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En este libro, Ariadna nombra lo real y lo hace desde un trazo estético, pensante y experiencial de lo femenino en su devenir histórico hasta nuestros días, que cobra sentido en el mundo de la cultura a través de Esquilo, Sófocles, Ovidio, Nietzsche, Marker, Butler, Malabou, entre otros. Ariadna nos permite no solo ser humanos en movimiento, en trans, sino también romper los límites que nos imponemos a nosotros mismos cuando nos traicionamos y no nos emancipamos de tantas necedades y construimos el laberinto de nuestro propio encierro. Ariadna acontece como ese pudor que nos sana y nos redime. Ella somos todos, yo, los otros. De allí que sea Ariadna "queer".
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Seitenzahl: 273
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Ariadna
Una interpretación queer
Imagen de la cubierta: Herbert Spencer
Edición digital: José Toribio Barba
© 2023, Ricardo Espinoza Lolas
© 2023, Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN EPUB: 978-84-254-5023-5
1.ª edición digital, 2023
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Poema: Lamento de Ariadna
Introducción. Una trilogía de lo femenino para estos tiempos. Ariadna hoy
PRIMERA PARTE. ARIADNA EN SUS INSCRIPCIONES
1. Distancia
2. Grecia
3. Laberinto
4. Invención
SEGUNDA PARTE. ARIADNA EN SU DISTANCIA, QUE NOS CONSTITUYE
5. Deseo
6. Hoy
7. Agradecimiento
8. Baile
9. Sabiduría
10. Liberación
11. Método
12. Descentramientos
13. Toro
14. Teseo
15. Pudor
16. Sexo
17. Coño
Poema: Alegría de Ariadna
Epílogo. Nuevamente la alegre AriadnaPamela Soto García
Un rayo. Dioniso aparece con esmeraldina belleza.
Dioniso:
¡Sé prudente, Ariadna!...
Tienes orejas pequeñas, tienes mis orejas:
¡mete en ellas palabras prudentes!
¿No hay que odiarse primero, cuando se debe amar?...
Yo soy tu laberinto...1
1 Nietzsche, F., «Lamento de Ariadna. Ditirambo de Dioniso», en Obras completas, Vol. IV, Obras de madurez II, Madrid, Tecnos, 2016, p. 891.
IntroducciónUna trilogía de lo femeninopara estos tiempos. Ariadna hoy
Este libro que usted tiene en las manos es el primero de una trilogía sobre lo femenino y, en especial, acerca de lo humano. Además, no es formalmente un libro sobre algo, sino que es un libro dinamita en sí mismo, que no puede dejarlo indiferente si lo lee desde dentro, desde el propio libro, esto es, en un trato vivo y experiencial donde el texto opera como una cierta mediación que le permite a usted acontecer como un nuevo lector, revolucionar su vida y disolver el laberinto en el que ha vivido por décadas de modo más o menos cómplice.
Esta trilogía que le propongo presenta a tres figuras femeninas que nos muestran nuestro propio acontecer acerca de lo humano en nuestra actual cotidianidad capitalista, patriarcal y colonial, y con ello, precisamente con ello, se actualiza nuestro cuerpo y nos sentimos, por fin, vivos, pues dejamos de lado el trabajo muerto bajo el cual nos esclavizamos voluntariamente a diario en el laberinto del capitalismo. Cada una de estas figuras nos enseña un matiz de lo sutil que nos constituye y, a la vez, constituye a lo propiamente real. Estas figuras son Ariadna, Antígona y Lou Salomé.
