Arriva Italia - Marcos Pereda - E-Book

Arriva Italia E-Book

Marcos Pereda

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Beschreibung

Tres hombres, tres ciclistas, hicieron que toda Italia se sintiera orgullosa. Con sus biografías, con sus cicatrices, sus marcas, sus lágrimas, sus vidas. Ellos, los tres, crearon un mito, fabricaron una realidad. El viejo Bartali. El áspero Magni. El trágico Coppi. Arriva Italia es la leyenda de esas tres grandes estrellas del ciclismo transalpino, una historia de Italia narrada a través de las gestas de estos tres nombres. Historia que continúa hasta nuestros días, nuevos mitos empujando a esta nación para seguir soñando ciclismo. Por eso llega ahora esta reedición actualizada y ampliada del Arriva Italia que Marcos Pereda publicó en 2015. Con nueve capítulos adicionales que viajan en el tiempo hasta las décadas anteriores y posteriores a ese triunvirato que dominó el ciclismo desde finales de la década de los 30 hasta los años 60. ¿Lo nuevo? Pues aquellos comienzos del Giro, símbolo y herramienta para la consolidación de una nueva identidad nacional. También recuerdo para etapas dantescas, inolvidables, en años tan lejanos como 1914, o aquel Gavia de 1988 que nos dejó imágenes estremecedoras por TV. Alfonsina Strada, el Tarangu, Eddy Merckx, Pantani, Berzin, Simoni, Indurain o Mikel Landa. Nuevos nombres y nuevas historias llegan a estas páginas. Todos son ya relato del Giro. Más Arriva Italia.

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ARRIVA ITALIA

GLORIA Y MISERIA DE LANACIÓN QUE SOÑÓ CICLISMO

Marcos Pereda

© Marcos Pereda Herrera 2015 y 2021, del texto original.

© Libros de Ruta Ediciones, S.L., 2021.

Gordoniz 47B-bajo

48012 Bilbao

[email protected]

www.librosderuta.com

Primera edición: junio 2021

Edición: Eneko Garate Iturralde

Diseño portada y maquetación: Amagoia Rekero García

Ilustración portada: Alberto Aragón – LOCAL ESTUDIO

Foto autor: © Gema Rodrigo

ISBN: 978-84-122776-6-1

eISBN: 978-84-122776-7-8

Depósito legal: BI-850-2021

Impreso en España por Leitzaran Grafikak

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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ÍNDICE

Prólogo a la nueva edición

Arriva Italia

Prólogo

El país que respira ciclismo

Los antecesores: Bottecchia y Binda

Cuando Bartali fue el ciclista del Duce

Arriva Coppi

Un Schindler a pedales

La Odisea de Fausto

El tercer hombre

El Giro del Renacimiento

Pedaleando para evitar una guerra

Un uomo solo é al comando…

Heridas abiertas

El más bello campeón

La Italia del Giro de Italia

Muere un ciclista, nace un mito

Heridas que se cierran

Más Arriva Italia

Empezando un sueño

Il più duro di tutti

La leyenda de Alfonsina Strada

Un monstruo viene a verme

Iker Jiménez, un belga y un loco

Qué puto frío, oye

El Mortirolo es un asunto de calvos

Tantas cuentas pendientes

Una forma de pedir perdón (sobre tierra)

Dramatis personae

Palmarés

Bibliografía

PRÓLOGO A LA NUEVA EDICIÓN

Todo empezó en una fiesta con Yola Berrocal.

No, no, espera…

Todo empezó en una fiesta donde estaba Yola Berrocal.

Sí, así mejor, que lo otro provoca equívocos.

Ya ven, los caminos de la literatura (o lo que coño sea esto) son inescrutables.

En aquel tiempo yo colaboraba con un programa de radio local. Poca cosa, apenas pildorillas muy breves sobre Historia de Cantabria. Pero vamos, sentido del humor. Hicimos relatos bastante chulos, creo, y me lo pasaba muy bien, porque si no me lo paso muy bien pues el asunto no funciona. En fin, ese no es el tema.

Sucede que un locutor de la cadena cumplía años, y programó fiestón por todo lo alto. Bueno, a ver, por todo lo alto de provincias (no había jugadores del Madrid ni duquesas), pero tenía su punto. O puntito, ya que hablamos de bicis. Yo, de natural tímido, me presenté en aquella sala de fiestas pelín apocado, para qué engañarnos. Digamos que el ambiente no ayudaba. Como la gente de la radio conoce a un montón de peña, pululaban por la zona algunos cuerpos extraños (extraños quiere decir de gimnasio) que provocaban cierta expectación y que yo no conocía de nada. No me miren de esa forma, no es esnobismo, es que algunos asuntos me aburren… En fin, pues eso… personajes de Gran Hermano, de Supervivientes, de… de ese tono. Saber y Ganar no lo había pisado ninguno, oigan. También estaba Yola Berrocal (a esta sí la reconocí) que es una mozuca muy alta y con un cutis que brillaba cual platito recién comprado. Como la zona donde estábamos es objetivo habitual de botellones y similares pronto se corrió la voz, y hordas de adolescentes subían a vallas y muros para ver famosos. Un grupo de quinceañeras gritando hasta consiguió colarse, para solaz de quienes vemos la vida desde un punto de vista irónico. Lo juro. Unas risas. Rarísimo.

A lo que íbamos…

Allí empecé a charlar con otro colaborador, muchachote muy simpático al que no conocía porque iba a la radio los jueves (yo pasaba cada martes). Hola, qué tal, pues nada, aquí, qué bebes, té rojo con gingseng. Ese tono. En un momento dado cada uno comentó sus últimos proyectos. Yo he hecho esto, yo hago aquello. Hace poco escribí una serie de artículos. Sobre Italia, sí. Coppi y Bartali, sí, explicando un poco la historia a través de las bicis. Anda, pues yo tengo un amigo… esto es… qué casualidad… mi amigo comentaba el otro día que manejaba lo de Bartali y le gustaría sacar un libro con ello. ¿Cómo? ¿No te lo dije? Es que mi amigo es editor.

Y así, queridos lectores, es como se hacen negocios…

Dos días más tarde me tomé un café con Javier Granda y hablamos a grandes rasgos de lo que acabaría siendo Arriva Italia.Quede por escrito mi agradecimiento. Cero directrices, cero prohibiciones. Plazos de entrega un poco justos, por aquello de llegar para Navidades, pero en fin… peores cosas hemos hecho.

Arriva Italia era mi debut en esto, y fue, sobre todo, algo muy divertido. Me permitió conocer gente encantadora (a Carlos, a Natalia, a Jose, a tantos), hacer presentaciones y reírme unos buenos ratos. También contar chorradas en algunas entrevistas, que siempre es cosa de agradecer. Pero aquello pasó. Y, poco a poco, Arriva Italia fue quedando en el olvido. O, para entendernos, empezó a no resultar fácil encontrar ejemplares.

No voy a decir que la obra tornase en libro maldito, uno de esos «casi incunables» que todo el mundo busca. Qué va. Pero sí de vez en cuando, alguien te comentaba. En redes sociales, cuando hablabas de otros titulillos. Oye, y dónde podría comprar… Incluso llegué a ver precios de locos en tiendas online. Putos golfos. Ojalá se lo coman con patatas…

Vamos, que la idea de reeaditarlo me seducía. Y parece que a Eneko Garate, el editor de Libros de Ruta (segundo editor al que agradezco aquí, no se vayan a acostumbrar) también. Como nos llevamos fenomenal lo hablamos abiertamente. Como no tenemos luces decidimos ir para adelante.

