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Ómnibus Deseo 529 Libre para huir Lo realmente peligroso era pasar tanto tiempo juntos. El ranchero y experto en seguridad Cinco Gentry ya había tenido emociones suficientes para el resto de su vida. Ahora solo quería dirigir su rancho y estar con su familia sin mayores complicaciones... Pero entonces llegó Meredith Powell, oficial de las fuerzas aéreas estadounidenses, y lo cambió todo. Tenía que quedarse en el rancho para velar por su propia seguridad, pero no hacía más que enfrentarse a Cinco, hasta que el peligro los empujó a un apasionado encuentro. Pero, ¿podría él satisfacer el ansia de aventuras de aquella mujer una vez que pasara el peligro? Deuda de gratitud Apasionado reencuentro. Abby Gentry nunca se arriesgaba a que le rompieran el corazón, pero cuando volvió a reencontrarse con su amor platónico de juventud, después de rescatarlo casi al borde de la muerte, su inocencia virginal se consumió en las llamas de deseo. El atractivo comanche Gray Parker estaba dispuesto a hacer cualquier cosa para agradecerle a Abby que lo hubiera salvado... incluyendo hacerse pasar por su prometido para librarla de las maniobras casamenteras de su hermano. Pero para estar con esa mujer a la que tanto deseaba tendría que enfrentarse con las tradiciones de su pueblo... Solo amor Al calor abrasador de Texas... Tras la muerte de su esposa en un terrible accidente de coche, Cal Gentry regresó a casa a curar sus heridas y a buscar una niñera para su hija. Por eso cuando apareció la adorable y seductora Bella, Cal pensó que era la respuesta a sus plegarías... aunque jamás habría pensado que despertaría en él aquella pasión arrolladora. Sin embargo, Bella había traído consigo el peligro al rancho de los Gentry... aunque lo más peligroso seguía siendo dejarse perder en los brazos de Cal. ¿Podría aquella pasión curar las heridas de los dos?
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Seitenzahl: 547
Veröffentlichungsjahr: 2023
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© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 529 - diciembre 2023
© 2003 Linda Lucas Sankpill
Libre para huir
Título original: The Gentrys: Cinco
© 2003 Linda Lucas Sankpill
Deuda de gratitud
Título original: The Gentrys: Abby
© 2003 Linda Lucas Sankpill
Solo amor
Título original: The Gentrys: Cal
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2003
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta
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Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
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los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1180-515-5
Créditos
Índice
Libre para huir
‘Ganadero de Texas y esposa perdidos en el mar’
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Deuda de gratitud
Prólogo
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Solo amor
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
El servicio de guardacostas de Dry Tortugas confirmó anoche haber abandonado la búsqueda de T.A. Gentry IV y su esposa, Kay, propietarios del rancho Gentry en el estado de Castillo. Ambos desaparecieron en el mar hace cinco días.
Según el portavoz de los guardacostas, la pareja estaba de vacaciones en el yate de un amigo cuando se desató una fuerte tormenta. No se ha encontrado a ningún superviviente ni restos de la embarcación a pesar de la intensa operación de búsqueda. Según el propietario, el yate no estaba equipado con el sistema de señales EPIRB y los servicios de rescate confirman no haber recibido llamadas de socorro.
El matrimonio Gentry deja tres hijos: T. A. Gentry, de diecinueve años, Callon Aaron, de diecisiete y Abigail Josephine, de doce.
El funeral se celebrará en la capilla de Gentry Wells el día veintiuno de este mes.
Cinco Gentry apagó su móvil, preguntándose si habría hecho bien o lo estaría esperando alguna otra catástrofe.
Eran las seis de la mañana y su amigo y socio, Kyle Sullivan, había llamado desde San Angelo para pedirle un favor. Un cliente necesitaba protección en su rancho. Era un antiguo compañero suyo del ejército llamado Frosty y, aparentemente, estaba metido en un buen lío.
Pero eso era lo suyo: seguridad y protección. Un nuevo cliente para la empresa de seguridad era una buena noticia, ya que su vida últimamente era un desastre.
A causa de la frustrante conversación que mantuvo la noche anterior con sus hermanos, Cinco se encontró de nuevo ante las tumbas vacías de sus padres cuando el sol empezaba a asomar por las colinas de Texas.
Maldiciendo en voz baja, aplastó unos hierbajos con el pie y miró las dos tumbas que jamás habían podido darle una respuesta.
Lo que habría dado por preguntarle a sus padres un par de cosas. Como, por ejemplo, qué había sido de ellos esa noche tantos años atrás, durante la tormenta, o qué demonios podía hacer con sus rebeldes hermanos.
Las lápidas de T.A. Gentry y su esposa, Kay Hempstead Gentry, colocadas allí solo como recuerdo, se habían estado riendo de Cinco durante doce años. En lugar de respuestas, el eco de las colinas de Texas le recordaba que nunca sabría la verdad.
A un lado del cementerio la luna se escondía en el horizonte magnificando las sombras de los árboles y el suelo cubierto de rocío. Al otro, el sol asomaba por encima de una colina tiñendo el paisaje de rojo, pero Cinco no se daba cuenta.
Desde la desaparición de sus padres él se encargaba de dirigir el rancho y de controlar a sus hermanos. Pero abandonaría su papel como cabeza de familia si pudiera devolvérselo a su padre. El padre que le enseñó que un hombre tenía la obligación de ser todo lo que pudiera ser. El mismo padre cuya muerte le robó la posibilidad de hacer realidad sus sueños, obligándolo a volver a casa.
De modo que su trabajo era mantener el rancho Gentry y cuidar de Cal y Abby. Aunque ninguno de ellos entendía que lo suyo no era el rancho sino la seguridad. Ese era su mundo, la seguridad cibernética o personal, y la empresa que dirigía con Kyle se había convertido en un éxito.
Si pudiera convencer a sus hermanos de que él sabía lo que era mejor para ellos…
Una hora más tarde, con la cafetera encendida, la cocina caliente y los platos en el fregadero, Cinco empezaba a preguntarse si debería haberle dado más indicaciones a Kyle para llegar al rancho. Su socio no había ido por allí en varios años y podría haberse perdido.
Nervioso, tomó el sombrero y las llaves de la furgoneta y salió de la cocina. Solo había una carretera que llevaba al rancho y seguramente los encontraría por el camino.
Pero cuando salió al porche vio una nube de humo y, poco después, un Jaguar de color verde oscuro se detenía frente a la casa. Ver un Jaguar en Texas era tan raro como ver a un vaquero montando un elefante.
El rancho de los Gentry era uno de los más modernos del estado, pero no sabía qué impresión le haría a un chico de ciudad como ese tal Frosty. Cinco intentaba distinguir su silueta en medio de la nube de polvo que había levantado el coche, pero solo pudo ver a Kyle abriendo la puerta y al pasajero de espaldas, intentando sacar algo del asiento.
Llevaba unos pantalones de color caqui… pero no era un hombre. No podía ser un hombre porque tenía el trasero más redondo y más bonito que había visto en su vida. ¿Qué demonios…?
Cuando se acercó, la dueña del trasero estaba estirándose. Era una chica muy alta, de piel clara, con unas gafas de aviador que tapaban parcialmente su rostro.
¿Ella era Frosty Powell? ¿Una mujer? No podía ser. No podía quedarse en el rancho.
Kyle se acercó entonces y le dio una palmadita en la espalda.
–Me alegro de verte, Gentry.
Cinco seguía mirando a la joven, que llevaba una cazadora de aviador. Alta, de al menos un metro setenta y cinco, la joven se quitó las gafas para observar la casa y las instalaciones que había alrededor antes de volverse para mirarlo de arriba abajo.
Y absurdamente, Cinco tuvo que resistir el impulso de limpiarse las botas en los vaqueros.