En cierta forma, estas tres figuras son máscaras de Nietzsche, el pensador de lo femenino por excelencia, esto es, uno de los pensadores creadores dionisíacos junto a otros grandes como Heráclito, Sófocles, Ovidio, Beethoven, Büchner, Goya, Buñuel, Pasolini, Bowie... La vida de Nietzsche estuvo articulada en y por lo femenino en distintos niveles, desde su relación intensa con su madre y su hermana, sus amores laberínticos, como Cósima y Lou Salomé, sus amigas incondicionales, como Meta von Salis, Therese von Schirnhofer y Malwida von Meysenburg, y, en especial, con sus personajes míticos inspiradores, como Ariadna, Antígona, Carmen... Nietzsche es en y desde el horizonte de lo femenino, y sin eso no se entiende su obra y menos aún lo que expresa el eterno retorno.1
En esta trilogía de lo femenino, y esto es crucial, el elemento nietzscheano se disuelve y se nos vuelve opaco para dar con la luz de Ariadna, Antígona y Lou, más allá de la filosofía del eterno retorno del pensador alemán, y se pueda ver así la riqueza de estas precisas máscaras de lo femenino para expresar estos tiempos tan laberínticos en los que vivimos, a veces muy asfixiados y dando palos de ciego, sin poder entender en qué consiste lo humano. Y así nos encontramos con Ariadna más allá de Diónysos y en su distancia diferencial, que nos constituye y nos perfora en el día a día, desde los cuerpos que somos en medio de otros cuerpos y a pesar del capitalismo mortífero en el que vivimos; con Antígona, más allá de Hegel y Lacan (y Butler y Žižek) para que su inflexión radical (eso, en parte, indica su nombre) nos señale junto con Sófocles por qué somos lo más deinón de entre todas las cosas deinón. Y, finalmente, con Lou Salomé, más allá de Nietzsche, Ree, Rilke, Freud (y otros), que nos permite mirar la histeria de otra forma, en la que el erotismo se nos vuelve un modo vivo de construir mundo en nuestros días de inmediatismo nihilista y falta de vínculo amoroso.
Solamente iniciando esta trilogía de la mano de Ariadna es como podemos sumergirnos en lo humano que luego se expresa en las otras dos figuras: Antígona y Lou Salomé. Y esto porque Ariadna es como el nombre por excelencia de lo real (para no decir del ser) para estos tiempos. Y es así porque, por una parte, expresa ese carácter inicial que siempre se actualiza como distancia, que es la que permite, dicho filosóficamente, la diferencia, las correlaciones y los sustratos para dar cuenta de lo que somos en medio de todas las cosas. Y, por otra parte, con Ariadna, ya en su expresión mítica, ya en su desarrollo histórico por medio de tantos autores, en especial, los poetas, se supera el problema de todo decir filosófico, esto es, caer en coordenadas rígidas, formales, normativas e incluso dicotómicas que siempre se estructuran a la luz de una metafísica de la verdad y la apariencia, de lo universal y lo singular, es decir, del régimen de pensamiento occidental, que para pensar lo real excluye desde lo real todo lo sutil que lo constituye y con ello elimina lo real. Este es el grave problema del decir filosófico.
Ariadna nos permite dar con la clave misma para repensar hoy lo real sin caer en los problemas de un decir universal que no tiene nada que ver con lo propiamente real, esto es, ser mera contingencia, sin sentido alguno, matiz de lo sutil; problema en el que el realismo especulativo actual se sumerge cada vez más y se hunde en su propio laberinto fangoso conceptual. Con Ariadna, la filosofía vuelve a estar tocada por ese carácter literario fundamental para expresar lo real como sutileza azarosa y de suyo inespecífica. Y con ello, por ejemplo, al añadirle el adjetivo queer, a Ariadna la resignificamos para nuestros tiempos y, a la vez, lo propio queer se repiensa más allá de Butler y de cierto feminismo y lo volvemos en una inscripción desde Anzaldúa, esto es, una inscripción viva que expresa ese no dejarse atrapar por determinación alguna ni lógica que cierren el discurso y, con ello, lo propiamente real.
Una Ariadna queer es como un real en su contingencia que no se deja encarcelar por ningún laberinto, no solamente el de género, sino el de la ontología misma y su diferencia en cuanto corte en y por sí mismo por fuera de la historia material abierta que somos. Esta Ariadna queer expresa lo que somos, en medio de lo que somos, a la altura de los tiempos como distancia diferencial que acontece entre lo que es un tejido humano entre otros tejidos humanos y, a su vez, entre tejidos vegetativo-animales, incluso cósicos y virtuales, y digitales.
1 Esto ya lo he trabajado en detalle en mi libro Nietzsche. Ideología pagana (de próxima publicación). En este libro muestro a Nietzsche repensando el eterno retorno desde lo femenino y en diálogo con Diónysos y Ariadna y contra las interpretaciones ya hegemónicas francesas centradas en Deleuze, las alemanas en Heidegger y las actuales italianas (y algunas españolas) en D’Iorio.
