Atracción desesperada - Linda Conrad - E-Book
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Atracción desesperada E-Book

Linda Conrad

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Beschreibung

Era obvio que aquel desconocido con cazadora de cuero era un tipo peligroso, pero Randi Cullen era incapaz de dejarlo allí... y menos aún al pequeño que llevaba con él en mitad de la tormenta... Así que les ofreció refugio en su aislado rancho. Y cuando se enteró de que Manuel Sánchez era un agente federal de incógnito en busca de un terrible asesino, incluso accedió a casarse con él... pero solo para servirle de tapadera. Sin embargo, tener a aquel hombre tan cerca amenazaba con provocar una verdadera tormenta de deseo, una tormenta para la que sería muy difícil encontrar un refugio. Iban en busca de un refugio…

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Seitenzahl: 175

Veröffentlichungsjahr: 2016

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Linda Lucas Sankpill

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Atracción desesperada, n.º 1192 - febrero 2016

Título original: Desperado Dad

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones sonproducto de la imaginación del autor o son utilizadosficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filialess, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N: 978-84-687-8049-8

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Capítulo Uno

Manny Sánchez pensó que la lluvia tenía una ventaja: ayudaba a ocultar su sigilosa persecución nocturna. Avanzaba en su Harley por la fría y dura calle, entre maldiciendo la tormenta y agradeciendo la ocultación añadida que suponía.

Unos segundos después, la furgoneta que había estado siguiendo bajó la velocidad. Cuando se encendieron las luces rojas de freno, lo asaltaron imágenes de devastadores accidentes de tráfico. A sus treinta y cuatro años de edad había visto muchos hierros retorcidos, y un recuerdo de su propio dolor se le clavó en el pecho.

Pero en aquel momento no podía dejarse llevar por el pasado. En el interior del vehículo había un niño. La vida siempre había sido muy cruel con Manny; sin embargo, no estaba dispuesto a permitir que la todavía corta existencia de aquel niño terminara de aquel modo. No lo consentiría. Otra vez, no.

A través de la visera del casco, empañada por la lluvia, vio horrorizado que la furgoneta entraba en un puente bajo, medio cubierto por las aguas, y patinaba.

Manny se estremeció y tuvo la sensación de que nadie saldría con vida.

De repente, su motocicleta pasó por encima de una capa de hielo y perdió el control. Quitó gas tan deprisa como pudo y llevó la Harley hacia la grava que cubría el arcén, pero no pudo evitar caer al suelo y darse un buen golpe en el hombro izquierdo. Por fortuna, llevaba una cazadora de cuero y no se hizo daño. Además, la motocicleta salió despedida en dirección opuesta, arañando el asfalto y haciendo saltar chispas hasta detenerse a unos metros de distancia.

Se levantó y se alegró al comprobar que aún podía caminar. Lamentablemente no tenía tiempo para ver si se había roto algún hueso o si estaba sangrando. Se quitó el casco, lo lanzó a un lado y corrió hacia el puente.

Casi en cámara lenta, Manny pudo ver que la furgoneta perdía contacto con el asfalto y se deslizaba hacia el agua. Antes de que pudiera darse cuenta, el vehículo cayó de lado y comenzó a ser arrastrado por el furioso torrente.

Se quedó sin aliento mientras contemplaba la escena. Se sentía profundamente angustiado y culpable. Se preguntó por qué no había encontrado alguna excusa para dejar el caso aquel mismo día o incluso el día anterior. Por qué no se había alejado de todo ello la semana anterior, antes de que las cosas empezaran a empeorar.

Mientras el agua arrastraba la furgoneta, Manny pudo oír un fuerte chirrido de metal, como si la fuerza del torrente la estuviera estrujando. Y el incesante sonido de la lluvia se mezclaba con los latidos desenfrenados de su corazón.

De todas formas, no tenía tiempo para recriminaciones. De modo que, una vez más, olvidó sus emociones y reaccionó ante la tragedia de la forma en que lo habían entrenado: actuando, sin dudar.

Justo entonces, la furgoneta chocó contra un montón de restos que se habían acumulado contra unos árboles, en la orilla del río. Era todo lo que Manny necesitaba, así que corrió hacia el vehículo antes de que se soltara y siguiera curso abajo.

Cuando llegó a su altura, pensó en lo que iba a hacer y se preguntó si habría sobrevivido alguien. La furgoneta estaba semisumergida y las negras aguas seguían subiendo. Desde la orilla solo podía ver el techo, de manera que no podía estar seguro.

