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En 1983, el ciclismo español se encontraba en un coma profundo: la secreta línea de continuidad que llevaba de Trueba a Fuente y Ocaña, pasando por Berrendero, Ruiz, Loroño, Bahamontes o Jiménez, se había roto. Con la retirada del conquense y del asturiano, con la decadencia del legendario Kas, con la ausencia cada vez más notable de ciclistas hispanos en las carreteras del Tour, una de las tradiciones más ricas de este deporte se había quebrado. Evidentemente, hubo excepciones. Pero, en general, todo era un páramo. Un larguísimo túnel del cual Pedro Delgado salió como una centella. "¿Qué se te ha perdido a ti en el Tour? —le preguntaban a José Miguel Echavarri, director deportivo, en las vísperas de julio de 1983—. Si allí no tienes nada que ganar, si no vais a terminar ninguno". Y Echavarri callaba. Sonreía. Esta es la historia de un ciclista diferente, de una figura irrepetible, carismática, imperfecta y genial. Es la semblanza de un momento en la historia de España, de un instante en el que todo un país aspira a imaginarse otro, en el que tantas personas se dejaron seducir por un deportista de sonrisa fácil y gesto carismático. Una leyenda.
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PeriquismoCrónica de una pasión
Marcos Pereda
ISBN: 978-84-16876-20-4
© Marcos Pereda, 2017
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2017
Todos los derechos reservados.
Publicado por Punto de Vista Editores
www.puntodevistaeditores.com
@puntodevistaed
Corrección: Gabriela Torregrosa
Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
Fotografía de cubierta: Dmytro Aksonov. Ciclista profesional road
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Sobre el autor
Marcos Pereda (Torrelavega, Cantabria, 1981) es escritor y profesor en la Universidad de Cantabria y en la UNED. Habitual colaborador en la prensa nacional (CTXT, Eldiario.es, Fiat Lux, Volata Magazine, Drugstore Magazine) e internacional (Simpson Magazine, The Ride Journal, Cycling Mag) mantiene un espacio en Onda Cero. Sus textos se mueven entre la litera tura, el deporte o las tradiciones. Recientemente ha publicado Arriva Italia. Gloria y tragedia del país que soñó ciclismo (Cantabria, 2015).
ÍNDICE
Cinq… quatre… trois… deux… un… top
Destello. Los primeros años
En busca del tiempo perdido
Desafío. El Tour de 1987
Dominación. Tour de Francia de 1988
Éxtasis. El Tour de 1989
Antes y después
Nostalgia. Los últimos años
Bibliografía
Cinq… quatre… trois… deux… un… top
Termina la cuenta atrás. La que nunca se ha llegado a realizar del todo, porque no hay a quien hacérsela. Los jueces muestran expresión de sorpresa. Uno de ellos se vuelve a las cámaras de televisión que retransmiten el evento para todo el mundo y hace un gesto claro con los brazos, cruzándolos en horizontal como si fueran tijeras. Se acabó. El crono empieza a contar. Pero él, Él, no está.
Él es Pedro Delgado. Perico para todos los españoles, aquellos que le han encumbrado como el gran héroe deportivo y casi social de un país. Perico, el actual vencedor del Tour de Francia, el de los ataques fulminantes, el de las remontadas imposibles. Perico, el máximo favorito de esta nueva edición de la Ronda Gala.
Él.
Y no está.
España se estremece. El ídolo está ausente. En aquel momento, se le odió más que nunca. En aquel instante, en aquel tiempo en que no aparecía, en que nadie sabía exactamente qué estaba ocurriendo, también se le quiso como a nadie antes. El Deseado, igual que el Fernando que luego no fue tan deseable. Perico Delgado. Allí, al fondo. Un relámpago amarillo. Llega, se acerca. Sobre su bicicleta. Con cierta tranquilidad. Un enigma…
A muchos kilómetros de allí alguien se frota los ojos, preocupado, y deja escapar un suspiro. Por qué, por qué se dejaría embarcar en esta aventura loca, él, que no era aficionado siquiera al deporte. A tantos kilómetros de allí el banquero de moda, el que sale en las revistas del corazón, el que se codea con los ricos y los poderosos, se estremece. Aquel día, por vez primera, el logo de su exitoso banco, ese símbolo de modernidad de una España que cambia de forma definitiva, aparece en un maillot ciclista. Su salto al reconocimiento popular de la mano del deportista más querido por todo un país. Y ahora esto. La debacle. El ridículo. Su ceño se frunce, airado. Quién le mandaría a él entrar en estos negocios tan etéreos donde no es posible manejar todas las variables.
Y el hombre de amarillo baja la rampa como una exhalación, con un personaje bramándole al oído, gritándole ánimos y reproches, alguien de camisa blanca que es enigma, que es esfinge. Y el hombre de amarillo pedalea como si le fuera la vida en ello, y el respirar de toda una nación se ha detenido, y donde fue, ahora ya no es. Pero, donde pudo haber sido, sin duda, será.
Es el primer día de julio de 1989, y el reloj de Pedro Delgado, de Perico, ha parado el corazón de los ciudadanos. Lo que llega en las tres semanas siguientes es la mayor demostración de locura popular por un deportista en la España contemporánea.
Periquismo. Crónica de una pasión.
Destello. Los primeros años
Así comienza el espacio, solamente con palabras, con signos trazados sobre la página blanca.
Georges Perec
Levantarte a las seis de la mañana es duro, pero subiendo un puerto de primera también te duelen las piernas. Hay que entrenar la agonía.
Roger de Vlaeminck
Cinco imágenes. Cinco iconos. Cinco estatuas esculpidas en la mente de quienes lo recuerdan. Lo que fue antes de ser. Lo que fue y acabó siendo.
El simbolismo del gesto, de la situación. El millar de momentos contenidos en uno solo, las largas horas que se reducen a un parpadeo. Tantos poemas para sólo cinco versos. Tantas vidas para sólo cinco instantes. Pero qué instantes, claro.
Porque desde el principio se vio que era algo distinto, especial. Quizá fue la espectacularidad, o el fondo de las gestas, el sol abrasador francés, la nube de algodón que empenacha los puertos cercanos a Madrid. Quizá fue eso. O algo más. El magnetismo, el carisma. Se tiene o no se tiene. Y él tiene, tenía, a raudales.
