Allende y la experiencia chilena - Joan E. Garcés - E-Book

Allende y la experiencia chilena E-Book

Joan E. Garcés

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Beschreibung

40 años después de la insurrección armada contra las instituciones y libertades republicanas de Chile, esta nueva edición de la clásica obra de Joan E. Garcés sobre el gobierno del presidente Salvador Allende, traducida a varios idiomas, quiere recordar los hechos acaecidos en el periodo comprendido entre las elecciones presidenciales de 1970 y el asalto armado al Palacio de La Moneda del 11 de septiembre de 1973. Hechos analizados por un analista excepcional y testigo directo, Joan E. Garcés, a quien la gran amistad y confianza de Salvador Allende lo situaron en una posición de responsabilidad singular en este periodo histórico, que se convirtió en la experiencia más moderna hasta la fecha de democratización de las estructuras sociales, económicas y políticas que contenía los gérmenes de una transición al socialismo en pluralismo y libertad nunca antes tan ampliamente desarrollados. Análisis detallado y relato vívido, no puede comprenderse plenamente la experiencia histórica que Chile viviera de la mano del presidente Allende sin conocer los elementos revelados a lo largo de este libro, condicionantes de las opciones estratégicas y tácticas de uno de los procesos revolucionarios que más ha influido en las izquierdas de todo el mundo con posterioridad a la Revolución rusa y a la Guerra de España.

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Siglo XXI

Joan E. Garcés

Allende y la experiencia chilena

Las armas de la política

Diseño de portada

RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Joan E. Garcés, 1976, 2013

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 2013

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1649-4

Prólogo a la nueva edición

Cuatro décadas después

Desde 2007 el sistema capitalista conoce la mayor crisis sistémica desde la vivida en la segunda y tercera década del siglo xx. Esta fue enfrentada con medidas que cabe agrupar en parámetros dentro de dos modelos principales, por un lado el fascista –con variantes italianas, germanas, japonesas y otras– y, por otro lado, el de regulación estatal en alguna de las variantes del new deal iniciado a partir de 1933 por la Administración Roosevelt en EEUU.

La República de Chile conoció aplicaciones contrapuestas del segundo modelo desde la elección del gobierno de Frente Popular en 1938, hasta la insurrección encabezada por el Comandante en Jefe del Ejército en septiembre de 1973. Bajo la influencia de economistas formados en la escuela de Raúl Prebisch en la Comisión Económica de la ONU para América Latina (CEPAL), el gobierno de la Unidad Popular alcanzó entre 1970-1973 uno de los niveles más altos de democracia económica y social hasta entonces practicados en un sistema político representativo pluralista, de orientación socialista.

Una insurrección armada en 1964 impuso una dictadura sobre los brasileños a la que siguieron otras sobre los pueblos de Argentina, Ecuador, Perú, Bolivia y Uruguay. Al cabo de una inmensa operación desestabilizadora, la Administración de Richard Nixon logró destruir en 1973 los fundamentos de la democracia también en Chile, con cuyo fin movilizó a sus aliados en Europa, a dictadores latinoamericanos y, también, al gobierno democristiano del presidente Caldera que controlaba los suministros de petróleo procedentes de Venezuela.

Antes, en el extremo europeo del mundo hispánico, la intervención de Alemania e Italia había destruido entre 1936 y 1939 las instituciones republicanas e impuesto sobre los españoles la dictadura fascista del general Franco que en 1969 proyectó sucederse a sí misma designando, en la Jefatura vitalicia del Estado y de las FFAA, a un oficial formado en sus Academias militares y Borbón de apellido.

A partir de 1973 el capital financiero, nacional e internacional, ha apoyado en Chile –y en cuantos otros países ha podido lograrlo– la desnacionalización de recursos, el incremento de los medios de represión social, política, cultural y económica, de discriminación en salud, trabajo, educación, información, igualdad y solidaridad. La interacción entre capital financiero y represión socioeconómica ya la había constatado el primer relator al que la ONU en 1977 confió estudiar dicha relación y los crímenes sistemáticos y masivos a que ha sido sometido el pueblo chileno desde el 11 de septiembre de 1973:

[…] la masa de esa cooperación ayuda a fortalecer y mantener en el poder un sistema que practica una política de violaciones a gran escala de esos derechos […] la actual cooperación económica a menudo es instrumental a la perpetuación o al menos la continuidad de la actual situación de enormes violaciones de los derechos humanos. […] A fin de lograr esa cooperación […] la «solidez» [de los indicadores macroeconómicos] solo puede lograrse con una redistribución del ingreso desfavorable a la inmensa mayoría de la población […] para atraer inversiones la pobreza y atraso del pueblo trabajador no son considerados un factor negativo[1].

Uno de los efectos acumulados ha sido que para 2011 el 10,1 por 100 del ingreso total de Chile se lo estaba apropiando el 0,01 por 100 de la población (1.200 personas), mientras el 0,1 por 100 y 1 por 100 de la población lo hacía, respectivamente, del 17,6 por 100 y del 30,5 por 100 del total del ingreso. Es la escala más desigual de los países de la OCDE, con las consiguientes consecuencias negativas para la sociedad. En España, los porcentajes respectivos de población concentraban el 1,5, 3,9 y 10,4 por 100 del ingreso total nacional[2]. En contraste, durante el gobierno de Allende más del 60 por 100 del ingreso nacional lo percibían los asalariados.

El creciente control sobre el Estado y sus gestores así logrado por el capital financiero, la reducción de las personas a mero valor contable pecuniario, se prolonga hasta hoy, en ósmosis con la continuidad de la propiedad de los medios de producción e información, de la burocracia civil y de los aparatos militares, policiales y judiciales que sostuvieron a ambas dictaduras.

Resulta esclarecedor que la mayoría de la cúpula del Tribunal Supremo español –la denominada Sala del artículo 51 de la Ley Orgánica del Poder Judicial– hasta hoy sigue formada por jueces que juraron lealtad al dictador y preservan la impunidad absoluta de los crímenes de lesa humanidad cometidos como medio para destruir las libertades republicanas. En Chile, el mismo paradigma empezó a resquebrajarse solo a partir de 1998, después de que con apoyo de las víctimas lograra yo que jueces europeos ordenaran detener en Londres, a efectos de su extradición y enjuiciamiento, al general responsable de los mayores crímenes de la historia de Chile.

El sufragio universal suprimido desde el 1 de abril de 1939 en España fue restablecido en 1977, pero bajo un sistema electoral que discrimina el voto urbano, que en circunscripciones de ámbito provincial obliga a votar listas cerradas, bloqueadas, de candidatos sometidos a dirigentes oportunamente cooptados y financiados para prolongar el legado socioeconómico de la dictadura. En Chile, el sufragio universal abolido el 11 de septiembre de 1973 fue restablecido en 1989, pero bajo un sistema electoral concebido para asegurar la sobrerrepresentación de dirigentes cooptados con igual propósito.

Las organizaciones políticas así construidas y, por su intermedio, las administraciones públicas que gestionan, se han subordinado a las exigencias especulativas del capital que alimentan la crisis sistémica en desarrollo desde 2007. Ese año el PIB crecía en España al 3,9 por 100 anual, el superávit presupuestario era del 1,9 por 100, la deuda pública el 36,3 por 100 del PIB y el desempleo el 8,3 por 100, desde entonces ha encadenado cinco años sucesivos de recesión inducida con el resultado de que en el primer trimestre de 2013 el PIB continúa cayendo un 2 por 100, el déficit público es del 6,3 por 100 y la deuda pública ha aumentado al 90,2 por 100 del PIB, al imponer a los contribuyentes asumir la carga provocada por la quiebra de bancos privados, mientras el desempleo escala al 27,1 por 100 (al 57 por 100 entre los menores de 25 años)[3]; al tiempo que son reducidos o desmantelados los servicios públicos en sanidad, educación, cultura, justicia, vivienda, y se apertrechan recursos para disuadir o reprimir las protestas.