A pesar del dolor de su hombro izquierdo, subió al vehículo e intentó abrir la puerta del copiloto. Tardó varios minutos en conseguirlo, un tiempo precioso, pero por fin lo consiguió y miró en el interior.

–¿Pueden oírme? –preguntó.

Al mirar con más detenimiento, observó que en el asiento del copiloto no había nadie. El silencio era tan terrible que durante un momento pensó que todos habían fallecido.

Entró y en aquel momento oyó el inconfundible llanto de un niño. Contra todo pronóstico, estaba vivo. Pero no podía verlo en la oscuridad.

Se sumergió en el agua, en el lugar donde se suponía que debía estar el conductor, y no encontró a nadie. Supuso que el tipo que conducía habría sido arrastrado por las aguas.

Tan rápidamente como pudo, Manny salió de la furgoneta de nuevo e intentó abrir la puerta corredera de la parte posterior. Tiró con todas sus fuerzas y una vez más sintió una punzada en el hombro.

Por fin, la puerta cedió y vio al niño. Aún estaba en su carrito, que por fortuna flotaba en el agua. Intentó alcanzarlo, pero el carrito aún estaba atado a uno de los asientos traseros y tuvo que sacar su navaja para cortar la cinta.

Unas manos pequeñas tocaron su rostro.

–¿Estás bien, pequeño? –preguntó, intentando disimular su tensión–. Te sacaré enseguida.

El niño de pelo oscuro, que no llevaba más ropa que un jersey y el pañal, comenzó a sollozar. Pero lo hizo de forma suave, casi con timidez, y el corazón de Manny se contrajo.

–¿Pa... pá?

El pequeño volvió a tocarlo y se aferró a su chaqueta.

–No soy tu papá, hijo, pero no tengas miedo. No permitiré que te suceda nada malo.

Manny volvió a recordar el pasado y se dijo que aquel pequeño ya había perdido a su padre y a su madre para siempre. Su vida ya había comenzado de un modo terriblemente trágico y se prometió que costara lo que costara, y tuviera a quien tuviera que enfrentarse, cuidaría de él a partir de aquel momento.

Por fin, y con más esfuerzo del que su hombro podía soportar, la cinta cedió ante el filo de su navaja. El niño se aferró a su cuello, desesperado.

Manny cerró el arma y se la guardó en uno de los bolsillos traseros de su pantalón mientras experimentaba lo más parecido al pánico que había sentido en toda su vida. El dolor del hombro había aumentado y no sabía cómo salir de la furgoneta, en tales condiciones, con el niño.

–Dame el niño a mí...

–¿Qué? –preguntó, asombrado.

La voz de la mujer lo tomó totalmente por sorpresa.

Cuando alzó la mirada, vio que dos brazos se extendían hacia él a través de la puerta corredera. Se preguntó de dónde habría salido, si habría estado también en el interior del vehículo. Pero eso no era posible.

–Date prisa. No creo que tengamos mucho tiempo...

La intervención de la desconocida bastó para que Manny reaccionara. Le entregó el niño y la mujer lo agarró con fuerza.

–Tranquilo, pequeño, ya te tengo –dijo ella, con voz dulce.

En cuanto se alejaron de la furgoneta, Manny se las arregló para volver a subir al lateral del vehículo. Al llegar arriba, vio que la mujer miraba hacia la orilla, como si no supiera cómo salir de allí.

La lluvia los golpeaba y hacía que moverse resultara muy difícil. Manny tomó una decisión rápida. Bajó de la furgoneta y consiguió hacer pie en el montón de restos acumulados por la corriente y ramas rotas de árboles.

Después, extendió el brazo que no le dolía hacia la mujer y dijo:

–Pásame al niño y después baja. Yo te sostendré.

–Estás herido. ¿Podrás hacerlo?

–No es nada. Solo ha sido un golpe en el hombro.

La mujer no parecía estar muy segura con sus explicaciones pero le dio el niño de todos modos. El pequeño se aferró a su chaqueta de cuero y poco después Manny la ayudó a descender del vehículo.

En cuestión de segundos se encontraban en la orilla.

–¿Hay alguien más dentro? –preguntó ella.

Manny negó con la cabeza.

