Venganza siciliana - Amor en la mansión - Kate Walker - E-Book

Venganza siciliana - Amor en la mansión E-Book

KATE WALKER

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Beschreibung

Venganza siciliana Kate Walker Emily Lawton no esperaba volver a verlo nunca más después de la única noche que había pasado con él, pero Vito Corsentino había conseguido encontrarla. El apasionado siciliano deseaba a Emily tanto como en el pasado, pero esa vez sería él el que la abandonaría. Lo que no sospechaba era que la dulce Emily tenía una última sorpresa que darle… Amor en la mansión Catherine George Desde que había sido despreciada por Ryder Wyndham y sus sofisticados amigos, Anna Morton, hija de uno de sus sirvientes, había mantenido las distancias con el hombre al que en otro tiempo había adorado. Pero entonces se vio obligada a vivir bajo el mismo techo que Ryder en la mansión que él tenía en el campo y muy pronto la tensión se convirtió en tentación…

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 377 - diciembre 2018

© 2007 Kate Walker

Venganza siciliana

Título original: The Sicilian’s Red-Hot Revenge

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

© 2007 Catherine George

Amor en la mansión

Título original: The Rich Man’s Bride

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1307-745-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Venganza siciliana

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Amor en la mansión

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

APOYADA contra el muro de la playa, Emily suspiró con la mirada fija en el mar y se quitó los zapatos con ayuda de los pies. Los débiles rayos del sol de otoño bañaban su rostro, y la suave arena de la playa acomodaba fácilmente sus pies. Sentaba tan bien estar finalmente sola y tranquila… No se oía ni un ruido, y era maravilloso.

Suspiró de nuevo saboreando y disfrutando de la tranquilidad a su alrededor tras cinco largas y miserables semanas sin parar. Habían sido un infierno, y había sentido la necesidad de escaparse. Ya no había podido aguantar más ser el objeto de atención, de comentarios y cotilleos. Y de desaprobación. Tras el confinamiento en el hospital, el espacio abierto y el aire fresco y limpio resultaban maravillosos. Pero lo mejor de todo era que nadie la observaba. Que allí, al menos por el momento, podía estar sola y ser ella misma.

«Y yo que pensaba que ya había pasado todo…», con furia, hundió una mano en la arena para tomar un puñado y apretarlo entre sus dedos y la palma de su mano, mientras pestañeaba persistentemente para contener las lágrimas que ardían en sus ojos, nublándole la vista. Ése era el día en que debería haber quedado libre. El día en que se tenía que haber firmado todo para poder iniciar una nueva vida. En su lugar, se había visto arrastrada a su vida anterior, sin posibilidades de liberación, sin una luz al final del largo y oscuro túnel que veía frente a ella.

Con un intenso esfuerzo, logró controlarse sacudiendo la cabeza en señal de negativa y desesperación y, lentamente, sus dedos se abrieron dejando que la arena se deslizara entre ellos para caer sobre el suelo. Sólo necesitaba un día, se había dicho. Veinticuatro horas antes de volver a enfrentarse de nuevo a todos. Sabía cuál era su deber, y lo cumpliría. Tan sólo necesitaba un tiempo para respirar.

El sonido de las olas rompiendo en la orilla volvió a centrar la atención de su mirada en el horizonte. El extenso océano, fresco y tentador, le atraía como pocas cosas. Al vivir en la ciudad no había estado en la playa en… ¿cuánto tiempo? Demasiado. Y no había nadado en el mar desde que era niña. Mark jamás habría aprobado que se diera el capricho de algo tan indigno y desenfrenado. ¡Pero ahora no había nada que se lo impidiera!

Una nueva ola de entusiasmo invadió sus pensamientos, borrando la tristeza y el cansancio de hacía unos momentos. Con emoción se puso en pie y se dirigió hacia el agua, primero a paso lento, y luego acelerando el paso hasta echar a correr hasta la orilla.

–¡Ooooh! –el agua estaba fría. Helada. Mucho más fría de lo que habría esperado en un día como aquél. La repentina y punzante sensación de frío hizo que empezara a bailar de forma extraña en la orilla, sacando primero un pie y luego el otro del agua, para a continuación experimentar el puro estremecimiento de tan estimulante sensación.

De repente, fue como si los últimos días, o los últimos meses, no hubieran existido, y como si fuera de nuevo una niña, libre, desinhibida y sonriente. Ante la sensación de libertad, abrió los brazos y levantó el rostro hacia el sol mientras bailaba de pura alegría. Su rubio cabello flotaba a su alrededor y el agua salada salpicaba los ajustados vaqueros y la camiseta blanca de manga larga que llevaba mientras giraba y giraba sin parar de reír. No le importaba que pareciera una idiota, ni una loca de remate, porque nadie estaba mirando. La playa estaba totalmente desierta. No había nadie que pudiera verla u oírla.

 

 

Él no podía dejar de observarla. El hombre alto y moreno, que con las manos en los bolsillos y los ojos entornados por el sol estaba descalzo en el desierto paseo marítimo, no podía quitarle los ojos de encima.

La había visto en la distancia, al volante de su coche azul, bajando velozmente por la colina que bajaba de la ciudad. La había visto detenerse bruscamente junto al bordillo, apagar el motor y salir del coche con movimientos bruscos. Nada más cerrar la puerta de un portazo y tras echar el seguro, salió casi corriendo para atravesar la acera y los desgastados escalones de madera que llevaban a la playa. Por instante, en ese momento, se alarmó. Parecía tan ensimismada por algo que parecía afectarle, tan cerca de algún abismo, que todos sus instintos habían hecho que se pusiera en alerta, haciendo que todos los músculos de su cuerpo se tensaran, preparados para salir corriendo si en verdad, como se había temido en un principio, se dirigía hacia el mar.