En España, desde la destrucción de las instituciones republicanas en 1939, los regímenes sucesivos se han sostenido cediendo control sobre el territorio, la población y sus activos a la coalición liderada por Alemania hasta 1945, después por EEUU –compartida con Alemania desde 1977–. Sin política exterior ni defensa propias, perdida en el año 2000 la capacidad de acuñar moneda, en 2011 cedida la aprobación de los Presupuestos del Estado a instituciones europeas fuera del control democrático y subordinadas a las prioridades de otros estados, y elevada a rango constitucional la preterición de todas las funciones del Estado al reembolso de la deuda externa, la deslegitimación del Estado y sus representantes ha llegado a tal extremo que su desintegración territorial ha quedado a merced de que Alemania y/o EEUU la reconozcan… a menos que antes los pueblos de la península Ibérica y/o Europa acuerden y logren recuperar su alienada soberanía popular y se doten de estructuras de democracia participativa que respondan ante aquella.

El gobierno de la Unidad Popular entre 1970 y 1973 entendía que era perjudicial a la autonomía económica y política de Chile y a los intereses de América Latina permanecer encerrados dentro de las «fronteras ideológicas» fijadas por las potencias hegemónicas que se enfrentaron en la Guerra Fría (1946-1989). En consecuencia, en 1971 el de Chile fue el primer gobierno del continente americano que estableció relaciones diplomáticas con la China Popular y otros Estados de Asia en lucha por emanciparse de gobiernos neocolonizados.

Cuatro décadas después la situación es muy distinta, la mayoría de los Estados de América Latina confluye en acuerdos que aumentan la autonomía de cada uno y la del conjunto, los intercambios directos entre los países del hemisferio sur se han incrementado exponencialmente, mientras en Europa se interrogan sobre las consecuencias del final del ciclo de globalización imperial iniciado en el siglo xvi, y EEUU otea el final del que comenzó en el siglo xix.

Desde 2008, China es el país con mayores reservas financieras y su economía está recuperando el lugar predominante que durante milenios fue el suyo –hasta la segunda mitad del siglo xviii–. Las proyecciones que se consideran más serias estiman que en 2020 los llamados «países emergentes» habrán doblado su parte en los activos financieros y que para 2030 la parte conjunta de EEUU, Europa y Japón en el ingreso mundial habrá descendido del 56 por 100 actual a mucho menos de la mitad, al tiempo que, probablemente, ningún país será hegemónico en un mundo multipolar de redes y coaliciones.

Cualquier proyección o estimación actual será ciertamente modificada por los hechos que sobrevendrán. Nuevas formas de barbarie, xenofobias y belicismos emergerán a favor de la actual manifestación de crisis del sistema capitalista y de las instituciones que le están sometidas. Es necesario concebir y construir alternativas que defiendan de manera efectiva los principios de humanidad y las libertades de los pueblos y las personas, la supervivencia del ecosistema. En ese camino de luchas y esperanzas, de regresiones y avances siempre reversibles, se halla la impronta de los pasos dados por Allende de Chile. El testimonio que publiqué en 1976 se reedita ahora en su versión original íntegra.

Joan E. Garcés

Madrid, 12 de mayo de 2013

[1] A. Cassese, Rapporteur: Study on the Impact of Foreign Economic Aid and Assistance on Respect for Human Rights in Chile, ONU, Economic and Social Council, E/CN.4/Sub.2/412, 20 de julio de 1978, vol. IV, paras. 496-497, subrayado en el original.

[2] R. López, E. Figueroa y P. Gutiérrez, La «parte del león»: nuevas estimaciones de la participación de los súperricos en el ingreso de Chile, Santiago, Universidad de Chile, Facultad de Economía, marzo de 2013, tabla 14 elaborada en base a datos de The World Top Income Database de A. B. Atkison y T. Piketty, Oxford University Press, 2007, 2010, y A. B. Atkison; T. Piketty y E. Sáez, «Top Incomes in the Long Run of History»,Journal of Economic Literature, 2011, 49 (1), pp. 3-71.

[3] Fuentes: Banco de España, Instituto Nacional de Estadística, Eurostat.

Presentación

El proceso chileno ha puesto en evidencia graves lagunas o errores de la praxis revolucionaria dominante en el movimiento obrero y popular. Laguna ha sido, por ejemplo, el desconocimiento que en sus partidos y organizaciones dirigentes existía sobre la política militar antiinsurreccional, particularmente antigolpe de Estado, a través de las técnicas de la defensa civil. La ausencia de una concepción teórica y operativa de estas últimas creó un vacío en la estrategia político-militar de la Unidad Popular (UP) que redujo progresivamente su capacidad de iniciativa y de defensa.

Semejantes insuficiencias se vieron acompañadas por otras más graves. El carácter de la alianza y coexistencia entre clases y sectores sociales, la naturaleza y función del Estado, la necesidad de una dirección unida del movimiento popular, la defensa de la nación como totalidad frente al asedio de una potencia extranjera, son algunos de los problemas de cuya solución depende el destino de un proceso de transformación de un sistema capitalista en favor de una alternativa socialista, y en los que la experiencia chilena ha revelado hasta qué punto algunos de los conceptos más generalizados de la teoría de la transición al socialismo pueden ser inadecuados ante las exigencias cambiantes de la evolución histórica y la especificidad única de cada proceso social.

Todo ello, sin embargo, no debe empalidecer el hecho de que la meta y el camino que intentó seguir el pueblo protagonista de este libro, la denominada «vía chilena al socialismo», reunía un síndrome de elementos definitorios –políticos, sociales, económicos, militares–, que la convierten en la experiencia más moderna hasta la fecha de revolución anticapitalista, conteniendo los gérmenes de una modalidad de transición al socialismo nunca antes desarrollados hasta un nivel comparable: plena vigencia de la democracia como forma de vida en el seno de los sectores y organizaciones integrantes del bloque social popular, reconocimiento de derechos políticos y civiles iguales a la oposición, respeto del Estado de derecho como norma de regulación de la vida colectiva, rechazo de la guerra civil como vía de resolución de las contradicciones sociales, libre ejercicio de las libertades de organización, conciencia y expresión sin más restricciones que las contempladas en un régimen legal fundamentado en la voluntad nacional manifestada a través del sufragio universal, libre, secreto y con pluralidad de partidos, etcétera.

De modo complementario, las técnicas contrarrevolucionarias que fueron puestas en práctica por el gobierno norteamericano y la burguesía criolla para derrotar a los trabajadores chilenos, son un ensayo de un fenómeno de envergadura: la prueba de la capacidad de ciertas tácticas y estrategias aplicadas a la destrucción y escarmiento de un pueblo en busca de su liberación social y nacional en el presente contexto de las relaciones mundiales, en particular en su proyección latinoamericana pero con elementos comunes válidos para otras regiones, incluida Europa Occidental.

En la medida en que tales técnicas contrarrevolucionarias han predominado en la práctica, han demostrado estar de alguna manera más desarrolladas que las utilizadas coetáneamente por el movimiento popular. Y el éxito de su aplicación en Chile entre 1970 y 1973 anticipa, y asegura, su reaparición en otras latitudes donde la supervivencia del sistema capitalista se enfrenta a un desafío de naturaleza comparable.

