Arbitraje en contrataciones con el Estado - Alfredo F. Soria Aguilar - E-Book

Arbitraje en contrataciones con el Estado E-Book

Alfredo F. Soria Aguilar

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Beschreibung

El arbitraje ha demostrado ser un mecanismo de solución de controversias célere, especializado y de gran confianza para las partes. Es por ello que este mecanismo heterocompositivo se utiliza con mayor frecuencia en el ámbito internacional.Desde hace algunos años, el arbitraje es la vía a través de la cual las múltiples entidades del Estado peruano solucionan sus controversias cuando este contrata bienes, servicios u obras. Incluso, ha establecido algunas reglas particulares que serán aplicables a estos arbitrajes entre el Estado y sus contratistas o proveedores.El libro Arbitraje en contrataciones con el Estado reúne la opinión de 17 especialistas en esta materia. Esta obra colectiva resulta esencial para quienes participan en arbitrajes en contratación con el Estado, así como para estudiantes de pregrado y posgrado de Derecho.

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Alfredo F. Soria Aguilar (coord.)

Abogado por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP). Magíster en Derecho de la Empresa por la misma casa de estudios. Profesor de Contrataciones con el Estado y Arbitraje en la Facultad de Derecho de la Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), y de Contratos en la Facultad de Derecho de la PUCP y en la Universidad del Pacífico; y docente en la Escuela de Posgrado de la UPC y de la PUCP.

Integrante de la nómina de árbitros del Centro de Arbitraje de la Cámara de Comercio de Lima y del Centro de Análisis y Resolución de Conflictos de la PUCP, entre otras importantes instituciones arbitrales. Ha sido miembro de decenas de tribunales arbitrales sobre contratación con el Estado, y contratación civil y comercial.

© Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)

Autores:

Luis Juárez Guerra, Roxana Sotomarino, Sheilah Vargas Soto, Roberto Carlos Benavides Pontex, Luis Enrique Ames Peralta, Daniel Triveño Daza, Lourdes E. Luna Valdez, José Rodrigo Rosales Rodrigo, Alfredo F. Soria Aguilar (coord.), Josefina Salinas, María Hilda Becerra Farfán, Ana Cristina Velásquez De La Cruz, Antonio Corrales Gonzales, José Zegarra Pinto, Leonardo Manuel Chang Valderas, Ricardo Rodríguez Ardiles y José Antonio Sánchez Romero

Edición:

Luisa Fernanda Arris

Corrección de estilo:

Luigi Battistolo

Diseño de cubierta y diagramación:

Dickson Cruz Yactayo

Editado por:

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas S. A. C.

Av. Alonso de Molina 1611, Lima 33 (Perú)

Teléfono: 313-3333

www.upc.edu.pe

Primera edición: agosto de 2024

Versión e-book: agosto de 2024

Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC)

Biblioteca

Alfredo F. Soria Aguilar (coord.)

Arbitraje en contrataciones con el Estado

Lima: Universidad Peruana de Ciencias Aplicadas (UPC), 2024

ISBN de la versión epub: 978-612-318-525-1

ARBITRAJE, CONTRATOS PÚBLICOS, COMPRAS DEL GOBIERNO, LEGISLACIÓN, PERÚ

347.09 SORI

DOI: http://dx.doi.org/10.19083/978-612-318-525-1

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú n.° 2024-07423

La publicación fue sometida al proceso de arbitraje o revisión de pares antes de su divulgación.

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo, por escrito, de la editorial.

El contenido de este libro es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente la opinión de los editores.

Capítulo 1

¿Se justifica una Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas?

Luis Juárez Guerra1

Introducción

Como ha sido recordado recientemente al cumplir sus 25 años, la Ley 268502, Ley de Contrataciones y Adquisiciones del Estado, marcó un hito en la solución de controversias derivadas de tales contratos al establecer como mecanismo definitivo el arbitraje.

Sin embargo, durante este primer cuarto de siglo, y a la luz de la casuística y la jurisprudencia derivadas de estos casos, se han generado constantes desencuentros que van desde sucesivas propuestas de modificación del denominado “arbitraje en contrataciones públicas” hasta su virtual desaparición para retornar al fuero judicial.

El presente trabajo circunscribe su objeto a evaluar la permanencia del arbitraje como mecanismo de solución de estas controversias, para lo cual centra su análisis en la discusión respecto a si es necesario o no implementar un cuerpo legislativo propio, bajo la denominación de “Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas”, “Ley de Arbitraje Administrativo” o “Ley de Arbitraje Estatal”.

1.1 Estado de la cuestión

Al cumplirse las “bodas de plata” del arbitraje en la contratación pública, no todo ha sido materia de celebración, ya que se produjeron enfrentamientos entre familiares de ambos lados (privatistas y publicistas). Por supuesto, tampoco ha estado libre de escándalos3, como ocurre, se diría, hasta en las mejores familias.

Desde un inicio, en que empezaron a relucir las “personalidades” (naturaleza y características propias) de los “consortes”, empezaron los roces y problemas en la aplicación del arbitraje en las contrataciones públicas.

muy pronto aparecieron sucesivas y periódicas modificaciones a la normativa de contrataciones públicas a fin de corregir o perfeccionar su aplicación práctica en relación, entre otros, con el capítulo de solución de controversias y, en particular, con el arbitraje.

Así, y como refiere Rodríguez Ardiles (2011), la decisión legislativa bajo comentario

conllevó a que la concepción originaria de que el arbitraje derivado de las compras públicas se rigiera por la normativa general del arbitraje4, fuera en corto tiempo perdiendo vigencia, y se pasara a asumir que este arbitraje emanaba de una legislación propia, al menos en sus aspectos más relevantes, dadas las particularidades de las partes | y de las mismas controversias, lo que se empieza a notar en leyes posteriores, llegándose a acuñar la expresión de que nos encontramos frente a un arbitraje administrativo o a un arbitraje del Estado (p. 127).

Sin embargo, no se pueden entender estos desencuentros, ni mucho menos el propósito del presente artículo, sin antes recurrir a los argumentos y premisas que cada una de las partes ha esbozado para defender sus fueros y apostar por la continuidad del “matrimonio”, renunciando lo menos posible a su esencia o naturaleza.

1.1.1 “Los Capuletos”5

En defensa del arbitraje se han exaltado, entre otras virtudes, las de confidencialidad, celeridad, predictibilidad, flexibilidad y menores formalidades. Pero, además,

en el caso de la industria de la construcción, la alta complejidad legal y técnica, los largos plazos de ejecución, la casi infinita variedad de situaciones que pueden presentarse y los innumerables documentos que suelen formar parte de un contrato de construcción o concesión, hacen casi imprescindible que se pacte un mecanismo de solución de controversias flexible, especializado y eficiente como lo es el arbitraje (Campos, 2007, p. 356).

El propio Trayter (miembro de la familia opuesta) resalta las bondades del denominado “arbitraje de derecho administrativo” al referir que

el proceso contencioso-administrativo se desarrolla de forma lenta, concluye con una sentencia no siempre bien fundada y, aun reconociéndose el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva (art. 24.1 ce), esa resolución en muchas ocasiones o bien resulta de imposible ejecución o bien carece de interés alguno pues las circunstancias personales y reales han variado de tal modo que nada tienen que ver con el origen del litigio (Trayter, 1997, p. 75).

En ese contexto, agrega:

adquieren especial trascendencia los denominados medios alternativos de resolución de conflictos, entre los que destaca, con luz propia, el arbitraje de derecho administrativo (Trayter, 1997, p. 76).

