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¿Qué es el fascismo? Centrándose en lo que hicieron los fascistas en lugar de en lo que dijeron, el historiador Robert O. Paxton responde a la pregunta. Desde las primeras bandas violentas y uniformadas que golpeaban a "enemigos del Estado", hasta el ascenso de Mussolini al poder o la radicalización fascista de Alemania en la Segunda Guerra Mundial, Paxton nos explica por qué los fascistas llegaron al poder en algunos países y no en otros, y se pregunta si el fascismo podría existir fuera del marco europeo de principios del siglo xx en el que surgió. Basándose en la valiosa y extensa investigación de toda una vida, Anatomía del fascismo explora qué es el fascismo y cómo ha llegado a tener un impacto duradero y continuo en nuestra historia. Ante la clamorosa escasez de definiciones para la peculiar visión política popular, nacionalista y conservadora, Paxton ofrece su propia y brillante explicación, extraída de acciones históricas concretas, transformando así la comprensión de esta peligrosa ideología y de por qué, cuándo y dónde se afianza. Este convincente documento amplía notablemente nuestro conocimiento de lo que ha sido "la principal innovación política del siglo xx y la fuente de gran parte de su dolor".
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Durante muchos años di un curso en la universidad sobre el fascismo, unas veces como un seminario para graduados, otras como un seminario para pregraduados. Cuanto más leía sobre fascismo y más lo analizaba con los estudiantes, más perplejo me sentía. Si bien una gran cantidad de brillantes monografías abordaban esclarecedoramente aspectos determinados de la Italia de Mussolini, la Alemania de Hitler y regímenes semejantes, los libros sobre el fascismo como fenómeno genérico solían parecerme, en comparación con las monografías, abstractos, estereotipados e insulsos.
Este libro es una tentativa de analizar más detenidamente la literatura monográfica en un estudio del fascismo en general y de presentar el fascismo de un modo que tenga en cuenta sus variaciones y su complejidad. Pretende determinar cómo funcionó el fascismo. Por eso es por lo que se centra más detenidamente en las acciones del fascismo que en sus palabras, al contrario de la práctica habitual. Dedica también más tiempo del habitual a los aliados y cómplices del fascismo y a cómo los regímenes fascistas interactuaron con las sociedades más amplias que intentaron transformar.
Esto es un ensayo, no una enciclopedia. A muchos lectores puede parecerles que sus temas favoritos se tratan aquí de un modo más somero del que les gustaría. Albergo la esperanza de que lo que he escrito les tiente a leer más. Ese es el propósito de las notas al pie y del extenso ensayo bibliográfico crítico.
Al haber trabajado sobre este tema intermitentemente durante muchos años, he contraído deudas personales e intelectuales en número mayor del habitual. La Fundación Rockefeller me permitió esbozar los capítulos en la Villa Serbelloni, justo en la orilla del lago de Como contraria a aquella donde los partisanos mataron a Mussolini en abril de 1945. La École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, el Istituto Universitario Europeo de Florencia y una serie de universidades estadounidenses me permitieron poner a prueba algunas de esas ideas en el aula del seminario y en la sala de conferencias. Una generación de estudiantes de Columbia discutieron mis interpretaciones.
Philippe Burnin, Paul Corner, Patrizia Dogliani y Henry Ashby Turner, Jr., revisaron generosamente una versión anterior de este libro. Carol Gluck, Herbert S. Klein y Ken Ruoff leyeron partes del manuscrito. Todos ellos me ayudaron a evitar errores embarazosos y acepté la mayoría de sus sugerencias. Si las hubiese aceptado todas, puede que este fuese un libro mejor. Doy las gracias también por diversas clases de ayuda a Drue Heinz, Stuart J. Woolf, Stuart Proffitt, Bruce Lawder, Carlo Moos, Fred Wakeman, Jeffrey Bale, Joel Colton, Stanley Horffmann, Juan Linz y el equipo de referencia de las bibliotecas de la Universidad de Columbia. Los errores que queden son solo culpa del autor.
Sarah Plimpton, sobre todo, me estimuló infatigablemente y fue sabia y lúcida como lectora crítica.
Introducción
La invención del fascismo
El fascismo fue la innovación política más importante del siglo XX y la fuente de gran parte de sus padecimientos. Las otras corrientes importantes de la cultura política occidental moderna —conservadurismo, liberalismo, socialismo— alcanzaron todas su forma madura entre finales del siglo xviii y mediados del XIX. El fascismo, sin embargo, aún era inconcebible a finales de la década de 1890. Friedrich Engels, cuando escribe en 1895 un prefacio para su nueva edición de La lucha de clases en Francia, de Karl Marx, estaba convencido de que una ampliación del derecho de sufragio proporcionaría inexorablemente más votos a la izquierda. Engels estaba seguro de que el tiempo y los números estaban de parte de los socialistas. «Si eso [el crecimiento del voto socialista] continúa de este modo, a finales de este siglo [XIX] conquistaremos la mayor parte de los estratos medios de la sociedad, la pequeña burguesía y los campesinos, y nos convertiremos en el poder decisivo del país». Los conservadores, decía Engels, se habían dado cuenta de que la legalidad estaba operando en su contra. Por el contrario, «nosotros [los socialistas], bajo esta legalidad, criamos firmes músculos y rosadas mejillas y damos una impresión de vida eterna. Lo único que pueden hacer ellos [los conservadores] es quebrantar esta legalidad».[1] Engels esperaba, pues, que los enemigos de la izquierda lanzasen un ataque preventivo, pero no podía imaginar en 1895 que ese ataque pudiese obtener un apoyo masivo. Dictadura contra la izquierda en medio del entusiasmo popular: esa sería la combinación inesperada que el fascismo conseguiría poner en pie en el breve espacio de tiempo de una generación.
Solo hubo unos cuantos atisbos premonitorios. Uno procedió de un joven e inquisitivo aristócrata francés, Alexis de Tocqueville. Aunque Tocqueville halló muchas cosas que le parecieron admirables en la visita que hizo a Estados Unidos en 1831, le pareció inquietante que el poder de la mayoría en una democracia impusiese una conformidad mediante la presión social, en ausencia de una élite social independiente.
El género de opresión que amenaza a los pueblos democráticos no se parecerá en nada al que le precedió en el mundo; nuestros contemporáneos no hallarán su imagen en sus recuerdos. Yo mismo busco en vano una expresión que reproduzca y contenga exactamente la idea que me formo; las viejas palabras «despotismo» y «tiranía» no son adecuadas. Se trata de algo nuevo; hay que intentar, por tanto, definirlo, puesto que no lo puedo nombrar.[2]
Otra premonición es de fecha muy posterior y procede de un ingeniero francés convertido en comentarista social, Georges Sorel. Sorel criticó en 1908 a Marx por no darse cuenta de que «una revolución conseguida en tiempos de decadencia» podría «considerar un regreso al pasado o incluso la conservación social como su ideal».[3]
La palabra fascismo[4] tiene su raíz en el italiano fascio, literalmente, un haz o gavilla. La palabra evocaba, más remotamente, el latín fasces, un haz de varas con un hacha encajada en él que se llevaba delante de los magistrados en las procesiones públicas romanas para indicar la autoridad y la unidad del Estado. Antes de 1914, el simbolismo de los fasces romanos se lo había apropiado insólitamente la izquierda. Marianne, símbolo de la República francesa, solía representarse en el siglo xix portando los fasces para simbolizar la fuerza de la solidaridad republicana contra sus enemigos, los clericales y los aristócratas.[5] Los fasces aparecen expuestos de forma destacada en el Sheldonian Theatre —1664-1669— de Christopher Wren en la Universidad de Oxford. Estaban presentes en el monumento a Lincoln de Washington —1922— y en la moneda estadounidense de 25 centavos acuñada en 1932.[6]
Los revolucionarios italianos utilizaron el término fascio a finales del siglo xix para evocar la solidaridad de los militantes comprometidos con la causa. Los campesinos que se sublevaron contra los terratenientes en Sicilia en 1893-1894 se autodenominaron los Fasci Siciliani. Cuando a finales de 1914 un grupo de nacionalistas de izquierdas, a los que no tardó en unirse el socialista proscrito Benito Mussolini,[7] intentaron que Italia entrase en la Primera Guerra Mundial en el bando aliado, eligieron un nombre destinado a comunicar el fervor y la solidaridad de su campaña: el Fascio Rivoluzionario d’Azione Interventista —Liga Revolucionaria de Acción Intervencionista—.[8] Al final de la Primera Guerra Mundial, Mussolini acuñó el término fascismo para describir el talante del pequeño grupo de exsoldados nacionalistas y revolucionarios sindicalistas[9] partidarios de la guerra que se estaba formando a su alrededor. Ni siquiera entonces tuvo el monopolio del uso de la palabra fascio, que siguió siendo de uso general entre los grupos militantes de diversos matices políticos.[10]
Oficialmente el Fascismo nació en Milán el domingo 23 de marzo de 1919. Esa mañana, poco más de un centenar de personas,[11] entre las que se incluían veteranos de guerra, sindicalistas que había apoyado la contienda e intelectuales futuristas,[12] amén de algunos periodistas y de simples curiosos, se reunieron en el salón de actos de la Alianza Comercial e Industrial de Milán, que domina la Piazza San Sepolcro, para «declarar la guerra al socialismo [...] porque se ha opuesto al nacionalismo».[13] Mussolini denominó entonces a su movimiento los Fasci di Combattimento, que significa, muy aproximadamente, «hermandades de combate».