Soltó el suspiro que, inconscientemente, había estado conteniendo al verla avanzar un par de metros sobre la arena, deslizándose entre su suavidad, para a continuación tirarse al suelo, quitarse los zapatos y apoyarse sobre la espalda con los ojos cerrados. Aun así, no pudo quitarle los ojos de encima, y no sabía por qué. Desde luego, era encantadora, de eso no había duda. Era de estatura y constitución media, fina cintura y curvilíneas caderas, pechos pequeños y firmes. Tenía una melena rubia y bien cuidada, suave y brillante. Muy diferente del estilo y tono de pelo de las mujeres de Sicilia, donde vivía.

¿Reflejaría su temperamento el refrescante estilo de su melena? Se quedaría paralizada si se acercara a ella, como si se preguntara: «¿Te conozco de algo? No nos han presentado». No lo sabía, pero iba a averiguarlo. No podía darse media vuelta y alejarse sin haberla conocido. Desde el momento en que la vio, le había llamado la atención. Tenía que conocerla, ver si sus ojos eran azules o grises, oír su voz…

Pero cuando iba a ponerse en movimiento, ella se había levantado y había echado a correr, de nuevo, hacia la playa. El balanceo de sus pechos y de sus caderas enfundadas en los estrechos vaqueros desgastados hizo que se le quedara la boca seca. Sintió un apretón de deseo en lo más profundo de su cuerpo, recordándole lo mucho que había pasado desde que había estado con una mujer.

Cuando llegó a Inglaterra, el romance había ocupado el último lugar en su mente. Había tenido más que suficiente de eso con Loretta y el matrimonio en el que casi lo atrapa. Incluso ahora, el recuerdo de sus intrigas, manipulaciones y mentiras le daba escalofríos. Aquella estancia en Inglaterra no podía haber llegado en mejor momento. Allí podía olvidarse de ser Vito Corsentino y ser él mismo. Y hasta el momento, ser él mismo había excluido tener a una mujer en su vida o en su cama, Así la vida era más fácil, menos complicada… Pero una mirada a aquella mujer lo había cambiado todo. En aquel momento, la idea de una mujer, de aquella mujer en su cama era lo único en su mente.

Corría en la orilla del mar, danzando cuando las frías olas rompían sobre sus pies, y con los brazos en el aire como una niña pequeña. El agua salada había salpicado sus vaqueros y empapado la camiseta blanca, que se pegaba a las curvas de sus pechos. Él no pudo evitar sonreír. Pero su sonrisa flaqueó al sentir un ardiente deseo que le incomodaba. ¿Acaso sabía lo desinhibida, salvaje y sexy que estaba así? Desde luego, estaba claro que hacía mucho que no había estado con una mujer. Pero eso iba a cambiar pronto. Apartando de su frente el mechón de pelo negro que la brisa del viento había hecho caer sobre sus ojos, se dirigió hacia las escaleras que llevaban a la playa.

No sabía quién era ella ni qué estaba haciendo allí, pero iba a ser suya aquella noche.

 

 

Era bueno que nadie pudiera verla, pensó Emily mientras brincaba sobre las olas, esquivando los pequeños remolinos de espuma y sintiendo la arena cubrir sus pies cuando subía el nivel del agua para luego retirarse al retroceder el agua.

No se había sentido tan libre y desinhibida en años. Desde luego no desde que había conocido a Mark Lawton, ni en los últimos dieciocho meses. Pero en aquel lugar, parecía como si la carga que la había mantenido subyugada durante tanto tiempo se hubiera levantado de sus hombros, dejándola finalmente libre, y como si se hubiera quitado de encima unos cuantos años también. No paraba de reírse tontamente al sentir el cosquilleo del agua fría en los dedos de los pies, y en los tobillos al adentrarse un poco más.

Debería haberse remangado el bajo de los vaqueros para evitar que se empaparan pero, sinceramente, no le importaba lo más mínimo. Estaban viejos y desgastados, casi para tirarlos. Quizá haría eso después de su paseo por la playa, una vez en paz consigo misma y con su vida. Pero por el momento no le importaba empaparse hasta la médula. Saltó salpicando todavía más sus pantalones, riendo al aterrizar con ambos pies en el fondo de nuevo. Era tan divertido… Siguió danzando, salpicando, riendo y dando vueltas, viendo las blancas nubes del cielo girar y girar cada vez más rápido hasta marearse…

–¡Oh! –un grito de susto y pánico. Más adentrada en el agua de lo que esperaba, no se había dado cuenta de que había una especie de pronunciado escalón en el fondo, tras el que desaparecía el suelo. Perdió el equilibrio hundiéndose en el agua–. ¡Ayuda!

Tenía que conseguir incorporarse, poner los pies en tierra. Pero donde estaba, la corriente era más fuerte y la arrastraba hacia dentro. Los vaqueros empapados resultaban pesados, y con el pelo en los ojos, el escozor del agua salada hacía que se le empañara la vista.

–¡Socorro!

Estaba empezando a sentir verdadero pánico. Sintió la arena bajo sus pies, pero al intentar ponerse en pie, vio otra ola más grande e implacable que amenazante se cernía sobre ella, al tiempo que la marea menguante hacía desaparecer de debajo de sus pies la única esperanza que tenía de aferrarse a algo.

–¡No! –un gemido de desesperación que fue silenciado bajo el pesado torrente de agua que cubrió su cabeza e inundó su boca.