Algunas de las dimensiones más cruciales de la historia del gobierno de la Unidad Popular, las de orden estratégico, es propio de su carácter que solo fueran plenamente conocidas por la dirección superior del gobierno. Difícilmente puede comprenderse o interpretarse esta experiencia histórica sin ellas. La confianza política y la amistad con que me distinguiera Salvador Allende me situaron en una posición de responsabilidad singular en el periodo comprendido entre junio de 1970 y el 11 de septiembre de 1973. La masacre del palacio de La Moneda y las ejecuciones de dirigentes que siguieron me han convertido lamentablemente en el único superviviente de los colaboradores políticos personales del presidente Allende. Era mi deber contribuir al entendimiento del periodo que se cerraba aquel 11 de septiembre con este testimonio, que dirijo en primer lugar a los trabajadores chilenos, escrito a partir del ángulo de enfoque que fue el mío: la presidencia de la república, síntesis que era de un gobierno, de la coalición de partidos de la Unidad Popular y de la Central Única sindical, de un Estado institucionalizado y de una sociedad nacionalmente vertebrada.

J. E. G.

París, julio de 1975

I. Tradición histórica y praxis presente o la actualidad de un viejo debate

El problema que nos ocupa se refiere a la conquista del poder por las organizaciones de trabajadores con voluntad de reemplazar el modo de producción capitalista por el socialista. Queremos plantearlo en el marco de una sociedad políticamente desarrollada, con prácticas y valores democráticos arraigados en la estructura social, generalizados al conjunto de la población e institucionalizados, en una estructura económica integrada y dependiente del sistema capitalista internacional –en grado mayor o menor–. Con lo que delimitamos nuestro campo visual a los países que han experimentado de una u otra forma la revolución democrático-liberal, históricamente vinculada al desarrollo del capitalismo industrial y de los conflictos sociales entre burguesía y clase obrera. Queremos, asimismo, referir nuestro análisis al periodo condicionado por el desenlace de la guerra de 1939-1945 y por la tecnología termonuclear de que disponen las políticas militares de Estados Unidos y la Unión Soviética, principales centros de poder mundial de los sistemas capitalista y socialista, respectivamente.

Algunas de las cuestiones teórico-prácticas que esta problemática tiene planteadas tienen una larga trayectoria en el decurso de las luchas revolucionarias del movimiento obrero. Preciso será, por consiguiente, tener en cuenta antecedentes cuya influencia ha sido considerable en la formación histórica y en la praxis actual de las fuerzas organizadas con una teleología socialista. En cada experiencia histórica confluyen factores que resultan específicos en su ubicación estructural y en su articulación con circunstancias nacionales y externas únicas. Pero cada marco histórico concreto se ve, a su vez, trascendido en la medida que se manifiestan fenómenos sociales recurrentes que, en condiciones distintas de tiempo y espacio, se hallan presentes en todos los países que han recorrido o recorren un proceso de agotamiento y transformación de las estructuras básicas en las que se asienta el modo de producción capitalista.

El desarrollo de un sistema socioeconómico, en el cual los trabajadores y sus organizaciones representativas sean hegemónicas en el conjunto del cuerpo social, requiere la resolución favorable, por parte de aquellos, de la pugna en torno del poder. Resolución que no se produce en un momento temporalmente delimitado y preciso, en función de un hecho histórico de trascendencia especial, sino que se prolonga a lo largo del ciclo de cambio de las estructuras socioeconómicas, antecede y sigue a las manifestaciones de crisis en que se confrontan de modo más directo y nítido las fuerzas favorables y adversas al sistema capitalista. El control del poder por los trabajadores no se resuelve tampoco de una vez por todas con motivo de una gran victoria política y militar, sino que se requiere de una acción anterior y posterior continuada y permanente; en todo caso, hasta que la configuración social se encuentre articulada de modo tal que las causas –nacionales e internacionales– de la concentración del poder entre los propietarios y los manipuladores del capital dejen de existir. Aun con toda su importancia, el logro de la dirección del aparato del Estado no es sino el término de una etapa en el largo camino de la socialización del poder, que se continúa ciertamente con otros recursos y características distintas, pero que se prolonga por años, por décadas…, por último por tiempo indefinido, en la medida que las contradicciones y conflictos en torno del poder y de su utilización surgen y se desarrollan en cualquier sociedad, tanto entre clases y capas sociales distintas como dentro de una misma clase. En un sistema socialista, las contradicciones políticas son de naturaleza sin duda diferente de las propias de configuraciones socioeconómicas anteriores, pero no por ello el problema de su control y el sentido de su utilización dejan de ser causa de tensiones y conflictos.

Importa destacar que la modalidad concreta que asume la transición al socialismo en un país depende, en gran manera, de las características distintivas que informan la fase previa a la conquista del poder del Estado por los trabajadores. Lo que viene a significar que la forma y el contenido del periodo de transición están condicionados por la naturaleza de la crisis que puso término a la capacidad de continuidad (mantenimiento + evolución) del sistema capitalista. Y en especial por un hecho que, aun siendo instrumental, tiene la más alta trascendencia en el terreno práctico: la mediación o no de una guerra –civil o internacional– como vehículo de solución del conflicto en torno de la hegemonía de los intereses del bloque social obrero-popular por encima de los del burgués.

Que una situación de crisis estructural se resuelva o no a través del enfrentamiento armado depende no solo de factores internos al sistema en cuestión, sino también externos. Entre estos últimos es decisiva la capacidad de intervención que puedan tener los sistemas de fuerza (económica, militar y política) del mundo capitalista y socialista sobre el país cuya clase dominante siente amenazados los pilares de su hegemonía social. Entre los factores internos, dos son especialmente relevantes: por un lado, el nivel de contradicción existente entre los distintos sectores sociales, que los lleva a agruparse en torno al polo burgués o proletario, y por el otro, el carácter del Estado y del sistema político.

La naturaleza de la crisis de un sistema capitalista –variable dependiente a efectos de nuestro estudio– se halla de este modo condicionada por la conciencia de sí y para sí de la clase obrera y su capacidad orgánica relativa frente a la de su principal antagonista. Así como por la naturaleza de la estructura económica del país y su relación de dependencia respecto del sistema capitalista internacional –variables principales–. La resolución de la crisis seguirá una u otra vía en función de las características que informen a las variables intervinientes mencionadas.

De este modo, la crisis de hegemonía del bloque social burgués y la resolución del conflicto en torno del poder, desde el punto de vista de la transición al socialismo las podemos descomponer, a efectos analíticos, en las variables siguientes:

Crisis del sistema capitalista y guerra civil

Sin crisis social no hay cambio de régimen ni, con mayor motivo, de sistema político. La desarticulación de los mecanismos integradores y reguladores de un sistema económico es el principal precipitante de una crisis social. Pero ni toda crisis económica conduce a una crisis social, ni toda crisis socioeconómica desemboca en crisis general del sistema político existente, sino que el proceso está condicionado por la presencia y naturaleza de otros fenómenos sociales.

Es en torno a estos últimos, a su delimitación, articulación y función, que gira el debate político, tanto teórico como práctico. En ambos terrenos las fuerzas sociales interesadas en la continuidad de las variables esenciales del sistema capitalista, y las partidarias de su reemplazo por otras de orientación socialista, sostienen una batalla sin tregua.

Después de la Segunda Guerra Mundial, coincidiendo con el periodo de liquidación de los imperios coloniales europeos y el propósito de Estados Unidos de asumir la dirección central del mundo no socialista, la sociología norteamericana ha llevado a cabo una vasta inversión de recursos técnicos y humanos en el estudio y comprensión del cambio sociopolítico.

