Cautiva a su lado - El conde de Castelfino - Pasiones Mediterráneas - Kate Walker - E-Book

Cautiva a su lado - El conde de Castelfino - Pasiones Mediterráneas E-Book

KATE WALKER

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Beschreibung

Ómnibus Bianca 440 Cautiva a su lado Kate Walker Se busca: madre y esposa. Al ver las atractivas pero implacables facciones del magnate italiano Ricardo Emiliani, Lucy supo que había cometido un error volviendo a la palaciega mansión del lago Garda. Pero haría cualquier cosa por su hijo, incluso volver con el marido que no la había amado nunca. Ricardo estaba convencido de que su mujer era una buscavidas, pero el pequeño Marco necesitaba una madre, de modo que mantendría a Lucy cautiva en su isla privada hasta que demostrase que podía ser su esposa… en todos los sentidos. El conde de Castelfino Christina Hollis Una chica inglesa sin experiencia… a merced de un aristócrata italiano. Con cierto nerviosismo, Meg Imsey viaja a la Toscana. Contratada por un aristócrata de cierta edad por sus habilidades horticultoras, la tímida Meg está decidida a esconderse en los invernaderos. Pero eso fue antes de conocer a su nuevo jefe… Desde la muerte de su padre, Gianni se ha visto obligado a cargar con un título nobiliario que no le interesa. Se espera mucho del conde de Castelfino, sobre todo que se case y tenga un heredero. De modo que casi podría pensar que es cosa del destino contar con aquella chica inglesa, ingenua, tímida… y a su merced. Pasiones mediterráneas Kathryn Ross El magnate griego quiere casarse... Dos años atrás, Andreas Stillanos tuvo una aventura con la inocente Carrie Stevenson. A pesar de que jamás consumaron esa relación, él no consiguió olvidarla jamás... Inesperadamente, Carrie se volvió a encontrar con Andreas, dado que era la madrina de la sobrina huérfana de él. La química entre ambos seguía siendo tan fuerte como cuando se conocieron, pero, en esa ocasión, Andreas estaba decidido a no consentir que Carrie regresara a Gran Bretaña. Estaba a punto de ofrecerle un puesto que ella no podría rechazar: el de esposa suya.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

 

© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 440 - diciembre 2022

 

© 2009 Kate Walker

Cautiva a su lado

Título original: Kept for Her Baby

 

© 2009 Christina Hollis

El conde de Castelfino

Título original: The Count of Castelfino

 

© 2009 Kathryn Ross

Pasiones mediterráneas

Título original: The Mediterranean’s Wife by Contract

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2010

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1141-034-2

Índice

 

Cautiva a su lado

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

El conde de castelfino

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Pasiones mediterráneas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

EL CALOR del día empezaba a desaparecer y había refrescado al caer la tarde. Ahora, ya casi de noche, la diminuta isla estaba envuelta en sombras mientras Lucy llevaba el bote de remos a la orilla del lago y saltaba sobre la arena.

El agua le llegaba por los tobillos mientras tiraba del bote hacia la playa, mirando a un lado y a otro.

¿La habría oído alguien?, se preguntó. No quería que la viesen antes de que pudiera llegar a la casa. Si el ejército de hombres armados de Ricardo la oyera y alguien fuese a investigar estaría perdida antes de haber empezado. La echarían de la isla y la devolverían a la diminuta y triste pensión en la que se alojaba esa semana.

Aquella semana desesperadamente vital para ella.

Si conseguía quedarse en Italia, claro. Una vez que Ricardo supiera que había vuelto podría decidir que la quería fuera del país. Fuera del país y fuera de su vida para siempre.

–Dios mío…

Al percatarse de que estaba conteniendo el aliento Lucy dejó escapar un largo y angustiado suspiro, pasándose una mano por el largo cabello rubio que había escapado de la coleta, mientras miraba de un lado a otro.

Pero si alguien la hubiera visto los matones de Ricardo ya estarían allí, pensó.

Suspirando, sacó las zapatillas del bote y se sentó sobre la hierba para ponérselas.

Ojalá pudiera esconder el bote de alguna forma… tal vez cubriéndolo con ramas y hojas secas. Pero no tenía fuerzas para tirar de él y los impacientes latidos de su corazón la urgían a moverse lo más rápidamente posible.

Ahora que estaba allí sabía que no podía retrasarlo un segundo más. Había esperado y planeado aquello durante tanto tiempo…

Desde que le devolvieron la carta que le había enviado a Ricardo sin abrir siquiera había sabido que aquélla era la única solución. Tenía que tomar el asunto en sus manos y hacer lo único que podía hacer.

Había intentado ser civilizada, pero eso no valió de nada. Había intentado apelar a lo mejor de Ricardo, pero tampoco eso sirvió de mucho.

De modo que se veía obligada a ir allí en secreto. Había vuelto a la isla como un ladrón en medio de la noche; al único sitio en el que podría burlar la seguridad de Ricardo.

Paleando suavemente en lugar de remar para hacer menos ruido había logrado llegar a la playa sin que la vieran y ahora sólo podía rezar para tener la misma suerte mientras se dirigía a la casa.

Pasando bajo las ramas de un enorme ciprés, Lucy descubrió que estaba conteniendo las lágrimas mientras miraba la enorme villa neogótica adornada con hermosos balcones, balaustradas de mármol y amplios escalones que llevaban al edificio de piedra blanca que una vez había sido un monasterio y luego un palacio.

Las vidrieras de las ventanas reflejaban los últimos rayos del sol. A uno de los lados había un torreón con troneras desde las que se veían las tranquilas aguas del lago Garda y las provincias de Verona al sureste y Brescia al oeste. Directamente enfrente estaba el pueblo de San Felice del Benaco, que daba su nombre a la isla y la villa.

Un asombroso palacio, la fantástica casa que una vez había sido su hogar.

Pero ya no lo era. No lo había sido durante muchos meses. Y ni siquiera le había parecido un hogar cuando vivía allí…

Lucy tembló a pesar del calor de la tarde cuando los recuerdos la asaltaron; recuerdos de su vida allí, cuando no sentía que fuera su sitio.

–No puedo hacerlo –murmuró–. No puedo enfrentarme…

Lucy sacudió la cabeza, intentando apartar de sí tan tristes pensamientos. Tenía que enfrentarse con aquello porque en el interior de la casa, además de los horribles recuerdos de los peores meses de su vida, estaba lo que más le importaba en el mundo, lo único por lo que merecía la pena vivir.

Siguiendo el camino que tantas veces había recorrido mientras vivía en San Felice encontró la verja que llevaba a los jardines e intentó abrirla sin hacer ruido… pero hizo una mueca cuando la vieja madera crujió.

–Por favor, que no venga nadie –murmuró, mientras corría para esconderse entre unos arbustos–. Que no me vea nadie.

Apenas se había escondido cuando oyó que se abría una puerta y le pareció que era la del salón. La misma puerta por la que ella había escapado siete meses antes sin atreverse a mirar atrás, aterrorizada de lo que podría pasar si alguien se daba cuenta de que intentaba huir.

–Buona sera…

La voz, que llegaba desde el interior de la casa, hizo que su corazón se detuviera durante una décima de segundo.

Ricardo.

Lucy reconoció la voz de inmediato. La hubiera conocido en cualquier sitio. Sólo un hombre poseía esa voz tan grave, tan masculina.

¿En cuántos tonos diferentes le había oído pronunciar su nombre? Divertido, burlón, furioso. Y en otras ocasiones llena de ardor, convirtiendo su nombre en magia cuando la llamaba «Lucia, su pasión».

Su mujer.