¿Por qué no escribir sobre Afrodita o Atenea o Hera, la célebre tríada de la Antigüedad griega que generaba tanto morbo y tanta discordia y que aparentemente expresa lo femenino en y por sí mismo? ¿Por qué no escribir sobre otras figuras míticas no griegas, sino semitas o amerindias? ¿Por qué no escribir sobre mujeres de carne y hueso? Porque de ellas también hablaré (de forma encubierta) y de tantas diosas y personajes míticos de múltiples lugares y épocas en la medida en que pueda hablar de alguna forma de Ariadna, pues ella mienta lo femenino de un modo siempre inicial y nunca original: en la distancia que nos constituye. Y con esto me refiero a una distinción hegeliana que es muy útil (Anfang como inicio y Ursprung como origen). En lo original siempre está presente algo que aparentemente está por fuera de la historia y la inaugura, la echa a andar, es como un principio regulador, con tintes metafísicos, y esto está en las antípodas de mi manera de escribir y de trabajar. Y para dar con Ariadna esto es imposible, pues hacemos de ella algo meramente externo, otra esencia más que nos viene a construir un relato de lo humano (no nos sirve, por ejemplo, el feminismo de la esencia). Sin embargo, en cuanto inicial, Ariadna no está por fuera de nuestra historia material, sino que siempre está en ella, pero de forma actualizada en un aquí y en un ahora determinados, en un aquí somático; ella cobra cuerpo en el inicio histórico en la misma medida en que la volvemos a hacer presente en cada uno de nuestros cuerpos y, por tanto, en lo real en cuanto la volvemos a visibilizar con nuestros textos.
Ella, por decir ella y no trastocarlo todo en este instante (porque Ariadna supera el duplo femenino-masculino), me acompaña hace muchos años y ha estado a mi lado (en lo más íntimo de mí), en lo más propio de mi cuerpo, siempre con cierta distancia, y es probable que también en la de todos. Ella es como una cierta mirada material que nos perfora, una vaciedad que no se deja completar, una herida que no se deja suturar, una imposibilidad de completar lo que es de suyo abierto, una relación inacabada, inconclusa, nunca resuelta, por venir. «La femme n’existe pas», decía Lacan a inicios de los años setenta del siglo pasado, y en ese tono tan heideggeriano, pero invertido, porque, si para el complejo pensador alemán solamente existe lo humano, para el pensador francés todo existe, menos la mujer; es como si el segundo Lacan, el de la enseñanza de lo real, dialogue con el segundo Heidegger, el de la enseñanza del Ereignis. Y, en ese diálogo, lo femenino es solamente acontecimiento antes que existencia, antes que lo simbólico (dicho lacanianamente), lo propio del hombre, y obviamente anterior al dominio de los entes, de las cosas que configuran nuestro imaginario fenomenológico.
¿Lo femenino acontece? ¿Solo lo femenino acontece? ¿Cómo acontece? ¿Qué indica que acontezca en nuestras vidas? Ariadna nos permite mirar el acontecimiento en nosotros mismos y, ya por esto, quedarnos en esta figura femenina nos permitirá quedarnos en lo más radical de cada uno, como humanos, y con ello permanecer en nuestra carne, en nuestra piel, sin sentido metafísico alguno; solamente en la exterioridad jovial de nuestros cuerpos perforados y constituidos por lo real.
Si nos sumergimos en los estudios etimológicos tanto clásicos como modernos del nombre de Ariadna, desde Chantraine a Beekes, podemos darnos cuenta de ciertos detalles interesantes que indica su nombre, el cual todavía se esconde en parte, pero que está bastante claro hoy que es anterior, como el de Diónysos, a los términos griegos. Ese rasgo micénico del término Ariadna la vuelve inicial porque retorna una y otra vez, por ejemplo, como una nodriza del dios, como su compañera, como una amante suya, como una Afrodita que lo ama en el lecho, en el acto sexual y que baila con él y así funda nuevas posibilidades para cosas, humanos y dioses: posibilidades fruitivas en medio del dolor de nuestra mortalidad.