La modernización y el desarrollo político de los países industriales hegemónicos han sido analizados sistemáticamente con el propósito de establecer las relaciones institucionales y estructurales que han permitido el desarrollo del modelo capitalista de crecimiento, y las conclusiones han sido puestas al servicio de los centros de poder económico, militar, político y cultural del sistema capitalista internacional para su difusión e instrumentación generalizada; y no solo en países periféricos sino también en los centrales. El estudio de la articulación entre las principales escuelas sociológicas, en especial la funcionalista y estructuralista de inspiración parsoniana, y los intereses materiales de mantenimiento del sistema capitalista, está por hacer. Pero es, sin duda, un campo fructífero para profundizar en la relación entre epistemología e intereses sociales.

En los años de la Guerra Fría y durante los años sesenta, las teorías funcionalistas que se ocupan del análisis de la dinámica del cambio, del crecimiento y del desarrollo, están guiadas predominantemente por la problemática en torno a la conservación y continuidad del sistema, buscando siempre las causas del equilibrio que absorba las presiones sin transformar las estructuras básicas[1].

En un balance hecho en 1973, uno de los principales exponentes de la teoría funcional-estructuralista del desarrollo político se veía llevado a constatar que

La búsqueda de una teoría para el desarrollo empezó en la misma era que produjo los Cuerpos de Paz. Muchas esperanzas y expectativas vanas sobre la muerte de la ideología y acerca de la evolución en Occidente, así como sobre el descubrimiento de modelos de modernización a bajo costo y altamente rentables para las naciones nuevas se han venido desvaneciendo desde entonces[2].

Aunque esta constatación es en sí misma víctima de la ideología de su autor, al identificar la causa –necesidad material de evitar la «revolución en el Oeste»– con el efecto –esperanza de invalidar la «ideología» socialista y de llevar a cabo la «modernización» sin revolución anticapitalista–, ella es sintomática del contexto histórico en que tiene lugar la reflexión teórica.

Es frecuente observar entre los especialistas en ciencias sociales de motivación anticapitalista un cierto menosprecio, cuando no desconocimiento, de la especulación teórica dentro de las principales escuelas sociológicas contemporáneas de Norteamérica. Se comete con ello un doble error. Si por un lado esta ignorancia contribuye a desaprovechar algunas elaboraciones técnicas de indudable eficacia y valor, cualquiera que sea la axiología o teleología de las fuerzas sociales que las utilicen, y de un nivel de sofisticación que rara vez se encuentra entre los sociólogos de vocación socialista, por otro lado se deja de percibir la magnitud del peligro que la utilización de estas técnicas sociales encierra para el presente y futuro de las relaciones humanas, en especial en los países que están dentro del sistema capitalista internacional. No solo las ciencias físico-naturales han sobrepasado el umbral en el que los recursos técnicos con que cuentan pueden ser puestos al servicio de la destrucción de una comunidad o de la humanidad entera. Aunque de manera diferente, menos ostensible, también contribuyen a ello las ciencias sociales, al poner sus técnicas al servicio del poder de Estados con vocación de opresión local o mundial, obsesionados por incrementar la capacidad de sus aparatos de control social, de movilización de recursos especiales en periodos de tensión, de manipulación y neutralización de los movimientos de protesta, de adulteración de las innovaciones institucionales intersocietarias, etc. Las técnicas modernas para mantener el poder económico –sobre los medios de producción, distribución e intercambio–, el poder político-militar sobre los medios de represión, el poder social sobre los medios de coacción y el poder cultural sobre los medios de creación, difusión y conservación de los valores, cuentan con disponibilidades históricamente sin paralelo, muy superiores a las que tenía a su alcance el estado nazi que arrastró a Europa a la mayor vorágine de terror y destrucción hasta entonces conocida.

Solo la democratización y la socialización creciente de los instrumentos de poder pueden evitar a las sociedades contemporáneas ser sometidas al despotismo que las técnicas, cada vez más perfeccionadas, de control y destrucción ponen al alcance de los sectores o clases dominantes atemorizados de perder su hegemonía social. Los regímenes nazi-fascistas surgidos en los años veinte y treinta perdieron una batalla militar en 1945, pero no han perdido todavía la guerra… En estos términos razonaba el general Franco tras la derrota de sus protectores en Alemania e Italia. Y los hechos posteriores le dieron la razón durante tres décadas. Estados Unidos y la derecha europea asumieron el relevo de Hitler y Mussolini para ayudarle a mantener su régimen. Al mismo tiempo que respaldaban a cuantos gobiernos antipopulares en el Tercer Mundo no cuestionaban los fundamentos de la estructura del poder del sistema capitalista mundial. Desde Diem en Vietnam al general Park en Corea, pasando por el general Suharto en Indonesia y las dictaduras militares brasileña y griega instauradas en 1964 y 1967, respectivamente, con la complicidad directa de los Estados Unidos[3], cuáles no han sido los progresos técnico-científicos de los medios de represión para mantener los sistemas sociopolíticos tradicionales. Al decir de James R. Schlesinger,

[…] nuestra política con aquellos que no están completamente ni con Occidente ni con los soviéticos será más efectiva cuando se haya construido un sistema de disuasión, un sistema de recompensas y sanciones que sea percibido anticipadamente, por lo menos de manera vaga […] El énfasis que hemos puesto en los paradigmas de democracia, de igualdad de ingresos, en los programas de bienestar, me parecen equivocados. Aquello en lo que nosotros estamos fundamentalmente interesados es en gobiernos estables, no comunistas, que dirijan –y puedan conservar– el apoyo de sus pueblos […] Demasiada insistencia en la introducción de las formas democráticas, donde el espíritu de la democracia no existe puede dar oportunidades […] a quienes podrían promover cambios sistemáticos, a quienes podrían impulsar la revolución […]. Hay momentos en que los procedimientos democráticos deben ser introducidos, y hay momentos en que semejante introducción debe ser evitada […] Ello implica que nosotros necesitamos adquirir las técnicas para mantener la fuerza del liderazgo de quienes deberíamos desaprobar en otras condiciones[4].

El exponente de tan clara doctrina fue promovido a director de la CIA en 1973, y nombrado secretario de Defensa posteriormente, hasta noviembre de 1975.

En los Estados Unidos y Europa, en los propios terrenos de batalla donde el fascismo fue combatido por las armas, nadie puede pretender razonadamente que el peligro de una reiniciación de aquel –en formas renovadas pero de contenido más temible– haya desaparecido. Que el sistema social actual entre en una crisis de envergadura suficiente para poner en jaque la hegemonía del bloque social hoy dominante, y este no dejará de intentar recurrir a medios de represión de una capacidad destructiva equivalente al grado de la amenaza que siente cernirse sobre él.

Es en función de los recursos técnicos y científicos contemporáneos, de la capacidad de ser utilizados por las fuerzas sociales en pugna, como debemos contemplar en todo momento la lucha por el poder. Y, sin embargo, cuántos postulados legados por la historia del movimiento obrero anterior a la Primera Guerra Mundial continúan sobreviviendo, a pesar del profundo cambio intervenido en el desarrollo de las fuerzas de producción, y de los medios generados para asegurar la continuidad de las estructuras básicas de subordinación de los trabajadores a las organizaciones representativas del capital. Permítasenos volver la mirada hacia algunos antecedentes históricos de fenómenos políticos presentes.

Todavía está vivo en los países capitalistas un clásico dilema que animó las polémicas tácticas del movimiento obrero europeo a fines del siglo xix. A título de ilustración, retengamos un ejemplo entre muchos, el debate entre los líderes socialistas franceses Jean Jaurès y Jules Guesde. ¿La clase obrera, debe considerar la posibilidad de conquistar el poder controlando progresivamente los centros político-representativos del estado burgués fundamentados en el sufragio universal? Sí, responde Jaurès, apoyándose en una premisa y en una condición. La primera, que al asumir puestos representativos, desde las municipalidades hasta el gobierno central, el movimiento obrero «es tanto una fracción del proletariado en ascenso como una fracción del estado burgués». La segunda, «que la clase obrera esté organizada, unificada, que frente a todos los restantes partidos anárquicos y discordantes aquella sea un solo partido, al igual que es una sola clase».

