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Brenda Joyce

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Beschreibung

Oscuro abrazo Aidan, el Lobo de Awe, había abandonado la Hermandad y renegado de sus votos. Temido por todos, cazaba solo, buscando venganza contra el demonio que había asesinado a su hijo. Hacía muchos años que no salvaba a un Inocente... hasta que oyó los gritos aterrorizados de Brianna Rose. Brie había consagrado su vida a luchar contra el mal, amparada en su ordenador. Su vida, sin embargo, era muy corriente hasta que una noche se despertó consumida por el dolor y la ira de Aidan. Sabía que debía tenerle miedo, pero estaba dispuesta a pelear a través del tiempo por su redención... y por su amor. Oscura victoria Guy Macleod, un highlander misterioso y feroz, había renegado de su destino y consagrado su vida a vengar el asesinato de su familia. El Destino, sin embargo, era implacable y cuando una mujer de otra época se atrevió a invocar su nombre, Macleod no pudo resistirse a sus poderes... ni a ella. Maestra de día, Tabitha Rose usaba su magia para proteger al mundo por las noches. Cuando se le apareció la imagen de un highlander ensangrentado y cubierto de quemaduras, Tabby comprendió que estaba destinada a prestarle su ayuda. No esperaba, sin embargo, que Macleod la arrastrara contra su voluntad a su época oscura y violenta. Amante oscuro Ian Maclean escondía un terrible secreto: durante décadas había sido prisionero del mal. No pasaba ni un solo día sin que temiera verse de nuevo indefenso, pero, a pesar de todo, había robado una página del Libro del Poder e iba a venderla al mejor postor... si Sam Rose no se lo impedía. Samantha Rose quería recuperar la página robada y vengarse del único hombre que la había rechazado. No contaba, sin embargo, con que entre ellos surgiera una atracción irresistible. Mientras el poder del mal acechaba de nuevo, Sam haría todo lo posible por ayudar a Ian, aunque ello significara seguirlo a otra época y afrontar junto a él sus peores pesadillas.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2008 Brenda Joyce Dreams Unlimited, Inc. Todos los derechos reservados. OSCURO ABRAZO, Nº 8 - mayo 2011 Título original: Dark Embrace Publicada originalmente por HQN™ Books.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9000-325-1 Editor responsable: Luis Pugni Epub x Publidisa

 

 

Éste es para todos los que habéis apoyado mi nueva serie, Los Maestros del Tiempo, con un entusiasmo tan increíble. ¡Gracias!

De nuevo debo dar las gracias de todo corazón a Laurel Letherby, sin la cual estaría perdida en todos los sentidos. También quiero dar las gracias a mi editora, Miranda Stecyk, por su labor y, especialmente, por su corrección del manuscrito, la mejor que me han hecho nunca. ¡Sigue cortando, por favor!

 

 

Prólogo

Lago Awe, Escocia, 1436

—¿Eres un highlander sin clan, sin otro padre que un engendro de Satanás, y aun así luchas por conseguir tierras? No son tierras lo que necesitas, Lismore —le espetó Argyll—. Necesitas un padre y un alma.

Aidan de Awe temblaba de rabia. El valle que tenía detrás estaba cubierto de muertos y agonizantes. Su rival del clan Campbell tiró de las riendas de su caballo y sonrió ferozmente, consciente de que ese día había asestado el golpe final. Después, se alejó al galope, hacia el ejército en retirada.

Aidan respiraba trabajosamente. Sus ojos azules brillaban. Su aliento cálido quedaba suspendido del frío aire invernal como el humo de las fogatas del campamento. Ignoraba si Argyll había hablado premeditadamente o no. Todo el mundo sabía que él, Aidan, era un bastardo, nacido de una violación ignominiosa. Aun así, cuando vivía su padre, era el favorito del rey y el Defensor del Reino. Era consciente de que podía repasar cien veces las palabras de Argyll sin llegar a saber si su oponente conocía la negra verdad sobre el conde de Moray. En aquellos tiempos oscuros y sangrientos, sólo los hombres más necios podían vivir ajenos a la guerra entre el bien y el mal que asolaba el mundo, y Campbell no era ningún necio. Quizá conociera lo que los Maestros y los dioses trataban en secreto.

Se volvió para mirar a los últimos combatientes. El jubón empapado se pegaba a su cuerpo musculoso. Todos sus hombres eran highlanders y casi todos ellos habían luchado a pie, con anchas y largas espadas, dagas y picas. Estaban sucios, cansados, ensangrentados... y le eran leales. Esa jornada, muchos habían dado su vida por él. Su sangre y la de los Campbell teñía de rojo la nieve.

Aidan tomó las riendas de su cabalgadura. Sus hombres volvían del valle caminando trabajosamente, con las grandes armas terciadas al hombro, los heridos ayudados por sus compañeros. Aun así, todos sonreían y lo saludaban al pasar. Él les hablaba o los saludaba inclinando la cabeza, uno por uno, para que todos supieran cuánto agradecía su fuerza y su valor.

Se levantaron las tiendas y se encendió lumbre para cocinar. Aidan acababa de entregar su caballo a un ilusionado muchacho de las Tierras Altas cuando sintió un estremecimiento de alarma. Aquella emoción procedía de muy lejos, pero su vibración lo recorrió por entero.

En ese instante comprendió que el miedo que sentía provenía de su hijo, que estaba a salvo, en casa.

O eso pensaba él.

Concentró sus siete sentidos en Ian. Su hijo seguía en el castillo de Awe, donde él lo había dejado.

Aidan no vaciló. Se disolvió en el tiempo.

Tardó un instante en trasladarse a través del tiempo y el espacio hasta el castillo de Awe. El salto le hizo cruzar bosques de pinos cuyas ramas arañaron su piel y pasar por cumbres rocosas y nevadas, por blancas estrellas y soles brillantes, con una fuerza y una velocidad tan arrolladoras que sintió deseos de gritar. La velocidad amenazaba con desgarrar su cuerpo miembro a miembro y hacer jirones su piel. Pero llevaba años saltando en el tiempo, desde que había sido elegido, y había aprendido a soportar aquel tormento. Ahora sólo pensaba en que el mal acechaba a su hijo, y su determinación eclipsaba el dolor.

Aterrizó en la torre norte y cayó a gatas, tan fuerte que sintió que sus rodillas y sus muñecas se quebraban. El aposento giraba vertiginosamente mientras intentaba orientarse.

Todo seguía dándole vueltas cuando sintió acercarse una inmensa presencia maligna, un poder tan inmenso y tan oscuro que temió levantar la vista.

Pero aquella maldad iba acompañada de la rabia y el miedo de Ian.

Levantó la cabeza, cada vez más horrorizado.

En la puerta de la estancia había un hombre gigantesco sujetando al pequeño Ian, el cual forcejeaba sin cesar.

Su padre no estaba muerto. Moray había regresado.

Aidan se levantó de un salto, con los ojos abiertos de par en par por el horror.

El conde de Moray le sonrió. Sus dientes blancos centellearon.

—Hallo a Aidan.

Aidan miró a su hijo. Ian no se parecía a su madre, que había muerto al dar a luz. Era exactamente igual que su padre: de tez dorada y vívidos ojos azules, de bellas e impecables facciones y cabello oscuro. Tardó un momento en comprender que Ian no estaba herido... aún. Luego miró al hombre que había seducido, violado y torturado a su madre: el deamhan que, desde hacía mil años, acechaba a los Inocentes de todo el mundo.

Vestido de cortesano, con largo manto de terciopelo púrpura y oro, era rubio, guapo y de ojos azules. No parecía tener más de cuarenta años.

—He decidido que era hora de conocer a mi nieto —murmuró Moray en un inglés intachable.

Aidan tembló. Nueve años atrás, su padre había sido derrotado en Tor, en las islas Órcadas. Su medio hermano, Malcolm, y la esposa de éste, Claire, habían decapitado a Moray tras una gran batalla, pero sólo con ayuda de los dioses. El mal no podía vivir sin un cuerpo de carne y hueso, aunque se rumoreaba que la energía demoníaca más poderosa era inmortal. Aidan nunca había creído, en realidad, que su padre hubiera muerto. En el fondo, sospechaba que algún día volvería. Y tenía razón.

