El Estado y los problemas tácticos en el Gobierno de Salvador Allende - Joan E. Garcés - E-Book

El Estado y los problemas tácticos en el Gobierno de Salvador Allende E-Book

Joan E. Garcés

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La llegada de Salvador Allende al Gobierno en 1970 supuso la mayor experiencia de democratización que Chile tuvo en el siglo xx y uno de los mayores retos a los que cualquier sociedad pudo enfrentarse. Todas las estructuras, ya fueran económicas, sociales o políticas, siguieron un camino hacia el pluralismo y la justicia social donde cada paso era una conquista para el pueblo chileno y una esperanza política para el resto del mundo. Joan E. Garcés, asesor, colaborador y amigo personal del presidente Allende, analiza en este libro las dificultades políticas que encontró el Gobierno de la Unidad Popular y cómo las enfrentó para llegar a ser un hito en la historia de Latinoamérica. Escrito en el curso de los acontecimientos, El Estado y los problemas tácticos en el Gobierno de Salvador Allende es testimonio directo de lo que fue el proyecto político de Salvador Allende, del desarrollo de la democracia y las libertades, y de los dramáticos acontecimientos que obstruyeron el camino hacia el socialismo del pueblo chileno.

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Siglo XXI / Serie Historia

Joan E. Garcés

El Estado y los problemas tácticos en el Gobierno de Salvador Allende

La llegada de Salvador Allende al Gobierno en 1970 supuso la mayor experiencia de democratización que Chile tuvo en el siglo XX y uno de los mayores retos a los que cualquier sociedad pudo enfrentarse. Todas las estructuras, ya fueran económicas, sociales o políticas, siguieron un camino hacia el pluralismo y la justicia social donde cada paso era una conquista para el pueblo chileno y una esperanza política para el resto del mundo.

Joan E. Garcés, asesor, colaborador y amigo personal del presidente Allende, analiza en este libro las dificultades políticas que encontró el Gobierno de la Unidad Popular y cómo las enfrentó para llegar a ser un hito en la historia de Latinoamérica. Escrito en el curso de los acontecimientos, El Estado y los problemas tácticos en el Gobierno de Salvador Allende es testimonio directo de lo que fue el proyecto político de Salvador Allende, del desarrollo de la democracia y las libertades, y de los dramáticos acontecimientos que obstruyeron el camino hacia el socialismo del pueblo chileno.

Joan E. Garcés es doctor en Ciencias políticas por La Sorbona y Sciences-Po, además de licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid. Asesor político personal del presidente chileno Salvador Allende, en 1999 recibió en el Parlamento sueco el premio Nobel alternativo (Right Livelihood Award) por sus trabajos en defensa de los derechos humanos. Ha publicado, entre otras, las siguientes obras: Desarrollo político y desarrollo económico. Un estudio comparado de Colombia y Chile; Démocratie et contre-révolution. Le problème chilien; Orlando Letelier. Testimonio y vindicación (en colaboración con Saul Landau); Soberanos e intervenidos. Estrategias globales, americanos y españoles; Allende y la experiencia chilena. Después de la Guerra Fría ha dirigido en Europa el proceso judicial contra el general Augusto Pinochet por crímenes de lesa humanidad y terrorismo, e impugnado las consecuencias negativas para el desarrollo democrático de la sociedad de mantener impunes los crímenes de lesa humanidad cometidos como la impuesta a los españoles entre 1936 y 1977.

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RAG

Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

Nota editorial:

Para la correcta visualización de este ebook se recomienda no cambiar la tipografía original.

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

© Joan E. Garcés, 1974, 2018

© Siglo XXI de España Editores, S. A., 1974, 2018

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.sigloxxieditores.com

ISBN: 978-84-323-1930-3

A los trabajadores chilenos

EPÍLOGO A MODO DE INTRODUCCIÓN

EL TESTAMENTO POLÍTICO DE SALVADOR ALLENDE

El 24 de agosto de 1973, el presidente Allende dirigía uno de sus últimos mensajes al país:

En el día de anteayer, los diputados de oposición han exhortado formalmente a las Fuerzas Armadas y Carabineros a que adopten una posición deliberante frente al Poder Ejecutivo, a que quebranten su deber de obediencia al Supremo Gobierno, a que se indisciplinen contra la autoridad civil del Estado a la que están subordinadas por mandato de la Carta Fundamental […][1].

En medio de una huelga insurreccional de los gremios controlados por la oposición, rodeado de indicios múltiples de vinculación activa entre la oposición política y un sector de la oficialidad, el presidente de la República quiso elaborar con cuidado este mensaje, consciente de que quizá fuera el último antes de la quiebra violenta del régimen democrático. Hoy podemos considerarlo como su testamento político.

En agosto, como en los años anteriores, la creciente polarización entre el bloque social capitalista y el prosocialista estaba centrada en torno de cuál de ambos controlaba políticamente el poder del Estado. Atrincherada tras su débil mayoría parlamentaria, la oposición usaba el Congreso para legitimar la acción de las asociaciones gremiales en huelga insurreccional, la encubierta de los terroristas –que llevaron a cabo un promedio de un atentado por hora durante julio y agosto– y la conspirativa en el interior de los cuarteles. El objetivo era expresado públicamente: derrocar al Gobierno. Ante semejantes situaciones, el Aparato Coercitivo del Estado se mostraba parcialmente pasivo. Los Tribunales de Justicia, porque la magistratura se manifestó socialmente identificada con el mantenimiento de la estructura social capitalista, y terminó cerrando los ojos ante la subversión contra un Gobierno democrático y legal, pero de resuelta orientación socialista. Las Fuerzas Armadas, porque no deseaban poner sus armas al servicio de los obreros, frente a las reivindicaciones de los patronos, grandes o pequeños, por más que era la propia seguridad interior del Estado, el orden público y la legítima autoridad gubernamental las que estaban siendo amenazadas por la sedición. La Administración Pública, por su parte, se encontraba maniatada en muchos campos vitales, particularmente en el económico, por una legislación anacrónica para la nueva realidad socioeconómica. Mientras, el Congreso había bloqueado toda iniciativa importante del Ejecutivo desde dos años atrás.

La derecha, en la calle y carreteras mataba; en las fábricas, humillaba a los obreros; pero en el Congreso sometía a juicios altisonantes supuestas infracciones legales del Gobierno mediante procedimientos que negaban la esencia misma del régimen jurídico-constitucional en vigor:

Para que el Congreso se pronuncie sobre el comportamiento legal del Gobierno, existe un solo camino: la acusación constitucional según el procedimiento expresamente contemplado por la Constitución. En las elecciones parlamentarias últimas, sectores opositores trataron de obtener dos tercios de los senadores para poder acusar al presidente. No lograron suficiente respaldo electoral para ello. Por eso, ahora, pretenden, mediante un simple acuerdo, producir los mismos efectos de la acusación constitucional. El inmérito acuerdo aprobado no tiene validez jurídica alguna para el fin perseguido, ni vincula a nadie. Pero contiene el símbolo de la renuncia por parte de algunos sectores a los valores cívicos más esenciales de nuestra democracia[2].