Se le encogió el corazón al recordar esa palabra y el orgullo que había sentido una vez Ricardo Emiliani al pronunciarla. O eso había pensado ella.

–Mi mujer –había dicho, tomando su mano para dirigirse a la puerta de la iglesia, después de que el sacerdote los hubiese declarado marido y mujer–. Mia moglie.

Y durante un tiempo ella había disfrutado de ese título. Había disfrutado cuando la llamaban «la señora de Ricardo Emiliani». Enterrando las dudas y los miedos que la asaltaban, Lucy había sonreído hasta que le dolía la mandíbula mientras hacía el papel de esposa feliz que tenía todo lo que había soñado.

Cuando en realidad, en su interior, había sabido siempre la verdad; la razón por la que Ricardo se había casado con ella.

Y el amor no había tenido nada que ver.

–Si te enteras de algo, llámame enseguida.

Le sorprendió que no hablase en italiano sino en su idioma…

¿Con quién estaría hablando? ¿Y de qué?

Un escalofrío recorrió su espina dorsal al pensar que tal vez había cometido un error garrafal al volver a San Felice. Al escribirle, por desesperada que estuviera, le había dado una pista de su paradero.

Y Ricardo, siendo un hombre inmensamente rico, no tendría la menor dificultad en descubrir lo demás. Sólo con chascar los dedos tendría un ejército de hombres a su disposición: detectives privados, investigadores; todos dispuestos a hacer lo que tuvieran que hacer para descubrir dónde estaba y…

¿Y qué?

¿Qué haría el hombre que durante su última discusión, antes de irse de San Felice, había declarado que casarse con ella había sido el mayor error de su vida?

–Quiero terminar con este asunto lo antes posible.

–Me pondré con ello ahora mismo. Los contratos estarán listos para la firma mañana mismo.

La voz del otro hombre la devolvió a la realidad.

Se estaba engañando a sí misma, pensó. ¿Por que querría Ricardo saber nada de ella? Su marido la había dejado ir sin protestar, ¿no? Nadie había ido a buscarla para intentar convencerla de que volviese a San Felice. Y que le hubieran devuelto la carta sin abrir dejaba bien claro lo que sentía Ricardo.

Contratos y firmas, por supuesto. ¿Qué le importaba a Ricardo Emiliani, aparte de su negocio de venta de automóviles?

Su marido no quería saber nada de ella y nunca la perdonaría por lo que había hecho, de modo que era una tonta si pensaba que algún día podría ser de otra manera.

Lucy se encogió, en un rincón entre el muro de la balaustrada y los arbustos, mientras Ricardo bajaba los escalones que llevaban al jardín. Al verlo, Lucy sintió como si algo la hubiera golpeado en el pecho, dejándola sin aire.

Incluso de espaldas seguía teniendo tal impacto físico en ella que era incapaz de apartar los ojos.

Ricardo también estaba de espaldas la primera vez que lo vio, de modo que recordaba bien la orgullosa cabeza oscura, el cuello bronceado, los hombros anchos, la poderosa espalda y largas piernas. Entonces, como ahora, llevaba unos vaqueros tan gastados que se pegaban a su piel. Pero aquel día en la playa, dos años antes, no llevaba camisa… nada que ocultase su bronceada piel. También iba descalzo, como ahora. Parecía un turista, nada en su exterior delataba al hombre poderoso que era.

Y ya estaba medio enamorada de él cuando descubrió la verdad.

Aquella noche llevaba un polo blanco, pero ella sabía lo que había bajo ese polo porque lo había acariciado tantas veces… y tantas veces había sentido cómo él se excitaba. Había tocado su cuerpo con un deseo y un ardor desconocidos hasta que Ricardo la llevaba al éxtasis…

No, no, no. No debía pensar eso. No debería recordar cómo una vez había respondido tan fácilmente a sus caricias. No debía pensar eso o habría terminado antes de empezar; su plan destrozado antes de poder llevarlo a cabo.

Había ido allí por una razón y ésa era…

Un ruido, nuevo e inesperado, interrumpió sus pensamientos. Pero por un momento le pareció un eco de lo que había en su corazón, como si lo hubiera conjurado, como si fuera un sueño.

Pero entonces oyó el sonido de nuevo: el llanto de un niño.

Y el mundo se abrió bajo sus pies, dejándola débil y mareada. Con una mano Lucy se agarró a los arbustos mientras su cabeza daba vueltas…

–No…

Un gemido escapó de su garganta. No podía ser real; tenía que haberlo imaginado. Pero cuando abrió los ojos y parpadeó para calmarse se fijó en la posición de los brazos de Ricardo, como si sujetase algo. Y al ver el cariño, la atención que ponía mientras sostenía su pequeña carga, el corazón de Lucy volvió a encogerse.

–Calla, caro…

Una vez más, esa voz ronca encogió su vulnerable corazón.

–Hora de dormir, figlio mio.

Ricardo se dio la vuelta entonces, permitiéndole ver lo que llevaba en los brazos… y lo que vio encogió el corazón de Lucy como si una mano cruel hubiese entrado en su pecho para apretarlo salvajemente.

Ahora podía ver el pelito suave, negro como el de su padre, la cabecita relajada.

¿Y por qué no? El niño estaba a salvo en brazos de Ricardo aunque una vez Lucy había temido que no estuviera a salvo en los suyos.

–Oh, Marco…

Su visión se empañó cuando las lágrimas asomaron a sus ojos; el dolor que sentía rompiéndole el corazón en mil pedazos.

Sin darse cuenta había alargado una mano, como si pudiera tocar al niño, la razón por la que estaba allí. La única persona en el mundo por la que se hubiera atrevido a enfrentarse con la ira de Ricardo, con la furia y el odio que brillarían en sus ojos si la encontraba allí.

Había pensado que nunca volvería a ver a su marido y se había resignado a que así fuera. Pero a lo que nunca había podido resignarse era a no ver al niño al que amaba con todo su corazón. Al niño al que no había podido cuidar.

El hijo de Ricardo… y el suyo.

Su hijo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

SU HIJO estaba a unos metros de ella.

Y nunca en su vida la frase «tan cerca y, sin embargo, tan lejos» había sido más acertada. Estaba tan cerca que con dar un par de pasos estaría a su lado. Podría mirarlo y ver cuánto había crecido, cuánto había cambiado… porque tenía que haber cambiado en los meses que ella había estado fuera.

Tal vez podría salir de su escondrijo y tomarlo en sus brazos…

¡No!

Ni en sueños se atrevería a ir tan lejos.

Sabía que Ricardo no la dejaría acercarse a su hijo y, en el fondo de su corazón, Lucy sabía que sería una tortura. ¿Cómo iba a conectar con su hijo después de tanto tiempo?

Sabía también cómo la miraría todo el mundo, cómo la vería Ricardo. ¿Qué buena madre abandonaría a su hijo dejándolo solo con su padre?

Había tardado mucho tiempo en aceptar que estaba enferma, en reconocer que no había alternativa. Los médicos decían que ya estaba bien… pero Lucy no estaba segura.

Unas lágrimas ardientes asomaron a sus ojos, nublando su visión. Lo único que sabía era que estar en aquella situación, tan cerca pero tan lejos, y no decir nada era lo peor para una madre.

Sentía como si su herido corazón se rompiera en mil pedazos que caían sobre el pavimento, a sus pies. Y, sin embargo, había ido allí para eso. Había llegado a la isla sin que la vieran, burlando la seguridad de Ricardo, sólo para eso. Para ver a su hijo.

Pero no estaba preparada.

Y menos con los fríos ojos de Ricardo Emiliani juzgando todo lo que hacía.