—Sí, estoy vivo —dijo Moray suavemente, mirándolo a los ojos—. ¿De veras creías que podían destruirme?

Aidan respiró hondo, preparado para una batalla descomunal. Moriría por salvar a su hijo de las garras de Moray.

—Suelta a Ian. Haré lo que quieras.

—Ya sabes lo que quiero, hijo mío. Te quiero a ti.

Naturalmente. Nada había cambiado. Moray deseaba convertirlo en su mayor deamhan, en un soldado casi inmortal, en un agente de muerte y destrucción.

—Haré lo que desees —mintió Aidan. Mientras hablaba, lanzó a Moray una ráfaga del poder que le habían concedido los dioses.

Pero los dientes de su padre brillaron en una sonrisa regocijada, y detuvo sin esfuerzo la oleada de energía. Un instante después, de sus manos brotó un rayo plateado y Aidan salió despedido y fue a estrellarse contra la pared del fondo de la estancia. El impacto lo dejó sin respiración, pero siguió en pie.

Un puñal apareció en la mano de Moray. Lo deslizó por la oreja de Ian.

Aidan gritó al ver correr la sangre por el blanco jubón de su hijo.

—¡Basta! —rugió—. ¡Haré lo que quieras!

Ian se sujetó la cabeza, sollozando de dolor. Moray le sonrió y empujó el trozo de oreja por el suelo con la afilada punta de su zapato.

—¿Quieres quedártela?

Aidan tembló de ira.

—Obedéceme y no sufrirá —añadió Moray con voz suave.

—Deja que detenga la hemorragia —Aidan tenía poderes curativos. Se adelantó a recoger el trozo de oreja. Podía volver a pegarlo, conseguir que curara.

Moray sujetó con más fuerza a Ian y el chico gimió.

—No hasta que me des una prueba.

Aidan se detuvo.

—Primero curaré a Ian.

—¿Te atreves a hacerme exigencias?

En ese instante, Aidan comprendió que, a no ser que llegara algún Maestro que pudiera ayudarlo, lucharían a muerte.

—No viene nadie —dijo Moray, riendo—. He bloqueado tus pensamientos. Nadie sabe que estás sufriendo.

Aidan lo creyó.

—Dime qué he de hacer para liberar y curar a mi hijo.

—No, padre —sollozó Ian con los ojos azules muy abiertos.

—Calla —le dijo Aidan con firmeza, mirándolo a los ojos.

Ian asintió con la cabeza, próximo a las lágrimas.

—La aldea que hay al pie de Awe. Destrúyela.

Aidan se quedó inmóvil.

Moray comenzó a avanzar hacia él con una sonrisa.

Aidan cobró conciencia de que su corazón latía con violencia, lento y firme, lleno de temor. Conocía a todos los vecinos de la aldea. Comerciaban con el castillo, con él, todos los días. Dependían de él para ganarse el pan y conservar la vida. El castillo defendía la aldea de cualquier ataque, y necesitaba su trabajo y sus mercaderías para mantenerse. Pero, lo que era más importante, Aidan había jurado ante los dioses proteger a los Inocentes.

No podía destruir toda una aldea llena de hombres, mujeres y niños.

Moray tomó el puñal y lo apoyó en la garganta de Ian. Comenzó a brotar sangre y el chico gimió, pálido.

Aidan saltó en el tiempo.

Aterrizó en el gran salón del castillo momentos antes. La enorme estancia giraba velozmente a su alrededor, pero vio a Ian allí. Su hijo conversaba tranquilamente con su mayordomo. De rodillas, Aidan intentó recuperar su poder y exclamó con voz ahogada:

—¡Ian! ¡Hijo! —tenía que impedir aquello, deshacerlo de algún modo. Las reglas estaban muy claras: ningún Maestro podía retroceder en el tiempo para cambiar el pasado, ¡pero esta vez él lo cambiaría!

Ni su hijo ni el mayordomo lo oyeron.

Aidan se levantó, estupefacto.

—Ian, ven aquí —dijo, pero su hijo tampoco lo oyó esta vez. Ian salió del vestíbulo y comenzó a subir las escaleras.

No podían verlo, ni oírlo.

Algo les había ocurrido a sus poderes.

Se negaba a creerlo. Corrió tras Ian por la estrecha y sinuosa escalera. En cuanto llegó al descansillo de arriba vio materializarse a Moray en el pasillo. Lo mismo que Ian, Moray no podía verlo. Aidan intentó golpearlo con su poder, pero nada salió de su mano, ni de su mente. Furioso y desesperado, vio que Moray se disponía a apoderarse de Ian e intentó golpearlo de nuevo, con el mismo resultado.

—¡Ian! —gritó, casi presa del pánico—. ¡Huye!

Pero Ian no lo oyó, y Moray tomó al niño entre sus brazos poderosos. Ian comenzó a forcejear y Aidan casi se echó a llorar al ver que Moray echaba a andar hacia la torre norte, arrastrando al muchacho de nueve años.

Corrió tras ellos. Se abalanzó contra Moray con intención de agredirlo, como haría un hombre corriente, pero un muro invisible apareció entre ellos y Aidan salió despedido hacia atrás por el pasillo.

¿Estaban interfiriendo los dioses? No podía creerlo.

Gritó de furia y se vio aparecer a sí mismo en la torre, de rodillas. Había otras reglas. Un Maestro no podía encontrarse consigo mismo ni en el pasado ni en el futuro. La norma carecía de explicación. Temiendo moverse, Aidan se vio levantar la vista con espanto.

—Hallo a Aidan —le dijo su padre a su yo de hacía unos instantes—. He decidido que era hora de conocer a mi nieto.

¿Era por eso por lo que un Maestro no debía encontrarse nunca consigo mismo en otro tiempo?, ¿porque perdía sus poderes? Porque Aidan sólo podía quedarse allí, mirando, impotente ante el drama que se desplegaba ante sus ojos, el mismo drama que acababa de vivir.

—Sí, estoy vivo —dijo Moray con calma—. ¿De veras creías que podían destruirme?

—Suelta a Ian —dijo su yo anterior—. Haré lo que quieras.

—Ya sabes lo que quiero, hijo mío. Te quiero a ti.

Aidan se vio intentando golpear a Moray con una descarga de energía, y vio cómo el poder de Moray lo lanzaba volando hasta el otro extremo de la torre. Respiraba agitadamente, consciente de lo que sucedería a continuación. Antes de que Moray levantara el puñal, se abalanzó de nuevo hacia él.

Chocó contra aquel muro invisible y rebotó, retorciéndose de rabia y de angustia. El puñal cortó el lóbulo de la oreja de Ian. Ian sofocó un grito y Aidan se oyó a sí mismo rugir de rabia.

Y mientras el otro Aidan intentaba negociar con su demoníaco progenitor para curar a su hijo, una fuerza inmensa comenzó a arrastrarlo inexorablemente hacia el trío que formaban. Intentó detenerse, pero no pudo. Su otro yo tiraba de él velozmente.

Aidan se preparó para el impacto, sin saber qué ocurriría cuando su cuerpo entrara en contacto con su yo anterior.

—La aldea que hay al pie de Awe. Destrúyela.

Pero no hubo impacto. Experimento una fugaz sensación de vértigo y luego se encontró mirando a Moray, y a Moray mirándolo a él. Ya no era un espectador de aquel terrible drama. Había retrocedido en el tiempo para evitar aquel momento, para cambiarlo, y ahora se hallaba frente a Moray. Había recorrido el círculo completo, hasta llegar al instante exacto en que había saltado.

No podía destruir una aldea entera, llena de hombres, mujeres y niños.

Moray tomó el puñal y lo apoyó contra la garganta de Ian. Brotó la sangre y el pequeño sollozó, palideciendo.

La mente de Aidan trabajaba a toda prisa. Había protegido sus pensamientos para que Moray no los acechara, pero no tenía poderes suficientes para cambiar el presente.

Se sentía enfermo.

—Suelta a mi hijo y destruiré la aldea —dijo con voz crispada.

—¡No, papá! —gritó Ian.

Aidan no lo miró.

Moray sonrió.

—Te daré al chico cuando hayas demostrado que eres hijo mío.

