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Sienna Rushford necesitaba desesperadamente reclamar la herencia de su padre. Pero el testamento ponía como condición que debía estar felizmente casada. El único hombre al que Sienna podía recurrir era a Keir Alexander. Sabía que él necesitaba un préstamo para un negocio, por ello le propuso un trato: que a cambio de su ayuda financiera se casase con ella, aunque sólo temporalmente. Pero Keir no iba a conformarse con ser un marido de alquiler, quería que su matrimonio fuera real.
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Seitenzahl: 200
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 1999 Kate Walker
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor sin condiciones, n.º 1075- abril 2022
Título original: The Hired Husband
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-768-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
QUÉ ES lo que quieres?
Su expresión lo decía todo, pensó Sienna con tristeza; las palabras sobraban. Las duras facciones del rostro de Keir Alexander expresaban claramente una mezcla de sorpresa, incredulidad y antipatía, provocadas por su sugerencia.
—¿Qué has dicho que quieres? —repitió muy despacio, pronunciando cada palabra con énfasis mientras la miraba a los ojos sin pestañear.
—Esto… quiero que te cases conmigo.
Esa segunda vez sonó aún peor que la primera; más increíble aún. No podía creer que se hubiera atrevido a pedírselo la primera vez, y menos aún que hubiera repetido su propuesta después de la reacción de Keir.
De haber podido echarse atrás lo habría hecho sin pensárselo dos veces, pero no podía. Había intentado otras cosas, considerado otras posibilidades, pero ninguna de ellas funcionaría. Era o Keir o ninguno; él era su última oportunidad. Si no accedía a ayudarla entonces estaba perdida.
—¡Ni hablar, señorita! —respondió contundentemente—. ¡De eso nada!
—Pero…
—¡He dicho que no! —gritó.
—Pero, Keir…
Él ya le había dado la espalda y momentos después salía de la habitación dando un portazo. Keir la había dejado plantada, rechazando tanto su proposición como a ella, sin ni siquiera molestarse en mirar atrás. Sienna se hundió en la silla que encontró más a mano, cerró los ojos y soltó un quejido lleno de desesperación.
¿Qué iba a hacer?, se preguntaba mientras sacudía la cabeza con pesar. En realidad no podía hacer nada; no había solución alguna. Abrió los ojos y todo seguía como antes: el futuro se le presentaba negro y no veía luz al final del túnel.
Ése había sido el peor año de su vida, y no estaban más que en el mes de julio. Primero lo de Dean y luego se había quedado sin su empleo de especialista en aromaterapia cuando el salón de belleza donde trabajaba había cerrado. Después de eso se había enterado de que a su madre, que hacía tiempo que no estaba bien, le habían diagnosticado una esclerosis múltiple. Y luego, para colmo de males, el propietario del pequeño apartamento que su madre y ella tenían alquilado les había dicho que iba a vender el edificio. Los nuevos dueños pensaban transformalo en oficinas, con lo cual tendrían que mudarse, y pronto.
¡No era justo! Su madre necesitaba un hogar cómodo, agradable y seguro. Podría tener el lugar ideal, pero sólo si era capaz de cumplir las condiciones impuestas. Con su rechazo, Keir se había llevado la última oportunidad que tenía Sienna de conseguir lo que tanto necesitaba. Dudaba que volviera a verlo.
No se fijó en el tiempo que se pasó sentada allí, hundida en la miseria; de pronto el timbre de la puerta la sacó de su ensimismamiento. Al principio pensó en no contestar, pero al darse cuenta de que la persona que estuviera allí fuera no pensaba quitar el dedo del botón hasta obtener una respuesta, bajó las escaleras apresuradamente y abrió la puerta.
Sienna no dio crédito a sus ojos. Keir Alexander estaba delante de ella, con la cabeza erguida y el cuerpo, fuerte y esbelto, en tensión.
—De acuerdo —dijo en tono cortante—. Cuéntame… Venga, convénceme.