Cinco imágenes. Una nueva era. En segundo plano, un parisino con gafitas, o un rodador vestido de blanco y verde. Al fondo, siempre al fondo, un pretil ensangrentado, la magnificencia de los Alpes, un colombiano de poderosa patada devorando metros como el malo de una película. Al fondo, el origen, que lo es todo, que lo fue todo. Y varios maillots, y bicicletas, y portadas de prensa con su rostro. Por supuesto, el nombre olvidado por el apelativo engarzado para siempre en el subconsciente colectivo. Quien fue pasó a ser, y siempre será.
Y un país que cambia, que se despierta oscuro, aún grisáceo el cabello por cuarenta años de pesadilla. Que se yergue orgulloso, que empieza a mirar más allá, a encontrarse en los ojos de los otros, que abraza fronteras que no son, necesariamente, la suya. Un país al que le crece el pelo, que se pone gafas de sol, que riega de recuerdos los recuerdos de tantos, que emborrona titulares con problemas propios.
Ambos cambian, ambos medran, ambos mutan.
Cinco imágenes. Eso fueron los primeros años de Pedro Delgado antes de convertirse en leyenda.
Primera imagen. Un loco
Al principio, es una foto. Un parpadeo, fugaz, instantáneo. El único capaz de detener el tiempo en ese preciso instante. Este. Ya. Fue y no es. Será, claro, para siempre.
En la imagen podemos ver a un joven, apenas un chavalín. Lleva la boca abierta y los ojos fijos en la carretera, en un punto impreciso que está más allá de nuestro alcance. Quizá, sólo quizá, el horizonte. O el futuro, vaya, que es lo mismo cuando tienes esa edad.
El chico monta en una bicicleta, una Pinarello de tubos redondos y horquilla levemente curva. La cadena va engarzada en el plato grande, posada sobre el piñón más pequeño. Los pedales, paralelos ambos a la carretera. Las ruedas, silencioso milagro de los dioses, permiten ver el reflejo de los radios. Como si un demiurgo juguetón se hubiera propuesto detenerlos cuando más rápido giran. Como si la verdadera estampa pudiera ser contenida en un golpe de luz. Como si estuviera quieto.
Pero no.
El mirar, travieso, se fija en el fondo, en el trampantojo que enmarca lo inmarcesible. Y entonces comprende. Porque, en lugar de figuras, cuerpos, volúmenes, hay un todo imposible de aprehender, una mancha de verdes y grises y amarillos que apenas parece paisaje. Por efecto de la velocidad el mundo se vuelve borroso. Por efecto de la leyenda, su rostro sigue definido.
El cuerpo… el cuerpo va volcado, literalmente, sobre el manillar. El pecho apoyado en la potencia, la cadera elevada unos centímetros del sillín. Te fijas en sus dedos, en esos nudillos que blanquean las morenas manos como si fueran calizas escapándose de la tierra. Coge la cinta con fuerza, sí, pero también con delicadeza, como si bailaran, como si pudiera llevarle aquí y allá y de esa danza dependiera todo su futuro. Como si se jugara la vida en ello.
El Loco, lo llamarán.
Le Fou.
En 1983, el ciclismo español era un moribundo a nivel internacional. De alguna forma se había roto la secreta línea de continuidad que llevaba de Trueba a Fuente y Ocaña, pasando por Berrendero, Ruiz, Loroño, Bahamontes o Jiménez. Una de las tradiciones más ricas de este deporte se quebró con la retirada del conquense y el asturiano, con la decadencia del legendario Kas, con la desaparición, paulatina, de ciclistas hispanos de las carreteras del Tour.
Evidentemente, hubo excepciones. Un Galdós crepuscular aún contó en las pruebas más importantes de fines de los setenta. O la aparición, a principios de la década siguiente, de ciclistas como Marino Lejarreta, como Alberto Fernández, como aquel Julián Gorospe que a punto estuvo de ganarle la Vuelta a Hinault en la primavera de ese 1983. Pero, en general, todo era un páramo. Un larguísimo túnel del cual Pedro Delgado salió como una centella, con esa heterodoxa postura que hemos descrito antes.
En los costados de su cuerpo, en el torso, en las piernas, se puede ver el nombre Reynolds. Y una pequeña corona, símbolo de marca, que preside la letra e.
Reynolds era una empresa navarra que se dedicaba a la fabricación de papel de aluminio, y que llevaba desde 1980 patrocinando un equipo profesional. Pequeño, al principio, creciendo poco a poco. El director era antiguo gregario de Anquetil, tan mal ciclista como inteligente estratega, uno de esos que hacen del silencio una forma de vida hasta que se sacan de la manga una frase tan enigmática que uno no sabe si aclara algo del mutismo o, por el contrario, acaba por enmarañarlo del todo. José Miguel Echavarri había sido pésimo corredor, buen relaciones públicas y albergaba en su interior la ambición de llevar a uno de sus equipos hasta lo más alto. Poco a poco fue creando a su alrededor una plantilla de jóvenes valores, casi todos ellos debutantes en el profesionalismo con el legendario maillot azul y blanco de Reynolds, que habrían de conformar un grupo salvaje en toda regla. Laguía, Delgado, que pasó a profesionales en 1982; Gorospe, Aja, Chozas o Iñaki Gastón. Mucho escalador pequeñito, mucho hombre rápido en metros finales. Quién acabaría siendo grimpeur de leyenda. Quién terminaría por suponer una enorme decepción tras deslumbrar en sus comienzos. Había de todo. Era, en ocasiones, una auténtica jaula de grillos que buscaba pescar en río revuelto y lograr victorias parciales, distinciones menores, premios con los que ir engañando a la necesidad. Hasta aquel 1983.
¿Qué se te ha perdido a ti en el Tour?, le preguntaban a José Miguel Echavarri en las vísperas de julio ese año. Si allí no tienes nada que ganar, si no vais a terminar ninguno. Eso es otro mundo, no puedes entenderlo, es una dimensión superior, no llegamos, no nos da, no podemos competir con ellos. Quédate en casa, si vas a Francia lo único que conseguirás es quemar a tus jóvenes, crearles complejo de inferioridad, que acaben aborreciendo la bici.