Nunca había visto una mujer como aquella. Parecía la reina virgen. Era rubia, con el pelo sujeto en una trenza que caía sobre el hombre izquierdo, rozando sus pechos, y unos ojos azules llenos de energía que, en aquel momento, estaban brillantes de irritación. Su aspecto dejaba claro que sabía cuidar de sí misma.
–Frosty, te presento a Cinco Gentry. Cinco, esta es mi antigua…
–¿Frosty Powell? –lo interrumpió él.
–Capitán Meredith Powell, de las fuerzas aéreas americanas –dijo la joven, estrechando su mano–. Encantada de conocerlo, señor Gentry. Y olvide lo de Frosty. Kyle y yo nos conocemos hace tanto tiempo que a veces olvida mi verdadero nombre.
Cinco estrechó su mano, pero estaba boquiabierto. La voz de la tal Frosty era suave, musical, llena de connotaciones secretas. Cuando pronunció su nombre lo envolvió una oleada de deseo sorprendente. Y eso no le gustaba en absoluto.
Apretaba su mano con fuerza, casi como un hombre. Desde luego, la capitán Meredith Powell sabía lo que quería.
No se parecía a ninguna otra mujer que hubiera conocido. Entonces recordó al amor de su vida, Ellen, la mujer a la que quiso amar y cuidar para siempre. Morena, de pelo largo, los vestidos sencillos y femeninos eran más su estilo. La rubia alta que tenía frente a él no se parecía en absoluto.
Cinco tosió un par de veces para quitarse el polvo de la garganta.
–Bueno, vamos a tomar un café.
–Espera, voy a sacar la maleta de Frosty –sonrió Kyle.
–Vamos dentro, chaval –insistió Cinco, tomándolo del brazo–. Y después, tú y yo tenemos que hablar.
Cuando Meredith entró en la casa se sintió como Alicia en el país de las maravillas. Durante su carrera en el ejército había estado destinada en muchos países y pasó meses en bases del tercer mundo. Pero aquello… era como si alguien la hubiera metido en el decorado de una película del Oeste.
Con Cinco Gentry en el papel de vaquero.
Kyle no le había contado que aquella zona de Texas era tan… auténtica. Y Cinco, con ese nombre tan raro, tampoco era lo que había esperado. Con sus pantalones vaqueros y el sombrero negro echado hacia atrás, era la viva imagen de un protagonista de película del Oeste.
Tenía los ojos de color castaño claro, pero cuanto más los miraba más oscuros e inteligentes le parecían. Y esa era una de las razones por las que no podía quedarse en aquel rancho.
–Dame tu chaqueta –dijo él, cuando estaba guardando las gafas en el bolsillo.
La colocó junto a la de Kyle en un perchero de madera bajo el que había un montón de botas, colocadas como centinelas.
–Gracias.
–Vamos a la cocina. Creo que el café ya estará hecho.
–Muy bien –intentó sonreír Meredith.
Por fuera, el sitio le había parecido raro, con varios edificios de diferentes alturas. Y por dentro, era más raro todavía. Los muebles de la cocina parecían hechos a mano y los electrodomésticos eran de acero, nuevos y limpísimos.
Una de las paredes estaba enteramente ocupada por una chimenea de piedra, con un hueco en el que cabía un hombre de dos metros. Al otro lado de la habitación, un ventanal enorme que iba desde la encimera hasta el techo, con tiestos que bloqueaban parcialmente la vista. La moderna cocina, en aquel sitio perdido de la mano de Dios, parecía una de esas que salían en las revistas de decoración.
–Bonito rancho, ¿verdad? –preguntó Kyle.
Cuando Meredith levantó la cabeza, vio que había halógenos en las antiguas vigas de madera. Esa mezcla de modernidad y clasicismo al más puro estilo del Oeste le parecía incongruente.
–Es… interesante. Pero da igual. No necesito quedarme aquí.
–No vamos a discutir otra vez, Powell. La decisión ya está tomada.
–¿Qué pasa? –preguntó Cinco entonces–. ¿Cuál es el problema?
–No hay ningún problema. Frosty cree que puede seguir viviendo como si no pasara nada, cuando hay un psicópata buscándola por todo el país. Nada más que eso.
–No pienso seguir viviendo como si no pasara nada –replicó Meredith–. Además, iba a cambiar de vida de todas formas.
Kyle y ella habían discutido el asunto tantas veces durante los últimos días que estaba harta. Pero quizá podría convencer al inteligente vaquero, pensó.
–Mira, Cinco, el día que ese loco disparó al general en los escalones del Capitolio, delante de mí, era mi último día en el ejército. Ya me había retirado oficialmente porque acababa de aceptar un puesto de piloto en las compañía aérea Transcon Air. Pero ahora los federales han perdido al psicópata y la empresa solo ha aceptado conservar mi puesto durante unas semanas –le explicó, suspirando–. Así que dime, ¿cómo va a saber el loco de Richard Rourke dónde me encuentro si estoy volando de un lado a otro?
–Rourke está loco, pero no es idiota –replicó Kyle–. El FBI cree que tiene contactos con varios grupos terroristas y esos grupos tienen acceso a todo tipo de información confidencial. ¿Cómo vas a evitar que te encuentren? Seguro que hasta has dado tu número de la seguridad social a la compañía.
Meredith abrió la boca para protestar, pero Kyle la interrumpió con un gesto.
–Cinco, ¿tú crees que una mujer como ella podría esconderse en Washington sin que alguien la viera?
Cinco la miró sin decir nada. Pero esa mirada hizo que Meredith se pusiera nerviosa, algo que no le ocurría a menudo.
–Espera un momento, Kyle. ¿Quién te crees que eres para…?
–¿Tú eres la testigo que puede identificar a Richard Rourke como el asesino del general VanDerring? –la interrumpió Cinco.
–Eso parece –suspiró ella.
–Todo el ejército está buscando a ese hombre y tú eres la única persona que puede identificarlo. Y no creo que Rourke sea tonto en absoluto.
–Querían incluirla en el plan de testigos protegidos –explicó Kyle–. Pero yo convencí al FBI de que conocía a un hombre que podría velar por su seguridad tan bien como ellos… pero con menos restricciones.
Cinco asintió, como si estuviera seguro de que su rancho era una fortaleza inexpugnable, y Meredith dejó escapar un largo suspiro. Solo tenía dos opciones: una prisión federal o aquel rancho. Estaba claro dónde iba a quedarse, aunque no le hacía ninguna gracia.
El vaquero sonrió entonces por primera vez, pero el hoyito que tenía en la mejilla izquierda no alivió su mal humor.
–Estarás mucho más segura y más contenta aquí, cariño –le dijo, con el acento más sureño que había oído nunca.
–Sí, claro.
Aunque no estaba tan claro. Seguramente habría estado mejor en una prisión federal que confinada en un rancho con el auténtico «llanero solitario» como guardián.
–Al menos podrías haberme advertido de que Frosty era una mujer –murmuró Cinco. Kyle y él habían salido para sacar la bolsa de viaje del maletero mientras ella daba una vuelta por la propiedad.
–Es que a veces se me olvida que es una mujer… –replicó Kyle. Cinco se detuvo, con una ceja levantada–. No, en serio. Era la mejor piloto de las fuerzas aéreas americanas. Es dura, inteligente y puede salir de una pelea a puñetazos mejor que cualquier hombre.
–Pero es una mujer. Será muy incómodo protegerla aquí, en mi casa. ¿Por qué no me has traído a un hombre? Alguien a quien pudiera darle un puñetazo si se pone tonto.
–Dale una oportunidad, Gentry. No es una damisela y seguramente podría sacarte a patadas por encima de la cerca –sonrió Kyle.
–Y esa es otra. ¿Qué clase de nombre es Frosty?
–La mayoría de los pilotos tienen motes. Se los ganan durante el entrenamiento.