Sienna habló como jamás lo había hecho en su vida. No podía creer que el destino le hubiera concedido una segunda oportunidad, pero pensaba agarrarse a ella con todas sus fuerzas y hacer todo lo posible, en realidad lo que hiciera falta, para que no se le escapara.
—Sé que ninguno de los dos habría procedido así normalmente —empezó a decir mientras subían las escaleras hacia el primer piso, donde vivían su madre y ella—. Desde luego no es la forma en que yo siempre he soñado casarme, pero los mendigos no pueden escoger. Es lo único que se me ocurre para salir de este apuro. Si tú no quieres ayudarme no tengo a nadie a quien recurrir.
No fue capaz de mirarlo mientras entraban en el pequeño salón del que él había salido de mala manera momentos antes, consciente del hecho de que sólo habían pasado unas cuantas semanas desde que él había ido a su casa por primera vez. Y apenas dos meses desde que se habían conocido en una fiesta.
—Sabes que mi madre está muy enferma y que cada vez va a ir a peor. Necesito encontrar un lugar adecuado donde vivir, para poder cuidar bien de ella, para…
—Entonces, naturalmente, quieres la casa de tu padre —comentó Keir con dureza.
—Sí.
Sienna se estremeció ligeramente. Sintió la misma aprensión el día en que el abogado de la familia Nash se había puesto en contacto con ella inesperadamente. Le había sorprendido mucho que a su padre, el hombre que había abandonado a su madre antes de nacer Sienna, le hubiera remordido la conciencia a última hora y hubiera decidido reconocerla como hija.
Como la esposa de su padre se había muerto hacía unos años y no habían tenido hijos, en su testamento le había dejado a Sienna todo lo que poseía. Pero le había impuesto una condición.
—Si mi… Si Andrew Nash no me hubiera dejado todo ese dinero, no sé que habría hecho. Y si no me hubiera impuesto la condición, no te involucraría en este asunto.
Finalmente se volvió a mirar a Keir, que tenía los ojos entrecerrados, para no dejar al descubierto sus pensamientos. Tenía las manos metidas en los bolsillos de los pantalones oscuros, los hombros tensos, mostrándose claramente hostil a sus palabras.
—Y supongo que la condición es que tienes que estar casada, ¿no?
—Eso es. En su carta decía que se había pasado años deseando poder haber hecho las cosas de diferente manera; que había comprendido demasiado tarde que el amor que mi madre y yo podríamos haberle dado era más importante que el dinero que le proporcionó quedarse junto a su esposa. Y por eso puso como condición que tenía que estar felizmente casada para heredar.
—¿Felizmente casada? —repitió con cinismo—. ¿Y quién va a juzgar eso?
—Bueno, mi…
Sienna no fue capaz de decir la palabra tío. Después de veinticinco años pensando que no tenía familia era demasiado chocante pensar que tenía un tío, sobre todo uno en cuyas manos estaba su futuro.
—Su hermano, Francis Nash, decidirá si los deseos de mi padre se cumplen correctamente. Pero no sabe nada de mí; nunca me ha visto. No creo que sea demasiado difícil convencerlo de que…
—¿De que tú y yo estamos locos el uno por el otro y que deseamos casarnos? —Keir terminó de decir por ella.
—Eso es —susurró, eludiendo aquella mirada fría e inquisitiva—. ¿Te apetece beber algo? Hay vino…
—Creo que será mejor que me mantenga sobrio para afrontar este asunto —dijo Keir desdeñosamente—. No quiero que nada influya en mis decisiones.
¿Querría decir con eso que estaba considerando su proposición? Sienna no se atrevió ni siquiera a pensarlo demasiado.
—¿Entonces quieres que haga el papel de novio enamorado?
Según lo dijo dio la impresión de que le parecía una tarea de lo más repelente.
—¿Quieres que mienta? ¿Es que no sabes que mentir no trae nada bueno? Antes de que te des cuenta estarás tan metida en el engaño que no serás capaz de salir de él.