De modo que se dio la vuelta y empezó a caminar sin ver dónde iba, en dirección al lago, esperando llegar a la playa, al bote, antes de que el dolor fuese tan grande que cayera al suelo inconsciente.

El crujido de una rama seca sonó como un estallido en medio de la tranquila noche. Era imposible que su marido no lo hubiese oído y Lucy se puso tensa, preparándose para lo inevitable.

–¿Quién está ahí? –la voz de Ricardo sonaba brusca y fría en comparación con el tono cariñoso que había usado unos minutos antes.

Sin atreverse a mirar atrás, Lucy se metió entre unos arbustos con la esperanza de esconderse.

–¡Deténgase! ¡Marissa!

Lucy oyó unos pasos en los escalones que llevaban al jardín.

–Llévate a Marco…

Después de eso empezó a correr con todas sus fuerzas, sin ver dónde iba. Las ramas de los árboles golpeaban su cara, pero le daba igual. En lo único que podía pensar era en huir de allí, llegar al bote y alejarse todo lo posible de la isla. Cualquier cosa antes de tener que enfrentarse al frío e implacable Ricardo.

–¡Deténgase!

¿Como había llegado a su lado en unos segundos?, se preguntó, angustiada. Ricardo tenía que haber dejado al niño en manos de la niñera…

Pero cuando oyó pasos tras ella su corazón empezó a latir a mil por hora, ahogándola.

–¡Giuseppe… Frederico!

Lucy miró por encima de su hombro y vio que Ricardo había sacado el móvil y estaba hablando mientras corría, dando órdenes en italiano.

Estaba llamando a los de seguridad, pensó, aterrada. Llamando a los guardaespaldas que vigilaban la isla, protegían su privacidad y comprobaban que el niño estuviera siempre a salvo.

Y ahora estaba lanzando a sus perros de presa contra ella.

Lucy conocía bien ese tono autoritario porque lo había oído muchas veces cuando Ricardo y ella estaban juntos. Su equipo de seguridad le había fallado y estaba furioso.

Ricardo Emiliani no toleraba el fracaso y rodarían cabezas por ello.

Pero Lucy no quería enfrentarse con un Ricardo furioso. Había ido allí para intentar hablar con su marido, eso era cierto, pero había planeado hacerlo contando con la ventaja de la sorpresa. Enfrentarse a él ahora sería algo totalmente diferente.

Ver al pequeño Marco había destrozado el escudo protector que había ido levantando con el paso de los meses, de modo que tenía que salir de allí y reunir fuerzas de nuevo antes de atreverse a intentarlo otra vez.

La playa en la que había dejado el bote estaba a unos metros. Si pudiera llegar allí, hacer un último esfuerzo, forzar a sus cansadas piernas…

Pero salir de la isla iba a ser muy difícil ahora que la habían descubierto.

Lucy corrió con todas sus fuerzas, jadeando. No veía por dónde pisaba y tropezó con una piedra, cayendo de bruces.

O, más bien, empezó a caer pero no lo hizo.

Cuando sintió que perdía el equilibrio, convencida de que iba a caer al suelo, una mano sujetó firmemente su brazo.

–¡Ya te tengo!

Lucy intentó mantener un precario equilibrio antes de caer hacia el otro lado, justo en los brazos de su marido. Pero aunque él tuvo que dar un paso atrás, no soltó su brazo.

–¿Quién demonios eres?

Ella no podía contestar porque tenía la boca tan seca y el corazón en la garganta.

Ricardo la empujó un poco hacia atrás para mirar su cara…

–¡Tú! –exclamó.

Lucy tuvo que echar mano de todo su valor para mirarlo a la cara.

–Sí, soy yo –consiguió decir, con tono desafiante.

Un largo silencio siguió a su respuesta, hasta que Ricardo murmuró:

–Lucia…

Su nombre. O, más bien, su nombre italianizado. Ricardo lo había pronunciado con los dientes apretados y cuando miró esos ojos negros el hielo de sus pupilas la hizo temblar.

–Lucia.

Y esta vez no había duda de lo furioso que estaba; el veneno inyectado en esas sílabas la hizo temblar de arriba abajo mientras intentaba soltarse.

–¿Qué demonios estás haciendo aquí?

«No le digas la verdad».

«No digas una palabra sobre Marco. Si le das ese arma, la usará contra ti».

–¿Tú qué crees que estoy haciendo?

Había conseguido poner una nota de desafío en su voz. Incluso logró levantar la barbilla en un gesto de rebelión que no tenía nada que ver con lo que sentía en realidad. Porque en los ojos negros de Ricardo no había luz; nada que pudiera darle una pista de lo que sentía.

–Desde luego, no he venido para retomar nuestro matrimonio.

–Como si yo pudiera pensar que estás aquí para eso.

El tono de Ricardo era frío pero controlado, como si se negase a poner una emoción real en sus palabras. Y aunque no había soltado su brazo, Lucy se dio cuenta de que no pensaba en lo que estaba haciendo.

–Nuestro matrimonio ha terminado. Había terminado antes de empezar.

Desde el momento que la acusó de haberlo atrapado, de haber quedado embarazada a propósito para poner las manos en su fortuna.

–Bueno, eso es algo sobre lo que estamos de acuerdo.

Lucy tiró de su brazo para soltarse, pero Ricardo la sujetó con fuerza.

–¿Para qué has venido entonces?

Por fin estaba recuperándose de la sorpresa. Por fin aceptaba que Lucy estaba allí, a su lado. Lucia, a quien no había querido volver a ver durante el resto de su vida. La mujer que había decidido engañarlo, reírse de él. La mujer que había creído desaparecida para siempre, fuera de su vida.

Y, sin embargo, allí estaba, delante de él, con un brillo de desafío en sus ojos azules.

No había cambiado mucho, pensó, aunque no quería fijarse. Ni siquiera quería mirarla a la cara y ver la belleza que una vez lo había atrapado… y engañado como a un tonto. Una belleza que una vez lo fascinó de tal forma que se había olvidado de sus reglas, de sus pautas de comportamiento.

Más que olvidado. Había terminado rompiendo todas y cada una de ellas, convirtiendo su vida en un infierno del que sólo quería escapar. La única vez que olvidó esas normas se había visto atrapado por una buscavidas disfrazada de inocente.

Y no pensaba dejar que eso ocurriera otra vez.

Había perdido peso y ahora, más delgada, su rostro era más anguloso, menos infantil. No sería humano, ni un hombre, si no sintiera cierta pena al ver que sus curvas eran más suaves ahora, menos exuberantes.

Pero había estado embarazada durante casi todo el tiempo que estuvieron juntos y, naturalmente, entonces tenía una figura más rotunda. De no haber estado embarazada no se habría casado con ella; un matrimonio que había terminado lamentando amargamente. No, no se habría atado a una mujer a la que había acabado detestando.

–Si me sueltas, a lo mejor podemos hablarlo como seres civilizados.

–¡Civilizados! –repitió él, desdeñoso–. No es ésa la palabra que se me ocurre ahora mismo.

Había otra palabra que se le ocurría cuando pensaba en Lucy Mottram. «Civilizada» no describía a una mujer que se había quedado embarazada a propósito para atrapar un marido rico al que había abandonado cuando su hijo no tenía ni dos meses de edad.

–Y no es la manera en la que yo describiría tu comportamiento.

–Y tampoco es civilizado mantenerme prisionera sólo porque tú eres más fuerte que yo.

–Pero si te suelto, saldrás corriendo y no sabré qué andabas haciendo aquí.

–Prometo no salir corriendo –dijo Lucy.