–¿Y por qué se ganó Meredith el de Frosty?
–No sé –contestó Kyle sacando una bolsa de viaje del maletero–. Bueno, supongo que lo de Frosty viene por el «no frost» de las neveras. Es una chica que no se asusta por nada, que se mantiene fría ante el peligro, como si tuviera hielo en las venas en lugar de sangre. Y una vez que un idiota intentó meterse con ella, Frosty lo dejó helado. Nadie volvió a atreverse después de eso.
–Ah, ya entiendo –suspiró Cinco.
–¿Qué te pasa, Gentry? Tú nunca pones pegas cuando alguien necesita tu ayuda.
Kyle lo conocía demasiado bien y estaba jugando sus cartas. En cuanto Cinco supo que era la testigo del asesinato del general VanDerring supo que no podría dejarla ir. Pero no le gustaba que su socio lo manipulase de esa forma.
El problema era qué iba a hacer con aquella amazona. Incluso apostaría a que sabía más de informática que él, aunque eso era difícil.
Irritado, se pasó una mano por la cara. Estaban empezando a ser las veinticuatro horas más difíciles de su vida, después de la noche doce años atrás en la que rezó para que la noticia sobre la muerte de sus padres no fuera cierta. Su hermano Cal lo había llamado para decir que había dejado embarazada a una de sus fans del circuito de carreras y que estaba dispuesto a casarse con ella. Y después llamó Abby para decir que había decidido no terminar el máster porque prefería volver al rancho para trabajar como capataz.
Y luego Frosty.
–¿Y qué se supone que debo hacer con una mujer aquí?
Kyle sonrió.
–¿Y yo qué sé? Ya te he dicho que yo no la veo como una mujer, yo la veo como un piloto… y no tengo ni idea de lo que puedes hacer con ella aquí, en la tierra de los vaqueros.
–Genial –murmuró Cinco, haciendo una mueca.
–Mira, Gentry, dale una oportunidad, ¿no? Ha pasado una época muy dura. Primero murió su padre de un ataque al corazón y después, cuando estaba a punto de llevar a su jefe en el avión por última vez, tuvo que ver cómo lo mataban a tiros… de los que, afortunadamente, ella escapó. Pero decidas lo que decidas, aléjala de Internet y de los aviones. Cualquiera de esas dos cosas podrían terminar con el único testigo de los federales contra Richard Rourke. Y no podemos perder un cliente ni convertir esto en un circo.
No, pensó Cinco. Ya había pasado por ahí. Un circo en su vida era más que suficiente.
–No sé…
–Y a Ciber-Investigaciones no le conviene perder un cliente como ella, ¿no te parece?
–¿Conoces bien a Kyle? –preguntó Meredith, dejando su taza en el plato.
Acababan de entrar en la casa después de despedirse de su socio, que volvía a la civilización.
–Desde hace trece años. Estudiamos juntos en la universidad.
–¿Ah, sí? ¿Qué estudiaste?
–Informática.
–¿No me digas? ¿Para llevar un rancho? –replicó ella, sarcástica.
Cinco sonrió.
–Sí, pero… ¿cómo era eso que decían mis abuelos? No se puede juzgar el mordisco por la serpiente. Esta casa, por ejemplo –dijo, señalando alrededor–. Desde fuera uno no sabe exactamente lo que es. Pero si la observas bien, puedes encontrar el rastro de las cinco generaciones que la convirtieron en un hogar.
Meredith sabía que su piel clara la estaba delatando. Era imposible disimular que se había puesto colorada.
–Lo siento –dijo, cruzándose de brazos–. Esta situación me tiene un poco nerviosa. No quería…
Él hizo un gesto con la mano, como diciendo que no tenía importancia, pero su mirada la hacía sentir incómoda, rara. Aquel hombre la ponía nerviosa.
Y era muy raro que un hombre la pusiera nerviosa. Ni siquiera… no quería ni pensar en cierto imbécil. Había jurado borrar sus recuerdos.
Quizá era la estatura de Cinco, que le sacaba una cabeza. Aunque no era solo eso. Esos hombros anchos y esas manazas parecían hechos para proteger… como si nunca pudieran levantarse para golpear.
Meredith sacudió la cabeza para apartar de sí aquellos pensamientos. La extraña sensación que experimentaba al mirarlo era debida seguramente a su marcado acento del sur. Ese acento le hacía pensar en un rayo de sol sobre nubes de color rosa a cuarenta mil pies.
Pero decidió pensar en otra cosa. Aquello era una pérdida de tiempo. Y Cinco seguía mirándola de esa forma… tenía que pensar en algo. Rápido.
–¿Cinco generaciones has dicho?
–Eso es.
–Y tú eres la quinta… ah, de ahí el nombre, Cinco.
–Sí, señorita –sonrió él–. Theodore Aloysius Gentry V, a su servicio.
–¿Theodore Aloysius? –repitió Meredith.
–Sí, lo sé, son nombres muy anticuados. Cuando el primer Theodore se casó con María Alonso Aragón de Castillo, las tierras que trabajaban habían sido un regalo de su padre, tierras cedidas por el gobierno de México –explicó Cinco, levantándose para fregar las tazas–. Todo es parte de mi herencia.
–Cinco es un nombre muy original.
–Bueno, en cinco generaciones ha habido un Theo, un Teddy, un Tres y mi padre, que se llamaba T.A. A mí no me importa llamarme Cinco, aunque mi madre solía llamarme Tad.
–Tad no te pega mucho –sonrió Meredith. Has dicho «solía llamarme». ¿Tus padres han muerto?
Cinco empezaba a pensar que la conversación estaba siendo demasiado personal. A pesar de los años que habían pasado, no le gustaba hablar de la muerte de sus padres.
–Más o menos.
Ella lo miró, sorprendida. ¿Qué clase de respuesta era esa? Pero pensó que quizá habían muerto recientemente y no quería hablar del tema.
–Perdona –dijo él entonces–. La verdad es que desaparecieron en el mar. Se fueron a hacer un crucero hace doce años y no volvieron nunca.
–Ah, qué horror.
–Ha pasado mucho tiempo. La vida sigue y el tiempo… en fin, el tiempo puede curarlo casi todo, si tienes paciencia para esperar.
Después de decir eso, Cinco tomó la bolsa de viaje.
–¿Dónde vas?
–A subir esto a tu habitación.
–Puedo hacerlo yo, muchas gracias. Si me dices dónde está mi habitación, claro –replicó Meredith, fulminándolo con la mirada.
Tenía una mirada feroz y adorable al mismo tiempo. Y le gustaba cómo arrugaba la nariz cuando estaba enfadada.
Cinco decidió entonces ver hasta dónde se enfadaba. Dejó la bolsa en el suelo, se cruzó de brazos y la miró, muy serio.
Y así se quedó. Después de dos minutos en completo silencio, Meredith empezó a parpadear, nerviosa. Cinco lo agradecía porque si hubiera esperado un segundo más habría tenido que rendirse.
Pero había ganado él. Bien.
De repente, sintió el deseo de tomarla entre sus brazos y plantarle un beso en esos labios tan perfectos. Pero eso no era lo que Kyle esperaba cuando le pidió que la protegiese.
–Mira, cariño, tenemos que llegar a una tregua. Yo no soy tu enemigo. Solo quiero lo mejor para ti.
Meredith Powell sonrió entonces y él empezó a sudar. Era guapísima, pero cuando sonreía le parecía sencillamente irresistible.
–Estoy obligada a aceptar tu hospitalidad, vaquero. Y sí, estoy de acuerdo en que lo mejor será una tregua. Pero creo que yo sé mucho mejor que tú qué es lo que me interesa. E insisto en llevar mis cosas. Y no soy tu… cariño.
–Muy bien. Lleva tus cosas –sonrió Cinco–. Pero esta es mi casa, así que yo te llevaré a la habitación… cariño.