Veinte días antes de que el núcleo insurrecto de las Fuerzas Armadas lograra apoderarse de la dirección de estas y bombardear el régimen, los representantes políticos de la oposición lo habían destruido formalmente en una resolución de la Cámara de Diputados:

[… la mayoría parlamentaria] pretende destruir el basamento institucional del Estado y del Gobierno republicano, democrático y representativo. El acuerdo aprobado, más que violar, niega la sustancia de toda la Constitución… La oposición está abjurando de las bases del régimen político y jurídico establecido solemnemente en la Constitución de 1925 y desarrollado en los pasados cuarenta y siete años[3].

El bloque antisocialista estaba articulando la fuerza social de sus asociaciones gremiales con su representación parlamentaria –poder dual burgués, instrumento operativo de su táctica insurreccional– para

[…] constituir a la Cámara de Diputados en poder paralelo contra la Constitución y revela su intención de concentrar en el Congreso el poder total al arrogarse funciones del Ejecutivo, además de las legislativas, que le son propias[4].

En realidad, este era el ingenuo esquema que ciertos democristianos simulaban manejar. Aparentemente, pedían la intervención de los militares para que estos impusieran con las armas el término de facto del régimen presidencialista y lo reemplazaran por la hegemonía del Parlamento, donde el Partido Demócrata Cristiano era el árbitro. Parecía que asistíamos a una repetición más del espejismo histórico que cree que la hegemonía política de la clase obrera puede ser sustituida por la de los sectores medios, y no por la de la clase antagónica burguesa. El Partido Demócrata Cristiano, como conjunto, buscó durante dos años provocar las condiciones del golpe, autojustificándose con la pretensión de que los militares destruirían el poder político de las organizaciones obreras y entregarían la dirección del Estado al neocapitalismo democristiano. Este último se proclamaba, a efectos de la propaganda ideológica, como alternativa «democrática» al proceso anticapitalista de la Unidad Popular. Fingiendo olvidar que, por la vía armada, la alternativa al movimiento obrero en movilización revolucionaria nunca ha sido la democracia liberal, sino el fascismo. No hay dos revoluciones optativas en una sociedad en un momento dado. La contrarrevolución no es la revolución contraria, sino lo contrario de la revolución. El ala derecha, encabezada por Eduardo Frei, era muy consciente de esto último. De modo realista y consecuente, arrastró al Partido Demócrata Cristiano a entregar su base social a la dirección táctica del Partido Nacional. Producido el golpe militar, el sector freísta, con la hipocresía de la que su líder ha sido siempre fiel testimonio, guarda cauteloso silencio y espera que la derecha masacre al movimiento obrero y lo desorganice, para, sobre terreno yermo, levantar su bandera de la «democracia» y las «libertades». Es el fatal destino de los partidos de centro en la dinámica de los procesos revolucionarios.

Mientras el presidente de la República, en uso de sus atribuciones privativas, ha confiado responsabilidades ministeriales a las Fuerzas Armadas y Carabineros para cumplir en el Gabinete un deber superior al servicio de la paz cívica y de la Seguridad Nacional, […] frente a la insurrección y el terrorismo, [… la derecha sabe que] pedir a las Fuerzas Armadas y Carabineros que lleven a cabo funciones de Gobierno al margen de la autoridad y dirección política del presidente de la República es promover el golpe de Estado. Con ello, la oposición que dirige la Cámara de Diputados asume la responsabilidad histórica de incitar a la destrucción de las instituciones democráticas, y respalda de hecho a quienes conscientemente vienen buscando la guerra civil[5].

Para cualquiera con sentido de la realidad social chilena era evidente que, de tener éxito, el derrocamiento del Gobierno Popular debía necesariamente dejar paso a la dictadura militar de la derecha, dada la fuerza social del movimiento obrero. Lo acaecido después del 11 de septiembre no ha hecho sino comprobarlo.

Dictadura militar de la burguesía. Esa era la real alternativa inmediata al Gobierno de los partidos populares. Frente a ella el principal portavoz de la izquierda expresaba la idea política que durante décadas había inspirado la lucha social de los trabajadores chilenos:

Reitero solemnemente mi decisión de desarrollar la democracia y el Estado de derecho hasta sus últimas consecuencias. Y como dijera el pasado día 2 en carta al presidente del Partido Demócrata Cristiano, «es en la robustez de las instituciones políticas donde reposa la fortaleza de nuestro régimen institucional»[6].

Poder civil enmarcado dentro de un régimen legal democrático, frente a dictadura militar. Así se daban en los hechos –al margen de coberturas y eufemismos– las opciones de futuro que inspiraban al bloque prosocialista y al capitalista.

Por más que se empeñó el Gobierno en que los cambios en la estructura económica fueran acompañados de cambios concordantes en la estructura jurídica y política, el bloqueo progresivo del Parlamento y, finalmente, la marginación de este de la Constitución, lo impidieron. Tras dos años y diez meses de hegemonía gubernamental de los trabajadores, el Aparato del Estado heredado en 1970 estaba en crisis. Si la máquina judicial actuaba en función de las necesidades de los sectores tradicionalmente dominantes para mantener su hegemonía social, por su parte,

el Parlamento se ha constituido en un bastión contra las transformaciones y ha hecho todo lo que ha estado en su mano para perturbar el funcionamiento de las finanzas y de las instituciones, esterilizando cualquier iniciativa creadora. Anteayer la mayoría de la Cámara de Diputados, al silenciar toda condena al terrorismo imperante, en el hecho lo ampara y lo acepta[7].

Dos concepciones del Estado y del derecho se hallaban enfrentadas de modo incompatible:

[…] me es posible acusar a la oposición de querer impedir el desarrollo histórico de nuestra legalidad democrática, elevándola a un nivel más auténtico y alto. En el documento parlamentario se esconde tras la expresión «Estado de derecho» una situación que presupone una injusticia económica y social que nuestro pueblo ha rechazado. Pretenden ignorar que el Estado de derecho solo se realiza plenamente en la medida que se superen las desigualdades de una sociedad capitalista[8].

Lo acontecido después del 11 de septiembre, prueba en su trágica brutalidad el real contenido de la oposición que enfrentaba el movimiento popular.

Lo que estaba en juego en la pugna política era manifiesto:

Con ello facilitan la sedición de los que quisieran inmolar a los trabajadores que bregan por su libertad económica y política plenas[9].

No es inútil decir aquí que en la primera versión del documento el verbo «inmolar» estaba reemplazado por la perífrasis «llevar al altar del sacrificio a los trabajadores […]». Anticipación clara del horizonte que Allende estaba vislumbrando.

Planteado con tanta nitidez el fondo del problema por el que se atravesaba, ¿con qué recursos contaba el Gobierno para controlar la situación? He aquí una de las cuestiones centrales del proceso chileno bajo la Unidad Popular de la que se ha discutido y continuará hablando mucho tiempo.

