Atada a él - Susan Stephens - E-Book
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Atada a él E-Book

Susan Stephens

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Beschreibung

¡Nueve meses para reivindicar lo que era suyo! Para Cassandra Rich trabajar de jardinera en la Toscana era la mejor manera de escapar de su pasado. Hasta que el dueño de la finca honró a la casa con su presencia y a Cassandra con su atención. Marco di Fivizzano no podía apartar la mirada de la deliciosa Cass. Y, cuando la invitó a ser su pareja en una gala benéfica, descubrió quién era aquella rubia ardiente, tanto durante la cena, como después en la cama. Cass floreció entre los brazos de Marco y encontró en ellos la libertad que siempre había ansiado… hasta que descubrió que estaba embarazada y atada al multimillonario para siempre.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2016 Susan Stephens

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atada a él, n.º 2485 - agosto 2016

Título original: Bound to the Tuscan Billionaire

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-8638-4

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

HUNDIÓ la pala en la tierra húmeda de la Toscana y sonrió al pensar que tenía mucha suerte por haber encontrado aquel trabajo en Italia. A Cass le encantaba estar al aire libre y el trabajo físico. Y no había mejor lugar que aquel, acompañada por el canto de los pájaros y el borboteo del agua cristalina de un riachuelo cercano. La habían contratado para la temporada de siembra de una gran finca.

Los trabajadores tenían el miércoles libre para partir la semana, así que Cass tenía todo aquel terreno para ella sola y no le costaba ningún esfuerzo imaginarse que era la dueña de la maravillosa finca a pesar de ir ataviada con unas botas llenas de barro, una camiseta corta sin sujetador debajo y una gorra tan descolorida y raída como los pantalones cortos.

La finca estaba alejada de todo, y estar en soledad era estupendo, sobre todo, después de haber trabajado en un supermercado. Además, Cass prefería estar sola a tener que encontrarse al verdadero dueño de la finca. Marco di Fivizzano, que era un empresario industrial italiano, no había ido por allí desde que ella había llegado, pero, según la prensa, era frío y despiadado.

«No te preocupes por él», se dijo Cass mientras volvía a clavar la pala en la tierra. Era muy poco probable que un hombre tan ocupado como Marco di Fivizzano se molestase en ir desde Roma al campo en mitad de la semana. Cuando les había preguntado a Maria y a Giuseppe, el ama de llaves y el encargado de mantenimiento, si había alguna posibilidad de conocer a su jefe, estos se habían mirado y se habían encogido de hombros.

«Tanto mejor», pensó mientras preparaba la tierra para plantar las semillas. El trabajo duro no la asustaba, pero tener que hacer reverencias era otra cosa.

Siempre había sido rebelde, aunque una rebelde silenciosa, ya que todo estaba en su mente. Su profesora lo había llamado tonta insolencia cuando, con siete años, Cass se había negado a llorar a pesar de que la directora del colegio se había empeñado en avergonzarla delante de todos sus compañeros el día en que habían detenido a sus padres por un delito relacionado con la droga. A pesar de que era muy joven, había decidido que jamás se dejaría intimidar.

Todavía no entendía por qué la directora había aceptado el dinero de sus padres si estos no le parecían bien.

Cass tampoco soportaba el esnobismo. Su difunto padre, mejor conocido como la infame estrella del rock Jackson Rick, había podido permitirse pagar aquel colegio, pero ni él ni su bella esposa ni su reservada hija habían gustado al centro.

«Olvídate del pasado y disfruta del sol de la Toscana…».

Era fácil hacerlo, los rayos de sol le calentaban la piel y el olor a orégano silvestre la embriagaba. Hacía más calor del habitual para ser primavera y aquel trabajo era mucho mejor que el anterior, en un supermercado local.

Cerró los ojos, sonrió y barajó sus opciones: un uniforme de nailon que la asfixiaba o la cómoda ropa que llevaba en esos momentos.

No había comparación.

Le encantaba trabajar con plantas, así que le había rogado al gerente de la tienda que la pusiese en el departamento de jardinería, prometiéndole que sus plantas no volverían a morirse si ella las cuidaba. Este la había mirado mal y le había dicho que le gustaba que las mujeres estuviesen limpias, no manchadas de barro. Cass había dimitido ese mismo día.

