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Ian Maclean escondía un terrible secreto: durante décadas había sido prisionero del mal. No pasaba ni un solo día sin que temiera verse de nuevo indefenso, pero, a pesar de todo, había robado una página del Libro del Poder e iba a venderla al mejor postor... si Sam Rose no se lo impedía. Samantha Rose quería recuperar la página robada y vengarse del único hombre que la había rechazado. No contaba, sin embargo, con que entre ellos surgiera una atracción irresistible. Mientras el poder del mal acechaba de nuevo, Sam haría todo lo posible por ayudar a Ian, aunque ello significara seguirlo a otra época y afrontar junto a él sus peores pesadillas.
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Seitenzahl: 565
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2011 Brenda Joyce
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amante oscuro, n.º 413 - abril 2024
Título original: DARK LOVER
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410628397
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Dedicatoria
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Veinte
Veintiuno
Si te ha gustado este libro…
Para mis lectores.
Éste es para todos los que habéis contribuido a que la serie haya tenido tanto éxito.
¡Gracias!
Nueva York, 18 de julio de 2011
Sam Rose estaba de un humor de perros hasta que vio la nota sobre su mesa. Fiesta esta noche a las siete en casa de Rupert Hemmer. Vístete de rojo y lleva zapatos de tacón de aguja.
Sam sonrió lentamente. Genial, le contestó a su jefe por e-mail. Hace siglos que no voy a una buena fiesta.
Eran las tres y acababa de llegar al trabajo, pero no llegaba tarde. El mal actuaba de noche, lo cual significaba que ella trabajaba de noche, porque su trabajo consistía en dar caza a los malos. De hecho, llevaba combatiendo el mal desde los doce años: desde el día en que su madre fue asesinada.
Aquello era ya agua pasada. Sam podía pensar en Laura tal y como la había visto por última vez, e incluso recordar su cara pálida y sin vida, sin sentir una punzada de tristeza o dolor. Había aprendido hacía tiempo a defenderse de la compasión. Ningún Matador podía hacer su trabajo si empezaba a sentir lástima por las víctimas del mal. La muerte de Laura estaba predestinada. Todas las Rose tenían su destino, y el de Sam era ser una Matadora.
El día del asesinato de su madre se le grabó en el alma la necesidad de vencer al mal. Ahora, Sam esperaba con ansia que cayera la noche. Otros temían las sombras, con toda razón. Ella, en cambio, se alegraba cuando salía la luna. Otros temían el sonido de una respiración trabajosa a su espalda; ella se crecía cuando el mal osaba buscarla. ¡Que lo intentara! Sam cazaba, literalmente, con saña.
Nick Forrester la había reclutado para la Unidad de Crímenes Históricos del CAD hacía casi un año, poniendo así fin a sus muchos años patrullando las calles en calidad de vigilante. El Centro de Actividades Demoníacas era un organismo secreto del gobierno fundado por Thomas Jefferson, que creó la agencia poco después de tomar posesión como presidente. Jefferson creía entonces, como se creía ahora, que el público no podía afrontar la realidad.
Sam estaba de acuerdo. Si la gente se enteraba alguna vez de que el mal estaba formado por una raza gobernada por el gran Satán, empeñada en destruir a la humanidad, se desataría el caos. Bastante difícil era ya mantener el orden sin que cundiera la histeria colectiva. Era mucho mejor que la gente creyera sencillamente que la delincuencia estaba fuera de control y que la sociedad se hallaba en un estado próximo a la anarquía. A veces, al escuchar a los locutores de las noticias o a los comentaristas de la actualidad, sus políticamente correctas teorías hacían reír a Sam.
Ahora, mientras recordaba la nota de su jefe, se quedó pensativa. Rupert Hemmer era un promotor de mediana edad que iba por su cuarta o quinta mujer florero. Era el multimillonario más notorio de la ciudad. Sam recordaba haber leído u oído en alguna parte que estaba organizando una gran fiesta para celebrar el cumpleaños de su esposa. Pero Nick no se movía en esos círculos, ni asistía a fiestas. Aquello no era un compromiso social. Y eso significaba que la fiesta de Hemmer tenía malas vibraciones. Quizá Hemmer, con todo su dinero y su poder, fuera uno de los malos. En cualquier caso, no era un tipo corriente, y sus invitados tampoco lo serían. Sam estaba entusiasmada. La noche prometía ser divertida.
Cometió el error de mirar el calendario de su mesa y su alegría se disipó. Sonrió amargamente al ver la fecha. Dentro de cuatro días era su cumpleaños.
El año anterior estaban todas juntas. Ese año faltaban su hermana, Tabby, y su prima, Brie.
Encendió bruscamente su ordenador. No quería sentir aquella punzada de tristeza. Echaba de menos a Tabby y a Brie, claro. Y también a Allie, su mejor amiga. Allie era una Sanadora, Tabby una bruja, y Brie tenía sus propios dones. Durante años habían luchado juntas por proteger y defender a la gente corriente, porque eso era lo que hacían las Rose desde hacía generaciones. Ahora, ella actuaba sola. Y no le importaba. Tabby y Brie habían hallado su destino en el pasado, igual que Allie. A decir verdad, a pesar de ser muy lista, Brie era un poco patosa, y los hechizos de Tabby a veces salían bien y otras mal. Sam siempre tenía que estar pendiente de ellas cuando se enfrentaban a sus enemigos, sobre todo después de la marcha de Allie. Ahora podía concentrarse en el mal y en los Inocentes. Era mucho más sencillo.
Una Matadora, a fin de cuentas, estaba hecha para vivir sola, para luchar sola y, llegado el momento, para morir sola. Así debía ser.
Así pues, pasaría sola su cumpleaños. Pero ¿qué más daba? Ligaría con algún tío bueno y el día se le pasaría sin que se diera cuenta. Puso boca abajo el calendario y vio la foto de Tabby. Era la fotografía de su hermana que más le gustaba. Las perlas que llevaba le recordaban lo elegante y clásica que había sido Tabby.
Y que seguía siendo, se recordó… sólo que en otra época.
Dio la vuelta a la foto y comenzó a buscar datos sobre Rupert Hemmer en la inmensa base de datos de la UCH. Alguien llamó a la puerta abierta. Sam sintió su poder sin necesidad de ver quién era y levantó la mirada, contrariada.
MacGregor sonrió.
—¿Qué te pasó anoche? ¿Sólo mataste a uno y se te escaparon dos?
—Piérdete —contestó. Él había matado a ocho demonios la noche anterior.
—Tu ligue debió de dejarte agotada.
—Ya lo creo —mintió Sam. Todo el mundo sabía que era una mujer muy liberal. Utilizaba a los hombres como un playboy utilizaba a las mujeres, ¿y por qué no? Le gustaba el sexo, y lo necesitaba. Pero llevaba ya un par de meses desganada. Le faltaba impulso sexual. Casi empezaba a preocuparse—. Y tú no puedes soportarlo, ¿verdad?
—Ya cambiarás de idea —contestó MacGregor con su arrogancia habitual. Llevaba intentando ligar con ella desde que Sam había empezado a trabajar en la UCH—. Tarde o temprano te darás cuenta de lo que te estás perdiendo.
—Eres demasiado viejo para mí —Sam se encogió de hombros. MacGregor debía de tener treinta y tantos años, y ella casi treinta y uno.
Él se alejó, riendo, cuando una mujer joven y morena asomó la cabeza en el despacho.
—¿Tienes un minuto?
Sam se recostó en su silla.
—Claro —ahora que Tabby, Allie y Brie se habían ido, consideraba a Kit Mars una amiga. Kit era de su edad y estaba tan volcada como ella en la lucha contra el mal. La habían reclutado cuando formaba parte de la brigada antivicio de la policía de Nueva York, y aunque seguía siendo oficialmente una novata en la agencia, era dura y muy lista, y convenía tenerla cerca cuando se hacía de noche. De vez en cuando hasta iban a tomar una copa juntas.