Sería un tonto si la creyera, se dijo Ricardo que, sin embargo, aflojó un poco la presión. Pero por el rabillo del ojo vio que por fin habían llegado Giuseppe y Frederico, sus ineficaces guardaespaldas, de modo que podía relajarse.

–Ya no puedo confiar en ti –dijo, antes de soltarla–. Pero no vas a escapar.

–¿Tres matones contra una mujer? –le espetó ella–. Estarás orgulloso de ti mismo.

–No me vengas con ésas. Tú no eres tan desvalida.

Ricardo la miró entonces. Su estatura era lo primero que había llamado su atención porque el hecho de tener que inclinar sólo un poco la cabeza para que se mirasen a los ojos era una novedad para él. Que su boca estuviera a unos centímetros de la suya era una delicia después de toda una vida teniendo que inclinarse para besar a una mujer.

Pero eran sus ojos lo que más recordaba. De un azul claro que parecía reflejar el cielo cuando sonreía y tan brillantes como las aguas del lago que rodeaba la isla. En otras ocasiones brillaban con deliberada provocación, nublándose de sensualidad antes de que sus párpados se cerrasen aunque él sabía que el sueño no estaba cerca, que sus sentidos estaban en alerta, su cuerpo vibrando de deseo y…

¡No!

Haciendo un esfuerzo, Ricardo controló unos pensamientos que amenazaban con impedirle razonar con claridad.

Así era como lo había atrapado la primera vez y no volvería a pasar. Nunca, se juró a sí mismo.

–Bueno, ya te he soltado y ahora espero una explicación.

Lucy sabía que debía encontrar alguna excusa porque no quería que Ricardo viese lo que había en su corazón. Si lo hiciera, sería demasiado vulnerable y, sabiendo cómo la odiaba, Ricardo usaría su más profundo deseo, ver a su hijo, contra ella, rompiéndole el corazón de tal manera que jamás sería capaz de reunir las piezas.

–Lucia…

Había pronunciado su nombre como una advertencia y una orden a la vez y Lucy tuvo que hacer acopio de valor para contestar:

–He venido…

–Dime por qué estás aquí y qué es lo que quieres. Tengo cosas mejores que hacer.

–¿Qué cosas, firmar contratos? –replicó ella–. ¿Ganar más millones? O a lo mejor tienes a alguna mujer esperándote…

Esas palabras conjuraron una imagen que intentó borrar de su cabeza de inmediato: Ricardo en la cama, como lo había visto tanta veces durante su breve matrimonio, el pelo negro despeinado y su piel bronceada en contraste con las sábanas blancas.

Pero no debía recordar eso porque haciéndolo perdería el poco control que tenía de la situación. Y sabía que, si Ricardo detectaba el menor resquicio en su armadura, se lanzaría a su yugular.

Pero él ya lo había visto y no dudó en aprovecharse:

–¿Qué ocurre, cara? No estarás celosa, ¿verdad?

–¿De qué iba a estar celosa?

–No lo sé –contestó él–. Después de todo, fuiste tú quien decidió que nuestro matrimonio estaba roto y quien se marchó de aquí –«dejando a tu hijo atrás». No lo dijo en voz alta, pero no tenía que hacerlo–. Ahora has vuelto y me pregunto por qué.

–¿Por qué no? Después de todo, ésta era mi casa.

Ricardo apretó los labios en un gesto que ella conocía bien, un gesto que decía que estaba furioso.

–Mi casa –la corrigió él–. Una casa en la que tú sólo tenías sitio como mi esposa. Una casa que tú decías odiar, una casa a la que le diste la espalda.

No podía dejar más claro que ya no había sitio para ella en su vida. Sólo la había tolerado porque estaba embarazada de su hijo, el heredero de su fortuna. Una vez que dio a luz a Marco, su valor había disminuido considerablemente. Después de eso, Marco se había convertido en un Emiliani y ella… ella ya no era nadie. Ricardo ya no la necesitaba.

–Pero he cambiado de opinión –empezó a decir Lucy, sin saber cómo encontrar una salida–. Después de todo, sigo siendo tu esposa, aunque sólo sea de nombre.

–Y sólo de nombre lo serás siempre.

–Muy bien.

Lucy se obligó a sí misma a sonreír, sabiendo que así parecía distante y desdeñosa.

–Y en cuanto pueda solucionar los papeles del divorcio me libraré de tu apellido con gran alivio. Pero hay algo de nuestro matrimonio que sí me interesa.

–Ah, claro. Debería haber imaginado que has venido buscando el dinero al que crees tener derecho –dijo Ricardo, arrogante.

Que pensara que había ido buscando dinero y sólo dinero enfureció a Lucy. Pero se alegraba de no haber mencionado a Marco. Siendo un hombre tan implacable, Ricardo era muy capaz de negarle el derecho a ver a su hijo, pero si hablaban de dinero, que a Lucy no le interesaba en absoluto, al menos tendría unos segundos para pensar antes de revelarle la verdad.

–Como tu esposa, tengo derechos legales a un acuerdo económico.

¿Esos ojos negros podían brillar más?

–¿No te gastaste dinero suficiente mientras estabas conmigo? Si no recuerdo mal, dejaste mi cuenta corriente temblando antes de marcharte.

Las crueles palabras fueron como un golpe en su corazón.

–Entonces estaba enferma.

Ricardo soltó una carcajada, el sonido haciendo eco por el oscuro jardín.

–Sí, claro que estabas enferma.

¿Era posible que la entendiera, que la creyese?

–Sí, estabas enferma, desde luego –siguió–. Tenías que estar enferma para portarte como lo hiciste. Enferma para marcharte y dejar atrás a tu hijo.

–¡No fue así!

Lucy tenía que protestar, aunque sabía que él no estaba escuchándola. Podía darle todas la explicaciones que quisiera y no la escucharía ni la creería nunca.

Pero al menos debía intentarlo.

–Puedo explicarte lo que pasó.

Pero Ricardo negó con la cabeza.

–No quiero saberlo. No hay explicación posible para tal comportamiento.

–Pero Rico…

Demasiado tarde se dio cuenta de su error. Se le había escapado el sobrenombre cariñoso que una vez había usado con él. Y, por su forma de mirarla, Ricardo parecía odiarla incluso más en aquel momento.

–Por favor…

Pero él ya se había dado la vuelta.

–No quiero oírlo –la interrumpió, haciéndole un gesto a sus guardaespaldas, que observaban la escena en silencio.

–Giuseppe, Frederico… acompañad a la señora Emiliani fuera de la isla. Llevadla donde ella diga… y aseguraos de que no vuelva –les ordenó, deteniéndose un momento–. Y esta vez haced las cosas bien. Si vuelve a poner un pie en esta isla, estáis despedidos.

Después de decir eso se alejó hacia la casa, subiendo la pendiente sin mirar atrás una sola vez. Obviamente, no tenía la menor duda de que sus órdenes se llevarían a cabo y que su esposa había dejado de ser un problema para él.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

LUCY había vuelto.

Ricardo paseaba, inquieto, por el elegante cuarto de estar, decorado en blanco y dorado; la copa de vino que se había servido, olvidada en la mano. Estaba demasiado preocupado como para pensar o incluso para soltar la copa que mantenía sujeta casi como si fuera el brazo de su mujer.

Lucy había vuelto y, en unos minutos, había conseguido hacer que su vida se convirtiera en un caos.

–Damnazione!

Ricardo dejó la copa sobre una mesa, observando sin pestañear cómo parte del líquido caía sobre la superficie de madera.

Lucy había vuelto y él no sabía qué quería.

Había vuelto por dinero, decía ella.

Bueno, sí, claro que quería dinero. ¿Por qué si no iba a volver a su vida cuando se había marchado egoístamente seis meses antes?