Meredith lo siguió hasta la habitación que sería su celda durante algún tiempo. Era la tercera puerta al final de un largo pasillo en el piso de arriba. Al final del pasillo había más escaleras que debían llevar a otras habitaciones. Seguramente, era un piso que había sido levantado después de la construcción de la casa.
Su habitación era estupenda. Paredes pintadas de blanco, vigas en el techo, muebles grandes de madera noble. La cama era de matrimonio, cubierta por un edredón de colores. Era una habitación antigua, pero con muebles nuevos, que olía a madera y a limpio. La habitación de un hombre que tenía muy buen gusto.
Probablemente el hombre que estaba a su lado.
–¿Esta es tu habitación? No quiero que tengas que…
–No, la mía está al otro lado del pasillo. Esta es la habitación de mi hermano. Se marchó hace ocho años para dedicarse a las carreras de coches. La renové hace poco, esperando que sentara la cabeza y volviese al rancho, pero creo que eso ya no va a ocurrir.
–¿No?
–Se casa –contestó Cinco, haciendo una mueca–. Ella está embarazada, por lo visto.
–Sí, bueno… –Meredith no sabía qué decir–. Quizá, al tener un niño, quiera estar más cerca de la familia. Cuando sea padre quizá quiera dejar una profesión tan peligrosa como las carreras de coches.
–Lo dudo. Cal es una estrella. El año pasado ganó la copa del campeonato y eso significa que ganó casi todas las carreras del circuito. Tiene patrocinadores e ingresos publicitarios, así que no creo que lo deje por vivir en un rancho. Ni siquiera por un hijo.
–Supongo que esto no será tan aburrido como dices.
Cinco la miraba de una forma… no era una mirada normal, sino caliente, intensa, como un F-16.
–Cuando sonríes te pones muy guapa. Deberías hacerlo más a menudo.
Meredith se puso colorada de nuevo. Maldición. Irritada consigo misma, se volvió para abrir la bolsa de viaje. No llevaba muchas cosas porque, en realidad, no tenía muchas cosas. Todo su armario consistía en ropa de faena o uniformes y no quería comprar nada nuevo. Su intención era volver a ponerse el uniforme de piloto lo antes posible. Muy pronto, esperaba.
Solo tenía camisetas, algún chándal, zapatillas de deporte y un traje de chaqueta azul marino que había comprado el año anterior para acudir a la fiesta de jubilación de su padre. Eso y la ropa interior era lo único que había en su bolsa de viaje.
Estaba guardándolo todo en el armario cuando sintió la presencia de Cinco tras ella. Se había inclinado para tomar algo del suelo, unas braguitas negras que Meredith había tirado sin querer. Eran de encaje, algo que él no habría esperado de aquella seria piloto.
–Muy sexy para un capitán de las fuerzas aéreas.
Meredith se las quitó de la mano de un zarpazo. Parecía a punto de liarse a bofetadas. Y estaba guapísima. Era delgada, pero tenía buenas curvas bajo aquella ropa de color caqui. Unas curvas que serían perfectas para él…
¿De dónde había salido eso? Supuestamente, era su guardián, su protector. A Cinco no se le había ocurrido pensar que tendría que protegerla de su guardián.
La proximidad de aquella mujer espectacular lo dejaba sin palabras, pero tenía que verla como una cliente o una compañera con la que pasar el tiempo.
Carraspeando, apartó las cortinas para dejar entrar la luz y se sintió un poco más tranquilo.
–¿Qué haces para divertirte, Meredith? ¿Te gusta montar a caballo… o bailar country?
–Lo único que yo sé montar tiene motores –contestó ella–. Y solo bailo cuando alguno de mis superiores arriesga sus galones tirándome los tejos.
Meredith cerró el cajón antes de volverse hacia su carcelero. No le gustaba nada que su corazón latiese tan fuerte al mirarlo. Y tampoco le gustaba que le temblase la voz al hablar con él.
–No creo que por aquí haya nada que pueda mantenerme entretenida, Gentry. A menos que tengas un avión escondido en alguna parte, claro.
No le gustaba usar ese tono tan sarcástico, pero no podía evitarlo. Su mundo se había puesto patas arriba.
–De hecho, tenemos un par de ellos. Nada de aviones de combate, pero sí un par de avionetas para fumigar y un pequeño Jet que usamos para… –Cinco se interrumpió bruscamente, como alguien que recuerda haber dejado la leche al fuego–. Oh, no, de eso nada. No puedes volar mientras estés en el rancho. Además, tenemos que inventar quién eres y qué haces aquí. Si alguien empieza a especular pronto correrá la noticia y tu seguridad se pondrá en peligro.
Tanta preocupación le recordaba el obsesivo control que ejerció su padre sobre ella. Meredith apretó los dientes, intentando controlar el deseo de darle un puñetazo y salir corriendo. ¿Cómo iba a aguantar un solo día, en aquel sitio perdido de la mano de Dios, con ese… ese vaquero?
Suspirando, se dejó caer sobre la cama.
–Supongo que por aquí no habrá una librería o un gimnasio, ¿no?
Con la luz que entraba por la ventana, su pelo rubio parecía un halo y Cinco tuvo que tragar saliva. Era un ángel.
De repente, se le quedó la mente en blanco, como un ordenador que pierde toda la información. Cuando encontró su voz de nuevo, olvidó que su trabajo era cuidar de ella, olvidó que había prometido verla solo como una cliente.
Olvidó todo excepto lo preciosa que era. Y cómo, con aquella luz, parecía más una frágil muñeca de porcelana que una amazona.
Sonriendo, se metió las manos en los bolsillos del pantalón.
–Ni librerías ni gimnasios, me temo. Pero no te preocupes, cariño, ya encontraremos algo para ti.
Tras cuarenta y ocho horas en el rancho, Meredith se sentía un poco más cómoda. Tranquila, descansada… y aburrida de muerte. Y apenas se encontró con Cinco.
Como diversión, salía a correr todas las mañanas por la carretera que llevaba al rancho. No era precisamente un buen circuito, pero empezaba a acostumbrarse a los baches.
No la molestaba nadie y casi agradecía no tener que apartarse de los coches o charlar con otros corredores, como le pasaba en la base.
Meredith respiró profundamente y enseguida lamentó haberlo hecho. Olía a estiércol de vaca. Sin embargo, no recordaba ningún momento de su vida en el que hubiera tenido todo el día libre para no hacer nada más que pasear o leer. Aunque había estado a punto de conseguir la total libertad, poder decidir sobre su propio destino.
Meredith suspiró, deteniéndose para respirar.
Necesitaba controlar su mundo y ser capaz de entrar y salir a su antojo.
Durante toda su vida había estado en una prisión de un tipo o de otro, controlada por alguien que decía tener en cuenta solo su bienestar. Y cuando estaba a punto de conseguir la libertad… se veía obligada a ingresar en otra prisión, aunque en ese caso fuera el campo. Y, de nuevo, guardada por alguien que decía tener solo su interés en mente.
Ella quería asumir la responsabilidad de su propia vida y no tenía ninguna duda de que podía protegerse a sí misma. Pero su presente situación hacía que eso fuera imposible.
Lógicamente, sabía que quedarse en el rancho era lo mejor, que quizá era el único sitio donde Richard Rourke no podría encontrarla, pero su corazón no atendía a lógicas.
Entonces miró alrededor, pensativa. El día anterior había visto a algún vaquero montado a caballo y alguna vaca que se acercaba al borde de la carretera. No le hacían mucha gracia, pero los animales apenas le prestaban atención.
El rancho era aburridísimo, desde luego. Lo único que no era aburrido era… Cinco Gentry.
No le hacía gracia, pero debía reconocer que había sido muy amable por su parte aceptarla en su casa. Además, para que se entretuviera, le había mostrado la biblioteca y un pequeño gimnasio que tenía en la parte de atrás porque, según él, los vaqueros también tienen que hacer pesas de vez en cuando.