Kit entró con un periódico en la mano. Iba sin maquillar, como de costumbre. No le hacía falta: era guapísima. Dejó el New York Times sobre la mesa y miró la fotografía y el calendario vueltos del revés. Sam se sintió como si la hubieran pillado in fraganti.
Kit titubeó.
—No pasa nada porque eches de menos a tu hermana.
Sam hizo una mueca y volvió a colocar la foto en su sitio.
—¿Qué pasa? ¿Es que ahora eres telépata? —dijo con calma.
—No me hace falta serlo para saber lo duro que es perder a una hermana.
—Yo no he perdido a mi hermana. Tabby está vivita y coleando, aunque esté en la Escocia medieval, haciendo magia con su highlander —Sam se arrepintió enseguida de haber hablado con tanta aspereza. La hermana gemela de Kit había muerto en brazos de ésta, en Jerusalén, cuando tenía sólo dieciocho años.
—Sí, está viva —dijo Kit, muy seria—. Pero no está aquí, ¿no?
Sam se envaró.
—¿De veras quieres meterte en mi vida?
Kit hizo una mueca.
—No, pero sé que estabais muy unidas. Yo todavía echo de menos a Kelly. Sólo intentaba ser amable.
Sam respiró hondo.
—Está bien. Sé amable. Pero créeme: ni la amabilidad ni la compasión matan demonios. Es más probable que acaben por matarte a ti.
Kit hizo una mueca.
—Hago lo que puedo —contestó por fin.
Sam no podía leer la mente, pero sabía que Kit estaba pensando que era una borde.
—Bien. Papá Nick estará orgulloso de ti. En fin, ¿qué pasa? —Sam se acercó el periódico. Sus ojos se agrandaron cuando vio la fotografía de Rupert Hemmer en la portada y el titular que la acompañaba. Hemmer compra un raro manuscrito celta por 212 millones.
Se animó al instante. La noche anterior había habido una subasta en Sotheby’s, y Hemmer había adquirido una página de un manuscrito celta considerado el texto escrito en lengua celta más antiguo jamás descubierto. Sam dejó escapar una exclamación de sorpresa al seguir leyendo. Los historiadores afirmaban que la página formaba parte del Duaisean, un libro sagrado muy antiguo que en tiempos medievales se guardaba en un monasterio de la isla de Iona. Algunos historiadores creían que el santuario estaba custodiado por una hermandad secreta de caballeros paganos y que el libro era la clave de su poder en tiempos medievales.
Sam levantó la mirada con el pulso acelerado. Sabía que el Duaisean existía. De hecho, se creía que algunas de sus páginas circulaban aún en el presente. En cuanto a aquella hermandad secreta, existía también. Sam sonrió.
—¿Estás invitada a la fiesta de Hemmer esta noche?
Kit asintió.
—Sí. Sam, anoche, Hemmer hizo llevar la página a su ático en un vehículo blindado. Tiene allí una gran colección de arte, y al parecer la guarda en una cámara acorazada inexpugnable.
Así que por eso iban a ir a casa de Hemmer. Localizar lo que pudieran de aquel libro antiguo era una de las prioridades de la UCH. Sam miró a Kit.
Nick sabía posiblemente mucho más sobre la hermandad secreta que cualquier otra persona en la actualidad. El año anterior, Brie había sido secuestrada por un highlander medieval convertido al mal. Brie también trabajaba en el CAD y a Nick le obsesionaba que sus agentes se perdieran en el tiempo. Había elegido a Sam para viajar al pasado en busca de Brie. Tras regresar con ellos a Nueva York, su prima hizo una declaración detallada. Los guerreros se hacían llamar Maestros. En la UCH los llamaban los Maestros del Tiempo.
Brie, naturalmente, había regresado con Aidan de Awe, del que estaba ya enamorada antes de ayudarlo a volver al seno de la hermandad. Pero la UCH había conseguido gran cantidad de información nueva con la que actuar, incluida la posibilidad de que el Duaisean estuviera en Nueva York, y en manos de un gran demonio.
La euforia de Sam aumentó. Creía en el Duaisean. Las Rose tenían también su libro, el Libro de las Rose, que contenía toda la magia y la sabiduría que les habían concedido los dioses y que se transmitía de generación en generación. El Libro, que se confiaba siempre a una bruja de la familia Rose, se hallaba ahora en poder de Tabby. Un highlander había ido a buscarlo para llevárselo. ¿Por qué no iban a tener también un libro de poder los Maestros del Tiempo? Eran una sociedad de guerreros consagrada a proteger la Inocencia, y para ello necesitaban poderes de guerrero. Era lo más lógico.
—¿Hemmer es malvado? —preguntó Sam sin inflexión. Encontrar el Duaisean y asegurarse de que no caía en manos de quien no debía era prioritario.
—Yo también me lo pregunto. Hay un expediente sobre él, ya lo he comprobado. Es posible que tenga contactos entre los demonios.
—O sea, que puede que sea cualquier cosa: un demonio auténtico, un mestizo o un poseído —Sam se humedeció los labios—. Pero no importa. No puede tener una parte del Duaisean. Mierda —comenzaba a entender lo peligroso que podía volverse un demonio o un medio demonio si se armaba con el poder destinado a los buenos.
—Puede que la página no sea auténtica, Sam —señaló Kit.
—Sí. Tenemos que verla de cerca. ¿Dónde están los casi inmortales cuando los necesitas? —preguntó con sorna.
Kit no hizo caso.
—Entrar en esa cámara acorazada es casi imposible, y no podrá ser esta noche —dijo—. Nadie entra en esa cámara sin Hemmer, y es muy puntilloso a la hora de elegir a quién se la enseña.
Sam cruzó los brazos y las largas y esculturales piernas. Su idea de pasar un día fantástico era competir en un triatlón. Corría maratones, hacía kickboxing, montaba en bici y esquiaba. Llevaba, como siempre, una minifalda vaquera, esa vez de color gris y desgastada, con un cinturón con remaches y botas de caña alta y tacón alto, a pesar del calor que hacía.
—Estoy de acuerdo —dijo Kit, sonriendo—. Tú eres quien más posibilidades tiene de persuadirlo de que te deje entrar en la cámara.
Estaba claro que Nick pensaba lo mismo, a juzgar por su nota. A pesar de que había vuelto a casarse, Hemmer era célebre por sus infidelidades. Esa noche, sería pan comido.
—Nadie va a persuadir a Hemmer de nada esta noche —dijo Nick Forrester entrando en el despacho. Era un hombre alto y guapo, y una auténtica leyenda en la agencia por sus conquistas, demoníacas y de otro tipo, y porque corría el rumor de que llevaba décadas trabajando allí, a pesar de que sólo parecía tener treinta y tantos años. Era muy controlador, lo cual era un fastidio, pero también muy bueno a la hora de organizar y dirigir la guerra contra el mal. Y estaba dispuesto a morir por cualquiera de sus agentes. Sam detestaba reconocerlo, pero le caía bien. Y sentía un enorme respeto por él.
Pero Nick era también increíblemente machista. Miró las piernas de Sam, algo a lo que ella estaba acostumbrada. Esperaba que los hombres la miraran.
—Esta noche sólo vamos a ver, nada más —les dijo Nick—. Todavía no sé si esa página es auténtica y aún no estamos seguros de hasta qué punto está contaminado Hemmer. Quiero fotos, señoras, montones y montones de fotos, para que Big Mama pueda trazar planos arquitectónicos y mecánicos. Y, ya que estáis, podéis traerme una muestra de ADN de Hemmer —sonrió a Sam—. Limítate a picar su curiosidad, de momento.