Ahora bien… cómo meterle mano al texto antiguo. Hagan una prueba… miren una foto suya de hace un lustro o más. Seguro que se ven horribles, ¿no? Cuando no es el pelo son las ropas. O el maquillaje. O la (falta de) apostura. En fin, que se reconocen en imagen, pero, a la vez, no creen que ese sea totalmente su yo de ahora. Pues bien, con los libros pasa algo así. Solo que jode más. Bueno, igual a Bárbara Rey le jode más lo de las fotos (no, esas en las que están ustedes pensando no… las de nuestro ejemplo) pero a mí me escuece el tema literario. Releo Arriva Italia y, a ratos, me gustaría coger a mi yo de entonces y darle un par de bofetones. Zarandearlo, gritarle en la cara. Cursi. Grandilocuente. Epiquérrimo. Cosas así, pero con cariño, que hay confianza. Defectos que se curan con los años, la mayoría. Ojo, también encuentro hallazgos en el texto, ¿eh? La estructura general me sigue gustando, y hay algunas imágenes muy poderosas. Pero siempre tendemos a fijarnos en lo negativo. Al menos yo.

Así que… ¿cómo afrontar esto? La reedición, digo. Pues muy fácil: siendo honestos. Honestos conmigo, con el tipo de hace un lustro y con los lectores. Reeditas… pues reeditas. No he tocado nada al libro. A ver, alguna cosa sí. Erratas (ese SestriereS), repeticiones de palabras y esquemas, mover algunos signos de puntuación… Pero, por lo demás… idéntico. Es, en esencia, Arriva Italia. No la actualización de Arriva Italia, versión 2021, no. Arriva Italia. Y creo que está mejor así.

Ahora bien, tampoco quería que el libro fuese idéntico. No. Sé que algunos de los que tienen Arriva Italia en sus estanterías del Ikea (esas blancas que aparecen en las videollamadas) volverán a comprarlo. Por curiosidad, por amistad, por fetichismo. Qué importa. El caso es que, pensaba, era justo darles algo más a esa amable gente que se gasta su dinero para hacerme inmensamente rico. Un suplemento. Qué menos, ¿no? Ampliar el libro. No en su esencia (insisto, aquí está todo el antiguo Arriva Italia) sino expandirlo. Se me ocurrió escoger una etapa de cada década que no tocamos en el texto original y meterme con ella. Narración propia. Particular. Posmoderna. De esa forma podía hacer que la obra llegase casi hasta la actualidad. Y, más importante, me permitía dialogar conmigo mismo. Los capítulos nuevos tienen un estilo, un ritmo, muy diferente a los clásicos. Ni mejor ni peor… diferente. Ha sido divertido, un poco como entrar en la casa de los espejos y verte distorsionado. Creo que el resultado tiene su atractivo precisamente por lo heterogéneo. Ahora ustedes dirán.

Ah, en cuanto al dramatis personae… vi esta idea en la obra de Julen Gabiria Desde lo alto se ve el mar (está publicada por esta misma casa y es una auténtica preciosidad, así que corran a leerla si aún no lo han hecho). Me gustó mucho, y pensé que podría hacer algo parecido con Arriva Italia. Presentar a personajes reales de la forma más absolutamente golfa que usted imaginar pueda. Gracias Julen. Si tienen algún problema con ello, sepan que el resultado es solo responsabilidad mía…

En fin, que no les pego más la trisca (esto de pegar la trisca es una expresión muy cántabra). Ustedes han venido a leer. A leer lo viejo y lo de ahora. Les dejo con ello. Ojalá este (no tan) nuevo Arriva Italia pueda sonreír tanto como lo hizo el anterior…

ARRIVA ITALIA

PRÓLOGO

Ya vienen, ya vienen. Allí, a lo lejos, ¿no lo ves? Sí, hombre, sí, es esa nube de polvo. Pues claro. ¿Allí? ¿Aquello? ¿Cómo van a ser aquello los ciclistas, esa nube de polvo tan grande? Pero si parecen tanques. Y mira lo rápido que vienen. Que sí, que sí, que lo son, te lo digo yo. ¿Ves? Se van acercando. Pues es verdad, ya vienen, ya vienen, voy a avisar a los demás. Vamos, vamos, que os lo perdéis, ya llegan, ya llegan los ciclistas. Es increíble, qué velocidad llevan, mucho más que a caballo, ¿eh? Pues claro, si yo mismo competí cuando joven y tan rápido como ellos era, un Bartali podría haber llegado a ser, pero la guerra… ay, la guerra. Tú qué vas a haber competido, míralos a ellos, ayer salía en la Gazzetta una foto de Coppi y estaba flaco como un pajarillo, ese no pesa más que un saco de trigo, y tú… tú parece que te hayas comido veinte hogazas hoy mismo. Claro, pero es que te hablo de antes. De antes. De antes. Ya vienen, ya vienen. Qué emoción, y qué estruendo. Bocinas, ruido de motor, parece mentira, no había escuchado jamás tanta algarabía. Que ya vienen, que llegan. Vamos, vamos, vai Coppi, vai Bartali, vai Fiorenzo, vai Carrea. ¿Los has visto, los viste? Creo que pude ver a Coppi, estaba más o menos por la mitad del grupo. Y cómo supiste que era él. Pues por el maillot azul, hombre, cómo iba a ser. Ya, pero ese también lo lleva Carrea. Sí, pero como monta Coppi en la bici no lo hace nadie. Eso es verdad. Ahí vienen más, míralos, van descolgados. Es el Mala, el Malabrocca. Vai Luigi, vai,los tienes ahí delante, casi los has cogido. ¿Te has fijado en que iba riéndose? Sí, a estos fue más fácil verlos, marchaban mucho más despacio. Es cosa grande, lo del Giro, ¿verdad? Muy grande, sí. Y tú, ¿quién crees que ganará? Yo creo que este año no se le escapa a Gino. Pero, ¿cómo? ¿No te das cuenta de que Coppi viene más fuerte que nunca, de que ha conquistado ya la Milán-San Remo?, él es el futuro. Hazme caso, es de Gino. Que te digo que no…

Ya vienen, ya vienen, ¿los ves? Sí, allí a lo lejos, vienen desde la zona del Etna. Que llegan, que llegan, llama a los otros, a los de los olivos, a los que están con el trigo. Llámalos, que hoy el patrón ha dicho que podemos tomarnos un descanso mientras pasa la carrera, que podemos verla. Eso sí, tenemos que quedarnos después un rato más, para recuperar el tiempo. Ya vienen, es increíble lo rápido que van, ¿no? Qué va, si por esas mismas carreteras vi yo una vez huir a Salvatore Giuliano y algunos de los suyos montados en un coche y esos sí que iban rápidos. ¿Tú viste a Salvatore? Sí lo vi, hasta un día pasó por casa, era moreno, muy moreno, y siempre estaba sonriendo. Y regaló a mi madre unas monedas, recuerdo que lo hizo así, le puso una pequeña bolsa en las manos y le dijo, tome señora, para los niños. Eso hizo. Tú qué vas a haber visto a Giuliano. Sssshhhh, callad, no se mienta el nombre. Ya vienen, ya vienen. Este año la carrera no se le escapa a Coppi. Pues a mí me gusta Magni. ¿Ese? Ese es un calvo suertudo, no fastidies. Ya llegan. Fiiiiiuuuuuu. ¿Lo viste? Sí, qué rápido iban. Y cuantos colores. Ha sido como un arcoíris que se desboca. Sí, eso mismo.