Debía echar de menos las más que generosa pensión que le pasaba desde que aceptó convertirse en su esposa. El dinero que se había gastado tan rápidamente, casi de manera compulsiva, después de que Marco naciera. Entonces se lo gastaba en cualquier cosa que le apeteciera, sobre todo ropa de diseño. A menudo compraba prendas en todos los colores posibles para después descartarlas sin ponérselas siquiera.

Debía de echar de menos ese dinero ahora que no lo tenía.

Ricardo había dejado de pasarle la pensión en cuanto supo que lo había dejado… a él y al niño. En ese momento había pensado que retirándole el dinero la obligaría a volver para intentar convencerla de que Marco la necesitaba. Pero Lucy había desaparecido sin dejar rastro y ni siquiera la agencia de investigación privada que había contratado logró dar con su paradero.

Pero tenía que vivir en algún sitio y, con la cuenta bancaria congelada, todo lo que hubiese logrado guardar se lo habría gastado ya y tendría que ir a buscarlo para pedir más.

–No.

Ricardo negó con la cabeza mientras se acercaba a la ventana que daba al lago.

No, Lucy quería algo más que dinero. Había dicho querer el divorcio y un «acuerdo justo». Pero si era eso lo que quería, ¿por qué había ido a la isla en secreto, de noche, escondiéndose, viéndolo pasear con Marco sin decir nada…?

Marco.

Ricardo apretó los puños con tal fuerza que, si hubiera tenido la copa en la mano, la hubiese roto en pedazos.

¿Sería Marco la razón por la que había vuelto? ¿Podría haber ido a buscar al hijo al que tan fríamente había abandonado?

Moriría antes que dejar que viese al niño. Y ningún tribunal en el país le daría la custodia después de haberlo abandonado antes incluso de que su hijo pudiera conocerla.

Que podía explicárselo había dicho…

La voz de Lucy se repetía en su cabeza y podía ver su cara, pálida en la oscuridad. ¿Qué explicación podía haber para su comportamiento?

¿Pero y si hubiera alguna justificación que pudiera usar contra él? ¿Y si había inventado alguna historia para intentar quitarle la custodia del niño?

–No puede ser.

Eso no iba a pasar. Él no dejaría que pasara.

Había una manera de evitar que su mujer pusiera sus manos en el niño al que había abandonado tan fríamente. Lucy necesitaba dinero y tendría todo lo que quisiera, más del que hubiera imaginado nunca.

Pero tendría que pagar un precio.

Tomando el móvil, Ricardo pulsó un botón y esperó, tamborileando con los dedos sobre la mesa.

–Giuseppe –empezó a decir al oír una voz al otro lado–. Mi mujer… –Ricardo hizo una mueca de desdén– ¿dónde la habéis llevado exactamente?

 

 

Lucy no podía dormir.

No, la verdad era que no quería dormir o incluso intentar hacerlo. Si se recostaba en la cama y cerraba los ojos, las imágenes de lo que había ocurrido en la isla volvían a aparecer en su cabeza.

Imágenes de Ricardo, alto, moreno e increíblemente atractivo.

Ricardo bajando los escalones de piedra hacia el lago, su voz llegándole en el silencio de la noche.

Y luego eso otro sonido, el suave llanto de un niño…

Marco.

Su hijo.

Un sollozo escapó de su garganta mientras se abrazaba a sí misma porque, si no lo hacía, se rompería en pedazos.

–Oh, Marco…

El nombre de su hijo había sonado como un suspiro de desolación. Lucy se acercó a una ventana y se apoyó en la pared, mirando el oscuro lago.

–Tan cerca y, sin embargo, tan lejos.

Allí fuera estaba su hijo, pensó, dejando caer los brazos cuando el deseo de abrazarlo era más fuerte que ella misma. Pero si su visita a la isla le había dejado algo claro era que Ricardo iba a luchar contra ella con uñas y dientes.

«Tenías que estar enferma para portarte como lo hiciste. Enferma para marcharte y dejar atrás a tu hijo».

Las palabras de su marido se repetían una y otra vez con negro y cruel desprecio. Nunca volvería a ver sonreír a su hijo otra vez si él podía evitarlo. Evidentemente, no tenía la menor intención de perdonarla por lo que había hecho.

Y era lógico.

Lucy se pasó una mano por la cara para secarse las lágrimas.

¿Por qué iba a perdonarla cuando ni ella misma podía hacerlo? Había abandonado a su hijo, pero entonces no sabía lo que estaba haciendo. Y no lo había dejado solo. Marco tenía a su padre y a su niñera. La niñera a la que Ricardo había insistido en contratar en cuanto dio a luz, haciéndola sentir inútil e inadecuada como madre. Algo que debió de contribuir a su depresión. En el estado en que se encontraba entonces pensó que ellos podrían cuidar mucho mejor del niño porque ella no sabía si sería capaz de cuidar de él o si le haría daño.

Había esperado tener la oportunidad de decirle eso mismo a Ricardo pero, evidentemente, él no estaba dispuesto a escuchar. Le había devuelto su carta sin abrir siquiera y ahora había hecho que la expulsaran de la isla sin darle una oportunidad. Nunca le daría una oportunidad. Lucy sabía que la odiaba, pero hasta aquel día no sabía cuánto.

Un golpecito en la puerta la sobresaltó. Nadie sabía que estuviera allí…

–¿Quién…? ¿Quién es?

–Lucia…

La voz masculina y el uso de su nombre en italiano eran tan familiares, tan turbadores. Era como si pensar en Ricardo lo hubiese conjurado. Lucy se detuvo en medio de la habitación, incapaz de moverse, incapaz de pensar.

–Lucia.

Era Ricardo y, a pesar de sí misma, Lucy sonrió al recordar las veces que la había llamado con ese mismo tono.

–Abre la puerta… así no podemos hablar –Ricardo se quedó callado un momento y ella casi pudo escuchar a través de la madera un suspiro de irritación–. ¡Lucia!

Evidentemente no tenía intención de marcharse y, temiendo que se pusiera a dar voces, Lucy abrió la puerta.

–¿Quieres despertar a todo el mundo en la pensión? –le espetó–. Algunos ya están en la cama.

–A esta hora no –dijo él, mirando su reloj.

–Podría haber niños durmiendo.

–¿Y eso te importa?

–¡Pues claro que me importa!

Demasiado tarde vio la expresión de su rostro. Estaba claro lo que pensaba: ¿cómo iban a importarle los hijos de los demás si había abandonado al suyo cuando apenas tenía un mes y medio de vida?

¿No sabía Ricardo que nada de lo que dijera o pensara podría hacerla sentir peor de lo que ya se sentía?

–No quiero hacer nada que ponga en peligro mi estancia aquí. No tengo otro sitio al que ir.

–¿Vas a invitarme a entrar?

–¿Tengo alternativa?

No si quería que aquélla fuese una conversación privada, parecía decir la mirada de Ricardo. Y, sabiendo que no podía hacer otra cosa, Lucy dio un paso atrás, permitiéndole que entrase en la habitación.

–¿Aquí es donde te alojas? –le preguntó él, mirando alrededor con cara de pocos amigos.

–No está tan mal.

En realidad sí estaba tan mal, debía admitir Lucy viendo la habitación ahora desde su punto de vista. Aunque estaba limpia, el suelo de madera parecía gastado y sin brillo y el edredón que una vez había sido blanco ya no lo era.

–No es a lo que estás acostumbrada.

–Querrás decir que no es a lo que tú estás acostumbrado –replicó ella–. Yo vivía en sitios como éste antes de conocerte y, además, no sabes cómo he vivido desde que nos separamos… y dejaste de pasarme la pensión.