El programa fascista, emitido dos meses después, era una mezcla curiosa de patriotismo de veteranos y experimento social radical, una especie de «socialismo nacional». En el aspecto nacional, pedía la materialización de los objetivos expansionistas italianos en los Balcanes y en el Mediterráneo, que acababan de verse frustrados unos meses atrás en la Conferencia de Paz de París. En el aspecto radical, proponía el sufragio femenino y el voto a partir de los 18 años de edad, la abolición de la cámara alta, la convocatoria de una asamblea constituyente que redactase una nueva Constitución para Italia —presumiblemente sin la monarquía—, la jornada laboral de ocho horas, la participación de los trabajadores en «el manejo técnico de la industria», la «expropiación parcial de todo tipo de riqueza» a través de un gravoso impuesto progresivo sobre capital, la expropiación de ciertas propiedades de la Iglesia y la confiscación del 85% de los beneficios de guerra.[14]
El movimiento de Mussolini no se hallaba limitado al nacionalismo y a los ataques a la propiedad. Se caracterizaba claramente por la predisposición a la acción violenta, el antiintelectualismo, el rechazo de las soluciones de compromiso y el desprecio a la sociedad establecida que caracterizaban a los tres grupos que componían el grueso de sus primeros seguidores: veteranos de guerra desmovilizados, sindicalistas partidarios de la guerra e intelectuales futuristas.
Mussolini —él mismo un exsoldado que se ufanaba de sus 40 heridas[15]— aspiraba a un retorno a la actividad política como dirigente de los veteranos. Un núcleo firme de sus seguidores procedía de los Arditi, selectas unidades de comando endurecidas por la experiencia de primera línea del frente que se consideraban con derecho a regir el país que habían salvado.
Los sindicalistas partidarios de la guerra habían sido los más estrechos aliados de Mussolini en la lucha para conseguir que Italia se incorporase a la contienda en mayo de 1915. El sindicalismo era el principal rival de clase obrera del socialismo parlamentario en Europa antes de la Primera Guerra Mundial. Mientras que la mayoría de los socialistas estaban en 1914 organizados en partidos electorales que competían por los escaños del Parlamento, los sindicalistas estaban enraizados en los sindicatos. Mientras que los socialistas parlamentarios trabajaban por reformas parciales a la espera de que se produjera el proceso histórico que los marxistas predecían que dejaría anticuado el capitalismo, los sindicalistas, que desdeñaban los acuerdos de compromiso que exigía la acción parlamentaria y la adhesión de la mayoría de los socialistas a la evolución gradual, creían que podrían echar abajo el capitalismo por la fuerza de su voluntad. Concentrándose en su objetivo final revolucionario en vez de hacerlo en intereses mezquinos del lugar de trabajo en cada rama de la actividad económica, podrían formar «un gran sindicato único» y derribar el capitalismo de una vez por todas en una gigantesca huelga general. Después del hundimiento del capitalismo, los trabajadores organizados dentro de sus «sindicatos» serían las únicas unidades operativas de producción e intercambio en una sociedad colectivista libre.[16] En mayo de 1915, mientras todos los socialistas parlamentarios italianos y la mayoría de los sindicalistas se oponían resueltamente a que Italia entrase en la Primera Guerra Mundial, unos cuantos espíritus fogosos agrupados en torno a Mussolini llegaron a la conclusión de que la guerra acercaría más a Italia a la revolución socialista que el mantenerse neutrales. Se habían convertido en los «sindicalistas nacionalistas» o «nacional sindicalistas».[17]
El tercer componente de los primeros fascistas de Mussolini eran jóvenes intelectuales y estetas antiburgueses como los futuristas. Los futuristas eran una asociación informal de artistas y escritores que secundaban los «Manifiestos Futuristas» de Filippo Tommaso Marinetti, el primero de los cuales se había publicado en París en 1909. Los seguidores de Marinetti desdeñaban la herencia cultural del pasado recogida en museos y bibliotecas y ensalzaban las cualidades liberadoras y revitalizadoras de la velocidad y la violencia. «Un automóvil corriendo a toda velocidad [...] es más bello que la Victoria de Samotracia».[18] Se habían mostrado deseosos de participar en la aventura de la guerra en 1914 y siguieron apoyando a Mussolini en 1919.
Otra corriente intelectual que proporcionó reclutas a Mussolini fue la formada por los que se mostraban críticos con los escabrosos compromisos del parlamentarismo italiano y soñaban con un «segundo Risorgimento».[19] El primer Risorgimento, según ellos, había dejado Italia en manos de una exigua oligarquía cuyos juegos políticos insulsos no se correspondían con el prestigio cultural italiano y con las ambiciones de gran potencia del país. Era hora de completar la «revolución nacional» y dar a Italia un «nuevo Estado» capaz de proporcionar la jefatura enérgica, la ciudadanía motivada y la comunidad nacional unida que Italia merecía. Muchos de estos que abogaban por un «segundo Risorgimento» escribían en la revista cultural florentina La Voce, a la que Mussolini estaba suscrito y con cuyo director, Giovanni Prezzolini, mantenía correspondencia. Después de la guerra, su aprobación proporcionó respetabilidad al creciente movimiento fascista y difundió la idea de una «revolución nacional» radical entre los nacionalistas de clase media.[20]
El 15 de abril de 1919, poco después de la reunión fundacional del Fascismo en la Piazza San Sepolcro, un grupo de amigos de Mussolini entre los que figuraban Marinetti y el jefe de los Arditi, Ferruccio Vecchi, invadieron las oficinas de Milán del diario socialista Avanti, del que el propio Mussolini había sido director de 1912 a 1914. Destrozaron las prensas y la maquinaria. Hubo cuatro muertos, incluido un soldado, y 39 heridos.[21] El Fascismo italiano irrumpió así en la historia con un acto de violencia contra el socialismo y al mismo tiempo contra la legalidad burguesa, en nombre de un presunto interés nacional superior.
El fascismo recibió su nombre y dio sus primeros pasos en Italia. Mussolini no fue, sin embargo, ningún aventurero solitario. En la Europa de posguerra estaban surgiendo movimientos similares independientemente del Fascismo de Mussolini, pero que expresaban de todos modos la misma mezcla de nacionalismo, anticapitalismo, voluntarismo y violencia activa contra los enemigos socialistas y burgueses. (Abordaré con más detalle la amplia gama de fascismos iniciales en el capítulo 2).
Poco más de tres años después de la reunión de la Piazza San Sepolcro, el Partido Fascista de Mussolini estaba en el poder en Italia. Once años después de eso, otro partido fascista tomó el poder en Alemania.[22] Pronto en Europa e incluso en otras partes del mundo habría aspirantes a dictadores y escuadras en marcha que creían estar recorriendo el mismo camino hacia el poder que Mussolini y Hitler. Otros seis años más tarde Hitler había precipitado a Europa en una guerra que acabaría afectando a gran parte del mundo. Antes de que terminase, la humanidad había sufrido no solo las atrocidades habituales de la guerra, elevadas a una escala sin precedentes por la tecnología y la pasión, sino también un intento de extinguir a través de una matanza industrializada a todo un pueblo, su cultura e incluso su memoria.