Y Echavarri callaba. Sonreía. Silencio.
¿Por qué? Si en abril, en la Vuelta, se había podido competir contra todo un Hinault, ¿por qué no acudir al Tour? Vale que el bretón estaba disminuido, pero al final una leyenda es una leyenda. O el propio Alberto Fernández, que había hecho buen papel el año anterior… Entonces, ¿por qué ese temor a la Grande Boucle? No, ellos, el Reynolds, irían al Tour. A terminar, decía Echavarri, a ver si se podía cazar alguna etapa. A algo más, pensaba, viejo zorro.
Entre aquellos pioneros estaba él. Un chavalín de Segovia, apenas veintitrés años recién cumplidos. Una promesa, con buenas prestaciones en el campo amateur, con prometedoras presencias en la Vuelta a España. Un ciclista sin hacer. Una persona con carácter. Nadie esperaba que se destapase en aquel Tour, en su primer Tour. Pero así son los genios. Inconstantes, sorprendentes. Irreverentes.
Así sería, de ahí para siempre, Pedro Delgado, a quien todos llamaban Perico.
Los primeros compases de la carrera no auguran nada bueno. Allí, en Fontenay-sous-Bois, en plena Île-de-France, estaban todos. Los fornidos belgas, los poderosos holandeses, los implacables franceses. Están, también, esos colombianos que iban a debutar en la prueba y sobre cuyas cualidades para la escalada hablan maravillas. La siguiente gran nación de la bicicleta. Sólo ellos estaban más acongojados que los del Reynolds el primer día, camino de Créteil, tras el prólogo que venció Vanderaerden. Cómo serían aquellas velocidades, cómo conseguir un hueco en el pelotón entre tantos codos, entre tanta bestia. Cómo sobrevivir.
La cosa no puede empezar peor. Algunos corredores del Reynolds, entre ellos Delgado y Arroyo, se despistan en la salida de esa etapa inicial. Tantos periodistas, público, multitudes. De pronto, bocinas, ruido de frenos, cadenas engarzándose. Vamos, vamos, que nos quedamos solos. Y cuando los españoles toman la ruta del Tour, el pelotón corre raudo dos minutos por delante. Si ya os lo decíamos nosotros, qué vais a hacer aquí. Si ni siquiera sabéis moveros en la neutralizada. Id a casa, id. Volved. Al final capturan al grupo. El ridículo, al menos ese, estaba salvado.
Los primeros días son el caos. Se recorre el norte de Francia, y los debutantes deben pensar que están en mitad de la Gran Guerra, pasando por trincheras, por carreteras sinuosas donde silban los obuses. Hay pavés, polvo, pinchazos. Hay emboscadas, tipos como armarios en cabeza, regueros de minutos goteando poco a poco. Hay todo eso y mucho más. Es el infierno. Qué lejos quedan las montañas cuando estás en Normandía, en el Pas-de-Calais, en la Bretaña. Qué lejos.
Pero siempre llegan.
Fue un Tour extraño, marcado por la ausencia del gran dominador de la época, Bernard Hinault. El bretón se había destrozado por completo la rodilla en la Vuelta a España unos meses antes, y su no comparecencia abría un enorme abanico de favoritos entre veteranos como Van Impe o Zoetemelk y jóvenes promesas aún sin madurar como Simon o Fignon. Todo ello depara una carrera rota, absolutamente loca, sin patrón definido, que llega a su primera etapa de montaña con las relaciones de fuerzas por definir.
Y, allí, el milagro. La imagen. Esa foto fija que comentamos.
Hablamos de la etapa clásica de los Pirineos, la de los cuatro grandes cols, la que une Pau y Bagnères-de-Luchon por Aubisque, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. La misma que, en sentido contrario y con algunos kilómetros adicionales, hizo Octave Lapize en un lejano 1910. Aquel día, quien acabará cayendo en combate durante la Primera Guerra Mundial llamó asesinos a los organizadores. En 1983, muchos se acordarían de esas palabras.
Porque los Pirineos se transforman en un horno, y todo el ciclismo mundial salta por los aires. Los viejos campeones se quedan en sólo «viejos» y la nueva generación no quiere esperar más. Se produce un golpe de Estado. Los colombianos asombran por su facilidad en la escalada y sus problemas descendiendo. Y dos jovencitos que debutan en el Tour ponen patas arriba la carrera.
El Tourmalet es venerable. Una catedral al aire libre que ha visto pasar generaciones de ciclistas, que ha enterrado los sueños de tantos. Uno de esos sitios especiales, un monumento telúrico en mitad de la montaña que deviene, cada verano, en caldera de sentimientos. Si hablamos de concentración pura de emociones el Tourmalet es, en julio, en el Tour, un espacio mágico.
A veces, surgen espejismos. Como el que lo habita en 1983. Porque de espejismo debe tratarse el ver a un español poniendo de frente la Grande Boucle. Uno con el que nadie contaba, además. Maillot azul de Reynolds, mirada fija en el asfalto, boca siempre un poco abierta. El pelo espeso y rizado, los brazos negros que relucen por el sudor. El cielo es inmenso, índigo, y las ruedas parecen detenerse cuando pasan por un espacio de brea derretida. Pero no le importa. Sólo fija su mirar en la cima, cada vez más cercana. Es Pedro Delgado, y tras conocer la carrera en aquella dantesca primera etapa se ha empeñado en que la carrera lo conozca a él.
A su lado marcha otro atleta de su misma edad. Apenas adolescentes, muchachos en un pelotón de hombres. El otro es rubito, con gafas, cierto aire insolente de intelectual parisino. Le conoce de la Vuelta a España, donde fue pieza importante para Hinault. Se llama Laurent Fignon y será uno de sus mayores rivales durante casi una década. Pero ahora ambos son dos puñados de ilusiones persiguiendo el sueño de los niños. No vencer en el Tour, no. Ni siquiera coronar el Tourmalet en cabeza. Tampoco. Es, solamente, poder pedalear más fuerte, más que nadie. Volar.