Al ver la expresión de oscura satisfacción en el rostro de Ricardo, Lucy supo que había caído en la trampa. Estaba pensando que la única razón por la que estaba allí era el dinero. Pero sería lógico hasta cierto punto porque era la impresión que había querido darle cuando la encontró en la isla… cuando temió decirle la verdadera razón de su presencia allí.

–Hay gente que trabaja y gana un sueldo.

El desdén en los ojos de su marido la golpeó como una bofetada.

–¿O has decidido que tú estás por encima de eso?

–¿Por qué iba a querer trabajar cuando tengo un marido millonario? –le espetó ella, airada.

Lucy temió que se marchase sin decir una palabra más, pero en lugar de eso cerró la puerta y la habitación de repente le pareció mucho más pequeña que antes. La estatura y el poderoso físico de Ricardo parecían reducir la habitación; su complexión tan oscura en contraste con las paredes blancas.

No había estado a solas con él en seis meses y estar allí, así, en la intimidad de un dormitorio, hizo que su corazón se acelerase.

En el tiempo que habían estado separados no había olvidado el impacto que Ricardo ejercía en ella. Era, después de todo, lo que los había unido; esa profunda atracción sexual que la había hecho caer en sus brazos una hora después de haberlo conocido… para caer en su cama dos días más tarde.

Estar con él había cambiado su vida por completo; una vida en la que de repente todos sus sentidos estaban despiertos y cada experiencia le parecía nueva y maravillosa. Y los meses de separación no habían conseguido disminuir el efecto que ejercía en ella.

Lucy no podía dejar de mirar esos ojos oscuros, su piel dorada y el brillo de su pelo negro. Confinados en la habitación, incluso podía respirar su aroma, tan personal, que parecía envolverla como el más seductor de los perfumes.

Sintiéndose abrumada e incómoda quería ir a algún sitio, apartarse para poner espacio entre Ricardo y ella, pero el tamaño de la habitación lo hacía imposible.

–No he podido trabajar –consiguió decir, manteniéndose a un lado mientras Ricardo paseaba de un lado a otro como un felino enjaulado en un espacio demasiado pequeño–. Aunque me habría gustado.

–Dijiste que habías estado enferma.

–¿Y me crees por fin?

Después de su respuesta en la isla había pensado que no la creería y su mirada le decía que le gustaría no tener que creerla pero que no tenía alternativa.

–Has cambiado desde la última vez… estás más delgada. ¿Ahora estás bien?

No estaría allí en aquel momento si no se encontrase bien. Después de haberse alejado de Marco una vez no iba a arriesgarse a tener que tomar esa decisión de nuevo volviendo demasiado pronto.

–Sí, estoy bien.

Aunque «bien» no describía su estado; nunca podría hacerlo. No hasta que tuviera a su querido hijo entre los brazos y se hiciera realidad lo que le habían asegurado en el hospital. Pero antes de que eso ocurriera tendría que lidiar con el padre. Y como él no sabía por qué estaba allí, Lucy no sabía cómo lidiar con Ricardo.

Pero estaba allí y había aceptado que estuvo enferma.

¿Debía ser tan ingenua como para hacerse ilusiones por algo tan pequeño?

–Lo siento –se disculpó, esperando calmar las aguas para que, al menos, la conversación fuese tranquila–. Debería ofrecerte una copa, un café… o algo. Pero, como puedes ver, en esta habitación ni siquiera hay un hornillo.

El gesto con la mano, para indicar que no había nada que pudiese ofrecerle, le salió un poco demasiado exagerado, demasiado expansivo, dejando claro lo incómoda que se sentía; la lucha que libraba contra el deseo de preguntarle qué quería de ella.

–No he venido para tomar una copa.

–¿No? ¿Entonces para qué…? –el valor la desertó en ese momento–. La verdad es que a mí no me vendría mal…

Había una botella de agua y un vaso sobre la mesilla al otro lado de la habitación, donde estaba Ricardo. Sin pensar, Lucy se acercó, alargando la mano al mismo tiempo que lo hacía él. Sus dedos se rozaron sobre la botella y los dos se apartaron al mismo tiempo, mirándose a los ojos.

–Lucia…

–Rico…

Lo habían dicho los dos a la vez y después se quedaron en silencio, como si hubieran sido golpeados por un rayo.

Pero ahora de verdad necesitaba un vaso de agua porque tenía la boca seca; una ola de calor encendiendo unos sentidos que apenas había podido controlar desde que Ricardo entró en su habitación.

–Rico… –empezó a decir de nuevo, incapaz de moverse, incapaz de pensar.

Sentía la misma ola de deseo que sintió desde que aquel hombre la tocó por primera vez. Un deseo y un ansia que habían crecido con cada beso, con cada caricia. Un ansia sin la que Lucy se había convencido de que podría vivir mientras estuviera alejada de él, sin verlo más, sin hablar con él, sin tocarlo…

Y lo había conseguido hasta aquel momento.

Pero sólo había tenido que tocarlo y la chispa había saltado otra vez en un segundo. Nada había desaparecido, todo seguía allí.

Y también Ricardo lo había sentido. Podía verlo en sus ojos, en lo agitado de su respiración, en cómo se marcaba un músculo de su mandíbula. Seguía ahí, tan fuerte, primitivo e intenso como siempre. El incendio que había habido entre ellos durante los once meses que estuvieron casados seguía ardiendo bajo la superficie y sólo hacía falta un roce para que volviese a la vida.

–Oh, Ricardo…

Actuando por instinto, Lucy acarició su mano y vio, fascinada, cómo los dedos de Ricardo se cerraban convulsivamente como si fuera a apretar los suyos… antes de que apartase la mano. Sus ojos oscuros estaban ahora semicerrados, escondiendo sus pensamientos. Pero no podía esconder que tragaba saliva compulsivamente, tan incómodo y sorprendido como ella.

Lucy esbozó una sonrisa al pensar que, al menos de esa manera, podía seguir afectando a aquel hombre duro y distante.

–No tiene que ser así. De verdad.

–¿No? –la voz de Ricardo sonaba ronca, como si tuviera un nudo en la garganta que le impidiese hablar.

–No.

Despacio, Lucy deslizó los dedos por la palma de su mano, viéndola temblar como respuesta. Era imposible controlar el ansia de tocarlo, imposible luchar contra el deseo de provocar una reacción que revelase que no era más inmune que ella.

Estar tan cerca, respirar el aroma de su piel, sentir su calor, hacer que respondiera como si hubieran vuelto a los días en los que era libre de tocarlo, de acariciarlo cuando quería hacerlo. Aquellos días habían sido maravillosos y Lucy adoraba esa libertad, lo adoraba a él. Y quería volver allí de nuevo… lo deseaba y lo necesitaba tanto.

–Antes no era así.

No había querido que su voz sonase tan ronca; había salido de manera natural. Pero no lamentaba revelar que el mínimo roce la había alterado. Con los ojos fijos en el rostro de Ricardo, Lucy vio que se pasaba la punta de la lengua por los labios resecos…

Tal vez también él recordaba otros momentos de su relación, antes de que sus sospechas lo hubiesen cambiado todo manchando su opinión sobre ella.

–Aún podría ser…

Lucy entrelazó sus dedos con los de Ricardo, haciendo que el contacto fuera más íntimo.

Y supo que era un error en cuanto lo hizo.

–¡No!

Él apartó la mano casi a cámara lenta y dio un paso atrás.

–No podría ser nada –anunció, con voz de hielo–. No hay nada entre nosotros, nada que yo quiera recuperar. No es eso por lo que estoy aquí.