—No hay problema —contestó Sam poniéndose en pie. A veces, los seres humanos contaminados tenían un porcentaje mínimo de sangre demoníaca, pero eso bastaba para que su maldad resultara aterradora—. ¿Tú también vas a ir?
—No es buena idea. Hemmer y yo no nos conocemos, así que digamos que no es el momento adecuado.
Así le sería más fácil pillar a Hemmer por sorpresa, pensó Sam.
—Quiero hablar contigo —le dijo Nick.
Kit recogió su periódico y se marchó.
Nick clavó en Sam sus penetrantes ojos azules.
—Maclean está en la lista de invitados.
Sam tuvo que esforzarse por paralizar sus músculos faciales.
—No te molestes —dijo él—. Deseas a ese guaperas y los dos lo sabemos.
No sólo no deseaba a Maclean, sino que no lo soportaba. Sam siguió a Nick por el pasillo y entró en su despacho, consciente de que una nueva tensión atenazaba su cuerpo. Se dio cuenta de que había cerrado los puños y al instante los abrió. Lo único que quería respecto a Maclean era vengarse. Porque era un canalla.
—Quítate el vestido —le había dicho él.
Ella se había llenado de rabia, a solas con él en un elegante salón de su mansión escocesa.
—Eres un cabrón.
Él se echó a reír.
—Me lo han dicho miles de veces. ¿Qué pasa? ¿Te da miedo la luz?
Sam no tenía ni una pizca de celulitis en todo el cuerpo. Se había levantado los finos tirantes del vestido de seda, dejándolo caer a sus pies.
—Mira bien, porque esta vez será la última.
Y vaya si había mirado.
En diciembre anterior, Sam había ido al lago de Awe a negociar con Ian Maclean. Él era el hijo de Aidan de Awe, y, como tal, tenía toda clase de poderes extraordinarios, incluido el de saltar en el tiempo. Ella necesitaba encontrar a su hermana Tabby, a la que poco antes había raptado un highlander en Nueva York. Pero desde que entró en la antigua mansión de Maclean, él no había dejado de hacerle insinuaciones sexuales. Sam, sin embargo, se lo esperaba.
La primera vez que había visto a Maclean estaba con Brie, que necesitaba su ayuda. Ya entonces le había parecido un playboy lleno de arrogancia y de sexualidad desbordante. No se había equivocado. Maclean era rico, poderoso e increíblemente sexy… y lo sabía. Ese día apenas se habían visto cinco minutos, pero la había mirado como si estuviera deseando arrancarle la ropa y hacerle de todo.
Pero la dejó allí sola, en una esquina de la calle, y se llevó a Brie al pasado sin ella. Sam se había puso furiosa: cuando había acción, no le gustaba que la dejaran al margen.
Cuando Tabby se desvaneció en el tiempo con Guy Macleod, Sam había ido tras ella. Así pues, viajó a Escocia decidida a ofrecerle un trato a Maclean. Un trato que no incluiría su cuerpo. No iba a convertirse en una más del sinfín de mujeres a las que utilizaba Maclean. Sería ella quien dijera «sí» o «no». Él, sin embargo, convirtió su encuentro en otra competición sexual. Cuando Sam aceptó el reto y se quitó el vestido, él contempló su cuerpo con una certeza cargada de arrogancia, como si supiera que algún día sería suyo. Como si pudiera esperar. Y como si ella no pudiera. Después, salió de la habitación.
Se marchó.
Y no sólo eso: la dejó allí, sola, completamente desnuda en su salón, con las puertas abiertas de par en par para que sus invitados pudieran verla.
Costaba trabajo no escupir de rabia, incluso ahora. A ella, los hombres no la dejaban. Los hombres babeaban por su cuerpo. Se quedaban boquiabiertos cuando veían su cara, sus ojos azules de largas pestañas, su nariz pequeña y recta, sus pómulos altos y su mandíbula fuerte. Maclean, en cambio, se había burlado de ella. ¿Quién se creía que era?
Sam era partidaria de la venganza. Sus rencores eran de por vida.
Aquello era una guerra, aunque él fuera uno de los buenos, y ella iba a ganarla.
Aunque su poder era enorme y blanco, y era el hijo de Aidan de Awe, no estaba claro a qué bando era leal Maclean. Si algo tenía claro Sam, sin embargo, era que, ante todo, se era fiel a sí mismo. Dudaba mucho de que formara parte de la Hermandad. Era demasiado egoísta.
—¿Por qué está en la lista de invitados de Hemmer?
Nick le dio una carpeta.
—Feliz lectura.
Sam se sorprendió.
—¿Tenemos un expediente sobre él?
—Ya conoces a Big Mama —contestó Nick, refiriéndose al superordenador de la agencia—. Maclean está en la lista de recuperación automática de datos.
Cuando Big Mama encontraba a una persona a la que consideraba corruptible, abría automáticamente un fichero sobre ella, extrayendo datos de todas las fuentes posibles a una hora determinada, todos los días. Dado que Ian era hijo de Aidan de Awe y éste se había convertido al mal antes de redimirse, el ordenador lo había marcado inmediatamente. Sólo un administrador podía cambiar su estatus de corruptible.
—¿Por qué no reconocer que estás deseando sacarte esa espinita? —Nick parecía divertido.
—Más que en sacarme una espinita, estoy pensando en utilizar con él mi disco volador —contestó ella. El disco tenía dientes que podían separar la cabeza del cuerpo de una persona con sólo arrojarlo suavemente. Cuanto más otras partes del cuerpo.
—Ten cuidado con lo que piensas —comentó Nick mientras se sentaba en el borde de su mesa—. Siento decírtelo, niña, pero ese tipo no va a echarse a temblar de miedo porque tú le metas la mano entre las piernas —se echó a reír.
Sam se puso tensa y confió en que Nick no hubiera captado aquella visión de ella desnuda en medio de aquel elegante salón escocés.
—Si alguna vez meto la mano entre sus piernas, lo lamentará de veras —replicó ella.
Nick se puso serio y cruzó los brazos. Sus bíceps se tensaron bajo las mangas de la camiseta oscura.
—Nunca te había visto tan enfadada.
—Soy humana, supongo —contestó ella.
Él no hizo caso.
—Maclean no forma parte de nuestro bando. No es un Maestro, Sam —le advirtió.
—No sé por qué, pero eso me parecía —dijo ella con sorna. Pero su corazón latía un poco demasiado deprisa, como justo antes de una batalla… o como en un encuentro sexual.
—No juega conforme a las reglas. Pero eso ya lo sabes, ¿verdad?
Sam pensó que seguramente Nick lo sabía todo.
—Yo tampoco me ajusto a las reglas.
Él sonrió.
—Por eso estoy tan orgulloso de ti —volvió a ponerse serio—. No tengo pruebas de que se haya convertido. Estoy deseando conocerlo. Pero tú estás casi fuera de control, Sam. La ira te debilita. Te hará picadillo, si no te controlas.
Ella estaba furiosa.
—No estoy enfadada. Es simplemente que no aguanto a ese hijo de perra. Es insoportable. A su lado, tú pareces un santo. Reconozco que lo subestimé. Pensé que sería pan comido. Pero no volveré a subestimarlo, ni volveré a intentar negociar con él. Y seré yo quien venza —añadió.
Nick asintió con un destello en la mirada.
—Me preguntó por qué de pronto se ha comprado una casa aquí.
Sam se quedó inmóvil.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—¿Vive aquí?
—Se ha comprado una casa de dieciocho millones de dólares en Park Avenue —Nick le sonrió.
Sam estaba atónita. ¿Qué hacía Maclean en Nueva York? Se acercó a una ventana y se quedó mirando el tráfico y a la gente que pasaba por la calle Hudson.