La transcendencia de las contrataciones estatales (por su finalidad y el uso de recursos públicos) conlleva a que el carácter confidencial, propio del arbitraje, ceda en este caso a fin de transparentar, por lo menos, los aspectos relevantes del proceso, tales como el laudo arbitral6.

Sobre la celeridad, el constante incremento de casos arbitrales y la decisión normativa de dar prioridad o preferencia a los arbitrajes institucionales7 han generado la percepción de una mayor demora en la resolución de los casos, frente a lo cual se ha presentado también una defensa cuantitativa del arbitraje en la contratación del Estado (Castillo & Vargas, 2022), a propósito de un proyecto de ley8 que pretendía retornar nuevamente al sistema judicial como mecanismo para la solución de una parte de estas controversias. Así, la defensa incide en la aún excesiva carga de casos en el poder judicial9, lo que, aunado a la nueva carga arbitral por atender, haría incluso más engorrosa y dilatada una pronta decisión de las controversias arbitrales. Ciertamente, una poderosa razón para implementar en su momento el arbitraje se sustentó en su celeridad, la cual se vio menguada por ―entre otras― las razones antes señaladas, no obstante que mecanismos complementarios como el de las juntas de resolución de disputas (JRD) vienen colaborando como filtro para discutir en sede arbitral lo que aquellas no puedan terminar de dirimir por carecer de carácter jurisdiccional, pero, sobre todo, por la tendencia de las partes a agotar todas las instancias posibles.

Con relación a la predictibilidad, entendemos que supone el conocimiento anticipado de decisiones arbitrales precedentes, lo que permite al justiciable tener mayor referencia en torno a la probable decisión que se pudiera adoptar sobre su controversia. Sin embargo, y como se refirió en su momento (Rojas, 2011), tal propósito se vio frustrado por la falta de remisión de laudos de parte de los árbitros, pese a constituir una obligación legal expresa de su parte.

En cuanto al carácter flexible del arbitraje, sigue siendo tal vez el principal de sus atributos, al permitir adecuar las reglas del proceso y su propio desarrollo a las necesidades del caso particular, teniendo siempre como norte la adecuada solución del caso y el respeto al debido proceso. Sin embargo, no ha estado exento de críticas, ya que un uso incorrecto o excesivo del mismo puede significar el rompimiento de la igualdad de trato entre las partes. En particular, la discrecionalidad que la ley de arbitraje10 otorga a los árbitros para modificar plazos vencidos ha sido objeto de críticas de parte de propios defensores del arbitraje, al señalar que “el referido inciso 4 del artículo 34 es una pésima norma cargada de los mejores propósitos; y es que dicen que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones” (Castillo Freyre, 2010, p. 103).

Por su parte, Bullard ha referido que el cuestionamiento a que privados (árbitros) puedan decidir sobre lo público no toma en cuenta que la estatización del sistema de justicia no tiene más de ocho siglos. Con anterioridad a ello estuvo en manos de particulares. Pero, además, refiere que la crítica se diluye ante la constatación de la doble actuación que despliega el Estado, a veces bajo actos iure imperium y en otras ocasiones bajo actos iure gestionis, este último caracterizado por su actuación como un particular más, que lo hace, por tanto, susceptible de someterse a cortes privadas (Bullard, 2006). Lo que resulta destacable de tal análisis es el sustento de la posición desde la propia terminología y los fueros del derecho administrativo invocado por el autor, al dejar entrever que, incluso desde el propio seno del derecho público, podemos encontrar conceptos que respaldan el uso del arbitraje para dirimir controversias en las que entran en juego, no atribuciones o prerrogativas inherentes a la función administrativa, sino tan solo a aquellas en las que el Estado es otro participante del mercado. Ciertamente, no se puede negar la trascendencia de las contrataciones públicas para el cumplimiento del rol del Estado, ni la de este último como operador de dicho sistema, pero no al punto de hacerlo sacrosanto, intocable e inobjetable. Trataremos más adelante sobre este mismo tema, a propósito de la réplica de un autor administrativista.

1.1.2 “Los Montescos”

Trayter ha sido bastante enfático en destacar como característica esencial del arbitraje la de la voluntad de las partes (cláusula arbitral) para la configuración, implementación o existencia de un arbitraje. Así, refiere que “hacer obligatoria esta institución implica una desnaturalización de la misma, llegando entonces a hablarse de otra cosa, pero no de arbitraje”, y agrega que, “pese a la denominación [de arbitraje en derecho administrativo], esos tribunales tienen carácter forzoso u obligatorio para las partes y, por tanto, no nos encontramos ante instituciones arbitrales sino auténticas jurisdicciones especiales” (Trayter, 1997, p. 79).

Como sabemos, el carácter forzoso u obligatorio del arbitraje en contrataciones públicas, en sede nacional, se origina con su implementación legislativa como mecanismo de solución de tales controversias, lo cual se positiviza en el literal b del artículo 41 de la Ley 2685011. Sin embargo, fue en su Reglamento (Decreto Supremo 039-98-PCM), en el artículo 130, que se introdujo por vez primera el término obligación12. Ciertamente, en un inicio el carácter obligatorio del arbitraje se circunscribió a los procesos de licitación y concurso público, con aplicación obligatoria a todos los contratos regulados por la normativa de contrataciones públicas recién a partir de la modificación introducida por la Ley 27330 (publicada el 26 de julio de 2000)13. Finalmente, esta última ley modificatoria estableció la obligatoriedad del arbitraje respecto de todos los contratos regulados bajo dicha normativa14.

La referencia al carácter obligatorio del arbitraje en contrataciones públicas constituye, a criterio del autor, una primera nota diferenciadora respecto del arbitraje convencional o general, caracterizado por la plena autonomía y libertad de las partes en la utilización del citado mecanismo en la solución de sus controversias. Por supuesto, puede argumentarse también que no existe tal imposición u obligatoriedad, en la medida en que la parte privada, haciendo uso de su plena libertad de contratación, puede optar por no contratar con el Estado, y con ello evitar someterse a la jurisdicción arbitral. Sin embargo, a nuestro entender, tal afirmación se encuentra en un plano distinto, ya que no solo implica someternos a las disposiciones contractuales establecidas de antemano en las bases administrativas, sino que, además, se impone el mecanismo o jurisdicción ante el que se dilucidarán las controversias que surjan entre las partes. Cabe recordar aquí el principio de separabilidad de las disposiciones contractuales acerca de la cláusula arbitral, como negocios jurídicos distintos.

Finalmente, es pertinente precisar que no constituye ánimo alguno entrar a cuestionar aquí el carácter obligatorio o no del arbitraje en contrataciones públicas, sino tan solo destacar la diferenciación respecto al arbitraje en general, el cual se basa en el acuerdo de voluntades para su implementación. Si bien resulta discutible en un aspecto teórico la aparente afectación al carácter voluntario del arbitraje, lo relevante será (es) la manera en que se desarrolle o utilice el arbitraje como herramienta jurídica para la solución de este tipo de controversias, pues, finalmente, lo fundamental es la consecución de la paz social (objetivo de todo mecanismo de solución de controversias), antes que el vehículo para lograrlo.