—¡Pero no vamos a mentir! La gente ya nos ha visto juntos; se nos ha visto en público en bastantes ocasiones. No será tan distinto a lo que tenemos ahora. ¡De verdad! —añadió, cuando él expresó su desacuerdo chasqueando la lengua—. Casi todas las noches vienes a mi casa. ¿Y si te hubiera pedido que te vinieras a vivir conmigo?
—Creería que ibas demasiado deprisa, señorita.
—¡Keir, sólo es un ejemplo! —Sienna intentó ganar el terreno que veía que había perdido—. Ambos sabemos que nuestra relación no se equipara a eso, y que probablemente jamás será así. Pero somos los únicos que lo sabemos.
La expresión pétrea del rostro de Keir no la animó en absoluto, pero decidió no desesperarse.
—Si decimos, digamos al cabo de un año, que nuestra relación no funciona, podremos separarnos, ir cada uno por su lado, y no importaría. No habría ni arrepentimientos ni complicaciones de ningún tipo.
—Pero todo este asunto está lleno de complicaciones —Keir señaló con frialdad—. Es imposible que no nos traiga problemas. Una certificado de matrimonio complica las cosas, cariño.
—¡Date cuenta que tan sólo es una solución temporal! —le rogó—. ¡No significará nada para ninguno de los dos, o sea, que no debes preocuparte por acabar atrapado en algo que no deseas! Después del primer año no habrá ningún compromiso; sólo te pido doce meses y luego cada uno hará su vida.
—Haces que parezca tan simple…
—¡Es simple! No podría ser de otra manera. Después de todo, no es como si tú estuvieras locamente enamorado de mí o viceversa. Y…
Su voz se fue apagando cuando Keir le soltó la mano y fue hacia la ventana, fingiendo interés en los coches que pasaban por la calzada.
—Podría funcionar —dijo despacio.
¿Sería posible que fuera a aceptar? Sienna ya no sabía si tenía esperanzas o si le daba un miedo atroz. Estaba tan absorta en sus turbadores pensamientos que pegó un respingo cuando él se volvió inesperadamente.
—¿Y qué sacaré yo de este trato? Porque supongo que habrás pensado en ofrecerme algo, alguna compensación por la pérdida de la libertad que supone acceder a participar en este asunto.
—Por supuesto.
Sienna tragó saliva. La reacción de Keir no la pilló de sorpresa, en realidad sabía de antemano que inevitablemente le pediría algo. Pero lo que no había imaginado era que se lo plantearía tan fríamente.
¡Imbécil!, se reprochó a sí misma. ¿Qué había esperado? ¿Que declarara que estaba dispuesto a hacerlo, que haría todo lo que ella quisiera sin esperar nada a cambio?
Pues claro que no. Sabía que tenía que ofrecerle a Keir algo a cambio de su colaboración. Simplemente lo que sintió al escuchar su petición la había pillado por sorpresa; le disgustó pensar que la compensación que pudiera obtener era más importante que ella.
—¿Y bien? —le instó Keir en tono seco, al ver que ella no le respondía.
—¿Recuerdas lo que me comentaste de las acciones de Alexandre’s?
Francamente, a Sienna le había sorprendido que Keir le confiara tantos detalles de su vida privada. Era un hombre reservado cuya conversación solía limitarse a temas superficiales.
Pero tan sólo tres noches atrás le había contado parte de los problemas que había tenido con la empresa de transportes de la que era copropietario, además de director. Problemas causados por su madrastra, la segunda mujer de su fallecido padre.
Alexander’s era una empresa familiar. Fue Don, el padre de Keir, el que fundó la empresa, por entonces un pequeño y renqueante negocio; su hijo se había hecho cargo de ella a los veintiún años, cuando salió de la universidad, y la había sacado adelante con grandes esfuerzos. En doce años la había convertido en un negocio floreciente tanto a escala nacional como internacional. No había país en Europa o en otros continentes donde no se vieran en las carreteras los característicos vehículos rojos y verdes de Alexandre’s.