Se pasó el dorso de la mano por el rostro y después giró sobre sí misma con los brazos en cruz, como si pudiese tocar los rayos de sol. Los pájaros cantaban, las abejas zumbaban y los brotes verdes empezaban a asomar de la tierra. Sin pensarlo, sacó el teléfono para hacerse una fotografía y mandársela a su madrina, a la que adoraba y con la que había vivido desde la muerte de sus padres. Cuando había aceptado aquel trabajo lo había hecho pensando en ahorrar dinero para poder regalarle un billete de avión a Australia, donde vivía su hijo. Habría estado bien comprarlo para el cumpleaños de este, pero eso era demasiado soñar.

Envió la foto por correo electrónico y, casi de inmediato, recibió la respuesta de su madrina: ¡Parece que lo estás pasando bien! Lávate antes de que alguien te vea así. Un beso.

Cass rio alegremente y dio un manotazo para apartar una abeja, pero se dio cuenta de que el zumbido que oía procedía de algo mucho más grande… que se acercaba por el perfecto cielo de la Toscana. El corazón se le aceleró cuando el helicóptero voló sobre ella, tapando el sol y terminando con la tranquilidad a base de ruido y polvo. Cass intentó ver quién había dentro, pero dado que en el helicóptero ponía Fivizzano Inc. no le hizo falta poner a prueba su imaginación. Suponía que «el jefe», como lo llamaban Giuseppe y Maria, estaba allí. Nadie debía de saberlo porque, si no, Giuseppe y Maria no se habrían tomado el día libre.

«No pasa nada», se dijo. Estaba acostumbrada a enfrentarse a situaciones incómodas. Lo que haría sería intentar no cruzarse con él.

El helicóptero descendió lentamente, cual pájaro siniestro, aplanando la hierba y haciendo que los pájaros volasen asustados de los árboles. Hacía muchos años que Cass no conocía a nadie que viajase en helicóptero, desde pequeña. Enterró la pala en la tierra y se dio cuenta de que le temblaban las manos.

Se las limpió en los pantalones y se quedó inmóvil mientras los rotores del helicóptero se iban deteniendo. La puerta del pasajero se abrió y una figura alta e imponente, vestida de traje, saltó al suelo. Sin duda, Marco di Fivizzano era mucho más guapo de lo que decía la prensa y, por un instante, Cass se quedó de piedra ante su mirada.

¿Qué le había pasado? No había hecho nada malo.

«¿Quién demonios…?». Marco frunció el ceño. Y entonces recordó que su secretaria le había contado que habían contratado a trabajadores temporales para el verano. No obstante, en esos momentos no estaba de humor para aquello. Le extrañaba que Maria y Giuseppe no hubiesen comunicado sus normas básicas, entre las que estaban que nadie se acercase a él cuando estuviese en su finca de la Toscana.

Juró entre dientes y recordó que el miércoles era el día libre de Maria y Giuseppe. Se había marchado de la ciudad de manera tan apresurada que no había pensado en aquello. En cualquier caso, iba a tener que tratar con un chico joven, desaliñado. Lo normal habría sido encontrarse con un señor mayor, con más experiencia, y no con un muchacho imberbe. Se acercó más a él y se quedó de piedra al verla mejor.

Era una chica y estaba bastante sucia, sin maquillar, con la ropa raída y el pelo oculto bajo una vieja gorra de béisbol.

Tenía piernas de potranca… el cuerpo cual fruta madura, los pezones marcados en la fina camiseta de algodón, el rostro sonrojado, atractivo…

El cuerpo de Marco reaccionó de manera violenta, con aprobación. Debajo del barro, el sudor y las mejillas rojizas había una joven muy atractiva. Llevaba la gorra calada para protegerse los ojos del sol, como si su aspecto no le importase nada, y eso ya era una novedad. Iba vestida con una camiseta vieja y manchada de barro que se ceñía a sus perfectos pechos y unos pantalones cortos que dejaban al descubierto sus largas piernas. Se acercó a ella, que no se mostró intimidada, ni mucho menos. Marco tuvo la sensación de que a aquella chica no le daba miedo nada.

–¿Quién eres? –inquirió.