De otro lado, Martínez López-Muñiz (2011) incide directamente en la necesidad de distinguir lo que es propio del derecho público, en contraposición a lo propio del derecho privado. Una de tales manifestaciones, sostiene, radica en la diferente conceptualización de la propiedad privada respecto de la propiedad pública, de manera tal que, mientras que la primera se caracteriza por un uso, disfrute y disposición del bien, con mínimas restricciones en atención a la función social de la propiedad privada, la segunda se distingue por una finalidad distinta. Así:

podrá hablarse si se quiere convencionalmente de una propiedad pública y de una propiedad privada, pero ha de estar claro que esta es exclusiva de los sujetos privados y aquella de los públicos. Mientras que la privada habrá́ de ser la expresión de libertad que explicábamos, constituyendo por eso un importante derecho fundamental constitucional e internacionalmente garantizado (y reservado a la ley, que deberá́ respetar en todo caso su contenido esencial), la pública es una necesidad operativa del poder público, que, como todo en él, ha de sujetarse plena, intrínseca, positivamente, al ordenamiento jurídico que regule su configuración [así,] con respecto a los bienes de uso público, cabe negar asimismo que el poder público titular del demanio posea el derecho o poder de goce y disfrute, de uso y aprovechamiento que es propio de la propiedad, y menos con la libertad que es esencial a la propiedad privada […] tanto las facultades de disposición como las de uso y aprovechamiento sobre los bienes públicos patrimoniales, mantienen una diferencia sustancial con las que son inherentes al derecho de propiedad privada y esenciales a él: no tienen contenido alguno de libertad propiamente dicha, sino que están estrictamente sujetas a una regulación jurídico-pública no poco densa y a todos los principios propios del actuar de la administración pública, los más importantes de los cuales tienen incluso rango constitucional

Pero no solo ello, sino que, además, a decir del autor, una consecuencia de lo anterior se manifiesta en la manera en que el poder público contrata con el privado, lo cual no se da en un plano o relación de igualdad (como ocurriría entre privados), pues aquí el segundo se somete a las reglas e imposiciones propias del derecho público. De hecho, sostiene Martínez López-Muñiz (2011), una determinada contratación pública no se origina o proviene de la suscripción del respectivo contrato, que es una mera formalidad, sino con la adjudicación a favor del privado que realiza la administración, la cual no se diferencia de cualquier otro derecho concedido por esta, como cuando otorga una licencia u otro beneficio a un administrado.

No cabe duda de que la propiedad pública se distingue de la privada por la función e interés público que persigue la primera, estando sujeta por tanto a una serie de corsés normativos que regulan su pleno ejercicio. Sin embargo, una situación es (debería ser) la manera en que se ejerce la propiedad pública dentro de la esfera de la administración una vez que esta ingresa al patrimonio público, lo cual nos parece correcto, y otra situación distinta es (debería ser) la manera en que esta se incorpora a dicho patrimonio.

Sostener que el privado actúa en el proceso de contratación pública como un mero administrado, un colaborador de la Administración Pública, un sujeto pasivo “bendecido” con la adjudicación, sin posibilidad alguna (o muy poca) de participar activamente en el proceso de contratación, no hace sino relegar a aquel que conoce mejor del producto adjudicado. Pero, más grave aún, puede terminar por ahuyentar a los mejores y más eficientes proveedores del mercado, pues difícilmente querrán estos atarse a reglas que los sometan al poder público sin mayor justificación que la de la teoría de su colaboración con la función administrativa. y es que, como es conocido, todo contrato (sea público o privado) es, además de un negocio jurídico, una operación económica basada en una adecuada asignación o distribución de riesgos entre las partes.

De este modo, si bajo la lógica antes descrita el privado es quien debe asumir mayores riesgos, dicha “colaboración” se debería traducir en el pago de una contraprestación (precio) final acorde al riesgo y a la prestación asumidos, lo cual no siempre parece ser considerado por la administración, ya que en la configuración de los precios no se suelen incorporar, como componente o alia, todos estos mayores riesgos. Ciertamente, no nos referimos únicamente al valor de mercado de la prestación (que en algunos casos puede derivar de un inadecuado estudio de tal mercado), sino también a todos aquellos riesgos que pudieran afectar el valor final de la contraprestación, generados durante la ejecución del contrato por factores atribuibles a la entidad o ajenos a las partes.

Para nuestro caso específico, se puede contraargumentar que la normativa de contrataciones públicas contiene desde ya disposiciones y mecanismos destinados a restablecer el equilibrio económico del contrato, pero, como veremos luego, el privado, con regularidad, tendrá que transitar un arbitraje para lograr ello, y no necesariamente en la dimensión que restituya tal equilibrio15, de resultar favorable su reclamo.

Así, esta suerte de argumentación circular o tautológica, consistente en sustentar la posición del poder público basado en las propias definiciones y construcciones teóricas del derecho público o administrativo, no hace sino jugar en contra del real propósito que este persigue (el bienestar o interés común), ya que cuanto más tuitiva es una legislación en favor de una parte, más contraproducente puede resultar para esa misma parte; una suerte de efecto boomerang.

En un plano aparentemente menos teórico, se ha esbozado la enorme responsabilidad que detentan los árbitros en la emisión de sus decisiones (laudos) en la medida en que constituyen única y definitiva instancia, no pudiendo revisarse el fondo de lo decidido, sino tan solo por aspectos formales vía recurso de anulación, a fin de preservar el debido proceso (Corrales Gonzales, 2014; León Flores, 2011). Frente a ello, y como también ha referido León Flores, se han venido cuestionando los laudos en sede judicial mediante la invocación de una inadecuada motivación del mismo (que abarca desde la falta o ausencia de motivación hasta la aparente o indebida motivación). Al respecto, el artículo 56 de la Ley de Arbitraje refiere lacónicamente que “todo laudo deberá ser motivado”, respecto de lo cual, Guzmán Galindo (2013) indica que hay quienes proponen que no se puede exigir a los árbitros motivaciones complejas, cuya inobservancia vía anulación importaría una suerte de apelación encubierta, lo cual no es propio del arbitraje, mientras que otra facción, apelando a criterios procesales, eleva el estándar de motivación al optar por una mayor rigurosidad en la elaboración de su contenido.

En este punto, resulta importante considerar el carácter adjetivo o instrumental del arbitraje en la solución de este tipo de controversias, cuyas disposiciones especiales definen la manera en que deben ser resueltas las mismas. Así, basta con revisar en toda su extensión el artículo 45 de la Ley de Contrataciones del Estado (referida al arbitraje) para advertir la rigurosidad y el cuidado que se exige al árbitro al momento de laudar, a fin de no transgredir las disposiciones de orden público16 allí reguladas. Por tanto, el hecho de que la naturaleza del arbitraje no exija un laudo complejo cede, en este caso, ante la materia específica que es objeto de arbitraje (la contratación pública) en la medida en que la instrumentalidad del primero se sujeta o actúa en función de la regulación especial del segundo. Siendo ello así, nos inclinamos por exigir la mayor rigurosidad en la motivación del laudo, no solo por tratarse de una decisión irrevisable en sus aspectos de fondo, sino, sobre todo, por la materia objeto de decisión, cuyas especiales disposiciones legales así lo exigen.

A continuación, haremos referencia a específicas disposiciones legales, tanto de la normativa de contrataciones públicas como de la Ley de Arbitraje, en las que se positiviza el desencuentro o confrontación referida en páginas anteriores, y que ha merecido no pocas disputas.

1.2 Puntuales discrepancias

Como ya se ha deslizado anteriormente, no ha sido pacífica la regulación normativa del arbitraje en contrataciones públicas, lo cual se ha visto reflejado en el tratamiento normativo que ha merecido en las distintas versiones (modificaciones) efectuadas a la normativa de contrataciones públicas en su conjunto, pero que, además, ha trascendido a la misma y ha recalado en la propia Ley de Arbitraje.