—¿Cuándo fue eso?
—En enero pasado. Un mes después de tu viajecito al lago de Awe, más o menos.
—El que haya decidido vivir aquí no tiene nada que ver conmigo —dijo Sam sin pensar.
—Yo no he dicho lo contrario —Nick miró la carpeta—. Es una lectura muy interesante, por cierto.
Sam cruzó los brazos. Al llegar a la casa de Ian en Awe, él la había estado esperando. ¿Cómo era posible? Recordó la conversación entre ambos.
—Me preguntaba cuánto tiempo tardarías en encontrarme —parecía divertido.
Ella sonrió con frialdad.
—Tú sueñas.
Él le había servido champán, haciendo caso omiso de sus otros invitados y de su novia, que parecía sacada de un póster de Playboy.
—Bienvenida a mi guarida.
—El lobo es tu padre.
—De tal palo, tal astilla —murmuró él, clavando la mirada en su escote.
—¿Vas a hacerme alguna proposición?
—Me apetece hacértela desde la primera vez que nos vimos.
Era imposible que hubiera ido a Nueva York por ella. Estaba segura de que Ian Maclean jamás se tomaría tantas molestias por una mujer. Estaba en la ciudad por otros motivos. ¿Por el Duaisean, quizá? No sería de extrañar.
—Eres una mujer extremadamente atractiva y seductora —dijo Nick, pensativo—. Y lo sabes. Y, además, eres una Matadora con muchos poderes.
Sam se quedó mirando a su jefe.
—Sigue halagándome y empezaré a asustarme.
Él sonrió.
—A ti nada te asusta, Sam.
Tenía razón.
Nick añadió:
—No creo que se haya instalado en Nueva York por pura coincidencia. Es peligroso e implacable —recogió la carpeta—. Pero tú también lo eres.
Aquello picó el interés de Sam.
—Entonces, ¿es mi objetivo?
—Si tiene malas intenciones, cuento contigo para que lo neutralices.
—Perfecto —ella tocó la carpeta—. ¿Qué hay ahí?
—Algunas coincidencias interesantes.
—Soy una Rose. Según nuestras enseñanzas, las coincidencias no existen.
Nick sonrió.
—Lo sé. Maclean también está en la lista de vigilancia de Scotland Yard. ¿Recuerdas el robo de ese Van Gogh, en Milán, hace dos años?
—No.
—El cuadro se esfumó de repente, en medio de un día laborable. Según el conserje, no había nadie dentro de la galería esa mañana, ni saltaron las alarmas. Pero Maclean visitó la galería unos días antes.
Sam se puso a pasear por el despacho pensativamente.
—Saltó en el tiempo, apareció en la galería y se llevó el cuadro. Me pregunto si el cuadro sobrevivió al viaje a la velocidad de la luz.
—¿Adivinas quién se rumorea que lo tiene ahora? —Sam aguardó y Nick dijo—: Hemmer.
Sam se sobresaltó.
—Muy bien. Eso explica lo de la lista de invitados. Maclean robó la pintura, se la vendió a Hemmer y ahora son íntimos amigos.
—Es íntimo amigo de unos cuantos coleccionistas de arte de todo el mundo —Nick hablaba con sorna—. Y está vinculado a cinco marchantes de arte internacionales que, entre todos, han perdido ocho obras maestras en la última década. Según se cree, varios de sus amigos se hallaban en posesión de esas obras desaparecidas.
Sam se quedó mirándolo. Maclean estaba utilizando sus poderes para robar. Así era como había hecho su fortuna… y como había comprado su nueva casa en Park Avenue. De pronto lo comprendió todo.
—No crees que esté aquí simplemente para alternar con Hemmer.
—No, no lo creo.
—Va a robar la página —dijo Sam en voz baja.
Nick se levantó.
—Y apuesto a que tú harás todo lo posible por impedírselo, ¿no es así?
Sam sonrió despacio.
—Oh, sí —dijo con delectación.
La mirada de Nick se endureció.
—No lo pierdas de vista esta noche.
Sam hizo un saludo militar.
—No hay como una mujer despechada —Nick sonrió de pronto—. En cierto modo, me alegro de que te hiciera enfadar.
—No estoy enfadada. Y lamento decírtelo, pero tampoco estoy despechada. Pero aun así… cuando me enfado, me tomo la revancha… con intereses.
—Cuento con ello.
Maclean no estaba por ninguna parte.
Sam y Kit se miraron, de pie en el vestíbulo de mármol, frente a las puertas doradas del ascensor que las había llevado al ático. Hemmer había construido el edificio en su estilo habitual: la elegancia de la Quinta Avenida, combinada con el oropel de Las Vegas. Había suelos de mármol, espejos dorados y columnas corintias. Todo olía a dinero. Delante de ellas había una fila de invitados, y por todas partes se veían guardias de seguridad vestidos de negro.
Sam llevaba un vestido de punto rojo, sin hombreras, que se ceñía a todas sus curvas, y sandalias doradas de tacón de aguja. Se había puesto una de las pulseras de oro de su madre en la muñeca derecha, a pesar de que las pulseras solían ser un estorbo cuando se luchaba cuerpo a cuerpo. Los anillos, en cambio, eran muy útiles: podían infligir dolorosas heridas al enemigo. Sam llevaba varios. La mayoría de las mujeres llevaba bolsitos de mano, pero ella había elegido un bolso del tamaño de una cartera, colgado del hombro. Casi no pesaba: sólo contenía una tarjeta de crédito, su teléfono móvil y su pintalabios rojo, y no podía ser un estorbo. Llevaba también los aros de diamantes que le había regalado su hermana el año anterior. Sólo se los quitaba para limpiarlos.
Distinguió a Rupert Hemmer justo al otro lado de la puerta de su casa, acompañado de su rubia esposa. Iban saludando a los invitados a medida que entraban. Más allá, el salón estaba ya atestado de gente. Sam, sin embargo, no veía a Maclean entre los invitados. Su corazón latía extrañamente, con ritmo lento y firme, como justo antes de entrar en batalla. Maclean estaba allí. Estaba segura de ello, y no porque se lo hubiera dicho Nick. Sentía su presencia en alguna parte del ático.
Percibía el poder blanco, y el de Maclean era evidente.
Su aura exudaba sexualidad, y la tensión de su cuerpo la convenció de que Maclean estaba cerca.
Estaba deseando arruinarle la diversión.
Dio un codazo a Kit y le señaló con un gesto las minúsculas cámaras que había en los rincones del vestíbulo. Kit siguió su mirada. Luego señaló a sus anfitriones.
—¿Ella no es menor de edad?
Sam se rió y miró a su anfitrión, que estaba muy guapo y bronceado, con su esmoquin negro. Saltaba a la vista que se había estirado la cara, y llevaba el pelo teñido de ese curioso tono de castaño medio con el que los hombres mayores intentan disimular sus canas. Debía de tener cerca de sesenta años, aunque hubiera pasado por el quirófano y estuviera en plena forma, pero su esposa aparentaba veinte… como mucho. Llevaba un vestido de noche rosa chicle que, más que un traje, parecía una segunda piel. A Sam le pareció un Versace. Rupert apestaba de lejos a riqueza y arrogancia, pero no a maldad. Sam era capaz de percibir el mal con la misma facilidad que el poder blanco, y sospechaba que Hemmer era humano, aunque tuviera unas pocas gotas de sangre demoníaca.
Por fin les llegó el turno de saludar. Al mirarla, los ojos de Rupert se dilataron, llenos de interés. Miró con cautela sus exuberantes pechos, que, a diferencia de los de su mujer, parecían naturales, y luego contempló sus largas y duras piernas. Después fijó la mirada en Kit, que se había puesto un vestido ceñido clásico, de color negro, y brillo de labios. Les sonrió lentamente.