Mucha gente sensible y culta, al ver a Mussolini, exmaestro de escuela, novelista bohemio de segunda fila y antiguo orador socialista y director de prensa del partido, y a Hitler, antiguo cabo y fallido estudiante de arte, junto con sus rufianes encamisados, a cargo de grandes potencias europeas, supusieron simplemente que «una horda de bárbaros [...] ha plantado sus tiendas dentro de la nación».[23] El novelista Thomas Mann escribía en su diario el 27 de marzo de 1933, dos meses después de que Hitler se hubiese convertido en canciller de Alemania, que había presenciado una revolución de un género nunca visto hasta entonces, «sin ideas subyacentes, contra las ideas, contra todo lo más noble, lo mejor, lo decente, contra la libertad, la verdad y la justicia». La «escoria vil» había tomado el poder, «con inmenso regocijo de las masas».[24]
El eminente filósofo-historiador italiano liberal Benedetto Croce, que estaba en el exilio interno, en Nápoles, comentó desdeñosamente que Mussolini había añadido un cuarto tipo de desgobierno, la «onagrocracia», es decir, el gobierno ejercido por asnos salvajes, a los famosos tres de Aristóteles: tiranía, oligarquía y democracia.[25] Croce llegaría más tarde a la conclusión de que el fascismo era solo un «paréntesis» en la historia italiana, el resultado temporal de la decadencia moral magnificada por los trastornos de la Primera Guerra Mundial. El historiador liberal alemán Friedrich Meinecke consideró, asimismo, después de que Hitler hubiese llevado a Alemania a la catástrofe, que el nazismo había surgido de una degeneración moral en la que técnicos superficiales e ignorantes, Machtmenschen, apoyados por una sociedad de masas sedienta de emociones, habían triunfado sobre humanitarios equilibrados y racionales, Kulturmenschen.[26] La salida, pensaban los dos, era restaurar una sociedad en la que no gobernasen «los mejores».
Otros observadores se dieron cuenta, desde el principio, de que estaba en juego algo más profundo que la ascensión casual de unos rufianes y más preciso que la decadencia del viejo orden moral. Los marxistas, primeras víctimas del fascismo, estaban acostumbrados a pensar en la historia como un gran despliegue de procesos profundos a través del choque de sistemas económicos. Antes incluso de que Mussolini hubiese consolidado plenamente su poder, tenían lista una definición del fascismo como «el instrumento de la alta burguesía para combatir al proletariado cuando los medios legales disponibles del Estado resultasen insuficientes para someterlo».[27] En la época de Stalin, esto se endureció en una fórmula férrea que se convirtió en ortodoxia comunista durante medio siglo: «El fascismo es la dictadura terrorista y descarada de los elementos más reaccionarios, patrioteros e imperialistas del capital financiero».[28]
Aunque se propusieron a lo largo de los años muchas más interpretaciones y definiciones, ni siquiera hoy, más de ochenta años después de la reunión de San Sepolcro, ha logrado ninguna de ellas consenso universal como explicación completamente satisfactoria de un fenómeno que pareció surgir de la nada, adoptó formas múltiples y variadas, exaltó el odio y la violencia en nombre de la gloria nacional y consiguió, sin embargo, atraer a estadistas, empresarios, profesionales, artistas e intelectuales cultos y prestigiosos. Reconsideraré esas numerosas interpretaciones en el capítulo 8, después de que tengamos pleno conocimiento del tema.
Los movimientos fascistas variaron tan notoriamente de un entorno nacional a otro, además, que incluso algunos dudan de que el término fascismo tenga más significado que el de una palabra ofensiva. Se ha utilizado de una forma tan imprecisa que prácticamente todo el que ostenta o esgrime autoridad ha sido fascista para alguien. Los que dudan proponen que tal vez sería mejor limitarse a eliminar el término.[29]
Este libro quiere proponer una forma nueva de enfocar el fascismo que permita recuperar el concepto para un uso significativo y explicar más plenamente su atractivo, su compleja trayectoria histórica y su horror último.
Imágenes del fascismo
Todos están seguros de saber lo que es el fascismo. El fascismo, que es, de todas las formas políticas, la más deliberadamente visual, se nos presenta en gráficas imágenes primarias: un demagogo patriotero arengando a una multitud extasiada; hileras disciplinadas de jóvenes en marcha; militantes que visten camisas de color que pegan a miembros de alguna minoría demonizada; invasiones sorpresa al amanecer; y soldados disciplinados que desfilan a través de una ciudad conquistada.
Pero algunas de estas imágenes familiares, examinadas más detenidamente, provocan errores simplistas. La imagen del dictador omnipotente personaliza el fascismo y crea la falsa impresión de que podemos entenderlo perfectamente investigando solo al dirigente. Esta imagen, que aún sigue siendo poderosa hoy, es el último triunfo de los propagandistas del fascismo. Brinda una coartada a naciones que aprobaron o toleraron a caudillos fascistas y desvía la atención de las personas, los grupos y las instituciones que les ayudaron. Necesitamos un modelo más sutil del fascismo que explore la interacción entre Caudillo y Nación y entre Partido y Sociedad civil.
La imagen de multitudes cantando alimenta el supuesto de que algunos pueblos europeos eran por naturaleza proclives al fascismo y que reaccionaron entusiásticamente a él debido al carácter nacional. El corolario de esta imagen es la creencia petulante de que la historia defectuosa de ciertas naciones generó el fascismo.[30] Esto se convierte fácilmente en una coartada para las naciones espectadoras: aquí no podría haber sucedido. Más allá de estas imágenes familiares, en una inspección más detenida, la realidad fascista resulta aún más compleja. Por ejemplo, el régimen que inventó la palabra fascismo —la Italia de Mussolini— mostró pocos indicios de antisemitismo hasta dieciséis años después de su llegada al poder. De hecho, Mussolini contó con patrocinadores judíos entre los industriales y los grandes terratenientes que le ayudaron económicamente al principio.[31] Tenía amigos íntimos judíos como el militante del Partido Fascista Aldo Finzi, y una amante judía, la escritora Margherita Sarfatti, autora de su primera biografía autorizada.[32] En la Marcha sobre Roma participaron unos 200 judíos.[33] Sin embargo, el Gobierno francés colaboracionista de Vichy —1940-1944— del mariscal Pétain era agresivamente antisemita, mientras que en otros aspectos se le considera más bien autoritario,[34] en vez de fascista, como veremos en el capítulo 8. Resulta, por tanto, problemático considerar que un antisemitismo exacerbado sea la esencia del fascismo.[35]
Otro supuesto rasgo esencial del fascismo es su talante anticapitalista y antiburgués. Los primeros movimientos fascistas pregonaban su desprecio a los valores burgueses y a los que solo querían «ganar dinero, dinero, sucio dinero».[36] Denostaban el «capitalismo financiero internacional» casi tan ruidosamente como a los socialistas. Prometían incluso expropiar a los propietarios de los grandes almacenes para apoyar a los pequeños comerciantes y artesanos patriotas, y a los grandes terratenientes en favor de los campesinos.[37]
Pero cuando los partidos fascistas adquirieron poder, no hicieron nada por cumplir estas amenazas anticapitalistas. Cumplieron, sin embargo, con la máxima violencia y minuciosidad sus amenazas contra el socialismo. Las luchas callejeras por el territorio con jóvenes comunistas figuraron entre sus imágenes propagandísticas más poderosas.[38] Una vez en el poder, los regímenes fascistas prohibieron las huelgas, disolvieron los sindicatos independientes, redujeron el poder de compra de los asalariados y financiaron generosamente las industrias de armamento, para inmensa satisfacción de los empresarios. Los investigadores, ante estos conflictos entre palabras y actuaciones respecto al capitalismo, han sacado conclusiones opuestas. Algunos, tomando las palabras literalmente, consideraron el fascismo una forma de anticapitalismo radical.[39] Otros, y no solo los marxistas, adoptan la posición diametralmente opuesta de que los fascistas vinieron a ayudar al capitalismo en dificultades y apuntalaron con medidas de emergencia el sistema existente de jerarquía social y distribución de la propiedad.