Así, repasaremos a continuación específicas disposiciones de las normas señaladas que han merecido modificaciones en su tratamiento legislativo, lo cual ha venido precedido o aparejado, y ha sido reflejo de sendas discusiones.

1.2.1 Materia no arbitrable (supuestos excluidos del arbitraje en contrataciones públicas)

El numeral 45.4 del artículo 4517 de la vigente Ley de Contrataciones del Estado establece materias específicas que no pueden ser sometidas a arbitraje, referidas a decisiones administrativas sobre prestaciones adicionales, así como a reclamacionescanalizadas vía enriquecimiento sin causa o indebido, pago de indemnizaciones o cualquier otra, vinculadas a prestaciones adicionales, cuando no medie decisión administrativa alguna, debiendo ser sometidas ante el Poder Judicial.

En relación con el primer supuesto (decisiones sobre prestaciones adicionales), es difícil encontrar un sustento teórico basado en la limitación de someter a arbitraje una atribución administrativa como la descrita, pues, de ser así, tampoco podrían arbitrarse todas las demás decisiones que sí son arbitrables, tales como la que se pronuncia sobre una ampliación de plazo, una liquidación de obra, una penalidad, o la nulidad o resolución del contrato, por mencionar algunas. Claramente, se trata de una simple opción legislativa que ha terminado por excluir, sin mayor sustento teórico, la posibilidad de someter a arbitraje decisiones vinculadas a prestaciones adicionales. Ampliando el razonamiento, no es que se esté limitando la posibilidad de discutir jurisdiccionalmente la negativa de una prestación adicional, sino que se está derivando su discusión al Poder Judicial, como si esa vía (incluido el derecho a la doble instancia) asegurara un mayor o mejor análisis por parte de los jueces.

En cuanto al segundo supuesto (reclamaciones vía enriquecimiento sin causa o indebido y otros), el tema es más discutible, pues, en efecto, se puede argumentar (con justa razón) que se trata de controversias ajenas a la relación contractual en la medida en que se derivan precisamente de actividades (prestaciones) que no están cobijadas o realizadas bajo los alcances de un acuerdo expreso o del contrato original, lo que impide invocar el convenio arbitral recogido en este último, dada su inexistencia.

De otro lado, y sobre la base de una interpretación literal y restrictiva18 de la norma, parece sostenible la posición (Castillo & Sabroso, 2016), según la cual la limitación allí señalada se restringe a pretensiones derivadas de prestaciones adicionales, por lo que cualquier otra pretensión sobre enriquecimiento sin causa o indebido, pago de indemnizaciones u otras no vinculada a prestaciones adicionales es materia arbitrable. El sustento de tal posición es el propio alcance (extensivo, no restrictivo) de lo dispuesto en el numeral 45.1 de la Ley de Contrataciones del Estado, de acuerdo con el cual “las controversias que surjan entre las partes sobre la ejecución, interpretación, resolución, inexistencia, ineficacia o invalidez del contrato se resuelven, mediante conciliación o arbitraje, según el acuerdo de las partes”.

1.2.2 Cláusulas exorbitantes. Facultades pro Administración Pública previstas en la normativa de contrataciones públicas

La preeminencia del interés público por sobre el privado queda evidenciada en las prerrogativas de las que goza la Administración Pública a lo largo del articulado de la normativa de contrataciones públicas.

De esta manera, mientras las entidades públicas pueden adoptar directamente medidas para que sean acatadas por la parte privada, con consecuencias definitivas en caso de que no sean cuestionadas, el privado tiene como única opción acudir al arbitraje para revertir la decisión administrativa adoptada (Amprimo Pla, 2017). Así, y salvo algunas facultades, como, principalmente, la de invocar la resolución del contrato, la normativa de contrataciones públicas no concede al contratista mayores atribuciones durante el íter contractual; tales otras prerrogativas son monopolizadas exclusivamente por la Administración Pública19.

Esta asimetría en las decisiones parece poner en desventaja al contratista, toda vez que, mientras que la entidad se limita a adoptar una decisión que se mantiene mientras no sea revertida, el contratista, en cambio, se ve obligado a tener que recurrir a mecanismos de solución de controversias para revertir tal decisión, con lo que tiene que soportar costos de tiempo (mayor permanencia para la conclusión del contrato), operatividad (gastos generales, renovación de garantías) y esfuerzos extras (destinados a elaborar y defender su posición). Ciertamente, no se descarta el probable uso (o abuso) estratégico que determinados privados puedan hacer del arbitraje, dado su carácter instrumental, a fin de buscar neutralizar o aletargar decisiones adoptadas por la Administración.

Si bien se invoca como sustrato de las prerrogativas de la Administración el de la defensa del interés público, no es menos importante también cautelar los legítimos derechos del contratista, sustentado en el principio de equidad y en la necesidad de preservar el equilibrio económico financiero del contrato, estos últimos reconocidos incluso por la normativa de contrataciones públicas20, cuyo tema ha sido desarrollado ampliamente por este autor en otro artículo21. Haciendo una ponderación del tema, el objetivo no es enfrentar ambas figuras, sino hacer hincapié en la necesidad de limitar los eventuales excesos que se pudieran cometer “en aras” de la defensa del interés público, como tampoco se puede permitir lo contrario: que se perjudique el interés común bajo el sustento de una falsa equidad.

1.2.3 Medidas cautelares

Mediante Decreto de Urgencia 020-2020 se introdujo, no en el apartado de arbitraje de la Ley de Contrataciones del Estado, sino en la propia Ley de Arbitraje (artículo 8), una disposición en virtud de la cual se estableció que, en aquellos casos en los que el Estado peruano sea la parte afectada con la medida cautelar, se exigirá como contracautela la presentación de una fianza bancaria o patrimonial solidaria, incondicionada y de realización automática en favor de la entidad pública afectada, por el tiempo que dure el proceso arbitral, y cuyo monto sería fijado por el juez o el Tribunal Arbitral ante quien se solicita la medida cautelar, no pudiendo ser menor a la garantía de fiel cumplimiento (10% del monto contractual).

A nuestro entender, fijar a priori un monto mínimo de la contracautela en función del 10% del valor del contrato constituye una disposición subjetiva y arbitraria, sin sustento alguno en la naturaleza resarcitoria, compensatoria o indemnizatoria de la contracautela, la cual debe ser fijada por la autoridad (juez o Tribunal Arbitral) en función exclusivamente del eventual daño que esta pudiera generar a la parte afectada. Imponer una contracautela sobre una base mínima del 10% del monto del contrato podría resultar, en algunos casos, prohibitivo para el solicitante de la medida, pero, además, atentatorio contra su derecho a asegurar la efectividad de la decisión final, propósito principal de toda medida cautelar.

Asimismo, la disposición parece resultar discriminatoria, en la medida en que impone dicha contracautela solo a una de las partes (la privada), para tutelar a la otra (el Estado), situación que introduce desequilibrios procesales que no están en sintonía, incluso, con lo dispuesto en el numeral 2 del artículo 34 de la propia Ley de Arbitraje, que propugna trato igualitario hacia las partes.

Es importante tener presente que todo sobrecosto innecesario hacia una de las partes no hace sino generar desequilibrios económicos contractuales, algo más grave aún si la misma no es corregida, sino promovida, por la ley de la materia, generando como consecuencia ulterior un mayor alejamiento o deserción de la parte privada, cuya participación y colaboración es necesaria para el cumplimiento de los fines de la Administración Pública.