Empezaba a gustarle aquel hombre. Era divertido, agradable, aunque estuviese decidido a controlar todos sus movimientos.
Pero para ser un carcelero no estaba mal. Nada mal.
Meredith volvió a correr. Durante aquellos dos días le había dejado notas diciendo que estaba ocupado, pero que se sintiera como en su casa. Qué risa. Aquel rancho nunca sería su casa, pero era un detalle por su parte.
Cuando se acercaba vio en el porche una figura masculina. No lo veía bien, pero por su estatura y su aspecto debía ser Cinco. Y parecía enfadado. ¿Por qué? Era ella quien tenía derecho a estar enfadada. No le apetecía nada estar en aquella situación y no necesitaba que nadie vigilase sus movimientos.
–Ya era hora. ¿De dónde vienes, Meredith?
–De correr un rato –contestó ella.
No le debía ninguna explicación. Cinco no era su jefe ni su padre. No tenía por qué responder.
–¿Has ido a correr?
–¿Qué pasa, Gentry? Dijiste que podía hacer ejercicio y eso es lo que he estado haciendo.
Cinco intentó calmarse, pero estaba muy enfadado. Al comprobar que Meredith no estaba en la casa el pánico se apoderó de él.
Había dormido poco durante los últimos días, intentando terminar el programa de seguridad que le había prometido a otro cliente y su desaparición fue la gota que colmó el vaso.
–No puedes salir de casa sin decirme una palabra. Estaba a punto de organizar una partida de rescate cuando te vi por la carretera. No vuelvas a hacer eso.
Ella entró en la casa sin mirarlo.
–No pienso quedarme encerrada aquí. ¿Qué esperas que haga?
Cinco cerró la puerta, suspirando.
–Podríamos pelearnos. Kyle me ha dicho que se te da muy bien.
–A lo mejor no sería mala idea –sonrió Meredith.
Sus ojos azules brillaban, traviesos. Cuanto más conocía a aquella piloto, más le gustaba.
Proteger a un testigo debería ser un trabajo impersonal, pero, por mucho que lo intentase, no le resultaba fácil mantener una relación impersonal con Meredith Powell.
–Mira, hoy tengo tiempo para enseñarte el rancho y para buscar algo que hacer. Si quieres cambiarte de ropa… sí, sería mejor que te pusieras unos vaqueros.
Estaba mirando sus larguísimas piernas. Eran tremendas, unas piernas de escándalo. Cinco tuvo que dirigirse hacia la escalera para recuperar la compostura.
–Si eso es una orden, señor Gentry, le sugiero que se la meta donde le quepa. Además, no tengo pantalones vaqueros.
Cinco se volvió, atónito.
–No es una orden. Solo intento que te sientas más cómoda en el rancho. Y que sepas lo peligroso que puede ser. Este no es sitio para ir por ahí medio desnuda.
Mirando los ojos color chocolate del hombre, Meredith sintió que le temblaban las rodillas. Imposible. Ella era fuerte, dura. Fría como el hielo. ¿No se lo habían dicho mil veces?
Y no era el momento de volverse débil.
–Normalmente corro en pantalón corto y la gente civilizada no lo considera ir medio desnuda. Pero si te hace feliz, me pondré un chándal.
–¿De verdad no tienes pantalones vaqueros?
–De verdad. No son reglamentarios y a mí me parecen muy incómodos.
Cinco puso cara de sorpresa.
–Ah, pues entonces ya tenemos una tarea para hoy, cariño. Y te va a gustar.
Una hora más tarde, Meredith tenía ganas de liarse a patadas. Llevaban lo que le parecía una eternidad dando botes por una carretera de tierra. ¿Aquel hombre no conocía la existencia de los amortiguadores?
Mirando por la ventanilla, intentó pensar en otra cosa que no fuera Cinco Gentry. Pero dentro del coche era imposible no rozarlo. E imposible no pensar en el rifle Weatherby que iba en el asiento trasero. También ella sabía disparar, pero le parecía un poco bárbaro llevar un arma en el coche.
Y si ir a comprar unos vaqueros era su idea de la diversión, tendría que hablar seriamente con él. Pero en ese momento la furgoneta dio un tremendo bote y Meredith se preguntó si antes tendría que sujetarse los dientes con grapas. Cinco, sin embargo, no pareció inmutarse.
–¿Qué ha sido eso?
–No te preocupes. Es una pieza de metal para que las vacas no salgan a la carretera.
–¿Y eso las detiene?
–Eso y la alambrada.
¿Un pedazo de metal asustaba a las vacas? De modo que eran tan tontas como su padre había dicho siempre. Y seguramente sería imposible razonar con ellas, como con el hombre que tenía al lado.
Poco después pasaron al lado de un cartel que anunciaba que Gentry Wells estaba a solo diez kilómetros.
–¿Por qué los carteles tienen agujeros?
–Son disparos de rifle –contestó Cinco, tan tranquilo.
–¿Y eso?
–Los críos de por aquí practican después de tomarse unas cervezas. No creo que haya un cartel en todo el estado que no los tenga.
–¿Tú hacías eso cuando eras un crío?
–Seguramente. No tiene nada de malo pegar unos cuantos tiros de vez en cuando; siempre que se haga con cuidado, claro. Pero nunca ha habido ningún herido.
Aquel hombre era un rompecabezas. Hablaba con un acento sureño muy pronunciado y le parecían normales cosas que no lo eran para ella. Era raro, pero definitivamente interesante.
–Tenemos que inventar una historia para ti. En Gentry Wells todo el mundo se conoce y seguro que, cuando Kyle y tú pasasteis por allí, se desataron las lenguas.
–¿Ah, sí?
Le resultaba difícil creer que aquel pueblo fuera tan provinciano.
–Tú sabes algo de ordenadores, ¿verdad?
Ella asintió. En realidad, no había un solo ordenador del que no supiera algo.
–Todo el mundo en el pueblo sabe que yo me dedico a eso. No saben muy bien qué hago, pero sí que estoy bien equipado.
Lo de «bien equipado» hizo que Meredith pensara en una cosa que no tenía nada que ver con ordenadores. Y seguro que estaba perfectamente equipado, pensó, poniéndose colorada.
Afortunadamente, Cinco iba concentrado en la carretera y no pareció notarlo.
–Podríamos decir que has venido a instalar un nuevo equipo… una conexión satélite o algo así.
–Muy bien. Si tú lo dices.
–Le contaremos esa historia a todo el mundo, incluidos los peones. Mi hermana llegará de la universidad dentro de unos días, pero quizá a ella deberíamos decirle la verdad.
–Como quieras.
En ese momento el ruido del motor subió un par de decibelios.
–¿Has visto que el piloto del aceite se ha encendido? –preguntó Meredith.
–Pasa a veces. No te preocupes.
–Igual se ha estropeado algo con el bache de antes.
Cinco negó con la cabeza.
–No. Probablemente la luz esté estropeada. Tenemos dos mecánicos en el rancho, ellos le echarán un vistazo.
Pero un kilómetro después la luz seguía encendida.
–Mira, el indicador de temperatura está en lo más alto. ¿Seguro que no pasa nada?
–Meredith, tienes otras cosas de qué preocuparte. Los asuntos mecánicos los resuelven los mecánicos del rancho.
Qué comentario tan típicamente masculino, pensó ella.
–Entonces, ¿no quieres que paremos?
–Relájate. Tú de la vida en un rancho no sabes nada. Yo me encargo de esto.
Meredith tuvo que apretar los dientes para no decir algo que podría lamentar después. Le había recordado a su padre, el almirante Stanton Powell. Un hombre que la enseñó a ser un soldado, que no la dejó llorar por la muerte de su madre… un hombre responsable de muchas pesadillas que ella intentaba olvidar.