En su nombre, Ariadna, se ve ya esa partícula, ἀρι, que podemos encontrar luego en aristón, es decir, lo acabado y distante, luego, por excelencia, lo superior. Una partícula muy importante que no se separa del resto de la palabra y, a la vez, la aumenta, la realza explícitamente, la vuelve superlativa: ese ari de Ariadna nos muestra ya lo que su nombre mienta por excelencia.1 Y continúa Chantraine mostrando que, al parecer, se da una cierta «invención de Ariadna» («Erfindung der Ariadne»), como diría Nietzsche originalmente en Ecce homo (lo veré más adelante), ya en su propio nombre, pues siempre resuena como Ariagna o Ariadna. Es probable que el propio nombre de Ariadna sea una invención tardía: es una invención en el nombre después de la partícula ari.2 Es como si Ariadna significara radicalmente ari y nada más. Y Beekes, en la actualidad, añade que incluso su nombre indica algo de suyo pregriego: minoico.3 Por tanto, tenemos que Ariadna se muestra como ese doble, por una parte, ἀρι-, esto es, partícula inseparable y aumentativa que denota una idea de fuerza, de superioridad, y que significa literalmente mucho, muy, por encima de; y, por otra parte, ἁγνός, ή, όν, o sea, sagrado, santo, puro, casto, inocente. Y con estos matices y sutilezas ya tenemos delante de nosotros a Ariadna, siempre delante, a distancia.
Si dejamos de lado una cierta interpretación semita y cristiana para entender eso santo, se tendría que pensar a Ariadna, la compleja hija de Minos y compañera carnal del dios, como la máximamente intacta, la distante; de ahí el efecto de distancia del que habla Nietzsche en La gaya ciencia refiriéndose a Ariadna en la segunda parte, aforismo 60, «Las mujeres y su acción a distancia»:
¿Tengo aún oídos? ¿Soy solo oído y nada más? Aquí estoy en medio del ardor de la rompiente, cuyas blancas llamas se levantan hasta lamer mis pies: de todas partes vienen hacia mí aullidos, amenazas, gritos, estridencias, mientras que en la profundidad más profunda el viejo agitador de la tierra canta su aria [seine Arie singt], ronco como un toro que brama: y al mismo tiempo marca un ritmo de agitador de la tierra que hace que incluso a estas monstruosas rocas templadas en las tormentas les tiemble el corazón en el cuerpo. Entonces, de pronto, como nacido de la nada, aparece ante el portal de este infernal laberinto, a pocas brazas de distancia, un gran velero, deslizándose en silencio como un fantasma. ¡Oh, esa belleza espectral! ¡Con qué encantamiento me atrapa!4
Es Ariadna, lo femenino por excelencia, que hace su entrada, siempre a distancia, y no solamente mueve al dios, sino que al propio dios toro lo constituye en su ser; incluso Nietzsche casi la nombra en el texto, por eso lo he puesto en alemán.5 Es una Ariadna que ya sale del laberinto, pues ella no solamente es laberinto, como lo veremos más adelante.
La distante expresa algo así como un cierto pudor (volveré sobre esto al final del libro), incluso en lo sexual (en la fusión con el otro), que opera en medio de cada uno. Ella es un medio que perfora y en cuanto medio nos pierde en su laberinto, pero no solamente nos pierde, sino que en la medida en que nos perfora nos hace bailar y volver una y otra vez a actualizar nuestro cuerpo en medio de otros cuerpos.
1ἀρι-: Partícula argumentativa utilizada en poesía... La mayoría de los compuestos antiguos experimentan con la noción de evidencia. Cf. Chantraine, P., Dictionnaire étymologique de la langue grecque, París, Klincksiek, 1977, p. 108.
2 «ἁdνόν: ἁγνόν Hsch [...] Et.: Bechtel, Gr. Dial 2, 777» señala que, «si bien hay ejemplos de dn y gn, no se observa lo contrario. Al menos se podría admitir una ortografía inversa. Sin embargo, es más probable que tengamos en adnos un término ficticio inventado para la explicación de Ariadna (que fue alterado inversamente en Ariagne», cf. Kretschmer, Vasenischriften 171), cf. K. Latte, Philol, 80, 174, Chantraine, P., Dictionnaire étymologique de la langue grecque,op. cit., p. 20).