1.2.4 Condiciones para ser árbitro

Es frase comúnmente aceptada que el éxito de un arbitraje reside o depende principalmente de la calidad de los árbitros que lo conducen. Esta máxima no ha sido la excepción en el arbitraje de contrataciones públicas, pues se ha advertido en su evolución normativa una tendencia a regular con mayor rigurosidad los requisitos, condiciones, calidades y demás características que debe reunir un árbitro para este tipo de controversias.

Así, a la exigencia prevista en la Ley de Contrataciones del Estado de que todo árbitro deba estar inscrito en el registro administrativo controlado por el Órgano Supervisor de Contrataciones del Estado (OSCE) para participar como tal22, se agrega la exigencia al árbitro único o al presidente de Tribunal Arbitral de acreditar conocimientos en arbitraje, derecho administrativo y contrataciones públicas como condición para ejercer tal cargo23. Pero, además, el Reglamento de la citada ley precisa que los árbitros de parte de la entidad pública deben ser designados por la máxima autoridad administrativa de la misma24, todo lo cual no hace sino revelar el grado de rigurosidad en la implementación del Tribunal Arbitral.

Estas exigencias pueden ser vistas por algunos como una limitación al derecho de las partes a elegir al árbitro que consideren como más apropiado. La crítica es mayor en cuanto al árbitro que elegirá la parte privada en la medida en que corresponderá a dicha parte asumir las consecuencias de tal elección. Al contrario de lo señalado, se puede sostener también que, más allá de la elección que puedan hacer las partes de “sus” árbitros, que integrarán el respectivo Tribunal Arbitral, propio de la lógica arbitral privada, lo cierto es que ese órgano colegiado será el encargado de dirimir controversias en las que están en juego recursos públicos, por lo que, dada esa especial trascendencia, la mayor rigurosidad en la elección de todos los miembros del Tribunal Arbitral se encontraría justificada.

De otro lado, en cuanto a la necesidad de tener que estar registrado en un sistema administrativo para ejercer como árbitro y que los árbitros sean evaluados por un comité de ética integrado por funcionarios de la propia Administración Pública, esto ha recibido como crítica la de tratarse de un problema de origen, en la medida en que se estaría concediendo cierto tipo de control a la que, en definitiva, es parte en el arbitraje, la Administración Pública (Bullard, 2014).

De otro lado, Sanchez (2014) ha distinguido con bastante claridad la diferencia entre independencia e imparcialidad, al indicar que la primera se caracteriza por las relaciones o vinculaciones objetivas que han existido o existen entre el árbitro y los demás participantes del arbitraje por razones de parentesco, afinidad, amistad, profesión o, en general, cualquier otro vínculo que los una. En cambio, la imparcialidad tiene más bien un alcance subjetivo y, por ende, de mayor dificultad probatoria, en la medida en que va dirigida a explorar la predisposición o afinidad del árbitro respecto a la posición de una de las partes.

En ese sentido, en la evolución normativa de contrataciones públicas sobre el particular25, se advierte una mayor incorporación de supuestos o situaciones, no solo con referencia a la independencia del árbitro, sino sobre todo a su imparcialidad, pese al carácter eminentemente subjetivo antes anotado, lo que no hace sino evidenciar la intención de ejercer un cada vez mayor control sobre la figura del árbitro. Si bien las circunstancias que han rodeado este tipo de arbitraje (comentadas en páginas iniciales) han originado ciertos recelos y suspicacias, se debe evitar caer en el excesivo reglamentarismo, con el subsecuente riesgo de generar obstáculos en el desarrollo del arbitraje.

1.3 Entonces, ¿se justifica una Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas?

A mediados del siglo pasado, se produjo una serie de factores económicos internacionales. Entre ellos, el denominado “fenómeno de la globalización” y el de la apertura de los mercados, los cuales generaron, a su vez, la celebración de sendos acuerdos bilaterales (TBI) y multilaterales entre los Estados, cuyo principal propósito consistía en brindar seguridad a las inversiones privadas en Estados extranjeros.

Pero, además, como corolario de lo señalado, y frente a la inseguridad de los fueros judiciales domésticos en la solución de controversias entre los inversionistas extranjeros y los Estados receptores de tales inversiones, no tardó en aparecer el denominado “arbitraje de inversiones”, plasmado en el Convenio sobre Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones entre Estados y Nacionales de otros Estados, también conocido como Convenio Ciadi (1965).

Consideramos que la referencia al fenómeno del arbitraje de inversiones resulta ilustrativo para los efectos del presente artículo en la medida en que, aun cuando los escenarios y materias son distintos, tenemos la presencia, por un lado, de una parte privada (inversionista extranjero) y por el otro, de una parte pública (Estado receptor), cuyas circunstancias particulares derivaron en la creación (implementación) de todo un fuero y de legislación propias (Convenio Ciadi) para asegurar un plano de igualdad y seguridad en la solución de disputas entre tales partes.

Surge entonces el cuestionamiento o la inquietud respecto de si, en nuestro fuero doméstico o nacional, la presencia de una parte privada (contratista, nacional o extranjera) y una pública (la Administración Pública o el Estado), y las circunstancias devenidas de esa relación en el plano arbitral, son de tal magnitud que justifiquen la implementación de un cuerpo normativo, propio y especial (ad hoc), para ser aplicado en la solución de las controversias bajo la figura de una Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas, Administrativo o Estatal.

Ahora bien, a las normas procesales se las reconoce comúnmente como normas adjetivas, aquellas reglas en virtud de las cuales se dilucidará un específico conflicto derivado de la afectación de un determinado derecho sustantivo. No extraña, por tanto, la existencia de un Código Procesal Civil, una Ley Procesal Laboral, un Código Procesal Constitucional, un Código Penal, una Ley del Proceso Contencioso Administrativo, todos derivados de normas sustantivas que precisamente les dan título. Ciertamente, el común denominador de todas estas normas procesales es que se desarrollan o practican a través del ejercicio de la función jurisdiccional a cargo del Poder Judicial.

En nuestro caso, nos encontramos frente al ejercicio de la función jurisdiccional desde la orilla del arbitraje, de la propiamente denominada “jurisdicción arbitral”, reconocida expresamente en la Constitución Política del Perú26 y ratificada en el célebre caso María Julia27. La norma estandarte de esta jurisdicción, claro está, es la Ley de Arbitraje, regulada actualmente mediante el Decreto Legislativo 1071, la cual sirve como base para regular procesos arbitrales de una diversidad de materias28 (Amprimo Pla, 2017), sin perjuicio de lo cual es de advertirse la diferente forma en que ha sido incorporado o regulado el arbitraje para cado caso, con una mera remisión a la Ley de Arbitraje, en algunos de ellos, bajo la cual se rige todo el proceso arbitral, mientras que, para otros, se han regulado disposiciones arbitrales especiales, que rigen de manera prioritaria a lo establecido en la general Ley de Arbitraje, atendiendo precisamente a la especialidad de la norma sustantiva que ilumina o condiciona su respectiva norma arbitral. Este segundo caso se puede apreciar en el arbitraje laboral, específicamente, para la solución de determinadas controversias contempladas en la Ley de Relaciones Colectivas de Trabajo (D. S. 010-2003-TR), en el arbitraje previsto en la Ley de Expropiaciones (Ley 27117) y, por supuesto, en el arbitraje en contrataciones públicas.

Sin embargo, en ningún caso se ha podido apreciar tanta rigurosidad y recelo como en la regulación del arbitraje en contrataciones públicas, de lo cual hemos dado amplia cuenta en páginas anteriores, al punto de haberse introducido sucesivas modificaciones no solo en la parte del arbitraje regulado en la Ley y Reglamento de Contrataciones Públicas, sino incluso en la propia Ley de Arbitraje, norma base o fuente de la primera en el tema arbitral.