La historia tiene final extraño. Mítico pero agridulce. Escalan, rondando las posiciones delanteras, Tourmalet, Aspin y Peyresourde. Pero por delante, en este último puerto, va otro ciclista. Otro joven, un Robert Millar que aparecerá varias veces más en este relato. Lleva ventaja suficiente como para pensar que su victoria parcial está asegurada. Pero Delgado no lo piensa así. Se lanza a un descenso vertiginoso, suicida, en uno de los puertos donde más velocidad se puede alcanzar dentro del ciclismo. Hay ejemplos de sobra, el último en el Tour 2016. Pero en aquel entonces todo es diferente, y la carretera está en peores condiciones, y Delgado ha olido la sangre. Como sus piernas no dan más de sí, como no pueden girar más rápido las bielas de su bici, Delgado innova. Recuerda lo que ha visto hacer a alguien en alguna otra carrera. Y se planta, en esa misma posición. La de la fotografía. Al borde del abismo, a un bache de la tragedia. La prensa al día siguiente lo llamara «le Fou des Pyréneés», el loco de los Pirineos. La imagen en la retina de todos. La mejor carta de presentación.
No pudo ganar la etapa. Millar alcanza la meta con un puñado de segundos de ventaja, sintiendo en la nuca el aliento de aquel segoviano que a partir de entonces iba a ser su peor pesadilla. Tampoco sería suyo ese Tour. Llega a ponerse segundo, pero una enorme pájara en los Alpes lo arroja al fondo de la clasificación. Al final será 15.º, magnífico puesto para un debutante. Otro, el parisino de las gafitas, ha vencido en su primera Grande Boucle. Laurent Fignon es, ahora, el gran patrón del ciclismo.
Segunda imagen. Sangre en piedra
Éxito y fracaso. Placer y dolor. Eso será, siempre, la carrera de Pedro Delgado. Eso será, para él, su relación con el Tour de Francia, la prueba que amó, en la que se dio a conocer, la que se mostrará esquiva como un verso insinuante.
En 1984, el estatus de Pedro Delgado en el pelotón ha cambiado. Ya no es aquel chaval de rostro aniñado y mirada inteligente que sólo tenía que aprender, fijarse en los campeones, ir dando pequeños pasos hasta convertirse en ciclista de verdad. No, después de lo de julio de 1983, después del Tourmalet, y del descenso suicida del Peyresourde, después de la cronoescalada al Puy de Dôme donde fue segundo tras Arroy… después, claro, de la decepción que supuso su enorme pájara…, ahora todos los ojos se posan en él. De joven a promesa, de anónimo a esperanza.
Al fondo siempre, siempre, su destino en blancos y negros. Jamás conoció Perico, ni siquiera en sus primeros días, los grises.
Lo verá primero en la Vuelta, la carrera de casa, donde firma una actuación ilusionante pero irregular. Llegará a ir líder, perderá su puesto privilegiado en los Lagos de Covadonga, una subida que empieza a convertirse en mímesis del propio Delgado, genial e impredecible, relación larga entre ellos dos, con momentos buenos y malos, con tardes de gloria y pájaras incomprensibles. Termina la prueba en cuarta posición, bien clasificado para un chico que apenas acaba de cumplir los veinticuatro años, pero que sabe a poco después de haber visto su desempeño en ciertas jornadas. Da la sensación de que tenía más dentro, de que hubiera podido, al menos, asaltar aquel pódium que se le quedó a apenas diez segundos.
Pero su corazón está en Francia, y su competición será siempre el Tour. Por el calor, el ambiente, el sol del julio galo. Por ser la más grande, la que dibuja mitos, la que cincela campeones de verdad. Por haber sido aquella, claro, en la que se dio a conocer, en la que junto a Ángel Arroyo sacó al ciclismo español de su letargo. Por historia, tragedia y leyenda. Por sentimientos, sensaciones. Su carrera. Y en 1984 va a volver allí, como cada verano hasta 1993, un año antes de retirarse.
En 1984, Laurent Fignon, el rubito parisino que había vencido doce meses antes, se disfrazó de divinidad en el Tour de Francia y empezó a hacer cosas que estaban fuera del alcance de los demás. Igual que más tarde Michael Jordan contra los Celtics, Fignon no era, sencillamente, de este mundo. Dominó en todos los terrenos, de manera titánica, apoyado por un equipo agresivo y en forma estratosférica, y bajo la dirección del gran Cyrille Guimard, lo que en aquellos años era garantía de éxito. Y, además, tuvo enfrente a Hinault.
Bernard Hinault no era el mismo. Después de machacarse la rodilla en la Vuelta y tener que recomponerla, cachito a cachito, en un quirófano, las fuerzas del bretón están maltrechas. No así su fiereza, claro. Y es que Hinault era de esos que devuelven los golpes, de los que pueden parecer muy sosegados cuando están tranquilos, pero se revuelven violentamente cuando se los molesta. En otras palabras, Hinault es siempre más agresivo cuando marcha mal, porque busca castigar a aquellos que antes lo han castigado a él. Hacerles sufrir como él lo hizo. Y en aquel Tour lo iba a probar más que nunca. Superado por Fignon en todos los terrenos, perdiendo un goteo incansable de segundos y minutos en cada etapa importante (prólogo aparte), sólo el orgullo seguía sirviendo de acicate al viejo campeón. Orgullo con sabor a sal, a Atlántico furioso, a palabras masculladas en Ar Brezhoneg saltarín y anguloso. Porque para Hinault el dolor no era lo peor, lo era la rendición. Y esa no se negociaba. Así que atacó, atacó en cada recoveco, en cada esquina de aquel Tour inolvidable. Y fue siempre, siempre, remachado por Laurent Fignon, por el parisino que acabó encontrando en la oposición enconada, terca, del antiguo campeón la mejor forma de motivarse para alcanzar la belleza. Y así, quienes fueron enemigos, acérrimos, devienen hoy en inseparables, seguramente necesarios. Complementarios. Todo sea por lograr la inmortalidad, que es una de las pocas aspiraciones que en verdad merecen la pena.