Frente a un movimiento insurreccional, un Gobierno obligado a actuar dentro del marco de un Estado de derecho, al que el sector leal de las Fuerzas Armadas solo obedecía mientras sus órdenes se ajustaran a la ley, quisiéralo o no disponía solo de los recursos que el régimen institucional le concedía para enfrentar esa situación:

Pero cuando a la parálisis de las instituciones impuesta por el Congreso sucede el intento de destruir el propio Estado, cuando la formidable ofensiva que se ha desencadenado atenta directamente contra la democracia y el régimen de derecho, mi deber patriótico me obliga a asumir y usar en su plenitud todos los poderes políticos y administrativos que la Constitución me confiere como jefe supremo de la nación[10].

La contradicción estriba en que ante la negación por parte de la burguesía de su régimen jurídico formal, ante la insurrección de la mayoría de las clases medias frente al Gobierno de hegemonía popular, aquella parte del Aparato Coercitivo del Estado identificada socialmente con la burguesía se niega a cumplir su función específica. Del mismo modo que los Tribunales actuaron con lenidad frente a las manifestaciones de sedición, las fuerzas del Aparato Armado del Estado se negaron mayoritariamente a reprimir la insurrección final en contra del poder político del bloque popular.

Creadas las condiciones económicas, sociales y políticas que provocaron el aislamiento relativo del proletariado y su enfrentamiento con los sectores medios, la lógica jurídica del Aparato del Estado entraba en contradicción flagrante con sus instituciones de clase y cedía ante las exigencias de estas. El Parlamento se negaba a sí mismo e invocaba a las Fuerzas Armadas, las cuales, subordinadas legalmente al Ejecutivo, se levantaban en su contra y arrasaban, a su paso, todo el régimen jurídico institucional:

Que un órgano del Poder Legislativo invoque la intervención de las Fuerzas Armadas y de Orden frente al Gobierno democráticamente elegido significa subordinar la representación política de la soberanía nacional a Instituciones Armadas que no pueden ni deben asumir funciones políticas propias ni la representación de la voluntad popular. Esta última, en la democracia chilena, está delegada exclusivamente en las autoridades que la Constitución establece. «Ninguna magistratura, ninguna persona, ni reunión de personas puede atribuirse, ni aun a pretexto de circunstancias extraordinarias, otra autoridad o derechos que los que expresamente se les hayan conferido por las, leyes. Todo acto de contravención a este artículo es nulo» (Art. 4.o de la Constitución vigente)[11].

Autonegación del Parlamento legal por su mayoría conservadora el 22 de agosto, que, unas horas después del asesinato del jefe del Estado, fue completada por el aparato jurisdiccional al rendir pleitesía a la Junta Militar la Corte Suprema y la Controlaría General.

El Gobierno constitucional de la Unidad Popular elegido, instaurado y ejercido gracias a: 1) la fuerza social del movimiento obrero, y 2) a la fortaleza del Aparato del Estado, una vez entrado en crisis este último por la profundidad del antagonismo de las clases que se enfrentaban en su interior, quedaba reducido a su sola base social de sustentación. Es en razón de este hecho que en el documento político en que denuncia la inminente destrucción violenta del régimen legal, el presidente Allende deposita la suerte de la democracia en Chile directamente en manos de los trabajadores que, a diferencia de lo ocurrido en 1970, ya no pueden contar con las instituciones estatales:

La democracia chilena es una conquista de todo el pueblo. No es obra ni regalo de las clases explotadoras y será defendida por quienes, con sacrificios acumulados de generaciones, la han impuesto[12].

Derrumbados así los mecanismos que durante décadas hicieron posible el desarrollo de la lucha de clases por la vía político-institucional, se había entrado en la fase de la confrontación al margen de toda limitación jurídico-formal. En ese momento, Allende expresa enfáticamente su decisión de encabezar la resistencia a lo que ve venir:

Hoy, cuando la reacción embiste de frente contra la razón del derecho y amenaza de muerte a las libertades, cuando los trabajadores reivindican con fuerza una nueva sociedad, los chilenos pueden estar seguros de que el presidente de la República, junto al pueblo, cumplirá sin vacilaciones con su deber, para asegurar así la plena realidad de la democracia y las libertades dentro del proceso revolucionario. Para esta noble tarea convoco a los trabajadores, a todos los demócratas y patriotas de Chile[13].

Y anticipa que nada le hará flaquear su decisión de no traicionar la voluntad revolucionaria de los trabajadores, ni renunciar a la responsabilidad que ha asumido:

Cada ataque, cada peldaño que franquea la reacción en su afán de destruir las vidas, los bienes materiales, las instituciones cívicas y las militares, obra esforzada de décadas de historia, fortalecen mi ánimo, multiplican mi voluntad de luchar por el presente de tantos millones de chilenos que buscan paz, bienestar y amor para ellos y la patria[14].

Su combate y muerte en La Moneda fue la última acción –heroica y generosa– de un hombre que, en cualquier circunstancia y momento, fue consecuente con sus ideas y planteamientos. En los que el movimiento popular chileno encontró durante dos décadas su punto de convergencia.

Sin embargo, el 11 de septiembre de 1973, el presidente Allende tuvo el raro privilegio de personalizar la consumación de una etapa histórica de la lucha de clases y el inicio de otra. El mismo hombre que dos años y diez meses antes, culminando el esfuerzo de tres generaciones de lucha política del movimiento obrero, ingresaba en La Moneda gracias a una victoria electoral, el presidente que hasta la madrugada de ese día operó de acuerdo con la lógica interna de su concepción táctica –la única viable hasta ese momento–, era masacrado en su interior por los aviones y tanques al servicio de la reacción. Su sacrificio personal era todo un símbolo. Allende empuñó las armas en defensa del régimen democrático y del futuro del proceso revolucionario. El voto había sido reemplazado por el fusil.

Muchos intentos revolucionarios fracasaron antes y después de que, en 1917, el pueblo ruso demostrara que por la vía insurreccional era posible que los trabajadores conquistaran el poder. El movimiento obrero chileno en su desarrollo histórico había conformado la posibilidad de llevar adelante una gigantesca empresa, de trascendencia mayor en sus proyecciones: combatir al capitalismo y abrir paso al socialismo «en democracia, pluralismo y libertad» –divisa de Allende–. Por ese camino, llegó más lejos que ningún otro. Le cupo el honor de demostrar, el primero, que podía ganar el Gobierno. Después, comprobó que le era posible transformar las estructuras socioeconómicas al tiempo que desarrollaba la democracia y las libertades hasta el nivel más alto que nunca conoció Chile. Sus esfuerzos por conquistar el poder para los trabajadores, por un camino nunca antes recorrido por nadie, fueron finalmente frustrados por la violencia sangrienta del capitalismo nacional e internacional, ensañados en quebrar la capacidad de resistencia de la poco desarrollada economía de un país de diez millones de habitantes. Corresponderá a otros pueblos aprender las ricas enseñanzas de esta experiencia e incorporarlas a sus luchas por alcanzar las nobles metas que la inspiraron.

LA POLÍTICA MILITAR DEL PRESIDENTE ALLENDE

El proceso iniciado por el Gobierno de la Unidad Popular, ¿era inevitable que terminara en una acción armada? Si el Gobierno y los partidos populares percibían los preparativos para el golpe de Estado, ¿qué hicieron por evitar la derrota militar el 11 de septiembre, con sus efectos posteriores?