Por primera vez, Manny se fijó en la desconocida. Era alta, con apenas unos centímetros menos de su metro ochenta, y su largo cabello estaba empapado. Llevaba un chubasquero reflectante que le quedaba excesivamente grande y hacía que pareciera más joven de lo que era, aunque supuso que debía de tener alrededor de veinticinco años.

Sin embargo, sus ojos fueron lo que más le llamó la atención. Estaban llenos de preguntas y en la oscuridad no pudo saber de qué color eran. Llenos de emociones, su expresión hacía que pareciera dulce y fuerte a la vez, aunque en aquel instante denotaban un evidente pánico.

Manny consideró la posibilidad de que el conductor del vehículo siguiera con vida. Era un final demasiado trágico para un hombre que obviamente se había asustado en Del Río y que había decidido dirigirse directamente a ver a su jefe. Por desgracia, la madre naturaleza se había interpuesto en su camino.

En todos los años que llevaba trabajando en operaciones contra el tráfico de niños, nunca había seguido a ninguno de los delincuentes tan lejos de la frontera. En general, los raptaban en México o Europa y después entraban en Estados Unidos por la frontera sur. Casi todas las ventas de pequeños se realizaban en las grandes ciudades de Texas, y la idea de que ahora también lo hicieran en localidades pequeñas le disgustó.

De todas formas, se dijo que sería imposible encontrar su cuerpo aquella noche, de modo que dejó de pensar en ello.

Sin dudarlo, se acercó a la mujer y la abrazó con su brazo herido, sin dejar de sostener al niño con el otro.

–Tenemos que resguardarnos de la lluvia. Ahora.

–Mi... mi todoterreno...

Manny la llevó hacia la carretera. Apenas habían dado unos pasos cuando el agua apartó el vehículo de la orilla y lo arrastró corriente abajo.

Al llegar a la carretera, Manny pudo ver el todoterreno de la mujer. Era un vehículo de unos quince años de antigüedad y tracción a las cuatro ruedas que estaba detenido, con las luces encendidas, en mitad del asfalto.

–¿Crees que podrás conducir? –preguntó él.

Ella asintió y entró en la camioneta. Manny se sentó a su lado, se desabrochó la cazadora, apoyó el niño en su pecho y lo cubrió con la prenda para darle sensación de seguridad. Tal vez fuera una posición algo peligrosa para avanzar por carreteras en aquel estado, pero era la única forma de que entrara en calor.

Miró a la mujer y vio que se había puesto el cinturón de seguridad, pero las manos le temblaban tanto que no parecía capaz de aferrar el volante.

–¿Estás segura de que puedes conducir?

–Sí –respondió con inseguridad–. El agua está subiendo a tal velocidad que si no nos damos prisa nos quedaremos atascados entre dos torrentes. Siempre pasa cuando hace tan mal tiempo. Mi rancho está cerca, en lo alto de una colina. Es la única oportunidad que tenemos.

La mujer arrancó y se alejaron del río.

Entonces, Manny cayó en la cuenta de que no conocía su nombre ni sabía de dónde había salido.

–Gracias por acercarte a ayudarnos –dijo él–. Ha sido un acto muy valiente por tu parte, aunque también peligroso.

La mujer no dijo nada. Estaba concentrada mirando la carretera.

–Me llamo Manny Sánchez. ¿Y tú?

–Randi.

–¿Cómo?

–Me llamo Randi. Randi Cullen. Y vivo en el rancho Running C.

Manny se sobresaltó. Ese era el nombre del rancho que habían mencionado los delincuentes en su conversación en el café de Del Río. Se preguntó si aquella mujer estaría involucrada en el asunto y pensó que por las circunstancias encajaba en el papel de sospechosa. Pero solo había una forma de averiguarlo: tendría que vigilarla.

Decidió que sería mejor que se mantuviera cerca de ella, fuera como fuera y costara lo que costara.

Randi apretó las manos sobre el volante y miró un momento al oscuro e intimidante hombre que la observaba desde el asiento de al lado. Irradiaba energía, llena de tensión, y la asustaba y excitaba al tiempo.

Todavía no sabía qué la había empujado a salir del todoterreno y subir a aquella furgoneta. En realidad no había tenido tiempo para considerar las complicaciones y ya tampoco podía hacerlo: no tenía más opción que llevar al hombre y al niño a su casa.

Al oír los llantos del niño, se olvidó de repente de la peligrosidad de la situación y decidió actuar. Nunca había hecho nada parecido en toda su vida y el simple hecho de pensar en ello bastaba para que se pusiera a temblar, pero todavía, sentada allí con un completo desconocido, se sentía orgullosa de lo que había hecho.