—Papá... —musitó Ian en tono de reproche.

Aidan lo miró y deseó gritar.

—No tardaré mucho.

—¡Moriré por ellos! —gritó Ian, forcejeando con ímpetu.

Moray tiró de él con expresión de furia y fastidio.

—El chico no me servirá de nada —dijo con aspereza.

—No lo necesitarás. Me tendrás a mí —contestó Aidan de corazón.

Cuando salió de la torre, tenía la impresión de que su alma ya había dejado su cuerpo. Se movía mecánicamente, pero su corazón latía con violencia y su estómago se retorcía. Por primera vez en su vida sentía un miedo descarnado.

Bajó rápidamente y despertó a los cincos hombres que dormían en el salón, que echaron a andar con él.

Fuera había luna llena, el cielo estaba mortalmente negro y las estrellas brillaban con descaro. Despertó a otra veintena de hombres. Mientras ensillaban las monturas, fueron encendiendo antorchas. Uno de los hombres se acercó a él con expresión hosca y severa.

—¿Qué ocurre, Aidan?

Miró a Angus, negándose a contestar. Le llevaron su caballo, montó de un salto y dio orden a sus hombres de seguirlo.

Las tropas cruzaron la barbacana y pasaron por el puente helado, tendido sobre aguas refulgentes. Cuando llegaron a la aldea, a orillas del lago, Aidan se detuvo. Miró a Angus y dijo:

—Quemadla. No dejéis a nadie con vida. Ni a un solo perro.

No hizo falta que mirara a Angus para advertir su perplejidad. Se quedó mirando la aldea sin molestarse en repetir sus órdenes.

Un momento después, sus hombres comenzaron a galopar entre las casas, prendiendo fuego a los tejados de paja. Hombres, mujeres y niños salieron huyendo de las casas en llamas, gritando de temor. Sus hombres los persiguieron, uno por uno, y les dieron muerte a golpe de espada. La noche se llenó de gritos de terror. Aidan aquietaba a su inquieta montura, sin permitirle moverse. Sabía que tenía la cara mojada, pero se negaba a enjugarse las lágrimas. Tuvo presente la imagen de Ian hasta que la noche quedó en silencio, salvo por el siseo de las llamas y los sollozos de una sola mujer.

Su llanto cesó de pronto.

Los hombres de Aidan pasaron en fila a su lado, sin mirarlo.

Cuando se quedó solo, se apeó de su cabalgadura y comenzó a vomitar sobre la nieve, sin poder controlarse.

Al acabar, se irguió. Respiraba trabajosamente. Los gritos resonaban en su cabeza. Se recordó que al menos había salvado a Ian. Y comprendió que jamás olvidaría lo que acababa de presenciar, lo que había hecho.

Oyó algo tras él.

Se irguió lentamente y se volvió.

Había una mujer entre los árboles. Lloraba en silencio y agarraba con fuerza la mano de un niño pequeño, aterrorizado. Miraba fijamente a Aidan. A él se le encogió el corazón. Desenvainó la espada y echó a andar hacia ellos.

La mujer no huyó. Abrazó a su hijo y se encogió contra el enorme abeto, con los ojos muy abiertos.

—¿Por qué, mi señor? ¿Por qué?

Aidan sentía pegajosa la empuñadura de la espada. Pensaba levantarla. Dijo con voz ronca:

—Huid. Huid.

La mujer y el niño se adentraron corriendo en el bosque.

Aidan lanzó la espada al suelo y, apoyando los brazos en el árbol, escondió la cara en ellos. Ian... Tenía que salvar a Ian de Moray.

Sintió entonces una presencia aterradora tras él. Se giró, tensándose. Moray estaba allí. Agarraba todavía a Ian. Aidan vio refulgir la hoja del puñal.

—¡Dame a mi hijo!

Ian dejó escapar un sonido estrangulado.

Horrorizado, Aidan vio el puñal clavado en el pecho de Ian.

—¡No!

Moray sonrió, y los ojos de Ian quedaron en blanco, inermes. Aidan gritó y se abalanzó hacia él antes de que se desplomara. Pero cuando llegó a ellos, habían desaparecido.

Se quedó inmóvil un instante, lleno de estupor. Moray había matado a Ian.

La angustia comenzó a apoderarse de él, y con ella, una rabia que sobrepasaba todo cuanto había sentido hasta entonces. Aulló, llevándose las manos a la cabeza, y, furioso, saltó de nuevo en el tiempo. No permitiría que Ian muriera.

Regresó a aquel momento, en Awe, en que había visto a Ian en el gran salón, con su mayordomo, pero de nuevo carecía de poderes y nadie lo veía ni lo oía. Intentó atacar a Moray, pero un muro invisible se alzaba entre ellos y el pasado se repitió minuciosamente. Vio, lleno de repulsión, cómo su yo anterior contemplaba, erguido sobre su caballo, la destrucción de toda una aldea llena de personas inocentes.

Y esa vez, cuando se vio a sí mismo descubrir a la mujer y al pequeño, se acercó corriendo.

—¡Hazlo! —le gritó a su yo—. ¡Tienes que hacerlo!

Pero el hombre que había sido en ese momento no levantó la espada.

—Huid. ¡Huid!

La mujer y el niño se adentraron corriendo en el bosque. Aidan se vio a sí mismo volverse para enfrentarse a Moray, que apretaba a Ian contra su pecho.

Y entonces aquella fuerza inmensa, sobrenatural, comenzó a tirar de él hacia el trío. Gritó, intentando avisar a Ian, a sí mismo, pero nadie lo oyó. Vio refulgir el puñal de plata.

La angustia era ahora aún mayor, pero también lo era la ira.

Cayó de rodillas, aullando, enloquecido, y volvió a saltar en el tiempo. Una y otra vez. Y cada vez sucedía lo mismo. Una aldea entera destruida por orden suya, una mujer y su pequeño huyendo, y Moray asesinando a Ian ante sus ojos y desvaneciéndose con su hijo muerto.

Por fin se dio por vencido.

Rugió y bramó, cegado por el dolor. Renegó del mal; renegó de los dioses. Estaba al pie de las murallas de Awe, aunque no recordaba haber regresado de la aldea. Luego, finalmente, el tejado de la torre que tenía encima se derrumbó. El ala entera del castillo comenzó a desplomarse. Lloraba desgarradora-mente mientras los muros de piedra llovían sobre él. Y cuando estuvo enterrado bajo los muros de su propio castillo, se quedó quieto y en silencio.

Y esperó la muerte.

 

 

1

El presente

Nueva York, septiembre de 2011

La despertó un rugido humano de dolor.

Brianna Rose se incorporó bruscamente, horrorizada por aquel sonido. Estaba lleno de rabia, de angustia e incredulidad. Después, la atravesó el dolor.

Se dobló en la cama, agarrándose a sí misma como si un cuchillo de carnicero le atravesara el pecho. Por un instante no pudo respirar. Nunca, en sus veintiséis años de vida, había sentido una congoja semejante. Jadeando, rezó por que cesara el dolor. Y luego, de pronto, cesó.

Pero en el momento en que aquel tormento se desvanecía de golpe, la imagen de un hombre bellísimo apareció como un fogonazo en su cabeza.

Comenzó a sentir entonces una tensión nueva y terrible. Se incorporó con cuidado, asombrada y trémula. Su loft estaba en silencio, salvo por el ruido de los coches y los taxis que pasaban por la calle, y el estrépito de los cláxones. Temblorosa, miró el reloj de la mesilla de noche. Era la una y diez de la madrugada. ¿Qué acababa de ocurrir?

Todas las Rose estaban dotadas para la empatía hasta cierto punto. Se suponía que la empatía era un don, pero con excesiva frecuencia, como en ese momento, se trataba más bien de una maldición. El dolor de otro ser humano se había apoderado de ella. Había ocurrido algo espantoso y Brianna no podía sacudirse la imagen de aquel hombre moreno y guapo al que acababa de ver.

Temblando aún, apartó las mantas. ¿Le sucedía algo a Aidan?

Se quedó muy quieta, con la boca seca y el corazón acelerado. Había conocido a Aidan hacía exactamente un año. Allie, su mejor amiga, había desaparecido dos semanas y regresado brevemente a Nueva York, desde la Edad Media, con ayuda de Aidan.