Debe quedar muy claro, desde un comienzo, que la utilización del recurso militar por la derecha chilena y los intereses norteamericanos no estuvieron en función de las realizaciones concretas del Gobierno de la Unidad Popular. Frente a quienes piensan que la política de la alianza popular, por sus efectos económicos y sociales, debía conducir al enfrentamiento armado, conviene dejar sentado que el bloque capitalista intentó el golpe militar ya antes de que asumiera el presidente Allende, sin esperar a ver las medidas concretas que este adoptaba y sus consecuencias.

El 4 de septiembre de 1970, la Unidad Popular ganaba las elecciones presidenciales. El 3 de noviembre el doctor Allende debía asumir la Jefatura del Estado. Ante esta simple expectativa, mucho antes de que ninguna empresa extranjera fuera nacionalizada, los documentos confidenciales de la International Telephone & Telegraph muestran una pequeña parte, pero de elocuencia espectacular, del complot extranjero para provocar el golpe militar. Y la vasta documentación reunida por la Justicia militar que, durante dos años, investigó los antecedentes del asesinato del general Schneider –comandante en jefe del Ejército– en octubre de 1970, demostró ampliamente la envergadura del movimiento cívico-militar que en ese momento quiso frenar por las armas la llegada al Gobierno del ganador de la campaña electoral.

Nada de lo ocurrido en Chile durante el Gobierno de la Unidad Popular puede ser enjuiciado e interpretado sin tener presente su partida de bautismo. En octubre de 1970, el golpe cívico-militar tenía como cabezas castrenses a los comandantes en jefe de la Marina y de la Aviación, al comandante en jefe de la División de Santiago del Ejército de Tierra y al director general de Carabineros. Y como cabezas políticas a connotadas figuras de la derecha. Como frente oculto, estuvo maniobrando políticamente el ala conservadora del Partido Demócrata Cristiano. El propio presidente de la República de ese entonces, Frei, impulsaba subrepticiamente la insurrección armada, como testimonió ante el fiscal militar uno de los principales conspiradores –el general Viaux.

Así pues, ya en octubre de 1970 intentaron el golpe de Estado el mismo bloque social y las mismas fuerzas políticas que en 1973 lo hicieron posible. Y una gran parte de los altos mandos de las Fuerzas Armadas estaba comprometida, lo que dada la rígida jerarquización y alta disciplina de estas últimas suponía asegurar el cumplimiento de las órdenes golpistas. Su programa político fue ampliamente conocido después: implantación de un régimen nacionalista-fascista. En frente de este proyecto se encontraba el movimiento obrero, bien organizado y con el entusiasmo derivado de la mayor victoria electoral de su historia. Pero sin una sola arma.

En semejantes circunstancias ¿por qué fracasó el movimiento cívico-militar en octubre de 1970? Desde el punto de vista político y socioeconómico, por las razones ya expuestas en el libro Chile:el camino político hacia el socialismo[15]. Desde el punto de vista militar, por la actitud de un sector de la oficialidad, en particular del Ejército de Tierra, que merece ser explicada con algún detenimiento.

La Unidad Popular legitimaba políticamente su derecho a gobernar al país y poner en práctica su programa sin que en el Alto Mando de las Fuerzas Armadas hubiera un solo general socialista y menos comunista. Socialmente, el centro de gravedad de los oficiales radicaba en la mediana y pequeña burguesía. Su formación doctrinal, por el contrario, había sido realizada en el estudio del anticomunismo y de su teoría insurreccional. Desde el punto de vista ideológico, sin embargo, la práctica dominante de los militares había sido la del respeto al régimen legal y a los mecanismos democráticos de elección y ejercicio del poder civil. Puesta a prueba esta práctica con el desafío que suponía ver instalarse en el Gobierno un bloque social de manifiesta hegemonía proletario-campesina, una gran parte de la oficialidad reaccionó –como era lógico– con conciencia de clase, dispuesta a evitar que socialistas y marxistas tuvieran en su mano la dirección del país. La misma conciencia que impulsaba a la derecha del Partido Demócrata Cristiano a resistirse a votar en el Congreso en favor de la Presidencia Allende y al grupo conservador del Gobierno democristiano a coadyuvar a la sublevación militar del general Viaux.

Hubo, sin embargo, un sector de los oficiales para el que la práctica democrática determinaba su definición ante el resultado de las elecciones presidenciales de 1970. Quiso el azar que ese sector contara entre sus representantes al comandante en jefe del Ejército de Tierra, general René Schneider, quien rehusó todo compromiso con una maniobra anticonstitucional. De ser otra la personalidad del comandante en jefe del Ejército, hay que ser muy claro en esto, el Gobierno de la Unidad Popular hubiera sido militarmente derrotado antes de asumir. Y un régimen autoritario de derecha se hubiera implantado en Chile en octubre de 1970.

No hay revolución posible si no cuenta con un ejército revolucionario. Este axioma de vigencia universal acaba de ser puesto a prueba una vez más en Chile, y determinó la instauración, desarrollo y crisis del Gobierno de la Unidad Popular. Fue la existencia de un cuerpo armado profesional de convicción y práctica democrática, la que hizo posible el comienzo de un proceso revolucionario por la vía política institucional, y su subsistencia durante dos años y diez meses. Cuando este sector armado fue eliminado mediante una purga audaz y relámpago en el seno de las Fuerzas Armadas –segunda mitad de agosto de 1973– el Gobierno del presidente Allende quedó sin respaldo militar y fue violentamente embestido por sus enemigos.

La insurrección cívico-militar de octubre de 1970 fue, pues, derrotada por el sector democrático y legalista del Ejército de Tierra. A costa de la vida de su comandante en jefe, cuyo asesinato paralizó el operativo militar. La razón de ello estriba en el interesante hecho de que los militares golpistas chilenos siempre han temido enfrentarse con cuerpos armados profesionales. Tanto este complot inicial como los sucesivos que tuvo que enfrentar el Gobierno de la Unidad Popular fueron desarticulados o inhibidos en el último momento ante la sola expectativa de que un sector de la oficialidad se mostrara dispuesto a combatirlo. El golpe de Viaux tenía como momento culminante la eliminación del comandante en jefe del Ejército y los cuatro generales de mayor antigüedad. La sacrificada postura de Schneider se lo impidió, y el complot se frustró. El golpe de Pinochet siguió el mismo modelo. Persiguió la eliminación del comandante en jefe –Carlos Prats– y su equipo de generalísimos inmediato. Lo logró el 23 de agosto de 1973. Diecinueve días después, tras desplazar a los oficiales intermedios legales, tuvo lugar la sublevación militar. Y aun en ese momento, el comandante en jefe de la Marina y dos almirantes fueron arrestados y pasados a retiro. Mientras que gran parte del Alto Mando de Carabineros, incluido su director general, fue detenido. Generales, coroneles y oficiales de menor rango fueron arrestados o fusilados en todo el país. La Escuela de Suboficiales de Carabineros en Santiago resistió tres días, hasta que fue bombardeada por la aviación. A pesar de que el asesinato del presidente de la República dejó sin cabeza legítima a los militares democráticos, en todas las guarniciones se registran acciones de resistencia activa o pasiva a la insurrección. Es un hecho que no puede desconocerse a los efectos de la resistencia futura.