Sacudiendo la cabeza, se preguntó por qué esas viejas pesadillas habían vuelto a aparecer precisamente en aquel momento. Cinco Gentry no era su padre. Él no estaba interesado en controlar su vida, solo en protegerla. Además, no debía pagar sus frustraciones con él.
Unos segundos después empezó a salir humo del capó y Meredith tuvo que contener una risita.
–Me parece que tenemos un problema, Gentry.
–No salgas de la furgoneta –suspiró Cinco, pisando el freno–. Voy a ver qué pasa.
Por supuesto, Meredith no le hizo ni caso.
–Ya veo cómo me obedece, capitán Frosty. A ver cuándo aprendes a hacer lo que te diga. Aquí no estamos protegidos. Podría haber un francotirador en cualquier parte.
Ella levantó los ojos al cielo.
–Por favor…
–Muy bien. Quizá eso sea demasiado exagerado, pero yo soy el especialista en seguridad, no tú. Mi trabajo es protegerte –suspiró Cinco, sacando un móvil del bolsillo–. Voy a llamar al rancho para que vengan a buscarnos. Mientras tanto, quédate dentro de la furgoneta.
–¿Puedo echar un vistazo al motor?
Él dejó escapar un suspiro.
–Como quieras.
Meredith se inclinó sobre el capó y Cinco no pudo evitar mirarla de reojo. Desde allí tenía una buena panorámica de su trasero… tan buena que se quedó sin aliento.
¿Qué le estaba pasando? Meredith Powell ni siquiera era su tipo. Las mujeres que le gustaban solían ser más femeninas que ella. Todas eran bajitas, de pelo largo, chicas de Texas con blusas escotadas y acento sureño. Las mujeres con las que salía llevaban vaqueros y olían a flores.
Ellen. Esa imagen apareció entonces de forma inesperada. La única mujer a la que había amado. Su muerte seguía rompiéndole el corazón cada vez que se permitía a sí mismo acordarse de ella. No había podido protegerla. Y lo intentó con todas sus fuerzas.
Por eso se prometió a sí mismo no volver a enamorarse. Nunca salía bien. Cuando se enamoraba de alguien perdía la capacidad de proteger, de cuidar.
–¿Llevas herramientas en la furgoneta?
La pregunta de Meredith lo devolvió a la realidad.
–Sí, claro que llevo herramientas.
–Necesito una llave fija del 16 y un destornillador grande.
Cinco se acercó al maletero, preguntándose si sabría localizar una llave fija del 16. Si no era así, le daría la caja de herramientas.
Después de trabajar durante diez minutos, Meredith levantó la cabeza.
–¿Quieres probar ahora?
Fría como el hielo. Seria, sobria, como un mecánico profesional. Espectacular.
Cinco metió la llave en el contacto y la furgoneta arrancó como la seda. Meredith cerró el capó y volvió a su asiento sin decir nada.
–¿Qué has hecho?
–No mucho. He colocado la correa del ventilador. Se había soltado. Pero tendrás que poner aceite y agua para compensar la que se ha perdido.
Tenía una manchita de aceite en la nariz y eso le daba un aspecto vulnerable, frágil. Cinco tuvo que apretar el volante para controlarse.
En su cabeza, empezó a repetir lo que temía iba a tener que repetirse diariamente hasta que Meredith Powell se fuera del rancho:
«Es una clienta. La trataré como a una clienta y una amiga. No pensaré en ella de ninguna otra forma».
Pero intuía que iba a ser más fácil pensarlo que hacerlo.
A la mañana siguiente el cielo estaba completamente despejado. Una fresca brisa otoñal flotaba por el campo, haciendo que las hojas de los nogales y los robles crujiesen como las antiguas faldas de las mujeres.
Como llevaba allí toda su vida, Cinco sabía que se acercaba un temporal desde las montañas Rocosas, pero también sabía que podrían disfrutar de unos días de otoño antes de que empezase.
Era un día estupendo para enseñarle a Meredith el rancho. La idea de pasear con ella y verla caminar por el prado con sus recién comprados vaqueros le parecía muy interesante.
Había algo en su espalda recta, en su barbilla levantada que lo atraía como un imán. Su cuerpo atlético y su seriedad despertaban en él sentimientos dormidos, sentimientos que había enterrado mucho tiempo atrás. Y su libido, desde luego.
–Te voy a enseñar los caballos. Tenemos alrededor de doscientos.
–¿Doscientos? –repitió ella. Parecía un poco nerviosa.
–Seguro que alguno te gusta.
Meredith se aclaró la garganta.
–Hay algo que… deberías saber sobre mí. No me gustan muchos los… animales.
Cinco sabía que no a todo el mundo le gustaban los animales. Pero solo era cuestión de conocerlos.
–No te preocupes. Mis caballos se portan muy bien. Estoy seguro de que te gustarán.
Meredith estaba en la puerta del establo, tragando saliva mientras oía el ruido de los cascos.
Pero no quería que Cinco supiera lo asustada que estaba así que lo siguió hasta el interior. Una vez dentro, comprobó que el sitio no estaba tan oscuro. Le había parecido así desde fuera.
En el establo, iluminado por una claraboya y varios focos industriales, había multitud de cajones.
–Ven, voy a presentarte a una amiga muy particular –dijo Cinco, tomándola del brazo.
Meredith tuvo que hacer un esfuerzo para no salir corriendo.
–¿Quién?
–Mi vieja amiga Measles. Para los principiantes es la mejor.
Ella oía el ruido de los caballos que estaban en los otros cajones. Parecían mirarla todos mientras Cinco la llevaba por el pasillo y, nerviosa, intentó caminar por el centro para que no la rozasen.
–Ah, aquí está Measles –dijo Cinco entonces, acariciando la enorme cabeza de un animal–. Hola, chica. ¿Estás haciendo ejercicio últimamente?
El caballo inclinó la cabeza y lanzó un relincho que parecía un saludo, como si lo hubiera reconocido.
Cinco metió la mano en el bolsillo del pantalón.
–No pensarás que había olvidado tu regalo, ¿no? –dijo, soriendo. El animal abrió los labios y tomó algo que había en la palma de su mano, saludándolo después con otro bufido–. Buena chica. Ven a saludar a Measles, Meredith.
–Yo…
–Venga, no va a hacerte nada. Esta yegua no le haría daño a una mosca. Es tan buena que la usamos para enseñar a los niños.
Meredith estaba sudando. Pero cuando él la tomó por la muñeca apretó los dientes e intentó portarse como una adulta.
–Es que no sé…
–Mira, puedes acariciarla. Es muy simpática.
Sabía que estaba intentando animarla, que deseaba hacerla disfrutar de su estancia en el rancho y no quería parecer desagradecida… ni cobarde.
Cuando tocó la cabeza del animal, su pelaje le pareció muy cálido. Pero de repente la yegua se movió y Meredith dio un salto.
–¿Qué pasa? ¿Le he hecho daño?
Cinco la estudió durante unos segundos antes de hablar.
–Los caballos tienen sentimientos y emociones, como los seres humanos. Measles quiere atención y regalitos… como nosotros.
¿Sentimientos y emociones como los seres humanos? Pero ella no quería atención y no recordaba que nadie le hubiera hecho regalos.
–… y lo que la yegua espera de ti es que acaricies su cuello –siguió él, tomando su mano–. Mira, así. No tienes nada que temer.
Aquella vez colocó su propia mano sobre la de Meredith y ella se dejó llevar. La sensación de tocar algo vivo era extraña para ella, pero fascinante. Entonces, otra sensación, completamente diferente, la envolvió.
La proximidad de Cinco la estaba mareando. No podía pensar en el caballo, apenas recordaba dónde estaba. Sus pezones se endurecieron y estiró la espalda en un inútil esfuerzo por controlar lo que le estaba pasando. Intentó concentrarse en la yegua, pero descubrió que acariciar al animal incrementaba la sensualidad del momento.