Lo curioso es que, a diferencia del arbitraje de inversiones, en el que mediante la regulación especial se buscó equiparar o neutralizar el desequilibrio que favorecía al Estado por sobre los inversionistas, lo que se reclama aquí, en el fuero doméstico de las contrataciones públicas, es más bien el predominio del privado por sobre el Estado, lo que se ha traducido en esa mayor regulación de la que hemos hablado anteriormente.

La pregunta que surge, en todo caso, es si hemos llegado a un punto tal en el que se justifique la creación de todo un cuerpo normativo arbitral, una norma adjetiva, una ley propia en sentido formal, bajo cuyas disposiciones se ventilen y resuelvan las controversias derivadas de la normativa de contrataciones públicas.

A nuestro entender, un cuarto de siglo de sucesivas modificaciones normativas, atizadas por constantes desencuentros y amplias discusiones en el foro arbitral, justifica con claridad la creación de una Ley de Arbitraje en Contrataciones Públicas que recoja de manera ordenada los principios o preceptos que den sustento a este especial mecanismo, las características y requisitos que deben reunir los árbitros, el papel de las instituciones arbitrales a cargo, la ordenada regulación y etapas del proceso arbitral (principal y cautelar), el contenido del laudo, así como todas aquellas disposiciones que permitan un óptimo desarrollo y solución de este especial tipo de controversias.

Nos permitimos, sin embargo, hacer nuevamente hincapié en la necesidad de una regulación que respete escrupulosamente el debido proceso y el principio o trato igualitario de las partes, de manera que no se coloque en ventaja a una de ellas en desmedro de la otra. Esto es relevante porque, como también se ha señalado, una mala o incorrecta interpretación de las prerrogativas o cláusulas exorbitantes en favor de la Administración, propias del derecho administrativo, puede terminar trasladándose a la regulación de su norma adjetiva o proceso arbitral, lo cual, además de introducir desequilibrios innecesarios, y lejos de colaborar con la Administración, podría ahuyentar a proveedores valiosos en caso de que perciban que las reglas de juego para dirimir sus diferencias están definidas o calibradas en favor de aquella. Así, conviene sopesar y no confundir lo tuitivo con lo aparentemente justo, optando por la necesidad de equilibrio y ponderación en la configuración de esta especial normativa arbitral.

Finalmente, todos conocemos el trágico desenlace suicida de la pareja Romeo-Julieta al que fue conducida por la irremediable disputa y el inviable acercamiento entre sus familias. Así, polarizar al extremo la discusión en torno al arbitraje en contrataciones públicas no hará más que llevarlo a su “suicidio”, conllevándonos ―a nuestro parecer― a una probable peor situación: el retorno al sistema judicial. Por ello, crear un cuerpo normativo propio puede asegurar una mayor y mejor discusión en el foro, al sentar las bases de una especial legislación arbitral que esté dotada de los elementos señalados en párrafos anteriores, que aseguren más adelante, ¿por qué no?, una feliz, o más llevadera, celebración de sus bodas de oro.

Reflexiones finales

Resulta paradójico que la implementación y existencia de un mecanismo de solución de controversias, como es el arbitraje en materia de contrataciones públicas, se haya convertido, en sí mismo, en una fuente de conflictos y diferencias entre sus propios operadores (privados y Administración Pública), traducido esto en una tensa disputa normativa que pendula permanentemente hacia uno y otro lado.

Y paradójico también que el problema no será resuelto por un tercer dirimente: deberá ser resuelto bajo un mecanismo “autocompositivo” en el que “las partes” (operadores) consensúen, al menos, los aspectos álgidos, haciendo viable una opción que, visto el vaso medio lleno, ha brindado más satisfacciones que desaciertos.

Ciertamente, y es lo que plantea el presente artículo, tal discusión y solución debe darse bajo un entorno propio y particular, ad hoc, que no puede ser otro que una norma procesal especial en materia de contrataciones públicas.

Referencias

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Capítulo 2

La interacción entre el derecho constitucional y el proceso arbitral

Roxana Sotomarino29

Introducción

Nuestro artículo se ocupa de la conexión entre el derecho constitucional y el proceso arbitral en el marco de la contratación pública o contratación con el Estado. Mediante el mismo, se impulsa la comparación jurídica a fin de detectar las características del vínculo entre las disciplinas. Esto representa articular, sobre todo, la vigencia vertical de la normativa constitucional ante las áreas indicadas. Como he mencionado en otros textos, al comparar se desarrolla una actividad cognitiva que enfrenta las reglas de organización jurídica, la creación de normas, la interpretación e integración, y la aplicación de las reglas jurídicas en el interior de un grupo de Estados o dentro de un Estado.

Las herramientas metodológicas en este caso pretenden detectar lo homogéneo y lo diverso. La comparación jurídica se alimenta siempre de la determinación de las características del objeto, de su confrontación con lo similar y lo distinto para trasponer, trasplantar cuando corresponda, o para rechazar la recepción de instituciones. Como he indicado, ella suele desplegarse en el ámbito del derecho vigente en un Estado frente al aplicado en otro u otros, considerando que, por razones históricas, es posible hallar raíces comunes y diferentes en la regulación. Por ejemplo, se pueden comparar ciertas reglas del Código Civil o del Código Procesal Civil español con el francés, el italiano, el alemán, el suizo, y también entre los dictados en América. Esto difiere de la organización del derecho a partir de los precedentes judiciales que solemos hallar en el common law. Ello no ha impedido la recepción de instituciones jurídicas.

Conceptos propios de la comparación jurídica son los de familias jurídicas, sistemas jurídicos, tradiciones jurídicas. Diversos comparatistas emplean el término “sistema jurídico” para destacar el “conjunto de ramas que, en un país dado, se combinan para formar el derecho nacional” (René David, citado por Sotomarino, 2018). Merryman (1969/2011, p. 15) aludió a la tradición legal para oponerla al concepto de sistema legal. El sistema legal representaría reglas positivas. Los sistemas legales nacionales se agrupan en familias jurídicas, lo que destaca los lazos comunes. La tradición legal, en todo caso, para Merryman (citado también en un trabajo de Sotomarino, 2021), “acogería más bien […] un conjunto de actitudes profundamente arraigadas, históricamente condicionadas, acerca de la naturaleza del derecho, acerca del papel del derecho en la sociedad y el cuerpo político, acerca de la organización y la operación adecuadas de un sistema legal, y acerca de la forma en la que se hace o debiera hacerse, aplicarse, estudiarse, perfeccionarse y enseñarse el derecho” (Merryman, 1969/2011, p. 17).

Para ello, es necesario abordar la función de la traducción jurídica ante tradiciones o familias jurídicas u ordenamientos jurídicos estatales que se expresan en distintos idiomas. El término law puede significar ‘ley’. Pero, en muchos casos, nos lleva al significado del derecho como disciplina. No hay duda de las posibilidades que ofrece el derecho comparado en este tema para comprender la organización positiva, la organización supranacional (en familias jurídicas) y el papel de la cultura jurídica. En este artículo, sin embargo, la comparación jurídica es más bien modesta: se pretende abordar el derecho nacional y la interacción de las áreas antes descritas, aquello que las une y las diferencia, como los mecanismos de aplicación. Es posible desarrollar esta labor en una primera etapa en el aspecto del análisis del derecho nacional, como ya indicamos, en un plano vertical (la relación entre la normativa constitucional y la ley) y horizontal (entre leyes). De esto me ocuparé en este artículo.