Este libro adopta la posición de que lo que los fascistas hicieron nos cuenta como mínimo tanto como lo que dijeron. Lo que dijeron no puede ignorarse, por supuesto, porque ayuda a explicar su atractivo. Pero, incluso en su aspecto más radical, la retórica anticapitalista de los fascistas era selectiva. Aunque atacasen a las finanzas internacionales especulativas —junto con todas las demás formas de internacionalismo, cosmopolitismo o globalización, tanto capitalistas como socialistas—, respetaban la propiedad de los productores nacionales, que debían formar la base social de la nación revitalizada.[40] Cuando atacaban a la burguesía, lo hacían porque era demasiado débil e individualista para hacer una nación fuerte, no por robar a los trabajadores el valor que estos añadían. Lo que ellos criticaban del capitalismo no era la explotación, sino su materialismo, su indiferencia hacia la nación, su incapacidad para conmover el espíritu.[41] A un nivel más profundo, los fascistas rechazaban la idea de que las fuerzas económicas fuesen el motor primordial de la historia. Para los fascistas, el capitalismo disfuncional del periodo de entreguerras no necesitaba una reordenación básica; sus males podrían curarse simplemente aplicando voluntad política suficiente para alcanzar el pleno empleo y la productividad plena.[42] Los regímenes fascistas, una vez en el poder, solo confiscaron propiedades de adversarios políticos, extranjeros o judíos. No modificaron en ningún caso la jerarquía social, salvo para catapultar hasta posiciones elevadas a unos cuantos aventureros. Sustituyeron, como máximo, las fuerzas del mercado por la administración económica estatal, pero, en plena Gran Depresión, la mayoría de los hombres de negocios aprobaron inicialmente eso. Si el fascismo fue «revolucionario», lo fue en un sentido especial, muy alejado del significado de la palabra tal como solía entenderse desde 1789 a 1917, como una profunda transformación del orden social y la redistribución del poder social, político y económico.
Pero el fascismo en el poder efectuó algunos cambios lo suficientemente profundos para calificarse de «revolucionarios», si estamos dispuestos a dar a esa palabra un significado diferente. El fascismo, en su más pleno desarrollo, rediseñó las fronteras entre lo público y lo privado, reduciendo notoriamente lo que antes había sido intocablemente privado. Modificó el ejercicio de la ciudadanía, que pasó del goce de derechos y deberes constitucionales a la participación en ceremonias multitudinarias de afirmación y conformidad. Reconfiguró las relaciones entre el individuo y la colectividad, de manera que el individuo no tenía ningún derecho fuera de los intereses de la comunidad. Amplió los poderes del ejecutivo —partido y Estado— con el propósito de conseguir un control total. Finalmente, liberó emociones agresivas que hasta entonces solo se conocían en Europa en situaciones de guerra o de revolución social. Estas transformaciones enfrentaron a menudo a los fascistas con los conservadores, arraigados en las familias, las iglesias, el rango social y la propiedad. Veremos más adelante,[43] cuando examinemos con más detalle la compleja relación de complicidad, adaptación y esporádica oposición que vinculó a los capitalistas con los fascistas en el poder, que no se puede considerar el fascismo simplemente una forma más musculosa de conservadurismo, aunque mantuviese el régimen existente de propiedad y de jerarquía social.
Resulta difícil emplazar el fascismo en el mapa político izquierda-derecha familiar. ¿Lo sabían los propios dirigentes fascistas, al principio? Cuando Mussolini convocó a sus amigos en la Piazza San Sepolcro en marzo de 1919, no estaba del todo claro si lo que se proponía era competir con sus antiguos colegas del Partido Socialista Italiano en la izquierda o atacarles frontalmente desde la derecha. ¿Dónde se puede emplazar, dentro del espectro político italiano, lo que aún se llama a veces «nacionalsindicalismo»?[44] En realidad, el fascismo conservó siempre esa ambigüedad.
Pero los fascistas eran claros en una cosa: ellos no estaban en el centro. El desprecio que inspiraba a los fascistas el centro blando, complaciente y dispuesto a llegar a soluciones de compromiso era absoluto —aunque los partidos fascistas que buscaban activamente el poder necesitasen hacer causa común con élites centristas, contra sus enemigos de la izquierda—. Su desprecio al parlamentarismo liberal y al flojo individualismo burgués y el tono radical de sus remedios a la debilidad y la desunión desentonaban siempre con su predisposición a establecer alianzas prácticas con los conservadores nacionalistas contra la izquierda internacionalista. La reacción fascista básica ante el mapa político izquierda-derecha era proclamar que lo habían dejado obsoleto al ser «ni derecha ni izquierda», trascendiendo esas divisiones anticuadas y uniendo a la nación.
Otra contradicción entre la retórica fascista y la práctica fascista es la relacionada con la modernización: el cambio de lo rural a lo urbano, de la artesanía a la industria, la división del trabajo, las sociedades laicas y la racionalización tecnológica. Los fascistas solían maldecir las ciudades sin rostro y la secularización materialista y exaltaban una utopía agraria libre del desarraigo, el conflicto y la inmoralidad de la vida urbana.[45] Sin embargo a los dirigentes fascistas les encantaban sus coches rápidos[46] y sus aviones,[47] y difundían su mensaje valiéndose de técnicas de propaganda y de puesta en escena asombrosamente al día. Una vez en el poder, aceleraron el ritmo de la producción industrial para rearmarse. Se hace por ello difícil emplazar la esencia del fascismo únicamente en la reacción antimoderna[48] o en la dictadura modernizante.[49]
El mejor medio de hallar una solución es no establecer opuestos binarios, sino seguir la relación entre modernidad y fascismo a través de su complejo curso histórico. Esa relación difirió espectacularmente en sus diferentes etapas. Los primeros movimientos fascistas explotaron las protestas de las víctimas de la industrialización rápida y de la globalización, de los que perdían con la modernización, valiéndose para ello, por supuesto, de las técnicas y estilos más modernos de propaganda.[50] Al mismo tiempo, un número asombroso de intelectuales «modernistas» consideraron emotiva y estéticamente agradable la combinación que hacía el fascismo del «enfoque» de la alta tecnología con los ataques a la sociedad moderna, junto con su desprecio del gusto burgués convencional.[51] Más tarde, una vez en el poder, los regímenes fascistas eligieron resueltamente el camino de la concentración industrial y la productividad, las autopistas[52] y el armamento. La urgencia de rearmarse y de desencadenar una guerra de expansión dejó muy pronto a un lado el sueño de un paraíso para los campesinos y artesanos emprendedores que habían constituido la primera base de masas de los inicios del movimiento, dejando solo unos cuantos albergues juveniles de tejado de paja, los Lederhosen de fin de semana de Hitler y las fotografías de Mussolini a pecho descubierto para la recolección del grano como símbolos del ruralismo nostálgico inicial.[53]
Solo siguiendo todo el itinerario fascista podemos aclarar la ambigua relación entre fascismo y modernidad que tanto atribula a los que buscan una sola esencia fascista. Algunos individuos siguieron ese itinerario en su propia trayectoria personal. Albert Speer ingresó en el partido en enero de 1931 como el discípulo de Heinrich Tessenow en el Instituto de Tecnología de Berlín-Charlottenburg, que era «no moderno, pero en un cierto sentido más moderno que los otros» por su fe en una arquitectura simple y orgánica.[54] Continuó en él después de 1933 hasta convertirse en el diseñador de grandes proyectos urbanos para Hitler, y acabaría a cargo entre 1942 y 1945 del potencial económico alemán como ministro de Armamento. Pero lo que los regímenes fascistas buscaban era una modernidad alternativa: una sociedad técnicamente avanzada en la que los poderes de integración y control del fascismo suavizasen las tensiones y las divisiones de la modernidad.[55]
Muchos han visto en la radicalización final del periodo de guerra del fascismo —el asesinato de los judíos— un rechazo de la racionalidad moderna y una vuelta a la barbarie.[56] Pero es factible interpretarla como la modernidad alternativa del fascismo desmandada. Como «limpieza racial» nazi edificada sobre los impulsos purificadores de la medicina y la sanidad pública del siglo xx, el anhelo de los eugenetistas de eliminar a los impuros e inadaptados,[57] la estética del cuerpo perfecto y la racionalidad científica que rechazaba los criterios morales considerados irrelevantes.[58] Se ha dicho que los anticuados pogromos habrían tardado doscientos años e incluso más en conseguir lo que consiguió la tecnología avanzada en solo tres años de Holocausto.[59]
La compleja relación entre el fascismo y la modernidad no se puede aclarar de golpe y con un simple sí o no. Hay que rastrearla en el proceso histórico de la adquisición y el ejercicio del poder por el fascismo.[60] La obra más satisfactoria sobre esta cuestión muestra cómo se canalizaron y neutralizaron paso a paso los resentimientos antimodernizantes en una legislación específica por medio de fuerzas intelectuales y pragmáticas más poderosas que actuaban al servicio de una modernidad alternativa.[61] Para poder entenderlo claramente tenemos que estudiar todo el itinerario fascista, como elaboró el fascismo su práctica en la acción.