Alrededor de ellos giraba el resto del pelotón, incapaz de hacer frente a esa descarga de genio y agonía que iban poniendo sobre la carretera ambos franceses. Estaba LeMond, claro, y los colombianos, y Arroyo, y Millar, y también Delgado. Delgado ascendiendo puestos en cada etapa de montaña. Delgado, que llegaba al día de Morzine, a la subida a la Joux Plane, con posibilidades de dar un buen salto en la clasificación. Y entonces ocurrió. La segunda imagen de Perico.
Por delante del pelotón de los favoritos marcha Ángel Arroyo, el abulense que un año antes hizo segundo en París por detrás de Fignon, y que ese julio estaba brillando menos. La etapa parece asegurada, éxito para Reynolds, día de fiesta, en la cena champán. Y Pedro, siempre imprevisible, decide sumarse a la exhibición.
En aquel momento, Delgado era octavo en la general, aunque con serias posibilidades de subir hasta el quinto o cuarto puesto. Luchaba, además, por el maillot a puntos rojos de Rey de la Montaña, que llevaba entonces Robert Millar (figura recurrente, némesis, sombra al fondo). Ambos objetivos eran alcanzables, quizá más el primero, por lo que Perico salta, sin pensárselo, casi en la cima de Joux Plane, dispuesto a recortar un puñado de segundos a los favoritos y, de paso, completar el festival de su equipo. Ya se veía entrando en meta con el brazo en alto, saludando a Arroyo, sonriente. Que todos lo vieran, que se fijaran las cámaras de televisión. Habían vuelto.
La bajada de Joux Plane tiene fama de ser una de las más complicadas y traicioneras de Francia. Asfalto rugoso, en algunas curvas derretido por el calor. Virajes que se van cerrando y cerrando, que dejan al ciclista vencido si ha entrado demasiado rápido. Sombras por doquier que disimulan baches, que esconden peligros. Pendiente y mucha, mucha velocidad.
La segunda imagen de Perico en sus primeros años es la sangre. Sangre que mana por debajo de la manga derecha de su maillot. Gesto de dolor, casi lágrimas en los ojos. Una rueda que se va, gravilla en el piso, un cuerpo al suelo. Delgado lo nota desde el primer momento. Su clavícula se ha roto. No habrá doblete en Morzine, no habrá cuarto puesto en la general, ni ilusiones, ni París. Nada de eso existe ya. Sólo dolor, sangre y dolor. Jamás le gustará a Pedro la bajada de Joux Plane. Allí se dejó la piel en 1984, allí se le escapará un poco del Tour tres años después.
La segunda imagen de Pedro Delgado es la sangre.
Tercera imagen. Invierno
Invierno en primavera, oscuridad, frío y lluvia. Nieve en las cumbres, desconcierto en los valles, caras ateridas, mejillas gélidas. Y la sorpresa, claro. La tercera imagen de Perico Delgado es la más particular, la que mejor define, seguramente, toda su trayectoria como ciclista. Sí, más que Luxemburgo…
Robert Millar era un ciclista pequeñito y fibroso. De pocas palabras, algo arisco con los periodistas, un hombre hecho a sí mismo que tuvo que emigrar muy joven a Francia desde su Escocia natal para cumplir el sueño de hacerse corredor. Eso curte, seguramente, hace que madures antes, que cultives una cierta independencia.
Robert Millar era, además, un tipo pintoresco. Al menos para esa España pacata y aún desperezándose que saludaba los primeros meses de 1985. Porque olviden la Movida, los grupos de música y todas esas cosas que hoy en día nos han querido vender… Eso fue, claro, Madrid, o Vigo, o Barcelona, o alguna ciudad más o menos grande. Pero España era, sobre todo, un espacio rural, un inmenso mar interior que entraba poco a poco en la modernidad. Apenas un par de años antes Laurent Fignon hablaba de las incomodidades casi decimonónicas que tenían algunos alojamientos de la Vuelta en pequeños pueblos de los Pirineos o la cordillera Cantábrica. Sitios legañosos, casi detenidos en el tiempo. Eso.
Y allí, claro, Robert Millar era un personaje distinto. Diferente. También incómodo. Porque tenía el pelo rizado, porque su estilo era atildado, porque no hablaba con los periodistas más que con monosílabos, apenas dos palabras con sus compañeros. Educado y cortés, pero distante.
Cómo no iba a pasar lo que acabó pasando.
Pero hasta llegar a eso asistimos a una prueba distinta, apasionante, con continuas alternativas y comportamientos oscuros por parte de algunos de sus protagonistas. Entre ellos, claro, Pedro Delgado.
Visto con el paso de los años aquella fue una Vuelta extraordinariamente simbólica. Por lo que pasó, por sus intérpretes, por aquel país que cambiaba. Fue, por ejemplo, la última ronda antes de que España entrase en la Unión Europea. La primera ganada por quien habría de ser el ciclista español más popular de siempre. La inicial gran victoria de Perico. Y una muestra perfecta de lo que la leyenda, el desconocimiento y los susurros pueden hacerle a una carrera. Ni más ni menos que engrandecerla hasta no distinguir realidad de ficción.
El maillot, lo primero es el maillot, el que viste Delgado. Ahora es de color azul con ribetes blancos. Orbea, pone, y también MG. El gran cambio, el definitivo salto a la cultura popular, seguramente.
Al final de la temporada anterior Perico Delgado decide aceptar la oferta de Txomin Perurena, y abandona el navarro Reynolds para fichar por el vasco Orbea. La vieja firma de armas, de munición, aquella que había nacido en el siglo xix en Eibar y que había tenido que reconvertirse tras el final de la Primera Guerra Mundial, encontrando la solución en los tubos, los cuadros, las bicicletas. Una de las marcas señeras, que vio como su producción caía en picado en los años sesenta y tuvo que integrarse en la Cooperativa Mondragón y trasladar su sede a la vizcaína localidad de Mallavia. Historia y tradición, representación, también, de una determinada forma de hacer las cosas, de un carácter, de un estilo. Y muchos millones.