Jadeante y sin aire, no pudo hacer otra cosa que dejarse llevar por la corriente bajo las olas, primero hacia el fondo y después de nuevo hacia la superficie…

–¡Socorro! –se iba a ahogar. De nuevo iba para abajo… ¿Qué se decía sobre que la tercera va la…? Dios Santo, por favor… Trató de tomar aire con la esperanza de poder aguantar bajo el agua, pero lo único que consiguió fue volver a tragar más agua salada. No podía ver, no podía oír, no podía…

–Te tengo… –oyó por encima del rugido del agua sobre su cabeza. Creyó imaginarlo, pues no podía haber nadie más allí, nadie que pudiera rescatarla, nadie que… De repente, cuando temía estar a punto de desvanecerse, todo cambió. Sintió cómo unas fuertes manos la agarraban por los brazos y la levantaban hasta sacarla del agua. Abrió la boca todo lo que pudo para inhalar una bocanada de aire puro. La ráfaga de aire en sus pulmones inundados de agua que tanto había intentado no tragar le provocó tos y arcadas. Sus ojos le escocían, la cabeza le daba vueltas y sus piernas no podían aguantar el peso de su cuerpo. La fuerza de la corriente del agua hizo que se tambaleara débilmente de nuevo, pero los fuertes brazos que la agarraban la sujetaron con más fuerza rodeándola por la cintura y el pecho, y apretándola contra algo musculoso y cálido. Bueno, más bien alguien musculoso y cálido. La calidez de ese cuerpo masculino atravesó sus ropas empapadas aliviando su tembloroso cuerpo. No estaba segura de si el latido que oía era el suyo propio o el de la otra persona, pero era fuerte y maravillosamente potente y vivo, cuando había estado a punto de temer lo contrario.

–¡Madre de Dio! –la voz era áspera y tosca, y el acento casi incomprensible en ese estado de confusión en que se encontraba su cabeza en ese momento–. Temí no llegar a tiempo. ¿Estás bien?

¿Lo estaba? Incapaz aún de abrir sus ojos o de pronunciar palabra coherente, lo único que pudo hacer Emily fue asentir con la cabeza.

–Bien… –consiguió decir finalmente, pero sabía que no estaba preparada para que la dejara. Sus pies apenas tocaban el fondo del mar, por lo que rezaba para que su rescatador no la soltara, temiendo ser arrastrada de nuevo por la marea y las olas.

Pero no parecía tener la más mínima intención de soltarla. Antes de poder adivinar lo que iba a hacer al apretarla contra él y mover sus manos, la había tomado en brazos, colocando sus brazos bajo sus piernas.

–¡Ohhh! –de forma instintiva le rodeó el cuello con los brazos. Sintió cómo se tensaron los músculos de sus hombros con el peso de su cuerpo. Afianzó los pies en el fondo y dándose media vuelta, empezó a caminar lentamente y cuidadosamente hacia la orilla, surcando las olas que rompían contra ellos y les salpicaban.

–Casi hemos llegado…

Emily no sabía si esperaba una respuesta, pero no podía dársela. No tenía palabras. Estaba con la cabeza reclinada sobre su pecho, bajo el que podía oír el latido de su corazón. Abriendo los párpados cubiertos por una costra de sal, pudo ver el tono dorado de su piel aceitunada. Con una ligera inclinación de cabeza, pudo ver el cabello que, negro incluso sin estar empapado de agua, cubría la bronceada piel de su nuca. Tenía el cabello más largo que la mayoría de los hombres que ella conocía. Rozaba el cuello de su camiseta azul marino, y estaba ligeramente despeinado, un contraste con el cabello corto y perfectamente peinado de Mark. Pero así era Mark. Todo tenía que estar bajo control, excepto el alcohol. Cuando bebía desaparecía el hombre controlador y lo sustituía un hombre completamente diferente.

–¡No! –se le escapó al intentar ahuyentar pensamientos no deseados. Había ido a la playa para escapar de todo aquello, y no iba a estropear su momento de libertad dejando que recuerdos indeseados la importunaran y disgustaran.

–¿No? –el hombre que la sujetaba la había oído, y su paso decidido se detuvo. Se quedó mirándola. Ella vio el destello de unos impresionantes ojos oscuros, bellos y profundos, ribeteados por unas largas y abundantes pestañas.

–Nada. Estoy bien… –no sabía que otra cosa decir. No quería que se detuviera, deseaba permanecer en sus brazos para siempre. O al menos durante el espacio de tiempo que parecía haberse suspendido como una burbuja.

–¿Estás segura?

–Oh, sí, estoy segura. No me sueltes.

¿De verdad había dicho eso? El agua debía de haber alterado su cerebro más de lo que pensaba. Se sentía como si hubiera perdido la noción de la realidad. ¿De verdad acababa de pedirle a aquel hombre, el hombre que la había salvado de las olas cuando pensaba que iba a ahogarse, que no la soltara? ¿Que la sostuviera en sus brazos?

Pero la verdad era que se sentía más segura y protegida que nunca en aquellos brazos. Era como si los brazos que la sujetaban, el pecho sobre el que tenía apoyada la cabeza se hubieran interpuesto entre ella y el mundo, como barrera defensiva frente a las dificultades y desastres que habían ensombrecido su vida en los últimos meses. En aquellos brazos podía, si no olvidarse de los desastres de los que había huido y de los problemas y situaciones que la esperaban al volver, al menos apartarlos temporalmente de su mente.