Otro problema que plantean las imágenes convencionales del fascismo es que se centran en momentos sumamente dramáticos del itinerario fascista —la Marcha sobre Roma, el incendio del Reichstag, la Kristallnacht— y omiten la sólida textura de la experiencia cotidiana y la complicidad de la gente ordinaria en la entronización y el funcionamiento de los regímenes fascistas. Los movimientos fascistas solo podían desarrollarse con la ayuda de gente ordinaria, de gente incluso convencionalmente buena. Los fascistas nunca podrían haber llegado al poder sin la aquiescencia o incluso la aceptación activa de las élites tradicionales, de jefes de Estado, dirigentes de partidos, altos funcionarios del Gobierno, a muchos de los cuales les inspiraban una repugnancia desdeñosa las groserías de los militantes fascistas. Los excesos del fascismo en el poder exigieron también amplia complicidad entre los miembros del orden establecido: magistrados, funcionarios de policía, oficiales del Ejército, hombres de negocios. Para entender plenamente cómo funcionaban los regímenes fascistas, debemos profundizar hasta el nivel de la gente ordinaria y examinar las elecciones banales que hicieron en su rutina diaria. Efectuar esas elecciones significó aceptar un aparente mal menor o apartar la vista de algunos excesos que no parecían demasiado dañosos a corto plazo, incluso aceptables parcialmente, pero que acumulados significaban resultados finales monstruosos.
Consideremos, por ejemplo, las reacciones de los alemanes ordinarios a los acontecimientos de la Kristallnacht —Noche de los Cristales Rotos—. Durante la noche del 9 de noviembre de 1938 militantes del Partido Nazi, incitados por un discurso incendiario a los jefes del partido del ministro de Propaganda nazi Joseph Goebbels, y como reacción al asesinato de un diplomático alemán en París por un joven judío polaco enfurecido por la reciente expulsión de Alemania de sus padres inmigrantes, irrumpieron arrasándolo todo en las comunidades judías de Alemania. Quemaron centenares de sinagogas, destrozaron más de 7.000 tiendas judías, deportaron a unos 20.000 judíos a campos de concentración y mataron directamente a 91 de ellos. Se impuso colectivamente a los judíos de Alemania una multa de mil millones de marcos, y el Gobierno alemán confiscó las indemnizaciones de los seguros para compensar los daños accidentales causados a propiedades no judías. Está claro ya que muchos alemanes ordinarios se indignaron por las brutalidades que tenían lugar al pie de sus ventanas.[62] Pero ese rechazo generalizado fue transitorio y no tuvo efectos duraderos. ¿Por qué no hubo ninguna demanda ni ninguna investigación judicial o administrativa, por ejemplo? Si podemos entender por qué no actuaron el sistema judicial ni las autoridades civiles y religiosas o la oposición ciudadana para poner freno a Hitler en noviembre de 1938, habremos empezado a entender los círculos más amplios de aquiescencia individual e institucional dentro de los cuales una minoría militante era capaz de liberarse lo suficiente de impedimentos limitadores como para poder realizar un genocidio en un país hasta entonces civilizado y refinado.
Se trata de preguntas difíciles de contestar y que nos llevan mucho más allá de las simples imágenes de un caudillo solitario y de unas multitudes vitoreantes. Nos revelan también algo sobre las dificultades que plantea la búsqueda de una esencia única, el famoso «mínimo fascista», que se supone que nos permite formular una definición general clara del fascismo.
Las definiciones son intrínsecamente limitadoras. Enmarcan un cuadro estático de algo que se apreciará mejor en movimiento y retratan como «estatuaria congelada»[63] algo que se comprende mejor como un proceso. Sucumben demasiado a menudo a la tentación del intelectual de considerar constitutivas declaraciones programáticas e identificar el fascismo más con lo que decía que con lo que hacía. La búsqueda de la definición perfecta, reduciendo el fascismo a una frase cada vez más delicadamente afinada, da la impresión de que bloquea cuestiones relacionadas con los orígenes y la trayectoria del desarrollo fascista en vez de aclararlas. Es un poco como contemplar las figuras de cera de Madame Tussaud en vez de las personas reales, o pájaros colocados en una caja de cristal en vez de vivos en su hábitat.
Por supuesto, el fascismo no debería analizarse sin llegar, en determinado punto del debate, a un concepto aceptado de lo que es. Este libro se propone llegar a ese concepto al final de su investigación, en vez de empezar con uno. Me propongo dejar a un lado por ahora el imperativo de la definición y examinar en acción una serie básica de movimientos y regímenes considerados generalmente fascistas —con un predominio en nuestro recorrido de Italia y Alemania—. Examinaré su trayectoria histórica como una serie de procesos que van desarrollándose a lo largo del tiempo, en vez de como la expresión de una presencia fijada.[64] Empezamos, pues, con una estrategia en vez de con una definición.
Estrategias
Las discrepancias sobre cómo interpretar el fascismo giran en torno a estrategias intelectuales profundamente distintas. ¿Qué partes del elefante deberíamos en concreto examinar? ¿Adónde deberíamos mirar, en la experiencia americana y europea moderna, para hallar las primeras semillas del fascismo y verlas germinar? ¿En qué clase de circunstancias creció el fascismo más lozano? ¿Y qué partes en concreto de la experiencia fascista —sus orígenes, su crecimiento, su conducta una vez en el poder— permiten ver con mayor claridad la naturaleza de este complejo fenómeno?
La mayoría de la gente, si se le preguntase qué es el fascismo, contestaría sin vacilar: «El fascismo es una ideología».[65] Los propios dirigentes fascistas decían siempre, insistentemente, que eran profetas de una idea, a diferencia de los socialistas y los liberales materialistas. Hitler hablaba sin cesar de una Weltanschauung, o «visión del mundo», una expresión incómoda hacia la que consiguió atraer la atención del mundo entero. Mussolini alardeó del poder del credo fascista.[66] Según este enfoque, un fascista es alguien que abraza la ideología fascista y una ideología es algo más que simples ideas, un sistema total de pensamiento incorporado a un proyecto de ordenación del mundo.[67] Se ha convertido casi en algo automático centrar un libro sobre el fascismo en los pensadores que primero agruparon las actitudes y pautas de pensamiento que ahora llamamos fascistas.
Parecería deducirse de esto que deberíamos «empezar por examinar los programas, las doctrinas y la propaganda de algunos de los principales movimientos fascistas y pasar luego a la actuación y las políticas concretas de los dos únicos regímenes fascistas dignos de atención».[68] Poner los programas primero se apoya en el supuesto tácito de que el fascismo fue un «ismo» como los otros grandes sistemas políticos del mundo moderno: conservadurismo, liberalismo, socialismo. Este supuesto, que suele darse por descontado, merece un análisis.
Los otros «ismos» se crearon en un periodo en el que la política era un asunto de caballeros, que se desarrollaba a través de un debate parlamentario docto y prolongado entre hombres instruidos que apelaban a razones y sentimientos mutuos. Los «ismos» clásicos se apoyaban en sistemas filosóficos coherentes expuestos en las obras de pensadores sistemáticos. Parece muy natural explicarlos examinando sus programas y la filosofía que los sustenta.
El fascismo, por el contrario, fue una invención nueva creada concretamente para la era de la política de masas. Pretendía apelar sobre todo a las emociones mediante el uso de ceremonias rituales cuidadosamente orquestadas y cargadas de una intensa retórica. La función que tenían en él los programas y la doctrina es, cuando se examina más de cerca, fundamentalmente distinta a la que tenían en el conservadurismo, el liberalismo y el socialismo. El fascismo no se apoya explícitamente en un sistema filosófico elaborado, sino más bien en sentimientos populares sobre razas dominantes, su suerte injusta y su derecho a imponerse a pueblos inferiores. No le ha proporcionado soportes intelectuales ningún constructor de sistemas, como Marx, ni tampoco una inteligencia crítica importante, como Mill, Burke o Tocqueville.[69]
La veracidad del fascismo no se basa en la de ninguna de las proposiciones expuestas en su nombre, lo que le hace completamente diferente de los «ismos» clásicos. El fascismo es «verdad» en la medida en que ayuda a que se cumpla el destino de una raza elegida o una sangre o un pueblo, enzarzado con otros en una lucha darwiniana, y no por una razón abstracta y universal. Los primeros fascistas fueron absolutamente francos en eso.