Porque Pedro Delgado se había convertido, con este contrato, en el corredor mejor pagado de España. Algo que pesa como una losa, algo que sus detractores no paran de recordar. El ciclista que más cobraba no obtenía resultados, no había ganado apenas nada, era sólo una promesa, refulgente, sí, pero apenas una promesa. La presión, que siempre iba a descansar sobre sus hombros a partir de entonces, empezaba a agobiar a Perico, y ponía sobre él un objetivo muy determinado: tenía que conquistar la Vuelta a España. Cualquier otro resultado sería decepcionante…
Rodeándole había una buena formación, un grupo muy unido que había ido ascendiendo de categoría a la vez que el equipo, y donde destacaba una gran promesa vasca de la época, Peio Ruiz Cabestany, fantástico rodador y pasable en montaña que parecía iba a dar grandes momentos de ciclismo. Al frente, Txomin Perurena, exprofesional casi recién retirado que contaba con más de cien victorias en su palmarés, y que había estado un par de veces en disposición de ganar la Vuelta a España. Alguien, seguramente, más respetado que realmente brillante como director. Querido y apreciado, no temido por sus tácticas o su genialidad. Con todo, un conjunto homogéneo, perfecto para arropar a Perico en la que debía ser su primera gran victoria.
Que lo fue, de hecho. Aunque de forma rocambolesca. Como siempre hacía las cosas Delgado.
El tema empieza en plan histórico. En el prólogo gana un holandés, Bert Oosterbosch, vistiendo el primer maillot amarillo. Este buen rodador fallecerá apenas cuatro años después. Un infarto. Mientras dormía. En la misma época se producen otras muertes en circunstancias parecidas. Eran principios de los noventa y entre el pelotón y algunos periodistas se empiezan a susurrar tres letras en voz baja. E P O. Dicen que si lo de Bert fue por eso. Que si los otros también. Que espesa tanto la sangre que puedes quedarte en el sitio mientras duermes. Que a veces algunos han tenido que ponerse a hacer gimnasia en su casa, asustados ante la posibilidad de ver sus arterias obstruidas por el veneno. Que es mortal. Que es genial. Que es increíble. Que debes probarlo. Que tienes que tomarlo.
El ciclismo entraba, poco a poco, en espacios oscuros.
Con todo, en 1985 aún todos éramos inocentes, los noventa quedaban muy lejos y el mundo era mejor. Al menos, con preocupaciones menores. La única pena era que aquel grandullón había dejado sin maillot amarillo a un navarro, uno también enorme y que parecía pasado de peso, que fue segundo en su debut en la ronda. En la tercera etapa, ese chico encontraría su recompensa, con Oosterbosch quedado en terreno rompepiernas antes de Orense y el amarillo descansando sobre sus espaldas. El mozo en cuestión, que corría para el Reynolds huérfano de Delgado, se apellidaba Indurain. El nombre aparecía en muchos sitios como Mikel.
La relación de Indurain con la Vuelta a España siempre fue tortuosa. Porque comenzó bien, con ese hito que le transformó en el líder más joven de toda la historia de la ronda. Un puesto en la general que mantuvo cuatro jornadas, y que sería, a la postre, su mejor recuerdo de esta carrera. No había cumplido los veintiún años y era una promesa que nadie veía, eso no, como futuro vencedor de grandes rondas. Quizá sí clasicómano, buen corredor, puede que campeón. Pero el Tour… no, aquello era para otros. No había cumplido veintiún años y jamás volvería a ser primero en la Vuelta a España, y nunca ganaría una etapa, y no estaría en disposición de vencer en la ronda, y allí se caería en 1989, y decepcionaría en el 90, y se retiraría del ciclismo en el 96, camino de los Lagos. Amor juvenil, y odio para siempre. Eso fue la Vuelta para Indurain.
Y de entre todos los lugares malditos que tuvo para él la geografía española, el peor fue Covadonga. Los Lagos. Allí perdería siempre sus opciones, allí, sin llegar siquiera a la primera rampa, se bajó de la bici en un triste septiembre de once años después. Y allí, de forma totalmente predecible, abandonó su puesto en la general en 1985, dejando el maillot amarillo a…
¿Querían simbolismo?
Sí, Pedro Delgado.
Porque si lo de Indurain con Covadonga es un amor no correspondido, lo de Delgado tiene más de vodevil de provincias, con episodios épicos y otros cómicos, con momentos de bochorno y sufrimientos que surgen cuando uno menos se lo espera. «Jamás supe qué me iban a deparar los Lagos hasta haber empezado la ascensión», dijo un día Pedro. Pues bien, en 1985 tocó gloria.
Junto al lago de la Ercina, Indurain pierde una minutada, Delgado se impone, accede al liderato y además tiene a su compañero Cabestany como segundo en la general. Jornada ideal para su equipo, que funciona a la perfección. Los dos jóvenes se abrazan en meta, dan entrevistas juntos, todo son sonrisas, buenas palabras. Pese a ello, la Vuelta está lejos de quedar sentenciada, porque los Lagos han sido menos decisivos que nunca hasta entonces y siete ciclistas entraron en menos de medio minuto. Las espadas quedan en alto, pero Delgado, el ciclista que copa portadas en los periódicos, está mejor situado que ningún otro.
Y, al día siguiente, su némesis. El momento fatídico. El final inesperado.
Una etapa durísima, con recorrido quebrado y engañoso por Cantabria. En mitad de la trilogía que componen las llamadas tres colladas (La Hoz, Ozalba y Carmona), a Perico se le cruza un cable y salta tras una escapada intrascendente protagonizada por el francés Simon. Nadie entiende el movimiento del líder, que se muestra más nervioso que nunca. Y la tragedia llega subiendo el interminable puerto de Palombera, una preciosa carretera que serpentea juguetona por las fuentes del Saja en mitad de un bosque de robles y hayas, hasta desembocar en brañas peladas de nieblas eternas. Allí, donde Ocaña regaló su última gran actuación en la Vuelta con un ataque de rabia y dolor en 1976, Pedro Delgado entrega todas sus opciones de victoria. Empieza a ir cada vez más y más despacio, pierde de vista al pelotón de los buenos, consigue rehacerse en la parte alta, donde las nubes son algodones acariciando el rostro de los ciclistas. Pero en el descenso hasta la base de Alto Campoo, última subida del día, el segoviano empieza a vomitar. Algo le ha sentado mal. Los nervios, los esfuerzos, la responsabilidad, quizá. Su estómago se vacía, igual que sus piernas, y pronto pierde comba en las sostenidas rampas que llevan hasta la estación de esquí de Brañavieja. En meta se deja casi cuatro minutos con los primeros. Quien el día anterior triunfó en Covadonga entra hoy, en Alto Campoo, en 34.ª posición de la etapa.