–Ah. No tengo intención de hacerlo –le aseguró aquella profunda y sonora voz con un acento musical. Sólo la forma en que hablaba aquel hombre hacía que le subiera la temperatura corporal, aliviando el frío del agua del mar–. No hasta que esté seguro de que te puede mantener en pie por ti misma –«y probablemente ni siquiera entonces», pensó Vito.

Su corazón apenas había dejado de latir con fuerza desde el momento en que la había visto danzar en la orilla con los brazos en el aire y el pelo flotando alrededor de su rostro. Pero entonces había habido un instante paralizador en que, al parecer, había tropezado y las olas la habían hecho desaparecer. Ni siquiera se había dado cuenta de que se había echado a correr hacia la orilla. En algún momento debió de quitarse los zapatos por el camino. Los había seguido su chaqueta. Y en ningún momento había dejado de correr por la arena y el agua…

Una vez en el lugar en el que la había visto por última vez, pensó que la había perdido. Pero entonces vio un pálido remolino de pelo y un más pálido rostro. Se sumergió en el agua aguantando el picor de la sal y estirando los brazos hasta agarrarla por los suyos e izarla. De primeras, se temió que fuera demasiado tarde. Su cuerpo estaba fláccido. Pero de repente, empezó a toser sofocada, y aspiró una enorme bocanada de aire. Con su cabeza apoyada sobre su hombro, y el pelo sobre su pecho, todo cambió.

Ella estaba fría y empapada. Y él también. Pero lo que sentía en realidad era el pesado y ardiente latido que recorría cada una de sus venas. El suave peso entre sus brazos hizo que su propio cuerpo se tensara de deseo, deseo por besarla. Pero era el sentido práctico lo que importaba en aquellos momentos. La mujer estaba temblando entre sus brazos. Tenía que llevarla a la orilla y asegurarse de que no hubiera sufrido ningún daño, de modo que, apretando los dientes frente al clamor de sus impulsos, se dio la vuelta y empezó a avanzar hacia la orilla.

–No me sueltes –dijo otra vez–. ¡No me sueltes!

¿Acaso no sabía que ése no era el problema? ¿Que la idea de soltarla jamás le había cruzado la cabeza? Desde el momento en que la había visto llegar a la playa, se había quedado encandilado, y ahora que la tenía en sus brazos, de ningún modo iba a dejar que se fuera. No sin averiguar qué quería decir todo aquello, sin llevar aquel apasionado encuentro fortuito hasta el límite.

–No tengo intención de hacerlo –repitió con tal intensidad que hasta él se sorprendió. Trató de enmendarlo añadiendo alguna tontería sobre que quería ver si se sostenía en pie primero.

¿Y por qué cuando finalmente llegaron a la orilla no actuó en consonancia? ¿Por qué no la bajó, sin dejar de agarrarla, para ver si se tenía en pie por sí misma? Porque todo su ser se rebelaba contra esa idea. La tenía donde quería tenerla, y no iba a dejarla escapar.

–Ya estamos aquí –dijo al ver que ella tampoco se movía, ni mostraba signos de querer hacerlo–. Signorina… –aquella palabra llamó su atención. Levantó la cabeza y lo miró con los ojos bien abiertos. Pudo ver que sus ojos eran de un azul claro y suave, como el cielo el mar reflejaba.

–¡Eres italiano!

–Siciliano.

–Ah… –era lo último que se esperaba Emily. Cuando cayó en las frías y turbulentas aguas del Canal de la Mancha, en playas británicas, jamás imaginó que el hombre que había acudido en su ayuda, cual caballero al rescate de su dama, no sería un lugareño. Pero al mirarlo a la cara, vio que no podía ser confundido con un inglés. La piel aceitunada que recubría un rostro anguloso de mejillas pronunciadas y los labios sensuales y voluptuosos que le sonreían, revelando unos dientes ultrablancos, no eran lo que solía ver habitualmente.

–Quizá deberíamos presentarnos. Me llamo Vito…

–Emily… –consiguió decir torpemente con el corazón acelerado. Aquellos profundos ojos oscuros provocaron una llamarada en los suyos que consiguieron elevar la temperatura de su piel. Fue como si el sol hubiera salido de repente entre las nubes, casi cegándola, y hubiera tenido que apartar la vista escondiendo el rostro de nuevo en su hombro. Sabía que debería decir gracias. «Gracias por rescatarme, y ahora ¿podría dejar que me pusiera en pie?». Pero no podía hacerlo. No podía pensar ni decir nada.

Con cada aliento inhalaba el aroma de su piel, que la envolvía como la fuerza de sus brazos. Ningún hombre la había tocado ni la había abrazado en tanto tiempo. Ninguno excepto Mark, pero sus abrazos nunca le habían conmovido como aquél, ni siquiera al principio. Sus brazos nunca le habían parecido tan fuertes, su piel nunca había despedido un aroma tan intenso e intoxicante como aquél, que conseguía embriagar su mente revolviendo sus pensamientos.

–Emily… –aquella voz, aquel acento hacían que su nombre sonara de forma totalmente distinta. Eliminando la brusquedad del acento británico que tan acostumbrada estaba a oír, lo transformaba en un sonido cálido y lírico que le alteraba los sentidos, haciendo que enterrara su rostro todavía más entre el cuello y el hombro de Vito.

En su mejilla sintió el calor de su piel, y en la oreja el roce de sus húmedos mechones de pelo, haciendo que suspirara largamente. Y al suspirar, inhaló de nuevo aquel aroma. Abrió los ojos, fijándolos en el punto donde, a escasos milímetros de ella, un fuerte pulso regular latía bajo la piel. La fina película de piel aceitunada era tan suave, tan tentadora… Si tan sólo moviera la cabeza un poco…

Sólo cuando sus labios tocaron su piel, se dio cuenta de lo que había hecho. Y entonces ya era demasiado tarde. Su sabor era como una droga que hacía que le hirviera la sangre y que algo incontrolable y ardiente se desencadenara en su vientre, enviando escalofríos a todos sus nervios. No pudo evitar volver a posar los labios sobre aquel pulso y respirar y saborear de nuevo sus piel.