Que ya llegan, que ya llegan, qué haces que no bajas. Pero deja todo eso, hombre, déjalo, que llegan los ciclistas, ¿no los ves, allá a lo lejos? Dicen que ayer el Vesubio volvió a soltar humo, ¿no? Sí, pero parece que no será nada, cuenta mi madre que cuando el Vesubio se pone realmente travieso le decía su abuela que el aire se pone así, como más denso, y que casi se puede masticar, y que esta vez no pasará nada porque está el aire fresco y transparente. Sí, eso es verdad. Parece que llega escapado Bartali. ¿Bartali? ¿Y eso como lo sabes? Pues porque lo he escuchado por la radio. La radio, la radio, qué sabrá la radio. Mira, mira, por ahí viene, es un pequeño grupo. Qué rápido van. ¿Ves, ves? Era Bartali. ¿Bartali, quién? Sí, hombre, el de la camisa verde, el que llevaba una gorra para atrás. Yo no he visto ninguna camisa, ese no era Bartali. Tú lo que pasa es que eres muy de Coppi.

Que vienen, que vienen. Tranquilo, hombre, si por aquí pasan a toda velocidad, pero luego tienen que acercarse a la Piazza. ¿Cómo, a San Pedro? Sí, me han dicho que les va a bendecir el Santo Padre. ¿El Papa? ¿Y qué tiene que ver el Papa con el Giro de Italia? Hombre, dicen que si es íntimo amigo de Bartali, ¿no? Igual es por eso. ¿Tú crees? Sí. Y, a ver, quién te lo ha dicho a ti, ¿eh?, quién. Pues un amigo mío que trabaja en el Vaticano. ¿Que trabaja? Bueno, que estuvo el otro día allí, pidiendo algo para poder comer. Ah, eso sí. Ya llegan, ¿ves? Viene primero un pequeño grupo y luego todos los buenos. Dicen que por ahí, a lo lejos, han tenido que desviarse porque la carretera estaba llena de agujeros. ¿De obuses? Eso cuentan. Son tiempos duros, sí. Ahí están, ahí están. Vai Coppi, vai Bartali.

Ya vienen, ya vienen, vamos, no te retrases. Por el mismo Cristo Nuestro Señor, no te retrases. Pero vamos, deja eso. Amén. Que no les vamos a ver, qué estabas haciendo. Pero, ¿cómo voy a dejar de rezar el Santo Rosario? ¿El Rosario? Pero que llegan los ciclistas, ¿no te das cuenta? Está bien, vamos para allá. Oye, ¿y tú quién crees que ganará este año? ¿Este año? Coppi, es el mejor con mucha diferencia. Pero, ¿cómo que Coppi? Pero si tú eres un sacerdote, tú tienes que ir con Bartali. Y eso ¿por qué, vamos a ver? Pues porque Bartali es Gino el Piadoso, es el amigo del Papa, es el hombre de Acción Católica, el que va a misa todos los domingos. ¿Y Coppi no va a misa? Qué va a ir ese… bueno, igual va, pero no con la misma devoción. No importa, este año ganará Coppi. Vamos, tú tienes que ser de Bartali. Que no, que te digo que no… Bartali es un gran campeón, es fuerte, duro, rocoso, pero Coppi… Coppi es…… algo especial cuando pedalea. ¿Algo divino? No blasfemes, te pido por favor que no blasfemes. Allí vienen. Vai Coppi, vai. Vamos, vamos, al final te acabarás hincando de rodillas…

Vamos a verlos, ¿no? Vamos, que llegan. No me metas prisa, hombre, si yo ya lo he visto todo, ¿no te he contado que estuve aquí en 1946, cuando lo de Giordano Cottur y los americanos? Pues claro que me lo has contado, y tampoco hace tanto de eso, y además a Giordano yo le conozco mejor, que hasta he salido a entrenar con él alguna vez. Aquello sí que fue importante, deberías haber estado allí, qué cantidad de gente… Dicen que este año viene fuerte Magni. ¿Qué? Que llega fuerte Fiorenzo Magni, que podría ganar. No digas tonterías. Ya vienen, ya vienen. Luego te explico dos o tres cosas sobre ciclismo.

¿Los ves, los ves? Ha merecido la pena subir hasta aquí, no me digas que no, así los puedes ver un montón de rato, en todas esas curvas enlazadas. Y además mira qué paisajes, la grandiosidad de los Dolomitas, el Rifugio Pordoi allá arriba, sí, sí que ha merecido la pena, aunque hayamos tenido que darnos un calentón por estas pendientes, ¿verdad? Ya llegan, ya llegan, mira, creo que es Coppi, sí, es Coppi, veo su maglia rosa. ¿Y Bartali, dónde estará Bartali? Míralo, anda un par de curvas más abajo, lo ves, es el que va de verde, allí, a lo lejos. Van solos, los dos van solos. Pues claro, niño, quién quieres que aguante la pedalada de esos dioses, quién. Ya vienen, ya vienen.

¿Vienen o no vienen? Porque nos estamos quedando helados, a quién se le ocurre venirse hoy al Bondone, con lo bien que podíamos haberles visto en Trento, y no aquí arriba, con toda esta nieve, y este frío que nos acabará matando. ¿Sabes algo de cómo va la carrera? Nada, la radio no funciona, y por aquí no pasa un coche desde hace un rato. Pues ya ves, lo mismo hasta han suspendido la etapa y tenemos que bajarnos a casita sin ver ni un solo corredor, y eso ya sí que sería… Mira, mira, ¿ves allá abajo? Parece que suben autos, y por lo despacio que van deben de ir con una bici. Menuda vista tienes, distinguiendo detalles con esta nevada. Espera, espera y verás. Tú quién crees que puede ser. Ni idea, yo desde que Coppi y Bartali no andan he dejado el ciclismo de lado, ahora lo mismo me da uno que otro. Hombre tampoco es eso. Que sí, tú no lo puedes comprender, porque eras muy joven, pero aquello fue totalmente diferente, auténticas multitudes en las carreteras, la carrera abriendo todos los periódicos, la gente totalmente dividida, con respeto, sí, pero con fiereza, que si eras de Coppi parecía que tenías que juntarte siempre en las tabernas con cuadrillas de aficionados de Coppi, y si eras de Bartali lo mismo. ¿Tanto? Tanto, pero mira, por allí llega. ¿Quién, quién es? No lo sé, pero observa cómo sube. Y lleva manga corta, si debe haber cinco grados bajo cero. Y con esta ventisca. Vai, vai. ¿Quién era? Dicen por aquí que Gaul, el luxemburgués. Era increíble cómo trepaba. Y su rostro, ¿viste su rostro? Sí, iba lívido, como muerto. Mira, allí viene otro. Es Magni, es Magni. Pero cómo va a ser Magni, si se rompió la clavícula hace una semana. Que es Magni te digo, vai Fiorenzo, vai. Un sufridor admirable. Sí, pero iba inclinado, torcido sobre la bicicleta, reptando como un perro. Coppi y Bartali, no habrá nunca nadie como ellos. Nadie.

Ya vienen, míralos, ya han entrado en la Arena milanesa, ahora darán unas vueltas, disputarán la etapa, luego saludarán al público. Míralos, míralos, ¿los ves? Llevan casacas azules, verdes, moradas, rojas. Mira, allí, al final del grupo, la maglia nera. Y al frente, casi en cabeza, la maglia rosa. Míralo, debe de ser glorioso vestirla, ¿no?, aunque sea un día, aunque sea de prestado antes de que los buenos la cojan. Sí, el ambiente es magnífico, hay que sentirlo, se me pone la piel de gallina. Sí, sí, qué pasa, a veces también un viejo puede derramar un par de lágrimas, emocionarse, ¿no? No está mal. Es recordar el pasado, tiempos peores, sí, pero tiempos que vivimos. Porque tú no lo recuerdas, claro que no, pero hubo cuando esto, estos hombres, eran para nosotros casi tan importantes como nuestra propia vida. Sí, fueron momentos difíciles, claro, momentos extraños. Habíamos discutido entre nosotros, como dos hermanos queridos pero vengativos, y parecía que jamás, jamás, podríamos volver a abrazarnos. Y entonces, pero tú de esto no te acuerdas, entonces, digo, ellos salieron, y recorrieron el país de arriba abajo. Entero. Bueno, casi entero. Y nos hicieron volver a sentir orgullosos, nos hicieron volver a amarnos, volver a tender las manos. Vimos que había un mañana allí donde antes solamente parecía haber un ayer. Ellos, sobre todo ellos dos, claro, pero también los demás, nos hicieron, casi nos obligaron, a sentirnos de nuevo como una nación. Y aquello fue tan especial… Tú no puedes entenderlo, y seguramente es mejor, mejor que no lo concibas, mejor que no lo imagines, mejor que no hayas visto los muros derruidos, la ausencia de ventanas porque no había paredes, el terror de las alarmas en mitad de la noche. No lo has vivido, y ojalá no lo tengas que vivir. Solo te digo que entonces el Giro, las bicicletas, ellos dos, vinieron a salvarnos. A salvarnos, seguramente, de nosotros mismos. Y lo consiguieron, es verdad que lo consiguieron. Y sí, por eso ahora se me caen dos o tres lágrimas, déjame, soy un viejo cansado, un viejo que recuerda, recuerda demasiado. Me valdría con que tú, precisamente tú, no les olvidaras.