No, replica por el contrario Guesde,

la revolución que os concierne solo será posible si vosotros sois vosotros mismos, clase contra clase, sin conocer y no deseando conocer las divisiones que pueden existir en el mundo capitalista […] el día en que el proletariado comprendiera y practicara la lucha de clases capitalista, ese día no habría más socialismo […] los trabajadores serían una clase más, un partido a la zaga, domesticado, sin razón de ser y, sobre todo, sin porvenir[5].

Esta contraposición de tácticas tenía lugar en 1900, aun dentro de un mismo partido, el Socialista francés. Después de la guerra europea y del éxito de la Revolución de octubre de 1917 en Rusia, el mismo debate ha continuado, pero desde un Partido Socialista dividido en dos. La historia del movimiento obrero posterior a 1917 está marcada por esta división.

¿La conquista del poder por los trabajadores en los países industriales solo es posible tras una guerra internacional o una sucesión de guerras internacionales? Esta es la conclusión lógica a la que lleva el desarrollo de la vía insurreccional como táctica revolucionaria. La integración e interdependencia del sistema capitalista mundial hace que este reaccione solidariamente contra la amenaza revolucionaria en una de sus partes; en especial, el país o conjunto de países hegemónicos se arrogan la responsabilidad principal en la tarea de sofocar las rebeliones locales. Aunque con un significado social distinto, es un mecanismo semejante al que operó en toda Europa contra la consolidación primero, y la irradiación después, de la revolución burguesa en Francia a fines del siglo xviii y comienzos del xix, inspirando la doctrina y la acción intervencionista de las grandes potencias de la Santa Alianza en los países amenazados por algún intento revolucionario liberal-burgués.

Los socialistas de mediados del siglo xix buscaron en la experiencia histórica de las revoluciones burguesas anteriores extraer enseñanzas y anticipaciones sobre las modalidades que adoptarían las revoluciones proletarias. La teoría y la práctica de las insurrecciones obreras como vía de conquista de poder, están impregnadas del éxito de la insurrección de París en 1789 y de las jornadas de las barricadas de 1830 que derrocaron a los Borbones. Durante más de un siglo, en muchos movimientos obreros nacionales se ha buscado denodadamente una nueva Bastilla para tomar por asalto. Del mismo modo, muchos socialistas del siglo xix buscaron en la experiencia internacional que acompañó a los levantamientos revolucionarios burgueses una anticipación de lo que debía esperarse que acaeciera a los levantamientos obreros futuros. Francia fue el país donde la revolución burguesa avanzó más por la vía insurreccional después del levantamiento de París en 1789. Pero Inglaterra, al frente de las monarquías tradicionales del continente, terminó venciendo a los ejércitos salidos de la revolución, y la monarquía tradicional fue restaurada en Francia y en todos los demás países que se habían visto afectados, de uno y otro modo, por el efecto de propagación de la experiencia francesa. De ahí que, a mediados del siglo xix, tras la derrota de las insurrecciones populares que tuvieron lugar en París y otros puntos de Europa en 1848, no es extraño que Marx considerara que:

La liberación de Europa, sea por la sublevación de las nacionalidades oprimidas que buscan su independencia, sea por el derrocamiento del absolutismo feudal, se halla determinada, por consiguiente, por el éxito de la sublevación de la clase obrera francesa. Pero cada revolución social francesa fracasa debido a la burguesía inglesa, a causa de la dominación mundial, industrial y comercial de Gran Bretaña. Cualquier reforma social parcial en Francia y, en general, en el continente europeo es siempre un buen deseo piadoso, vacío, en la medida que se pretende irreversible. Y la vieja Inglaterra será derrocada por una guerra mundial en la que solo el partido de los Cartistas, el partido obrero organizado inglés, puede ofrecer las condiciones para la victoria de una sublevación contra sus gigantescos opresores[6].

Según esta perspectiva, la derrota en una guerra internacional de la metrópoli hegemónica del capitalismo mundial podría permitir la revolución socialista en el seno de aquella, condición sine qua non para que la clase obrera de otros países pudiera a su vez intentar o estimar definitiva la toma del poder. La tesis que afirma que el desarrollo del capitalismo lleva en su seno la creación de las condiciones para una guerra internacional, y que las profundas mutaciones producidas por esta debían dar paso al triunfo de la revolución proletaria, es una constante en la teoría marxista del siglo xix. Así, al reflexionar sobre el destino de Europa tras las guerras victoriosas de Prusia sobre Francia y Austria que permitieron la unificación de Alemania, Engels preveía en 1887 que en lo sucesivo

para Prusia-Alemania no puede haber otra guerra que no sea la mundial, más aún, una guerra mundial de amplitud e intensidad jamás conocidas. De ocho a diez millones de soldados se degollarán unos a otros […] las devastaciones de la Guerra de los Treinta Años, concentradas en tres o cuatro años, se extenderán a todo el continente […] los viejos Estados con su prudencia tradicional se hundirán, decenas de coronas rodarán por el pavimento, y nadie se dignará a recogerlas. No es posible prever cómo terminará todo esto, ni cuál de los beligerantes saldrá victorioso del combate. Un solo resultado es absolutamente seguro: todo el mundo estará agotado, y nosotros contaremos con las condiciones para la victoria final de la clase obrera[7].

Treinta años después, la Primera Guerra Mundial y la Revolución bolchevique probaban hasta qué punto semejante anticipación tenía fundamentos reales. Concepción de la evolución de la historia, que en el caso de Engels no era lineal ni determinista a corto plazo, importante es decirlo, pero sí en una perspectiva de secuencias temporales más amplias:

La guerra nos hará retroceder [al proletariado] quizás hasta el fondo, y nos arrancará sin duda muchas posiciones ya conquistadas. Pero cuando vosotros [los capitalistas] habréis desencadenado las fuerzas que ya no podréis continuar dominando, las cosas seguirán implacablemente su curso normal: al final de la tragedia vosotros estaréis arruinados, y la victoria del proletariado estará ya asegurada o será por último inevitable[8].

Lenin aceptó y desarrolló estos planteamientos, pero los modificó en función de su propia experiencia nacional, al sostener que la victoria del socialismo era posible en un pequeño número de países e incluso en uno solo, en virtud de la ley del desarrollo económico-político desigual del capitalismo. Entre los bolcheviques acabó por imponerse la tesis de que no cabía esperar el triunfo en los países industrializados para iniciar la revolución socialista en Rusia. En lo demás, Lenin coincidía con Marx en que el nuevo Estado socialista sería asediado por los del mundo capitalista, por lo que debía atraer hacia sí a

las clases oprimidas de los otros países, empujándolas a la insurrección contra las capitalistas, empleando incluso –en caso de necesidad– la fuerza militar contra las clases explotadoras y sus estados[9].

De esta perspectiva leninista nos importa retener aquí dos elementos. Primero, la consideración de la insurrección obrera como vía principal de conquista del poder. Después, el apoyo logístico-militar que aquella requiere para vencer por la fuerza de las armas a las clases explotadoras y a sus estados. En otras palabras, la complementariedad e interdependencia existente entre la insurrección obrera y la guerra civil en el supuesto de que la burguesía tuviera capacidad de respuesta frente al levantamiento popular.

Sin una previa revolución socialista en los países capitalistas dominantes, venía a decir Marx en 1849, las insurrecciones obreras en los otros países o están condenadas al fracaso o, de triunfar, no pueden ser consideradas como irreversibles, ya que pesa sobre ellas la amenaza de la intervención contrarrevolucionaria extranjera. La existencia de un Estado socialista consolidado, agregaba Lenin, permitirá en lo sucesivo que los trabajadores insurrectos cuenten con su ayuda solidaria, incluida la militar.