–Emilia –dijo Vito de nuevo, aunque esa vez con un tono diferente, un tono que reflejaba las sensaciones de su cuerpo y el estruendo en su cabeza.

–Vito –susurró ella en su cuello.

Lentamente irguió la cabeza para acercarse a él con los labios entreabiertos… y se encontró con un ardiente beso que estremeció cada centímetro de su cuerpo.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

TODO a su alrededor daba vueltas y estaba borroso. Sólo oyó el graznido de una solitaria gaviota en el cielo, pero incluso aquel sonido parecía pertenecer a otro mundo, no al mundo de ardiente deseo que de repente la había envuelto, eliminando todo sentido de la realidad. Y pronto, hasta eso se desvaneció, ahogado por los latidos dentro de su cabeza.

Había soltado el cuello de Vito, pero volvió a rodearlo, no para agarrarse, sino para atraer su cabeza hacia ella, para acercar aquellos labios hambrientos labios a los suyos.

Los brazos de Vito ya no la sostenían, o mejor dicho, la sostenían pero de una forma muy diferente. Había dejado que se deslizara a lo largo de su musculoso cuerpo hasta llegar a rozar levemente la arena con la punta de los dedos de los pies. Con un brazo, rodeaba su cintura, presionándola contra su cuerpo, y con los dedos de la otra mano entrelazados entre los enredados mechones de cabello, inclinaba su cabeza lo justo para tener los labios donde quería.

Ella estaba ardiendo, derritiéndose sobre él. Apenas era consciente de dónde terminaba su cuerpo y empezaba el suyo. Esa sensación se intensificó hasta resultar agonizante cuando él aflojó un poco su brazo para dejar que se deslizara por su cuerpo un poco más, hasta que sus pies se posaron sobre la arena. Sus pechos estaban presionados contra su torso, y sus caderas contra su pelvis, sintiendo el calor y la presión de su erección contra ella. Abrió los labios para dejar que la invadiera su lengua y saborear esa esencia que había percibido en su piel.

Había olvidado la sensación. Aquella respuesta instantánea, dramática y explosiva ante un hombre. La forma en que latía su corazón, y la forma irregular y entrecortada de su respiración. Había olvidado la sensación del ardiente deseo, el calor entre sus piernas que hacía que se retorciera contra su erección.

–Emilia… –apenas pudo reconocer el áspero y profundo susurro en sus labios. ¡Reconocer! Había escuchado menos de cien palabras de aquel hombre, y sin embargo sentía como si conociera su voz, como si pudiera reconocerla en cualquier parte. Como si aquel ronco y profundo sonido con el melódico acento italiano, o siciliano, estuviera grabado en su mente, de modo que podría reconocerla sin importar las circunstancias. Era como si fuera parte de ella, unida a ella a través de lazos que jamás pudieran romperse.

–Vito… –su nombre sonaba extraño y exótico en sus labios. Tan sólo su sonido le producía un escalofrío en todo el cuerpo.

¿Cómo podía estar pasándole eso a ella? Apenas hacía unos minutos, había llegado a la playa sin saber que aquel hombre existiera, y ahora estaba en sus brazos y…

El portazo de un coche en el paseo marítimo interrumpió el delirio en que se había sumido su mente, haciendo que se tensara y apartara los labios de los de Vito. En el momento en que levantó su morena cabeza, aquellos profundos ojos negros parpadearon con fuerza y la miraron con una expresión que debía de reflejar la suya propia. «¿Qué demonios estoy haciendo?». No hacía falta ni que lo dijera, pues llevaba las palabras grabadas en la frente.

Y en cuanto vio esa mirada, el mismo pensamiento atravesó su mente, acabando con ese delirio que le había nublado la mente y la había empujado a actuar de una forma impropia e inusual en ella. «¿Qué demonios he hecho?». No conocía a aquel hombre. No sabía nada de él, excepto su nombre de pila y que la había rescatado de lo que pensaba sería su tumba. Pero no lo conocía y, sin embargo, lo había besado como si fuera el amor de su vida. Se había agarrado a él tan fuerte y tan pegada que no hubiera podido negarse a reconocer el deseo sexual que ambos sentían. Cualquiera que los hubiera visto habría pensado que ya eran amantes por la forma en que se agarraban y actuaban. Y eso que era un hombre sobre el que conocía dos datos: que se llamaba Vito y que era siciliano. Era una locura. Era ridículo. Y era peligroso.

Peligro. Ahí estaba la clave. Había leído u oído algo sobre ello. El tal Vito la había rescatado de una situación de peligro. El miedo y el pánico, la consciencia del peligro que había corrido y la pura alegría de haber sido rescatada, todo ello había creado una intensa atmósfera irreal en la que una mera atracción básica se había desbocado llevando a una situación volátil. La sola idea le produjo un escalofrío.

–¡Tienes frío! Discúlpame, tenía que haberlo pensado –ya estaba buscando con la mirada y avanzando en dirección a lo que parecía ser su chaqueta, que debió de dejar tirada sobre la arena en su apresurada carrera por ayudarla.