Aidan era el hombre más bello que Brie había visto. Allie les había hablado del secreto de la Hermandad y de los hombres que pertenecían a ella, hombres que se hacían llamar los Maestros del Tiempo. Todos ellos juraban ante Dios defender a la humanidad del mal que acechaba de noche. Brie no se había sorprendido: que ella recordara, siempre había corrido el rumor de que existían tales guerreros. De hecho, al igual que Allie y sus primas, Tabby y Sam, se había entusiasmado al saber que los rumores eran ciertos.

Brianna no se hacía ilusiones en cuanto a sí misma. Aidan era absolutamente inolvidable, pero sabía que un hombre así jamás se fijaría en ella. Ni siquiera la recordaría. Y no se lo reprochaba. Ni siquiera le importaba.

Siempre se ponía ropa holgada para disimular sus curvas y jamás llevaba lentillas. Sus gafas eran muy feas. Sabía que si se cortara la oscura melena y se peinara con más estilo, si se vistiera a la moda y se maquillara, seguramente sería idéntica a su madre, Anna Rose.

Pero Brie no sentía ningún deseo de parecerse a su bella, apasionada y rebelde progenitora. Anna era una de las pocas mujeres de la familia Rose a la que no se había concedido ningún don. Era destructiva, no constructiva; su contacto y su belleza dañaban, en lugar de ayudar a los demás. Al final, había lastimado a quienes más amaba y destruido no sólo a su propia familia, sino a sí misma. Brie no quería acordarse de cómo encontró a su madre muerta en el suelo de la cocina, asesinada a balazos por un novio celoso, ni de cómo vio a su padre llorar sobre el cadáver. Ser un ratón de biblioteca, apocada y solitaria, era mucho mejor que seguir los pasos de Anna.

Brie tenía, sin embargo, otras dotes que la hacían mucho menos torpe y desmañada de lo que parecía. Se le había concedido el don de la Visión. Era el mayor don que podía tener una Rose, y pasaba de abuelas a nietas. Al principio, sus visiones la habían llenado de temor, pero la abuela Sarah le explicó que la Visión era un regalo precioso, un don que había que cuidar como un tesoro. Era una inmensa riqueza, una riqueza destinada a ayudar a los demás, y a eso precisamente se dedicaban las Rose desde hacía cientos de años. La abuela Sarah le había enseñado casi todo lo que sabía sobre la vida, sobre el bien y el mal.

A esas alturas, Brie estaba casi acostumbrada a las triquiñuelas del destino. La vida no era fácil, ni justa, y todos los días morían buenas personas en plena juventud. No culpaba a Anna de sus pasiones incontrolables. Sabía que su madre no podía refrenarse. Estaba resentida con sus hermanas por sus dotes y sus vidas, y no se había conformado con un matrimonio corriente. Había sido una mujer infeliz. Egoísta, pero no cruel, ni malvada, desde luego. No merecía una muerte prematura.

Todo aquello, sin embargo, era agua pasada. Su padre había vuelto a casarse, y eso era lo mejor que podía haberle ocurrido. Anna estaba muerta y enterrada, pero no había caído en el olvido. Brie estaba decidida a ser tan firme, tan leal y fiable como no lo había sido su madre. Había consagrado su vida a ayudar a los demás desinteresadamente, quizá para compensar todo el dolor causado por Anna. Le encantaba su trabajo en el CAD, el Centro de Actividad Demoníaca, un organismo estatal secreto dedicado a la lucha contra el mal. Allí, sentada delante de un ordenador, en el sótano, luchaba contra las fuerzas oscuras que operaban a través de los siglos.

Sus primas aseguraban que hacía todo lo posible por esconderse de los hombres. Y tenían razón. Lo último que quería era que un hombre se fijara en ella. Seguramente moriría virgen, y no le importaba.

Aidan no se había fijado en ella, estaba segura, pero ella se había enamorado a primera vista. Estaba irremediablemente enamorada. Pensaba en él todos los días, soñaba con él por las noches y hasta había pasado varias horas navegando por Internet, leyendo acerca de las Tierras Altas en la Edad Media. Las Rose procedían del norte de aquella región, así que siempre le había fascinado la historia de Escocia, pero confiaba, además, en averiguar algo más sobre él. Cuando devolvió a Allie a Nueva York desde el año 1430, Aidan parecía tener unos veinticinco años. Allie había regresado con su amante, Royce el Negro, al castillo de Carrick, en Morvern. Brie lamentaba no haber preguntado a su amiga por Aidan, pero su visita había sido muy breve. Así que seguía volviendo a la historia de Carrick, buscando alguna mención a un hombre llamado Aidan, pero era como buscar una aguja en un pajar. Había, en cambio, numerosas referencias al poderoso conde de Morvern y a su bella dama, la señora de Carrick. Brie estaba entusiasmada. Sabía que, a través del tiempo, Allie y Royce estaban cumpliendo su destino juntos.

Seguramente nunca averiguaría nada sobre Aidan, pero eso no impedía que siguiera prendada de él. Las fantasías eran inofensivas. Ni siquiera había intentado disuadirse. Si iba a enamorarse perdidamente, ¿por qué no hacerlo de un hombre absolutamente inalcanzable? Aidan, un highlander medieval con poderes para viajar en el tiempo y el mandato de proteger la Inocencia, era una apuesta segura.

Brie empezaba a sentirse angustiada. Una cosa era tener visiones y empatía, pero acababa de oír a Aidan gritar de dolor, como si estuviera en la misma habitación que ella. ¿Hasta qué punto estaba cerca?

¿Qué le había sucedido?

Temiendo que estuviera en la ciudad y herido, Brie se levantó. Iba vestida con una sencilla camiseta rosa de tirantes y unos pantalones cortos. Estaban en pleno veranillo otoñal, y hasta de noche hacía bochorno. Cruzó el amplio loft en penumbra, encendiendo luces al pasar. Casi esperaba que Aidan estuviera allí, inconsciente entre las sombras, quizá, pero el loft estaba vacío.

Al llegar a la puerta de entrada, que tenía cerradura triple y diversas alarmas, miró por la mirilla. El pasillo también estaba iluminado y desierto.

Su casa estaba protegida por los encantamientos y las plegarias de Tabby, y ella llevaba una cruz celta que no se quitaba nunca. Había también, enmarcada y clavada a la puerta para mantener alejado el mal, una página del Libro que las mujeres de la familia Rose se habían transmitido de generación en generación. Pero, de todos modos, Brie rezó en silencio una oración a los dioses de antaño.

Sentía el mal muy cerca, surcando las calles y cebándose en todos aquellos lo bastante necios como para desafiar el toque de queda voluntario de Bloomberg. No quería pensar en los problemas de la ciudad. Tenía que encontrar a Aidan y asegurarse de que estaba bien. Tal vez Tabby y Sam pudieran dar sentido a todo aquello. La única persona, aparte de ellas, que podía tener alguna pista era su jefe, Nick Forrester, pero Brie no sabía si llamarlo. Procuraba mantener un perfil muy bajo en el CAD. Nick no sabía nada sobre sus dotes, ni sobre sus primas y sus actividades extracurriculares.

Tomó el teléfono, se acercó al ordenador y comenzó a introducirse en la inmensa base de datos de la UCH. La Unidad de Crímenes Históricos era una sección del CAD. Brie se pasaba el día (y a veces también la noche) revisando archivos policiales que se remontaban a doscientos años atrás, en busca de coincidencias históricas. Su trabajo consistía en encontrar pautas concurrentes entre sus objetivos actuales y los demonios que operaban en el pasado. Era asombroso cuántos demonios de los que aterrorizaban al país en la actualidad provenían de siglos anteriores.

Dado que, para buscar coincidencias, debía revisar también casos todavía abiertos, Brie tenía acceso a investigaciones criminales en curso, incluidos los archivos de la policía de Nueva York y las autoridades estatales y federales. Mientras marcaba el número de sus primas, comenzó a buscar los informes más recientes de actividad criminal. Se imaginaba a Aidan herido en alguna calle oscura y sucia de la ciudad, pero sabía que sólo eran imaginaciones suyas, provocadas por el temor.