2.1 Derecho constitucional y el derecho procesal arbitral

Carlos Blancas Bustamante (2017), en su texto Derecho constitucional, destaca que no es fácil o sencillo definir el objeto del derecho constitucional, pues este regula una actividad más que un sector de la realidad social, “cumpliendo una función esencial para la vida en comunidad” (p. 15). El poder que hoy se ejerce a través del Estado, como ordenamiento jurídico y político, “tiene su punto de partida y su fundamento en la Constitución, documento que establece las bases de la organización estatal y la relación de esta con los ciudadanos” (p. 18).

Para Blancas Bustamante, corresponde a la Constitución, y al derecho constitucional en general, regular los complejos problemas que se generan en toda sociedad como resultado del uso del poder político, y también establece el “orden jurídico fundamental de la comunidad” (2017, p. 19). Se aplica también a las relaciones jurídicas entre los particulares y entre ellos con el Estado, para garantizar los derechos fundamentales. Es definido como un derecho público dada su vocación de aplicación jerárquica superior, que se hace explícita tanto en la normativa (la Constitución) como en la jurisdicción y el rol del juez, así como en la jurisprudencia (Landa, 2018, p. 28). Pero es norma de creación de todas las normas (norma normarum) y se aplica a las relaciones con el Estado como al de la autorregulación de intereses privados por ser lex legis o ley suprema, dado su alcance general (p. 29). Esto supone considerar el respeto a una serie de principios que se aplicarán en función de los objetivos de la regulación arbitral y las controversias derivadas de la contratación con el Estado.

A su vez, José Chiovenda (1989), en su texto clásico Principios del derecho procesal civil, subraya el desarrollo histórico del proceso civil moderno en una comparación diacrónica, y resalta la formalidad extrema que fue un signo en el pasado. Aunque todas las normas son dictadas para el interés general, se llama “derecho público” a las que regulan la actividad del Estado en cuanto cumple aquellos fines suyos y, según Chiovenda, refleja caracteres y atribuciones de supremacía para aplicar o imponer ciertas reglas (p. 57).

El derecho procesal arbitral tiene características particulares; se reconoce su nacimiento a partir de la cláusula arbitral y, de manera excepcional, en la imposición legislativa para incluir en los contratos dicha cláusula de sometimiento de las disputas, al arbitraje.

Navas Rendón (2015) recoge lo ordenado por el artículo 159 de la Constitución para destacar que el arbitraje se manifiesta como una institución que complementa el sistema de justicia y se posiciona como instrumento para resolver controversias de libre disposición de las partes y de contenido patrimonial (p. 11). Su justificación constitucional se relaciona con el principio de la autonomía de la libertad de los sujetos o de la voluntad de las partes. Ser un complemento involucra respetar los principios y derechos de la función arbitral contenidos en el artículo 3 de la Ley de Arbitraje, aprobada por Decreto Legislativo 1071. En este sentido, se limita la intervención de la autoridad judicial, salvo en los casos en que la propia normativa contenida en la ley así lo disponga. Se reconoce la plena independencia del tribunal arbitral, lo que supone que este

[…] no está sometido a orden, disposición o autoridad que menoscabe sus atribuciones.El tribunal arbitral tiene plenas atribuciones para iniciar y continuar con el trámite de las actuaciones arbitrales, decidir acerca de su propia competencia y dictar el laudo; Ninguna autoridad ni mandato fuera de las actuaciones arbitrales, podrá dejar sin efecto las decisiones del tribunal arbitral, a excepción del control judicial posterior mediante el recurso de anulación [regulado por la citada ley].

Cualquier intervención judicial distinta, dirigida a ejercer un control de las funciones de los árbitros o a interferir en las actuaciones arbitrales, antes del laudo, está sujeta a responsabilidad de acuerdo con lo que manda la normativa arbitral. El complemento, entonces, busca la atención especializada y célere de las controversias o de las disputas sin suponer intervención judicial, salvo los casos taxativamente previstos en la Ley de Arbitraje.

Textualmente, el artículo 11 de la Ley de Arbitraje dispone que, si una parte que, conociendo o debiendo conocer que no se ha observado o se ha infringido una norma de la citada ley de la que las partes pueden apartarse, o un acuerdo de las partes, o una disposición del reglamento aplicable, prosigue con el arbitraje y no objeta su cumplimiento tan pronto como le sea posible, se considerará que renuncia a objetar el laudo por dichas circunstancias. Esta es una regla especial de la Ley arbitral que supone un requisito esencial para objetar el Laudo por las circunstancias indicadas.

Otra pauta que otorga una fisonomía particular al arbitraje y que lo distancia de la regulación procesal en sede judicial la hallamos en el artículo 34 de la Ley de Arbitraje. Según lo que allí se indica, se permite a las partes determinar libremente las reglas a las que se sujeta el tribunal arbitral en sus actuaciones. A falta de acuerdo, dirime el tribunal y fija las reglas que considere más apropiada en función de las circunstancias del caso. Los plazos pueden ser ampliados por el tribunal arbitral, incluso si estos estuvieran vencidos. Si no existen disposiciones aprobadas por las partes o por el tribunal, de manera supletoria se aplican las reglas del Decreto Legislativo 1071. Si no existe norma aplicable en este dispositivo, el tribunal puede recurrir a los principios arbitrales, así como a los usos y costumbres en materia arbitral. Esto refleja la flexibilidad del arbitraje al admitir libertad de regulación de actuaciones, frente a la mayor rigidez del proceso judicial civil. Este artículo 34, además, incluye dos nociones de trascendencia que son un mandato imperativo para el tribunal, pues el mismo “deberá tratar a las partes con igualdad y dar a cada una de ellas, suficiente oportunidad de hacer valer sus derechos”. Podemos indicar que estas pautas, citadas a partir del texto legal mencionado, se integran a las garantías del respeto al debido proceso contenidas en el derecho constitucional.

Según el artículo 40 de esta ley, “el tribunal arbitral es competente para conocer el fondo de la controversia y para decidir sobre cualesquiera cuestiones conexas y accesorias a ella que se promueva durante las actuaciones arbitrales, así como para dictar las reglas complementarias para la adecuada conducción y desarrollo de las mismas”. Se denomina “principio Kompetenz-Kompetenz” al reconocimiento de la potestad que tiene el tribunal arbitral para decidir su propia competencia, incluso sobre las excepciones y demás supuestos contenidos en el artículo 41 de la Ley de Arbitraje.

La posibilidad de anulación del laudo no está concebida como una “apelación encubierta”. Los artículos 62 y 63 de la ley detallan que el laudo solo puede ser anulado cuando la parte que solicite la anulación alegue y pruebe que están presentes las causales que taxativamente aparecen en el indicado artículo 63 de la Ley de Arbitraje. Se requiere que esta parte haya actuado de forma diligente en los casos previstos en esta normativa.

Se observa, en todo caso, mayor flexibilidad de las reglas en el proceso arbitral, según reconoce la citada normativa legal (Ley de Arbitraje), frente a las reglas previstas por el proceso judicial. Ello no supone, sin embargo, crear causales diferentes a las señaladas en la tal ley.

Conviene subrayar que asistimos a un proceso de constitucionalización del derecho descrito por César Landa (2018). El mismo, actualmente, “hunde sus raíces más profundas en la propia etapa de formación del Estado de derecho, basado en el principio de legalidad y del rol jerárquico de la ley en el ordenamiento jurídico; momento en el desarrollo y configuración del Estado de derecho” (p. 27).