La de octubre de 1970 era la realidad militar que definía el ingreso de Salvador Allende en La Moneda. La composición social y correlación interna de las Fuerzas Armadas le era mayoritariamente adversa. El Gobierno podía contar con el respaldo del sector constitucional. Pero este, a su vez, solo podía contener y neutralizar a la mayoría antisocialista de la oficialidad si el Gobierno respetaba la estructura de cuerpo de las Fuerzas Armadas. Vale decir, su jerarquía y verticalidad internas, sin mediatizaciones políticas. La renovación de sus cuadros dirigentes podía hacerse únicamente de forma gradual. La unidad y cohesión de la oficialidad pasaba por el respeto del poder civil gubernamental a su organización interna. Atentar contra esta última, significaba quebrar el precario equilibrio interno que se había establecido. Y en caso de rompimiento, la línea de fractura de las Fuerzas Armadas ofrecía pocas dudas. En ningún caso iban a constituirse en el brazo armado de la clase obrera.

Pero el respaldo armado al Gobierno de Allende tenía un marco político y social de hierro, fuera del cual no se prolongaba: el Estado de derecho y la no agudización de las contradicciones entre proletariado y pequeña burguesía. Este sector de las Fuerzas Armadas reconoció el Gobierno legal en la medida que su acción se ajustaba a derecho. Le unía a él una vinculación ideológica «institucional», no de clase. Desarticuló y abortó en el interior de los cuarteles las insurrecciones militares de octubre de 1970, de marzo y septiembre de 1972 y del 20 de agosto de 1973, así como otros conatos de menor importancia. Derrotó en la calle el putsch del 29 de junio de este año. Pero ese mismo cuerpo armado que defendía al Gobierno le hubiera desobedecido si este le hubiera dado una orden anticonstitucional. El presidente Allende no tenía a su alcance la opción de clausurar el Congreso y gobernar por decretos-leyes. No contaba con un solo regimiento para ello.

Algunos pensarán ahora, como pensaron en el país unos pocos, que la Unidad Popular tuvo tiempo más que suficiente para distribuir armas entre los trabajadores y organizarlos de forma tal que el Gobierno contara con su propio ejército de clase. Profundo error y craso desconocimiento de la realidad militar concreta de Chile bajo el Gobierno de la Unidad Popular. Una acción de esta naturaleza era imposible ni tan solo iniciarla sin que, de inmediato, fuera conocida por las Fuerzas Armadas. Y ante ella, no había división interna posible. Como un solo todo, oficiales leales y oficiales sediciosos hubieran reaccionado en contra. El movimiento obrero se hubiera encontrado aislado frente al conjunto de las Fuerzas Armadas dispuestas a defender su único poder: el monopolio de las armas.

Si un recurso tuvo siempre en sus manos el Gobierno fue el de provocar una sublevación militar en un plazo de cuarenta y ocho horas. Bastaba que el presidente Allende terminara un discurso ordenando a las masas concentradas en la plaza de la Constitución que asaltaran El Mercurio, principal portavoz ideológico contra el movimiento popular, para que el diario fuera destruido. Pero a las pocas horas el presidente Allende podía esperar haber puesto en peligro su apoyo militar. La situación del 11 de septiembre de 1973 se hubiera podido anticipar a voluntad durante los tres años precedentes. Era suficiente que una mañana varios camiones aparecieran distribuyendo armas a los obreros de Santiago. En ese momento se sublevaban las Fuerzas Armadas en todo Chile y empezaba la massacre de trabajadores.

En 1970 fue posible el inicio del proceso revolucionario por la vía político-institucional, porque había una parte de las Fuerzas Armadas comprometida con el régimen democrático. Era imposible la revolución por la vía insurreccional porque no había fuerza militar para respaldarla. Entre 1970 y agosto de 1973, las circunstancias objetivas y subjetivas que determinaron el proceso de la Unidad Popular hacían imposible la organización de un ejército popular paralelo al profesional. El Gobierno se propuso desde el primer momento, evitar el surgimiento de las condiciones que facilitaron la insurrección cívico-militar de la derecha con apoyo en la pequeña burguesía. Y actuó de acuerdo con el criterio de que si ello resultaba imposible, en el momento de la insurrección al menos una parte de las Fuerzas Armadas se alineara junto al Gobierno Popular. Traicionado por la espalda y desarticulado el sector democrático de las Fuerzas Armadas, el Gobierno era derrotado militarmente y el proceso revolucionario por la vía político-institucional ahogado en sangre. Por eso, por más amargo que resulte decirlo en momentos en que el terror fascista se ha adueñado del país, hasta el mes de marzo-junio era para el movimiento obrero inviable actuar de acuerdo con supuestos distintos a la táctica que había venido siguiendo. Pero la cuestión inevitable surge. ¿Significa esto que la tragedia que hoy se vive era fatal? Intentemos responderla.

Dada la realidad armada con la que se encontraba, el Gobierno de Allende tuvo que hacer prueba de una extraordinaria habilidad política para llevar a cabo su radical programa de transformaciones socioeconómicas sin provocar un enfrentamiento militar que, de antemano, sabía que le era adverso.

Los criterios de actuación del Gobierno, dentro del marco de competencias que el régimen político legal confería al Poder Ejecutivo, permitieron la articulación entre las realizaciones socioeconómicas y la realidad supraestructural dentro de la cual se situaba el Aparato Armado del Estado. El Gobierno, apoyado en el régimen institucional y en concordancia con la «doctrina Schneider», buscó que las Fuerzas Armadas encontraran en su respaldo a la estructura política democrática una tarea de sentido nacionalista, al evitar de este modo la quiebra violenta del sistema político, que –como se ensayó en octubre de 1970 y se sabía que la burguesía iba a continuar intentando– podía sumir al país en la guerra civil y, en cualquier caso, acabar con las libertades democráticas del movimiento obrero al instaurarse una dictadura militar burguesa. Precedido o no de guerra civil, los mayores sacrificios humanos y económicos de semejante desenlace iban a recaer en los trabajadores.

En segundo lugar, y de modo complementario con lo anterior, el Gobierno intentó evitar que los institutos armados continuaran marginados de la realidad socioeconómica del país, reducidos a tareas casi exclusivamente castrenses. Así, incorporó al concepto de soberanía política la defensa de la soberanía económica, vulnerada por el poder de las empresas transnacionales sobre la economía chilena. Y encomendó a altos oficiales responsabilidades directivas en las empresas de capital extranjero nacionalizadas, en Consejos de Administración la mitad de cuyos miembros eran elegidos por la asamblea general de trabajadores. Dimensión nacional al tiempo que social para renovar el horizonte político tradicional de la Defensa.

Por otro lado, el equipamiento y la infraestructura operativa de las Fuerzas Armadas fueron objeto de especial atención. El Gobierno aumentó considerablemente las partidas presupuestarias correspondientes a niveles superiores a los de administraciones anteriores. A lo cual debe agregarse que la política de buena vecindad practicada con Argentina, Perú e incluso Bolivia, y las positivas relaciones establecidas con el conjunto de los países latinoamericanos, garantizaban una estabilidad internacional más que suficiente para evitar que este problema se convirtiera en factor de preocupación entre los militares. Por último, el rechazo de las fronteras ideológicas y la incorporación de Chile al bloque de países no alineados, en 1971, fue fácilmente aceptada e impidió que la aproximación hacia el Tercer Mundo y el bloque socialista fuera un motivo de agitación antigubernamental.