Ese pensamiento debería haberle resultado reconfortante, pero tuvo el efecto contrario, haciendo que temblara todavía más al recordar lo que acababa de ocurrir. Lo que podría haber ocurrido y lo cerca que había estado de que ocurriera. La sola idea hizo que, además, se le empañaran los ojos de lágrimas de amargura, y que sus piernas amenazaran con fallarle.

Aquel hombre tan guapo y atractivo se había precipitado a las turbulentas aguas sin dudarlo cuando pensó que se ahogaba, dejando la chaqueta tirada por un lado y los zapatos por otro. Había acudido en su ayuda al ver que se hundía por tercera vez, y nadie había hecho algo amable por ella en mucho, mucho tiempo.

–Aquí… –Vito había vuelto a su lado, colocándole la chaqueta sobre los hombros–. Esto debería servirte.

–Gracias –consiguió decir Emily con voz tan temblorosa como sus piernas.

La chaqueta resultaba reconfortante, y con los dedos aferrados a las solapas, tiraba de la tela para apretarla contra su pecho cual escudo.

–¿Estás bien?

«¡Idiota!» se reprendió Vito. ¡Por supuesto que no estaba bien! Casi se había ahogado, y ahora estaba helada, y probablemente en estado de shock. El sol que había brillado con anterioridad estaba desapareciendo rápidamente tras unas espesas nubes grises que, si no se equivocaba, presagiaban tormenta. Y con ello, la temperatura había bajado. Instintivamente se frotó los brazos, en los que la piel se le había puesto de gallina. Los vaqueros y la camiseta empapados se estaban enfriando rápidamente, y ni siquiera estaba tan empapado hasta los huesos como Emily.

«¡Idiota!», volvió a murmurar, y vio aquellos enormes ojos azules agrandarse sobresaltados al tiempo que ella retrocedía un paso. Su conciencia lo reprendió de inmediato. Con el cabello rubio oscurecido por el agua y enredado alrededor de su pálido rostro, y con los labios carentes de color, parecía poco más que un gatito medio ahogado, al que acabara de darle una patada–. No, tú no, yo –le aseguró enseguida–. No debería entretenerte cuando estás empapada hasta los huesos. Necesitas entrar en calor y cambiarte la ropa. Hay que llevarte a casa. ¿Dónde están las llaves de tu coche?

–Aquí –las sacó del bolsillo de sus pantalones en el que, afortunadamente, las había metido antes de su danza en el agua–. Pero… hay un problema…

–¿Cuál? –Vito estaba girándose para dirigirse al paseo marítimo, pero el comentario y la voz temblorosa hicieron que se detuviera y se girara bruscamente de nuevo–. ¿Qué tipo de problema? –por un momento, por la forma en que se acurrucaba en la chaqueta y evitaba mirarlo a los ojos, pensó que se iba a quedar callada. Pero entonces, se mordió el labio inferior y levantó los ojos.

–Yo… yo no vivo cerca.

–¿No?

Emily sacudió la cabeza, salpicando gotas de agua salada que despedía su cabello.

–Estoy de paso… sólo pretendía pasar aquí el día.

No, eso no iba a ocurrir. Su mente se rebelaba contra la idea de que sólo estuviera allí de paso y que fuera a continuar y salir de su vida sin ni siquiera mirar atrás. Hacía tiempo que no había conocido a una mujer que estimulara sus sentidos de forma tan intensa, por no decir que nunca la había conocido. No iba a dejar que se marchara sin saber cómo sería si llevara aquella intensa e inmediata atracción más allá. Una atracción que sabía que ella también sentía. Lo había sentido cuando, pegado a él, su cuerpo había temblado, y no precisamente de frío, sino de todo lo contrario. El ardiente deseo que él había sentido también lo había hecho temblar a él. Un deseo que apenas había podido controlar. A punto había estado de dejarse llevar y arrojarla sobre la arena para satisfacer ese deseo, esa necesidad primaria que los dos habían sentido. Sólo el hecho de saber que estaban en un lugar público lo había detenido.

Todavía seguía sintiendo lo mismo, pero verla acurrucada en su abrigo imponía cierto control sobre sus impulsos.

–Pero tendrás ropa en tu coche… algo para cambiarte… –las palabras se desvanecieron al ver que ella sacudía la cabeza.

–No he traído nada. No estaba pensando sensatamente.

–Estabas sólo de paso –Vito repitió sus palabras automáticamente, pensando en otra cosa.

–Sólo de paso –repitió ella con un nuevo temblor al caerle una gota de agua del flequillo sobre la nariz. La breve respuesta hizo que él se decidiera.

–Entonces tendrás que venir conmigo –dijo autoritariamente, no como sugerencia. Era la única solución, según él. Pero la cabeza rubia de Emily se ladeó mientras lo examinaba con la mirada, una mirada diferente, que le recordó que, aunque pareciera un gatito, incluso el gato más pequeño tenía garras.

–¿Adónde?

–A mi piso –indicó con la mano la punta más lejana del paseo, señalando vagamente el área del pequeño apartamento que tenía alquilado ese año–. Puedes darte una ducha caliente, secar tu ropa… –vio su respuesta incluso antes de que la dijera, tan sólo por la expresión de su rostro–. ¿No?

–No –dijo ella en voz baja pero firme.

–¿Y por qué no? –no podía creerse que se estuviera echando atrás. Había estado tan seguro de que también era lo que ella quería, de que lo quería casi tanto como él. Aquélla no era la misma mujer que había tenido en sus brazos. La misma a la que había besado. En su interior, Vito maldijo el hecho de haber dejado de besarla y de haberla soltado. Si no la hubiera soltado, si no hubiera despegado sus labios de los de ella y la hubiera llevado así hasta su apartamento, sabía que no habría puesto ninguna pega. La mujer a la que había besado se había derretido bajo sus caricias, había cedido de inmediato y sin pensarlo. Aquella mujer jamás habría vacilado, ni le habría dicho que no. Lo sabía.