Al contrario que él, que estaba de mal humor, la joven parecía incluso divertida.

–Cassandra Rich. ¿Su nueva jardinera?

El apellido le sonaba, pero no sabía de qué. Se le daba bien evaluar al personal, y en eso se basaba el éxito de su negocio.

Marco clavó la vista en su mirada azul, sincera, y pensó que era natural, alegre e inteligente. Estaba tan poco acostumbrado a encontrarse con personas con fuerza interior que casi le dieron ganas de sonreír, cosa que hacía con muy poca frecuencia.

–Voy a trabajar aquí este verano –continuó ella, mirando a su alrededor.

«Bien», pensó él, diciéndose que así tendría tiempo de conocerla.

¿Era deseo lo que sentía por ella?

Posiblemente. No se parecía en nada a las mujeres sofisticadas con las que solía socializar, así que merecía que le prestase algo de atención.

–¿Y dónde está el resto del equipo? –preguntó, frunciendo el ceño.

–Se ha tomado el día libre –le explicó ella, encogiéndose de hombros y apartándose un mechón de pelo rubio de los ojos azules–. Por eso estoy yo aquí, para llenar el hueco.

Marco se preguntó cómo sería el resto de la melena, escondida bajo la fea gorra. Se imaginó quitándosela y dejando que el pelo cayese sobre su espalda, y agarrándoselo después para besarla en la garganta.

–¿Y puedes ocuparte de toda la finca tú sola? –le preguntó en tono escéptico, forzándose a comportarse de manera profesional.

–Bueno, en cualquier caso, voy a hacerlo –respondió Cass–. Al menos, hasta que los otros vuelvan.

–Sí.

Marco no supo si considerar aquella respuesta como imprudente o demasiado directa. La chica lo miraba con curiosidad, como si estuviese estudiando un cuadro en una galería de arte. Eran dos polos opuestos y por eso sentían curiosidad el uno por el otro: un multimillonario duro y resuelto, y una misteriosa chica que le daba un significado nuevo al término informal.

–No soy tan inútil como parezco –le aseguró ella–. Y le prometo que no lo defraudaré.

A Marco le gustó oír aquello.

–Si fueses una inútil no estarías trabajando aquí.

Se dio la media vuelta y pensó que, aunque estaba agotado, de repente se sentía revitalizado.

Llevaba veinticuatro horas sin dormir, después de haber estado negociando un acuerdo que no solo beneficiaría a su grupo de empresas, sino a todo el país. Ya se había corrido la voz por la ciudad, lo que había atraído a muchas mujeres interesadas, otro motivo por el que había huido de Roma. Podía haber llamado a cualquiera de ellas para que lo acompañase a la Toscana. Eran decorativas y eficientes, y sabían a lo que iban, pero ninguna le había gustado. No sabía qué quería, pero no era aquello.

–Si puedo hacer algo por usted –le dijo la chica a sus espaldas.

Él se quedó inmóvil y se preguntó si se referiría a prepararle una taza de café o a algo más.

–No, gracias.

No quería compañía, se recordó. Al menos, por el momento.

El éxito en los negocios le daba fuerzas. Y lo excitaba. Había pasado demasiado tiempo en la ciudad. Era un hombre que necesitaba el ejercicio físico y que se sentía limitado cuando vestía de traje hecho a medida, se veía obligado a pasar casi todo el tiempo en despachos con aire acondicionado cuando lo que deseaba era estar al aire libre, en la Toscana. Escondida entre majestuosas montañas, su casa de campo era un refugio que no compartía con nadie, mucho menos con una empleada.

–¿Seguro? –insistió Cass.

¿Tenía idea de lo provocadora que era? Se giró a mirarla y vio que había abierto los brazos, lo que hacía que se le marcasen todavía más los pechos contra la camiseta.

–Nada. Gracias –repitió Marco, molesto–. Te dejo trabajar.

Necesitaba aliviarse con una mujer, pero aquella era demasiado joven e inexperta para él.

Apretó la mandíbula con impaciencia al ver que lo seguía, y le hizo un gesto para que retrocediese. Solo quería hablar con personas de verdad, como Maria y Giuseppe, y le molestaba aquella intromisión. Aquella chica era una extraña, una intrusa y, aunque fuese atractiva, ¿era esa sonrisa tan inocente como parecía?