—Ustedes deben de ser Sam Rose y Kit Mars, de World Media.
Sam notó que a Becca Hemmer no le importaba que su marido mirara con deseo a otras mujeres. ¿Y por qué iba a importarle? Sam había leído algo sobre los Hemmer mientras se vestía. Ella era joven, preciosa y lo bastante lista como para haber firmado un acuerdo prenupcial que la convertía en una de las mujeres más ricas de la ciudad, acabara como acabara su matrimonio. Y, al parecer, a Becca le gustaba juguetear tanto como a su marido.
Sam la consideró irrelevante y sonrió a Hemmer, mirándolo con desafío.
—Las mismas —le tendió la mano—. Soy Sam Rose. Me preguntaba cuándo no conoceríamos por fin, señor Hemmer.
Él le estrechó la mano calurosamente.
—Todos mis invitados tienen orden de llamarme Rupert.
—Rupert —murmuró ella—. Hace mucho tiempo que no me dan órdenes.
Él sonrió levemente al captar la insinuación.
—Qué interesante —dijo, y añadió—: De haber sabido que en World Media había publicistas como vosotras, creo que me habría dejado convencer antes —de pronto había entornado los ojos.
Sam se preguntó si las habría descubierto.
—¿El resto del equipo está aquí?
—Creo que sí —murmuró él—. John Ensign y Charles Dupre fueron dos de los primeros en llegar.
Sam sintió la tensión de Kit.
—Jack Ensign —puntualizó tranquilamente—. Nosotros lo llamamos Jack.
—Ah, sí, claro, qué tonto soy. Bueno, entrad y servíos champán. Quizá luego podamos charlar un rato sobre el proyecto. Estoy deseando oír vuestras propuestas.
—Lo mismo digo —Sam sonrió amablemente a Becca antes de que Kit y ella se adentraran en el enorme cuarto de estar adornado con arañas de cristal y oro y modernos sillones tapizados en diversos tonos de blanco. Nick le había dicho que habría casi doscientos invitados, y Sam calculó que no se equivocaba. Los hombres iban de esmoquin y las mujeres, algunas de ellas vestidas de noche, como Becca, lucían llamativas joyas. Los camareros vestidos de blanco se paseaban de un lado a otro portando bandejas de plata reluciente, cargadas con refinadas copas de champán y aperitivos. Sam tardó sólo un momento en llegar a la conclusión de que Maclean no estaba en el salón. ¿Estaría ya dentro de la cámara acorazada? Se estremeció. Estaba deseando averiguarlo. Su pulso se había acelerado.
—¿Crees que se lo ha tragado? —murmuró Kit.
—Me parece que sospecha algo —pero en realidad no le preocupaba lo más mínimo su anfitrión.
—¿Tuviste tiempo de leer algo sobre ese proyecto?
—No, y además pienso esquivar a Hemmer. De todos modos, con tanta gente no creo que sea difícil librarse de un tête-à-tête. ¿Estás bien? Voy a explorar un rato por ahí.
—Sí, estoy bien. Ten cuidado. Hemmer apesta.
Sam sonrió y se perdió entre la multitud. De pronto, un destello rosado llamó su atención. Se volvió y vio que Becca avanzaba sola entre los invitados, lo cual no era fácil, teniendo en cuenta que constantemente la paraban para saludarla y felicitarla. Sam se volvió para intentar localizar a Hemmer. Por fin lo vio: estaba todavía en la puerta, charlando con el alcalde y con una famosa periodista de televisión. Se volvió hacia Becca justo a tiempo de verla escabullirse del salón, pasando junto a dos enormes guardias de seguridad.
¿Adónde iba? No parecía de las que rehuían las fiestas. Sam logró encontrar a Kit.
—Necesito que distraigas a los guardias para poder registrar el resto de la casa.
—Con ese vestido, tú podrías distraerlos mucho mejor que yo.
—Deja de subestimarte —contestó Sam sinceramente.
Un momento después, se había apostado no lejos de la puerta por la que había salido Becca, donde seguían los dos guardias. De pronto, una mujer gritó cerca de la puerta:
—¡Me han robado el bolso! ¡Alguien acaba de arrancarme el bolso de las manos!
Los dos guardias de seguridad se precipitaron hacia ella y Sam aprovechó la ocasión para escabullirse por el pasillo. Allí reinaba la calma y la iluminación era muy tenue. Frente a ella había un ascensor que sin duda llevaba a las habitaciones privadas de Hemmer. Pasó rápidamente por delante, con la barra de labios en la mano. En realidad, era una cámara fotográfica. Empezó a hacer fotos mientras pasaba por una biblioteca y una sala de ordenadores. No temía encontrarse con Becca; estaba casi segura de que había ido a la planta de arriba.
Pasó por delante de un despacho y llegó al final del pasillo. Frente a ella había una piscina olímpica cubierta, rodeada de ventanales. A su izquierda había una enorme puerta de acero.
Había encontrado la cámara acorazada.
El poder de Maclean parecía llamarla, ardiente y tangible. Pero no procedía de aquella cámara. Sam hizo algunas fotografías más, consciente de que estaban grabándola: había microcámaras de vídeo por todas partes. Tuvo cuidado de no acercarse demasiado, por si había sensores de movimiento y saltaba alguna alarma.
Cuando acabó, se guardó la cámara. Maclean estaba cerca, pero ¿dónde? ¿Y dónde estaba Becca? Estaba claro que había subido. Pero Sam no creía que hubiera ido a cambiarse de zapatos.
—Qué pillina —murmuró. No le sorprendería encontrarles juntos, pensó. Seguramente a Maclean le divertía tirarse a la mujer de su anfitrión.
Sam regresó sin hacer ruido por el mismo camino que había seguido, con los sentidos alerta. No se apresuró: tarde o temprano lo encontraría. El ascensor estaba lo bastante lejos del salón como para que pudiera montar fácilmente en él sin que la vieran. Era, además, muy silencioso. Entró en él con la mirada fija en la espalda de los guardias, pero ninguno de ellos se volvió. Pulsó el único botón que había. El ascensor subió hacia la última planta del edificio.
Sam percibió el apasionado encuentro sexual antes de verlo. Arriba, el aire parecía más denso y más húmedo. Estaba impregnado de deseo y de testosterona. Muchas mujeres lo dejarían todo por estar con Maclean, y Sam oía ahora los gemidos de Becca. Se detuvo. La puerta de una habitación estaba entornada. Los gemidos de Becca se convirtieron en sollozos incontrolables. El corazón de Sam latía con violencia. Su cuerpo se había tensado. Empujó la puerta.
Había olvidado lo guapo que era. Lo increíblemente sexy que era. Becca sollozaba, presa del placer, tumbada boca abajo sobre la cama, con la falda subida. Maclean estaba tras ella, completamente vestido. La penetraba con fuerza, rítmicamente, la cara crispada, al mismo tiempo dura, fría y casi implacable. Estaba absorto en su propio placer.
Becca había perdido el control. Ian Maclean no.
Sam se humedeció los labios, impelida a mirarlos. ¿Cómo era posible que hubiera olvidado aquel rostro tan bello? La mayoría de los hombres bellos parecían afeminados. Maclean no. A pesar de sus ojos grises, de largas pestañas, y de su nariz casi perfecta, tenía la mandíbula recia y los pómulos altos. Pero no era sólo una cara bonita. Sam nunca lo había visto desnudo, pero sabía que su cuerpo era fibroso y duro. Estaba, además, su potente impulso sexual. En ese sentido, Sam reconocía en él a un espíritu afín. Maclean tenía una sexualidad poderosa, posiblemente insaciable.
Sería difícil de complacer.