Italia, la nación que respira ciclismo.

EL PAÍS QUE RESPIRA CICLISMO

Aunque me hiciera un daño insoportablelo que deseo es vivir.

Alessandro Baricco. Océano mar.

Hubo un tiempo en que una nación, una nación de la Vieja Europa, halló su identidad en el ciclismo. Momentos difíciles, oscuros, de esos que se susurran al oído en las familias, que dividen países, que abren zanjas imposibles de cerrar.

Hubo un tiempo en el cual a toda una patria se la podía dibujar a partir de tres hombres, de tres ciclistas. Cuando los que eran católicos tifaban por el más viejo de todos, el del rostro severo, el de las pocas palabras. Cuando los de ideas más abiertas habían encontrado su mesías en un tipo de largas piernas, nariz aguileña, mirar trágico. Y los de la extrema derecha, los que habían vestido de negro, animaban a un hombre de cabellos ralos, de voluntad inquebrantable y sonrisa fácil.

Existió un momento en el que Italia se pudo definir a sí misma a través de la bici. Y no fue uno cualquiera, sino, seguramente, los años más complicados, trágicos y recordados de todo el siglo XX. Cuando un continente entero estaba a punto de estallar en llamas, cuando la injusticia, la crueldad más absoluta, pugnaba por apoderarse del mundo. Cuando, sí, el equilibrio de las almas parecía a punto de desdibujarse para toda la eternidad.

Y siempre, siempre, el ciclismo.

Los ciclistas.

Italia, durante el fascismo, vestía de rosa su primavera, ajena a las camisas negras que paseaban sus calles, que enseñoreaban senderos que acabaron siendo remembranzas de sangre. Italia, mientras Mussolini daba mítines airados e histriónicos dignos de un payaso, soñaba en julio con deportistas vestidos de azzurro tricolore, con el Izoard, con el Tourmalet, con un perfil afilado que hacía vibrar a todos, pobres y ricos, del norte y del sur. Italia se convulsionó entrando en la mayor guerra de todas las guerras, se agitó en un conflicto de apocalipsis, se mató a sí misma, se revivió y volvió a nacer. Y, mientras, todos pensaban en bicicletas, en rostros cortando el viento de la Maddalena, en una hora milanesa y eterna bajo bombardeos ingleses. Italia, claro, jugueteó de nuevo con la tragedia cuando la paz que no era paz del todo pareció haber llegado. Estuvo al borde del abismo, de ese abismo físico pero también moral, al borde de ese no saber si esto es un hombre, de la realidad desalmada que se le había puesto al mundo cuando dejó de sonreír. Y entonces, y quizá sobre todo entonces, los ciclistas fueron más importantes que nunca, y de un infierno de fuego en la península se pasó a hablar de un infierno helado en la Cisalpina, y donde pudo haber sido nunca llegó a ser, y lo que podía haberse roto consiguió mantenerse, pese a todo, unido.

Esta es la historia de un tiempo sin tiempo, la historia de una nación joven, de apenas medio siglo de antigüedad, que anhelaba un imaginario común en el que soñar, porque, claro, ese es el mundo verdadero donde existen y son las naciones. Es la historia de un país que se entregó a la locura, que purgó sus penas de la forma más dramática posible, que aún pugnaba por rehacerse cuando estuvo a punto de terminar para siempre. Es una historia de Historias y de historias, sí, pero sobre todo de seres humanos, de vidas, de hombres y mujeres corrientes que, puestos en contextos extraordinarios, acabaron haciendo cosas extraordinarias. Entre ellas, nada menos que dibujar con trazo firme una patria.

Este es el relato de tres personas y un país que estaba contenido en ellas, que comprendía a millones como ellas. Es la historia de Gino Bartali, el Vecchio Gino, Gino el Piadoso, el hombre católico, ferviente, el que pedaleaba heroísmo, el que exudaba tenacidad. Es la historia de Fausto Coppi, la clase, la elegancia, la entrega absoluta del aficionado, el mito, la leyenda, el mártir. Es la historia de Fiorenzo Magni, el del pasado oscuro, el de los secretos a medio decir, el de las victorias tristes, el de las derrotas gozosas.

Es, claro, y sobre todo, el relato de un país, de todo un país, que se pensó a sí mismo a partir de la bicicleta en el momento más delicado de su existencia. Es la historia de Italia en los años treinta, cuarenta y cincuenta del siglo XX. Es fascismo, es Guerra Mundial, es nazis, bombardeos, Solución Final, cuerpos en las cunetas y devastación, sí, pero también adversarios abrazándose, actos de valentía inmensa, lucha frente a la sombra, pecado y redención. Es la historia de todos los italianos, de tres de ellos, de cada uno de ellos.

Es una Historia en bicicleta, nada más y nada menos.

La de un país que imagina sus campeones para no recordar sus desdichas. Que vibra con sus mitos para celebrar su vigor.

Es la historia de Italia, del Giro, de Bianchi, de Bartali, de Legnano, de Coppi, de la Wilier, de Cottur, de Binda, de Bottecchia, de Magni, del Stelvio, del Pordoi, de los tifosi, de Monte Cassino, de Trento, Trieste y Corvara, la de Alcide, la de los Goldenberg, y Togliatti, la de Mussolini o Skorzeny. Es la historia de Pavese y Moravia, de Buzzati y Calvino, pero también la de Pasolini, la de Petrarca, la de Visconti, Baricco y Fellini. Todas esas historias.

Nada más que esas historias.

Silencio.

Arriva Italia.

LOS ANTECESORES: BOTTECCHIA Y BINDA

Manda el que puedey obedece el que quiere.

Alessandro Manzoni.

Cuando una nación es tan joven como lo era Italia a principios del siglo XX (la conquista de Roma, donde muchos ven final del proceso unificador, data de 1870) los mitos surgen por doquier. Y algunos de ellos encuentran un espacio en ese imaginario colectivo que se reserva a los retazos de la realidad. Las naciones no pueden existir sin antes ser imaginadas, y este trenzado de fantasía hasta convertirla en carne de libros de historia no es, en modo alguno, algo que puedan realizar reyes, generales o políticos. No, al contrario, solamente a través de las palabras del pueblo, a través de lo visto por mil ojos, de lo explicado por cien mil bocas (todas ellas cuentan algo parecido, muy similar, pero ligeramente distinto, con lo que la realidad no acaba siendo el lugar común sino la suma de todas aquellas pequeñas realidades imaginadas, intuidas, sentidas), es como se tejen los mirares del aire y entonces las naciones son engendradas por escritores, sí, pero también por músicos, poetas, por quienes cuentan romances de ciego de pueblo en pueblo, por aquellos que recorren sus carreteras llevando buena nueva que muta muy ligeramente de una población a otra. Y por los ciclistas, claro. Porque si sabemos que Italia fue, en un momento dado, una nación que respiraba ciclismo, debemos concluir que también fue un país imaginado sobre dos ruedas.

