. El primer campo de pruebas era relanzar Cooking Fundamentals, una revista que estaba cayendo en picado.

Liney había aceptado el reto, dispuesta a demostrar que el premio que había ganado en el instituto, cuya leyenda era «la que más posibilidades tiene de triunfar», no había sido gratuito. Quería ganarse al público femenino de la revista, que suponía el ochenta por ciento de las suscripciones.

Para ello, había cambiado el nombre por el de «Cooking Fantasies», y había decidido que el primer número lo dedicaría a «un hombre rudo en la cocina», con un impresionante modelo que aparecería cocinando en el salvaje Oeste. Había asegurado que ella seguiría de cerca el desarrollo de aquella producción, lo que, generalmente, un vicepresidente jamás hacía. Sin embargo, aquella era su primera y última oportunidad de demostrar que iba por buen camino.

Todo aquello no habría sido necesario si Dirk Harriman no hubiera decidido abandonar su flamante puesto en Los Ángeles, para trasladarse a las afueras de Cheyenne, Wyoming, a regentar un bar. Dirk Harriman era imprescindible en la carrera de Liney, pues recordaba en las mesas de reuniones a los vicepresidentes que ella contaba con un fuerte apoyo. Sin él, se sentía como si estuviera nadando desnuda en un mar de tiburones. Por eso, había decidido hacer las fotos en Cheyenne, con la secreta intención de tratar de convencer al todopoderoso Harriman de que regresara a Los Ángeles.

Liney se dio cuenta de que el viejo vaquero seguía observándola y en espera de una respuesta.

–¿Que si hay «John Waynes» en Nueva York? –repitió ella–. Pues espero que sí, Gomer, o me voy a ver forzada a ponerte a ti una sartén en la mano.

–¿Yo, un John Wayne? Me parece que va a tener que poner un montón de vaselina en el objetivo de la cámara, para que no se me vea, porque me parezco a John Wayne tanto como un toro a un zapato –el vaquero se quitó el sombrero y señaló el bar–. Hace un calor del demonio. Voy a entrar a tomarme un té frío, y le sugiero que haga lo mismo, si no quiere derretirse aquí mismo, como un helado de fresa en su cucurucho.

«Helado de fresa». Ese era el mejor apelativo que le habían puesto en los últimos tiempos. En la oficina, preferían llamarla «la dama dragón». Si allí supieran que alguien la había nominado bajo el concepto de algo tan dulce como un helado de fresa, habrían discrepado, sin duda alguna. Aunque, quizá, se habrían quedado con lo de «helado».

La verdad era que lo de «dama dragón» le dolía. Sabía que estaba presionando demasiado a sus empleados. Pero, ¿no se daban cuenta de que lo hacía por la empresa?

Cuando llegaba a casa por las noches, se consolaba a sí misma diciéndose que aquellos motes eran parte del precio que había de pagar por tener éxito en la vida. También se decía que eso le ocurría por ser una mujer. A un hombre se le permitía ser duro y ambicioso, rasgos imperdonables en una fémina.

A pesar de todas aquellas justificaciones y explicaciones que se daba, había decidido dejar de fumar, con la esperanza que lo de «dama dragón» fuera cayendo en el olvido.

Un sonoro estruendo interrumpió sus pensamientos. Se volvió hacia la carretera de la que procedía el ruido, y vio una nube de polvo que perseguía a una gran bestia de color negro y cromo. Según se iba acercando, el sonido se intensificaba, llenando el espacio con un rugido profundo y prolongado que a Liney le pareció como un huracán que se precipitaba contra ella.

En mitad del polvo y el metal, había un hombre sentado, con el pelo negro volando libre y salvaje, como si alguna fuerza interna estuviera a punto de desatarse. Su cuerpo grande y musculoso se apoyaba confiado en el respaldo del asiento, y conducía la bestia con sin igual facilidad, lo que le provocó a Liney sudores en la espalda. Sus brazos morenos por el sol llevaban hasta dos robustas manos que agarraban con firmeza el manillar elevado, y uno de sus bíceps exhibía gozoso un tatuaje. Tenía, además, un aire de seguridad que decía lo poco que le importaba lo que el mundo pensara.