Contestó Tabby, con voz de estar profundamente dormida. Se había divorciado hacía un año largo. Le había costado mucho tiempo recuperarse de la infidelidad de su marido, y hacía poco tiempo que había vuelto a salir con un hombre. Pero era muy conservadora y Brie estaba segura de que estaría sola y durmiendo.

—Necesito vuestra ayuda —dijo rápidamente.

—¿Qué ocurre, Brie? —Tabby se espabiló de inmediato.

—Aidan tiene problemas. Y creo que está cerca.

Tabby se quedó callada y Brie notó que intentaba recordar quién era Aidan.

—¿Te refieres al highlander que trajo a Allie el año pasado?

—Sí —musitó Brie.

—¿No puede esperar hasta mañana? —preguntó Tabby.

Era peligroso merodear por las calles de la ciudad cuando oscurecía.

—Creo que no —dijo Brie, muy seria—. No era una visión, Tabby. He sentido su dolor. Tiene problemas. Ahora mismo.

Tabby se quedó callada y Brie oyó a Sam al fondo, preguntando qué pasaba. Las hermanas compartían un loft a unas manzanas de allí.

—En seguida vamos —dijo Tabby.

Brie colgó, se puso unos vaqueros y se sentó a repasar los casos que había encontrado. Estaba inmersa en los archivos cuando, veinte minutos después, sonó el timbre. No había descubierto nada y se dijo que debía alegrarse. No quería encontrar una víctima de asesinato cuya descripción coincidiera con Aidan. De todos modos, que ella supiera, Aidan era inmortal. Eso esperaba, al menos.

Quizá lo peor hubiera pasado, pensó mientras iba a abrir a las chicas. Quizás Aidan había regresado al pasado al que pertenecía.

Tabby entró primero, una rubia esbelta con pantalones de vestir y una camiseta de seda, que siempre parecía ir de camino al club de campo o volver de él. Nadie habría adivinado al verla que Tabby era una madre tierra. Sam la siguió, asombrosamente guapa incluso con el cabello rubio platino muy corto, y un cuerpo como el de Lara Croft, de Tomb Raider. Brie la admiraba enormemente por ser tan osada y tan abierta respecto a su sexualidad. Sabía que su prima llevaba la mochila llena de armas y un puñal sujeto con una banda al muslo, debajo de la minifalda vaquera.

Tabby echó un vistazo a Brie y corrió a abrazarla.

—¡Qué preocupada estás!

Sam cerró la puerta con llave.

—¿Has encontrado algo? —preguntó, señalando el ordenador con la cabeza.

—Es probable que haya vuelto a su época —respondió Brie. Se humedeció los labios, consciente de que su desilusión era absurda.

—Te veo muy entusiasmada —comentó Sam con ironía mientras se acercaba al ordenador—. No creo que sea fácil herir a un hombre como ése.

—Creo que lo estaban torturando. Nunca he sentido tanto dolor —dijo Brie.

Sam no levantó la vista de la pantalla; estaba revisando archivos que no tenía derecho a mirar. Tabby rodeó a Brie con el brazo.

—Estás muy pálida. ¿Te encuentras bien?

—Sobreviviré —contestó Brie con una sonrisa forzada.

—¿Estás segura de que era Aidan? —preguntó Tabby innecesariamente cuando Sam se sentó a la mesa. Miró el cartel de la película Los inmortales, que Brie había enmarcado y colgado de la pared del cuarto de estar, y sus ojos ambarinos se entornaron.

—Al cien por cien, lo vi con toda claridad. No era una visión, pero tampoco era una fantasía. No puedo sentir empatía a través del tiempo, ni oír a alguien gritar desde muy lejos. Estaba aquí, muy cerca. Y sufría. Sufría muchísimo —Brie tembló; de nuevo se sentía enferma.

—Si está en la ciudad y se encuentra herido, daremos con él —dijo Sam con firmeza.

Brie se sintió reconfortada. Sam siempre conseguía lo que quería.

—¿Cuándo colgaste ese cartel? —preguntó Tabby.

Brie parpadeó.

—No me acuerdo —mintió, sonrojándose.

Tabby se quedó mirándola. Luego avanzó hacia la zona de estar.

—Bueno, parece que vamos a estar en pie toda la noche — dijo alegremente—. Son casi las tres de la mañana y no creo que esta noche vayamos a volver a la cama —comenzó a extender los cristales de su madre sobre la mesa baja.

Y aquel rugido de angustia comenzó de nuevo, ensordeciendo a Brie. Sofocó un grito, asombrada por el aullido de rabia. Se llevó automáticamente las manos a los oídos. El dolor de Aidan la hizo caer al suelo, donde se encogió, aplastada por el sufrimiento, consumida por él, atrapada en él. Esa vez, la sensación era insoportable.

«Dios mío, ¿qué le está pasando a Aidan? ¿Está siendo torturado?».

—¡Brie! —gritó Tabby.

Notó vagamente que Tabby la abrazaba, pero no le importó. Sabía que alguien estaba arrancándole el corazón a Aidan. Y a ella. Lloró en brazos de Tabby, y todo comenzó a darle vueltas vertiginosamente.

«Aidan», pensó. Aidan estaba muriendo torturado, y ella también.

Nick Forrester estaba sentado delante de su ordenador, en su cuarto de estar a oscuras, vestido sólo con unos pantalones vaqueros. Se había olvidado por completo de la rubia de largas piernas que yacía dormida en su cama. De hecho, ni siquiera recordaba su nombre. Había ligado con ella frente a una tienda de coreanos, y era posible que nunca hubiera sabido cómo se llamaba. Era tarde, pero Nick no necesitaba muchas horas de sueño, sobre todo después de un largo encuentro sexual, que siempre lo llenaba de energía. El sexo lo revitalizaba.

Estaba trabajando otra vez. Las quemas de «brujas» estaban en alza en la ciudad. Sus últimos informes de inteligencia indicaban que Bloomberg estaba pensando seriamente en recurrir a la Guardia Nacional, y en su opinión ya iba siendo hora. Los crímenes de placer seguían dominando la tasa de delincuencia, pero esos actos demoníacos, cometidos al azar, eran casi inevitables. Como la inmolación de hombres-bomba. La quema de «brujas» era otra historia. Nick sabía visceralmente que el jefe de la banda que llevaba a cabo aquellos crímenes medievales era un gran demonio procedente del pasado. Y sus intuiciones siempre daban en el clavo.

Ahora estaba inmerso en la historia medieval, buscando cualquier referencia a tales quemas en tiempos pretéritos. La UCH tenía programas especializados en la búsqueda de datos coincidentes, pero Nick no se fiaba de ellos, ni se fiaría nunca. El programa no era tan sofisticado: sólo cotejaba palabras y frases. La quema aislada de un hereje, de un traidor o una bruja no le interesaba, como no le interesaba la quema de la casa de un campesino o la del castillo de un noble del siglo XIII. Buscaba una serie de crímenes violentos cometidos posiblemente por un grupo de adolescentes y dirigidos por una sola persona extremadamente inteligente.

Su teléfono móvil vibró.

Nick descolgó a la primera llamada. Una mujer a la que no conocía dijo:

—Brie Rose necesita atención médica inmediata.

—¿Quién diablos eres tú? —preguntó, alerta pero enfadado por su tono imperioso. También desconfiaba: aquella mujer podía ser una loca o algo peor.

—Su prima, Sam Rose. Si no quieres que vaya al hospital, más vale que mandes a tu gente. Date prisa. Puede que se esté muriendo —la llamada se cortó.

Nick marcó automáticamente el número de su equipo médico mientras abría el expediente de Brie Rose. Treinta segundos después había mandado a su equipo médico al loft de Brie y se estaba poniendo la camisa. Luego recogió su Beretta, las llaves del coche y los zapatos. Sin hacer caso de la rubia dormida, salió del piso y se puso los zapatos en el ascensor. Un minuto después emergía a toda velocidad del garaje subterráneo del edificio en su deportivo negro. Ocho minutos más tarde saltó del vehículo. Delante del edificio de Brie había ya una ambulancia con la leyenda Cornell Presbyterian. La ambulancia pertenecía al CAD, pero no llevaba distintivos.