Por eso, si hablamos de Coppi, de Bartali, de Magni, como símbolos precisos de un momento y unas ideas concretas… si los vemos como paradigmas, como tópicos reales de valores y caracteres… si entendemos que esa perra mentirosa que es la Historia nos los ha ido dibujando cual actores de una comedia (o tragedia) mil veces repetida y por lo tanto radicalmente falsa, actores que parecen recitar un texto que ellos no escriben… que la certeza no es sino la suma de todas las historias que nos han ido contando… y si conseguimos asimilarlo, podremos llegar a la conclusión de que estos tres héroes, estos tres villanos, estos tres hombres… no podían estar solos. Y donde hay tuvo que haber antes, y donde hubo debió existir todo. Y que, cuando la Segunda Guerra Mundial, ese Leviatán grosero y voraz que aparecerá emborronando nuestro relato aquí y allá, no era más que un mal sueño premonitorio en la mente de Europa ya dos hombres consiguieron cargarse a toda una nación sobre sus hombros… una nación balbuceando, una nación joven y directa y con una pizca de inocencia y con un punto insolente y con un todo de vida por delante como tienen siempre los jóvenes… ya dos hombres, decimos, simbolizaron lo que Italia era, lo que Italia fue. Y lo hicieron, quizás, incluso antes de que Italia fuera. Porque la identidad es, como las mentiras, algo que solo se conoce a posteriori.

Esta es, pues, la historia de dos hombres que fueron antes de que tres hombres fueran. Esta es la historia de Ottavio Bottecchia y Alfredo Binda.

Ottavio Bottecchia parece, quizá más que cualquier otra cosa, una persona sin suerte. No la tuvo de niño, cuando la pobreza se le pegó para siempre al rostro (era el pequeño de ocho hijos, quizá de ahí su nombre), no la tuvo más tarde, cuando fue soldado, cuando fue ciclista, y no la tuvo en su último viaje en bicicleta. No la tuvo, no pudo tenerla.

La infancia de Bottecchia transcurre en Alemania, donde su padre ha tenido que emigrar desde su pequeño pueblo, cerca de Treviso, para alimentar a su prole. Allí el joven Ottavio comienza a trabajar, antes de invertir cuatro años de su vida a la patria, Primera Guerra Mundial mediante, enrolado en la División de Bersagliere, esos soldados-ciclistas de curiosa estampa y fusil en ristre encima del manillar a los que quería incorporarse, por todos los medios, el fantoche de Enrico Toti… pero esa es, claro, otra historia.

El caso es que Bottecchia pronto destaca entre las filas de los Bersagliere por su fuerza encima de la bici, y se le asigna tarea de enviar mensajes de un lado a otro por la línea de defensas italianas. Un entrenamiento ideal para el Tour de Francia que vendrá años después… El ejercicio distaba de ser seguro, y al menos en dos ocasiones Ottavio se ve enfrascado en un intercambio de fuego con los austríacos, manteniendo, al parecer, magistralmente la calma y saliendo ileso de esas situaciones. Ileso y con una medalla de plata del ejército transalpino, concedida en noviembre de 1917. Durante la Gran Guerra sufrirá igualmente ataques con gas, y caerá enfermo de malaria. Minucias…

Tras la paz Bottecchia viaja a Francia a ganarse la vida como albañil, y allí comienza a tomar parte en competiciones ciclistas. Lo hace bien, muy bien, hasta el punto de ser seleccionado por el equipo Automoto-Hutchinson, uno de los más potentes del momento, para correr el Tour de Francia en 1923. Es el principio de su leyenda.

Aquel Tour es dominado por el debutante, que se muestra irresistible en montaña. Taciturno y poco hablador, la prensa gala hace circular todo tipo de historias sobre él. Dicen que nunca se cansa, que afronta las pendientes como quien afronta el trabajo diario, que por dentro es una máquina y no un hombre. Dicen que es disciplinado, que cuando le ordenan pararse a esperar a su líder, el carismático y polémico Henri Pelissier, lo hace sin dudar, aparcando la bici a un lado del camino y entreteniéndose mientras come alguna minucia o limpia de barro el cuadro. Aquel mismo año, cuando acaba segundo (y con la certeza de haber sido el más fuerte de aquella carrera) le harán una fotografía que refleja seguramente mejor que ninguna otra el espíritu de aquellos Tours de la época heroica. Es en el Col d´Izoard, suprema grandeza que imitarán más tarde Coppi y Bartali. El ciclista se retuerce sobre su máquina, cuya rueda apunta hacia el barranco y no hacia el centro del pedregoso camino. La viva imagen del dolor, de la agonía. Tras él, un coche de la organización. A pesar de ser toma bastante abierta no se ve a ningún espectador…

Al año siguiente vuelve a la carrera francesa para imponerse sin oposición. Pelissier, de nuevo su líder, abandona tras llegar a las manos con Desgrange, el director del Tour, y después ofrece una legendaria entrevista a Albert Londres cuyo título y contenido están ya en la historia del deporte: Los forzados de la carretera1. El italiano, por su parte, deja una estampa para el recuerdo cuando, de nuevo en el Izoard, se baja de su bicicleta cerca de la Casse Déserte, y hace los últimos metros del puerto empujando a pie la máquina, mientras entona a pleno pulmón marchas militares.

Se convierte, claro, en héroe italiano. Nada menos que el primer transalpino en conquistar el Tour, imponiéndose a todos los astros franceses y sorteando las malas artes que, seguro, estos habrán urdido (corrió el rumor de que había sido envenenado en una etapa y solo después de vomitar durante un buen rato pudo reincorporarse a la carrera). La Gazzetta dello Sport abre una contribución a favor de Bottecchia, cuyo primer donante (que aporta una lira, el equivalente a cinco periódicos de la época, puta rata) será el mismísimo Benito Mussolini. Y entonces salta la sorpresa: Ottavio Bottecchia es socialista.

Sí, el ídolo de tantos jóvenes italianos, el condecorado soldado de la Gran Guerra, el hombre que ha derrotado a los galos en su propia casa y que ha elevado a cotas nunca antes vistas el orgullo y la moral del país, no es un buen fascista… Más aún, es un socialista. Lo cierto es que el joven Ottavio provenía de familia proletaria, y había aprendido a leer enredando con los ajados panfletos revolucionarios que sus compañeros de trabajo le dejaban (poco tiempo después Antonio Gramsci dirá que los periódicos deportivos eran su mayor vínculo con la vida real dentro de la cárcel… existencias, palabras), desarrollando así un profundo sentimiento social que ahora escandalizaba a la Italia de su época. Porque era un socialista de verdad, no uno de esos como Mussolini que ahora se habían cambiado de nombre y vestían camisas negras donde antes llevaban pañuelos rojos…

La relación entre bicicleta y movimientos progresistas en Italia venía de lejos. Si, como hemos visto, allí política y deporte han ido siempre de la mano, al parecer la bici ejercía una enorme atracción para las fuerzas «rojas» en amplias zonas del centro del país, lugar donde coincidían el mayor número de estos vehículos con el asentamiento más profundo de las nuevas ideas sociales. Así, el velocípedo era tomado como un poderoso aliado en esas organizaciones, como la forma más rápida, sencilla y segura de comunicar información relativa a huelgas o elecciones entre distintos pueblos y ciudades. Un instrumento, en suma, tan útil para las clases trabajadoras en tiempos de paz como de guerra. Surgen los neumáticos Carlo Marx, se funda una fábrica de bicis Avanti! (como el tradicional periódico socialista, el mismo que acabó dirigiendo Mussolini en su primera etapa política… cosas veredes, Sancho) y, al final, acaba celebrándose en Monza, el 24 de agosto de 1913, el primer Congreso de Ciclistas Rojos, donde se exponen las bases de este nuevo movimiento, hay exhibiciones y algunos explican las formas más adecuadas para transformar una herramienta de transporte (y ocio) en peligrosa arma de subversión social…

Con estos antecedentes y su propia epopeya vital a la espalda no es de extrañar que Bottecchia fuera socialista, como tampoco lo es el hecho de que a partir de ese momento su popularidad fuera cayendo entre la prensa italiana, empeñada en silenciar o menospreciar una exitosa carrera que se vería coronada con el segundo Tour de Francia consecutivo en 1925.