La transición ocurre en tanto, para Landa (2018), los que fueron considerados como “derechos públicos subjetivos del Estado liberal” variaron a “derechos fundamentales” produciéndose la incorporación de pautas valorativas, principios constitucionales además de derechos socioeconómicos en un Estado social de derecho en el escenario posterior a la segunda guerra mundial. Y algo que vale la pena resaltar es que con ello “se generó la obligación sobre todo de jueces y tribunales para que apliquen directamente la Constitución”. Esto se produjo no solo “dentro de lo jurídicamente debido”, sino de lo “constitucionalmente posible” (p. 28). El segundo proceso se deriva, para este autor, de la legitimación de la Constitución “como norma democrática suprema con carácter vinculante para los ciudadanos y los poderes públicos, en la medida que tienen el deber de cumplirla y defenderla” (p. 28).

La Constitución pasó a desplazar a la ley, y con ello, al principio de legalidad, con eficacia directa (Landa, 2018, p. 29), de manera tal que se respeten los principios de dignidad de la persona humana, del debido proceso, entre otros recogidos por la citada Constitución.

En nuestra opinión, aun cuando se reconoce la omnipresencia del derecho constitucional, este ingresa en los casos en los que se produce precisamente el riesgo de atentado o el daño a los derechos fundamentales regulados explícita o implícitamente en la Constitución. Si otras áreas del derecho regulan determinada materia y la aplicación de la normativa no afecta derechos constitucionales, no se requiere la aplicación vertical de la normativa constitucional y la intervención de la autoridad judicial, la misma que, en todo caso, debe suponer el dominio de la materia y de actuación honesta. La labor en sede arbitral se enriquece con la revisión de los principios constitucionales previstos por la misma Ley de Arbitraje como con la doctrina y jurisprudencia constitucional que resulte aplicable. Solo que esta actuación no debe desarticular, por ejemplo, el rol que el proceso arbitral asigna a las partes o la dinámica misma del proceso arbitral.

La afectación del trato igualitario, o los impedimentos aplicados para que se hagan valer los derechos, son atendidos por la propia Ley de Arbitraje, la que resuelve o soluciona taxativamente estos problemas, con lo que permite la defensa de la parte que se considera afectada. Es necesario destacar que para la anulación del laudo se requiere limitar la alegación y la prueba a las causales de ley y, además, de reclamo expreso o de manifestación inequívoca, por escrito, y de un comportamiento no fuera incompatible con el reclamo. Se exige una actuación oportuna de la parte afectada, en su momento y en el proceso arbitral, ante el tribunal arbitral, conforme ordena en diversos aspectos el artículo 63 de la Ley de Arbitraje. Sin probar estas situaciones, la autoridad judicial no puede “inferir” situaciones y menos suplir la defensa que debe hacer la parte presuntamente afectada en el marco del proceso arbitral.

Landa (2018) señala que “la teoría de la garantía procesal […] no se reduce a los procesos constitucionales, judiciales y administrativos, sino que también se extiende al proceso militar, arbitral y parlamentario” (p. 497). Empero, no se puede admitir la falta de diligencia de alguna de las partes para satisfacer la exigencia de reclamos previos en sede arbitral, salvo razones justificadas. En este caso, se reclama una defensa o cuestionamiento o reclamo oportunos acorde con la consolidación de un proceso que también busca certezas. Es también una garantía del debido proceso, en su conexión con el acceso a la tutela jurisdiccional, que se deriva del artículo 139 de la Constitución Política, el derecho a un proceso sin dilaciones indebidas derivadas de la tardía respuesta de los reclamantes cuando la ley les exige manifestarse expresamente o de una conducta que ha aceptado lo que luego reclama.

Algunas garantías contenidas en el gran concepto de debido proceso no se aplican al proceso arbitral. Por ejemplo, si en sede judicial (con las excepciones legales respectivas) se admite el derecho a un juicio público con la finalidad de facilitar el control de la actividad judicial, ello no ocurre en el proceso arbitral, que, en principio, según el artículo 51 de la Ley de Arbitraje, debe llevarse en forma confidencial, salvo pacto en contrario o directivas especiales. En este sentido, cabe señalar que el sistema de controversias con el Estado como parte sí exige el registro público de los laudos una vez terminadas las actuaciones arbitrales.

2.2 Proceso arbitral en las controversias derivadas de la contratación con el Estado

La Ley 30225, Ley de Contrataciones del Estado, así como su Reglamento, determinan reglas que constituyen normas especiales. Salvo reglas garantistas establecidas taxativamente, de aplicación a todos los casos, la normativa específica prevalece sobre otras regulaciones generales que hallamos en la Ley de Arbitraje. Se mantiene, sin embargo, el espacio reconocido a los principios arbitrales y obviamente a los que fija la Constitución, a lo resuelto por los jueces constitucionales con carácter de precedentes vinculantes. Aquí cabe señalar la importancia de que todos los jueces que intervienen en los procesos de anulación y ejecución de laudos arbitrales adquieran pleno conocimiento de la materia, para no generar distorsiones que, a la larga, afecte indebidamente el proceso arbitral. En caso contrario (es decir, cuando la autoridad judicial contraviene flagrantemente las reglas del arbitraje, admitiendo el recurso de anulación cuando no existe evidencia de objeciones, por ejemplo), es obvio que no es posible considerar sus fallos como precedentes de utilidad.

El artículo 4 de la Ley de Arbitraje establece las reglas impuestas al arbitraje del Estado peruano, el que puede someterse a arbitraje nacional o internacional según lo indicado taxativamente en dicho artículo.

Una cuestión que conviene advertir y que es de especial interés se centra en considerar, de acuerdo con el artículo 2 de la Ley 30225 (modificado mediante Decreto Legislativo 1341), la presencia de principios que rigen las contrataciones del Estado; ello sin perjuicio de los fijados en el derecho público que resulten aplicables al proceso de contratación con el Estado. Ellos son útiles al momento de resolver, pues señalan, como indica la normativa, criterios de interpretación y de integración ante los vacíos. Se detalla que tales principios “son parámetros para la actuación de quienes intervienen en dichas contrataciones”. Además del principio de libre concurrencia, constan en nuestra legislación, según cita textual del indicado artículo 2, los de igualdad de trato, transparencia, publicidad, competencia, eficacia y eficiencia, vigencia tecnológica, sostenibilidad ambiental y social, equidad, e integridad.

Los medios de solución de controversias son tratados por la Ley 30225 en el artículo 45. Es indispensable considerar que en estos casos se establecen plazos de caducidad para la interposición de los medios de solución de controversias y limitaciones para someter ciertas disputas al arbitraje, como en cuanto a la ejecución de prestaciones adicionales, entre otras cuestiones que deben ser sometidas al Poder Judicial. Las reglas de la ley son desarrolladas en el Reglamento.

La caducidad involucra, por su trascendencia, una limitación excepcional al derecho de acceso a la justicia que debe ser interpretada, como toda excepción, en forma restrictiva y no extensiva.

Además, de manera posterior se han establecido reglas específicas para el sometimiento a arbitraje institucional, y otras cuando interviene el Estado peruano.

Reflexiones finales

Resulta irrefutable la interacción entre el derecho constitucional y el arbitraje derivado de las contrataciones del Estado. La cuestión radica en exigir que las autoridades judiciales que resuelven en materia constitucional, o en el recurso de anulación, conozcan en profundidad el proceso arbitral. Llevar a cabo la comparación jurídica que, en este caso, se ha desarrollado a nivel de las reglas del Estado peruano para determinar las posibilidades de interacción supone conocer las áreas del derecho y sus particularidades.

Referencias

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