Mientras subía con los paramédicos, comenzó a sentir los forcejeos de Brie. La sentía luchando por su vida, y sentía su miedo a morir. Alarmado, recorrió el perímetro con la mirada, pero no sintió ninguna presencia maligna. No lograba distinguir qué la había puesto al borde de la muerte.

Una rubia muy guapa, que parecía una estrella del rock, salió a recibirlo a la puerta. Nick sintió su poder y en seguida comprendió que era una guerra vigilante. Al mirar más allá vio a Brie inconsciente en el suelo, en brazos de otra mujer muy bella. Aquélla también tenía poder, pero no era el poder de un Asesino. Nick no tuvo tiempo de intentar identificarlo.

Sabía que se comentaba de él que era frío e indiferente, pero no era cierto. Había elegido personalmente a todos los empleados de la UCH y los consideraba responsabilidad suya, sobre todo a la tímida Brie. Incluso le tenía cariño... y no porque fuera brillante. Sentía lástima por ella. Era una ermitaña sin vida aparte del trabajo. Nick había percibido sus poderes antes de contratarla. Había tardado un momento en comprender de qué clase eran, pero podía leer el pensamiento cuando quería y no tenía escrúpulos al respecto, si lo hacía en acto de servicio. No esperaba que Brie se sincerara con él. Sabía que ella se servía a menudo de sus extrañas percepciones en los casos que le enviaba, y con eso le bastaba.

Mientras los médicos iban a tomarle las constantes vitales, Nick dijo muy serio:

—¿Qué ha pasado?

La mujer que abrazaba a Brie lo miró. Nick sintió que su curiosidad crecía. Aquella mujer era la elegancia y la belleza personificadas. Ella contestó con aspereza:

—Brie es capaz de empatía y alguien a quien conocemos estaba siendo torturado. Ella ha sentido todo lo que le hacían. Está sufriendo.

—No me digas —Nick desconfiaba. Aquellas mujeres eran extrañas. ¿Qué sabían? Y los vigilantes siempre interferían con sus investigaciones. Miró su reloj. Eran las 3:24 de la madrugada—. ¿Cuándo empezó?

—Hace ocho minutos —contestó la rubia espectacular. Nick supo por su voz que era Sam Rose.

—Frank... —dijo Nick.

—Tiene el pulso débil y la tensión muy baja —contestó el médico mientras administraba oxígeno a Brie.

Brie parpadeó. Nick se arrodilló a su lado, sonriendo.

—Hola, pequeña. Nosotros cuidaremos de ti. Háblame de tu amigo.

Ella gimió débilmente.

—Creo que lo están matando poco a poco, Nick —comenzó a llorar—. Por favor, ayúdalo. Es de los nuestros.

Nick se quedó mirándola mientras se introducía en sus pensamientos. Sus ojos se agrandaron. ¿Brie conocía a un guerrero de las Tierras Altas? ¿Era su amigo? Sus agentes llevaban mucho tiempo intentando reclutar a un Maestro.

—Tuvo un episodio antes —dijo Sam con voz tirante—. Por eso nos llamó.

Nick se quedó pensando.

—¿Qué sabéis del highlander?

Sam era buena, eso tenía que reconocerlo. Sus ojos no se agrandaron ni siquiera un poco.

—Estoy preocupada —dijo—. Si esa persona está siendo torturada, puede que Brie vuelva a pasar por esto cuando sigan torturándolo.

—No podrá soportarlo —sollozó la otra rubia—. Nunca la había visto así.

—Llevadla a Cinco —dijo Nick. Por ser una agencia secreta, el CAD disponía de sus propias instalaciones médicas, conocidas simplemente como «Cinco». Pero mientras Brie era colocada en una camilla, Nick se llevó aparte a Frank—: ¿Podría matarla una reacción de empatía extrema?

—No lo sé.

—¿No será preferible mantenerla sedada hasta que podamos eliminar la fuente de la reacción empática? —al ver que Frank asentía con la cabeza, Nick dijo—: Hazlo.

La rubia que había abrazado a Brie dijo:

—Voy con ella.

Nick la agarró del hombro y la miró con toda la frialdad de que fue capaz. No le costó trabajo hacerlo: empezaba a enfadarse. ¿Qué sabían aquellas mujeres?

—Señora, no puede quedarse con ella. Su amiga y usted tienen que acompañarme a mi despacho.

Ella lo miró casi llorando.

—Deje que me quede con ella cuando le contemos lo que sabemos, se lo suplico.

—Me lo pensaré —Nick miró a Sam, la guerrera y, como no le gustó su expresión, le leyó el pensamiento—. Van a venir conmigo, pero pondré a todos mis agentes a trabajar. Si su amigo está en la ciudad, lo encontraremos.

Sam lo miró fijamente. Saltaba a la vista que su decisión le incomodaba. Nick sabía que deseaba salir de cacería.

—Sí, bueno, espero que lo encuentren vivo —dijo, burlona.

Brie se esforzaba por atravesar nadando la densa oscuridad. Oía voces, pero parecían muy lejanas. Aun así, quería alcanzarlas. La oscuridad cambió en parte, se levantó. Su mente vaciló. Necesitaba pensar. Estaba pasando algo; tenía algo que hacer. No sabía dónde estaba, pero notaba cerca la presencia de Sam y Tabby, y eso la reconfortaba.

—¿Brie? Soy yo, Tabby. ¿Me oyes?

Tabby parecía estar más cerca. ¿Por qué se sentía tan pesada, tan abotargada? Luchó por llegar hasta su prima. La luz comenzó a brillar más allá de sus párpados cerrados y de algún modo logró abrir los ojos. En seguida parpadeó para defenderse del resplandor blanco y estéril de una oficina o una habitación de hospital.

Tabby agarraba su mano.

—Bienvenida.

Brie miró sus ojos ambarinos, llenos de preocupación. Sin sus gafas no veía más allá de su mano, pero no necesitaba ver claramente a Tabby para saber que era ella. Seguía estando aturdida, pero sabía que había algo que debía recordar urgentemente. De pronto agarró con fuerza la mano de Tabby.

—¡Aidan! —ya lo recordaba todo—. ¿Lo encontrasteis?

—mientras hablaba, vio difusamente a Sam de pie junto a Tabby. Santo cielo, su jefe estaba tras ellas. Lo veía completamente desenfocado, pero no importaba: aun así, sentía su mirada dura y firme.

—No, no lo encontramos —Tabby le puso las gafas—. ¿Mejor así?

El miedo por Aidan comenzó a apoderarse de ella. Sabía sin asomo de duda que estaba siendo torturado por un gran poder maligno. Todavía podía estar vivo y sufriendo... o podía haber muerto.

—¿Cómo te sientes? —preguntó Nick.

Brie casi temía mirarlo ahora que podía ver. Era un hombre de unos treinta años, de aspecto muy viril: musculoso, alto y extremadamente atractivo; las mujeres siempre intentaban ligar con él. Nick era un tipo duro y frío, pero se tomaba muy a pecho todo lo relacionado con la UCH.

—¿Estoy sedada? —ella lo miró por fin y, en efecto, Nick tenía una mirada acerada.

—Bastante, sí, pero te estamos reduciendo la dosis para que podamos charlar —Nick sonrió como si la animara a ser sincera, pero la sonrisa no se extendió a sus ojos azules.

—Han pasado veinticuatro horas, Brie —dijo Tabby suavemente, apretándole la mano. Su mirada estaba cargada de preocupación.

Brie la miraba casi como si pudiera leerle el pensamiento. Recordaba de pronto haber luchado con el dolor en aquella misma habitación.

—Todavía lo están torturando —gimió.

—Todas las veces que te hemos reanimado, has empezado a sufrir reacciones de empatía extremas hacia tu amigo al cabo de una hora, aproximadamente —dijo Nick sin inflexión.

Brie parpadeó. Su jefe había recalcado la palabra «amigo». ¿Qué había dicho ella? Brie sentía que estaba enfadado, a pesar de su aturdimiento.

—Quizá tú puedas decirle a Nick algo que ayude a su equipo a encontrar a Aidan —murmuró Tabby.