Pero si por algo ha pasado a la historia Ottavio Bottecchia es por el enigma que rodeó, y aún sigue rodeando, a su muerte. Después de retirarse del Tour de 1926 (en mitad de la apocalíptica décima etapa, una Bayona-Luchon considerada la más dura jornada de siempre), Bottecchia vuelve a su Friuli natal para preparar el asalto a su tercer Tour. Y allí todo comienza a ir mal. En mayo de 1927 su hermano Giovanni es arrollado por un coche mientras entrena y fallece a consecuencia del golpe. Nada se sabe de este incidente, pero Ottavio sospecha. La hostilidad hacia su persona es cada vez mayor, el régimen se hace más y más poderoso, el clima se ha tornado irrespirable. No teme por él, pero siempre le preocupó que alguno de los suyos pudiera resultar herido por sus ideas políticas. Y ahora su hermano está muerto. Bottecchia le llora, alza el rostro, ese rostro de hambre y pobreza, y sigue hacia adelante. La figura icónica, el lugar común, del hermano fallecido aparece por primera vez en nuestro relato. No será la última.

El tres de junio de 1927, sobre las nueve de la mañana, un granjero encuentra a cierto ciclista tendido en la cuneta, cerca de Peonis. Rápidamente le reconoce, es Ottavio, el gran Ottavio, el rojo Ottavio. Gravemente herido, Bottecchia morirá doce días después, doce días de agonía intensa, en el hospital de Gemona. «Muerte producida por las lesiones provocadas por una caída en bicicleta», dirá la explicación oficial. Nadie hará nada, nadie preguntará nada. Es peligroso sospechar en la Italia de 1927.

A partir de aquí, todo suposiciones. ¿Qué le pudo pasar al desdichado Bottecchia? Unos dicen que la suya fue una muerte desgraciada, que realmente se cayó de su bici y que toda la mala fortuna del mundo se cebó sobre su cuerpo hasta dejarlo maltrecho. Pero lo cierto es que la máquina estaba a varios metros del cuerpo del ciclista, por lo que resulta complicado creer esta versión… Ochenta años después un granjero de la zona confesó entre lágrimas, en su lecho de muerte, que había asesinado a un corredor al que sorprendió robándole uvas. Historia resuelta… si no fuese porque en junio, cuando ocurren los hechos, no hay uvas para robar. Un ajuste de cuentas mafioso, un marido poseído por los celos, un loco solitario que recorriera las carreteras italianas de la época… Teorías para todos los gustos. Y, entre ellas, la más cruel, la más plausible: a Ottavio Bottecchia lo habían matado por sus ideas. Había sido interceptado por un escuadrón de camisas negras, lo golpearon hasta la muerte. Era contrario al régimen, era un italiano desagradecido que no sabía apreciar lo que la Providencia les había regalado a todos con Mussolini. Merecía morir, igual que murieron otras muchas personas por parecidas causas en similares circunstancias. Su cuerpo roto, al borde de la carretera. El campeón desangrándose…

Bottecchia, vapuleado en vida, no tuvo mejor suerte con su memoria, pues el régimen fascista quiso hacer suyo al ídolo caído. Una vez desaparecido, una vez que no podía abrir el pico para clamar contra las injusticias, que no podía decir a sus compatriotas, escuchad, hay sitios donde se vota, hay sitios donde la violencia no habita perennemente en las calles, donde las palizas no se suceden cada noche, hay sitios mejores, una vez que el silencio empañaba su recuerdo, el Gobierno podía aprovecharse de su fama, de su dureza física y rudeza de carácter («íntimamente fascista», decían), de su generosidad para con los demás. Violaron sin ambages su legado, que es lo que hacen los hombres que odian a los hombres.

Ottavio Bottecchia, el ciclista rojo. El mismísimo Hemingway lo nombró en uno de los párrafos finales de su celebérrima Fiesta. Un mito de su época, de su pueblo, de su suerte.

Si de Ottavio Bottecchia el Fascio necesitó esperar hasta la muerte para conseguir una imagen acorde a sus intereses, con el siguiente campeón eso no fue necesario. Porque a Alfredo Binda, a quien denominaban el Dictador, le agradaban las camisas negras…

En los años treinta Alfredo Binda fue, seguramente, el mayor ciclista que había existido. «Su estilo era incomparable, podías colocar un vaso de leche en su espalda al principio de la etapa y al final del día no había derramado una gota», decía de él René Vietto, el viejo Roi René de los franceses. Era implacable, rapidísimo en los esprints, infalible en la montaña, inasequible a pruebas de resistencia. Era, además, bien parecido, elegante, con profundos ojos negros, cabello espeso que siempre peinaba meticulosamente y una planta atlética que rompía corazones. Era bohemio, fumador, bebedor, le gustaba tocar la trompeta al final de las etapas, le encantaba la música, bailar, las mujeres, la vida. «Solamente sé dónde está cuando está en su cama», dijo un día, apesadumbrada, su madre. Y era, además, un fascista.

¿Lejos de la imagen clásica del Fascio? ¿Lejos del mentón alzado del payaso de Mussolini, del hieratismo, de ese tomarse demasiado en serio la vida, la propia existencia, el Destino? ¿Lejos de D´Annunzio, de Marinetti, del mismo Marchiandi? A Binda le pasa lo que a Coppi y Bartali más tarde: su estilo de vida no se corresponde con su imagen pública, con lo que sus ideas parecen representar. Y así, si Alfredo era el fascista alegre y bohemio, Gino fue católico piadoso pero lleno de vicios, fumador y bebedor; y Fausto un hombre de izquierdas (más bien, en palabras de John Foot, el anti-anticomunistas, concepto tan especial que seguramente solo pueda darse en Italia) que vive como un burgués y gusta de los placeres más decadentemente consumistas… Paradojas, pues.

Pero Binda fue, siempre, fascista. Aunque luego declarara que no estaba interesado en política, aunque dijera que gustaba más que nadie de mezclarse con el pueblo, con los trabajadores, con las masas. Aunque presumiese de leer todos los días varios periódicos, fueran del signo que fueran. Binda hablaba con quien le hablase, tenía siempre una sonrisa preparada, era hombre apuesto, galante, era juerguista, gracioso, siempre alegre. ¿Estilo castrense, modales propios del ejército, pelo cortado como los soldados, correajes cruzando el pecho? No, ese no era Alfredo. Pero no importaba, Binda es, fue, la perfecta imagen del «buen fascista». Y aun después de la Segunda Guerra Mundial, cuando pasa por ser uno de los hombres más respetados del país y dirigía los designios de la selección italiana en Tours victoriosos, seguía manteniendo sus ideas, defendiendo sus principios. «Es muy sencillo entender mis simpatías políticas. Iba a la iglesia y tenía tendencias liberales, pero era un fascista porque todos lo eran. Fui secretario político del Partido Fascista durante cinco años, en mi Cittiglio, donde vivía. Nadie me ha criticado nunca por eso. No soy un comunista. Cuando alguien tiene propiedades, fincas, no puede ser un comunista. Todo el mundo quiere a un partido que defienda sus intereses, sin excepción. Siempre defendí mi propio interés, el que fui ganando con el trabajo duro. Los dueños de las fábricas pagan a los trabajadores de las fábricas, pero se cuidan mucho de regalar su dinero. Yo pedaleaba con mi propio esfuerzo, y no puedo aceptar que mi dinero vaya a otros…».