–¿Entonces para qué has venido? –dispuesta a disimular cuánto le había dolido su rechazo, Lucy levantó la barbilla en un gesto desafiante–. Imagino que no es para reanudar nuestra… amistad.

–Nosotros nunca fuimos amigos.

–Fuimos marido y mujer.

–Legalmente tal vez –Ricardo se encogió de hombros con indiferencia–. Pero dudo que estuviéramos casados en el verdadero sentido de la palabra.

–¿Y cuál es en tu opinión el verdadero sentido de la palabra?

–Para lo bueno y para lo malo, para amarnos y cuidarnos –Ricardo repitió cínicamente.

–En la riqueza y en la pobreza –replicó Lucy, para no pensar en las palabras que él no había dicho: en la salud y en la enfermad.

Si hubiera podido pedirle ayuda a Ricardo cuando esas palabras significaban tanto para ella, qué diferentes hubieran sido las cosas. Pero había sabido desde el principio que su matrimonio no iba a durar para siempre. Si no hubiese quedado embarazada, Ricardo no se habría casado con ella. Sólo por su determinación de que su hijo fuera legítimo le había puesto un anillo en el dedo.

–En la riqueza desde luego, al menos para ti. Usaste tu virginidad como un as en la manga, negándosela al pobre pescador que creíste que era, pero dispuesta a entregármela al descubrir que era un hombre rico.

–¿Eso es lo que crees?

Era así como veía lo que hubo entre ellos, pensó Lucy, desolada. Nunca había entendido el miedo que había tenido durante su primer encuentro; el miedo que la forzó a alejarse de él aunque temía no volver a verlo. Y entendería mucho menos el profundo deseo que había sentido días después, cuando volvieron a encontrarse en una elegante reunión social. Entonces no había podido contenerse y, animada por una copa de champán, prácticamente se había echado en sus brazos.

–Yo no intentaba engañarte…

–Claro que lo has hecho –la interrumpió Ricardo–. Jugaste con tu vida y con la mía. Y la vida del hijo que creamos entre los dos. Me dijiste…

La tentación de taparse la cara con las manos para huir de su furia era casi abrumadora, pero Lucy se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos. Era cierto, le había hecho creer que tomaba la píldora. Pero la verdad era que estaba tan ciega de pasión en ese momento, perdida en el calor y el ansia de sus besos, que cuando le preguntó si podían hacerlo creyó que estaba preguntando si tenía experiencia. Y no habría podido decir que no aunque lo hubiese intentado. La única palabra en su cabeza era «sí», el único deseo de su cuerpo y su corazón, estar entre los brazos de aquel hombre. Y sí, había sido por tanto la única respuesta posible.

Había creído estar a salvo, además. Según el momento de su ciclo debería haberlo estado, pero en ese sentido había sido una ingenua.

–Lo que quieres discutir es el asunto del dinero, así que hablemos de ello –siguió Ricardo–. Querías saber por qué he venido aquí… pues muy bien, he venido a hacerte una pregunta.

–¿Cuál?

–¿Cuánto me costaría librarme de ti?

–¿Librarte…?

Lucy no sabía si era sorpresa, indignación u horror lo que impidió que pudiera terminar la frase. Sólo podía mirarlo, incrédula.

–Es una pregunta muy simple, Lucia –la voz de Ricardo sonaba tensa de impaciencia y exasperación–. Lo que quiero saber es cuánto dinero haría falta para que te fueras de mi vida y no volvieras nunca más.

Capítulo 4

 

 

 

 

 

IR A LA pensión había sido un error, pensaba Ricardo, furioso consigo mismo. Un gran error.

Y un error que debería haber anticipado si tuviera algo de sentido común. Pero el sentido común nunca había sido parte de su relación con Lucy. Sus otros sentidos sí.

Maledizione, siempre había estado a merced de sus sentidos, desde el día en que se conocieron. Por eso la había llevado a la cama, por eso la había hecho suya y la había dejado embarazada, como si fuera un adolescente.

Eran esos estúpidos sentidos lo que lo habían atrapado en un matrimonio que había sido un error de principio a fin.

Y esos malditos sentidos estaban en alerta roja desde que entró en la habitación.

–¿Cuánto te costaría…?

Lucy lo miraba como si le hubieran salido cuernos y rabo, con un brillo de indignación en sus ojos azules. Pero él la conocía. Sabía lo que buscaba su bella y avariciosa esposa y ninguna pretensión, ninguna expresión de horror iba a convencerlo de lo contrario.

–¿Quieres saber cuánto te costaría hacer que me marchase para siempre?

–Ésa es la pregunta.

Al menos había dejado ese suave tono de voz, el que usaba para seducirlo. El «no tiene por qué ser así» de antes.

Porque casi había logrado convencerlo con esa nota ronca en su voz, como si estuviera totalmente abrumada de estar allí con él. Nunca antes le había parecido más tentadora la forma de su cuerpo, escondida bajo unos vaqueros y una camiseta gastada. Su aroma lo envolvía mientras miraba esos ojos que parecían nublados de deseo. Y el roce de su mano…

Dio santo, cuánto le había costado resistirse. Ese roce había despertado tantos recuerdos… recuerdos eróticos que hacían que su entrepierna despertase a la vida a pesar de sus desesperados intentos de llevar la conversación hacia terrenos menos peligrosos.

Lo había tocado así durante su primera noche juntos, de una manera tentativa, casi vacilante. Como si fuera una tímida virgen.

Pero esa timidez había desaparecido enseguida. Se había evaporado como la niebla sobre el lago a la salida del sol.

En sus brazos se había convertido en una seductora. En su cama había hecho realidad todos los sueños eróticos que hubiera podido imaginar nunca.

Pero no podían vivir para siempre en la cama.

–¿Me estás ofreciendo dinero?

–No, te estoy ofreciendo un acuerdo –la corrigió Ricardo–. Una generosa pensión a cambio de un divorcio rápido. Incluso aceptaré la culpa si eso es lo que quieres. Y luego te irás de mi vida para siempre. Tú te vas por tu camino y yo por el mío. No quiero volver a verte.

¿Cómo podía querer a una mujer que era capaz no sólo de abandonarlo a él sino a su propio hijo, dejando una frívola nota en la que le decía que su matrimonio se había roto y el niño, Marco, era ahora responsabilidad suya?

Y ella estaba considerando la proposición. Considerándola en serio; era obvio por el cambio en su expresión, de la que había desaparecido toda afabilidad.

–Veo que de verdad quieres librarte de mí –le dijo.

–Sí, desde luego –asintió él, con los dientes apretados–. Créeme, así es.

–¿Y me pagarías lo que te pidiera?

–Te pagaría lo que creo conveniente.

–Según la ley británica, yo tengo derecho a la mitad de tu fortuna. Deberías haberme pedido que firmase un acuerdo de separación de bienes antes de casarnos.

Si hubiera tenido una onza de sentido común, lo habría hecho, desde luego. Pero entonces en lo único que pensaba era en el hijo que habían concebido. El niño que nació cuando ya estaban casados y llevaba su apellido. Ningún hijo suyo crecería nunca siendo ilegítimo, sufriendo la exclusión social que él había tenido que sufrir, o los rechazos que habían destrozado la vida de su madre tanto como la suya propia.

Sabía que Lucy se casaba con él por su dinero, pero si era sincero consigo mismo en ese momento, le daba igual. Lo único que le importaba era ponerle el anillo en el dedo y asegurar que tanto ella como su hijo llevasen su apellido.

Pero había pensado que tendría más tiempo para saber si la relación entre ellos podría convertirse en un lazo más fuerte que la enfebrecida pasión que compartían.