Nosotros [los fascistas] no creemos que la ideología sea un problema que se resuelva de manera que la verdad esté sentada en un trono. Pero, entonces, ¿luchar por una ideología significa luchar por meras apariencias? Sin duda, salvo que se considere según su valor psicológico-histórico eficaz y único. La verdad de una ideología estriba en su capacidad para poner en movimiento nuestra capacidad para los ideales y para la acción. Su verdad es absoluta en la medida en que, viviendo dentro de nosotros, baste para agotar esas capacidades.[70]
La verdad era lo que permitiese al nuevo hombre —y mujer— fascista dominar a otros y lo que hiciese triunfar al pueblo elegido.
El fascismo se apoyaba no en la veracidad de su doctrina, sino en la unión mística del caudillo con el destino histórico de su pueblo, una concepción relacionada con ideas románticas de florecimiento histórico nacional y de genio artístico o espiritual individual, aunque el fascismo rechazase, por otra parte, la exaltación que el Romanticismo hacía de la creatividad personal sin trabas.[71] El caudillo fascista quería llevar a su pueblo a un reino superior de la política que experimentaría sensualmente: la calidez de la pertenencia a una raza plenamente consciente ya de su identidad, su destino histórico y su poder; la emoción de participar en una gran empresa colectiva; el gozo de sumergirse en una oleada de sentimientos compartidos y de sacrificar los mezquinos intereses propios por el bien del grupo, y la emoción del dominio. La sustitución deliberada por parte del fascismo del debate razonado por la experiencia sensual inmediata transformó la política, como el crítico cultural alemán exiliado Walter Benjamin fue el primero en señalar, en la estética. Y la experiencia estética fascista definitiva, previno Benjamin en 1936, era la guerra.[72]
Los dirigentes fascistas no ocultaban el hecho de que carecían de programa. Mussolini se regocijó de esa carencia. «Los Fasci de Combattimento», escribió en los «Postulados del Programa Fascista» de mayo de 1920, «no se sienten atados a ninguna forma doctrinal concreta».[73] Unos cuantos meses antes de que se convirtiese en primer ministro de Italia, respondió truculentamente a un crítico que quería saber cuál era su programa: «¿Los demócratas quieren conocer nuestro programa? Es romperles los huesos a los demócratas de Il Mondo. Y cuanto antes mejor».[74] «El puño», afirmó un militante fascista en 1920, «es la síntesis de nuestra teoría».[75] A Mussolini le gustaba proclamar que la definición del fascismo era él. Lo que necesitaba un pueblo moderno era la voluntad y el caudillaje de un Duce, no una doctrina. Solo en 1932, cuando llevaba ya diez años en el poder, y cuando quería «normalizar» su régimen, expuso Mussolini la doctrina fascista, en un artículo —que era en parte, además, del filósofo Giovanni Gentile— para la nueva Enciclopedia Italiana.[76] Lo primero era el poder, la doctrina venía después. Hannah Arendt comentó que Mussolini «probablemente fuese el primer jefe de partido que rechazó conscientemente un programa oficial y lo sustituyó solo por la jefatura inspirada y la acción».[77]
Hitler presentó un programa —los 25 Puntos de febrero de 1920—, pero lo proclamó inmutable, haciendo caso omiso al mismo tiempo de muchas de sus disposiciones. Aunque se celebraban sus aniversarios, fue, más que una guía de actuación, una señal de que había cesado el debate dentro del partido. Hitler, en su primera alocución pública como canciller, ridiculizó a los que decían: «Muéstranos los detalles de tu programa. Me he negado siempre a presentarme ante este Volk para hacer promesas baratas».[78]
De esta relación especial del fascismo con la doctrina se derivaron varias consecuencias. Lo que contaba era el celo resuelto de los fieles, más que su asentimiento razonado.[79] Los programas eran despreocupadamente fluidos. La relación entre los intelectuales y un movimiento que desdeñaba el pensamiento era aún más embarazosa que las relaciones notoriamente espinosas de los compañeros de viaje intelectuales con el comunismo. Muchos intelectuales asociados con los primeros tiempos del fascismo lo abandonaron e incluso pasaron a la oposición cuando los movimientos fascistas triunfantes llegaron a los acuerdos de compromiso necesarios para conseguir aliados y poder, o, en otros casos, cuando revelaron su brutal antiintelectualismo. Nos encontraremos con algunos de esos intelectuales desertores a lo largo del texto.
La instrumentalización radical de la verdad por parte del fascismo explica por qué los fascistas no se molestaron nunca en exponer una casuística cuando cambiaron su programa, como hicieron a menudo y sin el menor reparo. Stalin se consideraba obligado a demostrar por escrito que sus directrices políticas se atenían a los principios expuestos por Marx y Lenin; Hitler y Mussolini nunca se molestaron en dar justificaciones teóricas de ningún género. Das Blut o la razza determinaban quién tenía razón. Eso no significa, sin embargo, que las raíces ideológicas de los movimientos fascistas iniciales no sean importantes. Necesitamos determinar exactamente lo que la historia intelectual y cultural de los fundadores pueda contribuir a la comprensión del fascismo y lo que no.
Los intelectuales de los primeros tiempos ejercieron varios tipos de influencias importantes. En primer lugar, ayudaron a crear un espacio para los movimientos fascistas debilitando la vinculación de la élite a los valores de la Ilustración, hasta entonces aceptados y aplicados de forma muy generalizada en el marco concreto del gobierno constitucional y de la sociedad liberal. Los intelectuales hicieron posible además imaginar el fascismo. Lo que dijo Roger Chartier sobre la preparación cultural como la «causa» de la Revolución francesa es perfectamente aplicable también a la historia del fascismo: «Atribuir “orígenes culturales” a la Revolución francesa no significa en absoluto establecer las causas de la Revolución; indica, más bien, algunas de las condiciones que la hicieron posible porque era concebible».[80] Finalmente, los intelectuales ayudaron a efectuar un cambio emotivo sísmico en el que la izquierda no era ya el único recurso para los descontentos y para los embriagados por el sueño del cambio.
Los puntales ideológicos del fascismo volvieron a resultar decisivos en las etapas finales, como guía y acompañamiento de la radicalización del periodo bélico. Cuando el núcleo duro fascista se independizó de sus aliados conservadores en el frente de combate o en el territorio enemigo ocupado, sus odios raciales y su desprecio por los valores liberales o humanistas se reafirmaron en los campos de exterminio de Libia, Etiopía, Polonia y la Unión Soviética.[81]
Aunque el estudio de la ideología fascista ayuda a aclarar inicios y finales, es de mucha menos ayuda para entender los periodos intermedios del ciclo fascista. Los dirigentes fascistas, para poder convertirse en agentes políticos importantes, para ganar poder y para ejercerlo, se dedicaron a concertar alianzas y a llegar a acuerdos políticos, dejando a un lado con ello partes de su programa y aceptando la defección o la marginación de sus militantes iniciales. Examinaré esa cuestión más detenidamente en los capítulos 3 y 4.
Ninguna estrategia sólida para estudiar el fascismo puede dejar de examinar todo el marco en el que se formó y creció. Algunos tratamientos del fascismo empiezan con la crisis para la que el fascismo era una respuesta, corriendo el riesgo de convertir la crisis en una causa. Según los marxistas, fue una crisis del capitalismo la que dio origen al fascismo. Los capitalistas, al no poder asegurarse mercados en constante expansión, acceso cada vez mayor a materias primas y una mano de obra barata siempre disponible mediante el uso normal de los regímenes constitucionales y los mercados libres, se vieron obligados, dicen los marxistas, a buscar algún nuevo medio de lograr esos fines por la fuerza.