Con esta mentalidad Binda llegó a amasar una enorme fortuna que invirtió, por ejemplo, en comprarse todos los inmuebles de una misma calle, bien céntrica, de Milán. Ese dinero le venía no solo del fantástico poderío en la carretera, donde venció en cinco Giros de Italia (con 41 etapas de por medio), tres Mundiales en ruta, cuatro Giros de Lombardía y dos Milán-San Remo, entre otras victorias, sino, sobre todo, merced a que su popularidad le proporcionaba jugosos contratos invernales para intervenir en carreras de pista por velódromos de todo el mundo, desde el Vel d´Hiv parisino (donde le fueron tomadas unas fotografías legendarias que son el epítome de la elegancia ciclista) hasta el Madison Square Garden neoyorquino. Incluso ese palmarés pudiera haber sido mayor si en 1930 no hubiera aceptado la propuesta de unos organizadores del Giro que, cansados de su superioridad, le ofrecieron un premio mayor al del vencedor si se ausentaba voluntariamente de su carrera… Y el bueno de Alfredo se embolsó, cómo no, la pasta.

Pero Binda fue, está claro, un buen fascista. Por mucho que se autojustificara (no todos hicieron lo mismo, los hubo que dijeron «no»), por mucho que se viera a sí mismo como librepensador dentro del régimen, realmente era un hombre muy ligado al Partido, desempeñó cargos políticos bajo el fascismo, se aprovechó de su posición para conseguir prebendas y beneficios que a otros le estaban vedados e incluso su forma de expresarse, de hablar, el lenguaje que utilizaba era inequívocamente hijo de aquella estética tan particular. Eso sí, él mantuvo siempre, también en la posguerra (fue concejal independiente de su Cittiglio natal, sin variar ni un ápice su ideología) su visión política, a diferencia de muchos otros que en 1945 recordaron, de la noche a la mañana, que eran demócratas de toda la vida. En todos los países donde se pasa de una dictadura a una democracia parece ocurrir lo mismo, por otra parte…

Y si antes hablábamos del uso político que las izquierdas habían hecho de la bicicleta, algo parecido podríamos decir de los movimientos de derechas.

Así, al mismo tiempo que surgía el movimiento de los llamados ciclistas rojos, diversos actores de la vida pública italiana se lanzaban a definir al ciclismo como algo pernicioso, potencialmente subversivo. En definitiva, un mal a erradicar.

Los primeros que ven con malos ojos la generalización en el uso de las bicicletas son los grandes terratenientes del profundo sur italiano. Allí las bicis penetran dentro de clases populares con mucha más lentitud que en el más próspero norte, pero tienen un curioso efecto: permiten a los campesinos recorrer enormes distancias en un día, y entender, de forma exacta, el tamaño de los latifundios que poseen los grandes propietarios. En otras palabras, lo que antes era abstracto, esas dimensiones que no se podían imaginar ni aprehender, se vuelven tangibles. Lo que fue «mucho» ahora pasa a ser «algo», y las consecuencias más directas son el conocimiento preciso de la enorme disparidad entre los pequeños predios del jornalero medio y las inmensas fincas de terratenientes. El impacto mental es fulminante. En contra de lo que pudiera parecer, cuantificar la diferencia la realza mucho más que mantenerla en el desconocimiento, y eso empieza a intranquilizar a los poderosos, que temen que tal situación acabe creando brotes de desapego aquí y allá hasta germinar en una revuelta general. Es por eso por lo que miran a las bicis con malos ojos, y se proponen alejarlas de los pequeños villorrios. Y para ello cuentan con un valiosísimo aliado en la Iglesia, que desde los púlpitos exhortará a los fieles para que abandonen ese invento del diablo que únicamente dibuja jornadas de haraganería en lo que deberían ser días de trabajo y oración. El mensaje cala, las bicicletas frenan su progresión en el sur italiano, en aquellos espacios que antiguamente fueron domeñados por el poderoso e ilustrado Reino de las Dos Sicilias. Aun hoy en día el ciclismo es, en Italia, cosa del norte (hasta la victoria del siciliano Nibali en el Giro de 2013, el ciclista más meridional en ganar la carrera había sido Danilo Di Luca, hijo de Spoltore, en los Abruzzos) y ese país que en ocasiones parece partido en dos también lo está, lo sigue estando, en relación a las bicis.

Llegó un momento en que el ciclismo era, con mucha diferencia, el deporte más popular en Italia, el más practicado, el que enfervorizaba a las masas. Los ciclistas eran héroes, rostros reconocidos que todos querían imitar. Entonces el fascismo decidió apoyarse en las dos ruedas para conseguir réditos propagandísticos del esfuerzo ajeno. Pero el nuevo régimen lo hizo casi a regañadientes, de forma al principio tímida. Y es que si el fascismo acabó amando a las bicis fue a pesar de Mussolini.

Al Duce no le gustaba el ciclismo. Demasiado afeminado para él, con esas piernas largas y depiladas, esos culotes ridículamente cortos que dejaban ver demasiada piel, y esos rostros morenos, curtidos por el sol, que tanto le recordaban el campesino que nunca quiso ser. Y ya si le hablaban del Giro de Italia se echaba directamente a temblar… cómo podría él, que era ejemplo máximo de virilidad, de potencia, de masculinidad (también claro, no, no sonría usted, en lo sexual), cómo podría él, decíamos, admirar una prueba que distingue al mejor de entre todos con una prenda de un color tan ridículo, tan cursi, como el rosa. Una carrera de maricones, eso es lo que fue el Giro para Mussolini, que solamente tenía ojos para la prenda rosa, sin fijarse en las capas de barro que cubrían rostro y cuerpo de los ciclistas. Esa obsesión del Duce por la masculinidad, esa obcecación en parecer siempre el más macho de entre los machos merece un estudio freudiano…

Por eso a Benito no le gustaba el ciclismo, y apenas se le fotografió jamás subido en una bicicleta. Y eso pese a que, como todos los dictadores, era el mejor deportista de su país (el inefable ugandés Idi Amin corría cien metros en 9,70 segundos… dicen). No, Mussolini era más de fútbol, de boxeo, de deportes del motor, esas ideas tan futuristas del progreso, el ruido y la guerra. Marinetti, ya saben.

Con todo, las dos ruedas alcanzan tal popularidad que los popes del régimen vieron ahí una oportunidad inmejorable de exportar la imagen del italiano vencedor al extranjero. Y la vieron en la figura de Gino Bartali. Lo que ocurrió llegará más adelante, oigan…

Así pues la relación entre Italia, el ciclismo y la política viene de lejos, y aparece establecida ya desde los albores del siglo XX. El país que respira ciclismo es, también, el país que siente ciclismo, el que puede encontrar en el ciclismo los valores considerados oportunos por el gobierno de turno. Y esto es algo que marcará de forma dramática a quienes serán los protagonistas de nuestra epopeya. Relatos, pequeños y grandes, que acaban conformando esa espesa tela de araña que conocemos como Historia Europea.

1Nota del editor: Publicado en español como Los forzados de la carretera. Tour de Francia 1924 por Melusina, 2009.

CUANDO BARTALI FUE EL CICLISTA DEL DUCE

La razón habla yel sentimiento muerde.

Francesco Petrarca.