3«The glossἁdνόν- ἁγνόν. Kretes “pure (Cret.)” (H.) is artificial, as gn>dn is not a cretan development (Brown, 1985: 25). This means that the word probably does not contain agnos. An IE etymology is improbable for a Cretan goddess, and the group -dn- is found in other pre-Greek words». Beekes, R., Etymological dictionary of Greek, Leiden, Brill, 2009, p. 130 («La glosa ἁdνόν- ἁγνόν. Kretes “puro (Cret.)” (H.) es artificial, ya que gn>dn no es un desarrollo cretense (Brown, 1985: 25). Esto significa que la palabra probablemente no contiene agnos. Una etimología IE es improbable para una diosa cretense, y el grupo -dn- se encuentra en otras palabras pregriegas)».
4 Nietzsche, F., La gaya ciencia, en Obras completas,Vol. III, Escritos de madurez I, Madrid, Tecnos, 2014, pp. 769-770.
5«[...] el antiguo agitador de la tierra canta roncamente su melodía [su aria, seine Arie singt, Ariadna no anda lejos] como un mugiente toro». Derrida, J., Espolones. Los estilos de Nietzsche, Valencia, Pre-Textos, 1981, p. 23.
Si viajamos hacia el pasado, a los tiempos del poeta Hesíodo, esto es, el siglo VIII a.C., nos encontramos con su Teogonía, y en este texto primigenio podremos ver algunas determinaciones muy claras de Ariadna: «Diónysos, el de dorados cabellos, a la rubia Ariadna hija de Minos la hizo su floreciente esposa: y la convirtió en inmortal y exenta de vejez el Cronión».1 Ariadna, la rubia, por eso brilla e irradia, por eso su distancia luminosa, por eso se ve a lo lejos en la barca de la vida sobre el dolor de la inmensa muerte, hija del gigante Minos (un Diónysos rey) y de ahí su carácter inicial, minoico, brutal, de ménade, con serpientes en el cabello, como la describe Nietzsche en Zaratustra III en «La otra canción del baile», que analizaré más adelante. El dios Diónysos también resplandece como su hermano Apolo (no hay oposición entre ambos, sino solo explicitación de uno en el otro: Diónysos resplandece, aunque mantenga cierta oscuridad que le es propia, ese resplandecer del dios ctónico es el aparecer del olímpico Apolo). Él es luminoso, aunque pueda venir de Tracia (obviamente, para Walter Otto, como buen pensador identitario que es, esto es imposible, y no le gusta nada que sea migrante, como se ve en su libro Dioniso),2 al parecer ha estado presente desde siempre en lo micénico y lo minoico y ha renacido por múltiples zonas de la región. Diónysos hizo su compañera y amante sexual a la mítica mortal. Y es nada menos que Zeus, llamado el Cronión, el hijo de Cronos, el hijo del tiempo, el que puede volver inmortal lo mortal, y lo humano se inmortalizó, se deificó (Ariadna tiene ese rasgo que luego será propio y clave del cristianismo, es decir, la deificación, pues el sentido de que dios se haga humano es que lo humano se vuelva dios). Ella está deificada por el dios de los dioses y padre de Diónysos. Zeus, en cuanto su potencia más querida (su hijo Diónysos), da divinidad a Ariadna, pues la aristócrata e intacta mortal tiene todo para ser la pareja del único hijo de Zeus: Diónysos. No olvidemos que Zeus, en uno de los mitos iniciales del dios de las viñas, parió a su hijo querido y lo parió desde su cuerpo; yo no diría su muslo, como se ve en las obras antiguas (como en el Museo Arqueológico Nacional de Taranto), sino que la idea es que lo pare desde su pene, desde su virilidad: el pene da de sí, como si fuera una vagina, lo otro. Por eso Zeus es lo queer por excelencia –usando una categoría actual del feminismo que nos da la posibilidad de entender mejor lo propiamente griego– y de ahí que queer es también Diónysos, Atenea, Ariadna..., pues una visión esencialista del género en los griegos y, en especial, en sus dioses no tiene sentido alguno: no existe un dios meramente hombre o una diosa solamente mujer.3 Si precisamos ese rasgo queer, para dar con los dioses griegos (y la propia visión antigua del mito y del culto griegos), lo que quiere decir, incluso antes que Butler lo tematizara en su obra, siempre indica lo siguiente:
La palabra inglesa queer tiene varias acepciones. Como sustantivo significa «maricón», «homosexual», «gay», se ha utilizado de forma peyorativa en relación con la sexualidad, designando la falta de decoro y la anormalidad de las orientaciones lesbianas y homosexuales. El verbo transitivo queer expresa el concepto de «desestabilizar», «perturbar», «jorobar»; por lo tanto, las prácticas queer se apoyan en la noción de desestabilizar normas que están aparentemente fijas. El adjetivo queer significa «raro», «torcido», «extraño». La palabra queer la encontramos en las siguientes expresiones: to be queer in the head (estar mal de la cabeza); to be in queerstreet (estar agobiado de deudas); to feel queer (encontrarse indispuesto o mal); o queer bashing (ataques violentos a homosexuales). El vocablo queer no existiría sin su contraparte straight, que significa «derecho», «recto», «heterosexual». Queer refleja la naturaleza subversiva y transgresora de una mujer que se desprende de la costumbre de la feminidad subordinada; de una mujer masculina; de un hombre afeminado o con una sensibilidad contraria a la tipología dominante; de una persona vestida con ropa del género opuesto, etcétera.4
Ese sentido, dicho sencillamente, de queer como eso torcido que no se deja determinar ni encerrar en algo fijo ni rígido es lo propio de los griegos, de sus dioses, incluso propongo de lo real por medio de Ariadna. Y esto, más allá del feminismo en su desarrollo histórico; diría, como lo he señalado al inicio de este texto, que es un queer de la mano de Gloria Anzaldúa, esto es, pensar los intersticios materiales, lo que hacía Nietzsche en su escritura filosófica, para dar con eso que somos radicalmente y que nunca dejamos de devenir. Esta visión de lo queer obviamente está alejada del feminismo de la identidad, y también del feminismo de la esencialidad, porque ambos feminismos, aunque importantes en sus demandas históricas, al final caen en una determinación rígida de lo humano y con ello de lo real; y aquí estamos en una dimensión histórica material viva que no se clausura y que pervierte los límites en los que se nos quiere constituir para generar ciertas dominaciones a-históricas y naturalizadas de lo humano como si fueran algo en y por sí mismas. Aquí me muevo, para dar con Ariadna, más en un feminismo a lo Butler (de una tercera generación) y, en especial, más cercano a lo interseccional actual o de los diferenciales.
Desde esta visión de lo griego antiguo, desde ese rasgo queer, todo cobra un sentido distinto para dar con lo real que se expresa tanto en Ariadna, como, por ende, en el dios ebrio. Es interesante señalar lo que expresa la propia etimología del dios Diónysos, aunque Otto prefiera, contra Kretschmer, hacer derivar el nombre del dios de alguna mítica región griega de Nisa:
Que este nysos corresponda, como palabra tracia, al griego nymphe, es decir, que signifique «hijo», como pensaba Kretschmer, lo considero, a pesar de la indudable plausibilidad lingüística, no solo indemostrable, sino improbable.5
Otto siempre, como señalé, está tras la idea nacionalista del dios, muy de su tiempo (años treinta del siglo XX y en Alemania). No podemos entender hoy a Diónysos y menos a Ariadna como identitarios, sino todo lo contrario, pues ellos son extranjeros, los migrantes por excelencia, ellos dinamizan toda identidad y la perforan y la actualizan, la hacen estallar desde dentro y con ello también al Estado-nación, pues son los que no han nacido en ese territorio los que luego fundan territorios, pero son siempre territorios mixtos, de mezclas, de medios, de intersecciones, de perversiones, de lo abyecto, de lo raro, de lo queer (eso significa, como hemos visto, esta palabra inglesa, usada ya en 1987 por Anzaldúa en su formidable libro Borderlands / La Frontera), en definitiva, de lo humano en medio de lo animal, de lo vegetal, de las tierras, de los cielos, del mundo junto a los dioses y todas las cosas.