Aparentemente contrapuestas, en sustancia estas dos proposiciones se complementan. En torno a ambas podría agruparse la historia social del último siglo y medio. Allí donde las fuerzas capitalistas, nacionales o internacionales, se han encontrado en posición dominante, las insurrecciones obreras han sido ahogadas en sangre. Solo en los países donde en el momento oportuno han podido contar con un respaldo económico-militar suficiente para sostener un enfrentamiento con las fuerzas contrarrevolucionarias, o disuadirlo, las organizaciones de la clase obrera han conquistado o retenido el poder. No hay excepción. Así, por ejemplo, sin el respaldo económico-militar de Hitler y Mussolini, la sublevación militar de la derecha española en julio de 1936 no hubiera podido mantenerse, ni quizá nacer. Sin el arribo de material de guerra soviético pocos meses después, la clase obrera española no hubiera podido resistir durante 1937 y 1938 la prolongación de la guerra. En 1939, el equipamiento bélico de las tropas de Franco era muy superior al del ejército gubernamental, lo que resolvió la suerte del enfrentamiento. Sin el apoyo económico-militar del bloque socialista, la revolución cubana difícilmente hubiera sobrepasado el año 1961, y la guerra de Indochina no hubiera seguido la evolución que ha conocido.

Cualesquiera que sean las circunstancias internas de una sociedad, la toma del poder por los trabajadores se halla sobredeterminada por la incidencia de la correlación de fuerzas movilizadas en torno suyo por los sistemas mundiales capitalista y socialista. Incidencia asimétrica y cambiante según el periodo histórico y la región geopolítica.

Regresemos por un momento, sin embargo, a la polémica en el seno del Partido Socialista francés entre Jean Jaurès y Jules Guesde. Este último, al criticar la posición de Jaurès favorable a una táctica obrera de conquista de los centros político-representativos del Estado burgués, se fundamentaba en una premisa de larga tradición en la historia revolucionaria: la socialización de los medios de producción será posible «en cuanto el partido obrero haya agrupado en torno a su programa de expropiaciones una minoría proletaria suficiente»[10].

«Una minoría proletaria suficiente.» Un frente de clase, y una minoría social. Evidentemente, Guesde es lógico consigo mismo cuando no solo descarta como vía hacia el poder la táctica político-institucional de lograr una mayoría socialista en el Parlamento –en esa época centro del poder político del Estado–, sino también la táctica insurreccional a través de la huelga general revolucionaria, porque «habría que esperar demasiado tiempo»[11]. La fundamentación que hace Guesde de semejantes tesis es doble. Por un lado, la referencia histórica a las experiencias revolucionarias burguesas:

es violentamente, por la fuerza, como el Tercer Estado se ha instalado en el poder. Es violentamente, por la fuerza, que a la primera quiebra de la burguesía gubernamental el Cuarto Estado, organizado en su elite, meterá su mano de productor sobre la república de nuestro tiempo[12].

En segundo lugar, la ilusión largo tiempo mantenida de que la lucha electoral del partido obrero –necesaria en ciertas fases del proceso revolucionario– tiene que desembocar fatalmente en la insurrección proletaria. La legalidad electoral burguesa sería así utilizada como arma defensiva y ofensiva para preparar la «ruptura de la legalidad», verdadero camino de la revolución.

Que el incremento del poder político de la clase obrera por la denominada «vía electoral» culmina en la insurrección obrera es una creencia ampliamente compartida por los dirigentes del movimiento socialista internacional de fines del siglo xix y comienzos del xx. Todavía en 1918, Émile Vandervelde, líder del Partido Socialdemócrata belga, sostenía que

contrariamente a lo que algunos pretenden, yo no he subordinado jamás la emancipación del proletariado a su advenimiento electoral o legal […] [el aumento de su fuerza electoral] pone a prueba su derecho a la insurrección, realizando su revolución ineluctable. Este es el lenguaje que yo he empleado en todas partes y en todo momento[13].

Sin embargo, en ningún país donde el movimiento obrero ha conquistado y ha practicado las formas de lucha política propias de un sistema fundado en el sufragio universal, se ha instalado un gobierno socialista por la vía insurreccional. Y lo contrario es igualmente cierto: en ningún país donde ha triunfado una insurrección proletaria, el movimiento obrero había incorporado a su praxis las formas de lucha democrática fundamentadas en el sufragio universal, es decir, en la democracia política.

La razón de esta constante histórica merece ser considerada atentamente. En el fondo del problema se encuentra el hecho de que los fundamentos socioeconómicos y políticos que hacen viable la lucha social por la vía político-electoral, no solo son distintos sino incluso contrapuestos a los de la vía insurreccional. Un proceso de desarrollo revolucionario que ha seguido una de estas vías tácticas, no puede proseguir por la otra si previamente no han desaparecido los fundamentos de la primera. Cambio de vía que es mucho más complejo que el simple cambio de agujas de una red ferroviaria, pues reposa en condicionamientos de la estructura socioeconómica y en las relaciones políticas, económicas y militares –nacionales e internacionales– que requieren secuencias de tiempo generalmente largas.

No establecer las diferencias estructurales, institucionales y temporales que configuran la naturaleza y la factibilidad de una u otra perspectiva táctica puede conducir a las confusiones más espectaculares. Como la muy clásica de disociar las urnas electorales y los fusiles al estilo de:

Siempre la fuerza ha coronado y permitido culminar la acción gubernamental o política iniciada en el boletín de voto. El fusil ha completado la urna. De ahí nuestras dos armas, impuestas por la experiencia de toda la historia: las urnas primero, el fusil después, que los acontecimientos pondrán en nuestras manos, a pesar de nosotros mismos[14].

Semejante contraposición entre voto y fusil es inexacta, y ha llevado a consecuencias prácticas catastróficas. No hay ningún sistema político basado en el sufragio universal que primero nazca y después se mantenga operante, si no cuenta con fusiles que lo respalden. Es decir, con un ejército o fuerza armada que, por una u otra razón, apoya una forma de Estado democrático. Lo que en realidad se contrapone a las formas de lucha social por la vía político-institucional no son los fusiles –que la presuponen– sino los fusiles abriendo fuego –es decir, la guerra civil–. De ahí que la presencia simultánea de formas de lucha legales e ilegales solo es posible desarrollarla hasta sus últimas consecuencias en la perspectiva táctica que implica propiciar –o dejarse arrastrar a– la guerra civil como medio de resolución del conflicto estratégico en torno a la detentación del poder. Lenin establecía claramente el nexo lógico entre ambos supuestos. Cuando criticaba al legalismo de los partidos socialistas europeos y exigía que «es necesario completarlo mediante la creación de una base ilegal, de una organización ilegal, de un trabajo socialdemócrata ilegal, sin por ello entregar una sola posición legal» partía del supuesto de que el trabajo revolucionario que merecía el nombre de socialista era el que estaba conforme con que

la consigna que generaliza y orienta este trabajo, que ayuda a unir y a soldar a quienes desean concurrir a la lucha revolucionaria del proletariado contra su gobierno y su burguesía, es la consigna de guerra civil[15].

En los orígenes de la escisión de los partidos socialdemócratas después de la guerra de 1914-1918, la división de la clase obrera que más ha marcado la historia contemporánea de los países industriales, se encuentra –entre otros factores acumulativos–, la creencia de todo un sector del movimiento obrero internacional, encabezado por el triunfante partido bolchevique ruso, de que la lucha de clases mediante la articulación de formas legales e ilegales debía aceptar llegar hasta el límite de la guerra civil e incluso ingresar en esta última.