Si había algo que Marco conocía bien era el funcionamiento de la mente de una mujer y las necesidades de su cuerpo, pero aquella era tan diferente a las demás que le frustraba no saber cómo calificarla.

Cass se estremeció involuntariamente. No sabía lo que le pasaba. Había decidido que lo mejor sería mantener las distancias con Marco di Fivizzano, pero estaba haciendo todo lo contrario.

–¡Cuidado!

–Lo siento –dijo Cass, retrocediendo al darse cuenta de que Marco se había detenido y ella había estado a punto de chocar con él.

–¿No tienes nada mejor que hacer que seguirme? –le preguntó en mal tono.

–He terminado por hoy –le explicó Cass–. Y había pensado…

–¿Que necesito ayuda? –le preguntó, mirándola desde arriba–. Si vas a pasar aquí todo el verano, será mejor que me cuentes algo de ti.

Ella se quedó en blanco. ¿Qué podía contarle? ¿Cuánto quería contarle?

–Venga, ven –insistió él, echando a andar de nuevo–. Empieza por decirme de dónde vienes.

–De Inglaterra –respondió, echando a correr para seguirlo–. De una región llamada Lake District. Supongo que no…

–Conozco la zona. ¿Tienes familia?

Solo la palabra familia ya le traía malos recuerdos. No quería hablar de aquello, ni pensar en el momento en el que había descubierto a sus padres flotando en la piscina, ahogados después de una pelea avivada por las drogas. Había preferido quedarse con la versión censurada de la historia.

–Vivo con mi madrina –le contó.

–¿No tienes padres?

–Ambos han muerto.

–Lo siento.

–Hace mucho tiempo.

Casi dieciocho años, se dijo Cass sorprendida. Era tan joven, que casi no había llorado su pérdida. En realidad, no los había conocido bien. Había tenido una niñera tras otra mientras sus padres estaban de gira con el grupo de su padre. Y ella no había sentido nada hasta que su madrina había llegado y le había dado un abrazo. Se había llevado a Cass a la modesta casa en la que vivía en Lake District, donde la única droga era el paisaje y el bonito jardín de su madrina. Cass había vivido allí desde entonces, segura del amor y la seguridad que allí recibía, y contenta de tener una vida ordenada.

En esos momentos pensó que tal vez una parte de ella se hubiese escondido en aquella seguridad. Y que por eso le había chocado tanto encontrase con una personalidad tan absorbente como la de Marco de Fivizzano. Después de una niñez tan turbulenta, había agradecido el amor y la protección de su madrina, pero poco a poco se había ido dando cuenta de que le faltaba algo en la vida. Retos. Ese era el motivo por el que estaba allí, en la Toscana, fuera de su zona de confort, en esos momentos más que nunca.

–Tienes suerte de tener una madrina con la que vivir –comentó Marco di Fivizzano mientras seguía andando delante de ella.

–Sí.

Siempre había podido contar con el calor y la fuerza del amor de su madrina, y cuando había estado preparada para volar del nido, la había ayudado a conseguir aquel trabajo en la Toscana.

Retrocedió cuando llegaron a la puerta principal.

–Entra –le dijo Fivizzano al verla dudar.

Cass solo había estado en la cocina. Y nunca había entrado a la casa por la puerta principal. Su habitación estaba en un edificio anexo, al otro lado del patio. La casa era muy lujosa y ella estaba cubierta de barro y sabía lo duro que trabajaba Maria para que todo estuviese impecable.

Pero el verdadero motivo por el que dudó fue que no quería estar a solas con él.

–Es el día libre de Giuseppe y Maria –le explicó, todavía sin entrar.

–¿Y? –preguntó él con impaciencia.

–Estoy segura de que si hubiesen esperado su llegada…

–No pago al personal para que espere nada.

Ella se sobresaltó.

–¿Te pasa algo?

Sí. Lo que le ocurría era que nunca había conocido a un hombre tan maleducado ni tan insensible. Giuseppe y Maria habrían hecho cualquier cosa por él, pero tal vez no lo supiese. En cualquier caso, ella no iba a entrar en la casa.