Sin embargo, Otto ve muy bien cómo se muestra Ariadna desde su nombre griego y en eso se articula con la antigua tradición y la actual que propongo en un matiz muy importante:
El testimonio más importante lo proporciona su nombre [...], está vinculado al de Afrodita. Ariadna es una variante dialectal de Ariagne, como se transcribe a menudo en las imágenes de los vasos áticos, es decir, designa aquella a la que se ajusta en gran medida el predicado agne. Y ahora sabemos que este predicado se aplicaba precisamente a la Afrodita de Délos. Por lo general, se traduce como «la santísima». Mas la palabra santo puede llamar a error al lector cristiano. Tampoco nos satisface la traducción de «pura» [...], ya que nuestro concepto de la pureza apenas puede desligarse del ámbito de lo moral. Con las palabras intangible e intacta nos aproximamos más a su verdadero significado, pero con ello debemos pensar en la intangibilidad de una naturaleza alejada del hombre [...]. Está próxima a lo divino, y por eso este concepto de intacto se asocia también a lo digno de veneración. El culto y la épica arcaicos asignan este predicado únicamente a divinidades femeninas, y solo a aquellas que pertenecen al misterioso reino de la tierra, del elemento húmedo, del devenir y la muerte: Artemisa, Core, Deméter, Afrodita. Con todas ellas se vincula Ariadna [...].6
Ariadna, de suyo, como Diónysos, es primigenia, expresión del tránsito de la vida y la muerte, de la humedad, de la tierra (ella es ese movimiento); está asociada estructuralmente a otras divinidades del mismo talante: desde Deméter hasta Artemisa, pasando por Afrodita. Ella, en su nombre, indica esa distancia, ese carácter intacto de modo reduplicativo y ampliado que ven los especialistas. Ella se muestra ya desde sí misma con ese carácter tan propio de lo divino, siendo humana mortal, como de cierta pureza total, no en el sentido moderno ni menos aún cristiano, sino como fálica, esto es, una potencia que se levanta por sí y en esa distancia mueve y articula todo. Ariadna es queer y no se puede entender con una determinación esencialista de su ser femenino. Esto será fundamental para poder entender luego su lamento y su baile, las otras manifestaciones más allá del laberinto.
¿Qué pasó para que Zeus diera inmortalidad a Ariadna? ¿Por qué Diónysos se enamora de ella? ¿Por qué el dios ya no puede estar separado de ella y por lo mismo Zeus tiene que darle inmortalidad para que viva con su hijo más querido? Lo que sucedió fue Atenas, Teseo, Creta, Minotauro, Naxos. Si vamos a los textos homéricos, tenemos algo muy interesante (y muy antiguo) y que los filólogos ven y de lo que Otto se ha encargado en su célebre Dioniso. Ariadna muere en Naxos, y a veces lo hace por la traición del dios Diónysos. Hay un cambio en el canto XI de la Odisea, en el que se narra el mito de Ariadna. Sin embargo, aquí la diosa Artemisa da muerte a Ariadna por la traición de Diónysos; es la traición de Creta: «la bella Ariadna, la nacida de Minos cruel, la que quiso Teseo desde Creta llevar al collado de Atenas sagrada, mas en vano: en mitad de su huida matóla Artemisa, por traición de Diónysos».7 Ariadna muere en Naxos; era inevitable que sucediera. Además, era uno de los lugares donde ha nacido el dios y es tierra de viñas hasta estos tiempos. Y en esta versión ella muere por Artemisa bajo el dolor y la rabia de Diónysos. Ya sabemos que ella muere, por lo que, luego, Zeus, como heredero del tiempo, tendrá que darle la divinidad, esto es, la inmortalidad a la mujer Ariadna para que se despose con el hijo-ninfo de Dios. Pero aquí se muestra que en esa muerte que impide que Teseo lleve a Ariadna a la racionalidad del laberinto de Atenas está el dios. A Artemisa, siempre alejada de los encantos de los laberintos, siempre siendo a campo traviesa, no le gusta lo que Ariadna hace. Ariadna es una figura-máscara también de Afrodita, otra diosa inicial, de talante queer. No tiene ningún sentido aplicar el sustantivo mujer a la diosa poderosa Afrodita. Ella misma ha nacido de la castración de Uranos, luego no tiene madre, pero tampoco un padre: ella es como semen que emerge de las aguas. Una vez más, Walter Otto quiere dar cierta unidad a los mitos que de suyo son capas distintas de tejidos sociohistóricos y que se van juntado una tras otra y generan estos sedimentos, al parecer, opuestos; a veces, el filólogo alemán busca frenar la diversidad, el exceso, incluso la aparente contradicción propia de una época, de lo real, la quiere diluir; y no es necesario, pues es expresión del tránsito vida-muerte del culto de Diónysos y Ariadna:
La bella hija de Minos, se dice allí, fue raptada en Creta por Teseo, que quería conducirla a Atenas, pero antes de que llegara a hacerlo Artemis la mató por indicación de Dioniso. El dios debía de tener algún derecho sobre Ariadna, pues el relato se corresponde enteramente con la historia de la muerte de Corónide, que también fue abatida por Artemis, esta vez por consejo de Apolo, por haber engañado al dios con un amante mortal.8
Ese engaño al dios es lo que le cobra la vida: ya por Artemisa, ya por suicidio (se ahorca con su propio hilo o se lanza por al acantilado), ya por tristeza, pero, a la vez, es lo que le da la otra vida: su deificación dionisíaca.