Las características específicas de las Fuerzas Armadas y el contexto sociopolítico en que la Unión Popular se hacía cargo del Gobierno determinaban que la unidad de conducción política y militar del proceso pasara por la función dual de Salvador Allende, a un tiempo el representante que encabezaba el más vasto movimiento popular y presidente constitucional –autoridad legítima superior para las Fuerzas Armadas–. La contradictoria exigencia que ambas funciones entrañaban –popular-revolucionario en lo social, legal-pluralista en lo político– difícilmente podían ser hechas compatibles si no era por una persona dotada de gran capacidad y experiencia política. Se requirió de los grandes recursos tácticos y de la intuición que caracterizaban a Allende para sortear durante tres años los enormes obstáculos que desde un comienzo se presentaron en el camino, poniendo en grave peligro la continuidad del proceso.

Es en aplicación de estas líneas conductoras como en octubre de 1972, al producirse la primera insurrección general contra el régimen democrático, el presidente intentó una mayor cohesión del comando político-militar e integró en el Gabinete a tres representantes de las Fuerzas Armadas y a dos de la Central Única de Trabajadores. En las condiciones analizadas más extensamente en el capítulo VI.

Estos son algunos de los basamentos más importantes sobre los que se fundamentó la política hacia las Fuerzas Armadas por parte del Gobierno de la Unidad Popular. Y que puestos a prueba resistieron hasta junio-agosto de 1973, en medio de la más profunda transformación de la estructura económica de la historia de Chile. Contra ellos conspiraron, de frente o de soslayo, el poder de los intereses norteamericanos, el soborno del capital foráneo y nacional, las súplicas de la derecha, la presión de los oficiales reaccionarios y las diferencias de criterios en el interior de la Unidad Popular. Durante más de dos años, la suma de estos y otros factores fue incapaz de antagonizar el Aparato Armado del Estado con el Gobierno.

Es por otro lado por donde hay que buscar las causas de la crisis de la política militar de la Unidad Popular. La más importante reside en el desarrollo de las contradicciones entre el proletariado y el campesinado revolucionario, por un lado, y la pequeña y mediana burguesía, por otro, fruto del deterioro de la coyuntura económica en el transcurso de 1972. Fue la favorable relación entre estas capas sociales existentes a finales de 1970 la que permitió la instauración del Gobierno de la Unidad Popular. Su empeoramiento progresivo delimita las distintas etapas subsiguientes y posibilita el desenlace de agosto-septiembre de 1973.

No es este el lugar para explicar las razones del creciente enfrentamiento entre el bloque de la Unidad Popular y los sectores medios. Pero sí debe resaltarse la importancia determinante que tuvo el carácter subdesarrollado y dependiente de la economía chilena. Cuando se estudie documentadamente este periodo económico podrá apreciarse que fue más negativa para el Gobierno de Allende la recesión de Europa occidental en 1971-1972 –provocando la caída del precio del cobre– y la repercusión sobre la balanza de pagos de la inflación internacional que los efectos inmediatos provocados por todos los cambios en la estructura económica y en las relaciones de producción. Incluidas las consecuencias que han tenido en la dinámica de la lucha de clases, como fue el sabotaje económico efectuado sistemáticamente por la oposición.

Sin desconocer los resultados negativos de ciertas medidas económicas adoptadas por la Administración, es en el entorno económico internacional –particularmente el bloqueo financiero– que envolvió a Chile en 1971 y 1972 donde se halla el talón de Aquiles que derribó el Gobierno de Allende. Constatación esencial para cualquier interpretación que se haga sobre la naturaleza intrínseca y las proyecciones históricas de la táctica política seguida por el movimiento popular chileno hasta 1973.

Pues es la evolución de la coyuntura económica interna la que, al producir las contradicciones señaladas con la pequeña y mediana burguesía, provocó la progresiva crisis del régimen institucional, bloqueando y paralizando los mecanismos internos del Aparato del Estado.

La búsqueda de la crisis económica era de importancia neurálgica para la oposición interna y las grandes empresas norteamericanas. Producido el deterioro de las relaciones económicas entre el bloque social en el poder y la pequeña burguesía, es en ese momento –comienzos de 1972– cuando la Democracia Cristiana lanza la campaña de la «desobediencia civil». Frente en la cual, el movimiento obrero todavía no había contado con tiempo suficiente para establecer los controles sociales capaces de contrarrestarla. Y los controles gubernamentales estaban invalidados por el Aparato Judicial, que se negó a aplicar las normas legales para sancionar el desconocimiento de la autoridad y los atentados contra el orden público.

La situación se agravó cuando la reacción contó con las condiciones económicas necesarias para desencadenar huelgas insurreccionales. La Unidad Popular había logrado que el Aparato Armado del Estado no adoptara una actitud beligerante contra el Gobierno. Pero el carácter de clase de ese Aparato Armado lo inhabilitaba para reprimir a la pequeña burguesía cuando esta se enfrentara a la clase obrera.

Provocar la crisis económica en Chile era, pues, para la oposición nacional y extranjera, la clave de la crisis del régimen institucional sobre el que se apoyaba la acción del Gobierno. Y el precipitante del levantamiento del sector conservador de las Fuerzas Armadas.

Una de las consideraciones primeramente formuladas por el Gobierno era la de que los cambios en la estructura económica iban a terminar poniendo en crisis a la superestructura estatal si esta no era modificada. Es uno de los leitmotiv de los planteamientos programáticos de Allende. El enfrentamiento del Congreso con el Gobierno cada vez más agudo desde mediados de 1971, fruto de la toma del control del Partido Demócrata Cristiano por su ala conservadora, lleva a la crisis institucional de julio-agosto de 1972 que culmina en la insurrección de octubre. Desde el punto de vista político, el Gobierno tuvo a su alcance un recurso decisivo: encontrar una salida electoral al enfrentamiento civil en los comicios parlamentarios de marzo de 1973. Apelación directa al sufragio universal que fue respaldada por la izquierda del Partido Demócrata Crisitano y la oficialidad democrática de las Fuerzas Armadas. Estas últimas respaldaron al Gobierno y garantizaron las condiciones objetivas para la batalla en las urnas. El comandante en jefe del Ejército es nombrado ministro del Interior; el general Sepúlveda (Aviación), ministro de Minería, y el contraalmirante Huerta, ministro de Obras Públicas.