Otros consideran que la crisis fundacional fue la incapacidad de la sociedad y el Estado liberal —en el sentido de laissez-faire del liberalismo vigente en aquella época— para afrontar los retos que se plantearon después de 1914. Las guerras y las revoluciones crearon problemas que el Parlamento y el mercado —las principales soluciones liberales— parecían incapaces de resolver: las perturbaciones de las economías dirigidas de época de guerra y el paro generalizado tras la desmovilización; la inflación galopante; el aumento de las tensiones sociales y una corriente favorable a la revolución social; la ampliación del voto a masas de ciudadanos escasamente ilustrados sin ninguna experiencia de responsabilidad cívica; pasiones exaltadas por la propaganda de época de guerra; trastornos en el comercio internacional y el cambio por las deudas de guerra y por las fluctuaciones monetarias. El fascismo propuso nuevas soluciones para estos retos. Examinaré esa cuestión crucial con más detalle en el capítulo 3.
Los fascistas odiaban a los liberales tanto como a los socialistas, pero por razones diferentes. Para los fascistas, la izquierda socialista e internacionalista era el enemigo y los liberales eran los cómplices del enemigo. Con su gobierno no intervencionista, su confianza en la discusión abierta, su débil control sobre la opinión de las masas y su renuencia al uso de la fuerza, los liberales eran, en opinión de los fascistas, guardianes culpables e incompetentes de la nación frente a la lucha de clases desencadenada por los socialistas. En cuanto a los propios asediados liberales de clase media, temerosos de una izquierda en ascenso, desconocedores del secreto de lo que atraía a las masas, enfrentados a las desagradables alternativas que les ofrecía el siglo xx, se mostraron a veces tan dispuestos a cooperar con los fascistas como los conservadores.
Toda estrategia para intentar comprender el fascismo debe tener en cuenta la amplia diversidad de sus ejemplos nacionales. La cuestión importante aquí es si los fascismos son más dispares que los otros «ismos».
Este libro adopta la posición de que lo son, porque rechazan cualquier valor universal que no sea el éxito de pueblos elegidos en una lucha darwiniana por la supremacía. La comunidad va por delante de la humanidad en los valores fascistas y servir al destino del Volk o la razza está por encima del respeto a los derechos individuales o al procedimiento debido.[82] Por tanto, cada movimiento fascista nacional individual da plena expresión a su propio particularismo cultural. El fascismo, a diferencia de los otros «ismos», no es para la exportación: cada movimiento guarda celosamente su propia receta para el resurgir nacional y los dirigentes fascistas parecen sentir poco parentesco, o ninguno, con sus primos extranjeros. Ha resultado imposible conseguir que funcionase una «internacional» fascista.[83]
En vez de mesarnos los cabellos desesperados ante las disparidades radicales del fascismo, convirtamos la necesidad en virtud. Porque la variedad invita a la comparación. Son precisamente las diferencias que separan al nazismo de Hitler del fascismo de Mussolini, y a ambos de, por ejemplo, el mesianismo religioso de la Legión del Arcángel Miguel de Corneliu Codreanu en Rumanía, las que dan pie a la comparación. La comparación, como nos recuerda Marc Bloch, es lo más útil para dilucidar diferencias.[84] Yo utilizo de ese modo la comparación. No me esforzaré por hallar similitudes, por decidir si un régimen se ajusta a la definición de alguna esencia fascista. Ese género de taxonomía, tan extendido en la literatura sobre el fascismo, no lleva muy lejos. En vez de eso, buscaré con la mayor precisión posible las razones que hay detrás de los resultados dispares. Movimientos que se autodenominaron fascistas o que se configuraron deliberadamente a imitación de Mussolini existieron en todos los países europeos después de la Primera Guerra Mundial y, en algunos casos, fuera del mundo occidental. ¿Por qué tuvieron resultados tan diferentes en sociedades diferentes movimientos de inspiración similar? La comparación utilizada de este modo será una estrategia básica en esta obra.
¿Hacia dónde vamos a partir de aquí?
Ante la gran variedad de fascismos y el carácter esquivo del «mínimo fascista», ha habido tres tipos de reacción. Como vimos al principio, algunos investigadores, exasperados por la imprecisión del término fascismo en el uso común, niegan que tenga algún significado útil. Han propuesto seriamente limitarlo al caso particular de Mussolini.[85] Si siguiésemos su consejo, llamaríamos al régimen de Hitler nazismo; al régimen de Mussolini, fascismo, y a cada uno de los otros movimientos emparentados, por su propio nombre. Trataríamos cada uno de ellos como un fenómeno diferenciado.
Este libro rechaza semejante nominalismo. El término fascismo ha de rescatarse del uso impreciso, no desecharse a causa de él. Sigue siendo indispensable. Necesitamos un término genérico para lo que es, en realidad, un fenómeno general, la novedad política más importante del siglo xx: un movimiento popular contra la izquierda y contra el individualismo liberal. Es considerando el fascismo cómo con mayor claridad se aprecia lo que diferencia al siglo xx del siglo xix, y lo que debe evitar el siglo xxi.
La amplia variedad que se da en los fascismos, que ya hemos comentado, no es ninguna razón para abandonar el término. No dudamos de la utilidad de comunismo como término genérico debido a que sus manifestaciones sean profundamente diferentes en, por ejemplo, Rusia, Italia y Camboya. Ni desechamos el término liberalismo porque las políticas liberales adopten formas dispares en la Inglaterra victoriana lectora de la Biblia y partidaria del libre comercio, en la Francia proteccionista y anticlerical de la Tercera República o en el Reich alemán agresivamente unido de Bismarck. De hecho liberalismo sería un candidato mejor aún a la abolición que fascismo, ahora que los estadounidenses consideran a los «liberales» la extrema izquierda, mientras que los europeos llaman «liberales» a los que abogan por un mercado libre de laissez-faire sin intervencionismo, como Margaret Thatcher, Ronald Reagan y George W. Bush. Ni siquiera el fascismo llega a ser tan equívoco como eso.
Una segunda propuesta ha sido aceptar la variedad del fascismo y recopilar un estudio enciclopédico de sus muchas formas.[86] La descripción enciclopédica proporciona detalles ilustrativos y fascinantes, pero nos deja con algo que recuerda a un bestiario medieval, con sus grabados de cada criatura, clasificadas por apariencias externas, fijadas contra un fondo estilizado de ramas o de rocas.
Un tercer enfoque afronta la variedad construyendo un «tipo ideal» que no se ajusta exactamente a ningún caso, pero nos permite postular una especie de «esencia» representativa. La definición concisa reciente del fascismo como un «tipo ideal» que cuenta con una aceptación más generalizada es la del investigador inglés Roger Griffin: «Fascismo es un tipo de ideología política cuyo núcleo mítico en sus diversas permutaciones es una forma palingenésica de ultranacionalismo populista».[87]
Este libro se propone dejar a un lado, por el momento, tanto el bestiario como la esencia. Nos condenan a una visión estática y a una perspectiva que conduce a considerar el fascismo en un estado de aislamiento. Observemos, en vez de eso, al fascismo en acción, desde sus inicios a su cataclismo final, dentro de la red compleja de interacción que forma con la sociedad. Los ciudadanos ordinarios y los titulares del poder político, social, cultural y económico que ayudaron al fascismo, o no se opusieron a él, pertenecen a la historia. Cuando hayamos terminado, puede que nos hallemos en mejores condiciones para formular una definición apropiada del fascismo.