—¿Conseguiste la cantidad que necesitabas para comprar la parte de tu madrastra?
La cara que puso Keir le dijo todo.
—Lo conseguí, pero entonces ella cambió de opinión. Dice que tiene otro comprador en perspectiva. Si esa venta se lleva a cabo, entonces Alexander’s dejará de ser una empresa familiar.
—¿Y eso es tan importante para ti?
Keir la miró con impaciencia y rabia, como si acabara de decir la estupidez más grande del mundo.
—¡Alexander’s es mía, Sienna! ¡Mía! No estoy listo para ver cómo otra empresa la engulle. Le prometí a mi padre que jamás haría eso y mantendré mi promesa por encima de todo.
—¿Pero qué pasará si tu madrastra te sigue pidiendo más?
Keir estaba más serio que nunca.
—Sabe lo mucho que he invertido en modernizarlo todo, en comprar vehículos nuevos, ordenadores y muchas cosas más durante el último año. Con el tiempo esa inversión me aportará beneficios sustanciosos, pero en este momento estoy en un aprieto. ¡Y Lucille lo sabe muy bien, maldita sea!
—¿Cuánto tiempo necesitarías?
—Doce meses, quizá menos…
Sienna percibió el momento exacto en el que Keir se dio cuenta de adonde quería ir ella.
—Ya entiendo, eso es lo que me estás ofreciendo, ¿verdad?
Fue una afirmación, no una pregunta. Sienna supo que en ese momento, Keir le estaba dando vueltas a la cabeza, sopesando los pros y los contras, analizándolo todo cuidadosamente.
—Keir, la herencia me convertirá en una mujer muy rica. Tendré más que suficiente para que mi madre y yo vivamos cómodamente, y de paso podré ayudarte. ¡Por favor, no contestes que no!
Iba a hacerlo. Sienna lo supo sólo con mirarlo. Y en ese momento en el que tenía al alcance de la mano lo que tanto había esperado y por lo que tanto había rezado, no podía creer que el destino fuera tan ingrato de arrebatárselo de un plumazo.
—¡Keir, por favor, no digas que no! Puedes devolvérmelo si quieres. Pero lo más importante es que puedo darte el dinero que tanto necesitas y tú puedes ayudarme. ¡Lo necesito! ¡Ambos lo necesitamos!
¿En qué diablos estaría pensando esa hermosa cabecita suya? ¿Qué estaría maquinando esa mente rápida y calculadora? Se sentía como la acusada en un polémico proceso.
Sienna lo observó y esperó durante los treinta segundos más largos de su vida. Finalmente, Keir aspiró profundamente y le dijo con voz temblorosa:
—Te pongo dos condiciones… —dijo despacio.
—¡Lo que sea! ¡Cualquier cosa con tal que digas que sí!
—Condición número uno… —dijo Keir, levantando el dedo índice de la mano izquierda—. Celebraremos una boda en toda regla, con el boato ceremonial de costumbre. Tiene que ser en una iglesia, con flores, velas y todo lo demás.
—Lo que tú digas —dijo con el corazón latiéndole a toda prisa y la respiración entrecortada—. ¿Y la segunda condición?
—Después de celebrar una boda como Dios manda, viviremos un matrimonio real. La razón principal es que no vamos a convencer a nadie de que es el matrimonio por amor al que te obliga el testamento de tu padre si no se nos ve unidos. O todo, o nada, Sienna.
O todo o nada. Nada más conocer a Keir, Sienna sintió que él sólo deseaba una relación superficial. Él no había ocultado el deseo que sentía por ella, había sido Sienna la que había intentado frenar sus impulsos.
Pero no podía negar el efecto que causaba en ella. Desde que la besó por primera vez, había surgido entre ellos una atracción más fuerte de lo que Sienna había experimentado jamás. Era una fuerza que la había arrastrado, le había vuelto el mundo del revés, llevándose de paso todas las creencias que siempre había tenido sobre quién era ella y cómo se comportaba.