El hundimiento. Pero no la debacle, porque su compañero Peio Ruiz Cabestany aguanta las acometidas de los colombianos, del peleón Millar, y logra heredar la prenda que deja el segoviano. A partir de ahora el puesto de Perico será, deberá ser, el de gregario de lujo. La sonrisa es, en ese momento, de Peio, que atiende a los medios exultante. La nueva esperanza, tan simpático, tan ingenioso. Perico, en silencio, rumia su debilidad. Y avisa. «Si tengo que ayudar a Peio lo haré, pero yo todavía aspiro a ganar la Vuelta.» Días de vino y rosas en el Orbea, mientras se va fraguando, poco a poco, el descontrol.
Porque Delgado no está dispuesto a trabajar, o, al menos, no a cualquier precio, no si eso supone eliminar sus (pocas) opciones de victoria. Y lo demuestra en la primera ocasión que tiene, en el ascenso a Panticosa, allí donde Hinault sufría como un perro un par de años antes. En esa subida, sólo dos días después de su hundimiento de Alto Campoo, Delgado ataca. Un latigazo fuerte, seco, que le sirve para dejar atrás al grupo de favoritos. El problema es que ese movimiento aísla a su compañero Cabestany, el maillot amarillo, que se siente traicionado. En meta, apenas segundos de ventaja para Pedro, cruce de declaraciones ante los periodistas y la sensación de que aún queda mucha Vuelta… dentro y fuera de la carretera.
Las etapas se suceden, con cambio de líder incluido, ya que el escocés Robert Millar se hace con el maillot amarillo en Tremp, después de un golpe de mano auspiciado por varios equipos que coge por sorpresa, y en un mal momento, a los ciclistas del Orbea.
Millar es un ciclista sólido, el mismo que venció en Luchon aquel día en que a Pedro se le ocurrió ser un loco por los Pirineos. Un tipo introvertido, tan extremadamente educado como deliciosamente distante. Pero, digámoslo ya, una rara avis en aquella España de 1985 que todavía no había entrado en Europa y veía la modernidad como algo ajeno, lejano y, sí, antinatural.
Millar era pequeñito, vestía a la última moda, tenía rasgos afilados, mirada inteligente y llevaba siempre perfecta su melena, a veces lisa y a veces rizada. Con ese toque de aparente abandono que en realidad esconde una absoluta coquetería. Muy brit, claro. Además, se había hecho vegetariano, dicen que leía en las carreras (un ciclista leyendo…) y, suprema ignominia, llevaba pendiente. Hoy, cuando los deportistas esconden las orejas con aros de todos los colores y se pintan el cuerpo con cientos de tatuajes que no dudan en exhibir cuando tienen la más mínima ocasión (o sin tenerla), nos puede parecer normal, pero en aquel tiempo era toda una revolución. Que no fue, claro, bien vista por el resto de compañeros, y mucho menos por la afición de la Vuelta. «Españoles, valientes, que no gane el del pendiente.» Si a eso sumamos que Millar era el extranjero que se oponía a la tan ansiada victoria «de los nuestros»… el caldo de cultivo para una etapa llena de conspiranoia estaba dispuesto…
Y llegaría.
Años después, Robert Millar se convirtió en una leyenda. Desaparecido para casi todos, colaboraba regularmente con diversas publicaciones de ciclismo, pero nadie parecía saber dónde vivía. Esquivaba a los reporteros y mantenía una vida que podríamos llamar de perfil bajo. Hasta que un investigador menos educado que los demás, llamado Charles Lavery, lanzó el rumor de que se había cambiado de sexo, se hacía llamar Philippa York y vivía con su novia totalmente aislado del resto del mundo. Acompañaba esta información, que apareció en el diario británico Daily Mail, con unas fotografías donde Millar se mostraba con un aspecto femenino. Nadie confirmó los datos, y el mismo Millar se volvió todavía más esquivo. En su magnífica biografía sobre el personaje, Richard Moore cuenta las dificultades que tuvo para contactar con el escocés, y cómo este último episodio seguramente no ayudó a que su carácter retraído mejorase. Lo cierto es que Millar sí que hizo algunas apariciones, desmintiendo, al parecer, la información de Lavery. Lo mismo daba, hombre o mujer (qué importa), la intromisión en su vida privada había sido brutal y, sí, deshonesta. Una violación absoluta de su intimidad. Hoy en día, Millar sigue acreditado como articulista en prestigiosas publicaciones en inglés (firmando, por si hace falta decirlo, con su nombre, y no con el de Philippa York), pero su actitud continúa siendo poco abierta. No hay entrevistas, no hay declaraciones directas, no hay actos oficiales. Nada. El ciclista que fue un misterio sigue siendo un enigma, y eso es lo que hace, seguramente, más atractiva su figura.
Un último apunte, que quizá ayude a comprender el clima al que se tuvo que enfrentar Millar en la Vuelta a España. Años después, cuando el rumor sobre el cambio de sexo de Millar se había hecho general en el mundillo ciclista, Álvaro Pino dejó para la historia unas desafortunadas declaraciones que, seguramente, le retrataban a él más que a ningún otro, pero que también pueden hablarnos de un momento, de una idea, de un tono. Decía el gallego: «A Robert Millar no le quedó otra opción que cortarse los huevos después de perder una Vuelta con Perico y otra conmigo»…
Verdad o no lo de la operación, Millar era ya un personaje difícil dentro del tradicional y machista mundo del ciclismo, donde las cosas se hacen a las bravas, por cojones, y la educación superior brillaba en aquel momento (y aún lo hace en ocasiones) por su ausencia. Alguien tímido y huidizo. Alguien que no es, claro, uno de los nuestros y que, además, va a ganar a uno de los nuestros. Y eso sí que no puede ser…
Porque realmente Millar va a vencer en la Vuelta de 1985. Y lo va a hacer a lo grande. Mantiene el amarillo en la decisiva contrarreloj del penúltimo día, donde Peio impone su potencia, pero no puede hacer frente a la desventaja que llevaba con el líder y, sobre todo, al infortunio en forma de dos cambios de bicicleta. Tampoco asalta el cielo el colombiano del Zor Pacho Rodríguez, que se queda únicamente a diez segundos de tocar el liderato. Un año después de ver cómo Alberto Fernández perdía una Vuelta por seis segundos, otro pupilo de Javier Mínguez, esta vez colombiano, va a tener que soportar un trago similar.