Cinco debió sentir algo también porque, de repente, se apartó.
–Bueno, esta es una forma de conocer a un caballo –dijo, sonriendo–. Pero es mejor montarlo.
Estaba mirando la boca de Meredith mientras hablaba y ella dio un paso atrás.
–Yo… no estoy acostumbrada.
El sonido de su voz era como un puñetazo en el estómago. Y la combinación de su voz y su proximidad lo hacían desear cosas que no debía desear.
–Voy a buscar al capataz. No te vayas, vuelvo enseguida.
Necesitaba alejarse un poco. Como unos cien kilómetros.
Y necesitaba también oír su voz de nuevo, como una adicción. Pero lo que hizo fue alejarse, con los puños apretados.
Veinte minutos después, Cinco se encontró de nuevo demasiado cerca de Meredith.
Estaban apoyados en la cerca donde Measles, ya ensillada, esperaba impaciente. Él comprobaba la cincha con expresión ausente, intentando recordar qué hacían allí. Se le olvidaba hasta su propio nombre cuando Meredith estaba cerca.
–¿Por qué es tu yegua favorita? –preguntó ella entonces.
¿Yegua? Cinco sacudió la cabeza, intentando concentrarse. Esa mujer era su clienta, estaba allí para buscar protección.
–Porque desde siempre fue la más cariñosa –contestó por fin–. Measles fue un regalo de cumpleaños para mi hermana Abby y desde entonces está con nosotros.
–¿Cuántos años tenía?
–¿La yegua?
–No, tu hermana. ¿Qué edad tenía cuando empezó a montar?
Cinco lo pensó un momento. Recordaba lo feliz que Abby se había sentido al ver a la yegua. Y lo felices que eran entonces. Parecía haber pasado una eternidad.
Pero entendió la intención de la pregunta. A Meredith le daban miedo los caballos y temía hacer el ridículo por no atreverse a montar cuando podía hacerlo una niña.
–Abby tenía seis años cuando nació Measles. Crecieron juntas y aprendieron la una de la otra –contestó por fin–. Pero mucha gente no aprende a montar hasta que es mayor. Da igual la edad que tengas, lo importante es el caballo. ¿Verdad, Measles? –sonrió, pasándole un brazo por el cuello.
La yegua lanzó un relincho como respuesta y Meredith dio un paso atrás.
Cinco se preguntó entonces si lo de montar a caballo había sido buena idea. ¿No debería buscar otra ocupación para ella? No quería preguntarle directamente si le daban miedo los caballos. Al fin y al cabo no era una amiga, sino una clienta.
No, lo mejor sería montar a Measles. Y si no quería hacerlo, ella misma se lo diría.
–Mira, esta yegua es demasiado mayor como para trabajar, pero le encanta que la monten. Echa mucho de menos a Abby.
–Ya, bueno –suspiró Meredith–. ¿Y qué tengo que hacer?
–Para empezar, dejar de portarte como si fueras a la silla eléctrica.
En realidad, estar dispuesta a hacer algo que le daba miedo mostraba no solo que tenía carácter sino que estaba dispuesta a ser amable con él. Quizá podrían hacerse amigos después de todo.
Meredith apretó los dientes. Estaba decidida a descubrir qué tenía de emocionante montar a caballo y estaba decidida a hacerlo por aquel hombre al que encontraba cada vez más atractivo. Pero cuando se colocó a su lado para ayudarla a subir a la silla, se lo pensó de nuevo.
Todo estaba demasiado cerca, el caballo, el hombre… tanta proximidad hacía que le corrieran gotas de sudor por el cuello.
Aquello tenía que terminarse lo antes posible.
Media hora más tarde le pareció como si hubiera pasado una eternidad. Meredith no podía entender cómo cosas tan simples como un hombre o un caballo podían causar tanta agitación. Le daba un vuelco el estómago cada vez que tocaba a la yegua. Se le ponían los nervios de punta cada vez que Cinco la rozaba.
Él le dio una pequeña charla sobre las bridas y sobre cómo debía tratar al animal mientras Meredith rezaba para que Measles supiera cómo tratar a un ser humano.
Pero cada vez que Cinco se acercaba por detrás y notaba su aliento en la nuca, se le olvidaban todas las lecciones.
–Vamos a intentarlo otra vez. Sostén las riendas con las dos manos. El pie izquierdo en el estribo y ahora levanta la pierna derecha…
Mientras luchaba por tercera vez para subirse a la silla, Meredith pensó lo paciente que era la pobre Measles. Lo único que hacía mientras tenía que aguantar la situación era mover la cola de vez en cuando. Quizá estaba tan harta como ella misma.
De un salto, por fin consiguió subir. Al menos aquella vez estaba mirando hacia la cabeza del animal. ¿Qué le pasaba? Ella nunca tenía problemas para aprender cosas nuevas. ¿Por qué los tenía en aquel momento?
–Excelente –sonrió Cinco.
Aquella sonrisa le llegó al corazón. Pero cuando él le puso una mano en el muslo, sintió una especie de escalofrío. Intentaba escuchar sus instrucciones, pero solo podía pensar en aquellas manos sobre su cuerpo desnudo. Sabía que serían grandes, fuertes, callosas… ¿pero serían también tiernas?
–Pon atención –la regañó él.
–Es que… ¡ay!
Cinco observó, horrorizado, cómo Meredith, que había intentado volverse bruscamente, perdía el equilibrio. Y precisamente en ese momento Measles dio un paso adelante.
–¡Cuidado!
Pero era demasiado tarde. Meredith sacó el pie del estribo y cayó al suelo con un golpe sordo. Justo lo que no debería pasar.
–¡Meredith! ¿Estás bien? ¿Te has hecho daño?
–No, estoy bien. Deja de tocarme –exclamó ella, levantándose a toda prisa, como si no hubiera pasado nada.
–¿Seguro que estás bien?
–Claro que sí. Y si ese caballo se está riendo de mí, te juro que…
Cinco soltó una carcajada. Pero dejó de reír cuando Meredith lo fulminó con la mirada.
–¿Qué pasa, cariño?
Ella estaba mirando al suelo. ¿Estaría enfadada? ¿Se habría hecho daño?
Cuando levantó los ojos, Cinco se quedó paralizado. Su mirada era erótica, fascinante. Quería decir algo, pero no le salía nada inteligente. Solo podía pensar en esa mirada y se sentía tan excitado como nunca en toda su vida.
Meredith estaba colorada hasta la raíz del pelo. El escote de su blusa era tentador… y lo que podía intuir bajo la blusa aún más. Le hubiera gustado despeinarla, acariciarla, tocarla por todas partes. La imagen de Meredith excitada era suficiente para volverlo loco.
¿Qué lo estaba poseyendo? Tenía que tocarla. Tenía que besarla.
En aquel mismo instante.
Sin decir nada, inclinó la cabeza y buscó sus trémulos labios. Y ella no protestó. Su aroma lo excitaba; una mezcla de olores completamente diferente, embriagadora. Cinco sujetaba su cintura con una mano mientras con la otra acariciaba su espalda. Sabía que no debía estar haciendo eso allí, en el corral, pero no podía evitarlo.
Meredith lanzó un gemido cuando empezó a acariciar su cuello y Cinco se atrevió a acariciar sus pechos por encima de la blusa. De hecho, se moriría si no podía tocarla y acariciarla a placer.
Oyó un ruido a sus espaldas, pero no quiso prestarle atención. Fuera lo que fuera no podía ser tan importante.
–¡Bubba!
¿Quién? Cinco se apartó, intentando volver a la realidad.
–¿Qué haces con mi yegua, hermanito? ¿Y qué está pasando aquí?
¿Abby Jo?