Gino Bartali tenía los ojos verdes y grandes, la nariz achatada como de boxeador y el pelo negro, ondulado, espeso. Su voz era profunda, muy grave; sus modales siempre correctos, pero con ese punto de tosquedad de quien no tiene elegancia mundana; y a su gesto se le esquivaban las sonrisas, pero cuando llegaban era para quedarse. Sus piernas… sus piernas escondían una de las mayores fábricas de pundonor que el ciclismo haya visto.

Cuando Gino, nacido cerca de Florencia en julio de 1914, empieza a competir quienes lo ven se dan cuenta de estar ante algo excepcional. En un momento en el que todos los ciclistas arrastraban grandes desarrollos Bartali destacaba por hacerlo más que nadie, con sus muslos moviéndose lentamente, casi como el minutero de un reloj, pero avanzando formidables en cada pedalada. Riñones de acero, gemelos con dinamita pura. «Bartali era saltarín cuando hacía falta, se elevaba sobre el sillín para aumentar un poco su cadencia y luego se volvía a sentar, para seguir durante un buen rato tirando de espalda, de brazos», decía un équipier. A veces aceleraba de forma violenta, casi suicida, y apenas unos metros más adelante debía bajar dolorosamente su velocidad por miedo a que los músculos, ardientes, explotaran. Pero nunca pasaba, y Bartali podía retomar de nuevo su paso de crucero, ese que le llevaba a destrozar cualquier rival.

Aunque había sido un excelente corredor amateur (en 1932 ganó nada menos que 11 carreras, segundo en 17, de las 39 en que había competido) en 1935 Gino aún es un gran desconocido para el gran público. Cuando vence en la Vuelta al País Vasco, prueba de entidad, algún periódico hablará de «Lino» Bartali. Pronto su nombre será bien conocido por todos, nadie volverá a cometer ese error. En el Giro de aquel año conquista una etapa histórica en L´Aquila, por los Abruzzos, después de un ataque fulgurante en el Passo Campanelle, y transita, días más tarde, en cabeza por la cima de Sestriere para asegurarse el premio de mejor escalador. Aquel fue el último Giro de Alfredo Binda y el primero de la nueva superestrella que deberá recoger, y aumentar, su legado.

La Italia ciclista se estremece con la llegada de un nuevo campeón, recién pasado a profesionales en las filas del Frejus. Bartali era fuerte, era listo, sabía observar durante kilómetros y kilómetros rodillas, tobillos, todos los tendones de sus rivales para darse cuenta de pequeños cambios que se iban produciendo cuando la fatiga llegaba. Todo eso lo almacenaba en su mente, y en cuanto contemplaba con sus propios ojos el menor signo de flaqueza… atacaba. No importaba cómo estuviera él, si iba cansado el resto iría peor. De la escuela de Bernard Hinault, bretón orgulloso e indomable…

Más aún, cuando Gino Bartali se convierta en il Vecchio Gino pondrá cada vez más atención a la preparación de sus oponentes, hasta extremos realmente obsesivos. Sus gregarios se colarán por las tardes en las habitaciones de hotel que ocupen Magni, Cottur y los otros para ver qué era lo que tomaban, qué secretos misteriosos aguardaban en sus botiquines y basuras. Dicen que un día vio a cierto coéquipier de Fausto Coppi saliendo de la farmacia con un bote de cristal que contenía un líquido verdoso. Dicen que mandó a uno de sus lugartenientes a esa farmacia, para que le vendieran exactamente lo mismo. Cuentan que, viejo zorro, no se fiaba del todo, y en lugar de probar el brebaje hizo que un compañero de escuadra actuase de cobaya. Añaden que las carcajadas de Coppi al día siguiente resonaban por todo el pelotón, mientras el desdichado cómplice de Bartali tenía que parar en la cuneta una vez más: había tomado un buen trago de laxante…

Pero eso fue después, cuando el joven Bartali se convierte en el viejo Gino. En aquel entonces, mediados de los años 30, la estrella del florentino va en continuo ascenso. Pasa del modesto Frejus al potente Legnano, el de la maglia verde botella, el del recuerdo de batalla donde Alberto da Giussano venció a Federico Barbarroja, el de Binda (que fue el inspirador de su conocido logo) y el legendario director Pavesi. Aquel Legnano. Y allí pronto se puede ver que el chaval es imparable.

El año 1935 fue uno de los más importantes de la Italia reciente. En aquel momento, buscando «un lugar en el sol», el régimen fascista se lanzó a la conquista de Etiopía (llamada entonces Abisinia), en lo que muchos historiadores han visto como el primer paso del país transalpino hacia el Eje. Mussolini empezaba a amenazar otras fronteras.

A resultas de esa agresión el Giro de 1936, llamado pomposamente por el Fascio «Giro de la autarquía», fue íntegramente italiano, sin ciclista alguno de otro país. Ello no pudo, no consiguió, deslucir la brillantísima victoria de un Bartali que, ahora sí, se muestra irresistible. Ya en la novena etapa, nuevamente camino de L´Aquila, Gino empieza a poner tierra de por medio, tras antológica exhibición atravesando Macerone, Rionero Sannitico, Roccaraso y Svolte di Popoli. La destrucción de la carrera se había llevado a cabo, y Bartali no ha hecho prisioneros. Al final de esa jornada el segundo clasificado de la general, Cavanesi, estaba a seis minutos y medio. El equilibrio de la prueba está roto para siempre, y el toscano se viste por vez primera con la maglia rosa.

Pero en las siguientes jornadas el joven Gino dará muestras de una de sus grandes carencias: la falta de concentración. Efectivamente, en ocasiones los ataques inesperados o tácticos de sus rivales pillaban desprevenido a Bartali, que era extraordinariamente superior por pura fuerza física, pero se mostraba disperso en lo estratégico. Además, las contrarrelojes, una disciplina que jamás llegó a dominar, jugaban en su contra. Por todo ello la general llega abierta a los últimos días, donde Bartali vence de una tacada otras dos etapas y se apunta una victoria incontestable.

Italia se vuelve loca con su nuevo gran campeón, alguien tan insultantemente joven (aún no ha cumplido los 22 años) como exuberante sobre la bicicleta. Gino está en lo más alto. Miles de admiradoras mandan cartas de amor a este hombre tímido y apuesto. Pero Bartali no es Binda, a Bartali le cuesta hablar con las mujeres. Nunca responderá a la misiva de una chica que decía que él, Gino, era «la sal de mi vida, la comida no tiene sabor desde que te has instalado en mi corazón, no lo tendrá hasta que te estreche entre mis brazos»… Otras, por supuesto, son tan escandalosamente picantes que el mismo decoro no permite reproducirlas…

Bartali es el hombre de moda, el ciclista preferido por todos, pero dos sombras nublan su porvenir. La primera es una desgracia: nueve días después de su victoria en el Giro, su hermano pequeño Giulio, también ciclista, fallece tras sufrir un accidente en carrera. El golpe es tremendo para Gino, que cae en una profunda depresión y quiere abandonar el ciclismo. No lo hará, pero habría de recordar siempre, siempre, a su compañero de entrenamientos, a su amado sosias. Para honrarle decide construir un pequeño panteón familiar en el cementerio de Ponte a Ema. A bendecirlo acude nada menos que el arzobispo de Florencia, Elia Dalla Costa, quien volverá a aparecer más adelante en nuestro relato. Valga decir ahora que empieza aquí una relación de amistad con Gino que durará hasta su muerte.

La otra amenaza a Gino Bartali es, quizá, más sutil. Y es que el régimen fascista no tarda en querer apropiarse de los éxitos del joven campeón. El problema es que Bartali no es fascista, nunca lo ha sido y nunca lo será. Su padre fue militante del socialismo, y trabajaba en la fábrica del famoso Gaetano Pilati, que había sido asesinado por camicie nere en 1925. Pero no importa, el Estado desea a Gino.