O no. Porque queda la penúltima etapa, la de la sierra madrileña, esa que nunca había decidido nada, a juicio de los periodistas. Terreno quebrado, duro, atravesando Morcuera, Cotos y Guadarrama. La última esperanza de acorralar al escocés. Pacho Rodríguez a diez segundos, apenas un suspiro, un pinchazo, un momento de flaqueza. Peio Ruiz Cabestany, espléndido durante toda la carrera, a un minuto y quince segundos. «Me da lo mismo ser el tercero que el vigesimotercero», decía el ciclista del Orbea, valiente, prometiendo guerra. Y detrás Gorospe, Dietzen, Delgado.
¿Delgado?
Sí, porque el antiguo líder de la carrera, el hombre del contrato más alto del ciclismo español, el que estaba predestinado a vencer en esa Vuelta, se movía ahora en una anodina sexta posición, a seis minutos y trece segundos del líder. ¿Pacho? Puede ser. ¿Peio? Más difícil, pero, por qué no… ¿Perico? Imposible. La de 1985 no iba a ser su primera victoria en la Vuelta Ciclista a España. Tendría que esperar.
Pero algo ocurrió. Como siempre pasa con Delgado. Cuando tiene todo de cara, la situación se vuelve en su contra. Cuando ha perdido cualquier atisbo de esperanza, aparece una luz al final del túnel. Es su magia, eso que le hace distinto y que le convertirá en fenómeno de masas. Es, fue, en este 1985, una de las etapas más memorables, recordadas y polémicas de toda la historia del ciclismo.
Los hechos, fríos, desapasionados. La jornada amanece umbría, húmeda, con aguanieve en la cima de los altos y niebla, mucha niebla, en los descensos. Bajas temperaturas y lluvia, vaho que se escapa de las bocas de los ciclistas. Condiciones ideales para llamar, en voz bajita, a la épica.
Lejos, muy lejos de meta, empiezan a pasar cosas. Subiendo la Morcuera Peio Ruiz Cabestany tiene problemas y se descuelga de sus dos grandes rivales. Su rostro se congestiona, su pedalada, hasta ese momento dulce, amenaza con romperse. Será Perico Delgado quien de manera voluntaria se deje caer y ayude a reincorporarse a su compañero. El rol del segoviano ese día parece claro… auxiliar a Peio en lo que necesite y, si puede, aprovechar la falta de vigilancia que le regalan sus seis minutos de desventaja para triunfar en su tierra.
Porque la etapa termina en las destilerías de la marca DYC, allí donde todo huele a whisky, donde el aire está untoso de alcohol. Qué mejor lugar para que un escocés, Millar, se convierta en el primer corredor británico que gana una Gran Vuelta.
El siguiente puerto es el de Cotos, que se sube por la vertiente norte antes de descender en dirección a la Comunidad de Madrid. Y allí empiezan a pasar cosas, algunas más extrañas que otras. Por de pronto, la carrera se rompe, los corredores empiezan a repartirse en mil y un grupitos, quedando delante solamente los más fuertes. Además, a unos kilómetros de la cima, Millar pincha. El líder se detiene, cambia de bicicleta, parte a la captura de quienes le preceden. Es una posición complicada, dado que si no logra conectar antes de la cima podría verse en problemas. Así que Millar se exprime, quizá demasiado, y logra cazar unos metros antes de entrar en el llano que separa Cotos de Navacerrada. Él no lo sabe, pero en ese momento el hombre que le va a arrebatar la victoria ya rueda por delante.
Estará, además, el escocés solo, el único Peugeot en el pequeño pelotón de los ases. La mala suerte se ha cebado con el equipo francés, y Simon, su mejor équipier, también pincha subiendo Cotos. Pero él tiene menos fuerza que su jefe de filas, y no volverá a ver al grupo principal. El mundo parece desmoronarse para los pupilos de un desbordado Roland Berland. Todo se tuerce, aunque de forma sutil, con susurros, como una avalancha que se anuncia con pequeños puñados de polvo apareciendo aquí y allá…
Porque los acontecimientos se precipitan. Recio, un potente rodador que corre para el Kelme, ataca justo cuando pincha Millar, aprovechando el desconcierto de todos. Y casi arriba de Cotos hace lo propio Pedro Delgado. De forma sorpresiva, evadiéndose, seguramente, de las necesarias labores de apoyo a su líder Cabestany. Quizá tuvo libertad, pero, con todo, es un movimiento anómalo. Que acabará en leyenda, claro.
Y Perico pronto abre hueco, amparándose en su conocimiento del terreno, que no es otro que las carreteras donde entrena habitualmente. Logra descender Navacerrada fugaz en mitad de un camino ciego, empenachado con nieblas grises que de tan densas parecen poder tocarse. Captura a Recio y a partir de entonces ambos empiezan a entenderse.
Años después Pedro dirá que no fue así, que Recio se hizo el remolón temiendo que Delgado, mejor escalador, lo dejase en el ascenso definitivo a El León. Que sólo después de mucho hablar llegarían al pacto de jugarse la etapa en los últimos metros. Que, que, que…
Lo cierto es que cuando Pedro Delgado contacta con Recio, aún en terreno relativamente llano, este empieza a tirar de él con todas sus fuerzas. Con el coche del equipo Kelme, además, dando ánimos a los dos, claro. Como si fueran del mismo equipo. Porque quizá lo eran, vamos. Y la tragedia de Millar empieza a fraguarse.