EL GOLPE DE ESTADO EN SU DESARROLLO

El sistema político chileno después de 1925 es de creciente hegemonía presidencial, y está especialmente estructurado para garantizar la estabilidad del Ejecutivo aunque este tenga minoría en el Parlamento. De hecho, en el último medio siglo ningún Gobierno ha tenido mayoría en ambas Cámaras del Congreso. Solo de modo excepcional, y por un tiempo breve, algunos presidentes han tenido una transitoria mayoría en la Cámara de Diputados. Semejante estructura ha sido de importancia esencial para el proceso de la Unidad Popular, ya que ha permitido que el bloque social anticapitalista haya podido acceder al Gobierno y usar de sus facultades legales sin tener mayoría en el Congreso. Vale decir, reemplazado el pluripartidismo multipolar por la bipolarización socialista-capitalista, la Unidad Popular ha podido gobernar sin necesidad de contar con más del 50 por 100 del electorado. Estaba legitimada para ello por el régimen político.

En este sentido, la hegemonía política de la coalición popular –dentro del Aparato del Estado– estaba entrelazada con la forma presidencial de Gobierno. De ahí la insistencia de la Unidad Popular en la defensa de la estructura constitucional de los poderes del Estado y la sistemática pretensión del bloque opositor de convertir el régimen en parlamentario.

La decisión de desconocer la forma de Gobierno es una realidad a partir de finales de 1971 (véase el capítulo I). Como se ha dicho antes, la crisis institucional está planteada a partir de enero de 1972, y la insurrección civil en contra del régimen democrático en su conjunto, es una realidad en octubre de 1972. ¿Cuál de los dos bloques sociales detenta el poder del Estado? El grado de desarrollo del proceso revolucionario impedía «compartirlo» mediante el equilibrio de las relaciones entre Ejecutivo (Unidad Popular) y Congreso (oposición). El antagonismo creciente entre los dos bloques había roto los procedimientos formales que regulaban las relaciones y competencia entre los diferentes órganos del Aparato estatal.

El Gabinete cívico-militar salido de la insurrección de octubre impone una tregua, a ser dilucidada en las elecciones parlamentarias del 4 de marzo de 1973. El sector antisocialista de las Fuerzas Armadas continúa a regañadientes con el Gobierno y en el momento culminante de la campaña electoral, en febrero, intenta provocar una crisis a través del almirante Huerta quien, a título personal, presenta su renuncia a la cartera que desempeñaba. Su comportamiento en los meses posteriores le descubrieron en concomitancia con Patria y Libertad –extrema derecha– en la preparación del levantamiento militar. Su actividad conspirativa era tan escandalosa que, el 6 de septiembre, el presidente de la República firmó el decreto retirándole del servicio activo. Hoy es canciller de la Junta Militar.

El resultado de las elecciones legislativas señala el límite para el proceso revolucionario por la vía político-institucional. La oposición ve frustrada su ilusión de obtener más del 60 por 100 de los votos, reunir los dos tercios del Senado y proceder así, conforme a la Constitución, a destituir al presidente. La Unidad Popular ha reunido el 44 por 100 de los sufragios, mostrando ser uno de los Gobiernos que al término de su segundo año tenía más respaldo electoral del presente siglo en Chile. Sin embargo, para la oposición el 4 de marzo significa el fin de su expectativa de derrotar a la Unidad Popular mediante el voto. Los comicios siguientes aparecen muy lejanos –abril de 1975, municipales– y no puede esperar tanto tiempo. La insurrección de octubre debe ser completada por otras, hasta derribar al Gobierno. Para la Unidad Popular, por su lado, su éxito electoral con ser importante no le ha franqueado la puerta para acabar con la parálisis del Aparato estatal: la mayoría de la Cámara de Diputados. El bloque opositor continúa controlando las dos ramas del Congreso. Lo que impide establecer nuevas formas de organización estatal ordenadoras de la realidad socioeconómica en desarrollo. Las surgidas al margen del Aparato del Estado solo pueden tener vigencia mientras la Unidad Popular tenga el Gobierno.

El Gobierno percibe que se avecinan pruebas muy duras. Una de las más serias preocupaciones del Gobierno había sido siempre la dificultad de imponer una conducción política unitaria en el seno de la coalición de partidos. Las discrepancias tácticas que coexistían en la Unidad Popular provocaban excesiva lentitud en la toma de decisiones, desaprovechando las coyunturas más propicias. Si por un lado las medidas económicas urgentes se retrasaban, por otro lado las divergencias imponían a la Unidad Popular poca flexibilidad para cambiar sus líneas tácticas. Mientras que la derecha entre octubre de 1972 y marzo de 1973 entra definitivamente en la fase insurreccional, la Unidad Popular no logra ajustar su organización interna y forma de acción a la nueva realidad. La oposición pasa de la guerra de posiciones a la de movimientos en 1972, mientras la izquierda se mantiene en la de posiciones durante 1973.

Con el fin de agilizar la conducción del proceso, el presidente Allende adopta en marzo dos medidas simultáneas: poner término a la participación militar en el Gabinete y convocar a un congreso del Partido Federado de la Unidad Popular. La primera buscaba mantener la unidad interna de las Fuerzas Armadas satisfaciendo a su sector conservador –que deseaba abandonar las responsabilidades– y la mayor cohesión de la Unidad Popular al contentar al sector contrario a la presencia de militares en el Gabinete. La segunda, pretendía provocar una gran movilización de masas en torno de la renovación de la línea táctica y del contenido programático de la Unidad Popular, siempre persiguiendo que se estructurara una sola conducción unitaria a nivel nacional, provincial y comunal. El desarrollo del Congreso, sin embargo, distó mucho del proyecto inicial.

No es este el momento oportuno de hacer la autocrítica pública de los errores cometidos por la Unidad Popular y su Gobierno, cuando lo prioritario es la unidad de acción en la resistencia a la dictadura militar. Pero ante la nueva realidad surgida del 11 de septiembre, conviene tener bien presente la principal constatación que nos deja la experiencia gubernamental: en la conducción de un proceso revolucionario es imperiosa la unidad táctica de los distintos movimientos que la apoyan. La gran mayoría de las deficiencias y equivocaciones políticas que se pueden resaltar durante el Gobierno Popular, directa o indirectamente, tienen ahí su origen último.

Ante la situación surgida de las elecciones parlamentarias, el presidente Allende plantea a los partidos de la Unidad Popular que caben dos opciones políticas principales para encarar la crisis del Estado y sus consecuencias sobre la coyuntura económica: el entendimiento con el Partido Demócrata Cristiano o el referéndum. Una tercera, militar, estaba siempre latente: preparar al movimiento obrero para enfrentar la insurrección armada de la burguesía, en gestación. No hubo total unidad de criterios dentro de la Unidad Popular en torno de ninguna de ellas. No obstante lo cual, el Gobierno tuvo que actuar. Voy a avanzar una primera síntesis del modo como evolucionaron las tres opciones desde el lado del presidente Allende.

El ala derecha del PartidoDemócrataCristianorechaza el diálogo con el Gobierno

El Gobierno buscó en junio de 1972 el entendimiento con el Partido Demócrata Cristiano sobre un programa legislativo mínimo. Un principio de acuerdo fue establecido con la Dirección Nacional del principal partido de oposición, pero el ala conservadora se declaró en rebeldía, y lo hizo fracasar. En la medida que la Unidad Popular no tenía mayoría parlamentaria, era la izquierda del Partido Demócrata Cristiano la que le permitía negociar el acuerdo sobre las iniciativas legislativas fundamentales. A medida que el sector más reaccionario fue controlando el aparato de este partido, el bloqueo parlamentario se agravó. Hasta llegar al rechazo sistemático de toda iniciativa (comienzos de 1972).