Era su hermana. Su hermana estaba en casa.
Meredith observó a Cinco abrazando y besando a aquella chica. La tomaba por la cintura y la levantaba en el aire, mientras ella reía alegremente.
–Abby, cariño. ¿Por qué no me habías dicho que llegabas hoy?
Mientras hablaban, Meredith intentó recuperar la compostura. ¿Qué había hecho? Besar a aquel hombre a la luz del día, delante de todo el mundo. No solo había dejado que la besara, le había dejado…
Evidentemente, había perdido la cabeza. Seguramente a causa del miedo que le daba el caballo. Y aquella chica, la hermana de Cinco, lo había visto todo.
Avergonzada, iba a apartarse, pero él la tomó del brazo.
–Vosotras dos tenéis muchas cosas en común.
Después de presentarlas, le explicó a su hermana quién era y por qué estaba en el rancho.
Abby fue amable, pero Meredith se dio cuenta de que miraba con cierta desconfianza a la mujer que estaba «jugando» con su yegua y con su hermano.
Y hubiera deseado que se la tragase la tierra.
–¿Piensas montar a Measles hoy?
–La pobre está muy triste sin ti –rio Cinco. Había pensado que dar un paseo le sentaría mejor que estar llorando en el cajón.
Abby le dio un puñetazo en el hombro.
–No está llorando en el cajón, tonto. Llamo todas las semanas a Jake para preguntar cómo se encuentra.
Abby era bajita y delgada, pero fibrosa. Llevaba pantalones vaqueros y un sombrero calado sobre las orejas, aunque se le escapaban algunos rizos oscuros.
Daba la impresión de ser una mujer pequeña, pero recia. Si Meredith hubiera tenido una amiga, la hermana de Cinco era el tipo de mujer que habría elegido.
Además, se alegraba de que estuviera allí. De ese modo, él no se sentiría obligado a entretenerla. Le habían gustado demasiado sus besos, pero no tenía intención de involucrarse con un hombre que quería controlarlo todo. Había tenido más que suficiente con su padre.
Además, Cinco estaba atado a su rancho. Y ella estaba deseando volver a la civilización, alejarse de cosas que no entendía. Volver a volar y rehacer su vida.
–… además, voy a necesitar a Measles y a las otras yeguas dóciles cuando empiece con mis clases –estaba diciendo Abby.
–¿Qué clases?
–Te lo conté la semana pasada. Por favor, Cinco, es que no me haces ni caso…
–Claro que te hago caso –la interrumpió él–. Sé que has dejado la universidad para venir al rancho y trabajar con los peones. Aunque no entiendo por qué quieres hacer eso en lugar de terminar el máster.
–Te lo he contado cien veces. Quiero llegar a ser capataz, encargarme de todo cuando Jake se retire a finales de año. Y para hacer eso debo conseguir que los peones me respeten –replicó su hermana–. Tengo que ser uno de ellos, mostrarles que sé hacer mi trabajo. Tú deberías saberlo mejor que nadie.
Pues sí. Abby y ella tenían mucho en común, pensó Meredith entonces.
–Abby, cariño. Ser peón en un rancho no es un trabajo para mujeres. Además, eres demasiado inteligente como para eso. Yo siempre he esperado que te encargases de todo para poder dedicarme al negocio de seguridad. Y tienes un título en dirección de empresas… ¿No era eso lo que querías?
Abby se puso en jarras. Lógico, pensó Meredith. Cinco no solo quería controlarlo todo, además era machista.
–¿No es un trabajo para mujeres? ¿De dónde te sacas eso? –le espetó.
Meredith hubiera querido decir un par de cosas también, pero aquel era un asunto de familia y ella no tenía ninguna experiencia en esos temas.
–Háblame de esas clases –sonrió Cinco entonces–. Estaba enseñándole a Meredith… bueno, cómo subir a un caballo cuando llegaste tú.
–¿No has montado nunca? –preguntó Abby.
–No estoy acostumbrada a los animales. Lo mío son los aviones.
–Todo el mundo puede acostumbrarse a un caballo, si reciben un buen entrenamiento –replicó Abby, mirando a su hermano con una ceja levantada–. Pero eso no incluye besos y manoseos.
Meredith se puso como un tomate.
–Abby, no seas mala –la regañó Cinco.
–Era una broma. ¿Te acuerdas que el año pasado di clases de equitación a los chicos de la parroquia? –le preguntó Abby.
–Sí, claro –contestó él, mirando a Meredith por el rabillo del ojo.
–Pues cuando el reverendo Johnson se enteró de que volvía a casa, me llamó a la universidad y me preguntó si quería darle clases a un grupo de chicos –le explicó ella, antes de volverse hacia Meredith–. Nuestra parroquia ayuda a chicos con problemas. Los traemos de la ciudad para alejarlos de las malas influencias porque muchos de ellos solo necesitan un poco de atención. Cada familia acoge a un par de chicos e intentan darles un hogar durante el tiempo que están aquí. Y el reverendo Johnson piensa que los caballos son una buena terapia.
–Me parece estupendo –sonrió Meredith.
–Si vas a quedarte aquí durante algún tiempo, podrías acudir a mis clases.
Ella negó con la cabeza, intentando desesperadamente buscar una razón convincente para no hacerlo, pero Abby parecía tan sincera que era imposible decirle que no.
–Por favor… seguro que será divertido. Además, a mí me vendría bien la compañía de un adulto. No soy mucho mayor que esos chicos y me pone un poco nerviosa darles clase.
–En fin, sí, supongo que podría ir –asintió Meredith por fin. En realidad, quería caerle bien. Se daba cuenta de que era una buena persona.
–Estupendo. Empezaremos mañana –dijo Abby, volviéndose de nuevo hacia su hermano–. El reverendo enviará la furgoneta de la iglesia con seis o siete chicos –añadió, cruzándose de brazos, como esperando que Cinco le llevase la contraria–. ¿Por qué no acompañas a Meredith al corral de entrenamiento mañana? Yo me encargaré de ella y me aseguraré de llevarla a casa sana y salva.
Cinco imaginaba lo que Meredith estaba pensando. La inesperada interrupción de su hermana los había pillado desprevenidos y seguramente se sentiría avergonzada.
Pero que Abby los hubiera pillado con «las manos en la masa», por así decir, a él no lo molestaba en absoluto. En realidad había sido lo mejor… antes de que las cosas llegaran demasiado lejos.
Le gustaría haberle echado un capote, pero Abby era una charlatana que no dejaba meter baza a nadie.
Mientras volvían a casa para cenar, Cinco no dejaba de pensar en la hermana que conocía tan bien y en Meredith, la mujer a la que deseaba conocer mejor. Se preguntaba si Abby sabría cuánto se parecía a su madre.
Su hermana se tomó la desaparición de sus padres peor que Cal y él porque solo tenía doce años cuando se marcharon de viaje para no volver jamás.
Su madre era una de las mejores ganaderas del estado. Dura como una piedra y capaz de hacer cualquier trabajo en el rancho, también era la mujer más buena del mundo. Cinco la echaba inmensamente de menos, pero Abby todavía más.
Su hermana había aprendido a ser dura, pero no sabía cómo ser dura y suave al mismo tiempo. Y, como hermano mayor, él no podía enseñárselo.
Y tampoco podía compensar a Meredith por el corte que había pasado. Quería que fuesen amigos… y entonces lo estropeó dándole un beso. ¿Por qué lo había hecho?
Aquella mujer despertaba en él unos sentimientos que le resultaba difícil controlar. Con Ellen había habido pasión, pero lo que sentía cuando tocaba a Meredith era diferente. Y por haber actuado como un tonto, Meredith y él estaban tan distantes en aquel momento como lo habían estado al principio. Así no se trataba a una clienta que era, además, amiga de Kyle. Debía disculparse, se dijo.