—Me cuesta pensar —susurró ella. ¿Le había hablado Tabby a Nick de los Maestros del Tiempo? Estaba segura de que a Nick no lo sorprendería que los rumores que corrían por la agencia sobre aquella raza de guerreros fueran ciertos. A veces, Nick parecía saberlo todo.

—Reduce un poco más la dosis —le dijo Nick al médico.

Mientras le reducían la dosis de sedantes, Brie se dio cuenta de que seguía exhausta. Sentía náuseas y empezaba a cobrar conciencia de lo dolorida que estaba. Le dolían todos los músculos, como si la hubieran torturado a ella. Pese a todo, su mente cobró vida al reducirle la sedación. ¿Qué le habían hecho a Aidan? ¿Estaba vivo?

—¿Cómo puedo ayudar? —preguntó a Nick, temblorosa.

Él despidió al médico y se volvió hacia Tabby y Sam.

—Adiós, señoras.

Tabby estaba alarmada.

—No puedo dejarla.

Nick señaló la puerta.

—Sí que puedes y vas a hacerlo. Sólo será un momento.

Brie no quería quedarse a solas con él y sabía que Tabby lo sabía. Sam miró a Nick con frialdad.

—No la presiones —dijo.

Cuando se marcharon, Nick dijo:

—Necesito que seas sincera conmigo, pequeña. Si quieres ayudar a tu amigo, tienes que decirme exactamente qué estamos buscando.

Brie deseó poder pensar con más claridad.

—Se llama Aidan... y es de otro siglo —se detuvo—. Es del pasado, Nick.

Su jefe se inclinó hacia ella, inexpresivo.

—¿Cuándo conociste a ese highlander, Brie?

Estaba realmente enfadado.

—Hace un año —susurró Brie, confiando en estar haciendo bien al decírselo a Nick. Los ojos de ambos se encontraron—. No pareces sorprendido.

Nick cruzó los brazos musculosos sobre el pecho.

—Háblame de él.

Brie intentó pensar con claridad. La Hermandad era secreta, Allie había hecho mucho hincapié en ello, pero también lo eran el CAD y todas las unidades que lo formaban.

—Cuando lo conocí, venía de 1430, del castillo de Carrick —dijo—. Tiene poderes, Nick. Poderes especiales, igual que los demonios.

Nick escudriñó sus ojos y Brie tuvo la inquietante sensación de que le estaba leyendo el pensamiento.

—¿Te suena el nombre de Aidan de Awe?

Brie sintió que la neblina se disipaba del todo. Ahora veía a Nick con toda claridad. Vio sus ojos azules como el acero y comprendió que lo sabía todo sobre los Maestros.

—Sí —dijo él—, y hace mucho tiempo que quiero traer a un Maestro.

Aún no había acabado de hablar cuando Brie oyó de nuevo a Aidan.

Su grito de dolor estaba lleno de rabia y desesperación. Esa vez, era un grito de tristeza.

Brie se quedó inmóvil.

«Lo ha perdido todo». Antes de que pudiera asimilar aquello, un enorme peso cayó sobre ella, aplastándola. Gritó, asustada, mientras seguían cayendo piedras que iban enterrándola rápidamente en la oscuridad.

Quería chillar de pánico. Quería defenderse de las piedras, intentar empujarlas. Pero se quedó muy quieta, absolutamente en calma, consciente de que estaba enterrada.

—¿Qué ocurre, Brie? —oyó que gritaba Tabby desde muy lejos.

Sus ojos se agrandaron. Estaba mirando una piedra negra. Era como si estuviera enterrada viva. Intentó mover los brazos, las piernas, pero las piedras la rodeaban por todos lados y la inmovilizaban.

Aidan había sido enterrado vivo.

Y estaba completamente en calma, absolutamente resignado. Era un hombre sin esperanza.

Brie le tendió los brazos.

Sintió que él se sobresaltaba.

Intentó concentrarse por completo en él. Estaba físicamente atrapado, inmóvil. Pero, como a ella, no le costaba respirar. Miraba fijamente la negrura. Brie lo sentía ahora más claramente. Las piedras le hacían daño, su peso lo aplastaba, pero a él no le importaba. No eran las piedras lo que lo estaba matando. Era la tristeza.

Y Brie sintió su aceptación de la muerte.

Aidan deseaba morir.

—Brie, cariño, no pasa nada. Estás aquí, con nosotros, en Cinco.

«Aidan», intentó decirle Brie. «¡No puedes morir!».

Si había logrado contactar con él, Aidan se había ido. Se había marchado tan lejos que ya no lo sentía en absoluto.

—¿Puedes oírme? —preguntó Nick, su voz sonaba muy lejana.

Oía a Nick, pero no podía contestar. Aidan tenía poderes. Podía liberarse de las rocas y las piedras, si quería. Si ella había podido contactar con él un instante antes, sin duda podría volver a hacerlo. Estaba casi segura de que la había sentido, u oído. Se esforzó por hacerse oír, por llamarlo. «Aidan, libérate de las rocas». Esperó a que respondiera. Pareció pasar mucho tiempo y él no se movió, no respondió.

Brie no podía soportarlo. «¡No te mueras!».

Nick volvía a hablarle.

—Brie, soy Nick. Te hemos dado Ativan. Es un ansiolítico y ahora mismo deberías sentirte bien. Estás en el CAD, en Cinco, y estamos cuidando de ti. Estás teniendo otra vez una reacción de empatía. Mírame.

Brie sintió que su cuerpo se aflojaba. Miró a Nick. Su bella cara y su atractivo cuerpo se formaron ante ella, definiéndose poco a poco. Recordó vagamente que alguien le había puesto las gafas y sonrió.

—Bien. Te necesitamos para encontrar al highlander, Brie. ¿Dónde está?

Brie veía a Aidan claramente ahora, enterrado bajo las rocas: un castillo rojo que se alzaba sobre un lago.

—Hay un castillo junto a un lago. Está en Escocia... en el pasado —le sorprendió tanto su respuesta que titubeó, pero sabía que lo que había percibido era cierto.

—¿Estás segura? —preguntó Nick—. ¿Estás segura de que no está en la ciudad?

—Sí —nunca había estado tan segura de nada. Antes estaba equivocada. Aidan no estaba cerca, pero eso tendría que intentar aclararlo más tarde, se dijo—. No podemos dejar que muera.

Nick se apartó y dijo:

—Debió informarme de su encuentro del año pasado. Ahora que sé qué os traéis entre manos, cualquier encuentro o avistamiento ha de serme notificado. Lo contrario va contra la norma.

—Desconozco tal norma —replicó Sam con descaro.

—Va contra la norma de Nick —se apresuró a decir él—, y conviene no quebrantar su reglamento.

Brie gravitaba; de pronto se sentía de maravilla, como si hubiera tomado tres o cuatro copas de champán. Sam se sentó y le sonrió.

—Tu jefe es un auténtico capullo.

—Sí, lo es —dijo Brie, consciente de que Nick se había marchado. No, había salido sigilosamente, como un tigre al acecho.

Sam se inclinó hacia ella y susurró:

—Estoy pidiendo favores a todo el mundo. Si está aquí, alguien lo habrá visto. Tú descansa.

—No está aquí. Está muy lejos —su bienestar se había esfumado—. No quiero que muera. Estoy enamorada de él, Sam.

Los ojos azules de Sam se abrieron de par en par.

—Brie, sé que estás sedada, pero, si es cosa del destino, tú sabes que no podemos cambiarlo.

—No puede haber llegado su hora —murmuró Brie.

No supo qué pasó después, pero Sam se marchó y se quedaron sólo Tabby y ella, Tabby sentada a su lado, junto a la cama, sujetándole la mano. Luego Brie parpadeó, extrañada. Al pie de la cama había un niño pequeño, vestido con una bata atada con un extraño cinturón. Comenzó a hablarle con urgencia. Sus ojos azules le resultaban familiares como si lo conociera, pero ella no creía conocerlo. Se daba cuenta de que estaba tan sedada que no oía ni una sola palabra de lo que decía el pequeño. Parecía asustado. Ella sabía que quería decirle algo importante y se volvió hacia Tabby.

—¿Qué está diciendo?

Tabby se sorprendió.

—¿De quién hablas?

Brie miró a los pies de la cama, pero el niño había desaparecido.