Después de las elecciones de marzo el ala progresista del Partido Demócrata Cristiano llevó adelante una campaña para, manteniéndose en la oposición, lograr encontrar el «entendimiento mínimo» con el Gobierno, que permitiera el «consensus democrático». Cuando a comienzos de mayo esta proposición quedó en minoría en la Junta Nacional del Partido Demócrata Cristiano la suerte del régimen político pluralista quedó prácticamente echada. La máquina que controlaba el partido impuso la dirección de Patricio Aylwin, elegido presidente del Partido Demócrata Cristiano, bajo el lema de «no dejarle pasar una al Gobierno».

Nunca el presidente Allende rehusó el diálogo y la búsqueda de acuerdos concretos con el ala izquierda del Partido Demócrata Cristiano. En junio de 1971, por ejemplo, propuso a la Unidad Popular que desistiera de llevar candidatos a la elección complementaria de un diputado por Valparaíso si la Democracia Cristiana presentaba un candidato progresista. En el reajuste ministerial de julio de 1973 ofreció una cartera al rector de la Universidad Católica, como una manera de incorporar a la izquierda del Partido Demócrata Cristiano al Gabinete. Su Directiva Nacional rechazó la proposición presidencial.

Mientras el Gobierno podía discutir con la izquierda del Partido Demócrata Cristiano sobre los procedimientos concretos para transformar el sistema capitalista, el ala conservadora de este partido quería frenar el proceso revolucionario, exigir la claudicación al Gobierno e imponer instituciones económicas que preservaran el régimen tradicional. A esto último se negó siempre el presidente. Un Gobierno con voluntad revolucionaria no negocia su sobrevivencia formal a costa de la traición a los intereses de la clase social a que responde. Cuando a menos de tres semanas del golpe militar, conversando con el presidente Allende, le manifesté mi temor de que se encontraba abocado a la disyuntiva de estrellarse –por falta de respaldo militar– o de claudicar ante el Partido Demócrata Cristiano –algunas voces insinuaban que fuera llamado como partido al Gabinete–, Allende me respondió tajante: «Eso último el partido socialista no lo aceptaría».

En esta respuesta se halla expresada la causa del fracaso de las negociaciones que, a iniciativa suya, el Gobierno entabla en julio y agosto con el Partido Demócrata Cristiano. La fuerza social que controla este último no acepta sino la claudicación. Es decir, enfrentar al Gobierno con la clase obrera revolucionaria, que se consideraría abandonada, y a la que habría que reprimir mediante medidas económicas y policiales. Esa actitud, con tantos precedentes en Gobiernos populistas o socialdemócratas, no la iba a tener nunca Salvador Allende. Por eso rechazó el Partido Demócrata Cristiano el plan en ocho puntos que el Gobierno propuso, el 25 de julio, como base de un acuerdo democrático: 1) afianzamiento de la autoridad del Gobierno; 2) rechazo de las Fuerzas Armadas paralelas; marginación de las Fuerzas Armadas institucionales de la pugna política; 3) desarrollo de las instituciones del poder popular, vinculado al Gobierno y no antagónico al régimen institucional; 4) rechazo del camino insurreccional; 5) definición y articulación de las competencias de los poderes del Estado; 6) plena vigencia del Estado de derecho. Fin del bloqueo legislativo y desarrollo del régimen legal; 7) definición del régimen de propiedad de las empresas de las áreas social, mixta y privada. Estructuración de la participación de los trabajadores en la dirección de las empresas; 8) adopción de medidas eficaces contra las causas de la inflación.

La proposición fue recogida por el sector izquierdista del Partido Demócrata Cristiano que deseaba, según palabras de uno de sus portavoces: «Buscar las coincidencias y convergencias que existen entre el Gobierno y amplios sectores de la oposición, para seguir haciendo las transformaciones que Chile requiere, pero sin imposición y contemplando los puntos de vista del adversario». En la lucha interna del Partido Demócrata Cristiano este sector fue aplastado por el conservador. El Gobierno no tuvo interlocutor para su llamada al diálogo sobre los problemas concretos más graves del país. Por el contrario, el Partido Demócrata Cristiano a mediados de agosto se había sumado a la huelga insurreccional iniciada por los gremios de dirección fascista y, el día 22, presentaba y aprobaba la resolución de la Cámara de Diputados que llamaba a las Fuerzas Armadas a dar un golpe de Estado.

Allende busca un referéndum. La oposición anticipa el golpe militar

La guerra civil no pueden desearla los trabajadores. Serán ellos siempre los que más paguen, aun ganándola. Serán muchas y muchas vidas de trabajadores las que tendrán que sacrificarse para ganar una guerra civil, serán más y más las que tendrán también que apagarse si se pierde una guerra civil.

[…]

Pero, al mismo tiempo, la catástrofe económica para el país pesará durante generaciones. A la reacción no le inquieta la guerra civil, sino en cuanto al peligro que pudiera tener si la pierde, porque siempre ha pensado utilizar a un sector de las Fuerzas Armadas. Quieren ganarla por la acción de los otros[16].

Así contemplaba el Gobierno la posibilidad de la guerra civil. Eventualidad para la que sabía, por lo demás, que no contaba con base militar apropiada.

A finales de mayo de 1973 la crisis en las relaciones internas del Estado alcanza su punto culminante. Tras año y medio de distintas vicisitudes, la pretensión parlamentaria de negar la nacionalización de las empresas fundamentales de los sectores industrial y financiero ya llevada a cabo por el Gobierno es planteada ante el Tribunal Constitucional. Este, sometido a grandes presiones por la oposición, se declara incompetente para arbitrar en el más grande desencuentro jurídico que opone a los dos órganos representativos. La Controlaría General de la República, pocos días después, emite un dictamen en que de modo ilegal –en su contenido y forma– pretende establecer que debe primar la posición sustentada por el Congreso. Los mecanismos previstos en la Constitución para resolver en términos jurídicos los conflictos políticos están demostrando su inoperancia. La interacción armónica y flexible dentro del Aparato del Estado, está quebrada.

Al margen de cualquier razón jurídica, el hecho es que políticamente el Ejecutivo se encuentra aislado dentro del Estado. El 5 de junio, la Corte Suprema llega hasta el extremo de declarar reo a un ministro de Estado por haber adoptado una sanción administrativa –suspensión de emisiones por seis días– contra una radio lanzada en una frenética campaña en pro de derrocar al Gobierno. El Aparato Coercitivo legal está cada vez más inmovilizado frente a la insurrección. Por su parte, el 6 de junio el presidente Allende comunicó a la Unidad Popular que, a su juicio, la insurrección general de la oposición no podía tardar mucho más de tres meses y que los partidos debían readecuar su organización interna y la de sus bases si querían estar en condiciones de hacer frente a la nueva situación que se avecinaba. Mientras, propone resolver el problema vigente con el Parlamento convocando a un referéndum acerca de los vetos del Ejecutivo a la reforma constitucional de las áreas de la economía. Ese día, la unanimidad de los partidos se declara contraria al referéndum.