Pero le había dado la oportunidad de pararse a pensar y, como consecuencia, se había echado atrás. Algo había hecho que cambiara de opinión, que en lugar de dejarse llevar por sus sentimientos, actuara de forma cautelosa y racional, algo totalmente incompatible con la intensa y ardiente pasión que había surgido entre ellos.

–No creo que eso sea muy inteligente.

–¡Inteligente! –exclamó, gesticulando con los brazos en un signo de exasperación–. ¡Inteligente! ¿Y tú crees que eso importa ahora? –había dicho las palabras equivocadas. Lo podía ver en el brillo de sus ojos, en el gesto terco y rebelde de su barbilla.

–Desde luego el sentido común sí que importa –dijo severamente, sin dejar entrever ni rastro de la mujer cálida y sensible de antes–. ¡No sé nada de ti! Ni siquiera conozco tu nombre completo o…

–Corsentino –dijo aprovechando un suspiro de ella antes de continuar–. Vittorio Corsentino, normalmente conocido como Vito.

–¿Y se supone que eso me tiene que decir algo?

–No –se alegraba de ver que no. De que no hubo cambio de expresión en sus ojos. Ni un parpadeo de reconocimiento y, gracias a Dios, ningún rastro de la codicia que había ardido en los ojos de Loretta al intentar presionarlo exigiendo una pensión para ella y su hijo no nacido–. Pero querías saber mi nombre.

–¿Y crees que es suficiente para convencerme de que vaya a tu apartamento? Podrías estar planeando cualquier cosa…

–¡Madre de Dio! ¿Por qué iba a querer hacerte daño alguno? Te he rescatado…

–Sí me has salvado, pero eso no quiere decir que te pertenezca.

–En algunas culturas sí. Salvas una vida y es tuya para hacer lo que quieras.

Sonaba despiadado, posesivo, demasiado al dominante regodeo de Mark: «No puedes dejarme, sabes que no puedes. ¿Adónde irías? ¿Cómo vivirías?».

–Bueno, ésta no es una de esas culturas y, desde luego, yo no soy tuya de ninguna manera –no quería ni pensar en la decepción que aquella reacción de él le había causado. Ni en el dolor que le producía admitir que se lo había buscado ella misma. Había sido tonta al reaccionar como había reaccionado, besándolo como lo había besado. Las fuertes impresiones tenían extraños efectos sobre la mente, y el cuerpo, y como resultado le había dado a Vito una impresión equivocada. Una impresión que parecía instarlo a actuar de ese modo, mientras que ella estaba decidida a no dejar que lo hiciera. Pero si todo eso sonaba tan sensato, ¿por qué no estaba convencida de que era lo que realmente quería? ¿Por qué una pequeña parte de ella, su lado emocional, se oponía a esa racionalidad?

–Te agradezco tu ayuda, desde luego, pero eso es todo. Lo demás no es asunto tuyo.

–No estoy de acuerdo.

¿Acaso aquel maldito hombre no la escuchaba? ¿Por qué no se daba por vencido y se marchaba? Estaba empezando a sentir los efectos del susto y el frío que había pasado, y le estaba costando mantenerse en pie, y mucho más discutir. Lo único que deseaba era correr y meterse en su coche, para descansar su dolorida cabeza sobre el respaldo del asiento, cerrar los ojos y desconectar. Eso era lo que había querido al llegar a aquel lugar. Estar sola, alejarse de las peleas y las discusiones que habían sido una constante en su vida. Un poco de tranquilidad, razón por la cual se había dirigido a la costa. Y pensó que era lo que había encontrado… Hasta que Vito Corsentino apareció en escena. Hasta que la abrazó y la besó hasta hacerle perder el sentido, haciendo que reaccionara de la manera más tonta e irresponsable posible.

Vito Corsentino había tenido un efecto sobre ella que ningún hombre había tenido en años. Había despertado esa parte secreta y sensual en ella que llevaba oculta largo tiempo. Así que sus besos y sus caricias la habían dejado deseando más, pero no iba a ceder a ese deseo. Las consecuencias serían demasiado complicadas, peligrosas y destructivas. No quería enredarse con nadie, y mucho menos con un hombre como Vito Corsentino.

–Agradezco lo que has hecho por mí, pero no necesito nada más y, desde luego, no quiero ir ni a tu apartamento, ni a ningún otro sitio contigo. Lo que quiero es que me dejes. Date la vuelta y vete… –por unos breves instantes, pensó que él iba a seguir discutiendo. Vio un destello de rechazo en sus ojos, y vio cómo se tensaban sus labios y se endurecían sus facciones. Pero justo cuando su corazón empezaba a acobardarse, e intentaba sacar fuerzas para enfrentarse a otro argumento y para luchar contra sus propios deseos irracionales, él se dio por vencido inesperadamente.

–Está bien –respondió, haciendo un gesto de exasperación con los brazos, como si no valiera la pena continuar la discusión. Su expresión corporal y el ceño fruncido decían que ya había tenido bastante. Así que hizo lo que le había pedido. Se giró con decisión, y se alejó.

Había conseguido lo que quería. Lo que decía que quería. ¿Por qué no sentía que así fuera? ¿Por qué no se relajaban sus hombros y disminuía el ritmo de sus latidos al verlo alejándose? ¿Por qué no se sentía contenta, o al menos aliviada, al ver que cada parte de su cuerpo reflejaba rechazo incluso a vacilar o reconsiderarlo? No podía estar más claro que no tenía intención de cambiar de opinión, de volver. Y eso era lo que ella quería ¿no?