Además, durante la última media hora se había sentido más viva que en los últimos años. Llevar a aquel hombre a su casa podía ser peligroso, pero no le importaba en absoluto. De alguna forma, sabía que podía confiar en él. Había algo en su forma de comportarse que le recordaba a un viejo amigo, el ayudante del sheriff.

Por lo que sabía, viajaba solo con su hijo. Por otra parte, habían necesitado de su ayuda y ella había tenido ocasión de ayudarlos. La frustrante sensación de no poder hacer nada, que había acumulado durante tanto tiempo, había desaparecido en cuestión de minutos.

–Es un nombre muy inusual para una mujer –comentó él.

–¿Randi? Sí, supongo que sí. Era el mote de mi abuela, aunque se llamaba Miranda –explicó ella.

–Pues me parece un nombre muy bonito.

Ella se ruborizó sin poder evitarlo. Lo miró y notó que sonreía, divertido. La sonrisa iluminó por completo su rostro y lo convirtió en el hombre más atractivo que había visto nunca.

No era el típico hombre guapo, la típica estrella de cine; sus rasgos eran demasiado duros y su nariz demasiado grande, pero estaba lleno de intensidad y de dureza, como si bajo su apariencia aparentemente civilizada se ocultara un peligroso depredador. Y era grande, alto y fuerte. Tanto, que ocupaba buena parte del interior del vehículo.

–Me lo puso mi madre –comentó.

–Pues bien, Randi, tengo una pregunta que hacerte... ¿Qué estabas haciendo en mitad de este diluvio?

Randi hizo un esfuerzo por tranquilizarse y contestó a la pregunta.

–Regresaba a casa. Cuando supe lo de la tormenta, me detuve a comprar comida en un supermercado. Por eso salí tan tarde.

Todavía estaba tan nerviosa que apenas podía pronunciar palabra, de modo que respiró profundamente y aspiró el aroma de cuero mojado, sudor y masculinidad que despedía aquel individuo. Una sensación extraña, que ni siquiera podía nombrar, comenzó a crecer en su interior.

Sin pretenderlo, miró sus manos para ver si llevaba algún anillo.

–Vi las luces de un vehículo –continuó ella–. Todos los vecinos saben que no deben cruzar por ese puente cuando suben las aguas, así que imaginé que debían de ser forasteros y supe que estarían en problemas.

No llevaba nada. Randi notó que no llevaba ningún anillo de casado, pero eso no quería decir gran cosa. La gente no siempre los llevaba y además estaba la cuestión del pequeño.

Al pensar en el niño, se giró y lo miró. Se sorprendió al ver que se había dormido contra el fuerte pecho del hombre de pelo negro.

–No podremos llegar al hospital. La riada nos alcanzaría antes. ¿Está bien el niño? ¿Podrás arreglártelas?

–Sí, creo que sí –respondió él.

–¿Cómo se llama?

–Yo, no lo... Ricardo... Ricky –mintió.

Por su extraña respuesta, Randi pensó que tal vez estuviera tan nervioso como ella, pero no lo creía. No después de haberlo visto en acción. Había entrado en la furgoneta y lo había rescatado en mitad de la tormenta.

–Creo que se pondrá bien –continuó él–. Dejó de temblar hace unos minutos, aunque sería mejor que le pusiéramos ropa seca.

–Es cierto. Ya hemos tenido bastante agua por hoy. Pero estamos a punto de llegar a mi rancho.

Poco después, pudieron ver el cartel de la entrada del rancho Running C.

Randi detuvo el todoterreno y salió para abrir el portalón de la verja. No resultó fácil, porque el suelo estaba embarrado y las puertas no se abrían bien.

Maldijo su suerte. Sabía que después de aquella tormenta su carretera estaría en un estado lamentable. Y esta vez no tenía dinero par arreglarla.

Frustrada, abrió las puertas y regresó al interior de su vehículo. No pensaba volver a bajar para cerrarlas. No le importaba. No tenía la menor intención de empaparse de nuevo por algo tan irrelevante.

Ya en el asiento del todoterreno, sintió que gotas heladas resbalaban por su cuello. No se detuvieron allí. Siguieron descendiendo y se estremeció de forma involuntaria, pero apretó los labios y siguió conduciendo.

Solo faltaba poco más de medio kilómetro para llegar a la casa.