Se necesitará una perspectiva histórica mucho más amplia que la que tenemos ahora, cincuenta años después de aquella escisión, para juzgar cabalmente la influencia positiva o negativa de esta última proposición táctica en el destino del movimiento obrero durante el siglo xx, particularmente en los países industriales de Europa y, por extensión, en todas las regiones del mundo que han dependido económica y militarmente de aquellos durante las pasadas décadas. Pero entre las constataciones que hasta la fecha se pueden hacer se encuentra la siguiente: desde que el partido bolchevique demostró en 1917 la posibilidad de que la clase obrera conquistara y retuviera el poder, en los países industrializados todo intento de revolución socialista por la vía de la guerra civil ha terminado en fracaso o en baño de sangre. De modo semejante a como desde 1959-1960, en cuanto Estados Unidos y la derecha latinoamericana percibieron el sentido revolucionario del movimiento castrista que acababa de instaurarse en Cuba, dispusieron toda una estrategia militar y político-económica para aplastar de inmediato los conatos de emulación guerrillera en el continente. Solo en los casos vinculados a los efectos derivados de una guerra internacional, y en países de régimen colonial, semicolonial o bajo dominación extranjera –Yugoslavia, China, Vietnam, Corea del Norte–, la guerra civil ha sido ganada por las fuerzas populares. Y cuando la guerra civil revolucionaria tiene un escenario geográfico nacional, como en el caso del Vietnam del Sur, su evolución y desenlace se encuentran internacionalizados en la medida que dependen no solo de sus protagonistas locales principales, sino también del nivel de la solidaridad de terceros países con los combatientes, en especial de los socialistas –encabezados por la URSS– y de los capitalistas –encabezados por los Estados Unidos.

Así, desde el punto de vista de su dimensión internacional podemos decir que cuanto más un proceso revolucionado de significado anticapitalista se aproxima en su desarrollo a la guerra civil, su suerte está más directamente condicionada por las relaciones militares entre las grandes potencias y su resultante sobre el país en cuestión. Cuanto más absoluto es el poder militar de una potencia en una región geográfica, sin contrapeso, mayor es la propensión que tiene a propiciar la solución de un conflicto revolucionario en el terreno de las armas, si ello contribuye a sofocarlo más eficazmente que por otros métodos. Poco importa el relieve o significado del país afectado. La estrategia norteamericana posterior a la Segunda Guerra Mundial ha venido elaborando un consenso creciente en tomo al principio según el cual toda acción revolucionaria en un lugar intrínsecamente sin importancia puede atentar contra la seguridad de los Estados Unidos, al estimular acciones posteriores en lugares más importantes que pueden llevar a una cadena de revoluciones capaz de provocar el declive de su hegemonía mundial. El presidente Ford lo expone claramente cuando sostiene en público que «ha sido tradicional en nuestro país –antes, durante y después de la Segunda Guerra Mundial– mezclarnos directa o indirectamente en los asuntos de un país extranjero si nuestra seguridad nacional se halla en juego. Mientras la intervención tenga lugar eficazmente, nosotros no deberíamos excluir una acción responsable de esta naturaleza. Rechazarla categóricamente o fijarle limitaciones precisas no sería conveniente por parte del presidente de Estados Unidos»[16].

En cualquier guerra limitada, el raciocinio seguido por una potencia militar hegemónica para determinar su nivel de intervención empieza por evaluar el grado de implicación en ese conflicto de cualquier potencia militar rival, y las consecuencias que ello conlleva para su propia seguridad. Prosigue por la estimación de la capacidad material y psicológica de sus aliados en el país en cuestión para sostener los costos de la lucha contra las fuerzas adversarias, y solo en tercer lugar atiende a la identidad y naturaleza de los directamente enfrentados en el conflicto local[17].

Un proceso revolucionario que se desarrolla en un entorno internacional militarmente dominado por las fuerzas capitalistas debe evitar a cualquier costo derivar hacia una situación de guerra civil. Cuanto más se aproxima hacia esta, más medios tiene la contrarrevolución para vencer militarmente a la vanguardia revolucionaria. Así, por ejemplo, aun cuando el golpe militar del 25 de abril de 1974 –no una insurrección obrera– derrocó al Estado parafascista portugués y permitió la instauración de un gobierno de coalición entre las Fuerzas Armadas y los partidos populares sin disparar un solo tiro, si había una previsión que se pudiera hacer sobre la evolución del nuevo régimen era que la contrarrevolución no abandonaría el propósito de crear las condiciones susceptibles de permitirle provocar la guerra civil, puesto que anticipaba que el desenlace de esta última no podía ser sino la derrota de las organizaciones obreras. Portugal está dentro del sistema militar de la OTAN, sin que las fuerzas militares del Pacto de Varsovia puedan compensar la capacidad –y voluntad– de intervención del primero en respaldo de cualquier cuerpo armado con designios antirrevolucionarios. Desde este punto de vista, el desafío que tenían planteado los partidos obreros y populares portugueses era el de hacer progresar el proceso revolucionario evitando la guerra civil. Lo que implica unas opciones tácticas bien distintas de aquellas que, al aceptar o presuponer la continuidad del proceso a través de la guerra civil, la facilitan.

En la medida en que haya mediación entre toma del poder por la clase obrera, guerra civil y guerra internacional, la previsión de Marx de 1849, antes mencionada, tiene hoy mayor validez que entonces: solo la revolución socialista en el propio centro neurálgico del mundo capitalista puede permitir la construcción del socialismo en los países sometidos a su sistema de dominación. Algunas «innovaciones» han surgido, sin embargo, en los instrumentos bélicos a lo largo de los siglos xix y xx. En la época de los mísiles balísticos intercontinentales con cabezas múltiples y de los blindados, las barricadas como forma de lucha popular tienen la misma actualidad que los fusiles de aguja. Si el conjunto de las guerras napoleónicas costaron a Europa alrededor de dos millones de vidas humanas[18], la guerra mundial de 1914-1918 fue cinco veces más mortífera[19] y la de 1939-1945, veinticinco veces, causando unos cincuenta millones de víctimas. El armamento creado después de 1945 puede hacer desaparecer prácticamente a todo el género humano en caso de una nueva conflagración general.

Por otro lado, si la guerra civil entre 1918 y 1920 costó a la Unión Soviética un millón de muertos en combate[20], es decir, trece personas por cada mil habitantes, la Guerra Civil española de 1936-1939 elevó aquella cifra a veinte muertos por igual número de habitantes[21], y la de Vietnam, entre 1961 y 1973, significó más de un millón de vietnamitas muertos en combate como soldados regulares o irregulares, es decir, treinta muertos por cada mil personas[22]. Pero las víctimas entre la población civil han aumentado en una proporción aún mayor. Mientras la guerra civil soviética significó la muerte de unos 60 civiles por cada mil, en Vietnam se calculan las víctimas civiles en cerca de 150 por mil. A lo que habría que añadir las vastas destrucciones de la ecología del país producidas por los sofisticados medios de aniquilamiento biológico ensayados por Estados Unidos en Vietnam, sin precedente en la historia.

El costo de las crisis internas e internacionales del sistema capitalista y de su superación por la vía de la guerra civil o mundial ha cambiado muchas veces de valor cualitativo desde 1844. En gran parte debido al desarrollo científico-técnico de los medios de represión y destrucción. Pero tras el estallido de la primera bomba atómica en Hiroshima en 1945, las guerras totales anteriores pueden ser respecto de la futura lo que las de arcos y flechas a la de 1939-1945. Y si el costo de la próxima conflagración internacional es la destrucción de la humanidad, o algo equivalente, ¿cabe atribuir a la invocación de la guerra como vehículo de solución de los conflictos presentes y futuros otro valor que el negativo absoluto?