Pero ¿por qué sentía ese nudo en la garganta, esa presión en su corazón, como si corriese el peligro de perder algo valioso? ¿Algo de lo que se arrepentiría en el futuro?

Lo observó caminar hacia donde había dejado caer sus zapatos en su carrera por ayudarla. Cuando él se agachó para recogerlos sin ni siquiera mirar atrás, y ella se acurrucó aún más en su chaqueta al sentir un frío viento bajo un amenazante cielo nublado, su conciencia le hizo un reproche. Vito Corsentino había acudido en su ayuda sin dudarlo. La había rescatado de las olas y llevado a tierra firme. Incluso le había dado su chaqueta para cubrir sus ropas empapadas y entrar en calor. Y lo único que había hecho había sido decirle que se marchara y la dejara tranquila. ¿Y se lo había agradecido adecuadamente? ¿Qué clase de tonta desagradecida era?

–¡Espera!

Él no la oyó. O la oyó pero no quiso detenerse. Ella siguió mirando cómo se alejaba cada vez más… Pronto estaría fuera de su vista.

–¡Espera, por favor!

Tras avanzar dos pasos más, se detuvo y se giró. No dijo nada, pero su mirada hablaba por sí sola. Reflejaba una impaciencia que hizo que el corazón de Emily se acongojara.

–Tu chaqueta… –dijo mientras se la quitaba y se la tendía en una mano–. La necesitas.

Por un momento, él se quedó parado donde estaba, mirándola fijamente a los ojos, y después, desvió la mirada brevemente hacia la chaqueta. Con un gesto de desprecio, pareció rechazar tanto su presencia como la chaqueta.

–Quédatela. La necesitas más que yo.

–Pero…

Pero Vito ya estaba dándole la espalda.

–Quédatela –le dijo sobre el hombro–. Hace frío y no tienes nada más para protegerte. No me gustaría descubrir que mis esfuerzos por sacarte del mar sólo hubieran servido para que pillaras un resfriado.

–Vito, por favor, no hagas esto… –empezó ella–. Lo siento, yo… –pero lo que iba a decir fue ahogado por el rugido de un trueno, acompañado por un relámpago. La tormenta que llevaba amenazando toda la tarde estalló violentamente.

–¡Asunto zanjado!

Al menos eso era lo que pensaba que había dicho Vito, pero la verdad era que aunque había visto moverse sus labios, apenas había oído nada, debido a la fuerte lluvia que caía y que, en menos de un segundo, los empapó completamente.

–¡Vito! –gritó sofocadamente mientras un latigazo de agua la ahogaba e inundaba sus ojos. Levantó una mano para protegerse la cara, pero no tardó en desistir al ver que no conseguía nada, y las dejó caer al ver que aún sostenía la cara, y en esos momentos arruinada, chaqueta de Vito–. ¡Oh, lo siento!

Pero Vito no la había oído, o si lo había hecho, no le importaba. En un abrir y cerrar de ojos, aquellas manos la agarraron de nuevo y la auparon.

–¡Maldita chaqueta! –murmuró bruscamente, agachando la cabeza para eludir otra ráfaga de lluvia–. Te dije que no importaba. Hablaremos de ello cuando estemos dentro.

–¿Dentro de dónde? Te dije que… –empezó a decir Emily, enmudeciendo al ver la mirada de Vito fija en sus ojos.

–¡Y yo he dicho que hablaremos de esto en el interior! –dijo mientras avanzaba hacia las escaleras de madera para continuar por el paseo marítimo. Emily no pudo hacer otra cosa que rodear su cuello con los brazos y agarrarse fuerte, temblando más bien por el miedo a caerse que por la tormenta que la azotaba. Vito tuvo que pararse un par de veces para no perder el equilibrio, pero llegó sano y salvo al paseo pavimentado.

–¡Bien, ya puedes bajarme! –pero él sacudió la cabeza.

–No te soltaré hasta que estemos dentro. Tenemos que hablar, y no podemos hablar en medio de esta tormenta. Ya te he salvado de morir ahogada una vez, no voy a hacerlo otra vez. Te guste o no, no tienes otra alternativa. Te vienes conmigo.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

BUENO, ya estamos dentro… – la voz de Emily sonaba tensa y fría, más dura y hostil que el silencio que había irrumpido cuando la puerta del apartamento se cerró tras ellos, amortiguando el estruendo de la tormenta que seguía rugiendo fuera–, así que suéltame. ¡Lo prometiste! –insistió cuando Vito vaciló, tentado de no concederle lo que quería.

El áspero tono de su voz hizo que Vito tensara la mandíbula, conteniendo la airada respuesta que estaba tentado de dar e intensificando su negativa a hacer lo que ella deseaba que hiciera. Pero también había otra razón que no estaba dispuesto a reconocer, y era que no deseaba soltarla. A pesar de las gotas que con molesta regularidad le caían del pelo de la mujer que tenía en sus brazos, la sensación de tenerla de esa guisa era buena. En realidad, como él también estaba empapado, no podía mojarse más de lo que estaba. Y no deseaba soltarla. Sabía lo que pasaría si lo hacía. Ella se olvidaría de toda la pasión que había ardido entre ellos. Levantaría de nuevo los muros protectores y cerraría las puertas en sus narices, como había hecho al sugerirle él que lo acompañara su casa. Ya estaba en ella, pero seguía oponiéndose y, por la mirada rebelde en su rostro, estaba a punto de perder los estribos.

–Signor