Y todo aquello le resultaba muy difícil de entender porque jamás se había sentido así con Dean. Dean, a quien había amado, creído y en quien había confiado; Dean, a quien había entregado su corazón, pero con quien ni siquiera entonces había experimentado esa emoción tan pura que Keir le inspiraba con sólo una mirada, un roce, una breve caricia. Aún no entendía cómo podía sentir aquella atracción por un hombre que apenas conocía, y al que aún no amaba.
Pero a lo mejor esa misma emoción sería su salvadora en esos momentos; quizá la exaltada reacción que Keir provocaba en ella sería lo suficiente para transformar la ficción del matrimonio que le estaba proponiendo en algo que convenciera a todos los observadores.
Pero, aún así, no le resultó fácil responderle. Se le hizo un nudo de emoción en la garganta y lo único que logró hacer fue asentir con la cabeza, pero no abrió la boca.
—¿Estás de acuerdo? —le preguntó Keir, sin abandonar el tono de inquisidor.
—Sí… Estoy de acuerdo.
Sólo después de decirlo vio con claridad que su sueño se había hecho realidad.
¡No podía creerlo! ¿Podría ser verdad?
—¡Una boda como es debido! —exclamó, intentando salir de su ensimismamiento.
¡Un matrimonio real tras una boda como Dios manda!
—¿Keir, quieres decir… ? ¿Bueno, estás de acuerdo con mi proposición?
La mirada que él le devolvió fue tan intensa que pareció chisporrotear por el aire, haciendo que una descarga eléctrica le recorriera de pies a cabeza. Era una mirada llena de avidez, de pasión. Pero sobre todo estaba cargada de un deseo tan carnal que a la luz del día se le antojó positivamente indecente.
—Sí, Sienna.
Al oír su voz, Sienna pestañeó, llena de incredulidad. De repente la sensualidad reflejada en el rostro de Keir momentos antes había desaparecido. Había pronunciado esas dos palabras sin emoción y con tanta indiferencia como la que asomaba a su mirada, fría como el mármol.
—Sí, estoy de acuerdo con tu proposición. Me casaré contigo.
BUENO, lo conseguimos!
Sienna estaba radiante. Se sentía aliviada, aunque al mismo tiempo tuviera un miedo tremendo. Esas mismas emociones se reflejaban en su mirada, azul como el mar, cuando se volvió hacia él y le sonrió.
—Lo conseguimos —repitió Keir con gravedad, sin sonreír—. ¿Pero se lo han creído los demás? Esa es la cuestión.
—¡Oh, no seas tonto! —dijo, aunque el corazón le latía a mil por hora—. Por supuesto que sí. Y no lo digas así; parece como si hubiéramos hecho algo malo.
—¿Y no es así?
La euforia que la había embargado se evaporó al oír su tono de voz.
—¡Por supuesto que no!
Lo que más rabia le daba era que no lograba imprimirle a sus palabras la convicción que tanto deseaba; un temblor que no lograba reprimir restaba certidumbre a su declaración.
—¿Estás segura? Hay gente que podría llamar fraude a lo que hemos hecho, o como mínimo un intento de estafar a los Nash.
—¡No estoy estafando a nadie! Yo soy una Nash, ¿recuerdas? Al menos la sangre de la familia Nash corre por mis venas, aunque no lleve su nombre. Y la única persona que se puede sentir defraudado es mi padre, o mejor dicho, se podría sentir si viviera. Pero como él nunca se tomó ningún interés en mí desde el día en que nací, dudo mucho que cualquier cosa que haga ahora vaya a molestarlo en absoluto.
Impulsivamente, agarró a Keir del brazo y lo miró a la cara.
—No me digas que te estás arrepintiendo ahora.
—No me estoy arrepintiendo, no —Keir se pasó la mano, fuerte y grande, por los cabellos, alborotando la brillante mata de pelo negro—. Pero si somos sinceros, estamos haciéndoles una buena jugarreta a todos los que están ahí dentro.