En el momento en que entró en el aparcamiento del bar, Liney no supo si correr o quedarse donde estaba. Optó por lo último, sencillamente porque sus piernas no respondieron para hacer lo primero.

El motor gruñó varias veces como un león furioso y el motorista condujo en círculos, hasta detener la maquinaria.

Ella no podía apartar la mirada de él. Buscó en el bolso la pitillera y, al tocar el duro borde de la caja, tomó conciencia de la musculatura de aquellas piernas envueltas en un pantalón vaquero. Un hombre de aquella talla, ¿cómo conseguía ropa alguna? Seguramente, la única opción sería llevarlo a una fábrica, desnudarlo y envolverlo en metros de tela. ¿Cómo si no?

Aquellas sugerentes imágenes se paseaban por la cabeza de Liney, provocándole sudores que traspasaban la fina tela de seda. Sabía que el vestido debía de estar completamente pegado a su torso.

El vaquero se bajó de la moto y ella bajó la vista. Llevaba unas botas negras como la máquina, y eran rudas, como el hombre. Cuando, finalmente, paró el motor, Liney pensó que también se había detenido su corazón.

De pie, el individuo era alto, muy alto. Estiró sus largos brazos y agitó la cabeza como un animal sacudiéndose el sudor. Llevaba una camiseta blanca que le marcaba el torso musculoso.

Ella trató de parar el temblor de sus piernas apretando las rodillas.

De pronto, se dio cuenta de que no necesitaba ningún «John Wayne» enviado desde Nueva York. El hombre ideal, fuerte, duro y salvaje que buscaba estaba allí, delante de ella, como un regalo del cielo. Era exactamente lo que necesitaba. Lo tenía todo, todos los ingredientes necesarios: una cucharadita de «chico malo» a lo Bruce Willis, una pizca de esa mirada sombría a lo John Travolta y una taza completa de George Clooney.

Las mujeres no solo probarían las recetas sino que, seguramente, acabarían rebañando las páginas de la revista. Las ventas se dispararían, su carrera permanecería intacta y se acabaría lo de «dama dragón», dando paso a «la vicepresidenta».

La receta perfecta se encaminó hacia ella mientras se quitaba los guantes de cuero. Sus ojos negros la miraron de arriba abajo.

–¿Está usted bien? –le preguntó con una voz profunda, e inesperadamente dulce.

A tan corta distancia, el hombre olía a una exuberante mezcla de sudor y loción para el afeitado. Ella cerró y abrió lentamente los ojos. Menos mal. Era real, no un espejismo.

–Sí, estoy bien –respondió ella–. Y usted es perfecto.

Él pareció contrariado ante semejante respuesta. Se metió los guantes de piel en el bolsillo trasero del pantalón y murmuró algo.

–Lo pregunto por eso –señaló con la mirada los cuatro cigarrillos que había estrujado en la mano.

–Debo haber… –«Debo haberlos apretado mientras fantaseaba sexualmente con usted», pensó, pero no lo formuló en alto–. Ha sido un accidente.

Rápidamente se sacudió las manos y tosió para distraer su atención.

La miró preocupado.

–¿Cuántos cigarrillos fuma al día?

Ella echó los hombros hacia atrás, en un gesto defensivo del que se arrepintió inmediatamente. Si él no había visto el sudor que cubría la camisa de seda, sin duda, acababa de verlo.

–No fumo –dijo ella, cruzando rápidamente los brazos sobre el pecho–. Los llevo solo porque me dan buena suerte.

No tenía ni idea de por qué había hecho ese comentario, pero lejos de admitirlo, mantuvo el rostro inexpresivo, como si supiera, exactamente, de qué estaba hablando. Esa era una táctica que le funcionaba con sus compañeros de trabajo. Quizá también funcionara con hombres duros como aquel.

–Bueno, esos «amuletos» no harán sino acortarle la vida. Yo también he sido ex fumador y sé cómo es la batalla –antes de que ella pudiera argumentar nada, él continuó. Se puso en camino hacia el bar y preguntó–: ¿Conoce a Belle, la propietaria?