Los sollozos de Becca llenaban la habitación. Maclean seguía penetrándola en silencio. Sam sabía que le habría sido fácil seducir a Becca.
Respiraba trabajosamente. Una espantosa tensión la consumía. Pero, aun así, había una mujer a la que Maclean no podría seducir.
Él dejó escapar un sonido ronco, el único. Y la miró.
En cuanto sus miradas se encontraron, Sam comprendió que no le sorprendía verla. Un instante después vio que no lo había cegado la pasión. Su mirada seguía siendo gris y diáfana. Mientras lo miraba fijamente, él comenzó a sonreír como si fuera dueño de un delicioso secreto.
A Sam le dio un vuelco el corazón.
—Te has tomado tu tiempo —murmuró él, apartándose de su amante, que seguía jadeando y finalmente se desmayó sobre la cama.
Sam intentaba asimilar el hecho de que, igual que en Awe, Maclean estaba esperándola. Pero sus pensamientos coherentes se disolvieron cuando él se llevó las manos a los pantalones desabrochados. Sam miró hacia allí. El latido de su corazón se redobló. Se olvidó de respirar.
Él sonrió lentamente mientras se subía por completo la bragueta.
Llevaba un anillo de plata allí.
Sam había visto muchos piercings, desde luego. Pero no allí… ni así.
—¿Te ha comido la lengua el gato? —preguntó él, burlón.
Ella tragó saliva y salió de su estupor.
—¿Te diviertes? Porque lamentaría ser yo quien eche a perder a tu fiestecita —sin embargo, deseaba limpiarse el sudor del escote y de la frente. Su cuerpo se había rebelado. Al parecer, no había nada de qué preocuparse: su instinto sexual seguía allí.
—¿Estás acalorada? —Maclean siguió con la mirada sus dedos mientras ella se enjugaba el sudor—. Seguro que no es la primera vez que ves un piercing en una polla.
Sam sintió que su débil sonrisa se evaporaba.
—Menuda bienvenida, Maclean. Lástima que no me guste mirar —intentaba mostrarse arrogante y despreocupada—. Bonito anillo.
Él levantó las cejas mientras se acercaba.
—Reconócelo. Te he excitado, Sam, y te encanta mirar.
Sam se dio cuenta de que Becca se levantaba precipitadamente de la cama y se dirigía hacia la puerta. Tragó saliva. La huida de Becca le dio el tiempo que necesitaba para recobrarse.
—Como espectáculo, no ha estado mal —contestó cuando recuperó la compostura—. ¿No vas a ir tras ella?
—No, ¿para qué, estando tú aquí? —respondió él a su lado.
—Bueno, no sé. ¿Para fastidiar a Hemmer? ¿Para seguir teniendo un topo en esta casa? —«¿porque tienes la costumbre de dejarme plantada?».
Él se echó a reír.
—Me importa muy poco lo que piense Hemmer, y no necesito a Becca. Sé que te gusta mi anillo, pero ¿y el resto de la mercancía?
«Enséñame la mercancía». Y ella se había bajado el vestido.
Intentaba hacerle recordar aquel momento: su posición de poder y la humillación que había seguido.
—Siempre me han gustado mucho los hombres bien hechos, Maclean.
—Pero nunca has visto uno como yo, ni lo has tenido.
Por desgracia, Sam se había quedado completamente sin aliento.
—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no?
—Mucho —sus ojos grises seguían teniendo una expresión burlona. Se inclinó y murmuró—: Puedes quitarme el anillo cuando quieras, Sam. Dime cuándo y dónde.
La había dejado plantada antes, pero esa vez era él quien la perseguía. A Sam le costaba pensar con claridad y no podía preguntarse el porqué. Y, maldición, le resultaba difícil apartar los ojos de su mirada abrasadora. Sus palabras intensificaban las corrientes eléctricas que chisporroteaban en la habitación.
—Vaya, una proposición. La última vez no parecías muy interesado. ¿Por qué no le concedes ese honor a tu amiguita?
—Porque prefiero concedértelo a ti —parecía divertido—. Para compensarte por lo mal que me porté en Awe.
Sam intentó no pensar en quitarle aquel anillo y tocar su miembro. Había olvidado la atracción que se agitaba violentamente entre ellos, en contra de su voluntad. Pero no había olvidado su último encuentro. Oh, no. Ni lo olvidaría nunca.
Sabía que, en el fondo, Maclean se estaba riendo de ella. No se arrepentía en absoluto.
—No me gusta que los hombres intenten ligar conmigo —contestó, cortante—. Soy yo quien toma iniciativa.
Él torció la boca.
—Claro. Te gusta seducir a jovencitos. ¿O debería decir a muñequitos?
Tenía razón.
—¿Tienes algún problema con las mujeres fuertes, Maclean?
—Pues sí. Me gustan las mujeres blandas y ardientes. Y los dos sabemos que tú tienes un problema con los hombres fuertes.
Sam sonrió despacio.
—Mi problema es que nunca he conocido a uno tan fuerte como yo. Sobre todo, en la cama.
Él sonrió ampliamente.
—¿Quién es el arrogante ahora? Cuando estés lista, descubrirás lo equivocada que estás.
Sam tenía la inquietante sensación de que Maclean sería el polvo de su vida.
—Yo siempre estoy lista… menos con caraduras con un ego tan descomunal como el tuyo.
—Vaya —contestó él—. Así que no me has perdonado por lo de Awe. Estás ofendida.
—La verdad es que no recuerdo qué pasó en Awe —le espetó ella.
Maclean se echó a reír.
—Claro que lo recuerdas. Te dejé desnuda en mi salón, en vez de suplicarte tus favores, como esos muchachitos tuyos. No me arrastré. No me puse a jadear, ni babeé. Y no te concedí el favor que me pediste. Estabas furiosa conmigo. Vamos, Sam, los dos sabemos qué clase de mujer eres. Nunca olvidas, ni perdonas. Y los dos sabemos que no me has olvidado.
Sam se enfureció.
—Francamente, no he pensado en ti ni una sola vez desde diciembre —mintió—. ¿Podrá soportarlo tu enorme ego?
—Mi enorme ego puede soportar cualquier cosa… y como quieras.
—Paso… igual que la última vez.
—De modo que sí recuerdas la última vez —dijo él con suavidad—. Cuando no te di la oportunidad de decir que no —ella tembló de furia—. ¿Seguro que no te apetece un trofeo? —añadió Maclean—. Así no habría peligro de que olvidaras esta noche.
—No —no sintió satisfacción al decir que no. Por muy enfadada que estuviera, sabía que pasaría mucho tiempo antes de que olvidara que lo había visto con Becca—. Por lo que a mí respecta, no eres ningún premio, Maclean, pienses tú lo que pienses.
Él se encogió de hombros con indiferencia y murmuró:
—¿Cómo lo sabes, si no pruebas la mercancía?
Sam se volvió para marcharse.
—Sí, claro, eres lo mejor de lo mejor. Nunca había conocido a un hombre que se creyera un auténtico regalo divino —replicó por encima del hombro.
Maclean la asió del brazo. Sam se vio obligada a detenerse y sus miradas chocaron. La de Maclean no vaciló.
—Soy el mejor.
Sus palabras la hicieron desfallecer un momento. Quería replicar, pero se quedó allí, recordando su expresión de un rato antes. Becca parecía estar teniendo un orgasmo sobrenatural mientras él perseguía su propia satisfacción casi con esfuerzo. Sam había oído decir que el sexo con los casi inmortales era totalmente distinto: que el placer era infinito. No lo creía, en realidad, pero estaba segura de que Maclean era muy bueno en la cama… cuando estaba inspirado.
Con ella, sin embargo, nunca tendría oportunidad de demostrarlo.
—No volverás a desear a uno de esos muñecos —añadió él en voz baja.