Y lo que sucedía con la muerte de Ariadna es que ella había dado también muerte a su medio hermano Minotauro con la traición de pasarle el «hilo» a Teseo para salir del laberinto. Con ello, había dado muerte a Diónysos en figura medio animal. Ariadna y Diónysos tienen múltiples máscaras dobles entre sí: hermanos, nodriza e hijo, amantes sexuales, esposos, bailarines... Se ven las caras entre ellos una y otra vez y no pueden dejar de hacerlo; sus vidas están imbricadas en una lógica abierta, pero inseparable. La distante y reduplicativamente aristócrata está articulada en esa distancia al elemento de lo divino, su materialidad más vacía, que lo constituye todo. Diónysos no puede permitir que esa traición quede sin saldar, pues es una forma de retornar con ella y actualizar el vínculo entre ambos. Y sabemos que con esa muerte ella va a renacer, ni más ni menos como la compañera del dios y fundamental en el culto. Y Ariadna renace no como Señora del Laberinto, sino como una Ménade; la que no dejará de hacer el amor y bailar junto al dios en medio de la cofradía de cosas, animales, plantas, humanos, dioses. En el «Lamento de Ariadna» («Klage der Ariadne») de Nietzsche queda bien claro que ella en su tristeza pasará por el tránsito del dolor, por su infierno abismal, por el propio dolor del dios, para estar con el dios del que nunca se ha podido alejar, pues están unidos, desde siempre, de modo incestuoso. Aquí, en el texto del «Lamento», ya no es necesario, para Nietzsche, que medie la figura mítica del héroe Teseo. Ella fue asumida en el dolor y como figura también es máscara de Diónysos; no olvidemos Hipólito, la gran tragedia de Eurípides: todo lo que sufre Teseo por su esposa Fedra, hermana de Ariadna, que se enamora de su hijo Hipólito y lo que hace por despecho (El amor de Fedra, 1996, de Sarah Kane, podría estar a la altura de una renovación ariadneo-dionisíaca del mito en la actualidad). No olvidemos tampoco que Afrodita y Ariadna están unidas míticamente y en algunos rituales, como lo señala Otto, de ahí el odio a Teseo, a quien hace sufrir con Hipólito (él nunca quiso a Afrodita, ni Teseo a Ariadna; como tampoco Artemisa quiso a Afrodita ni a Ariadna: la caza dice no al amor). Ahora el mito es doble y acontece la mediación por parte del dolor (esto lo saben muy bien distintos artistas y pensadores: Sade, Hegel, Nietzsche, Goya, Büchner, Freud, Artaud, Buñuel, Pasolini, Kane, Liddell...).9 Recordemos el final del poema «Lamento de Ariadna» de Nietzsche, los últimos versos de un viejo texto que viene de 1885 en la voz del Mago en Zaratustra IV, texto que no fue publicado y que por eso Nietzsche lo utiliza en este poemario del final de su vida cuerda en 1889, en Turín: «¡Oh, vuelve, / mi Dios desconocido! ¡Mi dolor! / ¡Mi última felicidad!».10 Aquí ya se ve el rasgo del vínculo del dios con la mortal por excelencia intacta: volver, dios desconocido, dolor, felicidad. En el increíble texto La casa de la fuerza (representado en 2009), Angélica Liddell dice en un tono totalmente dionisíaco: «Angélica: Un hombre solo necesita fuerza para comprar un clavo y un trozo de cuerda. Si es capaz de salir a la calle a comprar esas dos cosas, ya puede ahorcarse. Esa es la base de toda esperanza».11 En ese dolor ante lo otro radical, la muerte, la propia muerte, surge lo abierto, lo otro como lo posible, nuestra felicidad. Aquí ya está presente todo el juego del vínculo que expresa el baile entre Ariadna y Diónysos.