—No importa, supongo —dijo.

Debía de estar soñando.

 

 

2

Castillo de Awe, Escocia. Noviembre de 1502

El sexo ya no le importaba.

Como el buen vino cuando se bebía demasiado a menudo, había dejado de apreciarlo. El placer se le escapaba.

Se movía más aprisa, con más fuerza, dentro de la mujer, no buscando descargar, aunque fuera inevitable. La utilizaba para sus propios fines, para absorber su poder, su energía, hasta que ella quedaba inmóvil y en silencio, bajo él.

Aidan se sostenía sobre la mujer, respirando agitadamente. Había experimentado el poderoso éxtasis de la Puissance miles de veces: un clímax que mezclaba la descarga sexual con una energía arrolladora. Cuando empezó a perseguir a Moray, tras el asesinato de Ian, absorbía aquel poder para asegurarse la victoria sobre el deamhan al que había jurado matar. Pero Moray se había desvanecido en el tiempo, había huido de él. Y Aidan necesitaba más poder para perseguirlo.

El poder era adictivo. Ahora lo ansiaba. Por desgracia, esa ansia de poder era terriblemente excitante. Si no, no se molestaría siquiera en practicar el acto sexual.

Consumido todavía por la sensación de ser invencible, se apartó de la mujer. Se levantó y se apoyó contra la pared, arqueándose hacia atrás. Disfrutaba ferozmente del poder que recorría sus músculos, que palpitaba en sus huesos.

Ahora nadie podía derrotarlo: ni hombre, ni bestia, ni deamhan. Ni siquiera un dios. Ni siquiera su demoníaco progenitor. Su padre había regresado para asesinar a Ian, a pesar de que la mayoría de los deamhanain morían cuando se les cortaba la cabeza. Había Maestros que creían a Moray inmortal. Otros decían que había regresado con ayuda sobrenatural. Aidan se había atrevido a exigir respuestas en Iona. MacNeil le había dicho que el regreso de Moray estaba escrito, pero que ningún deamhan era inmortal, pese a que lo pareciera.

La imagen de Ian abrasaba su mente, lo quemaba como un hierro de marcar. Y Aidan agradecía aquel dolor.

—¿Está viva? —preguntó la otra mujer, arrodillada, medio desnuda, junto a la Inocente.

Aidan apenas miró a la exuberante pelirroja, acalorada por su propio placer. Había dejado viva a la Inocente, aunque por poco.

—Sí. Ocúpate de ella.

Anna Marie tomó en brazos a la mujer desmayada, pero lo miró con ojos brillantes. La mayoría de las mujeres temían su deseo. Él, que se había introducido varias veces en su mente, sabía que Anna Marie temía y al mismo tiempo ansiaba su pasión.

—¿Me deseas otra vez? —preguntó ella.

Aidan la había encontrado en París, a mediados del siglo

XVIII. Era la cortesana de un príncipe. Había disfrutado durante horas en su cama y comprendía su necesidad de obtener mucho más que placer de ella y de otras, incluso simultáneamente. Su presencia le resultaba muy conveniente, sobre todo porque Aidan nunca dormía y aquél era un modo seguro de pasar las largas y oscuras horas de la noche.

Hacía sesenta y seis años que no dormía.

Dormir sólo le producía pesadillas.

Lo que Anna Marie no entendía era que la miraba con absoluta indiferencia y que, cuando sus cuerpos se unían, no sentía nada, salvo un ansia de poder y venganza. Vengaría a Ian aunque tardara toda la eternidad.

—No —desnudo, con el cuerpo todavía rígido, salió del aposento y la oyó gemir.

No le importó. Ya no la necesitaba a ella, ni a la otra. Tenía suficiente poder para destruir a su padre... si conseguía encontrarlo. Porque Moray se había desvanecido en el tiempo hacía sesenta y seis años, Aidan no había cesado de buscarlo desde entonces.

Ahora, había llegado el momento de salir de caza.

Un par de criadas avanzaban apresuradamente por el pasillo. Aidan echó un vistazo a la única ventana enrejada que había en el lado este del gran salón y vio que el sol estaba muy alto. Había estado con las dos mujeres desde el día anterior, al anochecer. Las criadas lo miraron y se detuvieron, paralizadas por el terror y la fascinación. Aidan no les prestó atención; se disponía a entrar en la torre este cuando sintió acercarse un enorme poder, blanco, feroz y lleno de determinación.

Percibió al instante, furioso, la identidad del intruso y se volvió para encararse con su medio hermano, Malcolm, el hombre que lo había desenterrado de entre los escombros de Awe en lugar de dejarlo morir.

Jamás se lo perdonaría.

Malcolm de Dunroch subió la escalera del fondo del gran salón. Era un hombre alto y fornido, vestido con jubón y tartán negro y verde oscuro y armado con espada larga y corta. El lodo de sus botas indicaba que había cabalgado largo tiempo. Tenía los muslos desnudos salpicados de barro. Su cara parecía sofocada por la ira.

—No puedes marchar sobre Inverness con los rebeldes — dijo con aspereza mientras cruzaba el salón. Lanzó al cuerpo desnudo de Aidan una mirada rápida y desdeñosa.

—¿No marchas tú sobre Inverness con Donald Dubh y Lachlan Maclean, tu primo? —se mofó Aidan, sabedor de que Malcolm estaba demasiado ocupado salvando a Inocentes como para molestarse con intrigas políticas. A él tampoco le interesaba la política, pero tenía que procurar alimento y pertrechos a sus cuatro mil hombres.

Y destruir a los Campbell era algo que todavía podía hacer por su hijo.

El rostro de Malcolm se endureció.

—Te colgarán con los traidores cuando sean derrotados — dijo con voz crispada.

—Bien —respondió Aidan con suavidad. No temía a la muerte. En realidad, la deseaba, siempre y cuando lograra vengar a Ian antes de morir.

Malcolm lo agarró del brazo.

—No fue culpa tuya. Tienes que retomar tu destino, Aidan.

—No eres bienvenido aquí. Lárgate —bramó Aidan, sacudiéndoselo. Dio media vuelta, entró en la habitación de la torre y cerró la puerta de golpe.

Su hermano se equivocaba. No había conseguido mantener a salvo a su hijo. Había salvado a centenares de Inocentes, pero no a su propio hijo; jamás se perdonaría por eso. Intentó fortalecerse para soportar la angustia, pero era demasiado tarde.

Desde el otro lado de la puerta oía cada pensamiento de Malcolm. «No te dejaré morir, ni me daré por vencido. Y no pienso marcharme de Awe de momento».

Furioso con su hermano, odiándolo por negarse a perder la fe, Aidan echó el cerrojo a la puerta. Dentro estaba oscuro y hacía frío. En la chimenea de piedra no ardía ningún fuego, y todas las troneras estaban tapadas con tablas, de modo que la oscuridad era total.

Malcolm acabaría por marcharse. Siempre lo hacía, porque siempre había algún deamhan al que matar, algún Inocente al que salvar. Malcolm servía a los dioses, con su esposa a su lado, como si sus votos fueran su vida entera. Malcolm no era hijo de un deamhan. Era hijo de Brogan Mor, el gran Maestro, y él también era un Maestro, al igual que el señor de los Maclean del sur de Mull y Coll. No tenían nada en común.

Malcolm se había criado en Dunroch, junto a su padre, y luego, tras morir Brogan Mor en plena batalla, su tío, Royce el Negro, lo había educado para que fuera el jefe del clan Gillean. A Aidan, en cambio, lo había enviado siendo apenas un recién nacido a casa de un noble para que se criara allí, puesto que su madre se había retirado a una abadía para pasar allí el resto de su vida. Malcolm, siempre tan cumplidor, iba a menudo a visitar a lady Margaret a la abadía. Sus visitas eran bien recibidas.

Aidan, por su parte, sólo había visto a su madre una vez, cuando era ya un Maestro, y ella no había sido capaz de mirarlo. Aidan se había apresurado a dejarla con sus plegarias y su penitencia.

Aidan había crecido marginado; su hermano, en cambio, era el heredero de un gran señor, un Maestro que había consagrado su vida a sus votos.

Aidan había renegado de ellos el día de la muerte de Ian.