No la conocía personalmente. Pero tanto ella como el resto de los miembros de su equipo de Harriman Enterprises conocían la historia de Dirk y de cómo se había enamorado y casado con una bailarina llamada Belle O’Leary, que tenía un bar en Cheyenne, Wyoming.

–Belle y Dirk han salido a cenar –Liney lo sabía porque Gomer la había llevado hasta aquel bar, el Blue Moon, para hablar con Dirk sobre el desventurado «Lord Byron» que le había mandado la agencia. Pero Dirk y Belle estaban fuera otra vez, en una de esas citas de recién casados. Liney no había visto jamás a dos personas tan enamoradas como aquellas. Estaba empezando a pensar que Dirk había perdido realmente el juicio.

Una sombra cruzó el rostro del desconocido.

–He conducido durante tres días para ver a Belle. Supongo que podré esperar una hora más.

Acto seguido, se volvió y se dirigió hacia su moto. Liney lo siguió. Tenía que empezar a convencerlo para que fuera «su hombre rudo».

–¿Por qué no pasamos dentro y nos tomamos un té frío? –dijo ella, imitando la frase de Gomer.

Él la miró por encima del hombro y alzó una ceja.

–¿Un té frío?

Ella se encogió de hombros y trató de no mirar el vello que se dejaba adivinar por el cuello de la camiseta, trató de no imaginar cuánto más habría en su torso y en su espalda.

–Sí, té –respondió ella–. Té.

La verdad era que ella habría dado cualquier cosa por un buen café, pero esa no parecía ser la especialidad del bar Blue Moon. Hacía un rato, lo había intentado con un café solo, pero después de dos sorbos lo había dejado, para evitar que le saliera pelo en el pecho.

El hombre se acercó hasta su moto y buscó en la bolsa de cuero que llevaba a un lado, hasta que encontró su cartera. Sin tan siquiera volverse, le hizo una pregunta.

–Lo del té está bien pero, ¿es eso realmente lo que quiere?

¿Qué era lo que les ocurría a los hombres? Gomer había metido el dedo en la llaga en primer lugar y aquel hombre lo estaba haciendo con idéntica precisión por segunda vez en el mismo día. Antes de poder pensar, su lengua se puso en marcha.

–Si no quiere tomarse un té conmigo, todo lo que tiene que hacer es decir que no, sin necesidad de leer en mis palabras una segunda intención que no tengo.

Él se detuvo de golpe, dejando todo su cuerpo inmóvil, con la única excepción de un músculo, que realizó un pequeño espasmo. Se dio la vuelta lentamente y miró con desprecio su moño francés. Iba peinada igual que su ex prometida, Charlotte, y mostraba, como ella solía hacer, muy poco respeto por un hombre que se acababa de bajar de su moto después de muchas horas de viaje. No estaba dispuesto a dejarse avasallar por otra mujer con moño y traje de diseño.

–En los últimos tres días, he conducido varios cientos de millas desde Los Ángeles. He tenido que soportar lluvias torrenciales, tragarme el asfalto cuando mi moto se encontró con una mancha de aceite y, ahora, tengo que tragarme su impertinente respuesta, solo porque le he preguntado a una extraña por qué me está invitando a té –la voz se hizo aún más profunda–. Sea lo que sea lo que quiere, está claro que debe tener mucha necesidad.

Ella se ruborizó, y lo miró con aquellos inmensos ojos marrones de niña necesitada. Se pasó la lengua por los labios y susurró su respuesta.

–Tengo una proposición de negocios que hacerle.

Él miró el bar, con aquella gran luna sobre un cartel de neón que decía «Blue Moon», y los carteles que ofrecían pollo frito. Luego miró a la mujer que tenía delante. Gracias a Charlotte, sabía que el vestido era Molinari, los zapatos de Gucci. ¿Qué demonios hacía una dama de la alta sociedad en un bar de Cheyenne, Wyoming, haciéndole una proposición de negocios?

Estaba cansado, acalorado y ansioso de acabar cuanto antes con aquel encuentro, así que le lanzó su peor mirada, aquella que acobardaba a cuantos hombres se ponían delante. Pero ella ni siquiera parpadeó. Él tuvo la impresión de que estaba acostumbrada a enfrentarse a miradas semejantes.