—Te equivocas —respondió ella en el mismo tono—. Puede que algunas mujeres encuentren atractivo tu ego, pero yo no. Empequeñece cualquier otro atributo que puedas tener.
Él sonrió.
—Mi ego no puede empequeñecer eso en lo que estás pensando.
Ella se desasió.
—Estás bien dotado. Menuda cosa.
—Se te está haciendo la boca agua.
Era hora de irse. Sam se volvió de nuevo, dispuesta a salir, pero entonces recordó que no debía perderlo de vista. Recordó también lo que había en la cámara acorazada de Hemmer, y lo que quería la UCH. Miró lentamente a Maclean.
—Vamos al grano. ¿Cómo es la cámara acorazada?
Él levantó las cejas.
—No lo sé.
—¿Por qué no?
Él señaló la cama.
—He estado ocupado. Tardabas y decidí empezar la velada con un aperitivo.
Estaba esperándola.
—¿Viste la lista de invitados?
Maclean se encogió de hombros.
—Nuestros caminos estaban destinados a cruzarse tarde o temprano.
—Yo no me muevo en los mismos círculos que Hemmer.
—Ahora sí —contestó él tranquilamente—. Eres una Rose. Tu prima se casó con mi padre. Era natural que fueras detrás de Hemmer.
Sam se quedó mirándolo. Por fin había olvidado su atractivo viril. ¿Estaba en contacto con Brie?
—¿La página es auténtica?
—¿La página? —Maclean levantó sus cejas morenas—. No lo sé. Rupert parece creer que sí.
Debía de estarlo, si se había gastado doscientos millones de dólares en ella, pensó Sam.
—¿Estás segura de que no quieres tomarte una copa conmigo? Podríamos hablar de nuestros intereses comunes —sus ojos brillaban, divertidos.
Sam miró la cama.
—Estoy segurísima.
—Ya cambiarás de idea.
—Si tú lo dices… —le sonrió, burlona—. Oye, Maclean… Yo seré la primera que entre en esa cámara… cuando Rupert me ofrezca una visita privada, esta misma noche.
Él parecía divertido.
—¿De veras? ¿Y si te la ofrezco yo, ahora mismo?
Ella se quedó quieta.
—¿Estás de broma?
Él bajó un momento sus largas pestañas.
—Quiero compensarte.
Sam casi lo creyó por un momento. Sabía, sin embargo, que intentaba jugar con ella. A aquel juego, no obstante, podían jugar dos.
—Llévame dentro de la cámara y quizá te perdone.
Maclean levantó los párpados y la miró a los ojos. Al ver que no se movía, ni decía nada, Sam pasó a su lado, empujándolo, y él entró tras ella en el ascensor.
—Una advertencia —dijo tranquilamente mientras empezaban a descender—. Yo siempre consigo lo que quiero.
—Muy bien. Ya somos dos. ¡Cuántas cosas tenemos en común! —el ascensor era demasiado pequeño para los dos. Su cuerpo grande y masculino llenaba el pequeño espacio. Pero Maclean iba a introducir a Sam en la cámara acorazada, y ella debía concentrarse en eso—. ¿Qué tal tu nueva casa, por cierto?
—¿Por qué no te pasas y lo ves con tus propios ojos?
Sam pensó que aquello bien merecía un viaje a la parte alta de la ciudad.
—¿Alguna pieza interesante que puedas enseñarme? ¿Quizá una o dos obras maestras?
Él volvió a sonreír.
—Así que has estado pensando en mí.
—Eso se llama hacer los deberes.
Maclean sonrió, complacido. Cuando se abrieron las puertas del ascensor, Sam pasó a su lado, irritada de nuevo. Tal vez el problema fuera el físico de Maclean. Se parecía mucho a su padre, Aidan de Awe, y eso lo hacía casi irresistible. Si no hubiera tenido el cabello oscuro y abundante, los ojos grises claros y chispeantes, los profundos hoyuelos que aparecían cuando sonreía y las facciones de un adonis, su sexualidad no habría sido tan avasalladora. Sería simplemente un tío bueno.
Pero parecía uno de los dioses de los que descendía. Sam habría mentido si dijera que no era uno de los hombres más bellos que había visto nunca… y eso que ni siquiera lo había visto desnudo.
Había visto, en cambio, la parte que más contaba, al menos para ella. Pensó en el anillo de plata y de nuevo le faltó la respiración. Aquel piercing tenía que haberle dolido una barbaridad.
—Es de acero —dijo él en voz baja—. No de plata.
Sam lo miró bruscamente. Le había leído el pensamiento, demostrando así que tenía poderes telepáticos.
Sam se dirigió hacia la cámara acorazada. Quería concentrarse en la tarea que tenían entre manos, pero aun así era muy consciente de su cercanía. La parte de atrás del ático de Hemmer seguía estando tan desierta como antes. Sam se detuvo y señaló la puerta de acero que había frente a ellos.
—Puedo sentir el bien y el mal. Y ahora mismo no siento nada.
Maclean le lanzó una mirada que ella no logró descifrar; luego tocó el picaporte metálico de la puerta. Sam esperaba que saltara en el tiempo y apareciera en el interior de la cámara, con ella.
—¿Qué haces? —preguntó con aspereza, temiendo que saltaran las alarmas. Pero no se oía nada.
Él sonrió y giró la manilla. La puerta de acero se abrió. Maclean se volvió hacia ella.
—Vamos.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó Sam, sorprendida.
Él sonrió despacio.
—Es tan fácil como saltar en el tiempo.
Estaba claro que se había servido de sus poderes mentales para abrir la puerta y desactivar los sensores y las alarmas. Era un truco increíblemente útil. Sobre todo, para un ladrón.
—Entonces, ¿fue así como robaste el Van Gogh?
Él le lanzó una sonrisa modesta y le indicó amablemente que pasara primero.
Las luces interiores de la cámara se habían encendido al abrirse la puerta. Sam pasó a su lado y observó atónita las filas y filas de asombrosas obras maestras que había en las dos paredes. La cámara era una especie de largo túnel.
—¿Para qué querrá tener su colección encerrada aquí? —aunque no era muy aficionada a la pintura, le pareció reconocer obras de distintos artistas que había visto en el Metropolitan, en el Whitby y en el Guggenheim. Si no se equivocaba, Hemmer tenía una colección de incalculable valor.
Maclean no había respondido y ella lo miró. Se había aflojado la corbata y se estaba desabrochando el cuello de la camisa como si estuviera incómodo. Dentro de la cámara, la temperatura estaba cuidadosamente controlada.
—Hemmer siente la misma pasión por el arte que los demonios por el sexo y la destrucción.
—¿Es malvado?
Él le lanzó una mirada que parecía decir que sí.
—¿Cuánto te pagó por el Van Gogh? —preguntó ella, fingiendo despreocupación.
Su respuesta fue inmediata.
—Treinta millones —sonrió y volvió a tirarse del cuello de la camisa—. Una ganga.
Sam soltó un bufido. Miró de nuevo a su alrededor con cautela.
—Algo va mal —dijo, sin saber qué sentía exactamente. Aguzó sus sentidos y percibió un leve soplo de maldad que avanzaba hacia ellos—. ¿Lo notas?
Él asintió con la cabeza.
—Está dentro.
Sam no le hizo caso e intentó aislar el resto de sus sensaciones. Sentía un torbellino de poder sagrado. Parecía llamarla. Estaba a su izquierda. Se volvió, intentando seguirlo, y se encontró cara a cara con un frondoso paisaje de la campiña europea, seguramente del siglo XVIII. Comenzó a descolgar el cuadro.
Maclean se acercó a ayudarla. En cuanto levantaron el cuadro, apareció la página del Duaisean.