Necesitaremos tener una idea clara de los dos socios de coalición principales del fascismo, los liberales y los conservadores. Utilizo en este libro liberalismo en su sentido original, el significado vigente en la época en que surgió el fascismo en su contra, en vez del uso estadounidense actual ya comentado. Los liberales europeos de principios del siglo xx se estaban aferrando a lo que había sido progresista un siglo atrás, cuando estaba aún asentándose el polvo de la Revolución francesa. A diferencia de los conservadores, aceptaban los objetivos de libertad, igualdad y fraternidad de la revolución, pero los aplicaban de formas aceptables para una clase media ilustrada. Los liberales clásicos interpretaban la libertad como libertad personal individual, preferían el gobierno constitucional limitado y una economía de laissez-faire a cualquier tipo de intervención estatal, fuese mercantilista, como a principios del siglo xix, o socialista, como más tarde. La igualdad la entendían como oportunidad hecha accesible al talento por la educación; aceptaban la desigualdad del logro y, por tanto, del poder y la riqueza. Consideraban que la fraternidad era la condición normal de los hombres libres —y tendían a considerar los asuntos públicos como asuntos de los hombres—, por lo que no había ninguna necesidad de un refuerzo artificial, ya que los intereses económicos eran armoniosos por naturaleza y la verdad afloraría en un mercado libre de las ideas. Es en ese sentido en el que utilizo yo el término liberal en este libro, y nunca en su significado estadounidense actual de «extrema izquierda». Los conservadores querían orden, tranquilidad y las jerarquías heredadas de riqueza y nacimiento. Les inspiraba la misma aversión el entusiasmo de las masas fascistas que el tipo de poder total que los fascistas querían conseguir. Lo que ellos deseaban era obediencia y respeto, no una movilización popular peligrosa, y querían limitar las tareas del Estado a las funciones de un «vigilante nocturno» que mantendría el orden mientras las élites tradicionales gobernaban a través de la propiedad, las Iglesias, los Ejércitos y la influencia social heredada.[88]
Los conservadores europeos, en términos más generales, aún seguían rechazando en 1930 los principios básicos de la Revolución francesa, preferían la autoridad a la libertad, la jerarquía a la igualdad y el respeto a la fraternidad. Aunque muchos de ellos pudiesen considerar útiles a los fascistas, esenciales incluso, en su lucha por la supervivencia contra los liberales dominantes y una izquierda en ascenso, algunos sabían muy bien que sus aliados fascistas tenían un programa distinto y les consideraban unos zafios advenedizos que les inspiraban una repugnancia desdeñosa.[89] Cuando bastaba el simple autoritarismo, los conservadores lo preferían con mucho. Algunos de ellos mantuvieron hasta el final su posición antifascista. Pero la mayoría de los conservadores estaban seguros de que el comunismo era peor. Colaboraban con los fascistas en caso de que pareciese probable, si no lo hacían, que ganase la izquierda. Hicieron causa común con los fascistas con el mismo espíritu que Tancredi, el joven aristócrata contumaz de la gran novela de Giuseppe di Lampedusa sobre la decadencia de una familia de la nobleza siciliana, El Gatopardo: «Tendrán que cambiar las cosas si queremos que sigan como están».[90]
Los fascismos que hemos conocido llegaron al poder con la ayuda de exliberales asustados y tecnócratas oportunistas y exconservadores y gobernaron en una asociación más o menos incómoda con ellos. Seguir estas coaliciones verticalmente a lo largo del tiempo, como movimientos convertidos en regímenes, y horizontalmente en el espacio, según se fueron adaptando a las peculiaridades de los marcos nacionales y a las oportunidades del momento, exige algo más elaborado que la dicotomía tradicional movimiento/régimen. Propongo, pues, que examinemos el fascismo en un ciclo de cinco etapas: (1) la creación de los movimientos; (2) su arraigo en el sistema político; (3) su toma del poder; (4) el ejercicio de ese poder; (5) y, por último, el largo plazo, durante el cual el régimen fascista elige radicalización o entropía. Aunque cada etapa sea un requisito previo de la siguiente, nada exige que un movimiento fascista los complete todos, ni siquiera que se desplace solo en una dirección. La mayoría de los fascismos se detuvieron pronto, algunos dieron marcha atrás y hubo a veces rasgos de varias etapas que siguieron operando al mismo tiempo. Si bien la mayoría de las sociedades modernas generaron movimientos fascistas en el siglo xx, solo unas pocas tuvieron regímenes fascistas. Solo en la Alemania nazi se aproximó el régimen fascista a los horizontes exteriores de la radicalización.
Diferenciar las cinco etapas del fascismo proporciona varias ventajas. Permite una comparación plausible entre movimientos y regímenes en grados equivalentes de desarrollo. Nos ayuda a ver que el fascismo, lejos de ser estático, fue una sucesión de procesos y de elecciones: búsqueda de una base de seguidores, formación de alianzas, intentos de conseguir el poder, luego el ejercicio de este. Ese es el motivo de que los instrumentos conceptuales que iluminan una etapa puedan no funcionar necesariamente igual de bien en otras. Pasemos, pues, ahora a examinar cada una de las cinco etapas.
[1]Friedrich Engels, prefacio de 1895 a Karl Marx, The Class Struggles inFrance (1848-1850), en The Marx-EngelsReader, ed. Robert C. Tucker, 2ª ed., Nueva York, W. W. Norton, 1978, p. 571.
[2]Alexis de Tocqueville, Democracy inAmerica, trad., ed. e intro. de Harvey C. Mansfield y Delba Winthrop, Chicago, University of Chicago Press, 2000, p. 662, (vol. II, parte 4, cap. 6).
[3]Georges Sorel, Reflections onViolence, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, pp. 79-80.
[4]Escribo con mayúscula Fascismo cuando me refiero al régimen, el partido y el movimiento italianos; dejo fascismo en minúscula cuando me refiero al fenómeno general.
[5]Véase Maurice Agulhon, Marianne au combat: L’imagerie et la symbolique républicaine de 1789a 1880, París, Flammarion, 1979, pp. 28-29, 108-109, y Marianne au pouvoir, París, Seuil, 1989, pp. 77, 83.
[6]Simonetta Falasca-Zamponi, Fascist Spectacle: The Aesthetics of Power in Mussolini’s Italy, Berkeley, University of California Press, 1997, pp. 95-99.
[7]Mussolini había sido una personalidad destacada del ala revolucionaria del Partido Socialista Italiano, hostil al reformismo y que miraba con recelo los acuerdos y compromisos del ala parlamentaria del partido. En 1912, con solo 29 años de edad, le nombraron director del periódico del partido, Avanti. Fue expulsado del partido en el otoño de 1914 por la mayoría pacifista de este debido a que propugnaba la participación de Italia en la Primera Guerra Mundial.
[8]Pierre Milza, Mussolini, París, Fayard, 1999, pp. 174, 176, 189. Mussolini llamaba ya en 1911 al grupo socialista local que él dirigía en Forlì un fascio. R. J. B. Bosworth, Mussolini, Londres, Arnold, 2002, p. 52.
[9]Este término se explica en las pp. 16-17.
[10]Tras la derrota de los Ejércitos italianos en Caporetto en noviembre de 1917, un gran grupo de diputados y senadores liberales y conservadores formaron un fascio parlamentare di difesa nazionale para conseguir que la opinión pública apoyase el esfuerzo bélico.
[11]La lista creció más tarde con añadidos oportunistas cuando figurar entre los fundadores (los sansepolcristi) pasó a resultar ventajoso. Renzo de Felice, Mussolini il rivoluzionano, 1883-1920, Turín, Einaudi, 1965, p. 504.
[12]Este término se explica en la p. 18.
[13]Hay una versión inglesa de los discursos de Mussolini de ese día incluida en Charles F. Delzell, Mediterranean Fascism, 1919-1945, Nueva York, Harper & Row, 1970, pp. 7-11. Las exposiciones más concretas son de De Felice, Mussolini il rivoluzionario, pp. 504-509, y Milza, Mussolini, pp. 236-240.
[14]Texto del 6 de junio de 1919, en De Felice, Mussolini il rivoluzionario, pp. 744-745. Versiones inglesas en Jeffrey T. Schnapp (ed.), A Primer of Italian Fascism, Lincoln, NE, University of Nebraska Press, 2000, pp. 3-6, y Delzell, pp. 12-13.
[15]Mussolini llegó a este número espectacular y exagerado contando todos los fragmentos, grandes y pequeños, que le hirieron en febrero de 1917 durante un ejercicio de instrucción con un lanzagranadas.
[16]Una introducción útil al sindicalismo es Jeremy Jennings, Syndicalism in France: A Study of Ideas, Londres, Macmillan, 1990. El sindicalismo revolucionario atraía más a los trabajadores fragmentados y poco organizados de España e Italia que a los numerosos trabajadores bien organizados del norte de Europa, que tenían algo que ganar con la legislación reformista y con huelgas tácticas en apoyo de demandas en centros de trabajo específicos. En realidad es posible que atrajese más a intelectuales que a trabajadores. Véase Peter N. Stearns, Revolutionary Syndicalism y French Labor: Causewithout Rebels, New Brunswick, NJ, Rutgers University Press, 1971.
[17]Zeev Sternhell et al., The Birth of Fascist Ideology, Princeton, Princeton University Press, 1994, pp. 160 y ss.; David Roberts, The Syndicalist Tradition and Italian Fascism, Chapel Hill, University of North Carolina Press, 1979; Emilio Gentile, Le origini dell’ideologia fascista