Con el camino en tan malas condiciones, le pareció toda una eternidad. Pero, por fin, se detuvieron en el vado del rancho. Normalmente aparcaba cerca del árbol, pero se acercó tanto como pudo al porche.

–Ya hemos llegado. Saldré a encender la luz y después volveré para ayudarte con el niño –dijo ella.

Entonces, abrió la portezuela y salió al exterior.

Cuando entró en la casa, Manny intentó librarse del agua que había acumulado en todo su cuerpo, con poco éxito. Estaba empapado de los pies a la cabeza.

En cuanto Randi encendió la luz del porche, Manny pudo echar un vistazo al rancho. No era gran cosa. Por lo que había notado, las escaleras del porche estaban en mal estado y las puertas necesitaban una mano urgente de pintura.

Se encontraba en una habitación con muebles viejos, linóleo en el suelo y papel pintado en las paredes. Apretó al niño contra su pecho, porque no quería que se enfriara. Aunque estaban en el interior de la casa, hacía frío y podía ver el vaho que formaba su respiración.

Randi entró entonces con dos bolsas llenas de comida.

–Bueno, esto es todo. Vamos a la cocina y encenderé la estufa. Solo tardará unos minutos en calentarse.

La mujer se quitó el chubasquero y lo colgó. Después, llevó a sus invitados hacia la cocina y encendió las luces a su paso.

Sin la ancha prenda que llevaba para protegerse de la lluvia, Randi parecía una rata empapada. O más bien, un ratón. Delgada y pálida, su largo cabello castaño casi se había secado y su ropa también estaba muy mojada.

Lo único memorable en ella, en aquellas circunstancias, eran sus ojos. Parecían mágicos. Al principio le habían parecido verdes con motas azules, pero ahora le parecían dorados con motas de color bronce. Aunque la vulnerabilidad que había notado en ellos le gustaba más que sus curiosos cambios de color.

Repentinamente consciente de que él tampoco debía de tener muy buen aspecto, tropezó con una de las alfombras y abrazó con fuerza al niño. No le había gustado tener que mentir e inventar un nombre para él, pero no había tenido otro remedio.

La cocina parecía haber sido amueblada en los años cuarenta. Tenía gas, un ventilador en el techo, una mesa en mitad de la habitación y los típicos muebles de la época.

En cierta forma, el ambiente le recordó a su país, México. Aunque todo era viejo, estaba inmaculadamente limpio y perfectamente bien cuidado.

Se sentó en una silla de madera junto a la estufa de hierro forjado, muy común en algunas zonas del oeste. Pero Manny dudaba que la tuviera en el rancho porque estuviera de moda; seguramente siempre había estado allí. Y en cualquier caso, funcionaba.

La mujer encendió la estufa y, acto seguido, dijo:

–Se calentará enseguida. Ahora iré a buscar unas toallas y una manta para tu niño.

Cuando Randi desapareció, Manny supo que la estaba observando con más interés y atención del que cabía esperar en un agente especial en misión secreta. Aquellos ojos lo desconcertaban.

Cuando hablaba, parecía algo tímida. Tenía pecas en la nariz y resultaba tal vez demasiado delgada, pero sus caderas poseían una forma muy seductora bajo el vestido que llevaba.

Sin embargo, aquella no era la situación más adecuada para prestar atención al deseo que sentía cuando sus miradas se encontraban. Pero le había sorprendido y aún estaba intentando recobrarse.

Randi regresó segundos después.

–Dame a Ricky y yo me encargaré de él. Tú quítate la ropa. Estas empapado.

La mujer dejó las toallas y las mantas sobre la encimera y él le dio el niño antes de quitarse su cazadora. Manny descubrió entonces que la temperatura de la cocina había subido bastante en cuestión de minutos. Pero no se molestó en preguntarse si se debía a la estufa o a la cercanía de Randi.

Después, y mientras se quitaba las botas, tuvo la extraña sensación de haber estado allí antes, o más bien, de sentirse como en casa. Tal vez porque el lugar daba una enorme sensación de seguridad y le recordaba a la casa de su abuela en México.

Se quedó allí, disfrutando del instante, con las botas llenas de agua en las manos, mientras Randi desvestía al niño y le secaba el pelo. Obviamente sabía cómo tratar a los pequeños.

Entonces recordó lo sucedido y pensó que no permitiría que aquel inocente terminara en manos de una banda de canallas. No sería justo.