Estaba enmarcada y cubierta por un cristal, pero el viejo y descolorido pergamino brillaba aún, lleno de poder y de luz. Algunas de las palabras escritas en él parecían tridimensionales.
—Es auténtica —dijo Sam con voz áspera—. Pero su poder parece distante.
—Es un poder contenido —comentó Maclean pensativamente—. Creo que hace falta un encantamiento para liberarlo.
Se miraron. Sam estaba pensando en Tabby cuando Ian dijo:
—Hemmer.
—¿Estás seguro? —Sam no oyó acercarse a nadie, ni presintió el peligro. Mientras colocaban rápidamente el cuadro en su sitio, Maclean dijo:
—Mis sentidos son más finos que los tuyos.
—Entonces quizá convenga que nos demos prisa —Sam salió rápidamente de la cámara, seguida por Ian.
Al fondo del pasillo se oían voces. Maclean cerró la puerta de acero y ella oyó el chasquido del cierre automático. Las voces se hicieron más fuertes y Sam oyó un ruido de pasos que se acercaban.
No se lo pensó dos veces: agarró a Maclean por la corbata y la usó de correa para tirar de él por el pasillo, alejándose de la cámara. Lo empujó contra la pared, con la corbata aún en la mano. Él comprendió lo que se proponía y sonrió, satisfecho. Sam se apretó contra él y sus miradas se encontraron. Los ojos de Maclean centelleaban.
Su enorme miembro erecto se alzó entre ellos.
Sam lo apretó más aún contra la pared, consciente de la dureza de acero de su cuerpo. Se puso de puntillas hasta que sus ojos quedaron a la misma altura. Él esperó, esbozando una sonrisa triunfal.
Sam lo besó.
Abrió la boca y se apoderó de la suya. En cuanto sus labios se fundieron, su corazón dio un brinco y pareció alojarse en su garganta. Hemmer y sus acompañantes doblaron la esquina. Sam siguió atenta a ellos con una parte de su mente, pero con la otra se concentró en Maclean. Su cuerpo, en cambio, estaba absolutamente entregado a él.
Sabía tan bien… Y tocar su cuerpo duro y rígido era aún mejor. El deseo era tan brutal, tan avasallador, que se sentía en estado de shock. Después, no pudo soportarlo más. Cerró los ojos, se olvidó de Hemmer y lo obligó a abrir la boca. Él se rió. Sam le introdujo la lengua. Su cuerpo amenazaba con estallar.
Él la agarró de las caderas, la hizo volverse, la empujó contra la pared y se adueñó del beso. Apretándose contra ella, metió uno de sus enormes muslos entre sus piernas hasta que Sam se montó sobre él. Ella agarró sus anchos hombros y siguió besándolo ansiosamente. Era tan delicioso que no quería parar.
—Disculpen —dijo Rupert Hemmer.
Mientras sus lenguas se entrelazaban y él subía más aún el muslo, clavándola contra la pared, Sam comprendió que tenían que parar. Pero ningún hombre la había puesto nunca así, contra la pared, ni se había mostrado tan dominante. Mientras lo besaba, notó un sabor a sangre. Él dejó escapar un sonido triunfal y luego se apartó de ella.
Con la espalda pegada aún a la pared, Sam abrió los ojos y él la dejó deslizarse por su pierna. Miró sus ojos feroces. Maclean se alejó de ella.
—Siempre consigo lo que quiero —murmuró.
Se estaba riendo de ella. Sam estaba estupefacta. ¿Qué demonios acababa de ocurrir?
Maclean se volvió hacia Rupert, aflojándose de nuevo la corbata. Tras él había dos hombres y una mujer que los miraban con curiosidad.
Sam respiró hondo y se irguió, apartándose de la pared.
—Mi casa es eso: mi casa. Los invitados deben permanecer en los salones de recepción —el desagrado de Hemmer resultaba evidente.
Sam se adelantó. Hemmer la miró enseguida con interés. No era inmune a su físico. Sam se serviría de ello.
—Lo sentimos, señor Hemmer. No sabíamos que el resto de la casa era terreno vedado.
Hemmer le devolvió una sonrisa tensa. Volvió a mirar su vestido corto.
—Los encargados de seguridad los acompañarán de vuelta a la fiesta, señorita Rose.
Otro capullo rico y lujurioso, pensó Sam.
Mientras Hemmer hablaba, dos enormes guardias de seguridad vestidos de negro doblaron la esquina. Sam asintió con la cabeza, consciente de que Ian estaba tras ella. Mientras seguían a los guardias, comenzó a pensar de nuevo lógicamente.
Se había dejado llevar y había perdido el control. Aquel beso debía ser sólo una estratagema. La atracción que sentía por Ian era peligrosa.
Tenía que encontrar el modo de dominarse.
Se acercó al camarero más cercano, agarró una copa de champán y se la bebió. Luego tomó otra.
Maclean estiró el brazo por encima de su hombro para recoger una copa. Luego la miró y levantó la copa con entusiasmo.
—Aún no has ganado.
—Si dejas que me salga con la mía, serás tú quien salga ganando, Sam.
—Como te decía, todos los hombres os creéis los mejores.
—Y como te decía yo a ti, soy el mejor.
Ella apuró su segunda copa y la devolvió a la bandeja.
—Vas a robar la página.
Ian sonrió.
—¿Piensas impedírmelo?
—Lo estoy deseando —contestó ella, devolviéndole la sonrisa.
—¿Qué vas a hacer con esto? —preguntó Kit en voz baja.
Era tarde. La fiesta estaba tocando a su fin. Sam llevaba varias horas observando a Maclean, que, aunque bebía y miraba a algunas mujeres atractivas, estaba casi siempre solo. Saltaba a la vista que era un solitario, pero eso no le sorprendía.
Nick le había ordenado que lo vigilara de cerca y, sabiendo que Ian se proponía robar la página sin tardar mucho, Sam no pensaba perderlo de vista. Acababa de seguirlo hasta el vestíbulo del edificio.
Sam tomó el bolso, cargado con sus juguetes preferidos, que le tendía Kit.
—Gracias.
—Esto no me gusta —dijo Kit, mirando hacia Maclean.
Él iba del brazo de dos mujeres altas, jóvenes y llamativas. Estaba claro que pensaba llevárselas a casa para celebrar una fiesta muy íntima.
A Sam no le importaba con quién se acostara. Lo único que quería era impedirle robar el pergamino. Pensaba pegarse a él como el pegamento. No iba a entrar en aquella cámara sin ella.
Sam y Kit seguían aún bajo el toldo del edificio. Él miró hacia atrás como si invitara a Sam. Ella sacudió la cabeza y sonrió con frialdad. Ian pareció suspirar y se acercó a la calzada para parar un taxi.
—¿Estás enfadada? ¿Qué ha pasado?
—Nada. Es un capullo, pero está a punto de caer con todo el equipo. Mañana nos vemos. Si llego tarde será porque esté vigilando a Maclean.
—Creo que es peligroso, aunque su poder sea blanco.
Sam se rió.
—No me digas. ¿Qué vas a hacer tú?
—Todavía quedan algunos invitados. Voy a volver a subir. Tal vez Hemmer repare en mí y me enseñe la cámara. Intenté trabar conversación con él.
—Oye, Kit… Para que se fije en ti, sólo tienes que esforzarte un poco —nunca dejaba de asombrarle lo modesta que era Kit. Sam sospechaba que no se acostaba con nadie, aunque nunca hablaban de ello. Kit volvió a entrar en el portal. Sam la saludó con una inclinación de cabeza y miró luego hacia Central Park West.
Había montones de taxis que circulaban hacia la parte alta de la ciudad, pero todos iban llenos. Ninguno se dirigía a la parte baja. Era extraño, a aquella hora. Deberían ir casi todos vacíos.