–¿Y tú lo hubieras firmado?

En ese momento hubiera hecho cualquier cosa, pensó Lucy. Ricardo sólo habría tenido que pedírselo y ella hubiera dicho que sí. Estaba tan loca por él que no podía pensar con claridad. Ni siquiera había dudado un momento, aunque el sentido común le decía que Ricardo no la quería; lo único que deseaba era el hijo que llevaba en su vientre.

«No quiero estar casado, Lucia, nunca lo he querido. Ninguna mujer me ha hecho pensar en ello, pero esta noticia lo cambia todo. Tenemos que pensar en el niño y yo no quiero que crezca siendo hijo ilegítimo. Eso es lo único que me importa en este momento».

–Claro que lo habría firmado –dijo Lucy ahora, intentando ocultar el dolor bajo una armadura de frialdad–. Después de todo, ninguno de los dos se casó con ideas románticas. Los dos sabíamos que sólo era una cuestión legal.

–¿Y ahora?

–Ahora no firmaría ningún papel que me pusieras delante sin antes haberlo leído de cabo a rabo.

–¿Aunque te diera todo lo que siempre has querido, todo lo que has soñado?

–No creo que eso fuera posible.

Si pudiera tener a Marco en su vida, no querría nada más. Pero sin su hijo ninguna cantidad de dinero, ningún patrimonio la interesaba. Y sabía en su corazón que Ricardo nunca le dejaría tener a Marco.

–Prueba a ver –dijo él entonces.

Lucy no sabía si aquello era un reto o una invitación y no se atrevía a esperar que fuese lo último. Cualquier invitación de Ricardo Emiliani incluiría tantos y riesgos y condiciones que sería un suicidio considerarla siquiera. Y un reto le daba miedo.

–Dime qué es lo que quieres y lo tendrás. Cualquier cosa, mientras te vayas de mi vida y no vuelvas nunca.

–Nunca me darás lo que quiero, así que no tiene sentido pedirlo.

–¿Por qué no? Yo… –Ricardo se interrumpió para sacar el móvil del bolsillo–. Un momento…

Con el teléfono pegado a la oreja se alejó un poco, respondiendo en un italiano tan rápido que Lucy, cuyo dominio del idioma seguía siendo el de una estudiante, no pudo entender.

Pero sí entendió una palabra con total claridad y esa palabra aceleró su corazón.

–Marco –estaba diciendo–. Marco…

Quien llamaba lo hacía para contarle algo de Marco y eso presionó su botón del pánico. Algo le había pasado a su hijo y no sabía qué.

Lucy no podía permanecer parada y tuvo que pasear de un lado a otro para no quitarle el teléfono de la mano exigiendo que le contara qué ocurría. Pero las dimensiones de la habitación eran tan pequeñas que apenas había empezado a pasear y ya tenía que darse la vuelta en dirección contraria. Y la conversación siguió hasta que estuvo a punto de ponerse a gritar, clavándose las uñas en las palmas de las manos.

Pero entonces, por fin, Ricardo guardó el teléfono y se volvió hacia ella de nuevo.

–¿Qué ha pasado…?

–Discúlpame…

Habían empezado a hablar a la vez y como Lucy no podía seguir fue Ricardo quien lo hizo, su tono ronco de impaciencia.

–Tengo que irme. Mi hijo…

Al menos tuvo la delicadeza de no terminar la frase al ver su expresión. Pero continuó inmediatamente, enfatizando de nuevo el tono posesivo.

–Mi hijo ha despertado y está llorando. Tengo que volver a casa.

–¿Se encuentra bien?

Le daba igual lo que Ricardo pensara de ella o cómo pudiera interpretar su pregunta. Sólo sabía que, si Marco estaba enfermo, ella tenía que saberlo.

–Se pondrá bien en cuanto llegue a su lado.

Una vez más, la exclusión era deliberada y sus palabras le dolieron como nunca.

–Lo has dejado solo en esa casa enorme, en la isla…

–¡Nunca está solo! –exclamó Ricardo–. Su niñera está con él.

Claro, la niñera. ¿Cómo podía haber olvidado a la niñera?

–Estaba durmiendo cuando me marché, pero Marissa dice que ahora está llorando porque quiere ver a su papá.

«Su papá». Otra manera de excluirla. Él era el padre de Marco mientras ella era una extraña. La mujer que había perdido sus derechos cuando abandonó al niño. Por razones que podría explicarle si le diese la oportunidad.

Pero no era el momento ya que Ricardo se dirigía hacia la puerta de la habitación.

–Tengo que volver a casa.

–Sí, claro –murmuró Lucy.

Pero si lo dejaba marchar ahora, ¿tendría alguna otra oportunidad de hablar con él? ¿Volvería a verlo?

¿Cómo podía dejarlo ir cuando sabía que en la villa de San Felice estaba su hijo llorando, esperando a que alguien lo consolase?

Sin pararse a pensar, Lucy se puso unos zapatos a toda prisa y lo siguió. Llegó a su lado cuando Ricardo estaba a punto de salir de la pensión.

–¿Qué…?

–Voy contigo.

–No, de eso nada.

–Sí –insistió Lucy. No sabía de dónde había salido ese tono tan firme. El miedo, quizá, o tal vez simple desesperación.

¿Qué haría si Ricardo se negaba a llevarla con él? Podría montar una escena en medio de la calle, ponerse a gritar y exigirle que la llevase a San Felice. El problema era que, conociendo a Ricardo, era más que capaz de subir al coche y alejarse sin mirar atrás.

De modo que intentó hacer justo lo contrario. Después de todo, no tenía nada que perder.

–Por favor, Ricardo. Por favor, deja que vaya contigo.

Ricardo sintió como si le hubieran dado un golpe en la cabeza y no pudiera pensar con claridad.

«Por favor» era lo último que había esperado de Lucy, al menos en esas circunstancias y en ese tono de voz. No, en realidad lo que lo sorprendía era que quisiera ir con él en absoluto.

Y se lo estaba rogando, como si le importase de verdad. Fingiendo que estaba seriamente preocupada por Marco.

–Ricardo…

A la luz de la bombilla del vestíbulo parecía pálida y frágil y eso lo hizo recordar que decía haber estado enferma. ¿Qué le había podido pasar?

Pero no tenía tiempo de seguir haciéndose preguntas. Debía volver a la villa donde, según la niñera, en aquel momento Marco estaba despierto y llorando de dolor porque le estaba saliendo otro diente.

Ah, sí, seguro, a Lucia le encantaría tener que lidiar con eso.

Y fue ese pensamiento lo que hizo que tomase una decisión.

–Muy bien –dijo abruptamente–. Puedes venir conmigo. Sube al coche.

–¿Lo dices en serio?

–Lucy… –empezó a decir él, impaciente– si quieres venir conmigo sube al coche o te dejaré atrás.

Lucy se apresuró a subir, sin decir nada mientras cerraba la puerta.

¿Sabría lo que la esperaba?, se preguntó Ricardo. Lo dudaba. Cuando Marco se ponía a llorar parecía querer que el mundo entero se enterase de que no estaba nada contento. Y que él supiera, un niño llorando no tenía mando para bajar el volumen.

Una cosa era segura: si no se había hartado ya de ser madre, como daba a entender en la nota que dejó cuando se marchó, las siguientes horas iban a convencerla de ello.

Porque incluso para la madre más complaciente, los gritos de Marco podían ser la gota que colmaba el vaso.

Y por eso había aceptado que Lucy volviera con él a la casa.

Si necesitaba ánimos para marcharse, para salir de su vida por siempre jamás, ver y escuchar a Marco llorando sería probablemente la mejor manera de convencerla.