–Estoy segura de que Maria habrá dejado algo en el frigorífico para comer…

Él se mostró indignado.

–¿Perdona?

Cass se recordó que le encantaba aquel trabajo, y que con él podría comprarle a su madrina un billete para ir a Australia, así que lo mejor sería que cerrase la boca.

–Como Maria no está, tendrás que hacer tú su trabajo –añadió Marco–. Ve a lavarte y prepara la comida.

Ella se ruborizó bajo la arrogante mirada de su jefe. Pensó que había tratado con muchos clientes difíciles en el supermercado, así que respiró hondo y se dijo que, a pesar de su enorme riqueza, Marco di Fivizzano no era más que un hombre.

Además, si había algo que le gustaba eran los retos.

–No sé cocinar mucho –admitió, quitándose las botas a patadas.

–Haz lo que sepas.

Ella entró en la casa y se quedó en silencio, sobrecogida por su belleza. El techo era muy alto, estaba decorada con antigüedades y caras alfombras, alfombras que Marco di Fivizzano estaba pisando con los zapatos de la calle para dirigirse hacia la impresionante escalera de caoba.

–Te puedes lavar en la cocina –le dijo este, como si fuese Cenicienta–. Estoy seguro de que sabes preparar una tortilla.

–Iré a recoger algunas hierbas aromáticas…

Marco di Fivizzano ya iba por la mitad de las escaleras y no respondió. «Y yo que quería un reto», pensó Cass.

Su primera impresión de su jefe había sido la correcta. Era insufriblemente maleducado e increíblemente insensible. Además, tenía hambre y solo quería comer.

Cass recordó que había leído en alguna revista que Marco di Fivizzano siempre tenía hambre, y dudaba que fuese de comida. Al parecer, también era un amante espectacular…

Ella tenía que refrescarse un poco antes de volver a verlo.

Lo hizo, volvió al jardín, seleccionó algunas hierbas y las cortó con la navaja que llevaba en la mano.

Al volver a la casa, miró hacia las escaleras. Se imaginó a aquel hombre desnudo bajo la ducha. Siempre había tenido una actitud práctica con respecto a los hombres y el sexo, a pesar de vivir en la remota y bella región de Lake District con su madrina y no haber tenido muchos hombres entre los que elegir. Había hecho uno o dos intentos de tener una relación, pero no había salido bien y había sentido una decepción que no podía explicar.

En cualquier caso, su cuerpo no había estado preparado para la llegada de una fuerza de la naturaleza como era Marco di Fivizzano.

Guardó la navaja y se pasó una mano por la nuca. ¿Habría necesitado él una ducha fría después de conocerla? Lo dudaba. Cass se consideraba más una avispa que una bella mariposa. Y él le había parecido muy sexual a pesar de ir vestido de traje de chaqueta. Estaba segura de que le gustaban mucho las mujeres.

Pero no ella. Sería porque ella era una mujer sensata.

Tenía que dejar de soñar despierta y ponerse a cocinar.

Marco se dio una ducha helada. Todos sus sentidos se habían visto afectados gracias a una mujer muy poco convencional. Sonrió mientras se enjabonaba y pensaba en el caos que debía de haber en la cocina de Maria en esos momentos. Esperaba que, al menos, se hubiese lavado las manos.

Sacudió la cabeza, salió de la ducha y tomó una toalla. Se sentía fresco, revitalizado. Tenía ganas de comer y de un par de horas de sexo, aunque una chica inexperta no era suficiente para tentarlo. Miró por la ventana y se dijo que tal vez se hubiese equivocado con ella. Tenía una navaja en la mano y parecía recién salida de una película de Indiana Jones.

Batió los huevos vigorosamente. Tenía que tranquilizarse antes de que llegase el jefe.

¿Qué le estaba pasando?

Limpió una mancha de huevo de la pared y eso le hizo recordar el día que había hecho su primera tortilla. Tenía seis años y mucha hambre. Le había salido una tortilla negra, pero se la había comido. Tenía tanta hambre, que habría sido capaz de comerse hasta la sartén. Después de una niñez tan ajetreada, había agradecido que su madrina supiese cocinar. Además, su madrina le había dicho que una persona tan sensata y alegre como ella podía aprender a cocinar.