Inclinó ligeramente la cabeza hacia la puerta que los separaba del salón, de donde les llegaba el zumbido de cien conversaciones.
—Especialmente a tu madre.
—Es por mi madre por quien estoy haciendo esto —Sienna le recordó en tono vehemente pero sin levantar la voz, sobre todo porque en ese momento se abrió la puerta—. Y tú…
Pero no tuvo oportunidad de terminar la frase, porque una voz estentórea se elevó por encima del ruido, ahogándolo inmediatamente.
—Damas y caballeros, les ruego silencio.
—¡Oh, Dios mío!
Sienna, a quien habían sorprendido, empezó a ponerse nerviosa. Un rápido vistazo en el enorme espejo que había sobre la chimenea le aseguró que el velo seguía en su sitio gracias al delicado tocado de plata prendido a los bucles de su cabello castaño, un par de tonos más oscuro que el de Keir.
El maquillaje, cuidadosamente aplicado unas cuatro horas antes, seguía casi perfecto: un suave toque de sombra beige que resaltaba sus ojos almendrados y las largas y espesas pestañas cubiertas tan sólo por una capa de rímel negro. Quizá el carmín rosa con el que se había pintado los carnosos labios se hubiera borrado un poco y el rubor de las mejillas parecía haber desaparecido totalmente, pero en ese momento no podía hacer nada para corregirlo. Se pellizcó un poco los mofletes para intentar disimular la palidez de su piel color marfil y se volvió hacia Keir, esbozando una sonrisa que esperaba pareciera convincente.
—¿Lista? —le preguntó Keir al tiempo que le tendía la mano.
Sienna murmuró que sí mientras se alisaba la falda del vestido con manos temblorosas. Confeccionado en fino encaje sobre forro de seda, el traje había pertenecido a la abuela de Sienna. Cuidadosamente conservado en papel cebolla para que no amarilleara con los años, el vestido había pasado de madre a hija con la esperanza de que le transmitiera a la novia algo del amor gracias al cual el matrimonio de la abuela de Sienna había sido tan dichoso.
Pero para Caroline, la madre de Sienna, el resultado no había sido en absoluto feliz. Ni siquiera se había celebrado una boda, porque su padre ya estaba casado. Andrew Nash no tenía intención de dejar a su esposa por la inocente muchacha de veintidós años que estúpidamente se había quedado embarazada como resultado de lo que, al menos para él, no había sido más que una aventura de verano.
—Sienna… —dijo Keir con una nota de reprobación en la voz, sacándola de su ensimismamiento—. Nuestros invitados están esperando.
Sienna se dijo que debía representar el papel a la perfección para que todos creyeran que aquel era el ejemplo perfecto de un matrimonio por amor. Keir y Sienna serían como Marco Antonio y Cleopatra.
Allí, en el enorme comedor, estaba Francis Nash, el hermano de su fallecido padre y único pariente con vida de la familia Nash. Si no lo convencía su matrimonio y el idilio arrollador que lo había precedido, entonces no tendrían nada que hacer.
Por eso hizo un esfuerzo por sonreír y se irguió todo lo larga que era, antes de darle la mano a Keir.
—Vamos —dijo Keir con dureza—. Salgamos de una vez al escenario.
No le dio tiempo a pensar en nada más. La agarró y tiró de ella con ímpetu, no dejándole otra elección que seguirlo.
Al llegar a la puerta que separaba la habitación del comedor, Keir se detuvo de pronto, con la cabeza muy alta, observando el elegante grupo de invitados que los recibió con un murmullo de interés.
—Perfecto —Keir murmuró en voz baja, impregnando la palabra de un cinismo que Sienna jamás le había oído utilizar—. Ahora parecemos los muñecos que hay encima de la tarta esa tan exagerada que te empeñaste en encargar.
—Yo… —Sienna iba a protestar pero Keir la ignoró.
Al ver que el maître