La insurrección como táctica revolucionaria

La guerra civil favorece a aquel contendiente que cuenta con mayores recursos económico-militares. Y tras la batalla, vae victis… los sistemas políticos cimentados con la argamasa regada en la sangre de las guerras revolucionarias tienen una dureza y firmeza especiales, tanto en el caso del triunfo de la revolución –URSS– como de la contrarrevolución –por ejemplo, el régimen franquista en España.

Como camino hacia el socialismo, la insurrección obrera y la guerra civil sin la presencia de una guerra internacional demostraron estar cerrados en los países industriales durante el siglo xix, y lo continúan hoy. Por otro lado, sin la unidad política de la clase obrera y demás sectores discriminados o explotados, el sufragio universal tampoco puede permitir a los trabajadores el reemplazo del modo de producción capitalista en los países donde este ha entrado en crisis. En virtud de ambos supuestos, ¿cuánto no ha pesado la división del movimiento obrero europeo entre la II y la III Internacional al facilitar, durante los años veinte y siguientes, una solución fascista a los países europeos que atravesaban una crisis más aguda en su sistema sociopolítico, permitiendo el acceso al poder de las fuerzas que precipitaron al mundo en la guerra de 1939-1945? Y ¿cuánto no ha influido el antagonismo entre los partidos socialdemócratas y comunistas en prolongar la hegemonía del bloque social burgués en los países de régimen democrático liberal, al impedir que el sufragio universal permitiera a las organizaciones obreras llegar al poder en los países cuyo modo de producción capitalista había entrado en crisis y transformarlo según criterios socialistas?

Los fundamentos sociopolíticos y los medios que hacen posible la táctica insurreccional de conquista del poder son distintos de los de la guerra popular, como lo muestran las diferencias entre la experiencia bolchevique de 1917 y la china entre 1934 y 1949. Pero las diferencias son todavía más grandes entre las dos anteriores y la táctica político-institucional. Esta última es viable solo en un sistema político representativo, fundamentado en la voluntad popular expresada a través del ejercicio de las libertades políticas por el conjunto de la comunidad.

Diferencias importantes tanto antes como después de la toma del poder por los trabajadores, pues la etapa de transición al socialismo se halla directamente condicionada por la vía táctica seguida para el acceso al poder. Vía insurreccional y pluralismo político tienden a excluirse, mientras que este último es consustancial a la vía político-institucional.

La estructura organizativa y operativa concebida por Babeuf para promover una insurrección en París en 1795[23], reaparece en algunos de sus elementos fundamentales en las experiencias insurreccionales obreras posteriores, hasta nuestros días, sin que las diferencias y variantes particulares de cada caso histórico afecten a su esencia:

a) la dirección del movimiento debe dotarse de una dirección centralizada, netamente jerarquizada, susceptible de adaptarse a circunstancias de clandestinidad;

b) las acciones de encuadramiento, propaganda y movilización popular deben ser llevadas a cabo por equipos especialmente preparados para esta tarea, profesionalizados;

c) el movimiento así organizado debe desarrollar una política tendente a generar un poder alternativo al que se trata de derrocar, en particular un ejército popular capaz de derrotar al del gobierno en funciones.

En la Conspiración de los Iguales estaba previsto que la acción insurreccional propiamente dicha se daría como primera tarea ocupar los centros militares y los edificios gubernamentales, seguiría por la distribución de los bienes de producción y de consumo más necesitados por las capas populares (tierras, viviendas, alimentos, etc.), así como por la organización de un gobierno provisional.

La insurrección de Babeuf fue abortada, pero sus dirigentes alcanzaron a formular las directrices según las cuales debía proceder el gobierno provisional revolucionario que querían instaurar:

a) el gobierno provisional debía proceder en nombre y al servicio de la mayoría de la nación, pero sin estar sometido al control directo de aquella;

b) el gobierno provisional asumiría la tarea de elaborar y promulgar una constitución democrática, pero antes de proceder a ello el gobierno asumiría una forma autoritaria no subordinada a normas jurídicas preexistentes;

c) la organización centralizada y jerarquizada que preparó y dirigió la insurrección debía vigilar y controlar la actuación del gobierno provisional hasta que los objetivos de la revolución hubieren sido alcanzados.

Semejante estructura de la preparación, génesis y desarrollo de un poder revolucionario, fue acompañada en el caso de la conspiración de los Iguales y en la praxis del movimiento obrero durante los dos primeros tercios del siglo xix, por dos factores de una importancia singular. Primero, el carácter social y políticamente minoritario, la elite du Quart-État, de que hablaba Guesde todavía en 1892, en que se apoya la toma del poder. Después, como consecuencia de lo anterior, la incompatibilidad congénita entre un régimen revolucionario así gestado y la vigencia de la democracia representativa fundada en la práctica de las libertades políticas y cívicas por todos los ciudadanos. Una insurrección triunfante que es socialmente minoritaria no puede organizarse políticamente y fundar la legitimidad del poder en la voluntad popular manifestada a través del sufragio. Solo la revolución socialmente mayoritaria puede hacerlo.

De ahí el balance crítico que hacía Blanqui, en 1870, de sus experiencias anteriores:

La invocación precipitada del sufragio universal en 1848 fue una traición premeditada […] las provincias se habían convertido en el objetivo del clero, de los funcionarios y de los aristócratas. Pedir el voto a semejante población esclavizada, equivalía a pedírselo a sus dueños […]. Un año de dictadura parisina en cuarenta y ocho años hubiera ahorrado a Francia y a la historia el cuarto de siglo que llega a su término. Si hacen falta diez años esta vez, no vacilemos […][24].

No hay movimiento revolucionario inspirado en la toma del poder por la vía insurreccional que, en la práctica, antes y después de Blanqui, no haya contemplado en términos análogos el papel del sufragio universal:

El pueblo no sabe: es preciso que sepa. Esto no se puede lograr en un día, ni en un mes. Siendo así que la contrarrevolución ha monopolizado la palabra desde hace cincuenta años, ¿es excesivo concederle como un año a la libertad? […]. Las elecciones, si se llevan a cabo, serán reaccionarias […]. Si el aplazamiento de las elecciones no permite al partido popular destruir los prejuicios y las calumnias difundidas en contra suya por las facciones retrógradas que se han arrogado violentamente, desde hace cincuenta años, el monopolio de la enseñanza política de las masas, el voto de mañana no podrá ser libre. Estará dictado por preponderancias hostiles, cuyo maquiavelismo ha adaptado la mayor parte de la población al yugo. La presencia de una Asamblea reaccionaria, lejos de restablecer la seguridad y la confianza, precipitaría la ruina del crédito y de las transacciones, desencadenando la guerra civil[25].

El eco de estos planteamientos se ha escuchado en Portugal tras la insurrección militar del 25 de abril de 1974 que terminó con cinco décadas de dictadura fascista. De ahí que el Movimiento de las Fuerzas Armadas y el Partido Comunista hayan retrasado un año la elección de una Asamblea Constituyente, contrariando los anhelos de la derecha, y que antes de dar la palabra al sufragio universal el MFA y los partidos obreros hayan querido tener la precaución de instaurar las instituciones básicas del nuevo poder revolucionario, sustrayendo a la futura Asamblea Constituyente la competencia de cuestionarlas.

Hace un siglo y medio, en marzo-abril de 1850, Marx y Engels recibieron en Londres la visita de dos emisarios de Blanqui[26], llegando en aquella oportunidad a ponerse de acuerdo en reconocer como objetivo común dos de los supuestos fundamentales de la vía insurreccional: instauración de la dictadura del proletariado y exclusión del poder político de las clases privilegiadas, hasta la realización del comunismo.